Aunque al uruguayo Enrique Amorim se le conoce
mayormente por sus narraciones de orientación
"rural,"[1] éstas no dejan de conllevar
reflexiones de gran interés para el lector moderno. La
trama de su cuento "La fotografía" (1953) es muy sencilla:
una extranjera francesa que se siente alienada de la sociedad del
pequeño pueblo en que vive decide enviarle una foto a su
madre que sugiera que se halla contenta e integrada en esa
sociedad provinciana. Para el caso le pide a una desconocida, una
profesora a quien siempre se le ve sentada en el balcón de
su casa, que la acompañe al estudio de un fotógrafo
y pose con ella ante un telón para crear una realidad
falsa–la de estar "en el patio de mi casa con mi mejor amiga–"
(91). Esta trama ha sido vista muy comúnmente como una
suerte de reflexión "costumbrista" sobre la vida rural que
le preocupaba al autor, y que tendría como tema la falta
de aceptación de un foráneo en un pequeño
pueblo uruguayo.
Por otro lado, sin embargo, que Amorim haya tenido un
interés que podríamos llamar hoy día
"teórico" sobre la representación
fotográfica lo atestigua un acertado e interesante
concepto que ofreció el autor hace muchos años: la
dedicación a una novela suya titulada "El club de los
descifradores de retratos." Allí dice: "Dedico esta novela
a los fotógrafos, porque jamás hicieron de mi
persona un solo retrato en el que estuviese yo" (Oviedo 88). Esta
frase es significativa y creo que nos conduce a una mejor
comprensión del cuento. ¿En qué sentido es
una fotografía capaz de captar la "realidad," suponiendo
que se sepa lo que ese enigmático término puede
significar, es decir, "la" realidad? Por otro lado,
simultáneamente, hemos de preguntarnos, sobre todo
tratándose de un autor al que se le ha visto como
"realista," hasta qué punto la narración de su
cuento, como una foto, nos puede entregar la realidad. Creo que
en el cruce de estas dos preguntas hay una posible
aproximación interesante al cuento, un cruce entre la
textualidad narrativa y la fotográfica.
La preocupación sobre la posibilidad de la
representación de lo real, como bien se sabe, empieza hace
mucho tiempo con Platón. Recordemos que para él la
representación era un mero substituto de la cosa; aun
peor, era un substituto falso o ilusorio que podría crear
emociones antisociales. Tal tempranísima idea viene siendo
reelaborada a lo largo de la historia, y llega a cierto momento
culminante en nuestra modernidad, o si se quiere, postmodernidad.
Veamos algunas ideas que, aunque posteriores a Amorim,
parecían ya preocuparle al autor uruguayo.
No muy lejos de Platón, aunque sin la
crítica moral, Jean Baudrillard considera que hoy toda
representación es una "hiperrealidad" que se halla
totalmente desconectada de la cosa que ha de representar.
Según él la autenticidad ha sido reemplazada por la
copia (dejando así un sustituto para la realidad), nada es
Real, y los involucrados en esta ilusión son
incapaces de notarlo. La definición, hoy día
común, es que el simulacro es la copia de una copia cuya
relación con el original ha sido tan atenuada que ya no se
le puede llamar una copia. Se mira como una copia sin modelo
(Massumi 90, mi traducción). Gilles Deleuze en su
artículo "Platón y el simulacro" llega a una
definición similar pero enfatiza su ineficacia ya que
más allá de cierto punto la distinción no es
de grado, como para Baudrillard. El simulacro, menos que una
copia doblemente alienada es más bien un fenómeno
con una naturaleza totalmente diferente: destruye la
distinción entre copia y modelo (Massumi 91, mi
traducción).
