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Leyendo La Prensa (Cuento)




Enviado por luis b martinez



    Un patibulario y flaco mensajero de mirada enconada y
    revuelta que andando por el barrio igual a pie que en bicicleta
    vigilaba a un lado y otro bufando empecinado contra el vecindario
    y contra el mundo de los imaginarios y reales enemigos de la
    Revolución, sería su próximo visitante. Lo
    conocía muy bien, con todas sus alternancias de uniformes
    dentro de los diferentes organismos de la Seguridad del Estado,
    siempre sin relevancia alguna, simplemente montado sobre el carro
    del poder y haciendo mucha bulla para hacerse notar. Lo vio
    llegar por el medio de la calle en su vieja bicicleta y detenerse
    frente a la planta baja del edificio en que ella residía.
    Y unos minutos después lo escuchó subiendo las
    escaleras. Hasta, que se presentó con la acostumbrada
    actitud desafiante con la que se escudaba.

    Como siempre, daba la impresión de vivir
    más empobrecido de espíritu que de la realidad de
    vida que mostraba en su escasez de carnes, y en su aparente
    precaria salud, al presentarse con una camisa de cuadros
    estampados, de colores gastados, que le quedaba muy corta,
    percudida y abierta de los dos botones de la parte superior del
    cuello que le permitía mostrar un triángulo
    ahuecado y pálido de piel bajo la nuez. Tras asomar la
    cara de absoluto trasnocho, le anunció en la puerta del
    apartamento la entrega del periódico Granma de ese
    día.

    Se trataba de un mensajero de ojos y oídos
    incesantes, que se movía a la orden del llamado Poder
    Popular para completar los rutinarios sondeos y escuchas del
    Partido en todas direcciones, penetrando como daga inevitable
    desde temprano en el espíritu y las costumbres apacibles
    de todas las viviendas. Nunca faltaba al final de cada
    mañana. Y nunca faltaban tampoco quienes lo recibieran con
    beneplácito. El pan y la leche si podían escasear,
    a veces en exceso, como si ya no tuviesen mayor importancia, y
    hasta faltar, pero la propaganda y el adoctrinamiento no. Esa
    presión sobre la gente les era indispensable.

    Este repartidor no era más que otro miembro
    fisgón a las órdenes del Comité de Defensa
    de la Revolución, que como todos sus iguales
    ejercía a tiempo completo la vigilancia de las palabras y
    las escuchas de radios y televisores, y las visitas de unos a
    otros, y hasta los gestos de todos los que habitaban y se
    movían en las casas de esa cuadra. Y lo hacían
    siempre comunicados con el equivalente Comité que se
    ocupaba de las personas de la cuadra siguiente, y de las otras, y
    de las otras, hasta completar el entramado del plano de la
    ciudad. No conocían el descanso. Vivían así,
    día y noche, averiguando los horarios de actividades de
    cada cual, sin perder detalle, funcionando tenebrosos y en voz
    baja, y a escondidas. El Comité de Defensa más
    cercano, el que le correspondía a ella, estaba ubicado a
    dos puertas de ese edificio en que vivía. Allí
    estaba obligada un día a la semana a cubrir sus guardias
    nocturnas y pasarse la noche entera escuchando chismes y
    estupideces. Y no se admitían excusas, tenía que
    asistir a cada guardia, so pena de ser considerada
    contrarrevolucionaria y en caso de repetirse la falta hasta de
    ser enjuiciada.

    El obligatorio periodiquillo matutino que este mensajero
    entregaba constituía una excusa innecesaria para la visita
    de este tipo de personajes inquisidores. Tácitamente
    estaban más que autorizados y en extremo empujados y
    apoyados para sus averiguaciones y necesarias delaciones, y casi
    que para cualquier cosa que se les ocurriera. Y no había
    escapatoria. Siempre que lo quisiesen podrían atraparte. Y
    todos tenían que soportarlo sin poner mala cara ni
    manifestar desagrado alguno. Y así, semana tras semana,
    dejar correr las horas, tragando en seco y en silencio, mordiendo
    las palabras y evacuando los pensamientos.

