Un patibulario y flaco mensajero de mirada enconada y
revuelta que andando por el barrio igual a pie que en bicicleta
vigilaba a un lado y otro bufando empecinado contra el vecindario
y contra el mundo de los imaginarios y reales enemigos de la
Revolución, sería su próximo visitante. Lo
conocía muy bien, con todas sus alternancias de uniformes
dentro de los diferentes organismos de la Seguridad del Estado,
siempre sin relevancia alguna, simplemente montado sobre el carro
del poder y haciendo mucha bulla para hacerse notar. Lo vio
llegar por el medio de la calle en su vieja bicicleta y detenerse
frente a la planta baja del edificio en que ella residía.
Y unos minutos después lo escuchó subiendo las
escaleras. Hasta, que se presentó con la acostumbrada
actitud desafiante con la que se escudaba.
Como siempre, daba la impresión de vivir
más empobrecido de espíritu que de la realidad de
vida que mostraba en su escasez de carnes, y en su aparente
precaria salud, al presentarse con una camisa de cuadros
estampados, de colores gastados, que le quedaba muy corta,
percudida y abierta de los dos botones de la parte superior del
cuello que le permitía mostrar un triángulo
ahuecado y pálido de piel bajo la nuez. Tras asomar la
cara de absoluto trasnocho, le anunció en la puerta del
apartamento la entrega del periódico Granma de ese
día.
Se trataba de un mensajero de ojos y oídos
incesantes, que se movía a la orden del llamado Poder
Popular para completar los rutinarios sondeos y escuchas del
Partido en todas direcciones, penetrando como daga inevitable
desde temprano en el espíritu y las costumbres apacibles
de todas las viviendas. Nunca faltaba al final de cada
mañana. Y nunca faltaban tampoco quienes lo recibieran con
beneplácito. El pan y la leche si podían escasear,
a veces en exceso, como si ya no tuviesen mayor importancia, y
hasta faltar, pero la propaganda y el adoctrinamiento no. Esa
presión sobre la gente les era indispensable.
Este repartidor no era más que otro miembro
fisgón a las órdenes del Comité de Defensa
de la Revolución, que como todos sus iguales
ejercía a tiempo completo la vigilancia de las palabras y
las escuchas de radios y televisores, y las visitas de unos a
otros, y hasta los gestos de todos los que habitaban y se
movían en las casas de esa cuadra. Y lo hacían
siempre comunicados con el equivalente Comité que se
ocupaba de las personas de la cuadra siguiente, y de las otras, y
de las otras, hasta completar el entramado del plano de la
ciudad. No conocían el descanso. Vivían así,
día y noche, averiguando los horarios de actividades de
cada cual, sin perder detalle, funcionando tenebrosos y en voz
baja, y a escondidas. El Comité de Defensa más
cercano, el que le correspondía a ella, estaba ubicado a
dos puertas de ese edificio en que vivía. Allí
estaba obligada un día a la semana a cubrir sus guardias
nocturnas y pasarse la noche entera escuchando chismes y
estupideces. Y no se admitían excusas, tenía que
asistir a cada guardia, so pena de ser considerada
contrarrevolucionaria y en caso de repetirse la falta hasta de
ser enjuiciada.
El obligatorio periodiquillo matutino que este mensajero
entregaba constituía una excusa innecesaria para la visita
de este tipo de personajes inquisidores. Tácitamente
estaban más que autorizados y en extremo empujados y
apoyados para sus averiguaciones y necesarias delaciones, y casi
que para cualquier cosa que se les ocurriera. Y no había
escapatoria. Siempre que lo quisiesen podrían atraparte. Y
todos tenían que soportarlo sin poner mala cara ni
manifestar desagrado alguno. Y así, semana tras semana,
dejar correr las horas, tragando en seco y en silencio, mordiendo
las palabras y evacuando los pensamientos.
