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Análisis del libro "MI vida (parte II)" de Williams Bill Clinton (página 11)



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Durante los últimos tres días del
año nuestras fuerzas se desplegaron en Bosnia y yo
trabajé con los líderes del Congreso en el
presupuesto. En una ocasión, una de nuestras reuniones se
prolongó durante siete horas. Hicimos algunos progresos,
pero nos fuimos de Año Nuevo sin llegar a un acuerdo sobre
el presupuesto o sobre la forma de acabar con la
paralización del gobierno. En el primer período de
sesiones del 104 Congreso, la nueva mayoría republicana
solo había aprobado 67 propuestas de ley, comparadas con
las 210 que se aprobaron en el anterior período de
sesiones. Y solo 6 de las 13 propuestas de ley de
asignación presupuestaria se habían convertido en
ley tres meses después de que comenzara el año
fiscal. Mientras iba con mi familia a Hilton Head para el fin de
semana del Renacimiento, me pregunté si los votos del
pueblo estadounidense en las elecciones de 1994 habían
producido los resultados que los electores deseaban.

También pensé en los dos últimos
agotadores, extenuantes meses, llenos de acontecimientos y en el
hecho de que la importancia de lo sucedido –la muerte de
Rabin, la paz en Bosnia y el despliegue de nuestras tropas, el
progreso en Irlanda del Norte, la hercúlea lucha por el
presupuesto– no había servido para detener a las
abejas obreras que revoloteaban alrededor del caso
Whitewater.

El 29 de noviembre, mientras yo estaba de viaje en
Irlanda, el comité del senador D'Amato llamó a L.
Jean Lewis a testificar de nuevo sobre la forma en que su
investigación de Madison Guaranty se había
interrumpido después de que yo me convirtiera en
presidente. Durante su declaración ante el comité
del congresista Leach, el agosto anterior, había quedado
tan escandalosamente desacreditada por documentos del gobierno y
por sus propias conversaciones grabadas con la abogada de la
Corporación de Resolución de Fondos, April Breslaw,
que me sorprendió que D'Amato tuviera el valor de volver a
llamarla. Por otra parte, casi nadie sabía los problemas
de credibilidad del testimonio de Lewis, y D'Amato
consiguió mucha publicidad, como también le
había sucedido a Leach, simplemente lanzando acusaciones
sin fundamento y que, además, los siguientes testimonios
demostrarían que eran falsas.

Lewis volvió a repetir su declaración de
que su investigación se vio perjudicada una vez que yo me
convertí en presidente. Richard BenVeniste, el asesor de
la minoría del comité, hizo que Lewis se enfrentara
con las pruebas de que, al contrario de lo que declaraba bajo
juramento, había tratado repetidamente de que las
autoridades federales actuaran a partir de su
investigación sobre Hillary y sobre mí como
testigos materiales en Whitewater antes de las elecciones, no
después de que me convirtiera en presidente, y que le
había dicho a un agente del FBI que estaba
«cambiando la historia» con sus acciones. El senador
Paul Sarbanes leyó a Lewis la carta que le envió en
1992 el fiscal de Estados Unidos Chuck Banks, en la que le
decía que actuar a partir de su investigación
sería «conducta de mala fe por parte del
fiscal» y luego se refirió a un informe de 1993 del
Departamento de Justicia, en el que se evaluaba el deficiente
conocimiento que Lewis tenía de la ley federal de la
banca. Lewis, hundida en su silla, se echó a llorar; se la
llevaron y ya no volvió a aparecer.

Menos de un mes después, a mediados de diciembre,
salió a la luz por fin la historia completa de Whitewater,
cuando se hizo pública la investigación de la CRF
sobre Pillsbury, Madison & Sutro. El informe lo había
escrito Jay Stephens, quien, como Chuck Banks, era un republicano
que había sido fiscal de Estados Unidos y al que yo
había sustituido. Decía, al igual que el informe
preliminar difundido en junio, que no había base
jurídica para emprender un pleito civil contra nosotros
por Whitewater, y mucho menos para emprender acciones penales. El
informe recomendaba que se cerrara la
investigación.

Esto era lo que el New York Times y el
Washington Post habían querido saber cuando
exigieron un fiscal independiente. Yo estaba en ascuas para ver
cómo se hacían eco de la noticia. Inmediatamente
después de que el informe de la CRF saliera a la luz, el
Post lo mencionó de pasada, en el undécimo
párrafo de un artículo de portada sobre una batalla
por una citación con Starr que no tenía nada que
ver, y el New York Times no publicó ni una
palabra sobre el tema. El Los Angeles Times, el
Chicago Tribune y el Washington Times
publicaron un artículo de Associated Press de unas
cuatrocientas palabras en las páginas interiores. Las
cadenas de televisión, sin embargo, no cubrieron el
informe de la CRF. Ted Koppel, de ABC, lo mencionó en
Nightline y luego menoscabó su importancia,
afirmando que había muchas cuestiones
«nuevas». Whitewater ya no iba sobre Whitewater.
Ahora iba de Ken Starr y de cualquier cosa que Ken Starr pudiera
encontrar sobre alguna persona en Arkansas o sobre mi
administración. Mientras tanto, algunos periodistas que
cubrían Whitewater en realidad trataban de esconder las
pruebas de nuestra inocencia. Para ser justo, hay que decir que
algunos periodistas sí escribieron sobre lo sucedido.
Howard Kurtz, del Washington Post escribió un
artículo en el que denunciaba la forma en que se
había enterrado el informe de la CRF y Lars-Erik Nelson,
un columnista del Daily News de Nueva York, que
había sido corresponsal en la Unión
Soviética, escribió «el veredicto secreto ya
ha llegado: los Clinton no tenían nada que ocultar… en
una rocambolesca inversión de los juicios estalinistas, en
los que se condenaba en secreto a gente inocente, el presidente y
la primera dama han sido acusados en público y declarados
inocentes en secreto».

