De la patria del criollo al "grafitti" de la sociedad transnacional (Guatemala)
De la patria del criollo al "grafitti"
de la sociedad transnacional, pasando por el maximón y la
carnavalización
(Apuntes y reflexiones sobre las
lecturas de Severo Martínez,
Roberto Morales, Alexander
Jiménez, Jorge Jiménez-Solum Dunas
y un poquito de Bajtín -"pa" que no les
falte")1
La conquista y la colonia en Guatemala
culminan en la independencia de los nacientes estados
centroamericanos (previa fase federal con matices unionistas al
estilo imperial / mexicano -Iturbide y otros) y con la
hegemonía étnica y política de un nuevo
actor social: el criollo, o mejor dicho, los criollos, quienes
realizan la revolución liberal de 1871.
Esta hegemonía proviene directamente
de la dominación española, la cual redujo a la
inmensa mayoría de indígenas a la bajura de
esclavos, súbditos, en el mejor de los casos. Ese criollo
va detentar el poder heredado de la colonia rehaciendo e
imaginando un país que siempre va a tener el
carácter primario de su origen incestuoso:
la madre (pater) patria ("Matria"),
retomando una relación con el indio de vasallaje,
opresión, explotación y discriminación.
Dicho en otras palabras: se va a configurar como la clase
dominante en un país de mayoría indígena (22
o más etnias con su propia lengua e historia),
construyendo la modernidad desde el apartheid, a pesar de las
reformas liberales de la segunda mitad del s. XIX. Y va a dar
origen a otro incesto étnico-cultural: el
ladino (palabra peyorativa si nos atenemos al uso desmedido y
seudocientífico que se hace en Guatemala: ¿hay
sectores populares ladinos? ¿Hay sectores de élite
indígenas?).
Desde entonces la historia de ese país, otrora
asiento de la Capitanía General Española (cuyo
síndrome aún no se sacude el imaginario de la clase
dominante, y de algunos de sus intelectuales, especialmente en el
período oligárquico militar que presupone casi todo
el siglo XX, si nos atenemos a sus ínfulas de unionismo
centroamericano, pero siempre bajo la conducción de la
neocapitanía chapina) ha sido la historia de la
exclusión indígena (en su condición
subalterna en el marco de un régimen capitalista con
serios reductos feudales) y la lucha interétnica,
agudizada a partir de los años sesenta (finales de los
cincuenta en realidad) con la aparición de las
organizaciones político-militares populares, y el inicio
de la guerra revolucionaria y su reacción: la guerra de
contrainsurgencia del estado y sus aparatos de represión;
en donde indios y "ladinos" combatieron indistintamente de
acuerdo a sus posiciones
político-ideológicas o de
reclutamiento militar forzoso.
Debemos reconocer, sí, que los grupos
guerrilleros constituyeron una base indígena importante,
tanto a nivel político como militar.
Una vez firmados los Acuerdos de paz (que de acuerdos
solo tienen el desarme – claro, de la escuálida
guerrilla, porque el estado continúa armado hasta los
dientes – y no así un proyecto democratizador y
participativo, lo que no transforma en nada el status que, sino
que más bien lo agudiza con la aplicación
multinacional y asimétrica de las políticas
neoliberales hegemonizadas por el imperio norteamericano) se ha
desatado la polémica en Guatemala acerca de esa lucha
interétnica y de la inclusión de los
sectores indígenas marginales a la
nación. Lucha que desafortunadamente se ha ubicado entre
el "mundo ladino y el mundo maya".
Si en algo falla la propuesta de Roberto Morales ("La
articulación de las diferencias o el síndrome de
Maximón", Consucultura Palo de Hormigo, Guatemala), es
precisamente en obviar la contradicción implícita
entre nación y estado (la cual desarrolla muy bien
Alexander Jiménez en su texto El imposible país de
los filósofos (2).