El hombre le entregó el diario en el umbral de la
puerta, mirando la sala detrás de ella por encima de sus
hombros, con descaro y suficiencia total, siempre después
de llegar a desnudarla con la mirada, cual una serpiente en celo
y sudada que se ubicara libidinosa ante su pecho. Al mismo tiempo
escudriñaba el pequeño saloncito de un sólo
vistazo, penetrando el espacio y examinando los muebles y
artefactos y adornos sin perder pormenores. Se trataba de una
mirada de radar y pájaro acucioso que podía y
estaba acostumbrada a monitorear todo un ambiente en cinco o seis
segundos. Su actitud denunciaba la comunión de aquel mirar
con el rango abarcador de su oído alerta rastreando en
todas direcciones, atento y despierto, indagando si en el
ambiente existía algo que no estuviese autorizado, sin
excluir la identificación de los mínimos ruidos que
le llegaban de lo que sucedía y se movía en el
resto de la casa. En nada perdía detalle. Y sin lugar a
dudas que el olfato lo auxiliaba. En su presencia se
sentía el escrutinio de una memoria vigilante y
perniciosa, dispuesta a la denuncia, que podía grabar en
la malicia cualquier asunto que viese o escuchase llamando su
atención.
Pero ya ella estaba más que acostumbrada a ese
procedimiento de vigilancia y averiguación y no le
concedía importancia alguna. Como en otras cientos de
veces anteriores, repitiendo cada cual su procedimiento,
simplemente lo ignoró. Ella también los
tenía grabados a todos, a él y a muchos más,
cara por cara, caminar por caminar, en cada una de sus palabras,
y en sus gestos, y en todas sus delaciones. Y nunca los
olvidaría. Vivía con la ilusión de que
algún día podría pedirles cuentas.
Simplemente lo miró a medias, como renegada de hacerlo,
con la expresión ladina y socarrona de una cierta e
innecesaria radiografía por saber de antemano
cuáles otras mañas podría tener ese
siniestro personaje dentro. Y en cierta forma, más que
vengativa y en actitud ya rebelada de superioridad, en esa mirada
también le decía "busca bastante maldito, que
aquí no encontrarás nada con lo que puedas
dañarme". Estaba obstinada de la sumisión total y
dirigía sus pensamientos en el envío de esos
contragolpes.
Después de agradecer la entrega del
periódico con una fingida buena educación que ya
inclusive estaba pasando de moda, y así lo sintió,
cerró la puerta tras la espalda de este visitante,
despidiéndose con dibujada sonrisa indiferente y a medias
burlona, que además de burla era de desprecio y muchas
otras cosas más que no se podían pronunciar ni
exagerar. Y con su escueto periodiquito se fue hasta el
balcón al paso de suaves arrastres de sandalias de tela,
también ya gastadas y apenas haciendo ruido sobre el piso
con sus suelas de goma. Y se sentó en su mecedora
habitual, de espaldas a la luz exagerada que parecía
fusilar la calle, dispuesta por costumbre y por aburrimiento a
leer lo mismo de todos los días.
Planeaba quedarse sentada allí por un buen rato,
siempre acompañada por los ruidos y gritos a todo dar que
le llegaban de la calle que corría más abajo y que
en realidad era una carretera que atravesaba la ciudad. Estar
allí con el periodiquito pertenecía al mundo de sus
rutinas y era a su vez como una especie de entretenimiento,
alternando por momentos la lectura del periódico con la
visión desde su piso del movimiento de esa interminable
calle que entraba como ancha lanza desde el campo y al campo se
iba.
Orientó la mecedora para acomodarse lo mejor
posible al ángulo más suave de la radiación
del día que avanzaba a plomo. El sol, implacable,
subía hacia su verticalidad y estaba cercano a su mejor
momento, a todo dar. Pero en el lugar en que se acomodó la
sombra que proyectaba el techo del balcón ya casi la
alcanzaba. En unos minutos más la cubriría. Eso
sería un alivio.
El periódico era muy pequeño y
venía enrollado cual un estrecho telescopio de papel,
sujeto en esa forma por un fino cintillo de plástico.
Constaba de ocho páginas, de las cuales siete sólo
hablaban de las últimas conclusiones del Partido, de las
declaraciones del Comandante en Jefe, de los asuntos
internacionales más desagradables y de los supuestos
logros alcanzados por el más que endiosado y mentido
"aparato de producción" organizado como "el mejor del
mundo" en las industrias y en el campo. Pensó que todo lo
que allí no servía ni funcionaba debidamente,
según ellos era "lo mejor del mundo". Siempre lo mismo.