Por otro lado, quizás opuestamente, Roland
Barthes, en sus ensayos, entre otros La cámara
lúcida, aboga por la importancia de la foto y la
relación personal hacia el sujeto fotografiado, alguien
quien ha sido ("ça a été"), lo cual para
Barthes en la esencia de la foto. El referente
fotográfico, nos dice, no es algo opcional que ha sido
puesto delante de la cámara, sino la entidad real sin la
cual no habría una foto. Nunca se puede negar que la cosa
ha estado allí, o que la fotografía es literalmente
una emanación del referente. En este sentido, toda foto es
un certificado de la presencia (Perloff 32, mi
traducción). Es, pues, una posición opuesta a la
que más tarde, como ya hemos visto, nos entregaría
Baudrillard. Entre estos dos opuestos postmodernos–si se
quiere– se hallan un número de ensayos sobre la ausencia
o la presencia del referente. Lo que quisiera abordar yo
aquí, sin embargo, es algo que se ha estudiado menos, la
relación entre la foto y el texto escrito (en nuestro
caso, obviamente, el cuento). En su estudio sobre la
fotografía, Serge Tisseron cita la siguiente frase del
libro de Walter Benjamin, Pequeña historia de la
fotografía: "Al principio de la fotografía,
nadie se atrevía a mirar demasiado tiempo los rostros de
las personas fijadas sobre la placa. Se creía que esos
rostros eran a su vez capaces de vernos" (Martín 17).
Tisseron se pregunta si verdaderamente todavía hemos
superado esa ilusión. Implícita en esta pregunta se
halla la inevitable existencia en todo retrato de un nexo fuerte
entre el observador y el sujeto o sujetos allí
representados. Esto ofrece una definición fina de la
importancia, persistencia y evolución del género
fotográfico a lo largo del tiempo (Martín
17).
Ya vistos, entonces, algunos apuntes sobre la
problemática y complicada teorización moderna sobre
la representación fotográfica, que va desde la
aceptación de ella como una realidad casi humana hasta la
negación de su existencia, me retiro de las reflexiones
postmodernas para intentar una lectura de lo que creo eran ideas
bastante avanzadas por parte de Amorim y sus posibles relaciones
con lo se acaba de exponer. El cuento empieza con el siguiente
párrafo en relación a la mujer que quiere
fotografiarse:
El fotógrafo del pueblo se mostró muy
complaciente. Le enseñó varios telones pintados.
Fondos grises, secos, deslucidos. Uno con árboles de
inmemorable frondosidad, desusada naturaleza. Otro con sendas
columnas truncas, que–según el hombre–hacían
juego con una mesa de hierro fundido que simulaba una herradura
sostenida por tres fustas de caza (90).
La primera frase nos introduce al contexto pueblerino,
donde por lo general se habla del cura, del herrero, del frutero,
del policía, del alcalde del pueblo, etc., y sigue sin
duda la temática del autor quien por lo general se
concentra, algo críticamente, sobre el tedio y la
banalidad de la vida de un pueblo campesino. Pero es interesante
que aquí se hable del fotógrafo del pueblo, frase
que nos lleva a sugerir un nexo entre la representación
visual y la escrita, es decir la descripción narrada del
pueblo y sus habitantes que vamos a leer y la reproducción
de ella llevada a cabo a través de la cámara.
El, así como el narrador del cuento, es el
fotógrafo del pueblo. Por otro lado, la referencia al
telón que sirve de fondo para crear una ilusión
falsa de la realidad, también crea, en un sentido general,
una referencia a la descripción del pueblo como
invención visual–y también textual–, y a la vez
llega a sugerir un deseo de escapar la existencia pueblerina,
escape, sin embargo, imposible porque se reduce a la
simulación de un espacio de afuera, que no existe. Los
habitantes se hallan atrapados en el pueblo y, claro, dentro del
cuento.
En el cuento, el otro personaje, el que supuestamente va
ser el objeto de la representación fotográfica,
curiosamente se nos presenta como la "extranjera" y extranjera
extraña en ese pueblo, y su presencia en él es
enigmática. Nunca se nos dice por qué ha emigrado
de Francia. ¿Qué hay en su pasado que la ha
traído aquí? Su descripción es precisamente
la de alguien que no pertenece; es en cierto sentido moderno la
presencia de un "otro":
Madame Dupont era muy simpática, a pesar del
agresivo color de su cabello, de los polvos pegados a la piel y
de alguna joya, dañina para los ojos cándidos del
vecindario. Con otro perfume, quizás sin ninguna
fragancia, habría conquistado un sitio decoroso en la
atmósfera pueblerina (90).
