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La Extinción (Cuento)



    Desdelo alto de una escarpada colina, Harrison, sentado
    sobre una roca, podía ver, a intervalos, por entre los
    árboles, a la persona que se acercaba corriendo. No se
    veía ni se oía aún a los perseguidores. Las
    empinadas laderas del macizo central surgían abruptamente
    de la planicie solamente a seis kilómetros de distancia.
    Harinosa adivinaba el pensamiento del desconocido: la esperanza
    de que, una vez entre las pendientes laderas y barrancos, de
    exuberante vegetación, que llegaban hasta la meseta,
    sería posible escapar de los perseguidores.

    Si hubiera sido un hombre aficionado a las apuestas o si
    hubiera tenido allí a alguien con quien apostar hubiera
    apostado contra el corredor. Muy pocas veces escapaba nadie de
    los perseguidores, excepto, naturalmente, los que, como
    él, tenían facultades especiales. Harrison no
    estaba particularmente interesado en el resultado de esta
    persecución. Sentía, quizá, un poco de
    simpatía por el perseguido, pero en realidad sería
    mejor que este individuo fuera alcanzado y capturado. Si
    escapaba, organizarían la búsqueda Y
    volverían por aquellos parajes.

    El corredor pasó justamente por debajo de donde
    estaba Harrison v saltó un arroyuelo, y entonces Harrison
    vio con sorpresa que era una mujer; una mujer fuerte, joven, con
    largas piernas, y de aspecto vigoroso.

    Cuando descubrió esto dejó de ser mero
    espectador y le embargó una gran emoción. Se puso
    de pie lentamente, con la cabeza erguida, como un animal grande.
    Harrison era realmente un animal, un animal inteligente y
    peligroso.

    Miró al antiguo camino con los ojos muy abiertos
    y el oído alerta, por si se acercaban los
    perseguidores.

    La joven, que había corrido velozmente, sin
    descanso, jadeaba y sudaba. Durante la última media hora
    había trepado por la ladera hasta llegar a la tierra
    resquebrajada al pie de la meseta. De cuando en cuando,
    oía tras ella a sus enemigos: una piedra que rodaba, una
    rama que se tronchaba, las voces agudas de los perseguidores
    llamándose unos a otros. No estaban muy lejos. Una parte
    de ella, la parte inteligente y civilizada, sabía que su
    fin era seguro. A pesar de esto, no tenía la menor
    intención de ceder, ni de estarse quieta esperando que la
    cogieran. Estaba viva en este momento, solamente porque ella, y
    sus padres antes que ella, habían sido buenos luchadores.
    En la raza humana, únicamente habían sobrevivido
    los que tenían una furiosa y salvaje ansia de luchar y de
    Correr", que eran los invencibles. Continuaría corriendo,
    revolviéndose, mordiendo y pataleando hasta su
    último aliento.

    Se adentró en un barranco estrecho y pasó
    entre dos rocas salientes. Harrison estaba allí sentado en
    un tronco y ella se sobresaltó al verle, y Se paró
    en seco. En su mano apareció un cuchillo de hoja larga y
    afilada.

    Harrison era alto, de ancho pecho y
    musculoso.

    Llevaba una chaqueta de cuero sin mangas, talones cortos
    de cuero y un par de mocasines bien hechos. Tenía el
    cabello y la barba su aspecto general era limpio y cuidado. Un
    pesado cuchillo de monte con una hoja muy afilada, casi una
    espada corta, colgaba de su cinto su mano sujetaba un arco. El
    arco era una verdadera arma moderna, magistralmente hecha de
    acero y madera.

    Harrison la miró serio. Ella devolvió la
    desconfiada, con el cuchillo preparado.

    Ve por este lado – indicó el hombre -. Por ese
    barranco de la izquierda y por aquel pico y valle abajo.
    Después sigue el arroyo hasta unas casas viejas.
    ¿Me entiendes?

    Sí – contestó, respirando con fuerza
    ¿y después qué?

    Estarás libre. Iré a buscarte
    allí.

    Ella le miró un momento desconfiando, y, a
    continuación, sin preguntar nada más, sin darle las
    gracias y sin saber cómo se las iba a arreglar,
    salió corriendo por cl barranco en la dirección que
    él le había indicado.

    Harrison marchó barranco abajo y siguió el
    camino real por el valle, andando sin prisa, parándose a
    escuchar de cuando en cuando. Oyó a los perros y rebuscar
    por la maleza tras él cogió el machete y se
    preparó. No le preocuparon los perros. Eran dos mastines
    de ganado de pelo negro. Esperó tras un árbol a que
    se aproximaran, y entonces saltó y acuchilló al
    primero que murió sin un gemido. El otro no era un animal
    muy agresivo y al ver al hombre y la suerte que había
    corrido su compañero, debió de asustarse
    bastante.

