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Biografía de Juan Manuel Montevid (página 2)




Enviado por Daniel Fitzarald



Partes: 1, 2

La pieza olía vagamente a humedad.
Me senté; repetí la historia del telegrama y de la
enfermedad de mi padre. Arribo, ahora, al más dificil
punto de mi relato. Este (bueno es que ya lo sepa el lector) no
tiene otro argumento que ese diálogo de hace ya medio
siglo. No trataré de reproducir sus palabras,
irrecuperables ahora. Prefiero resumir con veracidad las muchas
cosas que me dijo Ireneo.

El estilo indirecto es remoto y
débil; yo sé que sacrifico la eficacia de mi
relato; que mis lectores se imaginen los entrecortados
períodos que me abrumaron esa noche.Ireneo empezó
por enumerar, en latín y español, los casos de
memoria prodigiosa registrados por la Naturalis historia: Ciro,
rey de los persas, que sabía llamar por su nombre a todos
los soldados de sus ejércitos; Mitrídates Eupator,
que administraba la justicia en los 22 idiomas de su imperio;
Simónides, inventor de la mnemotecnia; Metrodoro, que
profesaba el arte de repetir con fidelidad lo escuchado una sola
vez. Con evidente buena fe se maravilló de que tales casos
maravillaran.

Me dijo que antes de esa tarde lluviosa en
que lo volteó el azulejo, él había sido lo
que son todos los cristianos: un ciego, un sordo, un abombado, un
desmemoriado. (Traté de recordarle su percepción
exacta del tiempo, su memoria de nombres propios; no me hizo
caso.) Diecinueve años había vivido como quien
sueña: miraba sin ver, oía sin oír, se
olvidaba de todo, de casi todo. Al caer, perdió el
conocimiento; cuando lo recobró, el presente era casi
intolerable de tan rico y tan nítido, y también las
memorias más antiguas y más triviales.

Poco después averiguó que
estaba tullido. El hecho apenas le interesó. Razonó
(sintió) que la inmovilidad era un precio mínimo.
Ahora su percepción y su memoria eran infalibles.
Nosotros, de un vistazo, percibimos tres copas en una mesa;
Funes, todos los vástagos y racimos y frutos que comprende
una parra. Sabía las formas de las nubes australes del
amanecer del treinta de abril de mil ochocientos ochenta y dos y
podía compararlas en el recuerdo con las vetas de un libro
en pasta española que sólo había mirado una
vez y con las líneas de la espuma que un remo
levantó en el Río Negro la víspera de la
acción del Quebracho. Esos recuerdos no eran simples; cada
imagen visual estaba ligada a sensaciones musculares,
térmicas, etc.

Podía reconstruir todos los
sueños, todos los entresueños. Dos o tres veces
había reconstruido un día entero; no había
dudado nunca, pero cada reconstrucción había
requerido un día entero. Me dijo: Más recuerdos
tengo yo solo que los que habrán tenido todos los hombres
desde que el mundo es mundo. Y también: Mis sueños
son como 1a vigilia de ustedes. Y también, hacia el alba:
Mi memoría, señor, es como vacíadero de
basuras. Una circunferencia en un pizarrón, un
triángulo rectángulo, un rombo, son formas que
podemos intuir plenamente; lo mismo le pasaba a Ireneo con las
aborrascadas crines de un potro, con una punta de ganado en una
cuchilla, con el fuego cambiante y con la innumerable ceniza, con
las muchas caras de un muerto en un largo velorio. No sé
cuántas estrellas veía en el cielo.Esas cosas me
dijo; ni entonces ni después las he puesto en
duda.

En aquel tiempo no había
cinematógrafos ni fonógrafos; es, sin embargo,
inverosímil y hasta increíble que nadie hiciera un
experimento con Funes. Lo cierto es que vivimos postergando todo
lo postergable; tal vez todos sabemos profundamente que somos
in-mortales y que tarde o temprano, todo hombre hará todas
las cosas y sabrá todo.La voz de Funes, desde la
oscuridad, seguía hablando..

Me dijo que hacia 1886 había
discurrido un sistema original de numeración y que en muy
pocos días había rebasado el veinticuatro mil. No
lo había escrito, porque lo pensado una sola vez ya no
podía borrársele. Su primer estímulo, creo,
fue el desagrado de que los treinta y tres orientales requirieran
dos signos y tres palabras, en lugar de una sola palabra y un
solo signo. Aplicó luego ese disparatado principio a los
otros números. En lugar de siete mil trece, decía
(por ejemplo) Máximo Pérez; en lugar de siete mil
catorce, El Ferrocarril; otros números eran Luis
Melián Lafinur, Olimar, azufre, los bastos, la ballena,
gas, 1a caldera, Napoleón, Agustín vedia. En lugar
de quinientos, decía nueve.

