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Análisis del libro "MI vida (parte II)" de Williams Bill Clinton (página 10)



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En un esfuerzo por aprovechar el impulso del momento,
envié a Tony Lake y al subsecretario de Estado, Peter
Tarnoff, a Europa (incluida Rusia) para que presentaran un
acuerdo marco para la paz que Lake había desarrollado; por
su parte, Dick Holbrooke dirigiría un equipo para realizar
un último esfuerzo y negociar un fin al conflicto entre
los bosnios y Milosevic, que declaraba que no tenía
ningún control sobre los serbios de Bosnia, a pesar de que
todo el mundo sabía que no podrían vencer sin su
apoyo. Justo antes de que lanzáramos la ofensiva
diplomática, el Senado siguió el ejemplo de la
Cámara y aprobó levantar el embargo de armas. Yo
veté la ley para dar una oportunidad a nuestra labor
diplomática. Lake y Tarnoff despegaron inmediatamente para
defender nuestro plan; luego, el 14 de agosto, se reunieron con
Holbrooke para informar de que los aliados y los rusos se
habían mostrado favorables a nuestras propuestas y que
Holbrooke podía comenzar su misión de
inmediato.

El 15 de agosto, después de una breve
sesión informativa dirigida por Tony Lake en Bosnia,
Hillary, Chelsea y yo nos fuimos de vacaciones a Jackson Hole,
Wyoming, donde nos habían invitado a pasar unos
días el senador Jay Rockefeller y su esposa, Sharon. Todos
necesitábamos unas vacaciones y yo tenía muchas
ganas de hacer excursiones y montar a caballo en las Grand
Tetona; de hacer piragüismo en el río Snake; de
visitar el Parque Nacional de Yellowstone para ver al Old
Faithful, al búfalo, al alce y a los lobos que
habíamos devuelto a la naturaleza y de jugar a golf a gran
altura, porque la pelota va mucho más lejos. Hillary
trabajaba en un libro sobre familias y niños y estaba
deseando poder avanzar en su redacción en el luminoso y
espacioso rancho de los Rockefeller. Hicimos todas esas cosas y
algunas más, pero el recuerdo que nos quedó de
nuestras vacaciones fue Bosnia y una gran tristeza.

El día en que mi familia salió para
Wyoming, Dick Holbrooke partió hacia Bosnia
acompañado de un equipo impresionante, en el que estaban
Bob Frasure, Joe Kruzel, el coronel de las fuerzas aéreas
Nelson Drew y el teniente general Wesley Clark, director de
política estratégica de la Junta del Estado Mayor y
un compatriota de Arkansas al que conocí en Georgetown, en
1965.

Holbrooke y su equipo aterrizaron en Split, una ciudad
costera de Croacia, donde informaron al ministro de Asuntos
Exteriores bosnio, Muhamed Sacirbey, de nuestros planes. Sacirbey
era la elocuente cara pública de Bosnia en la
televisión norteamericana, un hombre elegante y en forma
que durante sus estudios en Estados Unidos había jugado al
fútbol americano en la Universidad de Tulane. Hacía
tiempo que trataba de conseguir que nuestro país se
implicara más en los problemas de su acosada nación
y estaba contento de que por fin ese momento hubiera
llegado.

Tras Split, el equipo estadounidense fue a Zagreb, la
capital de Croacia, a ver al presidente Tudjman. Luego volaron a
Belgrado para reunirse con Slobodan Milosevic. Fue una
reunión en la que no se avanzó en nada y en la que
solo destacó que Milosevic se negara a garantizar la
seguridad del avión de nuestro equipo contra los disparos
de artillería serbobosnia si volaban desde Belgrado al
aeropuerto de Sarajevo, la siguiente etapa de su viaje. Eso
quería decir que tendrían que volar de vuelta a
Split, desde donde se trasladarían en helicóptero
hasta su lugar de destino. Desde allí conducirían
durante dos horas hasta Sarajevo a través de la carretera
del monte Igman, una ruta estrecha y sin pavimentar que no
tenía barreras de seguridad en los bordes de los
precipicios por donde pasaba y que era muy vulnerable a los
ataques de los serbios, que ametrallaban regularmente a los
vehículos de Naciones Unidas. Al negociador de la
Unión Europea, Carl Bildt, le habían atacado cuando
viajaba por aquella misma carretera apenas unas semanas
atrás; había visto muchos vehículos
destruidos en los barrancos entre Split y Sarajevo, algunos de
los cuales simplemente se habían salido de la
carretera.

El 19 de agosto, el día de mi cuarenta y nueve
cumpleaños, comencé la mañana jugando a golf
con Vernon Jordan, Erskine Bowles y Jim Wolfensohn, el presidente
del Banco Mundial. Fue una mañana perfecta hasta que me
enteré de lo sucedido en la carretera del monte Igman.
Primero a través de las noticias y después a
través de una emotiva llamada de Dick Holbrooke y Wes
Clark, supe que nuestro equipo había partido hacia
Sarajevo y que Holbrooke y Clark iban en un Humvee del
ejército de Estados Unidos y Frasure, Kruzel y Drew les
seguían en un transporte blindado de personal
francés (TBP) pintado con el color blanco de Naciones
Unidas. Cuando llevaban una hora de viaje, en la cima de un
abrupto precipicio, la carretera cedió bajo el TBP, que se
precipitó dando vueltas de campana por la ladera y
estalló. Además de los tres miembros de nuestro
equipo, transportaba a dos norteamericanos más y a cuatro
soldados franceses. El TBP se había incendiado al
prenderse la munición que transportaba. En un valiente
intento de ayudar, Wes Clark se descolgó por la pared del
precipicio con una cuerda atada a un tronco y trató de
entrar en el vehículo en llamas para rescatar a los
hombres que se hallaban atrapados dentro, pero este estaba
demasiado dañado, casi al rojo vivo.

De todas formas, era demasiado tarde. Bob Frasure y
Nelson Drew habían muerto durante la caída por el
precipicio. Todos los demás consiguieron salir, pero Joe
Kruzel no tardó en morir, a causa de sus heridas, al igual
que uno de los soldados franceses. Frasure tenía cincuenta
y tres años; Kruzel, cincuenta; Drew, cuarenta y siete;
todos eran unos buenos funcionarios y unos patriotas, buenos
hombres de familia que murieron demasiado jóvenes tratando
de salvar las vidas de gente inocente que vivía muy lejos
de Estados Unidos.

La semana siguiente, después de que los serbios
dispararan con un mortero contra el corazón de Sarajevo y
mataran a treinta y ocho personas, la OTAN empezó tres
días de ataques contra las posiciones serbias. El 1 de
septiembre, Holbrooke anunció que todas las partes se
reunirían en Ginebra para iniciar negociaciones. Cuando
los serbios de Bosnia se negaron a cumplir las condiciones de la
OTAN, los ataques aéreos volvieron a empezar y continuaron
hasta el día 14; por fin, Holbrooke logró que
Karadzic y Mladic firmaran un acuerdo que pusiera fin al sitio de
Sarajevo. Pronto comenzarían en Dayton, Ohio, las
conversaciones de paz definitivas, que pondrían fin a la
sangrienta guerra de Bosnia. Cuando se logró ese objetivo,
el éxito fue en gran medida un homenaje a tres discretos
héroes norteamericanos que no vivieron para ver el fruto
de su trabajo.

Aunque las noticias de agosto estuvieron dominadas por
Bosnia, continué peleándome con los republicanos
por el presupuesto; señalé que un millón de
norteamericanos habían perdido su cobertura médica
durante el año anterior como consecuencia del fracaso de
la reforma de la sanidad y decreté una limitación
de los anuncios, de la promoción, de la
distribución y del marketing para el tabaco dirigido a los
adolescentes. La Administración de Fármacos y
Medicamentos acababa de completar un estudio de catorce meses
confirmando que los cigarrillos causaban adicción, eran
perjudiciales y sus anuncios apuntaban descaradamente al
público adolescente, entre el que cada vez había
más fumadores.

El problema del tabaco entre los adolescentes era un
hueso duro de roer. El tabaco es una droga adictiva legal en
Estados Unidos; mata a gente y cuesta una cantidad exorbitante de
dinero a la sanidad. Pero las compañías de tabaco
son políticamente muy influyentes y los granjeros que
cultivan la planta del tabaco son una parte importante del
sistema económico, político y cultural de Kentucky
y de Carolina del Norte. Los granjeros eran la cara amable del
esfuerzo que hacían las compañías tabaqueras
por aumentar sus beneficios enganchando a gente cada vez
más joven a los cigarrillos. Yo creía que
teníamos que hacer algo para frenarlas. Y lo mismo
creía Al Gore, que había perdido a su querida
hermana Nancy debido a un cáncer de
pulmón.

El 8 de agosto conseguimos un avance en nuestros
esfuerzos por eliminar los vestigios de los programas de armas de
destrucción masiva de Irak cuando dos hijas de Sadam
Husein y sus maridos desertaron a Jordania, donde el rey Hussein
les ofreció asilo. Uno de los hombres, Hussein Kamel
Hassan al-Majid, había dirigido los programas secretos de
Sadam para conseguir armas de destrucción masiva y
podía dar información muy relevante sobre las
reservas de ADM que le quedaban a Irak. El volumen y la
importancia de los datos que aportó contradecían lo
que los altos cargos iraquíes habían dicho a los
inspectores de Naciones Unidas. Cuando se les mostraron las
pruebas, los iraquíes simplemente reconocieron que el
yerno de Sadam decía la verdad y llevaron a los
inspectores a los lugares que había identificado.
Después de seis meses en el exilio, se indujo a los
parientes de Sadam a regresar a casa. En un par de días,
los dos yernos habían muerto. Su breve viaje a la libertad
había dado a los inspectores de Naciones Unidas tanta
información que se destruyeron más almacenes
químicos y biológicos y equipos de laboratorio
durante el proceso de inspecciones que durante la guerra del
Golfo.