    ¡Fuera, Fido, vete! Le gritó Harrison y el
    perro metió el rabo entre las patas de un modo muy
    cómico y salió corriendo.

    Un minuto después apareció el primero de
    los perseguidores. Llevaba el fusil al hombro e iba
    escudriñando por delante buscando los perros. Vio a
    Harrison. Por un momento los dos hombres se miraron uno al otro.
    El rostro del recién llegado no reflejó el
    sobresalto y la sorpresa que debió de sentir al
    encontrarse cara a cara con Harrison, considerado como más
    peligroso que un animal salvaje. En cuanto Harrison le vio se
    lanzó sobre él, atravesándole el cuello con
    su cuchillo. El otro dio un grito y se derrumbó sin
    vida.

    El otro perseguidor oyó él gritó.
    Entre los árboles Se oía trastear en la maleza.
    Estos perseguidores estaban muy bien preparados para andar por el
    bosque. Durante varias generaciones habían organizado
    estas batidas para exterminar a los escasos supervivientes de
    raza humana.

    Harrison sabía que le era imposible subir por la
    montaña, pues habría hombres emboscados para no
    dejarle llegar a ninguna cima. Tratarían de rodearle para
    cortarle la retirada.

    Preparó su arco y cambió de sitio; pero,
    aunque tiró muy rápidamente a un bulto negro que
    vio moverse entre la maleza, erró el blanco.

    Media hora después comprendió que estaba
    rodeado y que iban estrechando el cerco. Levantó la cabeza
    y miró hacia cl pico más alto, por el cual
    debía de estar subiendo ahora la joven. Una vez
    allí estaría a salvo; pero él deseaba con
    toda su alma matar a otro de los perseguidores.

    Las ramas de un arbusto se movieron de pronto. Harrison
    apuntó. Una figura agachada sé mostró un
    instante y él disparó. La flecha surcó veloz
    el aire y se oyó un agudo grito.

    Al mismo tiempo oyó silbar las balas a su
    alrededor. Tenían un sentido de oído muy
    desarrollado y debían haberle localizado. Las balas
    venían ahora de todos los lados.

    Levantó los ojos hacia el pico de la
    montaña y miró hacia allí con un deseo
    fiero.

    La mujer, escondida tras un muro medio derrumbado, que
    había sido parte de una casa, salió de su escondite
    cuando vio a Harrison por lo que antes había sido la calle
    principal del pueblo.

    Andaba tranquilamente con el arco al hombro mirando a
    los lados, fatigado, pero no exhausto. La miró con
    admiración. Comparándola con el tipo corriente de
    la mujer antigua no era muy atractiva. Era tosca> con largas
    piernas y tan salvaje como un gato montés.

    Ven conmigo.

    No lo dijo en son de pregunta ni tampoco de orden. Lo
    dijo como quien habla de un hecho ya sabido. Eran dos animales,
    macho y hembra. Eso era todo. A ella ni quisiera se le
    ocurrió rehusar. Puede ser que si hubiese rechazado la
    proposición la hubiera dejado marcharse. También
    era posible que si hubiese rehusado le habría pegado hasta
    que se sometiese.

    ¿Muy lejos? – preguntó ella.

    • Seis kilómetros – respondió
    Harrison -. Más allá de aquel barranco.

    El hombre echó a andar delante, abandonando el
    camino real, y caminando por un sendero un poco por encima del
    pueblecillo.

    ¡En tres horas, andando y subiendo las laderas sin
    cesar, llegaron a un estrecho valle!

    Harrison no hablaba mucho. Probablemente no estaba
    acostumbrado a hablar con desconocidos. La mujer no supo que ya
    estaban llegando a su destino hasta que se encontraron con otro
    ser humano que venía por el sendero en dirección
    contraria.

    Estaba anocheciendo y la mujer distinguía con
    dificultad la figura del que se acercaba, que salió
    inesperadamente de detrás de la sombra de un 1arbusto.
    Harrison, de todos modos, no dio señal alguna de sorpresa,
    como si esperase encontrar a alguien allí. Llamó a
    la figura con el nombre de Jim y ella vio que Kim era un muchacho
    de unos doce años.

    Vienes con retraso, Pop – indicó el muchacho -.
    Estábamos ya preocupados.

    Tuve que venir por el peor camino – gruñó
    Harrison -. Traje esta mujer. Los «Ranas» la
    perseguían.

    El muchacho la miró con
    interés.