Cada palabra tenía un signo
particular, una especie marca; las últimas muy
complicadas… Yo traté explicarle que esa rapsodia de
voces inconexas era precisamente lo contrario sistema
numeración. Le dije decir 365 tres centenas, seis decenas,
cinco unidades; análisis no existe en los "números"
El Negro Timoteo o manta de carne. Funes no me entendió o
no quiso entenderme.Locke, siglo XVII, postuló (y
reprobó) idioma imposible en el que cada cosa individual,
cada piedra, cada pájaro y cada rama tuviera nombre
propio; Funes proyectó alguna vez un idioma
análogo, pero lo desechó por parecerle demasiado
general, demasiado ambiguo.

En efecto, Funes no sólo recordaba
cada hoja de cada árbol de cada monte, sino cada una de
las veces que la había percibido o imaginado.
Resolvió reducir cada una de sus jornadas
pretéritas a unos setenta mil recuerdos, que
definiría luego por cifras. Lo disuadieron dos
consideraciones: la conciencia de que la tarea era interminable,
la conciencia de que era inútil. Pensó que en la
hora de la muerte no habría acabado aún de
clasificar todos los recuerdos de la niñez.

Los dos proyectos que he indicado (un
vocabulario infinito para serie natural de los números, un
inútil catálogo mental de todas las imágenes
del recuerdo) son insensatos, pero revelan cierta balbuciente
grandeza. Nos dejan vislumbrar o inferir el vertiginoso mundo de
Funes. Éste, no lo olvidemos, era casi incapaz de ideas
generales, platónicas. No sólo le costaba
comprender que el símbolo genérico perro abarcara
tantos individuos dispares de diversos tamaños y diversa
forma; le molestaba que el perro de las tres y catorce (visto de
perfil) tuviera el mismo nombre que el perro de las tres y cuarto
(visto de frente). Su propia cara en el espejo, sus propias
manos, lo sorprendían cada vez.

Refiere Swift que el emperador de Lilliput
discernía el movimiento del minutero; Funes
discernía continuamente los tranquilos avances de la
corrupción, de las caries, de la fatiga. Notaba los
progresos de la muerte, de la humedad. Era el solitario y
lúcido espectador de un mundo multiforme,
instantáneo y casi intolerablemente preciso. Babilonia,
Londres y Nueva York han abrumado con feroz esplendor la
imaginación de los hombres; nadie, en sus torres populosas
o en sus avenidas urgentes, ha sentido el calor y la
presión de una realidad tan infatigable como la que
día y noche convergía sobre el infeliz Ireneo, en
su pobre arrabal sudamericano.

Le era muy difícil dormir. Dormir es
distraerse del mundo; Funes, de espaldas en el catre, en la
sombra, se figuraba cada grieta y cada moldura de las casas
precisas que lo rodeaban. (Repito que el menos importante de sus
recuerdos era más minucios y más vivo que nuestra
percepción de un goce físico o de un tormento
físico.) Hacia el Este, en un trecho no amanzanado,
había casas nuevas, desconocidas. Funes las imaginaba
negras, compactas, hechas de tiniebla homogénea; en esa
dirección volvía la cara para dormir.

También solía imaginarse en
el fondo del río, mecido y anulado por la
corriente.Había aprendido sin esfuerzo el inglés,
el francés, el portugués, el latín.
Sospecho, sin embargo, que no era muy capaz de pensar. Pensar es
olvidar diferencias, es generalizar, abstraer. En el abarrotado
mundo de Funes no había sino detalles, casi inmediatos.La
recelosa claridad de la madrugada entró por el patio de
tierra.Entonces vi la cara de la voz que toda la noche
había hablado. Ireneo tenía diecinueve años;
había nacido en 1868; me pareció monumental como el
bronce, más antiguo que Egipto, anterior a las
profecías y a las pirámides.

Pensé que cada una de mis palabras
(que cada uno de mis gestos) perduraría en su implacable
memoria; me entorpeció el temor de multiplicar ademanes
inútiles.Ireneo Funes murió en 1889, de una
congestión pulmonar.