Agosto fue también un mes muy importante en el
caso Whitewater. Kenneth Starr procesó a Jim y Susan
McDougal y al gobernador Jim Guy Tucker por cargos que no
tenían nada que ver con Whitewater; los republicanos del
Senado y de la Cámara de Representantes celebraron
audiencias durante todo un mes. En el Senado, Al D'Amato
todavía intentaba probar que detrás de la muerte de
Vince Foster había algo más que un suicidio
provocado por una depresión. Arrastró al equipo y
amigos de Hillary ante el comité para acosarles en los
interrogatorios y atacarles con argumentos ad hominem.
D'Amato fue especialmente desagradable con Maggie Williams y con
su conciudadana neoyorquina Susan Thomases. El senador Lauch
Faircloth fue todavía más lejos, y se burló
de la idea de que Williams y Thomases pudieran haber hablado
tantas veces por teléfono solo para compartir su dolor. En
aquellos momentos, pensé que si de verdad Faircloth no
podía comprender qué sentían era que toda su
vida debía de ser un desierto de emociones. El hecho de
que Maggie hubiera pasado dos veces por el detector de mentiras
para confirmar la veracidad de sus declaraciones sobre qué
había hecho durante los días siguientes a la muerte
de Vince no disminuyó el acoso al que la sometieron
D'Amato y Faircloth.

En el Comité Bancario de la Cámara de
Representantes, el presidente Jim Leach se comportaba igual que
D'Amato. Desde el principio se hizo eco de cualquier
acusación, por vaga y disparatada que fuera, contra
Hillary o contra mí; alegaba que habíamos ganado, y
no perdido, dinero con el asunto Whitewater, que habíamos
usado fondos del Madison Guaranty para gastos políticos y
personales y que habíamos diseñado el fraude de
David Hale a la Agencia para la Pequeña y Mediana Empresa.
Siguió prometiendo revelaciones «demoledoras»
que nunca llegaron.

En agosto, Leach celebró una audiencia cuyo
protagonista fue L. Jean Lewis, el investigador de la
Corporación de Resolución de Fondos que nos
había llamado a Hillary y a mí como testigos en una
investigación poco antes de las elecciones de 1992. Cuando
el Departamento de Justicia preguntó sobre la
investigación de Lewis, Bush y el fiscal republicano de
Arkansas, Charles Banks, dijeron que no había
ningún caso contra nosotros, que solo se trataba de un
intento de influir en las elecciones y que lanzar una
investigación en aquellos momentos sería el
equivalente a «conducta fiscal de mala
fe».

Leach se refirió a Lewis como un funcionario
«heroico» a quien habían desbaratado su
investigación después de mi elección. De
todas formas, antes de que comenzaran las audiencias, se hicieron
públicos documentos que apoyaban nuestra versión,
entre ellos una carta de Banks en la que se negaba a seguir
investigando los cargos de Lewis porque había una ausencia
total de pruebas, y telegramas internos y evaluaciones del
Departamento de Justicia que decían que «no se ha
encontrado ningún hecho que justifique la
designación» de Hillary y de mí como testigos
materiales. Aunque la prensa casi ignoró por completo
aquel documento que refutaba a Lewis, las audiencias echaban
chispas.

Cuando llegaron las audiencias de agosto y la
última ronda de citaciones de Starr, yo ya me había
acostumbrado a la rutina de tener que contestar preguntas de la
prensa sobre Whitewater con el mínimo comentario
público posible. Había aprendido, después de
ver la cobertura que la prensa me había dado en el caso de
los gays en el ejército, que si daba una respuesta
suculenta a una pregunta sobre un tema en el que la prensa se
hubiera obsesionado, aparecería en las noticias de la
tarde y robaría espacio a las acciones que había
hecho en interés de los ciudadanos ese día; los
norteamericanos acabarían creyendo que me pasaba todo el
tiempo defendiéndome en lugar de trabajar para ellos,
cuando, de hecho, Whitewater me ocupó muy poco tiempo. En
una escala del uno al diez, un siete en la economía era
mucho mejor que un diez en Whitewater. Así, con la
constante ayuda de mi equipo, que me lo recordaba diariamente,
casi siempre me contuve, pero me costó mucho. Siempre he
odiado el abuso de poder y, a medida que se sucedían las
acusaciones falsas, se ignoraban las pruebas de nuestra inocencia
y Starr perseguía a más gente inocente, a mí
me hervía la sangre. Nadie podía estar tan enfadado
como yo lo estaba sin hacerse daño a sí mismo. Me
llevó algún tiempo comprenderlo.

Septiembre comenzó con un viaje memorable a
Hawaii para conmemorar el cincuenta aniversario del final de la
Segunda Guerra Mundial, seguido por el viaje de Hillary a
Pekín para dirigirse a la Cuarta Conferencia Mundial de
Naciones Unidas sobre la Mujer. Hillary dio uno de los discursos
más importantes de los ocho años de nuestra
administración; afirmó que «los derechos
humanos son los derechos de las mujeres» y condenó
la excesivamente frecuente violación de los mismos por los
que traficaban con mujeres, las convertían en prostitutas,
las quemaban cuando pensaban que su dote era demasiado
pequeña, las violaban en tiempos de guerra, las pegaban en
sus casas o las sometían a mutilaciones genitales, abortos
forzados o esterilización. El público
respondió a su discurso poniéndose en pie y
aplaudiendo. Había sabido conectar con mujeres de todo el
mundo que sentían, sin lugar a dudas, que Estados Unidos
estaba con ellas. Una vez más, a pesar del maltrato al que
la sometía el caso Whitewater, Hillary había salido
en defensa de una causa en la creía y de nuestro
país. Yo me sentía muy orgulloso de ella. Los duros
e injustos golpes que había tenido que soportar no
habían podido ensombrecer el idealismo innato en ella del
que me había enamorado hacía mucho
tiempo.

Hacia mediados de mes, Dick Holbrooke había
convencido a los ministros de Asuntos Exteriores de Bosnia,
Croacia y Yugoslavia para que acordaran una serie de principios
básicos como marco para resolver el conflicto bosnio.
Mientras tanto, los ataques aéreos y con misiles de la
OTAN seguían cayendo sobre las posiciones de los
serbobosnios, y las victorias militares de los bosnios y los
croatas redujeron el territorio controlado por los serbios del 70
al 50 por ciento, una cifra muy cercana a la necesaria para
llegar a un acuerdo negociado.

El 28 de septiembre fue la culminación de un buen
mes en política exterior, pues Yitzhak Rabin y Yasser
Arafat acudieron a la Casa Blanca para dar el siguiente gran paso
en el proceso de paz: la firma del acuerdo de Cisjordania, que
ponía una considerable parte del territorio bajo control
palestino.

El acontecimiento más significativo
ocurrió lejos de las cámaras. Se dispuso que la
ceremonia de firma tuviera lugar a mediodía, pero antes
Rabin y Arafat se reunieron en la Sala del Gabinete para poner
sus iniciales al anexo al acuerdo, tres copias que incluía
veintiséis mapas distintos; en cada uno de ellos se
reflejaba literalmente el resultado de miles de pactos que las
partes habían alcanzado sobre carreteras, cruces,
asentamientos y lugares sagrados. También me dijeron que
pusiera mis iniciales en las páginas como testigo oficial.
Cuando íbamos más o menos por la mitad, mientras
estaba fuera respondiendo a una llamada, Rabin salió y
dijo: «Tenemos un problema». En uno de los mapas
Arafat había visto un tramo de carretera que estaba bajo
control israelí, pero él estaba convencido de que
las partes habían acordado entregarlo a los palestinos.
Rabin y Arafat querían que les ayudara a resolver la
disputa. Les llevé a mi comedor privado y comenzaron a
hablar; Rabin decía que quería ser un buen vecino y
Arafat replicaba que, como descendientes de Abraham, eran
más bien primos. La interacción entre los dos
viejos adversarios era fascinante. Sin decir palabra, me di la
vuelta, salí de la habitación y los dejé
juntos a solas por primera vez. Más tarde o más
temprano tendrían que establecer una relación
directa entre ellos, y aquel parecía el día
adecuado para empezar.

A los veinte minutos se habían puesto de acuerdo
en que el cruce que era objeto de la disputa debía ser
para los palestinos. Puesto que el mundo estaba esperando la
ceremonia y ya llegábamos tarde, no había tiempo
para cambiar el mapa. En lugar de ello, Rabin y Arafat acordaron
la modificación con un apretón de manos y luego
firmaron los mapas que tenían ante ellos; se
comprometieron legalmente con la atribución incorrecta de
aquella carretera en disputa.

Fue un acto de confianza personal que poco tiempo
atrás hubiera sido inconcebible. Y era arriesgado para
Rabin. Algunos días después, con los
israelíes divididos en dos bloques similares sobre el
acuerdo de Cisjordania, Rabin sobrevivió a una
moción de censura en el Knesset por un solo voto.
Todavía estábamos en la cuerda floja, pero yo me
sentía optimista. Sabía que la entrega del
territorio respetaría aquel pacto sellado con un
apretón de manos, y así fue. Fue ese
apretón, incluso más que la firma oficial, lo que
me convenció de que Rabin y Arafat sabrían
encontrar la forma de llevar a buen puerto el proceso de
paz.

El año fiscal acabó el 30 de septiembre y
para entonces seguíamos sin tener un presupuesto. Cuando
no estaba trabajando en Bosnia o en Oriente Próximo, me
pasaba el mes entero viajando por todo el país y haciendo
campaña contra los recortes que los republicanos
proponían en Medicare y Medicaid, los cupones de comida,
el programa de créditos estudiantiles directos y la
iniciativa de poner cien mil policías más en las
calles. Incluso proponían reducir la rebaja fiscal del
impuesto sobre la renta, lo que aumentaría la carga fiscal
para las familias trabajadoras con menores ingresos, mientras
pretendían, paralelamente, rebajar los impuestos de los
norteamericanos más ricos. En casi todas las escalas de mi
viaje subrayé que nuestra lucha no era sobre si
debíamos equilibrar el presupuesto y reducir la carga que
suponía un gobierno excesivamente grande, sino sobre la
forma de hacerlo. La gran disputa versaba sobre qué
responsabilidades debía asumir el gobierno federal por el
bien común.