    El hombre le entregó el diario en el umbral de la
    puerta, mirando la sala detrás de ella por encima de sus
    hombros, con descaro y suficiencia total, siempre después
    de llegar a desnudarla con la mirada, cual una serpiente en celo
    y sudada que se ubicara libidinosa ante su pecho. Al mismo tiempo
    escudriñaba el pequeño saloncito de un sólo
    vistazo, penetrando el espacio y examinando los muebles y
    artefactos y adornos sin perder pormenores. Se trataba de una
    mirada de radar y pájaro acucioso que podía y
    estaba acostumbrada a monitorear todo un ambiente en cinco o seis
    segundos. Su actitud denunciaba la comunión de aquel mirar
    con el rango abarcador de su oído alerta rastreando en
    todas direcciones, atento y despierto, indagando si en el
    ambiente existía algo que no estuviese autorizado, sin
    excluir la identificación de los mínimos ruidos que
    le llegaban de lo que sucedía y se movía en el
    resto de la casa. En nada perdía detalle. Y sin lugar a
    dudas que el olfato lo auxiliaba. En su presencia se
    sentía el escrutinio de una memoria vigilante y
    perniciosa, dispuesta a la denuncia, que podía grabar en
    la malicia cualquier asunto que viese o escuchase llamando su
    atención.

    Pero ya ella estaba más que acostumbrada a ese
    procedimiento de vigilancia y averiguación y no le
    concedía importancia alguna. Como en otras cientos de
    veces anteriores, repitiendo cada cual su procedimiento,
    simplemente lo ignoró. Ella también los
    tenía grabados a todos, a él y a muchos más,
    cara por cara, caminar por caminar, en cada una de sus palabras,
    y en sus gestos, y en todas sus delaciones. Y nunca los
    olvidaría. Vivía con la ilusión de que
    algún día podría pedirles cuentas.
    Simplemente lo miró a medias, como renegada de hacerlo,
    con la expresión ladina y socarrona de una cierta e
    innecesaria radiografía por saber de antemano
    cuáles otras mañas podría tener ese
    siniestro personaje dentro. Y en cierta forma, más que
    vengativa y en actitud ya rebelada de superioridad, en esa mirada
    también le decía "busca bastante maldito, que
    aquí no encontrarás nada con lo que puedas
    dañarme". Estaba obstinada de la sumisión total y
    dirigía sus pensamientos en el envío de esos
    contragolpes.

    Después de agradecer la entrega del
    periódico con una fingida buena educación que ya
    inclusive estaba pasando de moda, y así lo sintió,
    cerró la puerta tras la espalda de este visitante,
    despidiéndose con dibujada sonrisa indiferente y a medias
    burlona, que además de burla era de desprecio y muchas
    otras cosas más que no se podían pronunciar ni
    exagerar. Y con su escueto periodiquito se fue hasta el
    balcón al paso de suaves arrastres de sandalias de tela,
    también ya gastadas y apenas haciendo ruido sobre el piso
    con sus suelas de goma. Y se sentó en su mecedora
    habitual, de espaldas a la luz exagerada que parecía
    fusilar la calle, dispuesta por costumbre y por aburrimiento a
    leer lo mismo de todos los días.

    Planeaba quedarse sentada allí por un buen rato,
    siempre acompañada por los ruidos y gritos a todo dar que
    le llegaban de la calle que corría más abajo y que
    en realidad era una carretera que atravesaba la ciudad. Estar
    allí con el periodiquito pertenecía al mundo de sus
    rutinas y era a su vez como una especie de entretenimiento,
    alternando por momentos la lectura del periódico con la
    visión desde su piso del movimiento de esa interminable
    calle que entraba como ancha lanza desde el campo y al campo se
    iba.

    Orientó la mecedora para acomodarse lo mejor
    posible al ángulo más suave de la radiación
    del día que avanzaba a plomo. El sol, implacable,
    subía hacia su verticalidad y estaba cercano a su mejor
    momento, a todo dar. Pero en el lugar en que se acomodó la
    sombra que proyectaba el techo del balcón ya casi la
    alcanzaba. En unos minutos más la cubriría. Eso
    sería un alivio.

    El periódico era muy pequeño y
    venía enrollado cual un estrecho telescopio de papel,
    sujeto en esa forma por un fino cintillo de plástico.
    Constaba de ocho páginas, de las cuales siete sólo
    hablaban de las últimas conclusiones del Partido, de las
    declaraciones del Comandante en Jefe, de los asuntos
    internacionales más desagradables y de los supuestos
    logros alcanzados por el más que endiosado y mentido
    "aparato de producción" organizado como "el mejor del
    mundo" en las industrias y en el campo. Pensó que todo lo
    que allí no servía ni funcionaba debidamente,
    según ellos era "lo mejor del mundo". Siempre lo mismo.
    Pura dialéctica aldeana de falsedades que sonaban muy
    bonitas a los que simpatizaban con ellos y a los que no
    conocían nada de ese otro mundo.