El gato negro

      No
espero ni remotamente que se conceda el menor crédito
a la extraña, aunque familiar historia que voy a relatar.
Sería verdaderamente insensato esperarlo cuando mis mismos
sentidos rechazan su propio testimonio. No obstante, yo no estoy
loco, y ciertamente no sueño. Pero, por si muero
mañana, quiero aliviar hoy mi alma. Me propongo presentar
ante el mundo, clara, suscintamente y sin comentarios, una serie
de sencillos sucesos domésticos. Por sus consecuencias,
estos sucesos me han torturado, me han anonadado. Con todo,
sólo trataré de aclararlos. A mí sólo
horror me han causado, a muchas personas parecerán tal vez
menos terribles que estrambóticos. Quizá más
tarde surja una inteligencia que de a mi visión una forma
regular y tangible; una inteligencia más serena,
más lógica, y, sobre todo, menos excitable que la
mía, que no encuentre en las circunstancias que relato con
horror más que una sucesión de causas y de efectos
naturales.       

La docilidad y la humanidad fueron mis
características durante mi niñez. Mi ternura de
corazón era tan extremada, que atrajo sobre mí las
burlas de mis
camaradas.      

Sentía extraordinaria afición
por los animales, y mis parientes me habían permitido
poseer una gran variedad de ellos. Pasaba en su
compañía casi todo el tiempo y jamás me
sentía más feliz que cuando les daba de comer o
acariciaba. Esta singularidad de mi carácter
aumentó con los años, y cuando llegué a ser
un hombre, vino a constituir uno de mis principales placeres.
Para los que han profesado afecto a un perro fiel e inteligente,
no es preciso que explique la naturaleza o la intensidad de goces
que esto puede proporcionar. Hay en el desinteresado amor de un
animal, en su abnegación, algo que va derecho al
corazón del que ha tenido frecuentes ocasiones de
experimentar su humilde amistad, su fidelidad sin
límites.

Me casé joven, y tuve la suerte de
encontrar en mi esposa una disposición semejante a la
mía. Observando mi inclinación hacia los animales
domésticos, no perdonó ocasión alguna de
proporcionarme los de las especies más agradables.
Teniamos pájaros, un pez dorado, un perro
hermosísimo, conejitos, un pequeño mono y un gato.
Este último animal era tan robusto como hermoso,
completamente negro y de una sagacidad maravillosa. Respecto a su
inteligencia, mi mujer, que en el fondo era bastante
supersticiosa, hacía frecuentes alusiones a la antigua
creencia popular, que veía brujas disfrazadas en todos los
gatos negros. Esto no quiere decir que ella tomase esta
preocupación muy en serio, y si lo menciono, es
sencillamente porque me viene a la memoria en este momento.
Plutón, este era el nombre del gato, era mi favorito, mi
camarada. Yo le daba de comer y él me seguía por la
casa adondequiera que iba. Esto me tenía tan sin cuidado,
que llegué a permititirle que me acompañase por las
calles. Nuestra amistad subsistió así muchos
años, durante los cuales mi carácter, por obra del
demonio de la intemperancia, aunque me avergüence de
confesarlo, sufrió una alteración radical. Me hice
de día en día más taciturno, más
irritable, más indiferente a los sentimientos
ajenos.

Llegué a emplear un lenguaje brutal
con mi mujer. Más tarde, hasta la injurié con
violencias personales. Mis pobres favoritos, naturalmente,
sufrieron también el cambio de mi carácter. No
solamente los abandonaba, sino que llegué a maltratarlos.
El afecto que a Plutón todavía conservaba me
impedía pegarle, así como no me daba
escrúpulo de maltratar a los conejos, al mono y aun al
perro, cuando por acaso o por cariño se atravesaban en mi
camino. Mi enfermedad me invadía cada vez más, pues
¿qué enfermedad es comparable al alcohol?, y, con
el tiempo, hasta el mismo Plutón, que mientras tanto
envejecía y naturalmente se iba haciendo un poco
desapacible, empezó a sufrir las consecuencias de mi mal
humor.    

  Una noche que entré en
casa completamente borracho, me pareció que el gato
evitaba mi vista. Lo agarré, pero, espantado de mi
violencia, me hizo en una mano con sus dientes una herida muy
leve. Mi alma pareció que abandonaba mi cuerpo, y una
rabia más que diabólica, saturada de ginebra,
penetró en cada fibra de mi ser. Saqué del bolsillo
del chaleco un cortaplumas, lo abrí, agarré al
pobre animal por la garganta y deliberadamente le hice saltar un
ojo de su órbita. Me avergüenzo, me consumo, me
estremezco al escribir esta abominable atrocidad.
     