Yo estaba verdaderamente confundido por la forma en que
los medios de mayor difusión estaban cubriendo la
información de Whitewater. Parecía incoherente
respecto al enfoque, mucho más cuidadoso y equilibrado,
que la prensa había adoptado en relación a otros
asuntos, al menos desde que los republicanos ganaron el Congreso
en 1994. Un día, después de una de nuestras
reuniones de presupuestos en octubre, pedí al senador Alan
Simpson, de Wyoming, que se quedara un momento para hablar.
Simpson era un republicano conservador, pero teníamos una
relación bastante buena porque ambos éramos amigos
de su gobernador, Mike Sullivan. Le pregunté a Allan si
creía que Hillary y yo habíamos hecho algo malo en
Whitewater. «Por supuesto que no –dijo–. Todo
esto no consiste en si hicieron algo malo, sino en hacer creer al
público que lo hicieron. Cualquiera que mire las pruebas
verá que no hay nada.» Simpson se rió sobre
lo dispuesta que estaba la prensa «elitista» a
tragarse cualquier patraña negativa sobre lugares
pequeños y rurales como Wyoming o Arkansas, e hizo un
comentario interesante: «Sabes, antes de que salieras
elegido, nosotros, los republicanos, creíamos que la
prensa era progresista. Ahora tenemos una opinión
más matizada. Los medios son progresistas en cierto modo.
La mayoría de ellos votaron por ti, pero piensan de forma
parecida a como lo hacen tus críticos de extrema derecha,
y eso es mucho más importante». Cuando le
pedí que me lo explicara un poco más, me dijo: "Los
demócratas como tú o Sullivan se meten en el
gobierno para ayudar a la gente. Los extremistas de derecha no
creen que el gobierno pueda hacer gran cosa para mejorar la
naturaleza humana, pero les gusta el poder. Y a la prensa
también. Y puesto que tú eres el presidente, ambos
utilizan el mismo medio para conseguir poder: atacarte». Le
agradecí a Simpson su sinceridad y pensé durante
meses en lo que me había dicho. Durante mucho tiempo,
cuando me enfurecía por la cobertura que la prensa daba al
asunto de Whitewater, le contaba a la gente el análisis
que había hecho Simpson. Cuando finalmente
comprendí que su visión era correcta, me
sentí liberado y mi mente volvió a estar despejada
y lista para la batalla.

A pesar de mi ira sobre Whitewater y mi sorpresa sobre
lo que podría esconderse tras la cobertura
mediática que se le daba, avanzaba hacia 1996 con bastante
optimismo. En 1995 habíamos ayudado a salvar a
México, habíamos superado el atentado de Oklahoma
City y aumentado la dedicación a la lucha contra el
terrorismo, habíamos mantenido y reformado la
discriminación positiva, acabado la guerra de Bosnia,
progresado en el proceso de paz de Oriente Próximo y
habíamos ayudado a que se avanzara en Irlanda del Norte.
La economía había seguido mejorando y, hasta el
momento, estaba venciendo en la batalla presupuestaria contra los
republicanos; una batalla que, al principio, parecía
destinada a acabar con mi presidencia. Y todavía
podía hacerlo, pero a medida que se acercaba 1996 yo
estaba listo para luchar hasta el final. Como le había
dicho a Dick Armey, no quería ser presidente si el precio
que debía pagar por ello eran calles más inseguras,
peor sanidad, menos oportunidades educativas, aire más
sucio y más pobreza. Y apostaba a que el pueblo
estadounidense tampoco quería ninguna de esas
cosas.

Cuarenta y
seis

Hacia el 2 de enero, volvíamos a estar inmersos
en las negociaciones presupuestarias. Bob Dole quería
hacer un trato para reabrir las oficinas del gobierno y,
después de un par de días, Newt Gingrich
también se mostró partidario de lo mismo. En una de
nuestras reuniones de presupuesto, el portavoz admitió que
al principio creyó que podría impedirme vetar el
presupuesto del GOP con la amenaza de paralizar el gobierno.
Delante de Dole, Armey, Daschle, Gephardt, Panetta y Al Gore,
dijo con franqueza: «Cometimos un error. Creímos que
cedería». Finalmente, el día 6, con una
fuerte ventisca cayendo sobre Washington, se rompió el
impasse; el Congreso me envío dos resoluciones de
prórroga más que devolvían sus puestos de
trabajo a los empleados federales, aunque no restauraban todos
los servicios del gobierno. Firmé las resoluciones de
continuidad y envié al Congreso mi plan para el equilibrio
presupuestario en siete años.

A la semana siguiente, veté la propuesta de ley
republicana de reforma de la asistencia social, porque no
hacía lo suficiente para incentivar a la gente a
prescindir de las ayudas y a buscar trabajo; también
perjudicaba demasiado a los más desfavorecidos y a sus
hijos. La primera vez que veté la propuesta de reforma de
la asistencia social, esta formaba parte del presupuesto. Ahora
se habían limitado a agrupar una serie de recortes
presupuestarios y etiquetarlos como una «reforma de la
asistencia social». Mientras, Donna Shalala y yo
habíamos avanzado mucho en nuestra propia reforma del
sistema de asistencia social. Habíamos otorgado cincuenta
permisos a treinta y siete estados distintos para que promovieran
iniciativas en pro del trabajo y de la familia. El 73 por ciento
de los norteamericanos que recibían ayudas quedaban
cubiertos por estas reformas y los subsidios caían en
picado.

Cuando faltaba poco para el discurso del Estado de la
Unión del día 23, parecía que
hacíamos progresos para alcanzar un acuerdo
presupuestario, de modo que en el discurso me dediqué a
tratar de establecer un diálogo con los republicanos,
reagrupar a los demócratas y explicar al pueblo
norteamericano mi posición tanto en el debate
presupuestario como en la cuestión más amplia que
presentaba la lucha por el presupuesto: ¿cuál era
el papel adecuado del gobierno en la era de la información
global? El tema principal del discurso fue que «la era de
una estructura gubernamental grande ha terminado. Pero no podemos
volver al tiempo en que los ciudadanos tenían que
arreglárselas solos». Esa formulación
reflejaba mi filosofía de abandonar el gobierno
burocrático, al tiempo que impulsaba un «gobierno de
capacitación», creativo y orientado hacia el futuro.
También describía bastante fielmente nuestras
políticas económicas y sociales, y la iniciativa
«Rego» de Al Gore. Para entonces mi
argumentación estaba respaldada por el éxito de
nuestra política económica: se habían creado
más de ocho millones de nuevos puestos de trabajo desde la
investidura y, desde hacía tres años, se
habían fundado un número récord de nuevas
empresas. Los fabricantes de automóviles de Estados Unidos
estaban vendiendo incluso más que sus competidores
japoneses en nuestro país por primera vez desde los
años setenta.

Después de ofrecerme de nuevo para colaborar con
el Congreso para equilibrar el presupuesto en siete años y
aprobar la reforma de la asistencia social, esbocé un
programa legislativo sobre las ayudas a las familias y a la
infancia, la educación y la sanidad; también me
referí a la lucha contra el crimen y las drogas; hice
hincapié en aplicar programas asequibles que reflejaran
los valores tradicionales norteamericanos y en la idea de la
capacitación ciudadana: el chip para que los padres
pudieran vigilar las emisiones televisivas, las escuelas
públicas concertadas, la libertad de elección de
escuelas y los uniformes escolares. También nombré
al general Barry McCaffrey para que fuera el nuevo zar de las
drogas de Estados Unidos. En ese momento, McCaffrey era
comandante en jefe del Centro de Mando del Sur, donde
había luchado por detener la entrada de cocaína a
Estados Unidos desde Colombia y desde otros
países.

