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El adiós europeo al Estado del Bienestar (Parte I) (página 3)




Enviado por Ricardo Lomoro



Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10

En este sentido, casi siempre queda el recurso al
clásico eslogan que exige que los "ricos" paguen
más. Pero lo cierto es que los ricos ya pagan una parte
sustancial de los impuestos. A pesar de las noticias puntuales (y
muy llamativas) sobre millonarios que esquivan a Hacienda en los
llamados paraísos fiscales, lo cierto es que la mayor
parte de la recaudación llega de las clases altas. Y con
mucha diferencia.

En España, el 28% de los contribuyentes, los que
tenían una base imponible de más de 28.500 euros,
aportaron el 70% de la recaudación del IPRF en 2010. Y esa
tendencia aumenta con la renta. El 5% de las declaraciones (las
que tenían una base imponible superior a los 60.000 euros)
sumaba el 31% de la recaudación. Es decir, que casi un
tercio de lo que se paga en el Impuesto sobre la Renta llega del
5% más rico.

Tras las últimas subidas, estos contribuyentes ya
pagan tipos marginales que van del 47 al 52%. Subir aún
más los impuestos implica un doble riesgo: desincentivos
al trabajo y fuga de talentos. Respecto a lo primero, hay que
recordar que también en Europa está vigente la
Curva de Laffer: a partir de un determinado nivel, subir los
impuestos reduce la recaudación, porque se produce menos
riqueza, ya que no merece la pena trabajar para que se lo lleve
todo Hacienda. En España, según los cálculos
de José Félix Sanz para FAES, ya hemos rebasado ese
nivel, por lo que los incrementos en tributos sobre el trabajo
(sobre todo IRPF) acaban incluso perjudicando a las arcas del
Estado.

En segundo lugar, los países europeos tienen que
tener en cuenta que ni las fronteras ni las distancias son como
antes. Más allá de casos muy mediáticos,
como el de Gerard Depardieu en Francia, lo cierto es que ahora es
mucho más fácil escapar del fisco de tu país
si el nivel de presión llega a niveles intolerables. Los
países emergentes, Asia, EEUU, Reino Unido o los llamados
paraísos fiscales: hay decenas de opciones.

Europa sabe que para mantener su Estado
del Bienestar necesita alguien que lo pague. Atacar
tributariamente a las rentas altas es perjudicial para su
competitividad, porque son estos trabajadores los que más
aportan al crecimiento de un país. Cuando se habla de
inversión en I+D o de ingenieros o de start-ups, hay que
recordar que estos trabajadores ganan mucho dinero y tienen
muchos destinos para escoger. Si ellos van a pagar la factura,
necesitan saber que merece la pena hacerlo. Alrededor de este
dilema, se plantea el futuro de un Viejo Continente que cada
día es más viejo.

– "Sociedad participativa": ¿la solución a
la crisis del Estado del Bienestar? (Libertad Digital –
22/9/13) Lectura recomendada

Los países del norte de Europa exploran cambios
en los servicios públicos y nuevas formas de
relación entre Estado y ciudadanos.

(Por D. Soriano)

Guillermo de Holanda lo llamó "sociedad
participativa". David Cameron lleva más de un lustro
hablando de "gran sociedad". Y Mauricio Rojas, uno de los
teóricos más importantes del tema, habla de la
"reinvención del Estado del Bienestar" sueco.

A pesar de las diferentes denominaciones, todos estos
planteamientos tienen numerosos elementos en común. A
lo largo del Viejo Continente
, el debate sobre los retos a
los que se enfrenta el modelo europeo cobra cada día
más fuerza. Como explicaba el monarca de los Países
Bajos esta misma semana, el incremento en el gasto público
es "insostenible". O se hace algo o todo el edificio
puede venirse abajo.

Derechos y ayudas

Como apuntábamos ayer sábado, uno de los
problemas del Estado del Bienestar es que ha ido creando una
clase dependiente que vive de las ayudas públicas, que
se otorgan como "derechos" a los que cumplen con
determinados requisitos, con todos los efectos perversos que eso
tiene: se perpetúa una situación que debería
ser temporal y en vez de ayudar a que salgan de ella acaban
propiciando su enquistamiento.

En este sentido, la labor que determinadas
organizaciones privadas realizan (como Caritas en España)
puede ser un buen punto de partida para rediseñar el
trabajo del Estado. En general, las instituciones públicas
y privadas enfocan la ayuda a sus beneficiarios de una forma muy
diferente.

Para alguien que se encuentra en una situación
puntual de necesidad
es relativamente sencillo conseguir
asistencia en una institución privada. Éstas no
suelen exigir ningún requisito y son rápidas en la
asistencia. Eso sí, normalmente, para mantener esta ayuda,
el beneficiario debe intentar salir de la situación en la
que ha caído. Es decir, no tiene garantizado que, haga lo
que haga, seguirá siendo favorecido.

Mientras tanto, lograr una ayuda pública
suele ser mucho más complicado. Hay que demostrar ante el
organismo oficial de turno que se cumple con los requisitos,
rellenar formularios, convencer a la administración de que
realmente entra dentro del grupo previsto legalmente… Eso
sí, una vez que se alcanza el objetivo, mantenerla es
relativamente fácil. Sólo hay que seguir en la
situación de dependencia que dio origen a la
concesión del derecho.

Una de las claves en este cambio hacia
una "sociedad participativa o gran sociedad" pasa por
impulsar un cambio de actitud en los beneficiarios. Éstas
ya no serán más derechos, sino ayudas que tienen
como objetivo la salida de esa situación. Y por lo tanto,
tendrán una contraprestación en forma de
obligaciones que tendrán que cumplir, con la amenaza
implícita de perder la prestación
correspondiente.

Además, está la
cuestión del montante de las ayudas. No puede ser que
salga más rentable no trabajar que trabajar. Y, como
veíamos ayer, hay ejemplos en los medios de personas que
han hecho del welfare su forma de vida. En este sentido,
una de las medidas más comentadas y más
polémicas de David Cameron fue poner un límite a lo
que una familia puede cobrar. Ningún hogar de dos miembros
tendrá más de 500 libras a la semana en ayudas
públicas.

Más opciones

No es sólo una cuestión de costes. En una
sociedad como la actual, cada vez con más opciones al
alcance de los ciudadanos
, quizás no tenga mucho
sentido que todo lo que hace referencia a las pensiones, la salud
o la educación, entre otros temas, sea escogido por un
ministro o por su equipo de expertos.

Los países del norte de Europa
han puesto en marcha un proceso de descentralización en la
toma de decisiones. La idea consiste en acercar lo más
posible los servicios al ciudadano ("empoderar" es el feo
término de moda). En este sentido, el Gobierno
británico quiere entregar algunas de sus competencias en
su poder a los municipios y condados, en los que el control del
vecino es mucho más estricto.

Pero algunos países han ido
más allá. En Suecia o Dinamarca están
vigentes
sistemas educativos cercanos al cheque escolar,
quizás no con todas sus características, pero
sí con algunas de las más importantes:
autonomía para los centros, control de resultados, premios
para los que mejor lo hagan,… Es decir, que tanto profesores
como familias empiezan a dominar lo que pasa en la escuela. Ya no
son burócratas los que deciden cómo, cuándo,
dónde y qué estudia exactamente cada
niño.

Los cambios no sólo se
ciñen a la educación. En Holanda, por ejemplo, a
mediados de la pasada década se puso en marcha una
reforma sanitaria revolucionaria que ha logrado uno de los
sistemas más elogiados del continente. Básicamente,
consiste en que cada ciudadano está obligado a escoger al
asegurador de su conveniencia. El Gobierno se limita a establecer
el catálogo de servicios básicos que todos deben
ofertar y prohíbe la discriminación por el
historial médico. Además, hay ayudas
públicas para aquellos que no pueden pagarse el seguro
obligatorio. Pero en todo caso la decisión final queda en
manos de cada familia.

Y en Suecia, uno de los países
más innovadores en la materia, el sistema de pensiones
público ya incluye un elemento de capitalización,
que premia el ahorro individual. Además, se fomentan los
planes privados y los de empresa, con importantes incentivos para
su contratación.

Este tipo de soluciones no son un
bálsamo mágico
que sana todos los males. Pero
al menos permiten que los ciudadanos vuelvan a tomar el control
de partes muy importantes de sus vidas. Digamos que el Estado se
asegura de que todo el mundo tiene acceso a los servicios
básicos, pero permite que sea cada familia la que decida
cómo aprovecharse de ellos.

Muy vinculada con todo este fenómeno está
la cuestión de cómo controlar a un poder
político que cada día acumula más control
sobre la vida de sus ciudadanos. Cameron apunta a la
transparencia y la rendición de cuentas como dos claves
para el desarrollo de su Gran Sociedad. Pero además, si
buena parte del presupuesto se gasta según los criterios
de cada ciudadano particular, lo lógico es que
desaparezcan también parte de los peores incentivos de la
política. Ya no es el mandatario el que decide, sino que
se convierte en un mero coordinador.

La factura

Probablemente, el gran problema del
Estado del Bienestar
está en su financiación.
Los costes han ido subiendo y ha llegado un momento en el que los
ciudadanos se preguntan si merece la pena soportar este nivel de
impuestos a cambio de los servicios que reciben. Para pagar todas
estas prestaciones es imprescindible subir los tributos, pero eso
tiene un peligro aparejado: puede espantar a los creadores de
riqueza.

¿Qué pasaría si todos los
trabajadores con sueldos superiores a 60.000 euros decidieran
quedarse en sus casas o irse a otros países con una
fiscalidad más ventajosa? De un día para otro,
cualquier Estado europeo entraría en quiebra. Son estos
contribuyentes, de clase media-alta, los que sostienen sus
sistemas públicos. Y si desaparece el que paga la factura,
se viene abajo el chiringuito.