 Por la mañana, al recuperar la
razón, cuando se hubieron disipado los vapores de mi
crápula nocturna, experimenté una sensacion mitad
horror mitad remordimiento, por el crimen que había
cometido; pero fue sólo un débil e inestable
pensamiento, y el alma no sufrió las
heridas.      Persistí en
mis excesos, y bien pronto ahogué en vino todo recuerdo de
mi criminal
acción.     

 El gato sanó lentamente. La
órbita del ojo perdido presentaba, en verdad, un aspecto
horroroso, pero en adelante no pareció sufrir. Iba y
venía por la casa, según su costumbre; pero
huía de mí con indecible
horror.    

  Aún me quedaba lo
bastante de mi benevolencia anterior para sentirme afligido por
esta antipatía evidente de parte de un ser que tanto me
había amado. Pero a este sentimiento bien pronto
sucedió la irritación. Y entonces
desarrollóse en mí, para mi postrera e irrevocable
caída, el espíritu de la perversidad, del que la
filosofía no hace mención. Con todo, tan seguro
como existe mi alma, yo creo que la perversidad es uno de los
primitivos impulsos del corazón humano; una de las
facultades o sentimientos elementales que dirigen al
carácter del hombre. ¿Quién no se ha
sorprendido cien veces cometiendo una acción sucia o vil,
por la sola razón de saber que no la debía cometer?
¿No tenemos una perpetua inclinación, no obstante
la excelencia de nuestro juicio, a violar lo que es ley,
sencillamente porque comprendemos que es ley? Este
espíritu de perversidad, repito, causó mi ruina
completa. El deseo ardiente, insondable del alma de atormentarse
a sí misma, de violentar su propia naturaleza, de hacer el
mal por amor al mal, me impulsaba a continuar el Suplicio a que
había condenado al inofensivo animal. Una mañana, a
completa sangre fría, le puse un nudo corredizo alrededor
del cuello y lo colgué de una rama de un árbol; lo
ahorqué con los ojos arrasados en lágrimas,
experimentando el más amargo remordimiento en el
corazón; lo ahorqué porque me constaba que me
había amado y porque sentía que no me hubiese dado
ningún motivo de cólera; lo ahorqué porque
sabía que haciendolo así cometía un pecado,
un pecado mortal que comprometía mi alma inmortal, al
punto de colocarla, si tal cosa es posible, fuera de la
misericordia infinita del Dios misericordioso y
terrible.     

 En la noche que siguió al
día en que fue ejecutada esta cruel acción,
fuí despertado a los gritos de «¡fuego!»
Las cortinas de mi lecho estaban convertidas en llamas. Toda la
casa estaba ardiendo. Con gran dificultad escapamos del incendio
mi mujer, un criado y yo. La destrucción fue completa. Se
aniquiló toda mi fortuna, y entonces me entregué a
la desesperación.    

  No trato de establecer una
relación de la causa con el efecto, entre la atrocidad y
el desastre: estoy muy por encima de esta debilidad. Sólo
doy cuenta de una cadena de hechos, y no quiero que falte
ningún eslabón. El día siguiente al incendio
visité las ruinas.

Los muros se habían desplomado,
exceptuando uno solo, y esta única excepción fue un
tabique interior poco sólido, situado casi en la mitad de
la casa, y contra el cual se apoyaba la cabecera de mi lecho.
Dicha pared había escapado en gran parte a la
acción del fuego, cosa que yo atribuí a que
había sido recientemente renovada. En torno de este muro
agrupábase una multitud de gente y muchas personas
parecían examinar algo muy particular con minuciosa y viva
atención. Las palabras
«¡extraño!»
«¡singular!» y otras expresiones semejantes
excitaron mi curiosidad. Me aproximé y vi, a manera de un
bajo relieve esculpido sobre la blanca superficie, la figura de
un gato gigantesco. La imagen estaba estampada con una exactitud
verdaderamente maravillosa.   

   Había una cuerda
alrededor del cuello del animal. Al momento de ver esta
aparición, pues como a tal, en semejante circunstancia, no
podía por menos de considerarla, mi asombro y mi temor
fueron extraordinarios. Pero, al fin, la reflexión vino en
mi ayuda. Recordé entonces que el gato había sido
ahorcado en un jardín,contiguo a la casa. A los gritos de
alarma, el jardín habría sido inmediatamente
invadido por la multitud y el animal debió haber sido
descolgado del árbol por alguno y arrojado en mi cuarto a
través de una ventana abierta.