En respuesta a mis ataques, Newt Gingrich
amenazó, si vetaba su ley de presupuesto, con subir el
límite de la deuda y de esa forma poner a Estados Unidos
en una situación de suspensión de pagos. Subir el
límite de la deuda era una ley meramente técnica
que reconocía lo inevitable: mientras Estados Unidos
siguiera acumulando déficit, la deuda anual
aumentaría y el gobierno tendría que vender
más bonos para financiarla. Subir el límite de la
deuda sencillamente daba al Departamento del Tesoro la
autorización necesaria para hacerlo. Mientras los
demócratas fueran mayoría, los republicanos
podían emitir votos simbólicos contra la subida del
límite de la deuda y pretender que no habían
contribuido a que ello fuera necesario. Muchos republicanos de la
Cámara jamás habían votado para subir el
límite de la deuda y no les gustaba la idea de comenzar a
hacerlo ahora, así que tenía que tomarme las
amenazas de Gingrich muy en serio.

Si Estados Unidos suspendía pagos sobre su deuda,
las consecuencias podían ser muy graves. En más de
doscientos años, Estados Unidos nunca había dejado
de pagar sus deudas. La suspensión de pagos haría
que los inversores recelaran de nuestra fiabilidad. A medida que
nos acercábamos al momento del enfrentamiento final, no
podía negar que Newt tenía muy buenas cartas, pero
yo estaba decidido a no dejarme chantajear. Si llevaba sus
amenazas a sus últimas consecuencias, él
también saldría perjudicado. La suspensión
de pagos implicaba el riesgo de hacer subir los tipos de
interés y, aunque fuera un pequeño aumento,
añadiría cientos de miles de millones a los pagos
de las hipotecas. Diez millones de norteamericanos tenían
hipotecas de tipo variable ligadas a los tipos de interés
federal. Si el Congreso no subía el límite de la
deuda, la gente podía acabar pagando lo que Al Gore
había llamado un «recargo Gingrich» en sus
pagos mensuales de la hipoteca. Los republicanos se lo
tendrían que pensar dos veces antes de dejar que Estados
Unidos cayera en la suspensión de pagos.

Durante la primera semana de octubre, el Papa
visitó Estados Unidos otra vez, y Hillary y yo fuimos a
verle a la magnífica catedral gótica de Newark.
Igual que habíamos hecho en Denver y en el Vaticano, Su
Santidad y yo nos reunimos a solas y hablamos sobre todo de
Bosnia. El Papa nos animó a perseverar en nuestros
esfuerzos por la paz, y añadió una
observación que me impresionó: dijo que el siglo XX
había comenzado con una guerra en Sarajevo y ahora era mi
labor evitar que acabase precisamente con otra, en aquella misma
ciudad.

Cuando nuestra reunión terminó, el Papa me
dio toda una lección sobre política. Salió
de la catedral y se alejó hasta unos tres
kilómetros de distancia, de modo que pudiera volver en su
papamóvil, con el techo de cristal a prueba de balas, y
saludar a la gente que abarrotaba las calles. Cuando llegó
a la iglesia, la congregación ya estaba sentada. Hillary y
yo estábamos en primera fila junto con los altos cargos
estatales y municipales y algunos importantes católicos de
Nueva Jersey. Las enormes puertas de roble se abrieron y dieron
paso al pontífice; llevaba su resplandeciente sotana
blanca con una capa blanca. La gente se puso en pie y
comenzó a aplaudir. A medida que el Papa avanzaba por el
pasillo central con los brazos abiertos para tocar las manos de
la gente de los dos lados, el aplauso se convirtió en una
aclamación con vítores y gritos de apoyo. Vi a un
grupo de monjas que se habían puesto de pie sobre sus
bancos y que gritaban como si fueran adolescentes en un concierto
de rock. Cuando le pregunté a un hombre que tenía
cerca quiénes eran, me dijo que eran carmelitas, miembros
de una orden de clausura que vivía completamente apartada
de la sociedad. El Papa les había dado una dispensa
especial para que pudieran ir a la catedral. Sin duda
sabía cómo conquistar a una multitud. Sacudí
la cabeza y dije: «No me gustaría nada tener que
presentarme contra este hombre a unas
elecciones».

Al día siguiente de ver al Papa avanzamos mucho
con Bosnia y anuncié que todas las partes se habían
comprometido a declarar un alto el fuego. Una semana más
tarde, Bill Perry anunció que un acuerdo de paz
requeriría que la OTAN enviara tropas a Bosnia para
asegurarse de su cumplimiento. Más todavía, puesto
que nuestro deber de participar en las misiones de la OTAN estaba
claro, no creía que para ello tuviéramos que pedir
autorización al Congreso. Yo creía que Dole y
Gingrich se sentirían aliviados de no tener que votar
sobre la cuestión de Bosnia. Ambos eran internacionalistas
que sabían qué debíamos hacer, pero
había demasiados republicanos en ambas cámaras que
no estaban nada de acuerdo con ellos.

El 15 de octubre, me reafirmé en mi
decisión de acabar con la guerra de Bosnia y de exigir
responsabilidades a aquellos que habían cometido
crímenes de guerra. Fui a la Universidad de Connecticut
con mi amigo el senador Chris Dodd para inaugurar el centro de
investigación bautizado en honor de su padre. Antes de
entrar en el Senado, Tom Dodd había sido fiscal en los
juicios de Nuremberg. En mi discurso, di mi apoyo sin reservas a
los tribunales para juzgar crímenes de guerra que
existían en la antigua Yugoslavia y en Ruanda, a los que
estábamos aportando dinero y personal, y apoyé el
establecimiento de un tribunal permanente para que se enfrentara
a los crímenes de guerra y a otras atrocidades que
violaban los derechos humanos. Al final, la idea se
materializó en el Tribunal Penal Internacional.

Mientras en Estados Unidos seguía
enfrentándome con el problema de Bosnia, Hillary
había vuelto a salir de viaje, esta vez por
Latinoamérica. En la situación creada al final de
la Guerra Fría, con Estados Unidos como única
superpotencia militar, económica y política, todas
las naciones pedían nuestra atención, y
generalmente nos convenía dársela.

Pero no podía ir a todas partes, especialmente
durante las peleas presupuestarias con el Congreso. Como
consecuencia, Al Gore y Hillary realizaron un gran número
de importantes viajes al extranjero. Allá donde iban, la
gente sabía que hablaban en nombre de Estados Unidos y en
el mío, y en cada viaje, sin excepción,
contribuyeron a reforzar la posición de nuestro
país en el mundo.

El 22 de octubre volé a Nueva York para celebrar
el cincuenta aniversario de Naciones Unidas. Aproveché la
ocasión para abogar por una mayor cooperación
internacional en la lucha contra el terrorismo, la
proliferación de armas de destrucción masiva, el
crimen organizado y el narcotráfico. A principios de ese
mismo mes, se declaró culpables al jefe Omar Abdel Rahman
y a otros nueve imputados en el caso del atentado con bomba
contra el World Trade Center, y no mucho antes Colombia
había arrestado a muchos de los líderes del
funestamente famoso cártel de Cali. En mi discurso
esbocé un programa de trabajo que nos permitiría
seguir adelante, firmemente asentados en estos éxitos. El
plan requería una adhesión universal a la
persecución del blanqueo de dinero, que se congelaran las
cuentas y bienes de los terroristas y de los narcotraficantes
–como ya había hecho con los cárteles
colombianos–, que no hubiera ningún santuario para
los miembros de grupos terroristas o del crimen organizado, que
se acabara con los mercados grises que aportaban armas y
documentos de identificación falsos a los terroristas y a
los narcotraficantes, que se intensificaran los esfuerzos para
destruir las cosechas de droga y para reducir la demanda, que se
formase una red internacional para entrenar a agentes de
policía y dotarles de la tecnología más
avanzada, que se ratificara la Convención sobre Armas
Químicas y que se reforzara la Convención sobre
Armas Biológicas.

Al día siguiente, regresé a Hyde Park para
mi novena reunión con Boris Yeltsin. Había estado
enfermo y soportaba mucha presión en su país por
parte de los ultranacionalistas a causa de la expansión de
la OTAN y del papel agresivo que Estados Unidos estaba teniendo
en Bosnia a expensas de los serbobosnios. El día anterior
había pronunciado un discurso bastante duro ante Naciones
Unidas, destinado principalmente a consumo interno, y pude ver
que estaba muy agobiado.

Para hacer que se sintiera más cómodo, le
acompañé a Hyde Park en mi helicóptero, para
que pudiera admirar la belleza del paraje a lo largo del
río Hudson en aquel suave día de otoño.
Cuando llegamos, le acompañé al patio delantero de
la vieja casa, con su amplia panorámica sobre el
río, y allí charlamos un rato, sentados en las
mismas sillas que Roosevelt y Churchill habían usado
cuando el primer ministro visitó Estados Unidos durante la
Segunda Guerra Mundial. Luego le hice pasar al interior de la
casa y le enseñé un busto de Roosevelt esculpido
por un artista ruso; un cuadro de la indómita madre del
presidente, obra del hermano del escultor y la nota manuscrita
que Roosevelt había enviado a Stalin para informarle que
se había fijado la fecha del día D.

Boris y yo pasamos la mañana hablando de su
delicada situación política. Le recordé que
había hecho todo lo que había podido para apoyarle,
y le dije que, a pesar de que no estábamos de acuerdo en
la expansión de la OTAN, trataría de ayudarle para
que lo superara.