Pura dialéctica aldeana de falsedades que sonaban muy
bonitas a los que simpatizaban con ellos y a los que no
conocían nada de ese otro mundo.
Leyó los encabezamientos: "La cosecha de papas
alcanzará más del máximo esperado;
habrá naranjas para todos; pronto se autorizará la
carne de res al libre consumo; el Comandante en Jefe les
contestó con duras palabras a los esbirros del
Imperialismo; en Angola claman por el regreso de los cubanos;
pronto terminará el período especial; el Partido
establecerá las nuevas normas a seguir". Y así, el
resto.
Se dijo a sí misma que, ante la realidad que
todos conocían y vivían, y padecían,
sobraban los comentarios. Las noticias eran copias constantes de
la poca imaginación que restaba de la necedad y el
adoctrinamiento inyectados hasta el cansancio. Las noticias se
daban al ritmo de cantaletas. El mensaje principal de cada
día, que se disfrazaba entrelíneas, era que el
Partido y el Comandante lo sabían todo y que ellos siempre
salían victoriosos de cualquier "batalla", como llamaban a
casi toda actividad, aunque fuese inventada por ellos mismos, de
minino enfrentamiento con lo que se manifestase contra la
Revolución y que ellos dibujaban como una fantaseada
resistencia. Y repetían, disfrazado y sin dar tregua, que
estando ellos al mando nunca sería necesario que alguien
más pensase por su cuenta. La octava página era de
deportes.
Miró hacia la calle. Los transportes de carros
tirados por caballos, con asientos de tablones y techos de lona,
resonaban sus esfuerzos de sangre y herraduras sobre el disparejo
pavimento bajo el látigo cruel de los conductores. Los
taxis-bicicleta, improvisados y construidos por la necesidad de
tener aunque fuese un mínimo transporte de alivio, con un
cajón superpuesto al eje de dos ruedas en la parte
trasera, destruían las espaldas y las cinturas de sus
operadores al movilizar, a puro sudor y pedal, hasta dos
pasajeros simultáneos por las subidas y bajadas de las
calles de la ciudad. A todas luces se trataba de un esfuerzo
sobrehumano. Y constituía una magnífica imagen del
sistema.
Por un momento recordó que alguna vez, sin ni
remotamente precisar otras escenas, llegó a revivir en su
imaginación una película que había visto
muchos años atrás, que se escenificaba seguramente
en un país asiático, en Vietnam o en Hong Kong, o
en la India, o en China Continental y acuática, y que
quizá fuese el drama hollywoodense de El Mundo de Suzie
Wong que tanto la había impresionado en esos años.
Y recordó a los hombres y mujeres tirando en carrera de
los carros que transportaban una o dos personas entre un
río de gente y de miseria, y de muchísima ropa
colgando de cordeles en los balcones de madera que
parecían pender del aire en los que en la trama, no
entendía cómo lo recordaba, eran días muy
lluviosos.
Pensó también que de alguna manera era el
mismo atraso y la misma desgracia y el mismo abuso que se
vivía a diario y que con los llamados revolucionarios se
había regado por la Isla. Lo único que a nuestro
país llegó cientos de años después.
Se sonrió con esta idea asociada a ese recuerdo de sus
días de cine. Se trataba del progreso en marcha
atrás. Con cierta tristeza alcanzó a reírse
un poco más cuando hizo conciencia de la realidad que
había imaginado. Sí, ahora lo recordaba con
precisión, era de la película El Mundo de Suzie
Wong, pero con mayor cantidad de basura y de prostitutas en las
calles.
Volvió a su periódico y leyó de
nuevo. Frunciendo el ceño, y desencajando la cara de
desprecio al ir revisando las noticias y poner más
atención, leyó en voz alta el principal titular de
la primera página: "Habrá mucha comida y los
servicios médicos contarán con todo lo necesario.
