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La función del discurso psicopedagógico (página 2)



Partes: 1, 2

El deseo de saber es el nombre que el
psicoanálisis reserva para el feliz encuentro de una
serie de circunstancias significantes. Para algunos,
el problema de aceptar eso radica en que, como el deseo
siempre se revela après coup, hay que
renunciar a la idea clásica de control o de
anticipación. De hecho, el psicoanálisis no
elucida factores para que se mezclen según una
receta preestablecida para la educación, al
contrario, apenas señala las condiciones que pueden
convertirla en un acontecimiento difícil. 

En este punto, hay que entender que la fuerza de la
pedagogía constructivista deriva del peso de la idea
de naturaleza psicológica como ilusión. En efecto,
la confianza en la naturaleza, o en cualquier otra instancia
capaz de desarrollo disciplinado, es una creencia
animada por un deseo
pues -según la fórmula
freudiana-, carece de un "fundamento natural" en el que
apoyarse. Demostrar una o varias naturalezas no es un error
de percepción ni un trastorno de aprendizaje, sino la
marca del rechazo de todo naturalista en reconocer la falta
de una naturaleza del ser, perdida.

La función de
la ilusión naturalista

¿Por qué la pedagogía
constructivista se amarra a la ilusión naturalista, tal
como los niños continúan defendiendo sus
teorías sexuales infantiles a pesar de los
esclarecimientos de los adultos? Pues bien, una ilusión se
mantiene sólo porque cumple una función en la
economía psíquica, o, en otras palabras, porque
trae un beneficio primario. De hecho, el naturalismo
demuestra que la inocencia y espontaneidad, en tanto supuestas
características naturales de toda naturaleza, contagian a
la intervención humana en la medida en que esta
última se ajusta a aquella. Así, en la
proporción de su obediencia a la naturaleza
psicológica infanto-juvenil, el pedagogo constructivista
goza inconscientemente con la posibilidad "natural" de verse
imbuido de una grandes Otra, y de esa forma, poder olvidarse de
la responsabilidad que le corresponde por la fragilidad del
acontecimiento humano. 

Cuando el llamado constructivismo pedagógico sale
de los laboratorios psicológicos para entrar en el
día a día escolar, el goce psíquico
se desboca. Así, al educador que se (re)viste
ingenuamente con las ropas de esa Otra espontánea -la
naturaleza- con vistas a desbancar su inocencia, apenas le
toca experimentar el malestar de la culpa por la renuncia a
la responsabilidad de educar que no es otra cosa que
simplemente renunciar al deseo.

La educación y el nombre (im) propio
del deseo

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No es indiferente que un adulto en posición
educativa actúe junto a un niño obnubilado por esa
especie de fantasma psicopedagógico primordial -la tesis
de la adecuación natural la intervención-naturaleza
infantil que domina el ideario educativo actual.

Una cosa es el adulto que se dirige de modo
didáctico y cuidadoso a un niño cualquiera, con el
fin de cumplir un programa natural de desarrollo
psicológico -como condición sine qua non
de felicidad terrenal-, y otra muy distinta es que actúe,
explícita o implícitamente, en nombre de cualquier
razón más o menos espúrea de la vida
cotidiana. En el primer caso, el actuar del adulto se presenta a
la mirada infantil plenamente justificado, es decir, lo que el
adulto enseña, ordena o pide posee una mayúscula
Razón de Ser. En el segundo caso, por el contrario, las
razones que animan las intervenciones son hasta tal punto
triviales, desconocidas y contradictorias que los pequeños
no dejan de experimentar subjetivamente cierta cuota de
arbitrariedad. Si consideramos otro aspecto, cabe señalar
también que mientras el adulto (o especialista) aparece a
la mirada infantil como un obediente cumplidor de los mandatos de
la sabia y buena madre naturaleza, el otro se presenta como un
ser más o menos enigmático que obra, hasta cierto
punto, en nombre propio.

Desde el punto de vista psicoanalítico este
aspecto es digno de ser destacado. El justificacionismo
naturalista
articula tanto un "medio ambiente" lleno de
estímulos psicológicos gratificantes y frustrantes
como un universo de certezas subjetivas. Sin embargo, la
arbitrariedad propia del "hombre común" eleva su
intervención a la dignidad simbólica del
don. En otras palabras, por un lado, el llamado a la
naturaleza psicológica reduce imaginariamente la
relación educativa, es decir, la "relación" adulto-
niño a un proceso de estimulación de capacidades
madurativas o a la administración de cuidados especiales;
por otro, su falta, vuelve enigmáticos los designios
adultos y, por lo tanto, posibilita que en el horizonte se
instale la pregunta por el deseo del otro/ Otro
¿qué quiere de mí?