Después de comer volvimos a la casa a hablar
sobre Bosnia. Las partes estaban a punto de venir a Estados
Unidos a negociar lo que todos esperábamos que fuera un
acuerdo definitivo, el éxito del cual dependía
tanto de una fuerza multinacional dirigida por Naciones Unidas
como de la participación de tropas rusas, que
darían la garantía a los serbios de Bosnia de que
se les iba a tratar con justicia. Finalmente, Boris aceptó
enviar tropas. Dijo que, aunque no podían estar bajo el
mando de la OTAN, estaría encantado de ponerlas bajo el
mando de «un general norteamericano». Yo
asentí, mientras se entendiera que sus tropas no
interferirían de ningún modo con el mando y el
control de la OTAN.

Lamentaba que Yeltsin tuviera tantos problemas internos.
Era cierto que había cometido errores pero, a pesar de la
enorme resistencia que había encontrado, pudo hacer que
Rusia siguiera avanzando en la dirección correcta. Yo
todavía creía que podía ganar las
elecciones.

En la rueda de prensa posterior a nuestra
reunión, dije que habíamos avanzado sobre Bosnia y
que ambos presionaríamos para que se ratificase el tratado
START II y cooperaríamos para lograr, en 1996, un tratado
de prohibición completa de las pruebas nucleares. Era un
anuncio de gran importancia, pero Yeltsin acaparó todo el
protagonismo del acto. Dijo a la prensa que se iba de nuestra
cumbre mucho más optimista de lo que había llegado,
pues antes de que se celebrara todos los periodistas
decían que la cumbre «iba a ser un desastre. Bien,
ahora puedo decirles, por primera vez, que son ustedes los que
son un desastre». Casi me caigo de la risa, y la prensa
también se rió. Todo lo que pude decir como
respuesta fue: «Asegúrense que atribuyen el
comentario a la persona correcta». Yeltsin podía
decir las cosas más rocambolescas y salir airoso de ello.
No llego a imaginarme cómo habría contestado a
todas las preguntas de Whitewater.

Octubre fue un mes relativamente tranquilo en el frente
interior, a medida que la caldera del presupuesto se calentaba
hasta llegar al punto de ebullición. A principios de mes,
Newt Gingrich decidió no llevar a votación la ley
sobre reforma de los grupos de presión y yo veté la
ley de asignaciones presupuestarias. La ley de reforma de los
grupos de presión requería que sus miembros
informasen de sus actividades y les prohibía hacer regalos
a los legisladores o pagarles viajes o comidas más
allá de un modesto límite. Los republicanos estaban
consiguiendo un montón de dinero de los grupos de
presión aprobando leyes que reducían los impuestos,
dando subsidios y eximiendo de las normas sobre medio ambiente a
un amplio abanico de grupos de interés. Gingrich no
veía ningún motivo para cambiar una
situación que les beneficiaba. Veté la propuesta de
ley de asignaciones presupuestarias porque, aparte de la ley de
asignaciones para construcciones militares, era la única
ley de presupuestos que el Congreso había aprobado en el
nuevo año fiscal, y no creía justo que lo primero
que hiciera el Congreso fuera asegurarse la propia
financiación. No quería vetar la propuesta y
había pedido a los dirigentes republicanos que la
retuvieran hasta que hubiéramos aprobado algunas otras
leyes presupuestarias, pero me la enviaron de todas
formas.

Mientras la batalla presupuestaria continuaba, la
secretaria de Energía, Hazel O'Leary, y yo recibimos un
informe de mi Comité Asesor sobre Experimentos en
Radiación Humana que detallaba los miles de experimentos
que se habían realizado con seres humanos en
universidades, hospitales y bases militares durante la Guerra
Fría. La mayoría de ellos eran éticos, pero
unos pocos no lo eran: en un experimento, los científicos
inyectaron plutonio a dieciocho pacientes sin su conocimiento; en
otro, los doctores expusieron a pacientes indigentes que
sufrían de cáncer a dosis de radiación
excesivas, sabiendo de antemano que no contribuirían a
curar sus enfermedades. Ordené que se revisaran todos los
procedimientos vigentes de experimentación, y me
comprometí a buscar una compensación en todos los
casos apropiados. La publicación de esta
información, anteriormente secreta, formaba parte de una
política de mayor transparencia que apliqué durante
todo mi período en el cargo. Ya habíamos
desclasificado miles de documentos de la Segunda Guerra Mundial,
de la Guerra Fría y del asesinato de Kennedy.

Al final de la primera semana de octubre, Hillary y yo
nos tomamos el fin de semana libre para volar a Martha's Vineyard
y asistir a la boda de nuestra buena amiga Mary Steenburgen con
Ted Danson. Éramos amigos desde la década de 1980,
nuestros hijos habían jugado juntos desde pequeños
y Mary se había deslomado por mí a lo largo y ancho
del país en 1992. Me alegré cuando ella y Ted se
enamoraron; su boda me permitió olvidar por un momento los
momentos difíciles con Bosnia, Whitewater y la batalla
presupuestaria.

A finales de mes, Hillary y yo celebramos nuestro
vigésimo aniversario de boda. Le compré un bonito
anillo de diamantes para conmemorar lo que era todo un hito en
nuestras vidas y para compensarla porque cuando aceptó
casarse conmigo yo no tenía suficiente dinero para
comprarle un anillo de compromiso. A Hillary le gustaron mucho
los pequeños diamantes a lo largo de la estrecha banda, y
llevaba el anillo como recordatorio de que, a pesar de nuestros
altibajos, seguíamos profundamente comprometidos el uno
con el otro.

Cuarenta y
cinco

El sábado 4 de noviembre comenzó bien. Las
conversaciones de paz para Bosnia habían empezado tres
días antes en la base de las fuerzas aéreas de
Wright-Patterson, en Dayton, Ohio, y acabábamos de ganar
una votación en el Congreso para que no se incluyeran en
el presupuesto de la Agencia de Protección del Medio
Ambiente (APM) diecisiete enmiendas contra el medio ambiente.
Había grabado mi habitual discurso radiofónico de
los sábados por la mañana, en el que
arremetía contra los recortes que todavía
seguían en el presupuesto de la APM, y el día
transcurría con una tranquilidad y una paz poco
habituales. Sin embargo, a las 3.25 de la tarde, Tony Lake
llamó a la residencia para decirme que habían
disparado contra Yitzhak Rabin cuando se marchaba de un gran
mitin por la paz en Tel Aviv. El hombre que le había
atacado no era un terrorista palestino, sino un joven estudiante
de derecho israelí, Ygal Amir, que se oponía
fervientemente a entregar Cisjordania, incluida la tierra ocupada
por los asentamientos de colonos israelíes, a los
palestinos.

Habían llevado rápidamente a Yitzhak al
hospital y todavía no sabíamos si las heridas eran
graves. Llamé a Hillary, que estaba arriba trabajando en
su libro, y le conté lo que había pasado.
Bajó y me abrazó mientras hablábamos de que
Yitzhak y yo habíamos estado juntos apenas hacía
diez días, cuando vino a Estados Unidos para entregarme el
Premio Isaías de la Organización de Judíos
Unidos. Fue una noche muy feliz. Yitzhak, que odiaba ponerse
elegante, se presentó al acto de etiqueta con un traje
oscuro y una corbata normal. Uno de mis ayudantes, Steve Goodin,
le prestó una pajarita y yo se la ajusté antes de
salir. Cuando Yitzhak me entregó el premio,
insistió en que, como homenajeado, yo debía ponerme
a su derecha, aunque el protocolo dictara que los líderes
extranjeros se colocan a la derecha del presidente. «Hoy
cambiamos el orden», dijo. Le contesté que
quizá tuviera razón y debiéramos hacerlo
ante la Organización de Judíos Unidos, pues
probablemente «sean más tu público que el
mío». Ahora esperaba contra todo pronóstico
que pudiéramos volver a reírnos como aquella noche
otra vez.

A los veinticinco minutos de su primera llamada, Tony
volvió a llamar para decir que Rabin estaba muy grave,
pero que no sabía nada más. Colgué el
teléfono y le dije a Hillary que quería bajar al
Despacho Oval. Después de hablar con mi equipo y de
caminar por la habitación durante cinco minutos,
decidí que quería estar solo, así que
cogí un palo y unas cuantas bolas de golf y fui a
practicar mi juego en el green en el Jardín Sur,
donde recé a Dios para que no se llevara la vida de
Yitzhak; golpeé la bola sin ánimo y
esperé.

A los diez o quince minutos vi que se abría la
puerta del Despacho Oval y que Tony Lake se acercaba por el
camino de piedra. Por la expresión de su rostro supe que
Yitzhak había muerto. Cuando Tony me lo dijo le
pedí que preparara una declaración para que yo la
leyera en público.

Durante los dos años y medio que habíamos
trabajado juntos, Rabin y yo habíamos desarrollado una
relación inusualmente íntima, basada en la
franqueza, la confianza y una comprensión extraordinaria
de las posiciones políticas y de la forma de pensar del
otro. Nos habíamos hecho amigos de esa forma única
en que la gente entabla amistad cuando se comparte una lucha por
algo que se considera muy importante y bueno. Con cada encuentro,
mi respeto por él fue en aumento. Cuando le mataron,
había llegado a quererle como pocas veces he querido a
ningún otro hombre. Supongo que en el fondo siempre supe
que arriesgaba su vida por la paz, pero no podía imaginar
que fuera a desaparecer y no tenía ni idea de qué
querría o podría hacer en Oriente Próximo
sin él. Abrumado por el dolor, regresé arriba para
estar con Hillary un par de horas.