En este sentido, hay que traer de nuevo a
colación la famosa Curva de Laffer. Si los impuestos
estuvieran en el 0%, no se recaudaría nada. Pero si
estuvieran en el 100%, tampoco, porque nadie trabajaría.
Por lo tanto, hay un punto en el que seguir subiendo los tributos
comienza a ser perjudicial para la Hacienda de un país.
¿Cuál? No se sabe con exactitud. Pero en Europa,
parece claro que casi todos los países están
cerca.

Exceptuando a los estados ex comunistas,
el nivel de presión fiscal en una situación
de normalidad (en crisis puede haber grandes fluctuaciones)
está entre el 40 y el 55%. Parece complicado subir
más este nivel sin provocar una fuga de cerebros. De
hecho, son habituales las historias de alemanes, franceses o
españoles que encuentran en Silicon Valley las facilidades
que no existen en sus países.

De nuevo, los países nórdicos aparecen
a la cabeza de las innovaciones
. Por una parte, el nivel de
presión fiscal se ha reducido en ellos de forma notable.
Sí, siguen siendo los estados más voraces del
mundo, pero a niveles muy inferiores a los de comienzos de los
noventa. Y si medimos el esfuerzo fiscal (es decir,
presión fiscal en función del nivel de riqueza),
éste es menor que en muchos países del sur de
Europa.

Pero hay otra cuestión relevante. Suecia, Holanda
o Dinamarca encabezan de forma recurrente los rankings de
libertad económica
junto a Singapur, Hong Kong, Nueva
Zelanda o Australia. Esto es notable, porque una de las
cuestiones que más en cuenta tienen estos índices
es el nivel impositivo y ya hemos visto que su puntuación
en este apartado no es demasiado buena. Lo que quiere decir esto
es que en el resto de aspectos, sus economías son muy
competitivas, lo que les permite compensar (en parte) lo que
pierden en materia tributaria. En cuestiones laborales,
regulatorias, comerciales o de respeto a los derechos de
propiedad tienen unas excelentes calificaciones.

En general, en todos estos países, el debate
sigue abierto
. Y las actitudes hacia los cambios son mucho
más positivas que en España. Las preguntas no son
sencillas de contestar. ¿Cómo conseguir un sistema
impositivo que pueda pagar las prestaciones sociales actuales sin
disparar una fuga de talento? ¿Qué hacer para
evitar la aparición de una clase parasitaria que desanime
al conjunto de la sociedad? ¿Es posible rebajar la factura
de los servicios públicos? ¿Se puede competir con
las economías avanzadas del resto del mundo con un 50% de
presión fiscal? ¿Qué incentivos hay para
innovar, arriesgarse o crear riqueza en unos estados que le
garantizan al ciudadano que cuidarán de él "de la
cuna a la tumba"? La respuesta a estos interrogantes
marcará el éxito o el fracaso de los países
europeos en las próximas décadas.

1.4 – Reinventando el Estado del
Bienestar

– Otro Estado del bienestar. El nuevo modelo sueco (RdL
2008) Lectura recomendada

(Por Fernando Eguidazu)

El debate sobre el Estado del bienestar, su
sostenibilidad y su futuro suscita, por desgracia, más
pasiones que razonamientos. Para quienes creen posible la
permanente reivindicación de nuevas conquistas sociales y
defienden un modelo de gestión pública, el
cuestionamiento de este modelo, o la reflexión sobre sus
costes y consecuencias, constituyen una expresión de
insensibilidad social que excluye la posibilidad de
diálogo.

Posturas tan extremas no son hoy ya, afortunadamente,
generales, pero aún existen. Y sobre todo, perviven
todavía dos ideas muy arraigadas, y que ofrecen tenaz
resistencia al debate: la primera es la convicción de que
los bienes y servicios propios del Estado del bienestar (sanidad,
educación, servicios sociales…) deben ser provistos
directamente por el sector público, como única
forma de asegurar su carácter universal e igualitario
(cualquier participación privada se mira con desconfianza,
por su riesgo de "mercantilizar" o, incluso, de "parasitar" el
campo de lo social). La segunda tiene que ver con una falta de
preocupación respecto de los costes, y de sus
consecuencias para el crecimiento económico y el empleo.
No es que se consideren inexistentes o irrelevantes (aunque haya
quien piense que casi cualquier tamaño del Estado del
bienestar es viable), pero sí se tiende a minimizar la
importancia de esta cuestión.

Entendámonos. Un Estado que asegure a sus
ciudadanos la igualdad de oportunidades (a través,
fundamentalmente, de una educación universal y gratuita) y
la protección frente a la adversidad (a través de
un sistema sanitario universal y gratuito, y una cobertura de las
contingencias de jubilación, invalidez, viudedad y
orfandad, entre otras) es algo universalmente aceptado, que goza
de un respaldo social pleno, y que aun en los países
más reticentes a la intervención de los poderes
públicos en la vida económica se acepta sin
reservas. Son, en definitiva, ideas que han dejado de ser ya
patrimonio de la izquierda. Pero que el Estado del bienestar sea
hoy indiscutible e indiscutido no significa que lo sea
también su tamaño. Muy al contrario, sus
límites son actualmente tema de vivo debate en
Europa.

El primer problema que plantea el Estado del bienestar
es su propensión estructural al crecimiento. Por una
parte, las demandas sociales son, por definición,
infinitas. Por amplias y generosas que sean las prestaciones
sanitarias, educativas o asistenciales, siempre será
posible exigir más. Siempre podrán plantearse
nuevas conquistas sociales, nuevos "pilares" del Estado del
bienestar, sobre todo si existe el criterio de que toda necesidad
genera necesariamente un derecho. Y, por otra parte, los costes
de las prestaciones son crecientes. En materia sanitaria, por
ejemplo, los avances médicos y los nuevos tratamientos
permiten salvar más vidas y mejorar la salud de los
ciudadanos, pero a costes cada vez más altos. Por
último, el factor demográfico genera también
mayores costes: más jubilados, y con mayor esperanza de
vida, suponen pensiones de jubilación más
prolongadas, mayores gastos médicos y mayores gastos
asistenciales.

A todo esto debe sumarse un electoralismo no siempre
responsable. Una forma primaria de buscar votos consiste en
ofrecer nuevos y mayores "derechos" (más prestaciones,
más ayudas, más cheques asistenciales…), porque
"nuestro nivel de desarrollo lo permite". Si tal cosa fuera
siempre cierta, poco habría que discutir. Pero el hecho es
que en buena parte de Europa (y, muy en concreto, en Alemania y
Francia) se ha llegado, tiempo ha, a la conclusión de que
su actual volumen de gasto social está estrangulando el
crecimiento económico. Que su financiación,
vía presión fiscal creciente y deuda pública
disparada, está frenando el desarrollo y afectando
seriamente al empleo. Y que, en consecuencia, un país debe
atenerse no al gasto social que le gustaría, sino al que
puede permitirse.

Determinar los límites del Estado del bienestar
no es tarea fácil. No existen ecuaciones que nos indiquen
cuál es el gasto social óptimo compatible con tasas
aceptables de crecimiento de la renta y el empleo. En este
terreno, como en otros, debemos guiarnos por el sistema de prueba
y error. Podemos saber cuándo ese nivel de gasto social
tiene efectos negativos sobre la renta y el empleo (caso de
Francia y Alemania), o cuándo la bonanza económica
deja un margen para aumentos de ese gasto. Pero sobre cuál
sea el nivel adecuado, el porcentaje óptimo de gasto
social sobre el PIB, no cabe sino aspirar a una intuición
razonable.

No puede, por otra parte, abordarse el problema de la
cuantía del gasto social sin abordar a la vez la
cuestión de sus formas de gestión. Subsiste en
buena parte de la izquierda la convicción de que los
bienes y servicios públicos deben ser provistos por las
Administraciones públicas. La gestión privada se
contempla con indisimulada hostilidad por dos razones: primera,
por un claro prejuicio ideológico, ya que hay algo
intrínsecamente inmoral en la obtención de
beneficios en este tipo de actividades; y, segunda, porque se
piensa que sólo la gestión pública puede
garantizar la igualdad y la ausencia de discriminación
entre los beneficiarios.

Pero esta gestión pública de las
prestaciones sociales presenta inconvenientes que no
deberían obviarse. Ante todo, la limitación de
recursos y la peor capacidad gestora del sector público
suelen redundar, desgraciadamente, en una pérdida de
calidad. O, al menos, en una calidad que no es la que los
beneficiarios desearían. Nos encontramos, así, con
un sistema sanitario poco satisfactorio (con listas de espera
superiores a las razonables), un sistema educativo con resultados
decepcionantes (en términos de fracaso escolar y bajo
nivel de conocimientos), o un sistema de pensiones con
mensualidades insuficientes. Podemos extendernos hasta el
infinito en la discusión sobre el nivel de calidad de
estas prestaciones, pero sobre lo que cabe, creo, poca
discusión es sobre la percepción social de que esa
calidad no es la que los beneficiarios reclaman.

Si de lo que se trata es de asegurar la igualdad, aunque
sea a costa de una calidad discreta, algunos podrían
defender que la ecuación merece la pena. Pero el hecho es
que el deterioro en la calidad de estas prestaciones contribuye
al crecimiento de las desigualdades. Los más pudientes
siempre podrán recurrir, por supuesto, a servicios
sanitarios y educativos privados de mayor calidad, y
podrán suscribir planes privados de pensiones más
generosos. Nada hay de malo en ello si el nivel de lo que reciben
quienes dependen de las prestaciones públicas es
razonable. Pero cuanto más bajo sea este último,
mayor será el número de personas que deban destinar
una parte de sus recursos a asegurarse unas prestaciones privadas
mejores. Y con ello se abrirá el camino a una desigualdad
creciente.