    Leyó los encabezamientos: "La cosecha de papas
    alcanzará más del máximo esperado;
    habrá naranjas para todos; pronto se autorizará la
    carne de res al libre consumo; el Comandante en Jefe les
    contestó con duras palabras a los esbirros del
    Imperialismo; en Angola claman por el regreso de los cubanos;
    pronto terminará el período especial; el Partido
    establecerá las nuevas normas a seguir". Y así, el
    resto.

    Se dijo a sí misma que, ante la realidad que
    todos conocían y vivían, y padecían,
    sobraban los comentarios. Las noticias eran copias constantes de
    la poca imaginación que restaba de la necedad y el
    adoctrinamiento inyectados hasta el cansancio. Las noticias se
    daban al ritmo de cantaletas. El mensaje principal de cada
    día, que se disfrazaba entrelíneas, era que el
    Partido y el Comandante lo sabían todo y que ellos siempre
    salían victoriosos de cualquier "batalla", como llamaban a
    casi toda actividad, aunque fuese inventada por ellos mismos, de
    minino enfrentamiento con lo que se manifestase contra la
    Revolución y que ellos dibujaban como una fantaseada
    resistencia. Y repetían, disfrazado y sin dar tregua, que
    estando ellos al mando nunca sería necesario que alguien
    más pensase por su cuenta. La octava página era de
    deportes.

    Miró hacia la calle. Los transportes de carros
    tirados por caballos, con asientos de tablones y techos de lona,
    resonaban sus esfuerzos de sangre y herraduras sobre el disparejo
    pavimento bajo el látigo cruel de los conductores. Los
    taxis-bicicleta, improvisados y construidos por la necesidad de
    tener aunque fuese un mínimo transporte de alivio, con un
    cajón superpuesto al eje de dos ruedas en la parte
    trasera, destruían las espaldas y las cinturas de sus
    operadores al movilizar, a puro sudor y pedal, hasta dos
    pasajeros simultáneos por las subidas y bajadas de las
    calles de la ciudad. A todas luces se trataba de un esfuerzo
    sobrehumano. Y constituía una magnífica imagen del
    sistema.

    Por un momento recordó que alguna vez, sin ni
    remotamente precisar otras escenas, llegó a revivir en su
    imaginación una película que había visto
    muchos años atrás, que se escenificaba seguramente
    en un país asiático, en Vietnam o en Hong Kong, o
    en la India, o en China Continental y acuática, y que
    quizá fuese el drama hollywoodense de El Mundo de Suzie
    Wong que tanto la había impresionado en esos años.
    Y recordó a los hombres y mujeres tirando en carrera de
    los carros que transportaban una o dos personas entre un
    río de gente y de miseria, y de muchísima ropa
    colgando de cordeles en los balcones de madera que
    parecían pender del aire en los que en la trama, no
    entendía cómo lo recordaba, eran días muy
    lluviosos.

    Pensó también que de alguna manera era el
    mismo atraso y la misma desgracia y el mismo abuso que se
    vivía a diario y que con los llamados revolucionarios se
    había regado por la Isla. Lo único que a nuestro
    país llegó cientos de años después.
    Se sonrió con esta idea asociada a ese recuerdo de sus
    días de cine. Se trataba del progreso en marcha
    atrás. Con cierta tristeza alcanzó a reírse
    un poco más cuando hizo conciencia de la realidad que
    había imaginado. Sí, ahora lo recordaba con
    precisión, era de la película El Mundo de Suzie
    Wong, pero con mayor cantidad de basura y de prostitutas en las
    calles.