    Bueno, Pop, tienes las manos llenas ahora, conforme;
    pero no sé qué pasará cuando Ma la vea.
    ¿Cómo te llamas? – preguntó a la
    joven.

    Magdalena – contestó ella.

    ¿De dónde eres?

    De allí abajo, del Sur, donde está el
    mar.

    ¿Tienes familia?

    Ahora no, la perdí hace dos inviernos.

    Entremos – ordenó Harrison -. Tengo tanta hambre
    que podría comerme un «Rana».
    ¿Tenéis algo que darnos, Jim?

    Seguramente. Cogí una liebre muy grande esta
    mañana.

    Echaron a andar, rodeando una roca, se metieron por una
    abertura natural del terreno y sé encontraron en una gran
    cueva. Estaba alumbrada con una luz tenue y vacilante por varias
    lámparas colocadas en una especie de nichos en la roca.
    Había tres hogueras encendidas y un gran número de
    figuras, humanas al parecer, se movían sin cesar de un
    lado a otro, mientras sus sombras se proyectaban en las paredes y
    en el techo.

    Después de un momento de confusión,
    Magdalena pudo ver que en realidad no había tanta
    gente.

    Vio dos mujeres, una de unos treinta y cinco años
    v la otra de unos veinte. Esta última estaba encinta.
    También había un hombre que parecía viejo,
    con el cabello blanco y un brazo deforme. Y varios niños;
    calculó que debían de ser más de
    diez.

    A pesar de la cantidad de gente que habitaba la cueva,
    olía a limpio, más que la vieja bodega que ocuparon
    sus padres. Un olor a carne guisada le hizo la boca
    agua.

    Harrison se acercó al fuego donde estaba la mayor
    de las dos mujeres inclinándose sobre una olla.

    Esta es Magdalena – explicó bruscamente -; los
    «Ranas» la estaban persiguiendo y yo la
    salvé.

    Salvarla era tu deber – respondió la mujer -,
    pero traerla aquí no veo el porqué, Joe Harrison.
    Por lo visto esperas que cargue también con
    esta.

    Bueno, yo no veo el modo. Mañana por la
    mañana a primera hora, se marcha.

    Cállate y danos algo que comer –
    gruñó Harrison.

    Por una vez parecía no encontrarse a gusto, e
    incluso un poco azarado.

    La mujer, de un modo poco afable, les puso dos platos de
    madera, echando un trozo de carne en cada uno.

    Magdalena, que no había comido mucho los dos
    últimos días, cogió la carne y empezó
    a partiría con los dientes. La otra mujer le dio un fuerte
    pescozón.

    Deja de hacer eso – ordenó -. Escúchame…
    Muchas cosas han cambiado desde los antiguos tiempos y supongo
    que tengo que ayudar a Harrison en lo que tenga pensado para ti,
    lo mismo que hice con la joven Lucy que está ahí,
    pero todavía hay una o dos cosas que no han cambiado. Esta
    es mi casa. Puede ser que vivas en ella y que tengas hijos en
    ella, pero siempre continuará siendo mi casa. Y mientras
    siga siendo mía tiene que estar limpia y decente. Nada de
    porquería. Nada de escupir en el suelo. Nada de tirar
    huesos, ni carne estropeada por los rincones. Nos hemos hundido
    muy bajo, pero no hemos llegado todavía al nivel de los
    animales. Ahora cómete tu comida limpia y decentemente no
    como una bestia salvaje.

    – Eso está bien dicho – añadió
    Harrison -. Esta es Liz, mi mujer. Ella es la que manda en esta
    casa.

    Cuando acabaron de comer, Harrison se puso de
    pie.

    Enséñale dónde tiene que dormir, Ma
    ~ ordenó.

    Dió la vuelta sobre sus talones y se
    acercó al otro fuego donde estaba sentado el
    viejo.

    Liz condujo a Magdalena a un rincón oscuro donde
    encontró un catre de lona y algunas mantas.

    Esta noche puedes dormir aquí – le dijo -. Y
    sacude bien la alfombra y arregla todo por la mañana.
    Ahí fuera hay un tanque de agua y puedes lavarte si
    quieres y el aseo también está fuera, no quiero
    porquerías aquí dentro. Y escúchame bien,
    joven; sé muy bien lo que piensa Harrison respecto a ti y
    supongo que tú lo sabes tan bien como yo. Si no te agrada,
    lo mejor es que te marches mañana por la mañana. Si
    te quedas me figuró que tendré que apechugar con
    ello, pero no quiero enterarme de nada. Pase lo que pase entre
    tú y Joe tiene que ser fuera de aquí. Tenemos
    muchos niños, míos y de Lucy, y yo quiero las cosas
    decentes y respetables.