El momento más memorable de la tarde llegó
cerca del final del discurso cuando, como de costumbre,
presenté a las personas que estaban sentadas en la tribuna
de la primera dama, junto con Hillary. La primera persona que
mencioné era Richard Dean, un veterano del Vietnam de
cuarenta y nueve años que había trabajado en la
Administración de la Seguridad Social durante
veintidós años. Cuando dije al Congreso que
él había estado en el edificio Murrah de Oklahoma
cuando estalló la bomba y que había arriesgado su
vida volviendo a entrar cuatro veces para salvar la vida de tres
mujeres, el Congreso en pleno se levantó para aplaudirle
durante un buen rato; los republicanos eran los que le vitoreaban
más fuerte. Luego llegó la puntilla. Cuando se
apagaron los aplausos, continué: «Pero la historia
de Richard Dean no acaba aquí. Este pasado noviembre, le
echaron de su oficina cuando el gobierno cerró. Y la
segunda vez que cerró, él siguió ayudando a
los ciudadanos que recibían subsidios de la seguridad
social, pero trabajaba sin paga. En nombre de Richard Dean… les
pido, a todos los presentes en esta cámara, que nunca
volvamos a cerrar las oficinas del gobierno
federal».

Esta vez los demócratas, eufóricos,
lideraron el aplauso. Los republicanos eran conscientes de que
habían caído en la trampa y se mostraban
taciturnos. Pensé que ya no tendría que preocuparme
de un posible tercer cierre del gobierno; ahora sus consecuencias
tenían un rostro humano y heroico.

Los puntos de inflexión como estos no suceden por
accidente. Cada año utilizamos el discurso del Estado de
la Unión como una herramienta de organización; el
gabinete y el equipo piensan nuevas ideas y medidas
políticas y luego trabajan duro para hallar el mejor modo
de presentarlas. El día del discurso hicimos varios
ensayos en la sala de proyección que se encuentra entre la
residencia y el Ala Este. La Agencia de Comunicaciones de la Casa
Blanca, que también graba todas mis declaraciones
públicas, montó un TelePrompTer y una tribuna y
algunos miembros del personal se turnaron durante el día,
en un proceso informal organizado por mi director de
Comunicaciones, Don Baer. Todos colaboramos; escuchábamos
cada frase, imaginábamos cómo la recibirían
el Congreso y el país y mejorábamos la
alocución.

Habíamos derrotado a la filosofía que
subyacía tras el «Contrato con
América», al vencer en el debate sobre el cierre del
gobierno. Ahora el discurso ofrecía una filosofía
de gobierno alternativa, y gracias a Richard Dean, demostramos
que los empleados federales eran buena gente que rendía un
valioso servicio. No era muy distinto de lo que llevábamos
mucho tiempo afirmando, pero después del cierre, millones
de norteamericanos lo oyeron y lo comprendieron por primera
vez.

Empezamos el año ocupándonos de la
política exterior; Warren Christopher organizó unas
negociaciones entre israelíes y sirios en la
plantación Wye River, en Maryland. Luego, el 12 de enero,
volé durante la noche hacia la base aérea
estadounidense de Aviano, en Italia, que había sido el
centro de nuestras operaciones aéreas de la OTAN en
Bosnia. Allí subí a un avión de transporte
C-17 nuevo, para realizar el viaje hasta la base aérea de
Taszar, en Hungría, desde donde nuestras tropas se
desplegaban hacia Bosnia. En 1993, yo había luchado para
evitar que el modelo C-17 se eliminara durante el recorte de
gastos de Defensa. Era un avión asombroso, con una notable
capacidad de carga y podía operar en condiciones muy
difíciles. La misión bosnia utilizaba doce aparatos
C-17 y yo tenía que volar en uno hasta Tuzla; el Air
Force One
habitual, un Boeing 747, era demasiado
grande.

Después de reunirme con el presidente
húngaro Arpad Goncz, y de ver a nuestros soldados en
Taszar, volé hacia Tuzla, en el noreste de Bosnia, la zona
de la cual Estados Unidos era responsable. En menos de un mes, y
a pesar de las tremendas condiciones meteorológicas, siete
mil soldados y más de dos mil vehículos blindados
habían cruzado el río Sava, que se había
desbordado, para llegar hasta sus puestos de
vigilancia.

Habían conseguido que un campo de aviación
provisional, sin luces ni equipo de navegación, funcionara
perfectamente las veinticuatro horas del día.
Agradecí su esfuerzo a los soldados; luego, le
entregué personalmente un regalo de cumpleaños a un
coronel cuya esposa me había pedido este favor durante mi
parada en Aviano. Me reuní con el presidente Izetbegovic y
luego volé a Zagreb, Croacia, para ver al presidente
Tudjman. Ambos estaban satisfechos con la puesta en
práctica del acuerdo de paz hasta la fecha, y contentos de
que el ejército estadounidense formara parte de la
iniciativa.

Llegué a Washington al final de un día que
había sido muy largo, pero importante. Nuestros soldados
participaban en el primer despliegue de tropas que hacía
la OTAN más allá de las fronteras de sus miembros.
Cooperaban y trabajaban junto a sus enemigos de la Guerra
Fría: Rusia, Polonia, la República Checa,
Hungría y las repúblicas bálticas. Su
misión era crucial para sentar las bases de una Europa
unida y, sin embargo, recibía críticas por doquier,
en el Congreso y en todas las cafeterías de Estados
Unidos. Los soldados al menos tenían derecho a saber por
qué estaban en Bosnia y lo mucho que yo les
apoyaba.

Dos semanas más tarde la Guerra Fría
siguió desvaneciéndose en el pasado, cuando el
Senado ratificó el tratado START II, que el presidente
Bush había negociado y presentado a dicha cámara
tres años atrás, poco antes de acabar su mandato.
Junto con el tratado START I, que habíamos empezado a
poner en marcha en diciembre de 1994, START II tenía
previsto eliminar dos tercios de los arsenales nucleares que
Estados Unidos y la ex Unión Soviética
habían mantenido en el apogeo de la Guerra Fría,
incluidas las armas nucleares más mortíferas, los
misiles balísticos intercontinentales de cabezas
múltiples.

Además de START I y II, habíamos firmado
un acuerdo para congelar el programa nuclear de Corea del Norte y
liderado el esfuerzo para que el Tratado de No
Proliferación Nuclear fuera permanente. También
tratábamos de garantizar la seguridad y en última
instancia desmantelar las armas y materiales nucleares
según el programa Nunn-Lugar. En mi felicitación al
Senado por la ratificación del START II, pedí que
siguieran haciendo de Estados Unidos un lugar más seguro y
aprobaran la Convención de Armas Químicas,
así como mi legislación antiterrorista.