Que sea dañina para los ojos del
vecindario es una de las muchas referencias que se ven en el
cuento sobre la visualización, del ojo que observa, como
una cámara fotográfica, y por otro lado
podría también pensarse en el maquillaje que usa,
como los afeites que se utilizan para ser fotografiado, para
aparecer, en cierto sentido, mas "bonita," o, si se quiere,
falsificada. En este caso el ojo del pueblo que la mira es un ojo
en el cual ella no se reconoce; en cierto sentido lacaniano no
logra "identificarse," y por lo tanto ha de buscar una identidad
que le permita ser parte del pueblo, pero ella es la
extraña, la que no debe existir en ese lugar. Va a buscar
su identidad en una foto, pero como veremos, no lo logrará
(lo que nos recuerda la mencionada dedicatoria jocosa de Amorim,
en la cual nos decía que él no aparece en ninguna
foto que le hayan tomado).
Por otro lado, es interesante, y misteriosa la
referencia a que a la francesa en su vida sólo se
había tomado dos fotos, al embarcarse en Marsella: una
para obtener el pasaporte, y otra un retrato en América,
con un marinero en un parque de diversiones (91), retrato que por
cierta razón no se atrevería a enviar a su madre.
Todo esto cubre de misterio la identidad de la francesa, incluso
llegándose a pensar que quizás sea una mujer de
poca moralidad, y por eso quiere transformarse por medio de una
nueva foto que ha de enviarle a su madre. Esto es parte de cierta
dificultad de lógica con que se encuentra el lector del
cuento. La representación textual se halla opaca y
parcial. La explicación de Madame Dupont al
fotógrafo es significativa: "Quiero un retrato para mi
madre. Tiene que dar la impresión de que me lo han sacado
en una casa de verdad. En mi casa." No se nos pasa cierta
ironía en el cuento cuando la mujer dice una casa de
verdad. El fotógrafo reflexiona sobre la
invención de la francesa y dice que lo que quiere es un
retrato "elocuente que hablase por ella." El cuento, nuevamente,
entonces, acude a una identificación entre imagen y
palabra.
Curiosamente, Madame Dupont necesita una
compañera que se siente con ella en la fotografía,
y para el caso le pide a la maestra del pueblo que le haga ese
favor, mujer que constantemente está sentada en un
balcón. Y es notorio que el narrador nos dice que el
balcón era "semejante al de la utilería," logrando
que nuevamente se confunda el espacio narrado (o "real") con la
simulación que se utiliza en las fotos. La
descripción del pueblo se acerca nuevamente a la
complicación del referente, tanto texto textual como
visual.
Madame Dupont parece hacer una cita con la profesora
para llevar a cabo su deseo, pero leemos que "no recordaba si
había monologado, simplemente. Si la maestrita
había dicho que sí o que no" (92). Es decir, la
conversación pudo haber sido una mera ilusión–la
verdad narrada o la verdad en torno a la francesa queda
nuevamente vedada–. La maestra, claro, no aparece, y leemos que
"con las primeras sombras, madame Dupont abandonó el
local. Se alejo en una simulada tristeza" (95). Es interesante
que sea una "simulada" tristeza. El vocabulario textual sigue
creando un sentido de falsedad o incertidumbre ante su personaje.
Luego leemos que el fotógrafo entonces "archivó el
decorado, la tela pintada con aquel árbol de fronda irreal
[desde la que] sobre la balaustrada cae un polvillo sutil que es
el alma del pueblo" (94). Esta es una muy curiosa referencia por
parte del fotógrafo ya que asume que el alma del pueblo
reside en su local. Y claro, esto nos trae a mente otro tema que
preocupa a la teoría moderna, la de preguntarse hasta
qué punto existe en una foto una realidad que va
más allá de lo meramente visual. Cynthia Freeland
se acerca a este asunto al jugar con el conflicto o
tensión entre "lo revelador, que apunta a la exactitud del
sujeto, y lo creativo, ligado a la expresión
artística;" y esta dinámica incorpora, nos dice,
"por una parte, la capacidad de la imagen para registrar
objetivamente lo que no se ve pero creemos deducir ante la
presencia de otra persona, esto es lo subjetivo, lo
caracteriológico, lo emocional, el 'alma,' como
señala la célebre frase que afirma que el rostro es
la ventana del alma, o el 'aire' como prefirió denominarlo
Roland Barthes" (Martín 19). Nuevamente, entonces,
hallamos en el cuento un cruce con la teoría moderna sobre
la fotografía.