Al día siguiente Hillary, Chelsea y yo fuimos a
la iglesia metodista Foundry con nuestros invitados de Little
Rock, Vic y Susan Fleming, y su hija Elizabeth, una de las
mejores amigas de Hillary en Arkansas. Era el día de Todos
los Santos y el servicio estuvo lleno de evocaciones de Rabin.
Chelsea y otra joven leyeron un fragmento del Éxodo que
hablaba sobre cómo Moisés se había
enfrentado a Dios en forma de arbusto ardiente. Nuestro pastor,
Phil Wogaman, dijo que el lugar de Tel Aviv donde Rabin
«entregó su vida se había convertido en un
lugar sagrado».

Después de comulgar, Hillary y yo salimos de la
iglesia y condujimos hasta la embajada israelí para ver al
embajador y a la señora Rabinovich y firmar en el libro de
condolencias, que estaba sobre una mesa en el salón
Jerusalén de la embajada, junto con una gran
fotografía de Rabin. Cuando llegamos, Tony Lake y Dennis
Ross, nuestro enviado especial en Oriente Próximo, ya
estaban allí, sentados y guardando un respetuoso silencio.
Hillary y yo firmamos en el libro y luego nos fuimos a casa para
prepararnos antes de volar a Jerusalén para el
funeral.

Nos acompañaron los ex presidentes Carter y Bush,
los principales líderes del Congreso y tres docenas
más de senadores y miembros de la cámara de
representantes, el general Shalikashvili, el ex secretario de
Estado George Shultz y muchas importantes personalidades del
mundo de los negocios. Tan pronto como aterrizamos, Hillary y yo
fuimos a casa de los Rabin para ver a Leah. Tenía el
corazón destrozado pero trataba de parecer fuerte por su
familia y por su país.

Asistieron al funeral el rey Hussein y la reina Noor, el
presidente Mubarak y otros líderes mundiales. Arafat
quería ir, pero le convencieron de que no lo hiciera por
el riesgo y porque su presencia en Israel podía ser
conflictiva. Para Mubarak también era arriesgado asistir;
recientemente había sobrevivido a un intento de asesinato,
pero fue un riesgo que decidió tomar. Hussein y Noor
estaban destrozados por la muerte de Rabin. Le querían de
verdad y pensaban que era fundamental para el proceso de paz.
Para. cada uno de sus interlocutores árabes, la muerte de
Yitzhak fue un doloroso recordatorio de los riegos que
también ellos estaban corriendo para conseguir la
paz.

Hussein pronunció un panegírico
magnífico; la nieta de Rabin, Noa Ben Artzi-Pelossof, que
estaba cumpliendo entonces el servicio militar en el
ejército israelí, conmovió al público
al hablar con su abuelo: «Abuelito, eras la columna de
fuego que iluminaba el campamento y ahora somos solo un
campamento perdido en la oscuridad, y tenemos mucho
frío». Cuando llegó mi turno de hablar,
traté de que el pueblo de Israel continuara siguiendo a su
líder caído. Aquella misma semana, los
judíos de todo el mundo estudiaban el pasaje de la Torah
en el que Dios ordena a Abraham que sacrifique a su amado hijo
Isaac o Yitzhak. «Ahora Dios pone a prueba nuestra fe de un
modo todavía más terrible, pues se ha llevado a
nuestro Yitzhak. Pero la alianza de Israel con Dios por la
libertad, la tolerancia, la seguridad y la paz… esa alianza
debe permanecer. Esa alianza fue el trabajo de toda la vida del
primer ministro Rabin. Ahora tenemos que convertirla en un legado
que perdure.» Y terminé diciendo «Shalom,
chaver
».

De alguna forma, aquellas dos palabras, Shalom,
chaver –Adios, amigo– supieron captar el sentimiento
de los israelíes hacia Rabin. En mi equipo había
gente judía que hablaba hebreo y que sabía lo que
yo sentía por Rabin; todavía les estoy agradecido
por aquella frase. Shimon Peres me dijo más adelante que
chaver significa algo más que amistad; evoca la
camaradería de las almas gemelas que luchan por una causa
común. Pronto Shalom, chaver comenzó a
aparecer en carteles y pegatinas de parachoques por todo
Israel.

Tras el funeral celebré algunas reuniones con
otros dirigentes en el hotel King David, con sus
magníficas vistas sobre la Ciudad Antigua y luego volvimos
a Washington. Eran casi las 4.30 de la madrugada cuando
aterrizábamos en la base de las fuerzas aéreas en
Andrews; los cansados viajeros salieron derrengados del
avión e intentarían descansar cuanto pudieran antes
de que la batalla por los presupuestos llegara a su fase
final.

Desde que había comenzado el nuevo año
fiscal el 1 de octubre, el gobierno había funcionado con
una resolución de prórroga (RP), que autorizaba a
financiar los diversos departamentos hasta que sus nuevos
presupuestos se aprobaran. No era inusual que el año
fiscal comenzara y el Congreso todavía no hubiera aprobado
un par de leyes de asignación de fondos, pero ahora era el
gobierno entero el que estaba en RP y la situación no
tenía visos de solucionarse. En cambio, durante mis dos
primeros años, el Congreso, dominado por los
demócratas, había aprobado los presupuestos a
tiempo.

Yo había ofrecido un plan para equilibrar el
presupuesto en diez años, y luego para equilibrarlo en
nueve, en 2004, pero los republicanos y yo todavía
manteníamos posiciones muy alejadas sobre nuestros
presupuestos. Todos mis expertos creían que los recortes
del GOP en Medicare y Medicaid, en educación, en medio
ambiente y en la rebaja fiscal del impuesto sobre la renta eran
mayores de lo necesario para financiar sus reducciones de
impuestos y alcanzar el equilibrio, incluso si se
pretendía llegar a él en siete años.
También teníamos distintas opiniones sobre las
estimaciones de crecimiento de la economía, la
inflación médica y los ingresos previstos. Cuando
controlaban la Casa Blanca, los republicanos sobreestimaban los
ingresos y subestimaban los gastos sistemáticamente. Yo
estaba decidido a no caer en esa trampa; siempre había
utilizado estimaciones conservadoras, lo 9ue nos habían
permitido superar nuestros objetivos de reducción del
déficit.

Ahora que controlaban el Congreso, los republicanos
habían ido demasiado lejos en la dirección
contraria; habían subestimado el crecimiento
económico y los ingresos y habían exagerado el
porcentaje de inflación en los costes médicos,
incluso a pesar de que proponían que las organizaciones
sanitarias eran el medio más seguro de reducir esa
inflación. Su estrategia parecía la
prolongación lógica del consejo que había
dado William Kristol en su memorándum a Bob Dole, en el
que le apremiaba a que bloqueara cualquier iniciativa en sanidad.
Si conseguían reducir los fondos de Medicare, de Medicaid,
de la educación y de la protección del medio
ambiente, los norteamericanos de clase media verían menos
beneficios por los impuestos que pagaban, lo que
aumentaría su resentimiento al pagarlos y les haría
ser todavía más receptivos a los cantos de sirena
republicanos sobre los recortes de impuestos y a su estrategia de
centrar las campañas en temas sociales y culturales que
dividían profundamente a los ciudadanos, como el aborto,
los derechos de los gays y las armas.

El director de presupuesto del presidente Reagan, David
Stockman, había reconocido que su administración
había incurrido voluntariamente en grandes déficits
para crear una crisis que «matara de hambre» el
presupuesto interno. Lo consiguieron en parte, financiando de
forma deficitaria aunque no eliminando del todo las inversiones
en nuestro futuro común. Ahora los republicanos de
Gingrich trataban de utilizar un presupuesto equilibrado con
expectativas poco razonables de ingresos y de gastos para acabar
aquel trabajo que empezó la administración Reagan.
Yo estaba decidido a detenerlos. Nos jugábamos el futuro
de nuestro país.

El 10 de noviembre, tres días antes de que
expirara la resolución de prórroga, el Congreso me
envió un nuevo presupuesto con el que me arrojaba el
guante: el precio de que el gobierno pudiera seguir funcionando
era firmar una nueva RP que aumentaba las tarifas de Medicare en
un 25 por ciento, reducía los fondos para educación
y medio ambiente y debilitaba las leyes de medio
ambiente.

Al día siguiente, justo una semana después
del asesinato de Rabin, dediqué mi discurso
radiofónico a los intentos republicanos de aprobar su
presupuesto a través de la puerta trasera de la RP. Era el
Día de los Veteranos, así que subrayé que
ocho millones de los ancianos cuyas cuotas subirían eran
veteranos. No había necesidad de imponer los recortes
draconianos que proponía el GOP: las tasas combinadas del
desempleo y la inflación estaban en sus valores
mínimos de los últimos veinticinco años; el
empleo en la administración federal como porcentaje del
total de la fuerza laboral era el menor desde 1933, y el
déficit estaba bajo. Yo todavía quería
equilibrar el presupuesto, pero de una forma que fuera
«coherente con nuestros valores fundamentales» y
«sin amenazas y sin rencor partidista».

La noche del lunes, el Congreso finalmente aprobó
la ampliación del límite de la deuda. Fue
todavía peor que la RP, otro intento de pasar los recortes
presupuestarios por la puerta trasera y de debilitar las leyes de
protección del medio ambiente. La legislación
también quitaba al secretario del Tesoro la flexibilidad
en la gestión de los fondos, de la que había
disfrutado desde los años de Reagan, para evitar
suspensiones de pagos bajo circunstancias extraordinarias.
Todavía peor, volvía a reducir el límite de
la deuda al cabo de treinta días, con lo que,
virtualmente, aseguraba una suspensión de
pagos.

Gingrich amenazaba desde abril con paralizar al gobierno
y poner a Estados Unidos en suspensión de pagos si yo no
aceptaba su presupuesto. No sé si realmente quería
hacerlo o si simplemente se había creído la imagen
que había dado de mí la prensa durante mis primeros
dos años en los que, a pesar de abrumadoras pruebas en
sentido contrario, me había caracterizado como demasiado
débil, demasiado dispuesto a abandonar mis compromisos y
demasiado ansioso por pactar. Si fue así, debió
haber prestado más atención a los
hechos.