    Los «Ranas» casi me atraparon, no tengo
    familia ni dónde ir.

    Ya lo sé – respondió Liz -. Quédate
    si quieres. Este sitio es mejor que muchos otros, a pesar de que
    hoy aquí ocurren muchas cosas raras, cosas
    difíciles de creer, pero el resultado es que vivimos mejor
    que muchos. Siempre tenemos comida abundante.

    Ocurrían allí cosas difíciles de
    creer. Magda no notó nada extraordinario el primer
    día. Por la mañana le despertó el ruido que
    hacían los niños riéndose y charlando y se
    levantó enseguida. Liz estaba quitando las cenizas del
    fuego. A Harrison v a los muchachos no se los veía por
    parte alguna.

    Vete abajo al río Y lávate bien –
    ordenó Liz -. Después te daré el desayuno.
    Camina por encima de las rocas todo el tiempo.

    Cuando salió, Magda se quedó un momento
    deslumbrada por la brillante mañana de sol. El río,
    que no había visto en la semioscuridad la tarde anterior,
    estaba justamente debajo. Los niños estaban
    salpicándose en la orilla, alborotando y echándose
    agua unos a otros. Empezó a bajar a la playa de
    cascajo.

    Anda por las rocas – aconsejó una voz cerca de
    ella.

    Era Jim.

    Ten cuidado de andar solo sobre las rocas, no queremos
    dejar huellas que los «Ranas» puedan ver desde el
    aire.

    Se volvió para hablarle, pero el sol
    todavía la deslumbraba y no pudo verle. Un momento
    después, sin embargo. Le vio en el río con los
    otros niños. Fue por la orilla, lejos del remanse donde
    estaban los niños v se metió en el río; pero
    salió pronto, porque el agua, como venía de la
    montaña, estaba muy fría. Cuando volvía se
    fijó en que todos los niños se habían ido,
    excepto dos, de unos tres años que trepaban por las rocas
    hacia la cueva. Tuvo una vaga impresión de que los
    niños habían abandonado el baño de
    repente.

    Lis y la joven Lucy estaban sentadas fuera de la cueva
    con una fuente de madera llena de bollos recién sacados
    del horno.

    Magda empezaba a tener la impresión de que
    había algo anormal en aquel lugar y en aquella gente. EJ
    anciano, no tenía más que sesenta años, pero
    era muy viejo para un ser humano, ahora que los que quedaban de
    la raza se veían obligados a correr y a esconderse para
    conservar la vida. Salió de la cueva y los niños le
    rodearon charlando.

    Cogió la bandeja de los bollos. Se puso muy
    erguido y de repente desapareció.

    A nadie pareció sorprenderle. Nadie se
    inmutó. Los niños se volvieron y miraron hacia
    arriba. Magda también miró. Allí estaba Dad
    de pie en lo alto de un picacho, a unos cuarenta metros de
    distancia. Estaba colocando la bandeja de los bollos a sus pies y
    de repente apareció de nuevo junto a las
    mujeres.

    Ve a tomar tu desayuno, Johnnie – ordenó
    Liz.

    Johnnie, que tenía unos siete años,
    miró hacia el picacho. Un momento después estaba en
    lo alto, y enseguida bajó con un par de bollos, uno en
    cada mano.

    Los otros niños: un muchacho y dos chicas fueron
    a buscar su desayuno del mismo modo milagroso. A nadie le
    extrañó este procedimiento.

    El viejo trasladó la bandeja a un sitio
    más cercano y más bajo y los chicos de tres y
    cuatro años fueron cogiendo su desayuno igual que otros.
    Las mujeres se sirvieron del mismo modo. Liz invitó a
    Magda a que se uniera a ellas.

    Son bollos de avena – le explicó -. En ese bote
    hay mantequilla, y, en aquel otro, miel.

    Magda se sentó junto a ellas y empezó a
    comer.

    ¿Te sorprenden estas costumbres, muchacha? –
    preguntó Liz.

    Hasta ahora no había visto nada igual –
    afirmó la joven -. Mi padre me contaba cosas maravillosas
    sucedidas en tiempos antiguos, pero en aquellos tiempos todo eran
    máquinas y aquí no veo ninguna
    máquina.

    Esto no son máquinas – aseguró Liz -. Esto
    es todo nuevo. Está hecho por la evolución
    moderna.

    No lo entiendo bien – respondió Magda.

    Tampoco yo – afirmó Liz -. Es como lo llama Dad.
    Es cosa de él, de Joe y de los niños. Había
    como sabe millones de los nuestros.

    Claro que lo sé. Ciudades llenas de gente,
    automóviles, aviones. Antes que vinieran los
    «Ranas».