Cuba a la cabeza de la salud mundial. Sobrarán las
Medicinas". Y entonces sí se rio sin contemplaciones, en
voz más alta aún. Siempre se reía de igual
manera ante tales incongruencias y desparpajos y ya no se
molestaba con indignarse frente a tanta mentira. Intentaba
ahorrarse desagrados. Se dijo a sí misma, y hasta lo
palabreó como a pedradas, que desde la caída de la
insuficiente pero ahora añorada Unión
Soviética lo poco que se conseguía había
desaparecido. Total, que ese mismo día, se dijo, como de
costumbre, no tuvo nada para desayunar y los medicamentos que le
enviaban los familiares desde el extranjero no le habían
llegado. Nada, de Correos era mejor ni hablar. Las medicinas que
recibía del Departamento de Salud Nacional se las
habían prometido hacía más de dos semanas.
Tampoco llegaban. Estaba atrasada de todo. Hasta el azúcar
seguía racionada.
Se puso de pie. Echó un último vistazo a
la calle y decidió regresar al interior del apartamento
para evitar que aumentara su furia sabiendo que al final
terminaría aplastada por ella, además de derrotada
y sin mucho ánimo para hacer sus tareas bajo aquel calor
abrasador. A esas alturas no valía la pena molestarse y lo
mejor era reír.
Entró a la sala. Y se sentó en una butaca.
Sobre el cristal de la pequeña mesa de centro
apartó varios adornos para hacer espacio. Deshizo el
periódico por páginas, cortando después
cuidadosa y certera cada pliego con una tijera por la mitad. Y
los fue acomodando, despaciosa y calmadamente. Después,
los fue estrujando en pelotas hasta quitarles lo poco de liso que
tenían. Serían más absorbentes. La tinta
aún le manchaba los dedos y las palmas de las manos. Lo
hizo lentamente, estrujando y alisando, con pequeños
destellos de la contenida rabia en los cortes y en los estirones
que les daba. Maniobraba guiada por la costumbre de hacerlo a
diario, sin dejar al mismo tiempo de manifestar su tristeza y
aceptación en la rutina de arrastrar tanta
miseria.
De cierta manera se regodeaba con la tijera y le
agradaba la simple descarga de furia de hacerlo con el poder de
comprimir y deshacer las noticias y las fotos de los detestables
personajes que allí descaradamente sonreían,
cortándolos de cuajo. Mientras hacía los cortes se
quedaba por instantes viendo las fotos. Le provocaba romperlas y
desmenuzarlas aún más, una a una, en trocitos cada
vez más pequeños, hasta desaparecerlas y así
eliminarlas de la faz de la Tierra, como viviendo una loca y
mínima venganza contra el escuálido
periódico y sus engañadoras propagandas, contra sus
mentiras, contra sus editores, contra los personajes que
cínicamente aparecían retratados y contra todo el
poder que estaba tras ellos. Pero no podía desaparecerlos
por completo, necesitaba el papel. Porque parte de los restos del
Granma del día anterior estaban en la cocina y otro poco
aún en medias páginas en el baño.
Estiró los recortes estrujados para
después ordenarlos y apilarlos un poco más
alisados, unos sobre otros, con sus reseñas desfiguradas o
cortadas. Se puso de pie. Con los pedazos de papel en las manos
se dirigió al baño que estaba en el pasillo que
corría desde la sala, limitando los cuartos, hasta la
puerta que más allá se abría a la cocina.
Entró al baño y con esmero colocó los trozos
de papeles sobre los que ya estaban del periódico del
día anterior en la tapa del inodoro. Como el papel
sanitario escaseaba y el de regular calidad sólo se
conseguía con dólares, de los que ella no
disponía, de algo siempre serviría el maldito y
más que desagradable resumen de noticias. No había
como escapar de lo usual. Un paño, mil veces lavado, era
el sustituto del rudimentario papel de periódico cuando
éste se agotaba. Otro paño, en iguales condiciones
servía de toalla sanitaria para aliviar las
menstruaciones. Pisó los papeles sobre la tapa del inodoro
con un cenicero de cristal grueso y pesado que vagaba por el
baño y sintió que había resuelto un gran
problema. En cierta forma estaba aliviada.
Un segundo después se enjugó la frente con
el dorso de la mano tras sentir una gota de sudor que
corrió por ella para entrarle ardiéndole en un ojo.