Esto seguramente, había sido hecho
con el fin de despertarme. La caída de los otros muros
había aplastado a la víctima de mi crueldad en el
yeso recientemente extendido; la cal de este muro, combinada con
las llamas y el amoníaco desprendido del cadáver,
habrían formado la imagen, tal como yo la veía.
Merced a este artificio logré satisfacer muy pronto a mi
razón, mas no pude hacerlo tan rápidamente con mi
conciencia, por que el suceso sorprendente que acabo de relatar,
grabóse en mi imaginación de una manera profunda.
Hasta pasados muchos meses no pude desembarazarme del espectro
del gato, y durante este período envolvió mi alma
un semisentimiento. muy semejante al remordimiento. Llegué
hasta llorar la pérdida del animal y a buscar en torno
mío, en los tugurios miserables, que tanto frecuentaba
habitualmente, otro favorito de la misma especie y de una figura
parecida que lo reemplazara.
     

 Ocurrió que una noche que me
hallaba sentado, medio aturdido, en una taberna más que
infame, fue repentinamente solicitada mi atención hacia un
objeto negro que reposaba en lo alto de uno de esos inmensos
toneles de ginebra o ron que componían el principal ajuar
de la sala. Hacía algunos momentos que miraba a lo alto de
este tonel, y lo que mé sorprendía era no haber
notado más pronto el objeto colocado encima. Me
aproximé, tocándolo con la
mano.      Era un enorme gato, tan
grande por lo menos como Plutón, e igual a él en
todo, menos en una cosa. Plutón no tenía ni un pelo
blanco en todo el cuerpo, mientras que éste tenía
una salpicadura larga y blanca, de forma indecisa que le
cubría casi toda la región del
pecho.     

 No bien lo hube acariciado cuando se
levantó súbitamente, prorrumpió en
continuado ronquido, se frotó contra mi mano y
pareció muy contento de mi atención. Era, pues, el
verdadero animal que yo buscaba. Al momento propuse, al
dueño de la taberna comprarlo, pero éste no se dio
por entendido: yo no lo conocía ni lo había visto
nunca antes de aquel momento. Continué
acariciándolo y, cuando me preparaba a regresar a mi casa,
el animal se mostró dispuesto a acompañarme. Le
permití que lo hiciera, agachándome de vez en
cuando para acariciarlo durante el
camino.      

Cuando estuvo en mi casa, se
encontró como en la suya, e hízose en seguida gran
amigo de mi mujer. Por mi parte, bien pronto sentí nacer
antipatía contra él. Era casualmente lo contrario
de lo que yo había esperado; no sé cómo ni
por qué sucedió esto: su empalagosa ternura me
disgustaba, fatigándóme casi. Poco a poco, estos
sentimientos de disgusto y fastidio convirtiéronse en
odio.Esquivaba su presencia; pero una especie de sensación
de bochorno y el recuerdo de mi primer acto de crueldad me
impidieron maltratarlo. Durante algunas semanas me abstuve de
golpearlo con violencia; llegué a tomarle un indecible
horror, y a huir silenciosamente de su odiosa presencia, como de
la peste.    

  Seguramente lo que
aumentó mi odio contra el animal fue el descubrimiento que
hice en la mañana siguiente de haberlo traído a
casa: lo mismo que Plutón, él también
había sido privado de uno de sus
ojos.     

 Esta circunstancia hizo que mi mujer
le tomase más cariño, pues, como ya he dicho, ella
poseía en alto grado esta ternura de sentimientos que
había sido mi rasgo característico y el manantial
frecuente de mis más sencillos y puros
placeres.     

 No obstante, el cariño del
gato hacia mí parecía acrecentarse en razón
directa de mi aversión contra él. Con implacable
tenacidad, que no podrá explicarse el lector,
seguía mis pasos. Cada vez que me sentaba,
acurrucábase bajo mi silla o saltaba sobre mis rodillas,
cubriendome con sus repugnantes
caricias.     

 Si me levantaba para andar, se
metía entre mis piernas y casi me hacía caer al
suelo, o bien introduciendo sus largas y afiladas garras en mis
vestidos, trepaba hasta mi
pecho.    

  En tales momentos, aunque
hubiera deseado matarlo de un solo golpe, me contenía en
parte por el recuerdo de mi primer crimen, pero principalmente
debo confesarlo, por el terror que me causaba el animal.
    

  Este terror no era de
ningún modo el espanto que produce la perspectiva de un
mal físico, pero me sería muy difícil
denominarlo de otro modo. Lo confieso abochornado. Sí; aun
en este lugar de criminales, casi me avergüenzo al afirmar
que el miedo y el horror que me inspiraba el animal se
habían aumentado por una de las mayores fantasías
que es posible concebir.     