La educación es un ejemplo evidente. Durante
muchas décadas la educación en España ha
sido un gran factor de igualación social. Insuficiente,
posiblemente, y con importantes defectos pero, con todo, el
sistema educativo ha constituido una palanca de promoción
económica y social para muchos ciudadanos. Ahora bien, en
los últimos tiempos diversos indicadores evidencian serias
deficiencias (y aun un deterioro) en nuestro sistema educativo. Y
ello es preocupante, porque puede acabar por llevarnos a una
situación de hecho discriminatoria e injusta, en que
quienes disponen de recursos para ello pueden obtener una
educación privada de calidad, y quienes no los tienen
deben conformarse con una formación deficiente -o en todo
caso, peor- que les colocará en inferioridad de
condiciones en su vida laboral.

Aún cabe otra reflexión. Un monopolio
público de las prestaciones sociales, aunque asegurara la
igualdad -cosa discutible, como antes se argumentó-, lo
haría a costa de una pérdida de libertad para el
beneficiario. La posibilidad de elegir entre diversas opciones,
en este campo de las prestaciones sociales, no es algo que deba
descartarse por principio, ni tampoco algo imposible de
conseguir. Y, sin embargo, el Estado paternalista tiende a
rechazar cualquier posibilidad en este sentido: se garantiza a
los ciudadanos unas determinadas prestaciones, pero en
régimen de monopolio y sin posibilidad de elegir. Nos
encontramos con que somos libres para decidir qué
automóvil o televisor compraremos, o en qué hotel
pasaremos nuestras vacaciones, pero en cambio no lo somos para
elegir en qué colegio educaremos a nuestros hijos, o en
qué hospital atenderán nuestras enfermedades (salvo
que lo paguemos aparte, claro), pese a ser estos últimos
supuestos bastante más importantes. La libertad de
elección es una parte consustancial de la libertad a
secas, y es un privilegio irrenunciable del ciudadano. Y la
igualdad de derechos, o la universalidad de la cobertura en
materia sanitaria o educativa, no deberían ser
incompatibles con la posibilidad de los usuarios de elegir entre
diversas opciones. Ahora bien, ¿es posible en la
práctica esta libertad de elección? De todo ello
trata el libro de Mauricio Rojas Reinventar el Estado del
bienestar.

La obra tiene un grave inconveniente: está
prologada por José María Aznar. Y eso, en un
país tan maniqueo como el nuestro, la descalificará
a priori para muchos. Pero si uno es capaz de superar los
prejuicios y de prescindir de las etiquetas, se encontrará
con una lúcida y revulsiva reflexión sobre el
Estado del bienestar y sus posibilidades.

Mauricio Rojas es un economista chileno autor de
numerosos ensayos, entre ellos uno espléndido sobre la
economía argentina. ("Ajá, chileno -dirán
algunos-, otro cachorro de Pinochet". Pues no: Rojas se
afincó en Suecia en 1974 huyendo de la dictadura), y en el
libro que comentamos analiza la experiencia de Suecia en materia
de derechos sociales.

Durante mucho tiempo, Suecia ha sido un admirado ejemplo
de modelo social avanzado, compatible con la economía de
mercado, una prueba palpable de que era posible disfrutar de un
Estado del bienestar generoso en un marco de economía de
mercado con libertad de empresa y progreso económico. Un
ejemplo a imitar, como alternativa tanto frente al comunismo que
asegura la igualdad a costa de la prosperidad, como frente al
capitalismo que asegura la prosperidad a costa de la
igualdad.

Lo que nos cuenta Rojas es que ese modelo sueco
pertenece ya a la historia. Aunque una parte de la izquierda no
parezca haberlo percibido, el actual modelo sueco tiene ya muy
poco que ver con aquel que durante tanto tiempo encandiló
a los socialdemócratas y que ha venido
señalándose como meta a alcanzar.

Este gran Estado benefactor sueco, tan admirado por la
izquierda europea, y que se instauró en los años
sesenta, entró en los años noventa en una profunda
crisis que provocó profundas reformas, hasta desembocar en
un modelo que es hoy bien distinto del que aún perdura en
la imaginación de muchos.

Hasta los años sesenta Suecia había sido
un país que disfrutaba de altas tasas de crecimiento (la
segunda mayor de Europa, detrás de Suiza, entre 1870 y
1950), con un nivel impositivo bajo (inferior al de Francia,
Alemania o Reino Unido, e incluso al de Estados Unidos), y con un
sector público de reducido tamaño (inferior incluso
al británico o al estadounidense). En este período
se construyó un sistema de seguridad y servicios sociales
básicos, y se logró un consenso entre los agentes
sociales que dio estabilidad al mercado laboral. Esta vía
de reformismo prudente fue la línea predominante de la
socialdemocracia sueca durante la primera mitad del siglo
xx.

A partir de los años sesenta, sin embargo, se
impuso un viraje en la socialdemocracia sueca hacia
fórmulas más radicales. La carga tributaria
creció entre 1960 y 1990, pasando del 28 al 56% del PIB
(de ser inferior en un 2,1% a la de la OCDE pasó a ser
superior en un 54,1%). Con este descomunal incremento de los
recursos públicos se financió un Estado del
bienestar gigantesco (el gasto público pasó de ser
el 31% del PIB a ser el 60%), caracterizado por la gestión
pública exclusiva de las prestaciones sociales (con ello
el empleo público se triplicó durante el
período). Paralelamente aumentó el intervencionismo
del Estado en la economía, se rompió el delicado
equilibrio de consenso de la etapa anterior, con un clima de
confrontación creciente, y se abrió la puerta a
reivindicaciones salariales permanentes. El resultado fue la
rápida expansión de la economía planificada
a costa de la economía de mercado. Como botón de
muestra, entre 1965 y 1985 el empleo en el sector privado se
redujo en 274.000 personas y el empleo en el sector
público aumentó en 850.000.

El propósito del modelo era asegurar a todos los
ciudadanos una amplia y generosa cobertura social
(atención sanitaria, educación, prestaciones por
desempleo, pensiones…) financiada públicamente y
gestionada también públicamente. Pero para que tal
cosa pueda cumplirse se requiere, por una parte, una carga
tributaria muy elevada y, por otra, una favorable relación
entre cotizantes y beneficiarios. Y esta ecuación tiene
límites. Un gasto social creciente que exige, para
financiarlo, impuestos y cargas sociales crecientes, en la medida
en que desincentiva el trabajo termina por alterar negativamente
la mencionada relación entre población activa y
pasiva. La elevada tributación, unida a los
estímulos al no trabajo (las prestaciones sociales, entre
ellas un generoso subsidio de desempleo) desincentivan la oferta
de trabajo, mientras que unas excesivas cargas sociales
desincentivan la contratación por parte de las
empresas.

Esto es lo que terminó por suceder en Suecia a
partir de los años setenta. La carga tributaria fue
aumentando hasta llegar, a fines de los años ochenta, al
56,2% del PIB. Esta alta tributación afectó incluso
a los perceptores de salarios más bajos (los impuestos
más cargas sociales para este segmento de población
llegaron al 55% del coste laboral). Y, paralelamente, el sistema
de acuerdos salariales con escala rígida castigó
especialmente a los sectores con menor productividad y, por ende,
a los trabajadores menos cualificados.

El resultado fue que el aumento del empleo entre 1960 y
1990 fue de sólo el 25%, frente al 81% de Estados Unidos,
y este aumento, además, fue esencialmente empleo
público. Y en cuanto al PIB per cápita, que en 1975
era el 90% del de Estados Unidos (y el más alto de la
Europa Occidental), en 1995 había bajado al 75% (por
debajo del de Alemania, Francia, Bélgica, Austria o Reino
Unido).

A principios de los años noventa,
Suecia experimentó la crisis económica más
grave desde los años treinta. Entre 1990 y 1993 el PIB per
cápita cayó en más del 6%. Se perdieron
más de medio millón de puestos de trabajo. El paro
pasó del 2,6% en 1989 al 13% en 1994. Como consecuencia de
la crisis, los ingresos fiscales cayeron en picado. Y,
paralelamente, el gasto público se disparó hasta
alcanzar, en 1993, el 72,4% del PIB.

Estos datos evidenciaban que el sistema
era insostenible. El nuevo gobierno debió acometer por
ello un duro programa de ajuste, con reducción del gasto
público, limitación o reducción de los
subsidios, reducción del empleo público, control de
costes en los servicios públicos e introducción en
estos últimos de un cierto nivel de competencia, dando
acceso a los mismos al sector privado.

No profundizaremos aquí sobre el programa de
reformas económicas del gobierno sueco a partir de 1991,
que permitió superar la crisis, y al que Rojas dedica
interesantes páginas. Lo que nos interesa, a efectos de
este comentario, es la reforma acometida en el modelo del Estado
del bienestar.

Los ejes de la reforma del Estado
benefactor sueco, excelentemente sintetizados por Rojas, han sido
los siguientes: 1) ruptura del monopolio estatal sobre la
provisión de servicios del bienestar, abriendo dicha
provisión al sector empresarial privado, con el
propósito de mejorar la gestión y reducir los
costes gracias a la competencia; 2) como consecuencia de lo
anterior, posibilidad de elección para los beneficiarios
de tales servicios, con un doble resultado: primero, mayores
dosis de libertad para el ciudadano (cosa deseable en sí),
y segundo, mejora en la calidad de los servicios ofertados,
gracias precisamente a la competencia entre los prestadores de
los mismos; 3) reforma tanto del sistema fiscal como del sistema
de subsidios, a fin de incentivar el trabajo y el empleo, y
reducir el efecto desincentivador del anterior nivel de
subsidios.