Y hecho esto decidió regresar al balcón para una
vez más sentarse a perder el tiempo sobreviviendo al calor
y a los ruidos, y a la escasez de brisa, y para, sin poder
evitarlo, darle vueltas a la cabeza y de ser posible, como
inútil alivio, seguir buscando resquicios y fallas para
burlarse con sus ocurrencias del mismo tema y de las mismas
mentiras que la habían acompañado por más de
cuarenta años.
Y hacia el balcón se dirigió. No quedaba
mucho más que hacer. Y volvió a sentarse, esta vez
de cara al exterior. Abajo, en la calle, continuaban los
movimientos cotidianos. Los pobres caballos halando los
carretones, las bicicletas con sus pequeños vagones de uno
y dos asientos, el paso del autobús que llegaba de La
Habana, los gritos de la gente que iba de un lado a otro
pobremente vestida, los ruidos del quehacer de la recapadora de
gomas que quedaba enfrente, al otro lado de la calle, y los tubos
de escape de los tractores y camiones que constituían la
monotonía y el movimiento callejero del vivir diario, con
su baño de inevitables y asfixiantes y negros escapes de
gases petroleros esparcidos en el aire. Se sintió casi
vencida. Y siguió allí, ya arañando a la una
de la tarde con un calor insoportable.
Se abanicó. Y se echó fresco en la cara, y
en el cuello, alzando la cabeza y levantándose el pelo de
la nuca. Y separándose la blusa también se
abanicó las axilas y la parte alta de los pechos. Y se
olvidó de todas las noticias. Sudaba a mares. Y
separó las piernas y se abanicó entre los muslos.
Sentía el desagrado de la ropa que se le pegaba al cuerpo,
sobretodo en esos muslos y en la espalda.
Y se siguió meciendo. Y se siguió
abanicando. Y así se mantuvo. Para aliviar un algo su
agitación pensó que en cuanto llegase el agua se
bañaría. Confiaba en que el ruido del aire atrapado
en las tuberías, viajando en graves sonidos de gorgoteos y
de ahogos desde el lavamanos del baño hasta el
balcón, atravesando la pequeña salita, no la
defraudaría y en su momento le daría el aviso de la
subida del agua hasta su piso. Siempre la escuchaba y se
sonreía de satisfacción al celebrarla.
Quedaría pendiente de su identificación aún
en medio del ruido generalizado. En ese momento eso era lo
único que verdaderamente necesitaba y ya no le importaba
la prensa y sus desagradables noticias.
Y siguió abanicándose. Sí,
necesitaba aire. Hacía demasiado calor y por la cara no
dejaba de chorrearle el sudor aunque la sombra del techo la
hubiese ya alcanzado. Pero además no se movía ni
una mínima brisa. El fogaje parecía poder detenerlo
todo. Y en realidad lo hacía, todo menos los ruidos de la
calle que en medio del malestar se aceleraban y podían
burlarse de cuanto los rodeaba. Como tampoco podía detener
los latidos de su amontonada pero contenida furia de sus cuarenta
años soportando, que era inamovible y en parte
también asfixiante y que se apretaba dentro de su pecho y
de su cuerpo entero queriendo a su vez manifestarse y protestar
en miles de gritos para aliviar su reclusión. Por momentos
sentía que la ahogaba.
Cuando cerró los ojos, buscando en su interior un
refugio donde descansar de su acostumbrada agitación,
recordó de nuevo los pedazos del periódico
reposando sobre la taza del inodoro. Y en silencio se
sonrió. Y pensó que era cómico, pero sin
lugar a dudas dentro de la tragedia una buena solución
para ajustarse a la carestía frente a la necesidad de la
limpieza. Y de aquel pensamiento, hasta llegar a la grasa que en
la cocina se acumulaba día a día formando una capa
sobre la superficie del fogón, no tardó más
de un segundo en ese viaje desde la sala hasta el final del
apartamento. Y quieta donde estaba, con los ojos aún
sudorosamente cerrados, sintió que continuaba el calor
cayendo a plomo y que no había dónde meterse.
Tendría que aguantar.
Autor:
Luis B Martínez