    Está bien. Nunca comprendí por qué
    nos odian tanto los «Ranas». Ellos destruyeron todas
    las ciudades, persiguen a los que hemos sobrevivido.

    Mi padre dice que ya queda poca gente. Dice que dentro
    de cincuenta años estaremos totalmente extinguidos. Tiene
    razón. Antes vivían aquí varias familias,
    ahora ya no quedamos más que nosotros.

    Pero ¿por qué es esto un
    adelanto?

    Es algo que no acabo de entender. Dad sí.
    Sabía muchas cosas de la gente cuando era más
    joven; les hablaba y se iba educando con lo que oía. El y
    mi Joe no olvidan fácilmente las cosas. Son hombres de
    lucha. Cuando miro a Joe no puedo imaginármele a él
    y a sus semejantes extinguidos. Me parece que no podrían
    serlo de ningún modo. Dad dice que la humanidad forma
    parte de todo el Universo. Que todos descienden de los monos. Que
    hay millones de los nuestros viviendo aquí en la Tierra y
    en Marte. Hemos hecho toda clase de cosas, escrito toda clase de
    libros, construido toda clase de máquinas maravillosas, y
    cuando los que quedamos pensamos que vamos a ser totalmente
    extinguidos, algo muy dentro de nosotros nos dice que esta idea
    es intolerable y nos defendemos con un nuevo invento. Este
    invento es el de saltarnos el espacio.

    Muchos otros animales han sido extinguidos –
    objetó Magda -. Me figuro que ellos no se lo figuraban,
    pero el caso es que fueron extinguidos.

    No eran animales racionales, como nosotros. Dudo que
    ellos fueran lo bastante inteligentes para saber que iban a ser
    extinguidos. Pero Joe Harrison no es la clase de persona que
    acepta tranquilamente esa idea. Me imagino que solo ese
    pensamiento le revuelve el estómago.

    Así pues, ¿es usted capaz de hacer ese
    salto en el espacio?

    Yo no, querida – contestó Liz, sonriendo -. Joe
    si, y el padre de Joe y la mayor parte de los niños. Y
    también podrán los tuyos cuando los tengas, no lo
    dudes.

    ¿Qué pasará si los
    «Ranas» nos encuentran?

    Dad, Joe y todos los niños pueden escapar
    aseguró Liz.

    Pero ¿nosotras…?

    Nosotras no, muchacha – repuso Liz sonriendo.

    Liz era un alma amiga. Una hora después
    pidió a Magda que fuera con ella a lo alto de la
    montaña.

    Los muchachos han ido a cazar – explicó -. Esto
    les sienta bien, pero son jóvenes. Siempre es conveniente
    andar cerca de ellos. Si tú te vas a quedar con nosotros
    lo mejor será que te ocupes de esto. Eres más joven
    y más ligera que yo. Ahora, ven.

    Liz miró dentro de la cueva.

    ¡Jim! – gritó -, ven, vamos a subir al
    monte.

    Yo os encontraré allí – replicó la
    voz de Jim-. Os encontraré cerca de los pinos.

    Magda y Liz treparon por las rocas hasta lo alto del
    monte con mucho trabajo. Liz no cesaba de hablar. En la cumbre,
    donde hacía más calor v había arbustos y
    maleza, había un grupo de cinco árboles. Cuando se
    acercaron salió Jim de detrás de ellos.

    ¿Dónde están los otros, Jim? –
    preguntó Liz ansiosamente.

    Más allá. Está bien, Ma – la
    tranquilizó cl muchacho.

    Los tres empezaron a subir la pendiente de la
    montaña. Otros dos o tres niños aparecieron por
    allí, pero Jim era el que parecía conocer mejor el
    camino.

    Después de andar una milla, saltó una
    liebre delante de Magda y desapareció a gran velocidad.
    Ella pensó que podía haber hecho algo y
    continuó mirando la liebre que pasó al lado de un
    arbusto y apareció Jim justamente delante de ella. La
    liebre reaccionó violentamente, pero el muchacho
    cayó sobre ella. Magda vio como le puso la mano en el
    cuello con un movimiento rapidísimo.

    Nos vendrá muy bien para comer – dijo Magda en
    tono maternal -. Espero que Joe traiga esta noche un
    gamo.

    Harrison y Magda salieron juntos por la
    noche.