Refirámonos inicialmente a los dos primeros
puntos mencionados. La apertura del sector de los servicios de
bienestar a la iniciativa privada se efectuó
progresivamente (y a ritmo desigual, según las regiones y
municipios, dado el grado de descentralización del sistema
político sueco). Ello permitió la creciente
aparición de un pujante sector empresarial de servicios
sociales que introdujo en el mismo, criterios de gestión
privada y ahorro de costes, así como estímulos a la
mejora de la calidad y atención al usuario como
consecuencia de la aparición de la competencia.

La apertura de escuelas, centros sanitarios y empresas
de servicios sociales (guarderías, residencias de
ancianos, servicios de atención a discapacitados, etc.) de
titularidad privada en régimen de competencia
permitió además a los ciudadanos disponer de una
diversidad de opciones donde antes sólo había una.
Como señala Rojas, bajo el anterior sistema de monopolio
estatal, uno "le pertenecía" a un hospital público,
y los hijos de uno "le pertenecían" a una escuela
pública determinada, aquella que se les había
asignado de acuerdo al área donde residían: "El
Estado benefactor les aseguraba a los ciudadanos un nivel
comparativamente alto de bienestar, pero al precio de una casi
total falta de diversidad y libertad de elección" (pp. 17
y 18).

El modelo de estandarización de las condiciones
de vida de los ciudadanos es el que fue siendo sustituido por
otro que otorgaba a esos mismos ciudadanos una efectiva libertad
de elección, lo que posibilitó, en frase de Rojas,
el desarrollo de un auténtico "poder ciudadano". El
ciudadano sueco, hasta entonces súbdito de un Estado
benefactor que le ofrecía amplias prestaciones sociales,
pero a cambio de negarle toda capacidad de elección, se
convertía en un ciudadano libre que podía comparar
entre distintos oferentes, y elegir aquel que le ofreciera mayor
calidad o que, por alguna razón, mereciera su
preferencia.

La clave de este nuevo modelo era lo que
podríamos denominar el "desplazamiento de la
financiación". Ésta seguía siendo
pública, es decir, el gasto dedicado a estos servicios
sociales continuaba sufragándose con recursos
públicos, pero el receptor de la misma ya no sería
el oferente (la escuela o el hospital), sino el demandante, es
decir, el ciudadano. Tal cosa se materializaba en un bono o
voucher que el ciudadano recibía y que podía
emplear para el pago de los servicios médicos o educativos
que la escuela u hospital de su libre elección le
proporcionase. A su vez, y para evitar cualquier vía a la
discriminación, las escuelas o clínicas privadas no
podrían cobrar cantidad adicional alguna por sus
servicios, sino que sólo podrían financiarse con
los bonos de sus usuarios. El beneficio de tales empresas se
obtendría, por tanto, de sus ganancias de eficiencia, por
la vía de reducción de costes. Y la competencia
entre ellas aseguraría que ese ahorro de costes no se
produjera a costa de un deterioro de la calidad.

Todo esto no significó que el Estado abandonase
toda implicación en la provisión de los servicios
del bienestar. Primero, porque persistían empresas y
centros sanitarios de titularidad pública (sólo que
ahora debían competir y preocuparse por costes y calidad),
y segundo porque el Estado ejercía importantes funciones
de control y supervisión (la apertura de centros privados
requería, para su autorización, el cumplimiento de
condiciones estrictas en cuanto a medios, ausencia de
discriminación, renuncia al cobro de cantidades
adicionales, etc.).

Rojas expone con detalle las condiciones de este nuevo
modelo en los campos de la sanidad, la educación y otros
como las guarderías, atención a discapacitados o
residencias de ancianos. Dedica a su explicación un buen
número de páginas que, dadas las limitaciones de
este comentario, no expondremos aquí, pero cuya lectura me
parece muy recomendable.

Rojas advierte que aún es pronto para evaluar con
solvencia los resultados de la reforma, aunque las primeras
valoraciones son positivas y, sobre todo, han suscitado la plena
aprobación de los usuarios, es decir, los ciudadanos. Es
significativo que el camino de reformas iniciado por los
conservadores en 1991 fuera continuado decididamente por los
socialdemócratas una vez recuperado el poder en 1994, cosa
que habla a favor tanto del pragmatismo y ausencia de dogmatismos
ideológicos de estos últimos como del grado de
consenso social suscitado por el cambio de modelo.

Las reformas hasta aquí
comentadas supusieron un cambio de modelo radical. El abandono
del monopolio público en la provisión de servicios
sociales, y la apertura a la iniciativa privada no sólo
supusieron la renuncia a un dogma propio de la izquierda
clásica en aras de una mayor eficiencia y un ahorro de
costes (cosa vital para evitar el colapso del sistema), sino que,
en realidad, provocaron un salto cualitativo en la propia
concepción del Estado del bienestar. Éste no
sólo no se desmantelaba -como habrían podido temer
los partidarios del modelo anterior- sino que se potenciaba y
reforzaba sus, diríamos, "fundamentos éticos" al
reconocer a los ciudadanos el ejercicio pleno de su
libertad.

Por supuesto, esta reforma, con ser trascendente, no
resolvía el problema del peso del Estado del bienestar
sobre la economía, del enorme nivel del gasto
público, del efecto desincentivador de impuestos y cargas
sociales sobre el factor trabajo, de los estímulos al no
trabajo añadidos por unas prestaciones sociales
excesivamente permisivas y, como consecuencia de todo lo
anterior, de unas decrecientes productividad y competitividad de
la economía sueca.

A hacer frente a estos problemas es a lo
que se orientó el tercer eje de la reforma, ya mencionado
más arriba, el replanteamiento del sistema de
transferencias: las del Estado a los ciudadanos vía
subsidios, y las de los ciudadanos al Estado vía impuestos
y cargas sociales.

Como ya se ha señalado, el mantenimiento de un
Estado del bienestar generoso requiere un gasto público
elevado que sólo puede mantenerse con una elevada
fiscalidad y un elevado nivel de empleo que asegure una fuerte
base recaudatoria. Pero, a su vez, una excesiva fiscalidad y unas
cotizaciones sociales altas desincentivan tanto la oferta como la
demanda de trabajo, y reducen, al penalizar el empleo, tal base
recaudatoria.

Por ello era evidente la necesidad de
fomentar el crecimiento económico y el crecimiento del
empleo. La vía elegida fue doble: por una parte, se
trabajó en la reducción de los incentivos al no
trabajo endureciendo las condiciones de acceso y permanencia en
el subsidio de paro, a fin de estimular la búsqueda de
empleo, todo ello unido a otras medidas en la misma
dirección en materia de prestaciones sociales, como el
seguro de enfermedad (aumentando el control sobre la
duración y justificación de las bajas laborales).
Por otra, se redujeron los impuestos, especialmente los que
gravaban los ingresos más bajos, y se abarataron los
gastos de contratación, especialmente también los
correspondientes a los empleos peor remunerados.

Aún cabe hacer referencia a otra reforma nada
desdeñable: la relativa al sistema de pensiones. La
reforma de este sistema ha venido a crear dos sistemas
complementarios, uno colectivo y básicamente de reparto,
aunque con elementos de capitalización, y otro individual
y de capitalización pura. Se trata de un sistema original,
que ha merecido el elogio de organismos como el Banco Mundial, y
que resulta plenamente exportable a otros países. Del
ahorro obligatorio para pensiones, que es el 18,5% del salario
bruto, el 16% debe destinarse al sistema colectivo, y el 2,5%
restante puede dedicarse libremente por cada ciudadano a
suscribir un fondo de pensiones, a su elección entre los
más de setecientos autorizados (que son objeto de
supervisión por un ente estatal).

Especialmente interesante es el
funcionamiento del sistema colectivo. En él, la
pensión recibida por el jubilado es el resultado de
dividir la suma de las cotizaciones que ha pagado a lo largo de
toda su vida laboral, con sus intereses, por el número de
años de expectativa de vida que se le supone en
función de su grupo o cohorte de edad. La ventaja de este
sistema es que incentiva la postergación de la edad de
retiro, puesto que con ella disminuye el divisor y, en
consecuencia, incrementa la pensión resultante. Otras
fórmulas persiguen asegurar el equilibrio financiero del
sistema a largo plazo, aunque su descripción
alargaría en exceso estas páginas. Remito al lector
al libro de Rojas.

El poco tiempo de vida de todas estas reformas dificulta
un juicio definitivo sobre los frutos de la misma. La positiva
evolución del empleo a partir de 2005 (especialmente entre
los de más edad y los de menos) y el crecimiento del PIB
parecen ser tributarios en buena medida de tales reformas, aunque
no sea aún posible determinar en qué
proporción. Lo que sí cabe asegurar es que las
reformas cuentan con un amplísimo respaldo social. Y, por
otra parte, nos ofrecen una importante enseñanza: Suecia
ha transitado desde un modelo de Estado benefactor, paternalista,
monopolista, con escaso margen para la libertad de
elección de los beneficiarios, hacia lo que Rojas llama un
"Estado posibilitador", que preserva los beneficios sociales del
Estado del bienestar, en términos de protección
social e igualdad, pero con mayor eficiencia, menores costes y
mayores márgenes de libertad para los
ciudadanos.

Ello demuestra que es posible un Estado
del bienestar que compatibilice la universalidad de la sanidad,
educación y prestaciones sociales, con la igualdad de los
ciudadanos a la hora de acceder a tales servicios, la
colaboración entre el sector público y privado, la
participación de la iniciativa privada y la libertad de
elección que devuelve a los ciudadanos la plenitud en el
ejercicio de sus derechos.