El 30 de enero, el primer ministro Victor Chernomyrdin,
de Rusia, vino a la Casa Blanca para reunirse por sexta vez con
Al Gore. Una vez terminaron sus asuntos de la comisión,
Chernomyrdin se entrevistó conmigo para informarme de los
acontecimientos que tenían lugar en Rusia y de las
perspectivas de Yeltsin acerca de la reelección. Justo
antes de nuestra reunión, hablé con el presidente
Suleiman Demiral y con la primera ministra Tansu Ciller, de
Turquía. Me dijeron que Turquía y Grecia estaban al
borde del conflicto militar y me imploró que lo impidiera.
Estaban a punto de entrar en guerra a causa de dos
pequeños islotes del mar Egeo, que los griegos llamaban
Imia y los turcos Kardak. Ambos países los reclamaban,
pero aparentemente Grecia los había adquirido mediante un
tratado con Italia, en 1947. Turquía negaba la validez de
la reclamación griega. No había habitantes en los
islotes, aunque los turcos a menudo navegaban hasta uno de ellos,
el mayor, para hacer excursiones. La crisis se desencadenó
cuando algunos periodistas turcos destrozaron una bandera griega
y colocaron una turca en su lugar.

Era impensable que dos grandes países con un
conflicto real, como era Chipre, fueran de veras a la guerra por
cuatro hectáreas de islotes rocosos en los que solo
pastaban una docena de ovejas, pero me di cuenta de que Ciller
realmente temía que sucediera. Interrumpí la
reunión con Chernomyrdin para que me informaran;
después hice algunas llamadas, al primer ministro griego
Konstandinos Simitis, luego al presidente turco Demiral y de
nuevo a Ciller. Después de las conversaciones con unos y
otros, ambas partes acordaron no atacar; Dick Holbrooke, que ya
estaba trabajando en Chipre, se quedó despierto toda la
noche para que los dos países resolvieran el problema
mediante la diplomacia. No podía evitar reír para
mis adentros, ante la consoladora idea de que tanto si
conseguía la paz en Oriente Próximo, Bosnia o
Irlanda del Norte, como si no, al menos había salvado
algunas ovejas egeas.

Justo cuando pensaba que las cosas no podían
ponerse más delirantes en el caso de Whitewater, lo
hicieron. El 4 de enero, Carolyn Huber encontró copias de
las facturas de Hillary acerca del trabajo que el bufete Rose
había realizado para la Madison Guaranty en 1985 y 1986.
Carolyn había sido nuestra asistente en la mansión
del gobernador y había venido a Washington para ayudarnos
con nuestros papeles personales y con la correspondencia. Ya
había ayudado a David Kendall a entregar más de
cincuenta mil páginas de documentación a la oficina
del fiscal independiente pero, por algún motivo, esta
copia de las facturas no se encontraba entre ellos. Carolyn la
encontró en una caja que ella llevó a su despacho
el agosto anterior y que estaba en el almacén de archivos
en el tercer piso de la residencia. Al parecer, la copia se
había hecho durante la campaña de 1992;
había anotaciones de Vince Foster, porque era quien
llevaba las relaciones con la prensa del bufete Rose en aquel
momento.

Desde fuera debió de parecer sospechoso.
¿Por qué aparecían las facturas
después de tanto tiempo? Si hubieran visto el desordenado
montón de papeles que trajimos de Arkansas, nadie se
hubiera sorprendido. De hecho estoy asombrado de que
fuéramos capaces de localizar tanto material a tiempo. En
cualquier caso, Hillary estaba contenta de que hubiéramos
encontrado esos documentos, pues demostraban su afirmación
de que apenas había trabajado para la Madison Guaranty. En
pocas semanas, la CRF emitió un informe que decía
lo mismo.

Pero no fue así como lo pintó el fiscal
independiente, los republicanos del Congreso y los periodistas
que cubrían la información de Whitewater. En su
columna del New York Times, William Safire llamó
a Hillary una «mentirosa congénita». Llamaron
a Carolyn Huber a testificar para el Congreso ante el
comité de Al D'Amato, el 18 de enero. Y el día 26,
Kenneth Starr citó a Hillary para que declarara ante el
gran jurado; el interrogatorio duró cuatro
horas.

La citación de Starr fue un vil truco
publicitario. Habíamos entregado los documentos
voluntariamente en cuanto los descubrimos y estos demostraban la
veracidad de las declaraciones de Hillary. Si Starr tenía
más preguntas podría haber venido a la Casa Blanca
y hacérnoslas, como había hecho tres veces
anteriormente, en lugar de hacer comparecer a la primera dama
ante un gran jurado. En 1992, el abogado de la Casa Blanca del
presidente Bush, Boyden Gray, había retenido el diario de
su jefe durante más de un año, hasta pasadas las
elecciones, en lo que constituía una violación
directa de una citación del fiscal del caso
Irán-Contra. Nadie llevó a Gray o a Bush ante un
gran jurado, y el clamor de la prensa no fue ni una mínima
parte del que había ahora.

Me preocupaban más los ataques contra Hillary que
los que iban dirigidos contra mí. Puesto que no
podía detenerlos, todo lo que podía hacer era estar
a su lado y decirle a la prensa que Estados Unidos sería
un lugar mejor «si todo el mundo en este país
tuviera la fuerza de carácter que mi mujer tiene».
Hillary y yo le explicamos a Chelsea qué sucedía;
no le gustó pero pareció tomárselo con
calma. Ella conocía a su madre mucho mejor que sus
asaltantes.

Aun así, aquello nos afectaba a todos.
Hacía meses que yo luchaba por no dejar que mi ira
interfiriera en mi trabajo, mientras me dedicaba a librar la
batalla presupuestaria, me ocupaba de Bosnia, Irlanda del Norte y
recibía la noticia de la muerte de Rabin. Pero
había sido muy duro; ahora también sentía
ansiedad por Hillary y Chelsea. También me preocupaba toda
la gente a la que arrastraban a las sesiones de los
comités y quedaba atrapada en la red de Starr;
además de los perjuicios emocionales y económicos
que esto les causaba.

Cinco días después de que
entregáramos los documentos, Hillary tenía previsto
conceder una entrevista a Barbara Walters para hablar de su nuevo
libro, Es labor de toda la aldea. En lugar de eso, la
entrevista se concentró en las facturas que habían
aparecido. Es labor de toda la aldea se convirtió
en un best seller de todos modos. Hillary se
embarcó en un valiente viaje por todo el país para
promocionar el libro; encontró legiones de norteamericanos
que le daban muestras de amabilidad, de apoyo y a los que les
importaban más sus palabras acerca de la mejora de las
condiciones de la infancia que lo que Ken Starr, Al D'Amato,
William Safire y sus compinches tenían que decir sobre
ella.

Esos hombres parecían pasárselo de miedo
atacando sin cesar a Hillary. Mi único consuelo era la
absoluta certeza, basada en veinticinco años de estrecha
observación, de que ella era mucho más dura de lo
que ellos jamás podrían llegar a ser. A algunos
hombres no les gusta eso en una mujer, pero es una de las razones
por las que yo la amaba.

A principios de febrero, cuando la campaña
presidencial se puso en marcha, volví a New Hampshire para
destacar tanto el impacto positivo de las medidas
políticas que había aplicado allí como mi
compromiso de no olvidarme del estado después de salir
elegido. Aunque no tenía ningún oponente en las
primarias, quería ganar en New Hampshire en noviembre y
tenía que enfrentarme a la cuestión que en mi
opinión podía impedir que lo consiguiera: las
armas.