El estado está constituido por "el pueblo
estatal" ("Staatsvolk"), dentro del cual, según Mao Tse
Tung, por citar un dirigente clásico del socialismo real
no ortodoxo, habría contradicciones
socioeconómicas, y por lo tanto culturales. La
nación en cambio "designaría, en principio, una
comunidad de procedencia, lengua, cultura e historia"
(Jiménez, 2002: 96).
En otras palabras, el ámbito político es
el del "pueblo del estado" (de los ciudadanos: la ciudad estado),
y el cultural el de la nación. El pueblo del estado es el
conjunto de sus ciudadanos, compartan o no la comunidad de
procedencia, cultura e historia.
Por eso dividir la lucha interétnica en Guatemala
entre ladinos y mayas no solo es de un reduccionismo conceptual
chato, sino de una pérdida de perspectiva
histórica, en tanto obvia la lucha de clases y deja de
lado las relaciones entre política y cultura (estado /
nación), es decir entre cultura y poder.
Dicho en palabras de Foucault y con ribetes marxistas,
obvia las relaciones de poder históricamente constituidas
dentro de una formación discursiva que obedece a
determinada formación social.
Si bien es cierto Morales desactiva el esencialismo y el
fundamentalismo (para citar sus mismos conceptos)
metafísico de una supuesta identidad mayense -preconizada
por algunos dirigentes indígenas e indigenistas – que se
opondría al mundo ladino, queda atrapado en esa
concepción binaria y propone una suerte de
transacción híbrida, al estilo de García
Canclini – a quien obviamente debe mucho en términos de su
teorización cultural – en una especie de alianza
interétnica "popular" ladina-indígena, que en nada
se desprende de la concepción metafísica que le
asigna a lo "mayense", en tanto evita hablar de las necesarias
transformaciones sociopolíticas del estado capitalista en
la actual etapa de globalización bajo esquema neoliberal.
(Claro, hay que anotar que la propuesta de Morales debe
entenderse, ubicarse, mejor aún, contextualizarse, en ese
marco de polémica no solo conceptual y teórica en
los estudios culturales guatemaltecos y estadounidenses –
desde donde ejerce Morales y desea ser protagonista – sino
a nivel "nacional" en términos
políticos, entre la intelectualidad de izquierda –
de la cual Mario Roberto es un "renegado" y dispara desde su
columna periodística en uno de los diarios "ladinos" – y
las instituciones y ONGs, respecto de la canalización de
la ayuda de la cooperación internacional, y un proyecto de
"nueva izquierda", por llamarlo de alguna manera, que tenazmente
busca las vías de resolución del "problema
indígena" no saldado históricamente ni por la
"línea correcta" ni por, obviamente, la clase dominante,
ladino / oligárquica).
Se trata pues de entender la evolución de lo
nacional / popular, en las condiciones de la mal llamada
Posmodernidad en un país tan complejo y plural como
Guatemala, el cual no ha superado aún la modernidad
impuesta por las metrópolis a sangre y fuego, y conserva
serios reductos feudales y cacicales. Esa evolución se da
en la coyuntura de globalización neoliberal, lo que
implica la imbricación de una serie de elementos
internacionales vinculados con la realidad guatemalteca y
centroamericana.
Pero por ello mismo con una serie de
preconceptualizaciones en términos de un imaginario
"nacional" que no se desprende aún de los discursos de
legitimación elaborados en la modernidad.
Como lo plantea Alexander Jiménez en su texto,
las sociedades actuales necesariamente son heterogéneas,
plurales. Y no se debe olvidar la historia en tanto las
víctimas sigan presentes en la memoria popular y los
victimarios vivos y actuando. Se debe hablar de las
luchas por el reconocimiento de la discriminación y la
desigualdad. Por eso hay que acudir a las "imaginaciones
generosas" para concebir nuevos espacios de cooperación
entre individuos, grupos y pueblos distintos, pero no
necesariamente desiguales, lo cual no precisamente implica
transacción y olvido.