Si el modelo resulta un éxito, como parece estar
siendo el caso, constituye un ejemplo de cómo, aparcando
dogmatismos y prejuicios ideológicos, es posible asegurar
las conquistas sociales y lograr un Estado del bienestar viable
para ciudadanos libres. En nuestro país, en el que
aún permanece bastante arraigada la idea de que los
servicios sociales deben ser gestionados en exclusiva, o casi,
por el sector público, y donde se mira con desconfianza la
participación del sector privado, sería bueno
estudiar atentamente el nuevo modelo sueco. La clave
última de este nuevo sistema reside, como antes se ha
apuntado, en financiar a las personas (el bono escolar, o
sanitario, o asistencial) y no a los prestadores monopolistas de
tales servicios. No son pocas las voces que en España
están ya alzándose en este sentido, y no
estaría de más que se les prestase atención.
Aunque ello sea pedir demasiado.

– Reinventar el Estado de Bienestar (El Mundo –
3/8/11) Lectura recomendada

(Por Mauricio Rojas)

La crisis que vive España es, evidentemente, una
crisis de su modelo productivo, pero también de su modelo
de Estado. Por sus amplias funciones y su gran tamaño, el
Estado se ha transformado en un eje fundamental para el progreso
en las naciones modernas. Esto resulta aún más
evidente si consideramos el peso específico del Estado en
materias sociales que abarcan sectores tan estratégicos
como educación y sanidad. España está
aquejada de una seria crisis por la fragmentación
caótica de sus funciones y la inflación de sus
administraciones derivada del Estado autonómico. Esto es
obvio. Además, España, en cuanto Estado de
Bienestar, adolece de todos los defectos e ineficiencias propias
de los sistemas jerárquicos cerrados y
planificados.

El Estado de Bienestar, tal como lo
conocemos, está haciendo agua por los cuatro costados,
pero no por la maldad de los neoliberales o de los mercados sino
por sus propios fallos y su desmesura. Por ello la reforma
radical del Estado de Bienestar es una tarea tan decisiva, no
sólo para mantenerlo en vida sino también para
reencontrar una senda de crecimiento que asegure el bienestar
futuro. Esta reforma debe, en lo esencial, asumir un gran reto:
devolverle a la sociedad civil el protagonismo en política
social.

El Estado de Bienestar actual presenta un fallo clave:
está pensado como un aparato jerárquico que desde
arriba debería resolver las necesidades sociales de los
ciudadanos. Se ha enquistado la idea de que las cosas se hacen
mejor mediante monopolios públicos y una gran
planificación que elimine el caos de la libertad
ciudadana. Este planteamiento es responsable de haber privado al
Estado de Bienestar de la fuente más vital de progreso de
la sociedad moderna: la libertad que hemos conquistado para
llevar a cabo nuestras ideas y ponerlas al servicio, compitiendo
unas con otras, de quienes estén dispuestos a elegirlas
libremente, ya que las consideran provechosas para sus proyectos
de vida.

La hegemonía social del Estado,
en conflicto con la sociedad civil, ha sido el eje de la
formación de los Estados benefactores tradicionales. Esta
rémora ideológica se ha convertido hoy en un
impedimento al progreso que, para potenciar sus posibilidades,
debe buscar una fructífera colaboración entre ambos
actores. Esto implica diseñar un modelo de reforma del
Estado de Bienestar donde la función estatal básica
sea poner a disposición de la sociedad civil instrumentos
para que ella misma resuelva sus problemas.

Hace unos 20 años, el país-paradigma del
Estado de Bienestar, Suecia, estuvo sumido en una profunda crisis
de la cual salió gracias a decididas reformas que hicieron
de su viejo Estado benefactor uno renovado, que ha sabido
combinar una gran moderación fiscal con una amplia
apertura a la cooperación públicoprivada, la
competencia y el empoderamiento de la sociedad civil. Suecia
lidera hoy el desarrollo europeo, con altísimas tasas de
crecimiento, plena estabilidad fiscal y notables logros en
política social. De esta exitosa experiencia se pueden
extraer algunas lecciones útiles para formular una
propuesta de modernización del Estado de Bienestar
español.

En primer lugar, la reforma del Estado
de Bienestar debe ser llevada a cabo por la sociedad. El papel
del Estado debe limitarse a abrir la posibilidad del cambio
renunciando a su monopolio de la gestión de los servicios
públicos y dándole al ciudadano una voz
determinante.

Seguidamente, el principal agente de la
modernización de los servicios públicos debe ser el
ciudadano mismo. Para que ello sea posible, el ciudadano debe
recibir la responsabilidad directa por la conformación de
la oferta de servicios públicos mediante su libre
elección de los mismos. La forma más simple y
eficiente de alcanzar esto es un sistema de bonos del bienestar,
por el cual el Estado transfiere a los ciudadanos el poder
efectivo de configurar, mediante su demanda respaldada por los
bonos del bienestar, la oferta misma de los servicios de
responsabilidad pública.

En tercer lugar, se requiere pluralismo
de proveedores que compitan por el favor ciudadano. La libertad
de elección no puede realizarse si no existe una
posibilidad real de elegir entre muchas alternativas que compitan
entre sí en igualdad de condiciones y que, para su
subsistencia, dependan de la elección libre de los
ciudadanos. Esto implica separar la responsabilidad púbica
por el acceso universal e igualitario a ciertos servicios y
prestaciones sociales de su gestión. De esta manera se
rompen los monopolios públicos, abriendo lo que ha sido un
sistema cerrado al dinamismo de la libre competencia.

Y por último, desfuncionarizar
los servicios de responsabilidad pública. La
modernización del Estado de Bienestar implica romper no
sólo el monopolio de la gestión pública
sino, además, el de ciertas categorías laborales
sobre la prestación de los servicios de responsabilidad
pública. La estabilidad en el empleo de quienes prestan
servicios que no tienen directamente que ver con el ejercicio de
la autoridad del Estado no debe, en el futuro, estar relacionada
con asignaciones presupuestarias ni privilegios como la
inmovilidad laboral, sino únicamente con la capacidad de
atraer la demanda ciudadana y, con ello, el financiamiento
público canalizado vía bonos del
bienestar

Todo esto es una realidad en la Suecia de hoy, sin por
ello haber disminuido ni un ápice el espíritu
solidario que inspira su Estado de Bienestar ni su compromiso
como garante del acceso universal e igualitario a servicios de
calidad. Las reformas aquí resumidas no han pretendido
desmontar el Estado de Bienestar, sino reinventarlo desmontando
aquellas jerarquías, monopolios y excesos que lo
amenazaban.

Los momentos de crisis pueden ser también
momentos de lucidez. Aquello que por mucho tiempo ni siquiera
hemos sido capaces de pensar puede transformarse en algo evidente
e imperioso para no seguir empantanados. España vive hoy
un momento de crisis de tal envergadura que requerirá,
para ser superado, de toda la lucidez que seamos capaces de
recabar. Y también de la valentía de enfrentar los
riesgos políticos de decir lo que se debe y no sólo
lo que se puede.

Las propuestas aquí recogidas requieren,
básicamente, comprender que la política serial del
futuro no nos caerá como maná del cielo del poder
del Estado. Ni el Estado ni la política pueden hacer tales
milagros en un mundo tan cambiante, diverso y complejo como el de
hoy. Lo que la política sí puede hacer es
más modesto pero no menos importante: crear condiciones
propicias para el ejercicio más pleno y más amplio
de nuestra libertad. El paso de un Estado benefactor desde arriba
a un verdadero Estado social de Bienestar requerirá,
además, de un gran coraje por parte de los
políticos que lo hagan posible: el coraje de desprenderse
de una importante parcela de poder para devolvérsela a los
ciudadanos.

(Mauricio Rojas es profesor de la Universidad de Lund
(Suecia) y autor de Reinventar el Estado del bienestar. la
experiencia de Suecia (Gota a Gota, 2010)).

– Hacia un sistema regulatorio del siglo XXI (The Wall
Street Journal – 18/1/11)

(Por Barack Obama) Lectura recomendada

Por dos siglos, el libre mercado de Estados Unidos ha
sido no solo la fuente de deslumbrantes ideas y productos que
abren caminos, también ha sido la mayor fuerza generadora
de prosperidad que el mundo haya conocido. Ese vibrante
emprendimiento es la clave de nuestro continuo liderazgo global y
del éxito de nuestra gente.

Sin embargo, a lo largo de nuestra historia, una de las
razones por la que el libre mercado ha funcionado es que hemos
buscado el balance adecuado. Hemos preservado la libertad del
comercio a la vez que aplicamos las reglas y regulaciones
necesarias para proteger al público de amenazas contra
nuestra salud y seguridad y para evitar que la gente y los
negocios sean víctimas de abusos.

Desde las leyes que prohibieron el trabajo para
niños, pasando por las leyes ambientales y nuestras
recientes regulaciones contra los cargos escondidos y las multas
que imponían las empresas de tarjetas de crédito,
hemos, de cuando en cuando, implementado regalas de sentido
común que han fortalecido a nuestro país sin
interferir indebidamente en la búsqueda de progreso y el
crecimiento de nuestra economía.

A veces esas reglas se han salido de control, colocando
cargas poco razonables sobre los negocios, cargas que han ahogado
la innovación y que han ejercido un efecto negativo sobre
el crecimiento y los empleos. En otras ocasiones, no hemos
cumplido con nuestra responsabilidad básica de proteger el
interés público, lo que ha tenido consecuencias
desastrosas. Tal fue el caso de los años anteriores a la
crisis financiera de la cual aún nos estamos recuperando.
En ese caso, una ausencia de supervisión adecuada y
transparencia casi condujo al colapso de los mercados financieros
y a una depresión a gran escala.

A lo largo de los últimos dos años, la
meta de mi gobierno ha sido el encontrar el balance adecuado.
Hoy, firmaré una orden ejecutiva que deja claro que este
es el principio operativo de nuestro gobierno.