Un sábado por la mañana, fui a una
cafetería en Manchester llena de hombres que eran
cazadores de ciervos y miembros de la ANR.
Espontáneamente, les dije que sabía que
habían defenestrado a su congresista demócrata,
Dick Swett, en 1994, porque él votó a favor de la
Ley Brady y de la prohibición de armas de asalto. Algunos
de ellos asintieron. Aquellos cazadores eran buena gente pero la
ANR los tenía asustados. Yo pensaba que, en 1996,
volverían a tomar una decisión precipitadamente si
nadie les explicaba la otra parte del argumento, en un lenguaje
que pudieran comprender. De modo que lo intenté:
«Sé que la ANR les convenció para que votaran
en contra del congresista Swett. Ahora, quiero que también
voten en mi contra si han perdido un día de caza, o tan
solo una hora, por culpa de la ley Brady o de la
prohibición contra las armas de asalto, porque yo le
pedí que apoyara esas leyes. Por otra parte, si no fue
así, entonces no les contaron la verdad y tienen que
vengarse por lo que les hicieron».

Pocos días más tarde, en la Biblioteca del
Congreso, firmé la Ley de Telecomunicaciones, una amplia
actualización de la legislación relativa a una
industria que ya era una sexta parte de nuestra economía.
La ley aumentaba la competencia, la innovación y el acceso
a lo que Al Gore había bautizado «las autopistas de
la información». Habíamos pasado algunos
meses de tira y afloja acerca de complejos temas
económicos; los republicanos favorecían una mayor
concentración de la propiedad en los medios de
comunicación y el mercado de las telecomunicaciones,
mientras que la Casa Blanca y los demócratas apoyaban
más competencia, especialmente en los servicios de
telefonía locales y a larga distancia. Al Gore
llevó la negociación en nombre de la Casa Blanca y
el portavoz Gingrich se instaló en su faceta positiva de
emprendedor, por lo que llegamos a lo que yo pensé que era
un compromiso justo; al final la ley se aprobó casi por
unanimidad. También incluía el requisito de que los
nuevos televisores llevaran incorporado el chip V, que yo
había defendido en la conferencia familiar anual de los
Gore, para permitir que los padres pudieran controlar los
programas que sus hijos veían. Hacia finales de mes, los
ejecutivos de la gran mayoría de cadenas de
televisión acordaron incluir un sistema de
calificación por edades en sus programas para 1997.
Aún más importante, la ley fijaba la
obligación de que hubiera acceso a internet a bajo coste
en escuelas, bibliotecas y hospitales. La llamada tasa E
permitiría ahorrar a las instituciones públicas
casi 2.000 millones de dólares anuales.

Al día siguiente, la rosa irlandesa se
marchitó cuando Gerry Adam me llamó para decirme
que el IRA había puesto fin a la tregua, supuestamente a
causa de las reticencias de John Major y los unionistas, que
ralentizaban el proceso al insistir en que el IRA entregara sus
armas a cambio de la participación del Sinn Fein en la
vida política de Irlanda del Norte. Más tarde, ese
mismo día explotó una bomba en el Canary Wharf de
Londres.

El IRA mantuvo el conflicto abierto durante más
de un año, con un gran coste para ellos. Aunque mataron a
dos soldados y a dos civiles, e hirieron a muchos más,
sufrieron las bajas de dos agentes del IRA, la
desmantelación de su equipo de explosivos en Gran
Bretaña y el arresto de un gran número de miembros
del IRA en Irlanda del Norte. Hacia finales de mes, se celebraban
vigilias por la paz en toda Irlanda del Norte, donde los
ciudadanos de a pie manifestaban su permanente apoyo a la paz.
John Major y John Bruton dijeron que reanudarían las
negociaciones con el Sinn Fein si el IRA volvía a declarar
la tregua. Con el apoyo de John Hume, la Casa Blanca
decidió mantener contacto con Adams, a la espera del
momento en que la marcha hacia la paz pudiera
reemprenderse.

El proceso de paz en Oriente Próximo
también se vio amenazado a finales de febrero, cuando dos
bombas de Hamas mataron a veintiséis personas. Se
avecinaban elecciones en Israel y supuse que Hamas trataba de
perjudicar al primer ministro Peres y provocar a los
israelíes para que eligieran a un gobierno de línea
dura que no quisiera la paz con la OLP. Presionamos a Arafat para
que hiciera más por impedir los actos terroristas. Como le
había dicho cuando firmamos el acuerdo original, en 1993,
ya no podría volver a ser el palestino más
militante; si trataba de poner un pie en el campo de la paz y
conservar el otro en el del terrorismo al final solo
redundaría en su propio perjuicio.

También tuvimos problemas más cerca de
Estados Unidos, cuando Cuba disparó contra dos aviones
civiles, propiedad del grupo anticastrista Hermanos al Rescate y
mató a cuatro hombres. Castro se la tenía jurada a
ese grupo por los panfletos críticos que habían
dejado caer en La Habana en el pasado. Cuba afirmó que
había derribado los aviones en su espacio aéreo. No
era verdad, pero aunque lo fuera, los ataques seguían
siendo una violación del derecho internacional.

Suspendí los vuelos chárter a Cuba y
restringí los viajes de los funcionarios cubanos a Estados
Unidos. También amplié la difusión de Radio
Martí, que mandaba a Cuba mensajes en pro de la democracia
por las ondas y pedí al Congreso que autorizara dar
compensaciones a las familias de los hombres asesinados, que
sacaríamos de los productos cubanos bloqueados por el
embargo estadounidense. Madeleine Albright solicitó a
Naciones Unidas que impusiera sanciones, diciéndoles que
aquel ataque reflejaba cobardía, «y no
cojones».* Ella fue a Miami para pronunciar un
encendido discurso ante la comunidad cubanoamericana. Sus
comentarios de macho la convirtieron en una heroína entre
los cubanos del sur de Florida.

*Albright dijo la palabra en español (N. de la
T.)

También acepté firmar una versión
de la Ley Helms-Burton que endurecía el embargo contra
Cuba y limitaba la autoridad del presidente para levantarlo sin
la aprobación del Congreso. Apoyar esa ley era positivo
para Florida teniendo en cuenta que era año de elecciones,
pero anulaba cualquier posibilidad, si ganaba un segundo mandato,
de levantar el embargo a cambio de que Cuba hiciera gestos
positivos. Casi parecía que Castro trataba de obligarnos a
mantener el embargo para tener una excusa por el fracaso
económico de su régimen. Si no era ese el objetivo
entonces Cuba había cometido un error colosal. Más
tarde recibí un mensaje de Castro, indirectamente por
supuesto, en el que decía que derribar los aviones
había sido un error. Al parecer, con anterioridad
había dado órdenes de disparar sobre cualquier
avión que violara el espacio aéreo cubano, y no las
había anulado cuando los cubanos se enteraron de que se
acercaban los aviones de los Hermanos al Rescate.