El 13 de noviembre, el día en que la RP que
estaba en vigor expiraba a media noche, los negociadores trataron
una vez más de resolver nuestras diferencias para evitar
que el gobierno se paralizara. Dole, Gingrich, Armey, Daschle y
Gephardt estuvieron presentes, al igual que Al Gore, Leon
Panetta, Bob Rubin, Laura Tyson y otros miembros de nuestro
equipo. La atmósfera ya era muy tensa cuando Gingrich
comenzó la reunión quejándose de nuestros
anuncios de televisión. En junio, habíamos iniciado
una campaña, en estados cuidadosamente seleccionados, para
subrayar los logros del gobierno, comenzando por la ley contra el
crimen. Cuando el debate sobre el presupuesto se calentó,
después del Día del Trabajo, emitimos unos anuncios
nuevos que atacaban los recortes que proponían los
republicanos, especialmente en Medicare y en Medicaid.
Después de que Newt hablara durante un rato, Leon Panetta
le recordó lacónicamente todas las cosas horribles
que había dicho sobre mí en las elecciones de 1994:
«Señor portavoz, usted no tiene las manos
limpias».

Dole trató de calmar los ánimos, diciendo
que no quería que el gobierno se paralizara. En ese punto,
Dick Armey intervino para decir que Dole no hablaba por los
republicanos de la Cámara de Representantes. Armey era un
hombretón que siempre llevaba botas de vaquero y
parecía vivir en un permanente estado de agitación.
Lanzó una terrible diatriba sobre cómo los
republicanos de la Cámara de Representantes estaban
dispuestos a mantenerse fieles a sus principios, y sobre lo
enfadado que estaba porque mis anuncios sobre los recortes en
Medicare habían asustado a su anciana suegra. Le
repliqué que no sabía nada de su suegra, pero que
si los recortes republicanos se convertían en ley, un
número muy elevado de ancianos se verían obligados
a abandonar las residencias o a perder su atención
sanitaria a domicilio.

Armey replicó bruscamente que si yo no me
rendía, paralizarían el gobierno y mi presidencia
habría acabado. Le devolví el golpe diciendo que
nunca permitiría que su presupuesto se convirtiera en ley
«ni siquiera si bajo al 5 por ciento en las encuestas.
¡Si quieren su presupuesto, tendrán que conseguir
que otro ocupe esta silla!». No creo que nadie se sorprenda
si digo que no llegamos a ningún acuerdo.

Después de la reunión, Daschle, Gephardt y
mi equipo estaban eufóricos por la manera en que me
había enfrentado a Armey. Al Gore dijo que le
gustaría que todo el mundo en Estados Unidos me hubiera
oído; solo objetó que debería haber dicho
que no me importaría bajar aunque fuera al cero por ciento
en las encuestas. «No, Al. Si bajamos al cuatro por ciento,
me rindo.» Todos reímos, pero por dentro
todavía teníamos un nudo en el
estómago.

Veté tanto la RP como la ley de límite de
la deuda y, al día siguiente a mediodía, gran parte
de los servicios del gobierno federal cerraron sus puertas. Se
envió a casi ochocientos mil trabajadores de vuelta a
casa, lo que creó complicaciones a millones de
norteamericanos que necesitaban que se gestionaran sus
solicitudes de la Seguridad Social, sus subsidios para veteranos
y sus créditos empresariales, o que debían recibir
la visita del inspector en sus lugares de trabajo para que
comprobara que eran seguros, o que querían que abrieran
los parques nacionales para poder visitarlos o muchas cosas
más. Tras los vetos, Bob Rubin tomó la inaudita
decisión de retirar sesenta y un mil millones de nuestro
fondo de jubilaciones para pagar nuestra deuda y evitar la
suspensión de pagos durante un poco más de
tiempo.

Como era de esperar, los republicanos trataron de
culparme a mí del cierre. Tenía miedo de que lo
lograran, puesto que no lo habían hecho nada mal cuando me
echaron la culpa del enfrentamiento entre partidos en las
elecciones de 1994. Pero el día 15, durante un desayuno
con periodistas, el propio Gingrich me dio un respiro. Dio a
entender que había hecho la RP todavía más
dura porque le había menospreciado durante el vuelo de
vuelta del funeral de Rabin por no haber hablado con él
sobre el presupuesto y pidiéndole que abandonara el
avión por la rampa trasera en lugar de por la delantera
conmigo. Gingrich dijo: «Es una nimiedad pero creo que es
humano… nadie te habla durante el viaje y además te
dicen que bajes por la rampa de atrás… y te preguntas,
¿acaso no tienen modales?». Quizá
debería haber discutido el presupuesto con él
durante el viaje de vuelta, pero no podía pensar en otra
cosa que no fuera el propósito de aquel triste viaje y el
futuro del proceso de paz. De todas formas, estuve con el
portavoz y con la delegación del congreso, como
demostró una fotografía en la que
aparecíamos Newt, Bob Dole y yo hablando en el
avión. Y por lo que respecta a salir por la parte de
atrás, mi equipo trataba de ser amable con ellos, pues era
la salida que estaba más cerca de los coches que
recogían a Gingrich y a los demás. Eran las cuatro
y media de la madrugada y no había cámaras cerca.
La Casa Blanca distribuyó la foto de nuestra
conversación y la prensa se mofó de las quejas de
Gingrich.

El día 16, en una conferencia de prensa,
continué pidiendo a los republicanos que me enviaran una
RP limpia y que comenzáramos las negociaciones
presupuestarias de buena fe, a pesar de que amenazaban con
enviarme otra propuesta con los mismos problemas que la
precedente. La noche anterior había firmado la propuesta
de ley de presupuesto del Departamento de Transporte, que era
solo la cuarta de las trece que necesitábamos; tuve que
cancelar mi viaje previsto a la cumbre de los dirigentes de la
región de Asia y el Pacífico que iba a celebrarse
en Osaka, Japón.

El 19 de noviembre hice un acercamiento a los
republicanos y les dije que, en principio, trabajaría por
un acuerdo para tener un presupuesto equilibrado en siete
años pero que no aceptaría los recortes de
impuestos y de gastos que proponía el GOP. La
economía había continuado creciendo y el
déficit había caído todavía
más de lo esperado. Panetta, Alice Rivlin y nuestro equipo
económico creían que estábamos en
situación de alcanzar un equilibrio en siete años
sin los brutales recortes que querían aprobar los
republicanos. Firmé dos leyes de presupuesto más,
para el legislativo y para el Departamento del Tesoro, el
Servicio Postal y las actividades generales del gobierno. Con
seis de las trece leyes firmadas, unos doscientos mil empleados
federales, de los ochocientos mil que habían regresado a
casa, volvieron al trabajo.

La mañana del 21 de noviembre, Warren Christopher
me llamó desde Dayton para decirme que los presidentes de
Bosnia, Croacia y Serbia habían llegado a un acuerdo para
poner fin a la guerra de Bosnia. El acuerdo mantenía a
Bosnia como un estado independiente formado por dos partes
–la Federación Bosniocroata y la República
Serbia de Bosnia– y solucionaba las disputas territoriales
por las que había comenzado la guerra. Sarajevo
seguiría siendo la capital de la nación y no se
dividiría. El gobierno nacional tendría competencia
exclusiva en asuntos exteriores, comercio, inmigración,
nacionalidad y política monetaria. Cada una de las
federaciones tendría su propio cuerpo de policía.
Los refugiados podrían volver a casa y se
garantizaría la libre circulación por todo el
país. Habría una supervisión internacional
del respeto a los derechos humanos y del entrenamiento de la
policía, y aquellos a los que se acusaba de
crímenes de guerra no podrían participar en la vida
política. Un cuerpo internacional, bajo el mando de la
OTAN, supervisaría la separación de las fuerzas y
mantendría la paz mientras se pusiera en funcionamiento el
acuerdo.

El plan de paz para Bosnia fue una victoria complicada y
algunos puntos eran duros para ambas partes, pero ponía
fin a cuatro años sangrientos que se habían cobrado
más de doscientas cincuenta mil vidas y habían
hecho que más de dos millones de personas tuvieran que
abandonar sus hogares. Estados Unidos fue decisivo para impulsar
la OTAN a ser más agresiva y para tomar la iniciativa
diplomática final. Nuestros esfuerzos recibieron una gran
ayuda con las victorias militares croatas y bosnias sobre el
terreno y con el valiente y pertinaz rechazo de Izetbegovic y sus
camaradas a rendirse ante la agresión serbia.

El acuerdo final era un homenaje a la habilidad de Dick
Holbrooke y su equipo de negociadores; a Warren Christopher,
quien en los momentos críticos fue determinante para
mantener a los bosnios en las negociaciones y para que se cerrara
el trato; a Tony Lake, que concibió inicialmente el
proyecto y convenció a nuestros aliados y quien, junto con
Holbrooke, presionó para que las conversaciones finales
tuvieran lugar en Estados Unidos; a Sandy Berger, que
había presidido las reuniones del comité de
adjuntos, quienes mantuvieron a la gente informada de lo que
estaba sucediendo durante el operativo de seguridad nacional sin
permitir, en cambio, que interfirieran; y a Madeleine Albright,
quien apoyó de forma elocuente nuestra postura agresiva en
Naciones Unidas. La selección de Dayton y de la base
Wright-Patterson de las fuerzas aéreas demostró
haber sido un gran acierto. El lugar fue cuidadosamente escogido
por el equipo negociador. Estaba en Estados Unidos, pero lo
suficientemente lejos de Washington para que no hubiera
filtraciones, y las instalaciones permitían el tipo de
«conversaciones de proximidad» que facilitaron a
Holbrooke y a su equipo negociar los detalles más
difíciles.