Esta orden requiere que las agencias
federales se aseguren de que las regulaciones protejan nuestra
seguridad, salud y ambiente a la vez que promueven el crecimiento
económico. Además, ordena una revisión a lo
largo y ancho del gobierno de las reglas que ya se encuentran
implementadas para retirar regulaciones anticuadas que frenen la
creación de empleos y hagan a nuestra economía
menos competitiva. Es una revisión que ayudará a
organizar regulaciones que se han convertido en una colcha de
retazos de reglas que se sobre imponen, el resultados de ligeros
ajustes de gobiernos y legisladores de ambos partidos y la
influencia de los intereses especiales en Washington a lo largo
de varias décadas.

En donde sea necesario, nos encargaremos de cerrar las
brechas más obvias: nuevas reglas de seguridad para la
fórmula para infantes; procedimientos para detener
infecciones previsibles en hospitales; esfuerzos para atacar a
los infractores crónicos de las leyes de seguridad
laboral. Pero también estamos convirtiendo en nuestra
misión el sacar de raíz regulaciones que entren en
conflicto, que no valgan el costo, o que sean sencillamente
tontas.

Por ejemplo, la FDA (la agencia de seguridad de
alimentos de EEUU) ha considera desde hace tiempo al edulcorante
artificial sacarina, como seguro para el consumo humano. Sin
embargo, por muchos años, la Agencia de Protección
Ambiental (EPA) hizo que las compañías trataran a
la sacarina de la misma forma que tratan a los químicos
peligrosos. Si usted se lo echa a su café, entonces no es
un desecho peligroso. La EPA sabiamente eliminó esa regla
el mes pasado.

Sin embargo, crear un sistema
regulatorio para el siglo XXI va más allá de
qué reglas agregar y cuales sustraer. Como dejo en claro
en la orden ejecutiva que estoy firmando, buscamos formas
más accesibles y menos intrusivas para alcanzar los mismos
objetivos, dándole una cuidadosa consideración a
los costos y beneficios. Esto significa redactar reglas con
más ayuda de expertos, negocios y personas del
común. Significa usar la transparencia como una
herramienta para informar a los consumidores de sus opciones, en
vez de restringirlas. Eso significa el asegurarse que el gobierno
haga más de su trabajo en línea, de la misma forma
en que las compañías lo están
haciendo.

También nos estamos deshaciendo de los absurdos e
innecesarios requerimientos de papeleo que hacen perder tiempo y
dinero. Estamos mirando al sistema como un todo para asegurarnos
que evitamos regulación excesiva, inconsistente y
redundante. Finalmente, hoy he indicado a las agencias federales
que hagan más para identificar y reducir las cargas que
las regulaciones impongan sobre los pequeños negocios. Las
firmas pequeñas impulsan el crecimiento y generan la mayor
parte de los nuevos empleos en este país. Necesitamos
asegurarnos que nada se interponga en su camino.

Un ejemplo importante de esta estrategia son los
estándares de ahorro de combustible para autos y
camionetas. Cuando asumí mi cargo, el país
enfrentaba años de litigios y confusión debido a
las reglas conflictivas impuestas por el Congreso, los
reguladores federales y los estados.

La EPA y el Departamento de Transporte trabajaron con
las automotrices, sindicatos, estados como California y
activistas ambientales a principios del año pasado para
transformar una madeja de reglas en un agresivo estándar
nuevo. Fue una victoria para las compañías
automotrices que deseaban una certeza regulatoria, para los
consumidores que pagarán menos cada vez que vayan a echar
gasolina a sus autos, para nuestra seguridad, ya que ahorraremos
1.800 millones de barriles de crudo y para el ambiente a medida
que reducimos la contaminación. Otro ejemplo: el
miércoles, la FDA presentará un nuevo esfuerzo para
mejorar el proceso para aprobar aparatos médicos, para
mantener a los pacientes seguros a la vez que se llevan al
mercado de manera más rápida productos innovadores
y que pueden salvar vidas

Pese a mucha de la acalorada retórica, nuestros
esfuerzos a lo largo de los dos últimos años para
modernizar nuestras regulaciones han conducido a reglas
más inteligentes y en algunos casos más estrictas,
para proteger nuestra salud, seguridad y medio ambiente. Sin
embargo, según algunos cálculos actuales de su
impacto económico, los beneficios de esas regulaciones
exceden sus costos en miles de millones de
dólares.

Esa es la lección de nuestra historia: Nuestra
economía no es un juego suma cero. Las regulaciones tienen
su costo; a menudo, como país, tenemos que tomar
decisiones duras sobre si esos costos son necesarios. Lo que
sí está claro es que podemos alcanzar el
equilibrio. Podemos hacer a nuestra economía más
fuerte y competitiva a la vez que cumplimos nuestras
responsabilidades fundamentales con los demás.

(Obama es el presidente de Estados Unidos)

Otros artículos de opinión que pueden
enriquecer el debate
(lecturas recomendadas)

– ¿Los pobres son los causantes de la crisis?
(Project Syndicate – 19/1/11)

(Por Simon Johnson)

Washington, DC.- Estados Unidos sigue desgarrado por un
acalorado debate sobre las causas de la crisis financiera de
2007-2009. ¿Hay que echarle la culpa al gobierno por lo
que salió mal? Y, si fuera así, ¿de
qué manera?

En diciembre, la minoría
republicana en la Comisión de Investigación de la
Crisis Financiera (FCIC, por su sigla en inglés) intervino
con una narrativa de disenso preventiva. De acuerdo con este
grupo, las políticas equivocadas del gobierno, destinadas
a aumentar la cantidad de propietarios de viviendas entre la
gente relativamente pobre, empujó a demasiada gente a
contraer hipotecas de alto riesgo que no podían
pagar.

Potencialmente, esta narrativa puede ganar mucho
respaldo, especialmente en la Cámara de Representantes
controlada por los republicanos y en las vísperas de la
elección presidencial de 2012. Pero, mientras que los
republicanos de la FCIC escriben elocuentemente, ¿tienen
alguna prueba para respaldar sus aseveraciones? ¿La gente
pobre en Estados Unidos es responsable de causar la crisis global
más grave en más de una
generación?

No, según Daron Acemoglu del MIT (y autor junto
conmigo en otros temas), que presentó sus conclusiones en
la reunión anual de la Asociación de Finanzas de
Estados Unidos a principios de enero. (Las diapositivas
están en su sitio web del MIT.)

Acemoglu desglosa la narración
republicana en tres interrogantes diferentes. Primero,
¿hay pruebas de que los políticos estadounidenses
responden a las preferencias o deseos de los votantes de menores
ingresos?

La evidencia en este punto no es tan
definitiva como a uno le gustaría, pero lo que tenemos
-por ejemplo, a partir del trabajo de Larry Bartels de la
Universidad de Princeton- sugiere que, en los últimos 50
años, prácticamente toda la élite
política estadounidense dejó de compartir las
preferencias de los votantes de ingresos bajos o medios. Las
opiniones de los funcionarios se acercaron mucho más a las
que comúnmente se hacen oír en la cima de la
distribución de ingresos.

Existen varias teorías con
respecto a por qué se produjo este cambio. En nuestro
libro 13 banqueros, James Kwak y yo destacamos una
combinación del creciente papel que juegan los aportes de
campaña, la puerta giratoria entre Wall Street y
Washington, y, sobre todo, un cambio ideológico hacia la
idea de que las finanzas son buenas, que más finanzas es
mejor y que lo mejor son las finanzas sin control. Existe un
corolario claro: las voces e intereses de la gente relativamente
pobre poco cuentan en la política
norteamericana.

La evaluación que hace Acemoglu
de la investigación reciente sobre el lobby es que las
partes del sector privado querían que se relajaran las
reglas financieras –y trabajaron duro e invirtieron mucho
dinero para obtener este resultado-. El ímpetu por un gran
mercado de hipotecas de alto riesgo surgió del interior
del sector privado: "innovación" por parte de prestadores
hipotecarios gigantes como Countrywide, Ameriquest y muchos
otros, respaldados por los grandes bancos de inversión. Y,
para hablar sin rodeos, fueron algunos de los mayores jugadores
de Wall Street, no los propietarios excesivamente endeudados, los
que recibieron rescates gubernamentales después de la
crisis.

Acemoglu luego pregunta si existen
pruebas de que la distribución de ingresos en Estados
Unidos empeoró a fines de los años 1990, lo que
llevó a los políticos a aflojar las riendas en lo
que concierne a prestarle dinero a gente que estaba "rezagada".
Los ingresos en Estados Unidos, efectivamente, se volvieron mucho
más desiguales en los últimos 40 años, pero
el momento elegido no encaja con esta historia en
absoluto.

Por ejemplo, a partir del trabajo que
hizo Acemoglu con David Autor (también del MIT), sabemos
que los ingresos correspondientes al 10% que más gana
subieron marcadamente durante los años 1980. Los ingresos
semanales crecieron lentamente en el caso del 50% que menos gana
y del 10% que menos ganaba en ese momento, pero al sector menos
favorecido en la distribución de ingresos en realidad le
fue relativamente bien en la segunda mitad de los años
1990. De modo que nadie tuvo que pelearla más que este
segmento en la víspera de la locura de las hipotecas de
alto riesgo, que se produjo a principios de los años
2000.

A partir de datos de Thomas Piketty y
Emmanuel Saez, Acemoglu también señala que la
dinámica de la distribución de ingresos para el 1%
que más gana en Estados Unidos parece diferente. Como
sugirieron Thomas Philippon y Ariell Reshef, el marcado
incremento de este grupo en el poder de ingresos parece
más relacionado con la desregulación de las
finanzas (y quizás otros sectores). En otras palabras, los
grandes ganadores de la "innovación financiera" de todo
tipo en las últimas tres décadas no fueron los
pobres (ni siquiera la clase media), sino los ricos -la gente que
ya cobraba mucho.