Durante la última semana del mes, después
de visitar las zonas devastadas por las recientes inundaciones de
Washington, Oregón, Idaho y Pennsylvania, me reuní
con el nuevo primer ministro japonés en Santa
Mónica, California. Ryutaro Hashimoto había sido el
homólogo de Mickey Kantor antes de convertirse en jefe de
Estado del gobierno japonés. Gran aficionado al kendo, un
arte marcial japonés, Hashimoto era inteligente, duro y
disfrutaba con todo tipo de combates. Pero también era un
hombre con el que podíamos colaborar; él y Kantor
habían cerrado veinte acuerdos comerciales, nuestras
exportaciones a Japón habían subido al 80 por
ciento y nuestro déficit bilateral había descendido
durante tres años consecutivos.

El mes terminó con acontecimiento feliz; Hillary
y yo celebramos el dieciséis cumpleaños de Chelsea
y la llevamos a ver Les Misérables en el Teatro
Nacional. Luego fletamos un autobús e invitamos a sus
amigas a un fin de semana en Camp David. Nos gustaban todas las
amigas de Chelsea y nos encantaba verlas divertirse
disparándose balas de pintura en los bosques, jugar a los
bolos y a otros juegos y, en definitiva, comportándose
como niñas cuyos años en el instituto estaban
llegando a su fin. La mejor parte del fin de semana, para
mí, fue cuando le di a Chelsea una clase de conducir por
el complejo de Camp David. Lo echaba mucho de menos y
quería que Chelsea lo disfrutara y lo hiciera con
precaución y habilidad.

El proceso de paz de Oriente Próximo se vio de
nuevo agitado durante las primeras semanas de marzo, cuando en
días sucesivos, estallaron una serie de bombas de Hamas en
Jerusalén y Tel Aviv, y se cobraron la vida de más
de treinta personas e hirieron a muchas más. Entre los
muertos había niños, una enfermera palestina que
vivía y trabajaba entre sus amigos judíos y dos
jóvenes norteamericanas. Me reuní con sus familias
en New Jersey; me conmovió profundamente su firme
compromiso por la paz como la única vía para evitar
que más niños murieran en el futuro. En un discurso
televisado para el pueblo de Israel, declaré lo obvio, que
los actos terroristas estaban «no solamente destinados a
matar a gente inocente, sino también a matar la naciente
esperanza por la paz en Oriente Próximo».

El 12 de marzo, el rey Hussein de Jordania viajó
conmigo en el Air Force One hacia la cumbre por la paz
organizada por el presidente Mubarak en Sharm el-Sheikh, un bello
centro de vacaciones en el mar Rojo al que solían acudir
los aficionados europeos al submarinismo. Hussein había
venido a verme a la Casa Blanca unos días atrás
para condenar los atentados de Hamas y estaba decidido a unir al
mundo árabe a favor de la causa de la paz. Realmente
disfruté del largo viaje en su compañía.
Siempre nos habíamos llevado muy bien, pero nos
convertimos en amigos y aliados más cercanos
después del asesinato de Rabin.

Los dirigentes de veintinueve naciones del mundo
árabe, de Europa, de Asia y de Norteamérica, entre
ellos Boris Yeltsin y el secretario general de Naciones Unidas,
Boutros Boutros-Ghali, se sumaron a Peres y Arafat en la cumbre
de Sharm el-Sheikh. El presidente Mubarak y yo fuimos los
organizadores de la reunión. Tanto nosotros como nuestros
equipos habían trabajado día y noche para
asegurarse de que saldríamos de la conferencia con el
compromiso claro y concreto de luchar contra el terror y
preservar el proceso de paz.

Por primera vez, el mundo árabe estuvo al lado de
Israel, condenó el terror y prometió luchar contra
él. El frente unido era esencial para que Peres contara
con el apoyo necesario para mantener el proceso de paz en marcha
y reabrir las fronteras de Gaza, con el fin de que los miles de
palestinos que vivían allí, pero que tenían
empleos en Israel, pudieran volver a sus trabajos. También
era necesario respaldar a Arafat para que emprendiera un gran
esfuerzo contra los terroristas, sin el cual se
desvanecería el apoyo de Israel a la paz.

El día 13, volé a Tel Aviv para hablar de
los pasos específicos que Estados Unidos podía
hacer para ayudar a la policía y al ejército
israelíes. En una reunión con el primer ministro
Peres y con su gabinete, me comprometí a entregarles 100
millones de dólares como medida de apoyo; también
pedí a Warren Christopher y al director de la CIA, John
Deutch, que se quedaran en Israel para acelerar la
implementación de nuestros esfuerzos conjuntos. En la
conferencia de prensa que celebré con Peres tras nuestra
reunión, reconocí lo dificil que era proporcionar
una protección total contra «hombres jóvenes
que se han creído una versión apocalíptica
del Islam y contra una situación política que les
lleva a atarse bombas al cuerpo», con el fin de suicidarse
y matar a niños inocentes. Pero dije que podíamos
mejorar nuestra capacidad de prevención de dichos actos y
desmantelar las redes de financiación y de apoyo nacional
que los hacían posibles. También aproveché
la ocasión para instar al Congreso a que aprobara la
legislación antiterrorista que llevaba congelada
más de un año.

Después de la conferencia de prensa y de una
sesión de preguntas y respuestas con jóvenes
estudiantes israelíes de Tel Aviv, me reuní con el
líder del partido del Likud, Benjamin Netanyahu. Las
bombas de Hamas habían aumentado las probabilidades de una
victoria del Likud en las elecciones que se avecinaban. Yo
quería que Netanyahu supiera que si él ganaba,
colaboraría con él en la lucha contra el terror,
pero también quería que se comprometiera con el
proceso de paz.

No podía volver a casa sin viajar al monte Herzl
para visitar la tumba de Rabin. Me arrodillé, recé
una oración y, siguiendo la costumbre judía,
coloqué una piedrecita en la lápida de
mármol de Yitzhak. También me llevé conmigo
a casa un pequeño guijarro del suelo que había al
lado de la tumba, como recuerdo de mi amigo y de la labor que
él me había dejado en herencia.

Mientras yo seguía preocupado con el problema en
Oriente Próximo, China agitó las aguas del estrecho
de Taiwan disparando tres misiles «de prueba» cerca
de esta isla, al parecer para intentar disuadir a los
políticos taiwaneses de reclamar la independencia en la
campaña electoral que estaba en marcha. Desde que el
presidente Carter normalizó las relaciones con la China
continental, Estados Unidos había seguido una
política coherente de reconocimiento de «una sola
China», al tiempo que mantenía buenas relaciones con
Taiwan y afirmaba que ambas partes debían resolver sus
diferencias pacíficamente. Jamás habíamos
dicho nada de salir en defensa, o no, de Taiwan en caso de que
fuera atacado.