 Mi mujer habíame hecho notar
más de una vez el carácter de la mancha blanca de
que he hablado y en la que estribaba la única diferencia
aparente entre el nuevo animal y el matado por mí.
Seguramente recordará el lector que esta marca, aunque
grande, estaba primitivarnente indefinida en su forma, pero
lentamente, por grados imperceptibles, que mi razón se
esforzó largo tiempo en considerar como imaginarios,
había llegado a adquirir una rigurosa precisión en
sus contornos. Presentaba la forma de un objeto que me estremezco
sólo al nombrarlo: y ésto era lo que sobre todo me
hacía mirar al monstruo con horror y repugnancia, y me
habría impulsado a librarme de él, ni me hubiera
atrevido: la imagen de una cosa horrible y siniestra, la imagen
de la horca. ¡Oh lúgubre y terrible aparato,
instrumento del horror y del crimen, de la agonía y de la
muerte!      

Y heme aquí convertido en un
miserable, más allá de la miseria de la humanidad.
Un animal inmundo, cuyo hermano yo había con desprecio
destruido, una bestia bruta creando para mí -para
mí, hombre formado a imagen del Altísimo-, un tan
grande e intolerable infortunio. ¡Desde entonces no
volví a disfrutar de reposo, ni de día ni de noche!
Durante el día el animal no me dejaba ni un momento, y por
la noche, a cada instante, cuando despertaba de mi sueño,
lleno de angustia inexplicable, sentía el tibio aliento de
la alimaña sobre mi rostro, y su enorme peso,
encarnación de una pesadilla que no podía sacudir,
posado eternamente sobre mi corazón.
     

 Tales tormentos influyeron lo
bastante para que lo poco de bueno que quedaba en mí
desapareciera. Vinieron a ser mis íntimas preocupaciones
los más sombríos y malvados pensamientos. La
tristeza de mi carácter habitual se acrecentó hasta
odiar todas las cosas y a toda la humanidad; y, no obstante, mi
mujer no se quejaba nunca, ¡ay! ella era de ordinario el
blanco de mis iras, la más paciente víctima de mis
repentinas, frecuentes e indomables explosiones de una
cólera a la cual me abandonaba
ciegamente.     

 Ocurrió, que un día que
me acompañaba, para un quehacer doméstico, al
sótano del viejo edificio donde nuestra pobreza nos
obligaba a habitar, el gato me seguía por la pendiente
escalera, y, en ese momento, me exasperó hasta la
demencia. Enarbolé el hacha, y, olvidando en mi furor el
temor pueril que hasta entonces contuviera mi mano, asesté
al animal un golpe que habría sido mortal si le hubiese
alcanzado como deseaba; pero el golpe fue evitado por la mano de
mi mujer. Su intervención me produjo una rabia más
que diabólica; desembaracé mi brazo del
obstáculo y le hundí el hacha en el cráneo.
Y sucumbió instantáneamente, sin exhalar un solo
gemido mi desdicháda
mujer.     

 Consumado este horrible asesinato,
traté de esconder el cuerpo.Juzgué que no
podía hacerlo desaparecer de la casa, ni de día ni
de noche, sin correr el riesgo de ser observado por los vecinos.
Numerosos proyectos cruzaron por mi mente. Pensé primero
en dividir el cadáver en pequeños trozos y
destruirlos por medio del fuego. Discurrí luego cavar una
fosa en el suelo del sótano. Pensé más tarde
arrojarlo al pozo del patio: después meterlo en un
cajón, como mercancía, en la forma acostumbrada, y
encargar a un mandadero que lo llevase fuera de la casa.
Finalmente, me detuve ante una idea que consideré la mejor
de todas.      

Resolví emparedarlo en el
sótano, como se dice que los monjes de la Edad Media
emparedaban a sus víctimas. En efecto, el sótano
parecía muy adecuado para semejante operación. Los
muros estaban construidos muy a la ligera, y recientemente
habían sido cubiertos, en toda su extensión de una
capa de mezcla, que la humedad había impedido que se
endureciese.      

Por otra parte, en una de las paredes
había un hueco, que era una falsa chimenea, o especie de
hogar, que había sido enjabelgado como el resto del
sótano. Supuse que me sería fácil quitar los
ladrillos de este sitio, introducir el cuerpo y colocarlos de
nuevo de manera que ningún ojo humano pudiera sospechar lo
que allí se ocultaba. No salió fallido mi
cálculo. Con ayuda de una palanqueta , quité con
bastante facilidad los ladrillos, y habiendo colocado
cuidadosamente el cuerpo contra el muro interior, lo sostuve en
esta posición hasta que hube reconstituído, sin
gran trabajo toda la obra de fábrica. Habiendo adquirido
cal y arena con todas las precauciones imaginables,
preparé un revoque que no se diferenciaba del antiguo y
cubrí con él escrupulosamente el nuevo tabique. El
muro no presentaba la más ligera señal de
renovación.    