Finalmente, Acemoglu examina el papel
del respaldo del gobierno federal a la vivienda. Sin duda,
Estados Unidos durante mucho tiempo ofreció subsidios a la
vivienda ocupada por sus dueños –principalmente a
través de una deducción impositiva para los
intereses hipotecarios-. Pero este subsidio en absoluto explica
el momento del auge del sector inmobiliario y de los
descabellados préstamos hipotecarios.

Los republicanos de la FCIC acusan con firmeza a Fannie
Mae, Freddie Mac y otras empresas patrocinadas por el gobierno
que respaldaron los préstamos para la vivienda mediante
garantías de diferentes tipos. Tienen razón cuando
dicen que Fannie y Freddie eran "demasiado grandes para quebrar",
lo que les permitió pedir dinero prestado a un menor costo
y asumir más riesgo -con un escaso financiamiento de
capital para respaldar su exposición.

Pero, si bien Fannie y Freddie se lanzaron a hipotecas
dudosas (particularmente aquellas conocidas como Alt-A) e
hicieron operaciones con prestadores de alto riesgo, esto
representaba algo relativamente pequeño y surgió
tarde en el ciclo (por ejemplo, 2004-2005). El principal
ímpetu para el auge surgió de toda la maquinaria de
la securitización de "sello privado", que era justamente
eso: privado. De hecho, como señala Acemoglu, los
poderosos jugadores del sector privado consistentemente
intentaron marginar a Fannie y Freddie y excluirlas de los
segmentos de mercado en rápida
expansión.

Los republicanos de la FCIC están
en lo cierto al ubicar al gobierno en el centro de lo que
salió mal. Pero este no fue un caso de
sobrerregulación o de exceso de alcance. Por el contrario,
30 años de desregulación financiera, que fue
posible gracias a que se cautivó el corazón y la
mente de los reguladores, y de políticos tanto
republicanos como demócratas, le dieron a una estrecha
élite del sector privado -principalmente en Wall Street-
casi todas las ventajas del auge inmobiliario.

La parte negativa recayó en el resto de la
sociedad, en especial en las personas de bajo nivel educativo y
mal remuneradas, que ahora perdieron sus casas, sus empleos, las
esperanzas para sus hijos o todo a la vez. Esta gente no
causó la crisis. Pero está pagando por
ella.

(Simon Johnson, ex economista principal del FMI, es
cofundador de un importante blog de economía,
http://BaselineScenario.com, profesor en el MIT Sloan y miembro
sénior en el Instituto Peterson para la Economía
Internacional. Su libro, 13 banqueros, que escribió junto
con James Kwak, está actualmente disponible en tapa
blanda. Copyright: Project Syndicate, 2011)

– El Estado no da felicidad (I) (Negocios.com –
23/9/13)

(Por Luis I. Gómez)

No se trata de imponer un sistema social
exactamente igual para todos, se trata de permitir el desarrollo
de diferentes sistemas sociales.

Así concluían Herrnstein y Murray en su
obra The Bell Curve, basándose para ello en la
hipótesis por la cual, dado un factor social igual para
todos los individuos, la diversidad individual respondería
en un 100% a la heredabilidad. En otras palabras: si una
estructura estatal consiguiese generar un medio social uniforme,
los individuos, lejos de avanzar en la igualdad,
responderían a la heredabilidad, tanto genética
como de su propio entorno particular. La consecuencia
sociológica de tal afirmación aún no ha sido
discutida en su totalidad. Los programas que se vienen
desarrollando desde los 60 para mejorar la situación de
grupos sociales marginales se basan todos en un modelo falso: se
trata de igualar las condiciones de su medio social -ojo, y
cultural- a las de la clase media blanca occidental.

Las principales herramientas han sido las llamadas
"leyes de igualdad" y, sobre todo, la escolarización
estatal obligatoria. Herrnstein y Murray, pero también
Christopher Jencks antes, demostraron con cifras el fracaso en
EEUU de todas esas medidas: la adopción de medidas
sociopolíticas no son suficientes para convertir a todos
los individuos de una sociedad en igualmente felices. Esta
afirmación es al mismo tiempo falsa y cierta. Es cierta en
sentido lógico: si el medio social es igual para todos,
son las limitaciones y/o ventajas biológicas heredadas las
que definen las diferencias. Es falsa en su consecuencia
sociológica: hasta la fecha, las medidas sociales
encaminadas a compensar situaciones deficitarias en uno o un
grupo de individuos han nacido de la falsa creencia por la que
una sociedad es más igual cuanto más iguales sean
las condiciones del medio en que se desarrollan los
individuos.

Los individuos son diferentes, ya sea
por limitación/ventaja biológica,
limitación/ventaja cultural o limitación/ventaja
social. No se trata de imponer un sistema social exactamente
igual para todos, se trata de permitir el desarrollo de
diferentes sistemas sociales que permitan a cada individuo la
mejor compensación de sus limitaciones y el fomento
óptimo de sus ventajas.

No es en absoluto preocupante constatar que existen
diferencias entre los individuos de una sociedad. Lo
verdaderamente preocupante es constatar cómo,
víctimas de sistemas estatales de ingeniería
social, un gran número de individuos se ven limitados en
el desarrollo de sus propias capacidades.

Si grave fue el error de los sociobiólogos
atribuyendo exclusivamente a la genética la individualidad
de los humanos, cayendo no pocas veces en la trampa racista, no
menos grave es el de los sociólogos obviando por completo
la base natural del hombre abandonándose en una loca
carrera por ver quién es capaz de diseñar la
sociedad perfecta. Hayek lo llamaba constructivismo de la
sociología: nos fabricamos una estructura social ideal y
suponemos que los humanos se encontrarán en ella felices,
dado que no podrán seguir otros intereses que aquellos que
su socialización en esa estructura social
enseña.

Es necesaria una nueva sociología, una
sociología libertaria, menos apegada a la
estadística, a las tradiciones, a las estructuras;
más interesada por el hombre, preocupada por sus
contradicciones pero capaz de reconocer el potencial de
desarrollo de cada uno de ellos. El sociólogo
debería huir de la obsesiva búsqueda de medidas y
soluciones para todos los hombres incluidos en grupos sociales
arbitrarios. Estructuras sociales construidas como "los blancos",
"los negros", "los españoles", "los europeos", "los
países occidentales" o "los países en vías
de desarrollo" no son las adecuadas para fomentar el desarrollo
de los valores individuales ni sus estrategias de
mejora.

El Estado debería ser más
abierto a diferentes formas de organización social para
así generar verdaderas bolsas de oportunidad social a los
diferentes individuos o grupos. Debería abandonar los
experimentos por los que se pretende alcanzar profundos cambios
individuales en todos los administrados mediante la impostura de
estructuras únicas obligatorias (educación, por
ejemplo).

La identidad de grupo es algo que ha sido ocupada y
manipulada por el Estado. Tiene, ciertamente, raíces
naturales: la familia, el entorno cultural/religioso, el paisaje
son factores que se conforman para la creación de un
entorno que solemos identificar con "el nuestro". Desde ese
natural de todo ser humano como ser social no se deben postular
dos de los principios fundamentales que caracterizan un Estado:
ni es necesario establecer fronteras entre grupos sociales
diferentes, ni la "sociedad" tiene ningún tipo de derecho
sobre cada uno de los individuos que la componen. Un niño
nace en el seno de un grupo social. El niño no firma
ningún contrato de ningún tipo que habilite a ese
grupo social a constituirse en acreedor. Es más, un grupo
social no es un ente independiente del individuo con capacidad de
acción, a no ser que un Estado se autoarrogue la
función de "representante y comandatario" de la sociedad.
La sociedad carece de voluntad y de existencia
propias.

La institución o estructura que se autoatribuye
el papel de representante de la sociedad no es más que un
subgrupo social cuyos individuos pretenden dominar al resto. Por
ello la verdadera solidaridad social es un obstáculo para
todo Estado. Allí donde el poder del Estado pretende
extenderse más allá de las marcas naturales de una
lengua, un pueblo, una cultura, se encuentra con
gravísimas dificultades para alcanzar una
homogeneización satisfactoria. Las tradiciones locales y
las estructuras familiares se encuentran en clara
oposición con la voluntad homogeneizante del estado y son,
por ello, eliminadas o minimizadas.

Mientras las ideologías estatistas conservadoras
asientan sus razones para un estado fuerte en la cultura, el
idioma, la religión y la familia, combaten las
ideologías materialistas precisamente estos principios,
claramente opuestos a la idea de una estructura social construida
y supuestamente válida para todos.

– El Estado no da la felicidad (II) (Negocios.com –
23/9/13)

(Por Luis I. Gómez)

No es competencia de nadie ayudar a
quien porta el pañuelo o el crucifijo a integrarse mejor
en una cosmovisión social predeterminada: eso es un asunto
puramente privado.

En el momento en que estamos convencidos de que debemos
ayudar a otro nos autoconcedemos permiso para saltarnos las
fronteras de su esfera privada y convertirlo en objeto de
aquellas medidas correctoras que nosotros creemos que son las
mejores. De esta manera aparece una nueva "intimidad", nacida de
la eliminación de fronteras personales, caracterizada por
una nueva frontera: la frontera entre aquellas personas que se
comportan conforme a la "norma social" y las que no lo hacen.
Todo aquel que se diferencie en alguna forma de lo aceptado
socialmente será objeto de medidas sociales de ayuda con
la única meta de readaptarlo a lo convenido (a lo
conveniente).

Esta paradójica eliminación de fronteras
(las personales) por la creación de otra nueva (la social)
alcanza incluso los niveles más profundos de privacidad.
Marta se queja de que su amigo Julio es un "macho" que pierde
demasiado tiempo con sus amigotes y que esa forma de ser es
definitivamente anticuada. No se para a preguntarse si el haberse
enamorado de Julio tal vez sea consecuencia de que precisamente
ella no está dispuesta a mantener una relación
más estrecha con un hombre. Mide su relación con un
rasero social, un estándar público, en lugar de
hacerlo desde sus propias necesidades.