Me parecía que los problemas de política
exterior que constituían Oriente Próximo y Taiwan
eran polos opuestos. Si los dirigentes políticos no
actuaban en Oriente Próximo, las cosas se pondrían
peor. Por el contrario, yo pensaba que si los políticos
chinos y taiwaneses no cometían ninguna tontería,
el problema se resolvería por sí solo con el
tiempo. Taiwan era un motor económico que había
pasado de la dictadura a la democracia. No quería en
absoluto el comunismo burocrático de la China continental.
Por otra parte, las inversiones de los empresarios taiwaneses en
China eran considerables y había muchos intercambios en
ambos sentidos. A China le interesaba recibir las inversiones
taiwanesas pero no podía aceptar abandonar su exigencia de
soberanía sobre la isla. Para los dirigentes chinos,
hallar el punto de equilibrio entre el pragmatismo
económico y el nacionalismo agresivo era un constante
reto, especialmente durante la época electoral en Taiwan.
Mi opinión era que China había ido demasiado lejos
con sus pruebas de misiles y, rápida pero discretamente,
ordené que un grupo de portaaviones de la Marina
estadounidense del Pacífico se dirigiera hacia el estrecho
de Taiwan. La crisis pasó.

Después de un principio algo inestable en
febrero, Bob Dole ganó todas las primarias republicanas en
marzo y cerró la nominación de su partido con una
victoria a finales de mes en California. Aunque el senador Phil
Gramm, que se había presentado contra Dole y cuyas
posiciones eran aún más de derechas, hubiera sido
un rival más fácil, yo apostaba por Dole. Ninguna
elección es segura y, si yo perdía, creía
que el país estaría en manos más firmes y
moderadas con él.

Mientras Dole avanzaba hacia la nominación, yo
hacía campaña en diversos estados, incluido un acto
en Maryland con el general McCaffrey y Jesse Jackson para
destacar nuestros esfuerzos para poner freno al consumo de drogas
entre los jóvenes; también hice una parada en
Harman International, un fabricante de altavoces de primera
calidad en Northridge, California, para anunciar que la
economía había generado 8,4 millones de empleos en
cuatro años. Las rentas de la clase media también
empezaban a subir. En los dos últimos años, dos
tercios de los puestos de trabajo que se habían creado se
encontraban en sectores que pagaban sueldos superiores al salario
mínimo.

Durante aquel mes, no llegamos a ningún acuerdo
sobre las leyes de asignaciones presupuestarias pendientes, de
modo que firmé tres RP más y envié mi
presupuesto para el siguiente año fiscal a Capitol Hill.
Mientras, la Cámara continuó cercana a la ANR y
votó para revocar la prohibición de armas de asalto
y para eliminar de la legislación antiterrorista algunos
puntos contra los que el grupo de presión que estaba a
favor de las armas se oponía.

A finales de mes, inicié un esfuerzo para
acelerar la aprobación de fármacos contra el
cáncer por parte de la Administración de
Fármacos y Alimentos. Al Gore, Donna Shalala y el
administrador de la AFA, David Kessler, habían trabajado
mucho para reducir la duración del proceso de
aprobación medio de nuevos fármacos, de treinta y
nueve meses, en 1987, a solo un año en 1994. La
última aprobación de un fármaco contra el
SIDA se emitió en solo cuarenta y dos días. Era
importante para la AFA determinar el modo en que los medicamentos
afectarían al cuerpo antes de aprobarlos, pero el proceso
debía ser tan rápido como la seguridad lo
permitiera; había vidas en juego.

Finalmente, el 29 de marzo, ocho meses después de
que Bob Rubin y yo lo hubiéramos solicitado por primera
vez, firmé una ley para subir el límite de la
deuda. La espada de Damocles del impago ya no pendía sobre
nuestras negociaciones presupuestarias.

El 3 de abril, en la primavera florida en Washington, yo
trabajaba en el Despacho Oval cuando me llegó un mensaje
de que el avión de las fuerzas aéreas que llevaba a
Ron Brown y a una delegación comercial y de
inversión estadounidense que él había
organizado para aumentar los beneficios económicos de la
paz en los Balcanes, se había encontrado con mal tiempo,
había perdido el rumbo y había chocado contra la
montaña de San Juan, cerca de Dubrovnik, en Croacia. Todos
los que estaban a bordo murieron. Apenas hacía una semana,
en su viaje a Europa, Hillary y Chelsea habían viajado en
el mismo avión, junto con algunos miembros de la misma
tripulación.

Yo estaba destrozado. Ron era amigo mío y mi
mejor asesor político en el gabinete. Como presidente del
CDN, supo reflotar al Partido Demócrata después de
nuestra derrota en 1988 y desempeñó un papel clave
en la unión de los demócratas para las elecciones
de 1992. Después de la pérdida de escaños en
el Congreso, en 1994, Ron había conservado su optimismo y
había animado a todo el mundo con su predicción
llena de confianza de que estábamos haciendo lo correcto
en el plano económico y de que ganaríamos en 1996.
Había revitalizado el Departamento de Comercio y
modernizado el sistema burocrático; había utilizado
el Departamento no solo para alcanzar nuestros objetivos
económicos, sino también en beneficio de nuestros
intereses más amplios en los Balcanes e Irlanda del Norte.
También había trabajado mucho para aumentar las
exportaciones norteamericanas a los «mercados
emergentes», naciones que sin duda crecerían en el
siglo XXI, incluidas Polonia, Turquía, Brasil, Argentina,
Sudáfrica e Indonesia. Después de su muerte
recibí una carta de un empresario que había
trabajado con él; me decía que era el «mejor
secretario de Comercio que Estados Unidos ha tenido
jamás».

Hillary y yo condujimos a casa de Ron para ver a su
esposa Alma, a sus hijos, Tracey y Michael, y a la esposa de
éste, Tammy. Formaban parte de nuestro clan familiar y me
alivió verlos rodeados de amigos que les querían y
haciendo frente a la muerte de Ron recordando anécdotas e
historias del pasado. Había muchas que valía la
pena repetir, sobre el largo viaje que había emprendido
desde el hogar de su infancia, el viejo hotel Teresa, en Harlem,
hasta la cumbre de la política norteamericana y del
servicio público.

Cuando dejamos a Alma, fuimos al centro, al Departamento
de Comercio para hablar con los empleados, que habían
perdido a un líder y a un amigo. Uno de los fallecidos en
el accidente era un joven que Hillary y yo conocíamos
bien. Adam Darling era el hijo idealista y valiente de un
ministro metodista, que había llegado a nuestras vidas en
1992, cuando fue noticia a causa de su viaje en bicicleta por
Norteamérica en apoyo de la candidatura
Clinton-Gore.