    No era la primera vez que salían juntos. Cuando
    salían ni Liz ni nadie hacían preguntas ni
    comentarios. Harrison no le había instado para que sea
    quedara. Magda pensaba que él toleraría que se
    fuese, aunque no lo deseaba. Pero ¿adónde iba a ir?
    Él no era un hombre particularmente amable ni
    simpático. Hablaba muy poco. Era evidente que no
    quería tener otra mujer, pero sí más
    niños. Niños que pudiesen dar el salto en el
    espacio como él decía. Pero ella nunca había
    conocido lo que era afecto ni amistad y con él
    sentía una sensación de seguridad como nunca en su
    vida había sentido.

    Anduvieron juntos barranco abajo sin cogerse de la mano.
    Esto no entraba en el carácter de Harrison, caminaban
    tranquilamente, uno al lado del otro.

    Allá abajo, en otro valle, Magda vio un
    resplandor rojo. Cogió a Harrison por las muñecas v
    señaló:

    Es una expedición de caza de los
    «Ranas». Puede ser que desde que tú me
    libraste de ellos sepan que hay algunos de los nuestros viviendo
    en estas montañas.

    Él se quedó mirando el resplandor rojo. A
    la luz de la luna se veía su expresión
    feroz.

    Voy a ir allí abajo – le dijo a ella -. Tú
    vete a casa y díselo a Dad. Yo tengo que irme escondiendo
    en sitios donde pueda verlos sin ser visto; por tanto no
    esperarme hasta mañana. Ve v dile a mi familia que tenga
    los niños preparados para trasladarlos si llega el
    caso…

    Sacó su machete de la vaina y como una sombra
    desapareció de su lado.

    Las partidas de caza de los «Ranas» no
    estaban acostumbradas a luchar con los humanos que se esconden en
    sitios más difíciles; cuando se ven perseguidos
    huyen y se esconden y no presentan batalla más que cuando
    se ven acorralados. No tenían noción de
    ningún ataque reciente, no provocado, por parte de los
    humanos. De todos modos el ser humano era un animal astuto y
    peligroso y «los Ranas» tomaron precauciones Mientras
    cuatro de ellos dormían, el quinto se quedó de
    guardia.

    Harrison bajó corriendo por el barranco desde lo
    alto del monte hacia donde se veía el resplandor de la
    hoguera y aterrizó muy cerca de ellos, silenciosamente
    como una hoja, y se quedó completamente inmóvil.
    Escuchando atentamente podía oír los
    pequeños movimientos que hacía el que estaba de
    guardia y consiguió distinguirlo bien para tenerle a tiro.
    Escogió su posición con cuidado y se fue acercando
    hasta que estuvo a un metro de distancia del «Rana» y
    describiendo un círculo con la pesada hoja de su cuchillo,
    le degolló. No se oyó más que un
    pequeño zumbido cuando cayó el cuerpo.

    Los otros cuatro estaban tendidos alrededor del fuego,
    envueltos en gruesos capotes. Harrison se acercó con mucho
    cuidado para cerciorarse de que estaban dormidos. De repente
    saltó sobre el más próximo y le cortó
    la cabeza. El segundo se movió y empezó a
    despertarse mientras Harrison sé abalanzaba sobre
    él y él «Rana» no exhaló
    más que un leve gemido antes de morir. Mientras
    caía sobre su tercera víctima se dio cuenta de que
    el último miembro de la banda se incorporaba y buscaba sus
    armas. Rápidamente dio una cuchillada al

    «Rana» que tenía más cerca y
    en seguida enfocó con la vista un árbol a medio
    kilómetro de distancia y se plantó en su copa en el
    tiempo de un suspiró. Permaneció allí hasta
    el amanecer. El único superviviente de la partida de caza
    se quedó alerta mirando a las sombras. Varias veces hizo
    fuego en cuanto veía moverse los arbustos. Cuando
    amaneció examinó los cadáveres de sus
    compañeros. El último «Rana» que
    acuchilló Harrison, vivía aún y su
    compañero le disparó en la cabeza para rematarle.
    Había muy poca compasión y muy poco
    compañerismo entre los «Ranas».

    Harrison no dejó de observar al
    «Rana» cuando este se dirigía por la senda
    abajo hacia el campo abierto; si hubiese tenido allí su
    arco probablemente hubiera acabado con él.

    En tres saltos volvió a la cueva y cogió
    el arco.

    Uno de ellos se ha escapado explicó -; tengo que
    alcanzarle antes que propague la noticia.

    Pero nunca pudo dar con él. Quizá
    encontró otra banda de «Ranas» que
    tenía vehículo. Quizá logró pedir
    ayuda. Los humanos sabían muy poco sobre la técnica
    de los «Ranas» y sobre los medios que poseían
    para comunicarse.

    Bien; ellos saben ya que existen humanos en estos
    parajes y saben también que somos luchadores y no siempre
    huimos y nos escondemos – decía Harrison a su
    padre.