Para la mayor parte de los humanos la necesidad de
compañía es absolutamente básica. En las
relaciones de pareja el día a día y las necesidades
de cada uno de los participantes son las que marcan las fronteras
de lo que no es común. La necesidad de "no soledad" nos
lleva a formar también grupos más grandes, para
mejor alcanzar determinados objetivos. Las relaciones en grupos
más grandes también necesitan fronteras. Cualquier
característica de un individuo que no afecte a las metas
para las que se ha agrupado debe permanecer en el ámbito
de lo puramente privado. Si el hecho de llevar un pañuelo
en la cabeza, o un crucifijo en el pecho, no afectan a la
capacidad de una clase para aprender matemáticas, no es
competencia de nadie ayudar a quien porta el pañuelo o el
crucifijo a integrarse mejor en una cosmovisión social
predeterminada: eso es un asunto puramente privado.

Las diferentes formas de agrupación presentan
diferentes niveles para el establecimiento de las fronteras
personales. Si la portadora de un pañuelo en la cabeza se
enamora de alguien que no acepta la exhibición de signos
religiosos encontrará serias dificultades para mantener la
relación o mantener intacta su frontera particular. Pero
ello sigue sin ser asunto del profesor de matemáticas, ni
de la clase de matemáticas. Tampoco de la
escuela.

En nuestra sociedad las cosas son diferentes. Dado que
hemos derribado las fronteras de lo particular nos convertimos
cada uno de nosotros en entes públicos frente a cualquiera
de los otros. Ya no hay nada secreto o personal. Cualquiera puede
exigir que no se lleven pañuelos en la cabeza o crucifijos
en el pecho… y si la mayoría está de acuerdo
(bendita democracia y sus malusos), lo privado pasa a ser de
interés social, público. A cambio, cada individuo
recibe la atención de la sociedad, no de forma personal,
de forma anónima mediante ayudas estatales y las
estructuras del estado. Quien tiene problemas de subsistencia no
recibe ayuda del vecino, pero tal vez tenga derecho a recibirla
de la burocracia.

La diferencia entre las dos formas de solidaridad, de
comprensión de lo social, es muy significativa:

-La ayuda de los vecinos es un contacto directo,
personal. El ayudador conoce el caso, la persona, valora en
qué medida puede ayudar y lo hace renunciando a algo suyo.
El ayudado percibe agradecimiento y valora el gesto del vecino.
El ámbito de la relación es privado.

-La ayuda burocrática, por el contrario, es algo
a lo que "se tiene derecho", y se basa en criterios abstractos
válidos para grandes grupos de personas, lejos del caso
particular. Quien mejor sepa manejar la situación legal
recibirá más y mejores ayudas. Ya no es necesario
atender al vecino, pues lo hacemos vía impuestos y no es
necesario prever reciprocidad (tal vez algún día
nosotros necesitemos ayuda): tenemos derecho a que nos ayude el
estado. Nos convertimos en un poco más egoístas,
nos centramos más en nuestra "realización personal"
y no sentimos necesidad de vernos como responsables directos de
lo común.

Les dirán que la culpa de todo esto es la
progresiva individualización y el abandono de los
verdaderos valores sociales. ¡Que nos hacemos
egoístas! ¡Avariciosos! ¡Descreídos!
… ¡Insolidarios! Que hemos de regresar a los verdaderos
valores que nos hacen humanos… si es necesario mediante las
leyes, obligando a todos a vivir según esos valores que
"creemos" (o "sabemos"… ¿quiénes?) mejores. Esta
receta conservadora de enajenación y superprotectorado es
compartida por los conservadores de izquierdas y de derechas,
aunque varíen los temas: para los conservadores de
derechas será necesario volver a recuperar los valores de
la familia tradicional (por ejemplo), para los conservadores de
izquierdas se trata de perpetuar y mejorar los "logros sociales"
(por ejemplo).

Defino nuestra sociedad como la
"sociedad del consumo pasivo". Las personas, en una sociedad
estatalizada, no tienen ni la posibilidad de generar por ellas
mismas las bases de su "realización personal", ni deben
enfrentarse a las consecuencias de sus acciones. Al final,
pierden la voluntad de hacerlo. No estamos ante un problema de
"individualización". Lo que realmente caracteriza nuestra
sociedad es la asunción por parte del Estado de los
riesgos (es decir, de la responsabilidad). Liberados de "la vida
en serio" y sus consecuencias, la individualidad apenas es
más que consumo pasivo, conformidad
generalizada.

Estructura social de la sociedad estatalizada. La
sociedad responde a los intereses de los individuos: su seguridad
material, pero la absolutización de esa meta agrede la
esfera privada de los individuos y sus otros intereses. En lugar
de una estructura represiva aparece una red de instancias
burocráticas respondiendo al deseo de reducir riesgos
mediante una mejor organización. La diferencia entre
formas legales privadas y públicas de estas instancias
desaparece. Se genera una red burocrática incontrolable
por la política (por lo tanto por los votantes) o por el
mercado. Como las personas, gracias a la red de instancias
burocráticas "sociales" no necesitan responder
individualmente de sus actos, aparecen continuamente nuevas y
más numerosas "víctimas": parados de larga
duración, receptores vitalicios de asistencia
social… La red del estado se fortalece para atender a los
nuevos necesitados.

Estructura psicológica de la sociedad
estatalizada. Como a las personas todo se les presenta
"precocinado" y "válido para todos", es imposible que lo
que se les oferta atienda exactamente a sus necesidades
particulares (y solamente éstas permiten, mediante la
acción individual, una verdadera satisfacción)
Siempre queda algo atrás, algo que no es exactamente como
nos gustaría que fuese. Algo que no podemos conseguir.
Pero ya no existe un enemigo represivo ante el que rebelarse.
Somos una democracia social y de derecho…. ¿ante
quién rebelarse? La consecuencia es la resignación
o, en casos aislados, la violencia.

A modo de resumen, desde un punto liberal podemos hacer
la siguiente crítica social:

1. Cuando la red social estatal asume la responsabilidad
de los errores particulares, el individuo carece de toda
posibilidad estructural-social para recuperar su responsabilidad.
Desde el punto de vista psicológico carece de toda
motivación para hacerlo.

2. Cuando la solución a los problemas vitales
particulares ya no es la propia acción, nos dedicamos en
exclusiva a "solucionar" las necesidades menos vitales:
diversión y entretenimiento.

3. Cuando la red social estatal cubre las necesidades de
los otros, desaparece la solidaridad. Dado que los individuos
productivos pagan esa red social mediante cargas impositivas
enormes (bajo amenaza de uso de violencia si no pagan), la
motivación a la generosidad disminuye… o
desaparece.

4. Cuando la responsabilidad última está
en manos de la red social, el individuo no puede ser dueño
único de sus actos. El abandono de la responsabilidad
favorece la aparición de violencia.

5. Mayor presión laboral, mayor paro. Los costes
de la red social estatal acarrean sobre todo un aumento del coste
salarial. Los exorbitantes costes laborales fuerzan al empleador
a buscar trabajadores de alto nivel, que justifiquen el pago de
las altas tasas impuestas por el Estado. Los otros individuos
caen en el desempleo, lo que aumenta el coste de la red social y,
por consiguiente, los laborales.

Cualquier solución debe alejarse del debate
tradicional derecha-izquierda, de las posturas neo-conservadoras,
neoliberales o romántico-socialistas. La solución
debería tener como meta la devolución al individuo
de sus fronteras privadas, de su capacidad para tomar decisiones
vitales y, por consiguiente, recuperar la responsabilidad
perdida.

– La reforma que viene (Libertad Digital –
16/2/11)

(Por GEES)

El plan franco-alemán tiene mucho de bueno, pero
no se dedica al crecimiento ni a la competitividad, como lo
hacía la fracasada agenda de Lisboa propuesta por Aznar y
Blair hace diez años, ni tampoco a la inevitable
transformación del Estado del Bienestar

El rey está desnudo. Es decir, el
Estado del Bienestar es inviable.

La UE ha entrado en la hora de la verdad. Para finales
de marzo deberá haber logrado el acuerdo sobre la
propuesta germano-francesa llamada de competitividad, en realidad
un mensaje de que esta vez sí hay que cumplir el pacto de
estabilidad. A cambio, el mecanismo oficial de rescate que se
establecerá por reforma de los tratados contará con
500.000 millones de euros. En cuanto al mecanismo existente, de
momento se ha quedado sin incremento, con el sabio argumento de
que si hay estabilidad no hará falta más para
lograr la confianza del mercado.

Dice Standard & Poor's, hablando
sólo de pensiones, que en ausencia de reformas, la deuda
germana alcanzará en 2050 el 400% de su PIB, la francesa,
el 403%, la italiana el 245%, y la española el 544%.
Habrá que hacer algo.

Sin embargo la gran reforma que propone Alemania con el
respaldo de Francia, y lograrla sería ya un éxito
notable, pasa "sólo" por: fijar límites al
déficit anual en la Constitución, aplicar sanciones
a los incumplidores de los criterios de estabilidad llegando a la
supresión de los derechos de voto, desligar salarios de
inflación, elevar las edades de jubilación, y
equiparar la imposición sobre sociedades. Esto
último, por ejemplo, es más bien nocivo. Así
lo demuestra una investigación publicada por la OCDE
dedicado al impacto de los cambios en los tipos impositivos en 21
países en las últimas tres décadas. Resulta
que los impuestos sobre sociedades deberían reducirse para
incrementar la competitividad. No hacía falta tanto
estudio. Reagan lo explicaba muy bien: "Las empresas no pagan
impuestos; los pagan sus clientes".

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10
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