  Hice desaparecer los escombros
con el más prolijo esmero y expurgué el suelo, por
decirlo así. Miré triunfalmente en torno
mío, y me dije: «Aquí, a lo menos, mi trabajo
no ha sido perdido».    

  Lo primero que acudió a
mi pensamiento fue buscar al gato, causa de tan gran desgracia,
pues, al fin, había resuelto darle muerte. De haberle
encontrado en aquel momento, su destino estaba decidido; pero,
alarmado el sagaz animal por la violencia de mi reciente
acción, no osaba presentarse ante mí en mi actual
estado de
ánimo.      

Sería tarea imposible describir o
imaginar la profunda, la feliz sensación de consuelo que
la ausencia del detestable animal produjo en mi corazón.
No apareció en toda la noche, y por primera vez desde su
entrada en mi casa, logré dormir con un sueño
profundo y sosegado: sí, dormí, como un patriarca,
no obstante tener el peso del crimen sobre el
alma.    

  Transcurrieron el segundo y el
tercer día, sin que volviera mi verdugo. De nuevo
respiré como hombre libre. El monstruo en su terror,
había abandonado para siempre aquellos lugares. Me
parecía que no lo volvería a ver. Mi dicha era
inmensa. El remordimiento de mi tenebrosa acción no me
inquietaba mucho. Instruyóse una especie de sumaria que
fue sobreseída al instante. La indagación
practicada no dio el menor resultado. Habían pasado cuatro
días después del asesinato, cuando una
porción de agentes de policía se presentaron
inopinadamente en casa, y se procedió de nuevo a una
prolija investigación. Como tenía plena confianza
en la impermeabilidad del escondrijo, no experimenté
zozobra. Los funcionarios me obligaron a acompañarlos en
el registro, que fue minucioso en extremo. Por último, y
por tercera o cuarta vez, descendieron al sótano. Mi
corazón latía regularmente, como el de un hombre
que confía en su inocencia. Recorrí de uno a otro
extremo el sótano, crucé mis brazos sobre mi pecho
y me paseé afectando tranquilidad de un lado para
otro.     

 La justicia estaba plenamente
satisfecha, y se preparaba a marchar. Era tanta la alegría
de mi corazón, que no podía contenerla. Me abrasaba
el deseo de decir algo, aunque no fuese más que una
palabra en señal de triunfo, y hacer indubitable la
convicción acerca de mi inocencia.  

    -Señores
-dije, al fin, cuando la gente subía la escalera-, estoy
satisfecho de haber desvanecido vuestras sospechas. Deseo a todos
buena salud y un poco más de cortesía. Y de paso
caballeros, vean aquí una casa singularmente bien
construida (en mi ardiente deseo de decir alguna cosa, apenas
sabía lo que hablaba). Yo puedo asegurar que ésta
es una casa admirablemente hecha. Esos muros… ¿Van
ustedes a marcharse, señores? Estas paredes están
fabricadas
sólidamente.      

Y entonces, con una audacia
frenética, golpeé fuertemente con el bastón
que tenía en la mano precisamente sobre la pared de
tabique detrás del cual estaba el cadáver de la
esposa de mi corazón.   

   ¡Ah! que al menos
Dios me proteja y me libre de las garras del demonio. No se
había extinguido aún el eco de mis golpes, cuando
una voz surgió del fondo de la tumba: un quejido primero,
débil y entrecortado como el sollozo de un niño, y
que aumentó después de intensidad hasta convertirse
en un grito prolongado, sonoro y continuo, anormal y antihumano,
un aullido, un alarido a la vez de espanto y de triunfo, como
solamente puede salir del infierno, como horrible armonía
que brotase a la vez de las gargantas de los condenados en sus
torturas y de los demonios regocijándose en sus
padecimientos.     

 Relatar mi estupor sería
Insensato. Sentí agotarse mis fuerzas, y caí
tambaleándome contra la pared opuesta. Durante un
instante, los agentes, que estaban ya en la escalera, quedaron
paralizados por el terror. Un momento después, una docena
de brazos vigorosos caían demoledores sobre el muro, que
vino a tierra en
seguida.     