    Volvió a su periódico y leyó de
    nuevo. Frunciendo el ceño, y desencajando la cara de
    desprecio al ir revisando las noticias y poner más
    atención, leyó en voz alta el principal titular de
    la primera página: "Habrá mucha comida y los
    servicios médicos contarán con todo lo necesario.
    Cuba a la cabeza de la salud mundial. Sobrarán las
    Medicinas". Y entonces sí se rio sin contemplaciones, en
    voz más alta aún. Siempre se reía de igual
    manera ante tales incongruencias y desparpajos y ya no se
    molestaba con indignarse frente a tanta mentira. Intentaba
    ahorrarse desagrados. Se dijo a sí misma, y hasta lo
    palabreó como a pedradas, que desde la caída de la
    insuficiente pero ahora añorada Unión
    Soviética lo poco que se conseguía había
    desaparecido. Total, que ese mismo día, se dijo, como de
    costumbre, no tuvo nada para desayunar y los medicamentos que le
    enviaban los familiares desde el extranjero no le habían
    llegado. Nada, de Correos era mejor ni hablar. Las medicinas que
    recibía del Departamento de Salud Nacional se las
    habían prometido hacía más de dos semanas.
    Tampoco llegaban. Estaba atrasada de todo. Hasta el azúcar
    seguía racionada.

    Se puso de pie. Echó un último vistazo a
    la calle y decidió regresar al interior del apartamento
    para evitar que aumentara su furia sabiendo que al final
    terminaría aplastada por ella, además de derrotada
    y sin mucho ánimo para hacer sus tareas bajo aquel calor
    abrasador. A esas alturas no valía la pena molestarse y lo
    mejor era reír.

    Entró a la sala. Y se sentó en una butaca.
    Sobre el cristal de la pequeña mesa de centro
    apartó varios adornos para hacer espacio. Deshizo el
    periódico por páginas, cortando después
    cuidadosa y certera cada pliego con una tijera por la mitad. Y
    los fue acomodando, despaciosa y calmadamente. Después,
    los fue estrujando en pelotas hasta quitarles lo poco de liso que
    tenían. Serían más absorbentes. La tinta
    aún le manchaba los dedos y las palmas de las manos. Lo
    hizo lentamente, estrujando y alisando, con pequeños
    destellos de la contenida rabia en los cortes y en los estirones
    que les daba. Maniobraba guiada por la costumbre de hacerlo a
    diario, sin dejar al mismo tiempo de manifestar su tristeza y
    aceptación en la rutina de arrastrar tanta
    miseria.

    De cierta manera se regodeaba con la tijera y le
    agradaba la simple descarga de furia de hacerlo con el poder de
    comprimir y deshacer las noticias y las fotos de los detestables
    personajes que allí descaradamente sonreían,
    cortándolos de cuajo. Mientras hacía los cortes se
    quedaba por instantes viendo las fotos. Le provocaba romperlas y
    desmenuzarlas aún más, una a una, en trocitos cada
    vez más pequeños, hasta desaparecerlas y así
    eliminarlas de la faz de la Tierra, como viviendo una loca y
    mínima venganza contra el escuálido
    periódico y sus engañadoras propagandas, contra sus
    mentiras, contra sus editores, contra los personajes que
    cínicamente aparecían retratados y contra todo el
    poder que estaba tras ellos. Pero no podía desaparecerlos
    por completo, necesitaba el papel. Porque parte de los restos del
    Granma del día anterior estaban en la cocina y otro poco
    aún en medias páginas en el baño.

    Estiró los recortes estrujados para
    después ordenarlos y apilarlos un poco más
    alisados, unos sobre otros, con sus reseñas desfiguradas o
    cortadas. Se puso de pie. Con los pedazos de papel en las manos
    se dirigió al baño que estaba en el pasillo que
    corría desde la sala, limitando los cuartos, hasta la
    puerta que más allá se abría a la cocina.
    Entró al baño y con esmero colocó los trozos
    de papeles sobre los que ya estaban del periódico del
    día anterior en la tapa del inodoro. Como el papel
    sanitario escaseaba y el de regular calidad sólo se
    conseguía con dólares, de los que ella no
    disponía, de algo siempre serviría el maldito y
    más que desagradable resumen de noticias. No había
    como escapar de lo usual. Un paño, mil veces lavado, era
    el sustituto del rudimentario papel de periódico cuando
    éste se agotaba. Otro paño, en iguales condiciones
    servía de toalla sanitaria para aliviar las
    menstruaciones. Pisó los papeles sobre la tapa del inodoro
    con un cenicero de cristal grueso y pesado que vagaba por el
    baño y sintió que había resuelto un gran
    problema. En cierta forma estaba aliviada.