El don y el deseo se presuponen. Pero entonces, si
pensamos en la antropogénesis del sujeto humano, hay que
decir que la oferta del primero y la inoculación germinal
del segundo son cara y cruz de una misma moneda. Por el
contrario, los animales al tiempo que no intercambian dones no
actúan en nombre del deseo, sino de necesidades
especiales. Así, nuestra existencia es susceptible de
inscribirse en elregistro de lo simbólico
así como de lo imaginario y de lo real,
en tanto que los animales habitan imaginariamente un mundo apenas
real.

La mano del hombre es capaz de adiestrar a algunos
animales, es decir, puede domesticar hasta cierto
límite el desarrollo de las capacidades de acción
dadas por la naturaleza animal. Sin embargo, la oferta de una
palabra
un don– que el adulto sustenta hacia un
niño lleva consigo el poder de educar.

En este contexto, afirmamos que la intervención
del adulto es capaz de moldear o escribir sobre el
carácter infantil. O, en términos
psicoanalíticos, que la palabra del adulto educa en la
medida en que liga y moldea la impetuosidad pulsional.
Las
palabras marcan, pues cargan el peso de la sabiduría de
las culturas. Independientemente de que vivifiquen o mortifiquen,
son capaces, por estar vivas, de proyectarnos más
allá de la estupidez de lo real. Se anudan a las pulsiones
y, por lo tanto, sujetan al infans a la(s) orden(es) de
una o varias lenguas. Luego, la donación de la palabra
adulta una vez educa, ya que liga, es decir vincula a una
tradición o, si se prefiere, a un flujo narrativo donde se
puede encontrar un lugar posible de
enunciación.

Educar está lejos de ser lo que presupone el
proceso de psicologización de lo cotidiano. La
intervención educativa, a diferencia del adiestramiento,
capaz de desarrollar un savoir faire natural, posibilita
el desplegamiento de un savoir vivre
artificial
.

La educación no perfecciona al ser infantil,
reiterando metódicamente una lógica ya dada en lo
real, sino que inocula y alimenta las semillas culturales
alojadas en el campo Otro de las lenguas humanas, o, si se
prefiere, instala y sustenta legalidades propias de los juegos de
lenguaje. En suma,
educar es posibilitar una
filiación simbólica humanizante.

Cuando un adulto se dirige a un niño con la
expectativa de estar dando cumplimiento a un programa de
desarrollo madurativo, reduce su oferta a un
estímulo. Lo que muestra no es una marca de
pertenencia a una tradición existencial, sino una muestra
de lógica natural. En otras palabras, es como si el adulto
pidiera al pequeño que, dejándose llevar por esa
lógica, complete el desarrollo de la naturaleza. Por el
contrario, cuando un adulto ofrece un fragmento cultural no
sólo abre la posibilidad de una filiación
simbólica, es decir, que el niño pase, a medida en
que (lo) apre(he)nde, a hacer como los otros en la vida, pero
también que se formule la pregunta por los motivos del
acto. El adulto con su ofrecimiento no pide al niño
ilustrar la bondad y la certeza natural, sino apenas el
mantenimiento de un juego arbitrario que nadie sabe, con certeza,
a dónde nos va a conducir.

La (psico)lógica más o menos
apodíctica de los programas de intervención
pedagógica no dejan mucho lugar para la formulación
de la pregunta por el deseo que anima a la intervención.
Es como si la infancia tuviese la certeza subjetiva de lo que se
le está pidiendo. Esa demanda la convierte en objeto, es
decir, la convierte en instrumento de goce de la naturaleza. Sin
embargo, las pequeñas excentricidades culturales dejan
margen para que quede abierta la pregunta por el destino del
niño que aprende. Esa posibilidad se abre en la medida en
que el adulto renuncia a actuar metódicamente en nombre de
una naturaleza psicológica. Así, la arbitrariedad
se filtra en su intervención y se delimita como pregunta
respecto de los motivos adultos -¿por qué me pide,
ese que está ahí?-. Por ello, poco importa que el
adulto explique o ensaye las respuestas más variadas para
una infancia inconformista, ya que todas ellas pecarán, en
última instancia, por defecto.

Todo adulto educa al niño en nombre
del deseo que lo anima

¿Por qué un adulto -padre de familia o
educador más o menos formal- es conducido a ocupar una
posición educativa?