Para el caso de Costa Rica, Alexander Jiménez en
el texto ya mencionado, también logra desactivar el
discurso legitimador de la filosofía institucional
costarricense, que el mismo Jiménez denomina "nacional
étnico metafísico" (o "nacionalismo étnico
metafísico"), y que nos narra una Costa Rica
idílica, "blanca", homogénea, de
pobreza igualitaria, con destino democrático,
geografía sin excesos y un pasado colonial sin mayores
contradicciones, casi "primitiva socialista".
Un país ciertamente imaginario. Se trata de
revisar algunas tradiciones narrativas que han construido un
discurso nacional a histórico y alejado de las luchas
sociales y culturales, es decir un discurso que topa con
límites fácticos y conceptuales.
Sin embargo, a pesar del aporte que hace Jiménez
por descodificar las "metáforas nacionales" y sus
elementos metafísicos, se percibe en el texto una
especie de "golpe de pecho" porque los filósofos hasta
ahora no habían acudido a la Plaza Pública, sino
que han sido los "espectadores del naufragio" desde sus aireados
gabinetes de la academia y del pensamiento.
Ese "mea culpa" me parece oportuno siempre y cuando se
rectifique y se opte por un pensamiento más apegado a los
mercados y paredes de la ciudad, y a las calles de polvo y barro
del campo. Siempre y cuando se busquen esas otras
metáforas escritas en paredes de la propiedad privada
exigiendo lo imposible. Esas "pintas" que Jorge Jiménez y
Solum Donas (3) posmodernamente atenúan con el nombre de
"graffiti", despojándolas de su contenido
sociopolítico y de su práctica contracultural y
desmitificadora, precisamente de aquél discurso
nacionalista étnico metafísico.
Por lo demás, de alguna manera, el discurso de
Jiménez descuida el patio trasero histórico, al
sospechar, lúcidamente es cierto, de un país
imaginario que al final queda desnudo conceptual y
políticamente, por lo que, en la actual etapa de
globalización bajo esquema neoliberal, podría ser
objeto de reelaboración y arbitraje para un nuevo mapa
internacional.
Dicho de manera más clara: puede ser subsumido
por los voraces apetitos transnacionales del imperio y sus nuevas
reconfiguraciones geopolíticas. Si el país es
imaginario no existe y como no existe nos lo pueden birlar.
Así, la incitación justificaría el
contrasentido: lo que no existe no se incauta.
Que el filósofo (el académico, el
estudioso, el artista, en fin, el intelectual) baje a la plaza
pública y se empape del realismo grotesco de las culturas
populares con sus narraciones hiperbólicas y desinhibidas.
Que se alimente de sus imágenes de cartón piedra,
de su música de guitarra, tambor, marimba y
chirimía. Que pruebe sus bebidas fuertes y se embriague
con las carnestolendas de su carnaval multicolor, o en la feria
(sin vanidades) del agricultor.
Que aprenda a desconstruir y desacralizar los discursos
perennes de la superficie para hurgar en la profundidad del
sueño y de la poesía.
Que se entusiasme con las visiones de pueblos
indígenas y mestizos que resisten con su
renovación cíclica y su delirio vital para
burlar a la muerte con la vida, para agonizar haciendo el amor,
procreando nuevos mundos, otras utopías.
Para que reconsidere su labor en comunidad.
Para que repiense su escenario frente a los otros, esos
de la voz extraña y ajena que resisten y sobreviven
diariamente en su ciudad y más allá, en los campos
y en las costas, en el mar.
Los que conformaron una nación imaginada, nunca
realizada. Aquéllos de antes, éstos de ahora, los
de siempre.
He allí el reto del intelectual centroamericano,
hoy casi programado por la falsa globalidad.
NOTAS:
1. Tópicos del humanismo (Heredia:
Universidad Nacional) n. 146 (octubre 2007). 2002)2. Alexander Jiménez, El imposible
país de los filósofos (Ediciones Perro Azul,
2002).3. Jorge Jiménez y Solum Donas, Ciudad
en grafiti (Heredia: Editorial de la Universidad Nacional,
1997).
Autor:
Adriano Corrales Arias