El 22 de noviembre, después de 21 días de
aislamiento en Dayton, Holbrooke y sus colaboradores vinieron a
la Casa Blanca a recibir mis felicitaciones y a hablar sobre
cuáles debían ser nuestros siguientes pasos.
Todavía teníamos mucho trabajo por delante para
defender el acuerdo ante el Congreso y para convencer al pueblo
norteamericano de que era buena idea; pues, según las
últimas encuestas, estaban orgullosos de que se hubiera
alcanzado el acuerdo de paz, pero todavía se
oponían de forma abrumadoramente mayoritaria a que se
enviaran tropas estadounidenses a Bosnia. Después de que
Al Gore abriera la reunión diciendo que hasta el momento
las declaraciones de los militares no habían sido
demasiado útiles, le dije al general Shalikashvili que
sabía que apoyaba nuestra implicación en Bosnia,
pero que muchos de sus subordinados seguían
mostrándose indecisos. Al y yo habíamos preparado
nuestros comentarios para enfatizar que había llegado el
momento de que todo el gobierno, no solo las fuerzas armadas, se
atuviera al programa. Lo logramos.

Algunos importantes miembros del Congreso ya apoyaban
firmemente nuestra postura, especialmente los senadores Lugar,
Biden y Lieberman. Otros nos apoyaban con matices; querían
una «estrategia de salida» clara. Para ir sumando
yotos, invité a miembros del Congreso a la Casa Blanca,
mientras enviábamos a Christopher, Perry, Shalikashvili y
Holbrooke al Capitolio. Era un reto complicado, incluso
aún más si cabe porque todavía estaba sobre
la mesa el debate sobre el presupuesto. El gobierno seguía
activo por el momento pero los republicanos amenazaban con
paralizarlo de nuevo el 15 de diciembre.

El 27 de noviembre expuse al pueblo norteamericano mis
argumentos para que Estados Unidos se implicara en Bosnia. Desde
el Despacho Oval, dije que los miembros de nuestra diplomacia
habían conseguido cerrar los acuerdos de Dayton y que se
había solicitado la presencia de nuestras tropas, no para
luchar, sino para ayudar a las partes a aplicar el plan de paz,
que servía a nuestros intereses estratégicos e
impulsaba la causa de nuestros valores fundamentales.

Puesto que otras veinticinco naciones ya habían
acordado participar en una fuerza de sesenta mil soldados, solo
un tercio de las tropas serían norteamericanas. Me
comprometí a que intervinieran con una misión
clara, limitada y realizable y a que estuvieran bien entrenadas y
fuertemente armadas, para minimizar los riesgos de bajas. Tras el
discurso estaba convencido de que había dado los mejores
argumentos posibles para que cumpliéramos con nuestra
responsabilidad de dirigir las tropas de la paz y de la libertad;
esperaba haber conmovido suficientemente a la opinión
pública para que al menos el Congreso no tratara de
impedir que enviara las tropas.

Además de las razones que había formulado
en mi discurso, dar la cara por los bosnios tenía otro
importante beneficio para Estados Unidos: demostraría a
los musulmanes de todo el mundo que nuestro país se
preocupaba por ellos, respetaba el Islam y les apoyaría si
abandonaban el terrorismo y optaban por la paz y la
reconciliación.

El 28 de noviembre, después de firmar una
propuesta de ley para financiar con más de cinco mil
millones de dólares proyectos que incluyeran mi
política de «tolerancia cero» con el alcohol
para conductores menores de veintiún años,
partí hacia el Reino Unido e Irlanda para impulsar otra
importante iniciativa de paz. A pesar de que toda la actividad
que desarrollamos en Oriente Próximo y en Bosnia y de las
discusiones sobre el presupuesto, habíamos continuado
trabajando en la cuestión de Irlanda del Norte. En
vísperas de mi viaje, gracias a nuestra insistencia, los
primeros ministros Major y Bruton anunciaron un nuevo paso
adelante en el proceso de paz de Irlanda del Norte: una
iniciativa de «vías paralelas» que contemplaba
conversaciones por separado sobre el decomiso de las armas y la
solución de los temas políticos. Se
invitaría a todas las partes, incluso al Sinn Fein, a
participar en las conversaciones; las supervisaría un
tribunal internacional que George Mitchell había aceptado
presidir. Era bonito viajar en un avión con destino a las
buenas noticias.

El día 29 me reuní con John Major y
hablé en el Parlamento; agradecí a los
británicos su apoyo al proceso de paz de Bosnia y su
disposición a adoptar un papel importante en las fuerzas
de la OTAN. Para felicitar a Major por su búsqueda de la
paz en Irlanda del Norte cité la preciosa frase de John
Milton: «La paz tiene sus victorias, no menos reconocidas
que las de la guerra». También conocí al
joven e impresionante líder de la oposición, Tony
Blair, que estaba haciendo resucitar al Partido Laborista con un
enfoque bastante parecido al que nosotros habíamos tomado
desde el CLD. Mientras tanto, en Estados Unidos, los republicanos
habían cambiado de opinión sobre la ley de reforma
de los grupos de presión y la Cámara la
aprobó sin un solo voto en contra por 421 a O.

Al día siguiente volé a Belfast; era el
primer presidente de Estados Unidos que visitaba Irlanda del
Norte. Fue el principio de los dos mejores días de mi
presidencia. De camino al aeropuerto había gente ondeando
banderas norteamericanas y dándome las gracias por
trabajar para la paz. Cuando llegué a Belfast hice una
parada en Shankill Road, el epicentro del Unionismo Protestante,
donde habían muerto diez personas por una bomba del IRA en
1993. Lo único que la mayor parte de los protestantes
sabía sobre mí era que le había concedido un
visado a Adams. Yo quería que, además, supieran que
estaba trabajando para conseguir una paz que también fuera
justa para ellos. Mientras compraba unas flores, manzanas y
naranjas en una tienda local, hablé con algunas personas y
estreché la mano a otras.

Por la mañana hablé a los empleados y al
público en Mackie International, una empresa de
manufacturas textiles que daba empleo tanto a católicos
como a protestantes. Después de que me presentaran a dos
niños que querían la paz, uno protestante y el otro
católico, pedí a la gente que escuchara a los
niños: «Solo ustedes pueden decidir entre la
división y la unidad, entre una vida difícil y la
esperanza». El lema del IRA era «Llegará
nuestro día». Insistí a los irlandeses en que
les dijeran a aquellos que se aferraban a la violencia que
«Ustedes son el pasado, sus días han
terminado».

Después me detuve en la carretera de Falls, el
centro de la comunidad católica de Belfast. Visité
una panadería y comencé a estrechar manos a una
multitud cada vez mayor. Uno de ellos era Gerry Adams. Le dije
que estaba leyendo The Street, su libro de relatos sobre
Falls, y que me había ayudado a entender mejor por lo que
habían tenido que pasar los católicos. Fue nuestra
primera aparición en público juntos e hizo patente
que su implicación en el proceso de paz era profunda. La
entusiasta multitud que se reunió a nuestro alrededor
estaba obviamente complacida con el curso de los
acontecimientos.

Por la tarde, Hillary y yo fuimos en helicóptero
a Derry, la ciudad más católica de Irlanda del
Norte y el lugar en que había nacido John Hume.
Veinticinco mil personas abarrotaban la plaza Guildhall y las
calles que confluían en ella. Después de que Hume
me presentara, hice a la gente una pregunta muy simple:
«¿Ustedes son el tipo de personas que se define por
aquello a lo que se opone o por aquello de lo que está a
favor? ¿Se definirán en términos de
qué no son o de qué sí son? Ha llegado el
momento de que los pacificadores triunfen en Irlanda del Norte, y
Estados Unidos les ayudará en su
empeño».

Hillary y yo acabamos el día volviendo a Belfast
para asistir al encendido oficial del árbol de Navidad de
la ciudad, justo al lado del ayuntamiento, ante un público
de unas cincuenta mil personas, que se entusiasmaron al son de
«Oh, my mama told me there'll be days like this», la
canción de Van Morrison, que también había
nacido en Irlanda del Norte. Hablamos los dos; ella
comentó los miles de cartas que habíamos recibido
de niños que nos contaban su esperanza de que hubiera paz,
y yo cité una escrita por una niña de catorce
años del condado de Armagh: «Ambos bandos han
sufrido. Ambos bandos deben perdonar». Terminé mi
intervención diciendo que para Jesús, cuyo
nacimiento celebrábamos, «no había palabras
más importantes que estas: "Bienaventurados los mansos,
porque ellos heredarán la Tierra"».

Después del encendido del árbol, asistimos
a una recepción a la que estaban invitados los
líderes de todos los partidos. Incluso vino el reverendo
Ian Paisley, el exaltado dirigente del Partido Unionista
Democrático. Aunque se negó a estrechar la mano de
los dirigentes católicos, le encantó tener la
oportunidad de comentarme los muchos errores de mi conducta. Tras
estar unos minutos soportando sus diatribas me di cuenta de que
los dirigentes católicos se habían llevado la mejor
parte en el trato con Paisley.

Hillary y yo nos marchamos de la recepción para
pasar la noche en el hotel Europa. En ese primer viaje a Irlanda,
incluso la elección de nuestro hotel fue simbólica.
Hubo un atentado en el Europa en la época de la
confrontación armada, pero ahora era tan seguro que
incluso el presidente de Estados Unidos podía alojarse
allí.

Fue el final perfecto para un día en el que
incluso conseguimos avanzar en política interior, pues
firmé la ley del presupuesto del Departamento de Defensa,
en la que los líderes del congreso habían incluido
la financiación para nuestro despliegue de tropas en
Bosnia. Dole y Gingrich lo habían aceptado, a cambio de
introducir unos miles de millones de dólares para gastos
suplementarios que incluso el Pentágono estimaba
innecesarios.