Más allá de las pequeñas excusas de
nuestra vida cotidiana, los adultos se dirigen a los niños
con la esperanza de venir a resolver una deuda
simbólica
que, en otro momento de su infancia,
contrajeron con los adultos significativos para ellos. Como
sabemos, todos dejamos en la vida alguna cuenta pendiente en la
lista de expectativas parentales. Independientemente de nuestro
esfuerzo, de la magnitud de las deudas y de la obstinación
cobradora, siempre se decanta hacia una experiencia subjetiva de
que estamos en deuda con ellos.

Así, no pudiendo conocer la magnitud de la deuda,
el sujeto resuelve, sabiamente, reconocer que algo debe y que por
lo tanto pagará, aunque pasando de largo lo que sin duda
va a permanecer. La deuda que el pequeño recibe, lejos de
paliarse con el tiempo, mantiene su poder de endeudar de forma
tal que cuando crece repite la renegociación ensayada por
el adulto anterior.

Cada uno intenta en la educación reportar
algo de lo que quedó pendiente alguna vez o, en otras
palabras, educa en nombre de la deuda que recibió de otro,
que a su vez contrajo en la época de su educación
en manos de otro. Lo que toda educación intenta reponer es
experimentado como falta.

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Esa falta de ser para otro -o falta en ser- se demuestra
imaginariamente como un fracaso educativo.
Veámoslo.

En primer lugar, si un padre cuando educa a su hijo
transmite una deuda existencial es porque debe a sus propios
padres; en segundo lugar, si debe es porque dejó el deseo
cuando fue educado en manos de sus propios padres; en tercero y
último lugar, si debe es porque la educación por
él recibida reveló ser un fracaso en el sentido que
el abuelo en cuestión no consiguió obtener el
éxito imaginario pretendido. Luego la educación
pretende articular simbólicamente un mandato que restituya
una orden siempre perdida.

Cada uno educa desde el lugar de la deuda de su padre y
no, como se piensa, en relación inmediata al modelo -o, en
caso contrario, anti-modelo- del padre real, así como
también "el superyó… no es construido, en
realidad, conforme al modelo de los padres, sino al
superyó parental
" (Freud,1932). O sea, cada uno educa
de la forma como el padre de cada uno imaginó que su
propio padre le hubiera querido educar. 

Resumiendo, como el tamaño del misterio de
esa deuda es, precisamente, la suerte del deseo inoculado en
germen en el propio acto, hay que responder que
todo
adulto educa a un niño en nombre del deseo que lo
anima.

Como hemos dicho, el don y el deseo se presuponen. Pero
todavía cabe, ahora, afirmar que toda oferta de un adulto
a un niño es posible de producir efectos educativos en la
medida en que, animada por el deseo, adquiere valor de don.
Siendo así, los fracasos educativos pueden pensarse como
del orden de un cortocircuito en la igualación de la deuda
simbólica, a través de la cual la moneda don /
deseo pasa de mano en mano.

En este contexto, resulta obvio que la tesis
psicopedagógica de la adecuación organismo-medio,
por un lado, está al servicio del rechazo de la deuda
simbólica y, por otro, imposibilita a priori la
"donación" del deseo.

La (psico)pedagogía moderna dice que el adulto a
medida que "educa" metódicamente desarrolla capacidades
madurativas y honra el nombre de la naturaleza, o sea, que
proporcionar los estímulos administrados con cuidado, el
adulto educa con adecuada naturalidad. Sin embargo, aunque ello
fuera de hecho posible, el adulto no sólo no consigue,
como pretende, esquivar la necesaria igualación de la
deuda que tiene para con los otros (u Otro), sino también
abre la posibilidad de abortar el acto educativo. Luego,
demostrar esa tesis revela ser un doble mal negocio.

Con todo, más allá del anecdótico
problema moral de quienes renuncian a la educación, lo
preocupante es la pérdida del sentido ético de la
experiencia, o sea, su perversión.

Pretender "educar" en nombre de la naturaleza es
negar a los pequeños las posibilidades de que lleguen a
disfrutar del deseo que los humaniza. En otras palabras, citando
a Freud (1929) es como enviarlos a una expedición polar
vestidos con ropa de verano y provistos de mapas de los lagos
italianos, es decir, resignadamente a la muerte.

En resumen, la educación, a diferencia de la
domesticación de animales, implica posibilitar una
filiación simbólica humanizante. Lo que educa es la
palabra adulta una vez que, al colocar en acto las semillas
culturales alojadas en el campo de las lenguas vernáculas,
se vincula la impetuosidad pulsional. El adulto educa a un
niño en nombre del deseo que anima a su acto, en cuanto
magnitud desconocida de la división simbólica
contraída cuando fue a su vez educado.

La modernidad del
discurso (psico) pedagógico y la infancia

El estrecho vínculo entre disciplina, aprendizaje
y psicología de la infancia, que está
implícito en la cotidianidad de la escuela actual, se
articula a partir de un cierto estatuto de la
infancia.