    ¿Crees que debemos mudarnos?

    Oh – dijo Harrison moviendo la cabeza con
    obstinación -; entre otras cosas hay quien no puede
    moverse con tanta facilidad como los demás y miró a
    Lucy -. Además estas montañas son tan buenas como
    cualquier otro sitio. Son salvajes. Hay comida, caza y buenos
    escondites. Necesitaremos un sitio donde procrear.

    Su padre insistió:

    Cuando se den cuenta de que vivimos aquí unos
    cuantos humanos con mujeres criando niños, caerán
    sobre nosotros en expediciones bien organizadas.

    Puede ser. Pero creo que los «Ranas»
    actualmente son muy distintos de cómo eran cuando
    vinieron. Ahora ya son colonos y no conquistadores.

    Además deben de estar muy seguros de que nos
    tienen va dominados. Creo que si nos limitamos a no atacarlos si
    no suben ellos a las montañas, quizá se convenzan
    que estas montañas son peligrosas para ellos y se
    abstengan de intentarlo.

    Era muy fácil para Harrison, su padre y Jim,
    vigilar los alrededores. Podían saltar de lo alto de una
    colina a otra y tener bajo su vigilancia los valles.

    Otra expedición de caza, mayor que la anterior,
    apareció dos semanas después. Harrison soltó
    a perros para que le siguieran el rastro y entre su padre y
    él, turnándose a razón de cinco
    kilómetros por día, fue trazando una senda hasta la
    salida del distrito.

    Tienen que reconocer que somos más modernos y
    más fuertes para la caza, Dad – afirmó Harrison -.
    Corremos delante de ellos sin parar, día y noche, dando
    vueltas y revueltas, y de repente desaparecemos del
    todo.

    Dad esperaba que los iban a dejar ya
    tranquilos.

    Podría ser que los «Ranas» estuvieran
    preocupados. Lo más probable sería que tuvieran
    curiosidad por descubrir cómo se las arreglaban los
    humanos para escapar.

    De todos modos, mandaron una nave aérea. Harrison
    y su gente la vieron acercarse por el Este y se dieron prisa en
    meter a los niños en la cueva.

    Era un aparato grande que flotaba lenta y
    51-lenciosamente sobre las montañas. Les quedaban muy
    pocos de los conocimientos técnicos que tenían
    antes los de su raza v no sabían cuál era la fuerza
    motriz. Tan solo sabían que era mortal para ellos. Luego,
    volvió a pasar más bajo, casi rozando las copas de
    los árboles. La cabina era transparente y pudieron ver en
    su interior una docena de personas negras.

    Harrison, que los estaba observando detrás de un
    arbusto> rechinó los dientes.

    ¿Crees que de un salto podríamos meternos
    allí, entre ellos?- preguntó al viejo.

    No veo por qué no – respondió el
    viejo.

    La nave giró bruscamente cuando estaba sobre
    ellos.

    Algo han visto – gruñó Harrison -. Me
    parece imposible tener a todos estos niños corriendo por
    aquí fuera y por el río, expuestos a que los vean y
    les disparen.

    El artefacto evolucionó durante un par de minutos
    y luego se dirigió rápidamente hacia el Sur. Ellos
    le miraban cómo iba disminuyendo con la distancia, hasta
    desaparecer.

    Lo mejor es que los niños salgan ahora a dar unas
    carreras, antes que vuelvan – le sugirió
    Harrison.

    Fue a buscarlos a la cueva y en un momento estuvieron
    todos abajo en el río, chapoteando y salpicándose
    los unos a los otros como siempre.

    No hacía más que cinco minutos que estaban
    allí, cuando el joven Jim lanzó un fuerte
    silbido.

    ¡Dad! Exclamó señalando.

    La nave aérea venía muy baja, a lo largo
    del río y luego dio media vuelta alrededor del
    monte.

    Recoge a los niños, Jim – gritó
    Harrison.

    Jim estaba abajo, en el río, entre
    ellos.

    El aeroplano volaba cada vez más bajo. Jim
    consiguió que los niños desaparecieran del
    río. Desaparecieron como hacen las figuras de una pantalla
    de cine, quedando inmóviles de pronto. Harrison estaba de
    pie mirando la nave.

    Deben de haber visto algo. Se conoce que nos han visto
    fuera. Ahora ya saben que vivimos aquí una familia y
    verán que somos diferentes del resto de los
    humanos.

    Enseñó los dientes con un gesto de
    rabia.

    Joe dijo el padre -, vamos allí arriba a
    arreglarlos.

    Harrison miró a su padre y luego al buque,
    dudando.

    ¿Crees que podemos?