    Un segundo después se enjugó la frente con
    el dorso de la mano tras sentir una gota de sudor que
    corrió por ella para entrarle ardiéndole en un ojo.
    Y hecho esto decidió regresar al balcón para una
    vez más sentarse a perder el tiempo sobreviviendo al calor
    y a los ruidos, y a la escasez de brisa, y para, sin poder
    evitarlo, darle vueltas a la cabeza y de ser posible, como
    inútil alivio, seguir buscando resquicios y fallas para
    burlarse con sus ocurrencias del mismo tema y de las mismas
    mentiras que la habían acompañado por más de
    cuarenta años.

    Y hacia el balcón se dirigió. No quedaba
    mucho más que hacer. Y volvió a sentarse, esta vez
    de cara al exterior. Abajo, en la calle, continuaban los
    movimientos cotidianos. Los pobres caballos halando los
    carretones, las bicicletas con sus pequeños vagones de uno
    y dos asientos, el paso del autobús que llegaba de La
    Habana, los gritos de la gente que iba de un lado a otro
    pobremente vestida, los ruidos del quehacer de la recapadora de
    gomas que quedaba enfrente, al otro lado de la calle, y los tubos
    de escape de los tractores y camiones que constituían la
    monotonía y el movimiento callejero del vivir diario, con
    su baño de inevitables y asfixiantes y negros escapes de
    gases petroleros esparcidos en el aire. Se sintió casi
    vencida. Y siguió allí, ya arañando a la una
    de la tarde con un calor insoportable.

    Se abanicó. Y se echó fresco en la cara, y
    en el cuello, alzando la cabeza y levantándose el pelo de
    la nuca. Y separándose la blusa también se
    abanicó las axilas y la parte alta de los pechos. Y se
    olvidó de todas las noticias. Sudaba a mares. Y
    separó las piernas y se abanicó entre los muslos.
    Sentía el desagrado de la ropa que se le pegaba al cuerpo,
    sobretodo en esos muslos y en la espalda.

    Y se siguió meciendo. Y se siguió
    abanicando. Y así se mantuvo. Para aliviar un algo su
    agitación pensó que en cuanto llegase el agua se
    bañaría. Confiaba en que el ruido del aire atrapado
    en las tuberías, viajando en graves sonidos de gorgoteos y
    de ahogos desde el lavamanos del baño hasta el
    balcón, atravesando la pequeña salita, no la
    defraudaría y en su momento le daría el aviso de la
    subida del agua hasta su piso. Siempre la escuchaba y se
    sonreía de satisfacción al celebrarla.
    Quedaría pendiente de su identificación aún
    en medio del ruido generalizado. En ese momento eso era lo
    único que verdaderamente necesitaba y ya no le importaba
    la prensa y sus desagradables noticias.

    Y siguió abanicándose. Sí,
    necesitaba aire. Hacía demasiado calor y por la cara no
    dejaba de chorrearle el sudor aunque la sombra del techo la
    hubiese ya alcanzado. Pero además no se movía ni
    una mínima brisa. El fogaje parecía poder detenerlo
    todo. Y en realidad lo hacía, todo menos los ruidos de la
    calle que en medio del malestar se aceleraban y podían
    burlarse de cuanto los rodeaba. Como tampoco podía detener
    los latidos de su amontonada pero contenida furia de sus cuarenta
    años soportando, que era inamovible y en parte
    también asfixiante y que se apretaba dentro de su pecho y
    de su cuerpo entero queriendo a su vez manifestarse y protestar
    en miles de gritos para aliviar su reclusión. Por momentos
    sentía que la ahogaba.

    Cuando cerró los ojos, buscando en su interior un
    refugio donde descansar de su acostumbrada agitación,
    recordó de nuevo los pedazos del periódico
    reposando sobre la taza del inodoro. Y en silencio se
    sonrió. Y pensó que era cómico, pero sin
    lugar a dudas dentro de la tragedia una buena solución
    para ajustarse a la carestía frente a la necesidad de la
    limpieza. Y de aquel pensamiento, hasta llegar a la grasa que en
    la cocina se acumulaba día a día formando una capa
    sobre la superficie del fogón, no tardó más
    de un segundo en ese viaje desde la sala hasta el final del
    apartamento. Y quieta donde estaba, con los ojos aún
    sudorosamente cerrados, sintió que continuaba el calor
    cayendo a plomo y que no había dónde meterse.
    Tendría que aguantar.

     

     

    Autor:

    Luis B Martínez

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