La pretensión de disciplinar con naturalidad los
hábitos de los niños, el hecho de pensar en el
aprendizaje como un desarrollo ineluctible y sustentar la tesis
de la existencia de las capacidades psicológicas
madurativas encuentran poca justificación en la idea de la
infancia como un adulto en desarrollo. En otras
palabras, si no se pensara que en la infancia de hoy reside la
llave de mañana del adulto, no tendría sentido
organizar el día a día escolar en función de
un deber-ser infantil.

Hoy en día, la infancia debe dar prueba
sistemáticamente de que al adulto del futuro nada le va a
faltar, ya que así el adulto del presente disfruta de una
cierta felicidad. Como sabemos, cuando un adulto mira los ojos de
un niño, y enfoca de hecho los ojos del niño ideal,
recupera la felicidad que demuestra haber perdido, ya que le
retorna del fondo de su mirada el reverso de su imagen.
Así, en la forma que hoy tenemos de tratar a los
niños está en juego una operación importante
desde el punto de vista de la economía del goce del
adulto. Luego, no debe sorprendernos que la imagen de una
infancia ideal pase por arrebatar el sueño de los
espíritus (psico)pedagógicos.

Lo que se pretende en la actualidad no es más que
una infancia que aprenda lo que no sabe y el adulto sí
-por ejemplo, leer, cabalgar, bailar, hacer cuentas o decorar el
Organon de Aristóteles-, por lo tanto hacer de ella ese al
menos un adulto que, en el futuro, no padezca de nuestra supuesta
impotencia actual. En otras palabras, si antes se pedía a
la infancia, con o sin látigo, que fuera un adulto
más o menos educado, con el tiempo se pasó a
anhelar cada vez más que posea en el futuro toda la
potencia imaginaria que el adulto piensa que le falta y que, por
lo tanto, no le deja ser feliz. En suma, antes se pedía
que fueran educados según el perfil de la época,
hoy, que sean sólo felices.

Pues bien, si lo que ahora pasa a demandarse es algo tan
imposible como lo anterior, debe ser, entonces, necesariamente de
una calidad tan distinta que el día a día escolar,
a diferencia de antaño nosotros, tenga ya que justificarse
a partir de una singular relación entre disciplina,
aprendizaje y psicología infantil.

Más aún, en la actualidad, no sólo
se espera que los niños se conviertan en adultos
poseedores de todo lo que no tenemos imaginariamente, sino
también conseguir semejante fachada gracias a la
observancia científica de un programa natural de
socialización. De ese modo, por un lado, toda empresa
pedagógica acaba revelándose poco eficaz, y por
otro, los educandos vivirán infancias más o menos
indisciplinadas, inmaduras o perturbadas.

Si el norte de la moderna empresa pedagógica es
una infancia hecha de pura estofa imaginaria es inevitable el
hecho de experimentar una molesta sensación de ineficacia
(psico)pedagógica. La pretendida eficacia
pedagógica y, su reverso, el deber infantil conforme al
canon naturalista, no puede menos que implicar la
desaparición de la distancia entre un alumno real y la
infancia ideal. En otras palabras, la educación
(psico)pedagogizada se articula alrededor del intento de borrar
la diferencia que habita en el campo subjetivo y está en
la base de la estructuración del narcisismo o, si
preferimos, del registro imaginario.

¿Cuál es la diferencia que habita el campo
del sujeto?

Según el psicoanálisis, lo que
está en ciernes en el conocido estadio del espejo es el
reconocimiento de la propia imagen o, en otras palabras,

un proceso identificatorio primordial que posibilita
al
infans funcionar como Uno
junto a otros en un sistema simbólico de intercambios
sociales.

Dicho esto, recordemos que, primero, la imagen especular
unifica, o sea, fabrica un Uno donde antes apenas había
fragmentos, en la medida en que sea en sí misma una
promesa simbólica de unidad imaginaria; segundo, en esa
promesa el adulto anticipa simbólicamente el futuro al
niño, es decir, anterioriza el futuro, ya que la unidad
reflejada en el espejo es una unidad imaginaria que debe ser
conquistada a pesar de la fragmentación de lo real;
tercero, esa imagen especular está, en cierto sentido,
cargada de deseo; cuarto y último, ese niño-imagen
que el adulto recorta en el espejo y ofrece a los ojos del
niño-real, es el reverso imaginario de lo que a
él le falta
.