    Sacó su machete de la vaina.

    Conforme – repuso -. Diré la palabra
    mágica. Volvió su fiera y cruel cara hacia arriba,
    mirando al aeroplano.

    – Ahora – gritó.

    Estaban en la nave.

    Había allí ocho «Ranas». Ocho
    criaturas tan negras que daba pánico mirarlas y que no
    comprendían lo que había pasado. Harrison y el
    viejo empezaron a cortar piernas, brazos y cabezas. La nave era
    un vehículo largo y cómo do, con laterales
    transparentes, amplias literas y mullidos tapices. En pocos
    minutos, los humanos lo dejaron reducido a una cámara
    sepulcral llena de sangre, de miembros destrozados y de
    cadáveres yacentes.

    Harrison dejó de acuchillarlos y de dar golpes
    con el machete.

    ¿Estás bien, Pa?

    Muy bien. Una de estas bestias me ha atravesado una
    pierna con su cuchillo, pero estoy sin novedad.

    En el extremo delantero estaba el piloto que
    conducía el aparato, separado del salón general por
    un tabique transparente. El conductor estaba inclinado sobre el
    cuadro de mandos moviendo febrilmente las palancas. Veían
    cómo el aparato subía y bajaba.

    Harrison se lanzó sobre el tabique, que
    crujió, pero no se rompió.

    Cuidado, Joe – advirtió el padre.

    Tenemos que cogerle. Si vuelve a su base les dirá
    que tenemos niños y vendrá por nosotros con
    más gente.

    Vamos a dar un 5a1to dentro de la cabina.

    Conforme – gruñó Harrison -. Los dos al
    mismo tiempo…

    Pero su padre saltó primero y cayó sobre
    el conductor. –

    A pesar de la sorpresa que le produjo el milagro de ver
    a dos hombres atravesar el tabique, él «Rana»
    pudo sacar su pistola y montar el gatillo y se oyó una
    detonación. Un instante después. Harrison le
    cogió por detrás y le atravesó el
    cuello.

    Este es el último.

    Miró hacia el salón. El trabajo
    allí había sido hecho a conciencia. Luego,
    miró a su alrededor.

    La nave que, evidentemente había sido puesta por
    el piloto en una ruta fija, se dirigió hacia el Sur
    deprisa e iba subiendo.

    Tenemos que salir de aquí enseguida –
    apremió Harrison -. Si perdemos la orientación y
    los sitios que conocemos, vamos a vernos muy mal para encontrar
    nuestro camino a casa. Ven, Dad, allí tenemos el monte.
    Vamos a saltar a él.

    Su padre estaba recostado contra la pared y se apretaba
    un costado.

    Me siento muy mal – gimió.

    Tienes que salir de aquí. Pon los ojos en el
    monte y salta. Ya te curaremos en cuanto estemos en
    casa.

    El viejo levantó los ojos y le miró
    lloroso.

    Me parece que no puedo… No tengo fuerza
    suficiente.

    No tienes más remedio, Dad, no tienes más
    remedio. Tienes que salir de aquí. Salir de esta nave o te
    vas al infierno.

    Conforme, hijo, haré la prueba.

    Mira bien a la colina, a la izquierda – insistió
    Harrison.

    El viejo enfocó bien los ojos, hizo un esfuerzo
    visible para concentrarse, y desapareció.

    Harrison miró hacia afuera, hacia el monte, vio
    el cadáver de su padre en mitad del espacio, a unos cien
    metros de la nave, que caía dando vueltas sobre las rocas,
    trescientos metros más abajo.

    Harrison saltó un momento
    después.

    La nave con su carga macabra flotó suavemente, y
    se supone que sería recogida más tarde, tal vez a
    miles de kilómetros de allí.

    Harrison estaba tumbado sobre la roca ante la cueva
    mirando a lo lejos, más allá del valle.

    Los matamos a todos. Estamos libres por el
    momento.

    ¿Estás apenado por tu Dad?-
    preguntó Liz.

    Supongo que sí – contestó él -.
    Tú sabes que yo no tengo muchos sentimientos. No tengo
    más que la voluntad de vivir, de no ser
    extinguido

    Miró a las estrellas. Si pudiéramos
    descubrir de cuál de esas estrellas vienen los
    «ranas»- musitó -, podríamos aprender a
    dar un gran salto de aquí a su planeta. Así
    podríamos acabar con ellos.

    Dios proteja a los «Ranas» el día en
    que Joe Harrison y su prole lleguen hasta ellos – comentó
    Liz.

    Sí, eso es cierto – convino Harrison,
    enseñando los dientes.

     

     

    Autor:

    Jorge Alberto Vilches Sanchez

     

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