A la mañana siguiente volamos hacia
Dublín; las calles estaban abarrotadas de una multitud
todavía más entusiasta que la que habíamos
visto en el norte. Hillary y yo nos reunimos con la presidenta
Mary Robinson y el primer ministro Bruton, luego fuimos a un
lugar junto al Banco de Irlanda, en el Trinity College Green,
donde hablé ante cien mil personas que me jaleaban
mientras agitaban banderas irlandesas y norteamericanas. En ese
momento ya se habían unido a nosotros un gran
número de congresistas de ascendencia irlandesa,
así como también el secretario Dick Riley y el
director de los Cuerpos de Paz, Mark Gearan; los alcaldes de
origen irlandés de Chicago, Pittsburgh y Los Angeles; mi
propio padrastro irlandés, Dick Kelley, y el secretario de
Comercio Ron Brown, que había trabajado junto con mi
asesor, Jim Lyons, en nuestras iniciativas económicas para
Irlanda del Norte y que se burlaba de nosotros diciendo que
él era un «irlandés negro». Una vez
más, pedí a la gente que diera un ejemplo que
asombrara al mundo.

Cuando el acto finalizó, Hillary y yo entramos en
el majestuoso Banco de Irlanda para conocer a Bono, a su mujer,
Ali, y a los demás miembros del grupo de rock
irlandés U2. Bono era uno de los grandes defensores del
proceso de paz y por mis esfuerzos me dio un regalo que
sabía que yo apreciaría: un libro de las obras de
teatro de William Butler Yeats firmado por el autor y por el
propio Bono, que escribió, irreverentemente: «Bill,
Hillary, Chelsea –este tipo escribió algunos poemas
muy buenos– Bono y Ali». Los irlandeses no son
precisamente famosos por su tendencia a la descripción
mesurada y comedida, pero Bono batía todos las
marcas.

Salí de College Green para dirigirme al
parlamento irlandés, donde les recordé que todos
nosotros debíamos hacer más para que los ciudadanos
corrientes irlandeses notaran los beneficios de la paz. Como dijo
Yeats: «Demasiado sacrificio puede convertir en piedra el
corazón».

Luego fui al pub Cassidy, al que
habíamos invitado a algunos de mis parientes lejanos por
parte de mi abuelo materno, cuya familia procedía de
Fermanagh.

Henchido de sentimiento irlandés, fui del pub a
la residencia del embajador, donde Jean Kennedy Smith
había organizado una breve reunión con el jefe de
la oposición, Bertie Ahern, quien pronto se
convertiría en primer ministro y en mi nuevo
compañero en el viaje hacia la paz. También
conocí a Seamus Heaney, el poeta galardonado con el premio
Nobel al que yo había citado en Derry el día
anterior.

A la mañana siguiente volé para visitar a
nuestras tropas en Alemania; tenía la sensación de
que mi viaje había hecho cambiar la mentalidad en Irlanda.
Hasta entonces, los defensores de la paz tenían que
defender sus ideas ante los escépticos mientras que a sus
adversarios les bastaba con decir no. Después de aquellos
dos días, eran los que se oponían a la paz los que
tenían que explicarse.

En Baumholder, el general George Joulwan, el comandante
de la OTAN, me informó sobre el plan militar y me
aseguró que la moral de las tropas que iban a Bosnia era
muy alta. Me reuní brevemente con Helmut Kohl para
agradecerle su compromiso de enviar a cuatro mil soldados
alemanes, y luego volé a España para darle las
gracias al presidente Felipe González, el presidente de
turno de la Unión Europea, por el apoyo de Europa.
También reconocí el buen hacer del nuevo secretario
general de la OTAN, el ex ministro de Asuntos Exteriores
español, Javier Solana, un hombre extraordinariamente
capaz y agradable que inspiraba mucha confianza a todos los
líderes de la OTAN, por grandes que fueran sus
egos.

Tres días después de que regresara a
Estados Unidos, veté la propuesta de ley para la reforma
de los litigios por valores privados, pues iba demasiado lejos al
impedir el acceso a los tribunales a los inversores inocentes que
habían sido víctimas de fraudes de valores. El
Congreso anuló mi veto, pero en 2001, cuando se desataron
todos los problemas de Enron y WorldCom, supe que había
hecho lo correcto. También veté otro presupuesto
republicano. Habían realizado algunos cambios para
intentar que fuera más difícil vetarlo, pues
incluía su reforma de la asistencia social, pero
todavía recortaba la sanidad y la educación,
subía los impuestos a los trabajadores con menos ingresos
y relajaba las reglas que impedían que se usaran los
fondos de las pensiones para fines no relacionados con estas,
menos de un año después de que el Congreso dominado
por los demócratas hubiera estabilizado el sistema de
pensiones.

Al día siguiente presenté mi propio plan
presupuestario para conseguir el equilibrio en siete años.
Los republicanos lo rechazaron porque no aceptaba todas sus
estimaciones de gastos e ingresos. Teníamos unas
expectativas que, pasados siete años, diferían en
trescientos mil millones de dólares, lo que tampoco era
una cifra excesivamente elevada en un presupuesto de 1,6 billones
de dólares. Yo confiaba que al final lograríamos
llegar a un acuerdo, aunque quizá sería necesario
volver a paralizar el gobierno para lograrlo.

A mediados de mes, Shimon Peres vino a verme, por
primera vez en calidad de primer ministro, para reafirmar la
intención de Israel de entregar Gaza, Jericó, otras
ciudades grandes y cuatrocientas cincuenta aldeas de Cisjordania
a los palestinos hacia Navidad, y para liberar al menos a otros
mil prisioneros palestinos antes de las siguientes elecciones en
Israel. También hablamos sobre Siria; lo que me
contó Shimon me animó a llamar al presidente Assad
y pedirle que viera a Warren Christopher.

El día 14 volé a París para asistir
allí a la firma del tratado que ponía fin a la
guerra de Bosnia. Me reuní con los presidentes de Bosnia,
Croacia y Serbia y fui con ellos a una cena que nos
ofreció Jacques Chirac en el palacio del Elíseo.
Slobodan Milosevic se sentó justo enfrente de mí y
hablamos durante un buen rato. Era un hombre inteligente,
elocuente y cordial pero tenía la mirada más
fría que jamás había visto. También
era un paranoico. Me dijo que estaba seguro de que la muerte de
Rabin se había debido a una traición en su servicio
de seguridad. Luego me dijo que todo el mundo sabía que
también era lo que le había pasado al presidente
Kennedy, pero que nosotros, los estadounidenses, lo
«habíamos logrado encubrir». Después de
estar un rato con él, dejó de sorprenderme que
apoyara las atrocidades en Bosnia; tuve la impresión de
que no pasaría mucho tiempo antes de que
volviéramos a enfrentarnos.

Cuando regresé a Estados Unidos me
encontré de nuevo con la batalla presupuestaria. Los
republicanos paralizaron el gobierno otra vez y desde luego no
parecía que se acercara la Navidad, aunque ver a Chelsea
bailar en El cascanueces me animó
considerablemente. Esta vez el cierre fue bastante menos grave
porque unos quinientos mil empleados federales a los que se
consideraba «esenciales» permanecieron en su puesto
sin sueldo hasta que el gobierno reabriera sus puertas. Pero
seguían sin pagarse los subsidios a los veteranos y a los
niños pobres. No fue un gran regalo para el pueblo
norteamericano.

El día 18 veté dos propuestas
presupuestarias más, una del Departamento de Interior y la
otra del Departamento de Asuntos de los Veteranos y Vivienda y
Desarrollo Urbano. Al día siguiente firmé la Ley de
Transparencia de los Grupos de Presión, después de
que los republicanos de la Cámara dejaran de oponerse a
ella, y veté una tercera ley de asignaciones para los
departamentos de Comercio, Estado y Justicia. Era realmente
inverosímil: eliminaba el programa COPS a pesar de que
existían pruebas clarísimas de que cuanta
más policía había haciendo la ronda menos
delitos se cometían; eliminaba todos los tribunales de
drogas, como los que había impulsado Janet Reno cuando era
fiscal, y que reducían el crimen y la adicción a
las drogas; eliminaba el Programa de Tecnologías Avanzadas
del Departamento de Comercio, que muchos empresarios republicanos
apoyaban porque les ayudaba a ser más competitivos, y
recortaba drásticamente la financiación de la
asistencia letrada para los pobres y para actividades en el
extranjero.

Hacia Navidades ya llevaba pensando durante algún
tiempo que, si nos hubieran dejado entendernos entre nosotros, el
senador Dole y yo podríamos haber resuelto el impás
presupuestario de forma bastante rápida, pero Dole
tenía que ir con cuidado. Se presentaba a presidente y el
senador Phil Gramm, con una retórica similar a la de
Gingrich, se presentaba contra él en las primarias
republicanas, en las que el electorado está mucho
más a la derecha que el país en general.

Después de las vacaciones de Navidad, veté
otra propuesta de ley presupuestaria más, la Ley de
Autorización de la Defensa Nacional. Esta fue complicada
porque la legislación incluía un aumento de paga
para los militares y una subida del complemento para que pudieran
costearse la vivienda; dos medidas que yo apoyaba vehementemente.
Sin embargo, consideré que tenía que vetar la ley
porque también disponía el despliegue completo de
un sistema de defensa nacional con misiles hacia 2003, mucho
antes de que se pudiera desarrollar un sistema que funcionara y
mucho antes de que fuera a ser necesario; más aún,
esa medida violaría los compromisos que habíamos
adquirido en el tratado ABM y haría más
difícil que Rusia aplicara el START I y ratificara el
START II. La propuesta de ley también restringía la
capacidad del presidente para desplazar tropas en caso de
emergencia e interfería demasiado con importantes
prerrogativas de gestión del Departamento de Defensa,
incluidas sus actividades para evitar el peligro de las armas de
destrucción masiva siguiendo el programa Nunn-Lugar.
Ningún presidente responsable, ni demócrata ni
republicano, podía permitir que una propuesta como esa se
convirtiera en ley.

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