De ese modo, podemos afirmar que el llamado proceso de
reconocimiento de la propia imagen se mueve por el hecho de que
el adulto ponga en circulación en la escena inconsciente
un mensaje como el siguiente: "si eres como el que aparece en el
espejo, entonces, ganarás la unidad que te falta y, por
añadidura, entrarás en el circuito del deseo ya que
es por eso que me gustas". Sin embargo, las cosas no son tan
sencillas, puesto que la asunción de esa imagen especular
como propia acarrea, como sabemos, la instalación de una
paradoja en la imagen del propio sujeto.

Cuando un sujeto se reconoce en un espejo cualquiera y
afirma "ese que está ahí soy yo" está de
hecho afirmando una cosa un tanto contradictoria según los
manuales de lógica de colegial. El sujeto se ve ahí
donde no está, dice estar en un lugar fuera de sí
mismo; en definitiva, el sujeto dice ser de hecho aquel que no
es.

En ese sentido, cabe afirmar que la experiencia
especular al mismo tiempo que unifica -individualiza- al
infans, coloca al niño en una verdadera
encrucijada, puesto que lo divide en dos partes, que
serían, de un lado, que lo representa, aunque no siendo
él,ante los otros y "sí mismo" y, por otro, que, si
no fuera por la división simbólica sucedida,
sería supuestamente "él mismo", por tanto sin que
pueda saber qué es él, "para sí" y "para los
otros".

Así, el habla del adulto -el registro de lo
simbólico- instaura en el mundo infantil una paradoja
insoluble entre el deber "ser" como esa imagen y el hecho de que
el sujeto cuanto más la asume como propia, más deja
de ser "él mismo". Su articulación, como modelo de
cualquier paradoja, reinstala permanentemente una diferencia. En
este caso particular, esa diferencia se llama deseo. Por otro
lado, hay que decir que la articulación de esa diferencia
o la instalación del deseo está en función
de las posibilidades que la criatura tiene de encontrar para
sí misma un lugar en el campo fantasmático adulto.
En otras palabras, el hecho de que un niño advenga como
sujeto de deseo, es decir, como sujeto de la diferencia entre el
ser y el parecer, depende también del funcionamiento
inconsciente de una cierta desmentida o especie de
denegacion en el campo fantasmático de los
adultos, que sería como lo siguiente: "me gustaría
que fueras así, aunque no voy a morir si tú asumes
el riesgo de ser de otro modo". Esa operación denegatoria
de la demanda adulta, abre la posibilidad para el niño
de separarse de la fantasmática parental.

En este contexto y recordando que la tarea educativa
moderna está ciegamente orientada por la imagen de un
niño como "reverso imaginario de un adulto en falta", cabe
afirmar que la pretendida eficacia (psico)pedagógica
formulada en términos de la promoción de un
desarrollo psicológico completo, sería atenuar la
diferencia factual entre el niño real y el ideal. Es
decir, la práctica (psico)pedagógica se
revelaría eficaz en la consecuión de la sutura del
mismísimo deseo y no, por el contrario, en su perpetua
realización como insatisfecho.

En otras palabras, el discurso (psico)pedagógico
hegemónico pide inconscientemente en toda tarea educativa,
que los niños vengan de facto a encarnar en lo
real de la existencia escolar todo aquello que ellos no saben y
que está hecho de sueños
didáctico-morales.

Además, intentando ser más ilustrativos, y
teniendo en cuenta lo comentado a propósito de la
experiencia especular, cabe señalar que hoy la
(psico)pedagogía tiene la fantasía de que es
posible verse en el espejo sin que se haga presente la distancia
que media entre el lado de acá y el de allá. En
definitiva, anhela la imposible y loca sutura de la grieta misma
del deseo. 

El investimiento
narcisista de la infancia

Esta especie de malestar (psico)pedagógico,
enraizado en la supuesta ineficacia de la empresa profesional,
sufrido en la actualidad por no pocos educadores, es solidario de
una tan nueva como loca exigencia educativa así como de la
reacción ante la imposibilidad radical de llegar,
precisamente, a comprenderla.

Siendo así, cabe preguntarse por las razones del
surgimiento de la simple sutura del sujeto del deseo como una
nueva etapa educativa o, en otras palabras, de la imagen feliz de
una niñez-esperanza como nuevo parámetro para la
intervención adulta.

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En primer lugar, recordemos que los adultos, cuando ven
con los ojos de los niños, les retorna desde el fondo de
esa mirada: la propia imagen reflejada al revés. Freud,
en Introducción al narcisismo (1914)
sustentó que el amor parental, aunque sea objetal, lleva
con él una cuota de narcisismo. El adulto cuando se dirige
a un niño le demanda inconscientemente por lo que
experimenta que le está faltando. En la medida que el
niño sostenga la ilusión de que será ese
almenos un adulto potente del futuro, repone imaginariamente lo
que falta simbólicamente al adulto en el presente. Los
adultos anhelan que "las leyes de la naturaleza, así
como las de la sociedad lleguen a detenerse ante… His Majesty
the Baby
". Por lo tanto, la felicidad imbuida en la imagen
de la niñez-esperanza está arraigada en la
subjetividad adulta.