Pero regresemos a Madame Dupont para ver que la
narración nos indica que "antes de dormirse besó el
retrato de su madre, poniéndolo nuevamente en su sitio,
entre una pila de sábanas amortajado" (93). Curiosa
situación, la de poner la foto en una "mortaja," algo que
nuevamente nos trae a la modernidad, a Roland Barthes, para quien
en la foto siempre está presente la figura de la muerte.
Nos dice que la "presencia" del referente de la foto siempre va
de la mano con la muerte. Y traduzco la referencia a Barthes: "en
el mismo instante en que se toma la foto, lo que se ha
fotografiado ya no existe; el sujeto es transformado en objeto"
(Perloff 35). Cuando miramos una foto de nosotros o de otros, en
realidad, dice, estamos mirando el regreso de la muerte. La
muerte es el eidos–o la especificidad– de la fotografía
(Perloff 35, mi traducción). No nos sorprende, entonces,
que Madame Dupont deposite la foto de su madre en unas
sábanas que sirven de mortaja. Es notorio también
que no sepamos casi nada del pueblo ni de sus
habitantes.
Hay que reparar sobre el hecho de que este cuento, que
ha sido leído como una suerte de crítica a la falta
de aceptación de una extranjera en un pequeño
pueblo, empieza a mostrar una serie de referencias fragmentarias,
o quizás hasta incoherentes. Uno tiene que preguntarse
sobre la existencia de Madame Dupont. Como todo personaje
literario es una invención, pero el cuento parece querer
crear dudas sobre su existencia. Se ve que no conocía a
nadie en el pueblo, y nadie la conocía a ella: era
sólo un objeto para ser observado, como una
fotografía de algo de fuera. Y, curiosamente, hacia
finales del cuento parece desaparecer, o desvanecerse: leemos que
solía "pasar meses sin abandonar los horribles muros de su
casa" (94).
Concluyamos, entonces. Como hemos visto, la
teoría contemporánea pone muchos reparos sobre la
compleja naturaleza o sustancia de lo supuestamente representado
en una foto, desde un realismo que incluye el reconocimiento de
algún estado humano-anímico en el sujeto hasta su
completa negación como objeto que pierde cualquier
relación con el texto visual. El cuento "La
fotografía" de Enrique Amorim, autor poco conocido fuera
de sus narraciones de tipo costumbrista muestra, creo, una
interesante conciencia de las complicaciones inherentes a la
representación, no sólo la fotográfica, sino
en un cruce con la textual. Él, como fotógrafo del
pueblo, postura que lo identifica con el narrador, sutilmente
introduce momentos enigmáticos sobre ambos procesos de
representación en su deseo de expresar lo que
podría llamarse la verdad. Creo que si establecemos un
paralelo entre la misteriosa Madame Dupont y el pueblo, vemos que
en ambos casos se cuestiona la existencia de una verdad
que exista en un sentido mimético real fuera de los medios
de representación.
Obras citadas
Amorim, Enrique. "La fotografía."
Antología crítica del cuento hispanoamericano
del siglo XX (1920-1980). 1. Fundadores e innovadores. Ed.
José Miguel Oviedo. Madrid: Alianza Editorial, 2003.
90-94.
Martín, Alberto. "Rostro-Cuerpo-Identidad."
On the Human Being International Photography, 1950-2000 / De
Lo Humano Fotografia Internacional, 1950-2000. Ed. Ute
Eskildsen y Alberto Martín. Andalucía:
Consejería de Cultura/Turner, 2005. 17-35.
Oberhelman, Harley D, "Contemporary Uruguay as Seen in
Amorim's First Cycle" Hispania 46, 1963:
312-318.
—-. "Enrique Amorim as Interpreter of Rural Uruguay,"
Books Abroad 34, 1960: 115- 118.
Oviedo, José Miguel, ed. Antología
crítica del cuento hispanoamericano del siglo XX
(1920-1980). 1. Fundadores e innovadores. Madrid: Alianza
Editorial, 2003.
Perloff, Marjorie, "'What has occurred only once.'
Barthes's Winter Garden/Boltanski's Archives of the dead."
Writing the Image After Roland Barthes. Ed. Jean-Michel
Rabaté. Philadelphia: University of Pennsylvania Press, 1
997. 32-58.
Autor:
Pedro Lasarte
Boston University
[1] Véase, por ejemplo,
Oberhelman.