 El cadáver, ya bastante
descompuesto y cubierto de sangre cuajada, apareció
rígido ante la vista de los espectadores. Encima de su
cabeza, con las rojas fauces dilatadas y el ojo único
despidiendo fuego, estaba subida la abominable bestia, cuya
malicia me había inducido al asesinato, y cuya voz
acusadora me había entregado al
verdugo…      

Al tiempo mismo de esconder a mi
desgraciada víctima, había emparedado al
monstruo.

Margarita o el poder de la
farmacopea

No recuerdo por qué mi hijo me
reprochó en cierta ocasión:

-A vos todo te sale bien.

El muchacho vivía en casa, con su
mujer y cuatro niños, el mayor de once años, la
menor, Margarita, de dos. Porque las palabras aquellas
traslucían resentimiento, quedé preocupado. De vez
en cuando conversaba del asunto con mi nuera. Le
decía:

-No me negarás que en todo triunfo
hay algo repelente.

-El triunfo es el resultado natural de un
trabajo bien hecho -contestaba.

-Siempre lleva mezclada alguna vanidad,
alguna vulgaridad.

-No el triunfo -me interrumpía- sino
el deseo de triunfar. Condenar el triunfo me parece un exceso de
romanticismo, conveniente sin duda para los chambones.

A pesar de su inteligencia, mi nuera no
lograba convencerme. En busca de culpas examiné
retrospectivamente mi vida, que ha transcurrido entre libros de
química y en un laboratorio de productos
farmacéuticos. Mis triunfos, si los hubo, son quizá
auténticos, pero no espectaculares. En lo que
podría llamarse mi carrera de honores, he llegado a jefe
de laboratorio. Tengo casa propia y un buen pasar. Es verdad que
algunas fórmulas mías originaron bálsamos,
pomadas y tinturas que exhiben los anaqueles de todas las
farmacias de nuestro vasto país y que según afirman
por ahí alivian a no pocos enfermos. Yo me he permitido
dudar, porque la relación entre el específico y la
enfermedad me parece bastante misteriosa. Sin embargo, cuando
entreví la fórmula de mi tónico Hierro Plus,
tuve la ansiedad y la certeza del triunfo y empecé a
botaratear jactanciosamente, a decir que en farmacopea y en
medicina, óiganme bien, como lo atestiguan las
páginas de "Caras y Caretas", la gente consumía
infinidad de tónicos y reconstituyentes, hasta que un
día llegaron las vitaminas y barrieron con ellos, como si
fueran embelecos. El resultado está a la vista. Se
desacreditaron las vitaminas, lo que era inevitable, y en vano
recurre el mundo hoy a la farmacia para mitigar su debilidad y su
cansancio.

Cuesta creerlo, pero mi nuera se preocupaba
por la inapetencia de su hija menor. En efecto, la pobre
Margarita, de pelo dorado y ojos azules, lánguida,
pálida, juiciosa, parecía una estampa del siglo
XIX, la típica niña que según una
tradición o superstición está destinada a
reunirse muy temprano con los ángeles.

Mi nunca negada habilidad de cocinero de
remedios, acuciada por el ansia de ver restablecida a la nieta,
funcionó rápidamente e inventé el
tónico ya mencionado. Su eficacia es prodigiosa. Cuatro
cucharadas diarias bastaron para transformar, en pocas semanas, a
Margarita, que ahora reboza de buen color, ha crecido, se ha
ensanchado y manifiesta una voracidad satisfactoria, casi
diría inquietante. Con determinación y firmeza
busca la comida y, si alguien se la niega, arremete con enojo.
Hoy por la mañana, a la hora del desayuno, en el comedor
de diario, me esperaba un espectáculo que no
olvidaré así nomás. En el centro de la mesa
estaba sentada la niña, con una medialuna en cada mano.
Creí notar en sus mejillas de muñeca rubia una
coloración demasiado roja. Estaba embadurnada de dulce y
de sangre. Los restos de la familia reposaban unos contra otros
con las cabezas juntas, en un rincón del cuarto. Mi hijo,
todavía con vida, encontró fuerzas para pronunciar
sus últimas palabras.

-Margarita no tiene la culpa.

Las dijo en ese tono de reproche que
habitualmente empleaba conmigo.

 

 

Autor:

Daniel Fitzarald

 

[1] Juan Manuel acudió una fría
noche del Enero chaqueño a comprar ginebra a un
almacén. Un niño arrebató dos caramelos y
echó a correr. Un vecino lo detuvo y entre Juan Manuel y
el almacenero le quebraron todos los dedos de la mano. El hecho
en realidad carece de importancia.

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