En segundo lugar, cabe decir que aunque Freud demostrara
que la niñez, en cuanto esperanza narcisista, fuera una
especie de universal transhistórico, algunos historiadores
nos previenen de la posibilidad contraria. Por ejemplo,
según Philippe Ariès (1975) la niñez
adquiere el lugar destacado que hoy posee en el imaginario social
sólo con el advenimiento de la modernidad. La conquista de
ese nuevo lugar es solidaria, por un lado, de una
definición generalizada, a partir del siglo XV, de los
límites entre lo público y lo privado, en el
contexto del cual surge la familia nuclear moderna y, por otro,
por la extensión cada vez mayor de los sistemas escolares
a nivel geográfico, social y temporal a partir del siglo
XVII. Luego, el narcisismo adulto de la infancia puede ser
pensado únicamente como una vicisitud histórica de
la subjetividad. Además, las propias inflexiones sufridas
por el concepto pueden ser consideradas efectos
histórico-subjetivos. Por ejemplo, podemos observar que, a
partir de finales del siglo XIX, pasa a disfrutar del estatuto de
un concepto científico, hecho que motiva la
consolidación de las ilusiones naturalistas en
educación. Por otra parte, actualmente asistimos a la
transformación de la niñez moderna en un "adulto en
miniatura". Mientras que antes, la cuarentena jurídica
sólo reservaba deberes a la niñez, hoy, la
narcisización desbocada otorga derechos sin deberes y con
vistas a la ganancia inmediata de una felicidad (De
Lajonquière, 2001).

Podemos concluir que si el investimiento narcisista
de la infancia o la ilusión de la niñez-esperanza,
es una invención sintomática del hombre moderno,
entonces, no es casual que la pedagogía haya pasado a
articularse en torno a una tan nueva como loca exigencia, es
decir, demandar a la niñez que venga de facto a concretar
en lo real, sin ningún resto, un ideal de completud y
bienestar existencial.

La referencia al
pasado y la gestación del futuro

Concluir, gracias al psicoanálisis, que el hecho
de que el discurso (psico)pedagógico hegemónico,
articulado a partir del no-reconocimiento simbólico de la
imposibilidad de la niñez real de llegar a ser la
niñez idealizada -natural y sin deseo-, sea consubstancial
al espíritu del adulto moderno, puede parecer que estemos
ante una fatalidad. Siendo así, los educadores
estarán condenados a lamentarse por la supuesta ineficacia
profesional, ya que la educación de los niños no
podrá no estar tomada sino por un voraz voto
narcisista.

Sin embargo, recordemos que, por un lado, la pregunta
sobre la transformación operada en el estatuto
socio-imaginario de la infancia, nos condujo desde el escenario
educativo cotidiano al análisis del funcionamiento de la
otra escena psíquica adulta y, por otro, los historiadores
nos colocaron en el camino de la relativización del
investimiento narcisista de la infancia. Por tanto, tal vez
tendremos que profundizar un poco más sobre el
desdoblamiento de los tiempos modernos para examinar
cuáles son las razones que llevan al adulto a dirigir, de
forma compulsiva, semejante demanda a los niños. Con la
consecuencia, como recuerda Foucault (1991) de la historia que
descubre "un a priori concreto" en el que toda
producción subjetiva toma, con la "apertura
vacía de sus posibilidades, sus figuras necesarias
"
(1991: 96).

En primer lugar, hay que señalar que en la
llamada modernidad se opera una transformación radical de
las estrategias de poder-saber. A diferencia de los tiempos
pre-modernos, caracterizados por mecanismos
histórico-rituales de subetivación, asistimos en la
cotidianidad moderna a la consolidación creciente de una
serie de mecanismos científico-disciplinares. Así,
el nombre de familia y la genealogía, que sitúan al
sujeto en un conjunto de parientes, cede su lugar a medidas
comparativas de comportamientos funcionales variados: las
proezas, expresiones de la superioridad de las fuerzas
inmortalizadas en los relatos, pierden su relevancia frente a los
desvíos ofrecidos por met?dicas observaciones; las
ceremonias, que marcan con su ordenación las relaciones de
poder, son sustituidas por reiteradas fiscalizaciones;
finalmente, la dinastía de los acontecimientos solemnes,
que todo monumento sabe guardar para la memoria del futuro,
pierde su poder ordenador del tiempo frente a la dinámica
de la evolución continua de individualidades
naturales.

De esta forma, si los mecanismos de subjetivación
premodernos producían la singularidad de un
hombre-memorable, ahora, las pequeñas cosas de nuestra
vida cotidiana fabrican un hombre-calculable (Foucault, 1994:
171-172). En otras palabras, mientras antes se trataba de un
sujeto capaz de recordar y de ser recordado por otros, ahora, lo
que está en juego es un in/dividuo no únicamente
capaz de calcular su existencia, sino también entregado al
frenesí del cálculo prospectivo para así
llegar a saber el grado de bienestar que el futuro le
reserva.

En segundo lugar, hay que afirmar que debido a esa
reestructuración de lo cotidiano, el hombre moderno, a
diferencia del pasado cuando se orientaba en la vida recordando,
ahora pasa a requerir otro referente existencial en esa "ida
hacia el futuro".

En tercer lugar, cabe señalar que si el pasado
puede ser narrado y la palabra orienta el presente del sujeto a
medida que le localiza en esa historia, por el contrario, el
futuro apenas puede ser imaginado, puesto que cada palabra lo
hace automáticamente un poco pasado.

En cuarto lugar, si el hombre moderno quiere un futuro
que "no deba nada al pasado", entonces, la "ida" en su
dirección debe darse sin la memoria y en
silencio.

En quinto lugar, como es imposible caminar sin registro
alguno en la memoria, y, al mismo tiempo, sin poder interrogar a
otro caminante sobre el rumbo verdadero, el hombre moderno
necesita un referente que al mismo tiempo no está
contaminado por el pasado y sea silencioso.

En sexto lugar, la infancia, por ser nueva en el mundo
no posee pasado y, por otro lado, aunque llegue a hablar, su
palabra no es considerada como tal.

En séptimo y último lugar, hay que
concluir que en la proporción en que la cotidianidad
moderna quita al hombre su referencia al pasado, acaba
condenándolo a la compañía del ideal de la
infancia.

De esta forma, parecería que la existencia del
hombre moderno no puede no girar en torno de la ilusión
llamada infancia-esperanza. En otras palabras, parece que el
adulto moderno está condenado al malabarismo propio de
quien pretende caminar hacia adelante mientras mira al espejo que
asegura con sus propias manos. Semejante fachada es, por cierto,
imposible de conseguirse con sosiego.

Sin embargo, que la historia de hecho haya acabado
así no significa que deba serlo por derecho, pues a pesar
de lo que algunos intelectuales piensan, ésta no
sólo tiene origen sino que tampoco posee un final escrito
de antemano.

En este sentido, nos parece que un modo de salir del
atolladero moderno de pretender vivir en el futuro es ir,
precisamente, a contramano, es decir, hacer referencia al pasado.
Cualquier pequeño gesto en este sentido, por un lado, no
nos llevaría de vuelta al pasado y, por otro,
disminuiría la necesidad adulta de asegurarse de forma
loca la ilusión de la infancia-esperanza. En el mismo
instante en que el hombre consiga, en su moderno día a
día, mantener una referencia al pasado no sólo se
liberaría del molesto hechizo, sino que también
pasaría a preservar a la infancia de la exigencia loca de
tener que "traer el futuro al presente".

Por otro lado, si esto es posible cabe preguntar por
qué el adulto no se arriesga en esta dirección. Tal
vez sea a causa de un malentendido. El hombre moderno piensaque
la referencia al pasado lo llevaría hacia atrás.
Sin embargo, tal cosa es de hecho imposible, como la misma
ciencia moderna lo sentencia cuando defiende la irreversibilidad
de los tiempos. Obviamente, el problema no es del orden de un
desconocimiento teórico. El miedo de ir hacia
atrás, de contaminarse del pasado, es el reverso de la
propia idea común del tiempo. Así, el miedo
desaparece cuando se altera la forma de experimentarse el tiempo
y, en especial, de fecundarse el futuro.

Sin embargo, ¿cómo es posible hacer
referencia al pasado y al mismo tiempo fecundar un futuro, aquel
tiempo que siempre dejará de ser habitado?

Como siempre, tratándose de las cosas importantes
de la vida, los niños dan una pista que no es otra que una
de las figuraciones de la verdad subrayada en el
adulto.

Pues bien, cuando los adultos narran una historia al
niño, llega un momento en que éste se hace una
pregunta: "¿yo también fui así?". Esta
pregunta inocente convoca una duda en el pasado e instala el
tiempo del habrá sido, esto es, el tiempo del deseo
según Lacan.

La referencia al pasado incluida en todo relato, pone
en funcionamiento a la palabra que en la medida en que instala un
resto en el pasado, ordena una historia, ya sea como lanzamiento
hacia adelante, desviando al presente y abriendo las
posibilidades de construir un futuro que no sea el reverso
imaginario de lo que ya fue. La referencia al pasado y la
gestación del futuro son dimensiones de un mismo y
único gesto humano.

En este contexto, hay que afirmar que si, por un lado,
el malestar pedagógico por la supuesta ineficacia es un
derivado del espíritu moderno y, por otro, el
impasse que aprisiona a este último es posible de
desmontar haciendo referencia al pasado, entonces, nada impide a
los educadores de hoy desasirse de tamaño padecimiento.
Para conseguirlo se debe, precisamente, echar mano del discurso
(psico)pedagógico hegemónico.

Y esto, ¿cómo se hace?

Es muy simple y, sobre todo, muy económico. Por
un lado, se trata de aprender a desistir un poco de la exigencia
loca de querer encontrar en la niñez real indicios de la
existencia de esa otra ideal-natural, recortada por las
teorías clásicas del desarrollo psicológico.
Por otro, se hace necesario responder al proceso de
psicologización de la cotidianidad escolar, supuesta
vía regia de acceso al futuro en el
presente.

Sin embargo, los adultos, que se aventuren en esta
dirección, experimentarán otra vicisitud que debe
también ser superada.

La cuestión de echar mano de la ilusión de
naturaleza infantil dejará al adulto al nivel del
niño. La idea de un deber ser natural se interpone de
facto entre el adulto y el niño. El adulto,
guiándose por el modelo psico-naturalista no sólo
no se precisa interrogarse sobre qué hacer con la
niñez sino que también gana la posibilidad de
llegar a su verdad que retorna por la boca de ella. Como sabemos,
el preguntar incansable, las observaciones ingenuas, la falta de
modales, entre otras características del habla infantil,
retornan el hecho de que no hay una razón natural en el
mundo de las razones y parámetros adultos.

Aceptar que no hay una razón -una naturaleza-
para que las cosas sean como son en el "aquí y ahora" del
presente, libera y responsabiliza tanto al adulto como
alniño. Renunciando a las certezas derivadas de la
ilusión de la naturaleza infantil, se abre el acceso de la
niñez a "su" futuro y no al futuro imaginado por el
adulto.

Desconfiando de la pretensión "natural" de
preparar con naturalidad a la niñez para "el futuro", el
adulto posibilita a la niñez experimentar su propia
oportunidad ético-política ante lo nuevo de la
diferencia entre el ayer y el mañana. Y de ese modo,
quién sabe, acabará haciendo su parte para que los
dolores de la injusticia del mundo de hoy sean de hecho las
libertades que faltan.

Resumen

En este Curso hemos visto cómo la legalidad de la
vida en las escuelas se ha estructurado actualmente en base a la
ilusión (psico)pedagógica. Hemos estudiado
también la posición del psicoanálisis que
elucida ese impasse del proceso de
psicologización de la educación: el discurso
(psico)pedagógico actualmente hegemónico
está en la causa de la crisis escolar que denuncia y
pretende solucionar.

Asimismo, se ha señalado que el ideario actual en
educación se articula alrededor de la creencia en la
posibilidad de adecuar la intervención del adulto a las
supuestas capacidades psicológicas de los niños y
jóvenes. Hemos visto que se trata más bien de una
figuración del pensamiento naturalista, que implica una
negación del carácter paradójico del deseo
que anima la subjetividad, y hemos analizado el caso particular
de la pedagogía hoy en voga, supuestamente derivada de la
epistemología genética de J.Piaget.

Hemos visto la diferencia entre adiestrar y educar, ya
que la educación implica posibilitar una filiación
simbólica humanizante. En tanto la palabra del adulto
coloca en acto las semillas culturales alojadas en las lenguas,
liga la impetuosidad pulsional. Hemos estudiado también
que el adulto educa en nombre del deseo, efecto de la deuda
simbólica contraída por él en su propia
infancia.

En suma, la ilusión (psico)pedagógica
implica un cierto estatuto moderno de la infancia. La
educación ha pasado a estar orientada por la imagen de un
niño como reverso imaginario de un adulto en falta.
Así, el adulto persigue la sutura imposible del deseo y,
por tanto, se condena a experimentar un cierto malestar
profesional imposiblederivado del desconocimiento de la propia
imposibilidad de la tarea educativa propuesta.

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Autor:

Anthonny Francois Napa

 

Partes: 1, 2
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