Al cabo de unos días, apenas dos semanas
después del primer aniversario de la bomba en Oklahoma,
Hillary y yo plantamos un seto de flores en el jardín
posterior de la Casa Blanca en memoria de Ron y de los otros
norteamericanos que habían muerto en Croacia. Luego
volamos a Oklahoma para inaugurar una nueva guardería, que
sustituía a la que desapareció con la
explosión, y visitamos a las familias de las
víctimas que se encontraban allí. En la Universidad
de Central Oklahoma, en la cercana Edmond, dije a los estudiantes
que, aunque habíamos capturado a más terroristas en
los últimos tres años que en toda nuestra historia,
el terror exigía que hiciéramos más: era la
amenaza de su generación, al igual que la guerra nuclear
había sido la de los que crecimos durante la Guerra
Fría.

La tarde siguiente realizamos un triste viaje a la base
aérea de Dover, en Delaware, donde Estados Unidos lleva de
vuelta a casa a los que han muerto durante el cumplimiento de su
deber para la nación. Después de que bajaran
solemnemente los ataúdes del avión, leí los
nombres de todos los fallecidos en el avión de Ron Brown y
recordé a los asistentes que el día siguiente era
Pascua, que para los cristianos marca el paso de la
pérdida y la desesperación a la esperanza y la
redención. La Biblia dice: «Aunque lloramos durante
la noche, la alegría vendrá en la
mañana». Tomé ese versículo como tema
de mi panegírico a Ron, el 10 de abril en la Catedral
Nacional, porque para todos los que lo conocimos, Ron siempre fue
nuestra alegría en la mañana. Miré su
ataúd y dije: «Quiero decirle a mi amigo por
última vez: Gracias. Si no fuera por ti, hoy no
estaría aquí».

Enterramos a Ron en el cementerio nacional de Arlington.
Yo estaba tan agotado y triste después de aquella terrible
tragedia que apenas podía tenerme en pie. Chelsea,
ocultando sus lágrimas detrás de las gafas de sol,
me abrazó y yo apoyé mi cabeza en su
hombro.

Durante la espantosa semana que transcurrió entre
el accidente y el funeral, traté de seguir con mis
funciones lo mejor que pude. Primero, firmé la nueva ley
sobre granjas. Dos semanas atrás, había firmado una
serie de medidas legislativas que mejoraban el sistema crediticio
para las granjas y así proporcionaban la posibilidad de
obtener más préstamos a intereses menores a los
granjeros. Pese a que opinaba que la nueva ley aún no
ofrecía una red de seguridad adecuada para las granjas
familiares, la firmé de todos modos porque si la actual
ley expiraba y todavía no se había reemplazado, los
granjeros tendrían que plantar sus cosechas totalmente
desamparados y sin el apoyo del programa que se instauró
en 1948. Además, la ley contenía muchas medidas que
yo apoyaba: mayor flexibilidad para que los granjeros escogieran
qué plantar sin por ello perder las ayudas;
financiación para el desarrollo económico de las
comunidades rurales; fondos para ayudar a los granjeros a
prevenir la erosión del suelo, y la contaminación
del agua y del aire, así como la pérdida de
pantanos. También incluía 200 millones de
dólares para empezar a trabajar en una de mis prioridades
medioambientales, la restauración de las Everglades de
Florida, que estaban enormemente dañadas a causa del
desarrollo urbano extensivo y del cultivo de caña de
azúcar.

El día 9 firmé una nueva ley que otorgaba
al presidente una capacidad de veto parcial. La mayoría de
gobernadores poseían esa autoridad y todos los
presidentes, desde Ulysses Grant, en 1869, la habían
perseguido. La cláusula también formaba parte del
«Contrato con América» de los republicanos,
que yo había apoyado en mi campaña de 1992. Estaba
complacido porque finalmente se hubiera aprobado; pensaba que su
principal utilidad residía, principalmente, en la
capacidad de negociación que daba al presidente para
impedir que se incluyeran partidas despilfarradoras en el
presupuesto. Firmar la ley tenía una desventaja
importante: el senador Robert Byrd, la autoridad más
respetada en el Congreso sobre la Constitución, la
consideraba una infracción inconstitucional y una
intromisión del Ejecutivo en el Legislativo. Byrd
rechazaba el veto parcial con una pasión que la
mayoría de la gente reserva para los agravios personales;
no creo que jamás me perdonara haber firmado esa
ley.

El día de la misa fúnebre de Ron Brown,
veté una ley que prohibía un procedimiento que sus
defensores llamaban aborto de «nacimiento parcial».
La legislación tal y como la describían sus
impulsores antiabortistas era muy popular, pues prohibía
un tipo de interrupción del embarazo que parecía
tan despiadada y cruel que muchos ciudadanos que estaban a favor
de la elección de la mujer también lo estaban de
esta prohibición. Era un poco más complicado que
eso. Según tengo entendido, la operación era
excepcional y poco habitual; se practicaba sobre todo en mujeres
a las que el médico les había dicho que era
necesario para salvar sus propias vidas o su salud, a menudo
porque estaban embarazadas de bebés hidrocefálicos,
que sin duda morirían antes, durante o poco después
del nacimiento. La cuestión era hasta qué punto se
perjudicaba la salud de la madre si daban a luz a bebés
que estaban condenados a morir y si hacerlo podía
entrañar que no pudieran quedarse embarazadas de nuevo. En
esos casos, no quedaba nada claro que prohibir la
operación fuera la opción «pro
vida».

Yo pensaba que debía ser una decisión para
la madre y su médico. Cuando veté la ley, lo hice
con cinco mujeres al lado que habían sufrido abortos de
nacimiento parcial. Tres de ellas, una católica, una
cristiana evangélica y una judía ortodoxa, eran
devotas defensoras del derecho a la vida. Una de ellas dijo que
había rezado a Dios para que se llevara su vida y
perdonara la de su hijo; todas afirmaron que habían
consentido someterse a esa operación de último
trimestre únicamente porque sus doctores dijeron que los
bebés no podrían sobrevivir, y ellas querían
tener más hijos.

Si consideramos la gran cantidad de tiempo que me
llevó explicar el motivo por el que veté esa ley,
se puede comprender por qué fue un terrible error
político. La veté porque nadie me había
mostrado pruebas de que no fueran ciertas las afirmaciones de que
esa operación era necesaria en determinadas circunstancias
o de que existiera otra operación alternativa que pudiera
haber protegido la salud de las madres y su capacidad
reproductora. Yo me había ofrecido a firmar una ley que
prohibiera todas las interrupciones del embarazo durante el
último trimestre, excepto en los casos en los que la vida
y la salud de la madre estuvieran en peligro. Algunos estados
aún las permitían, y una medida así
podría haber prevenido muchos más abortos que la
ley de nacimiento parcial, pero los antiabortistas del Congreso
impidieron que se aprobara. Buscaban la manera de erosionar
«Roe contra Wade». Además, no había
ninguna ventaja política en una ley que incluso los
senadores y representantes que eran más «pro
vida» también apoyarían.

El 12 de abril, nombré a Mickey Kantor secretario
de Comercio y a su capaz adjunta, Charlene Barshevsky, la nueva
embajadora comercial de Estados Unidos. También
designé a Frank Raines, vicepresidente de Fannie Mae, la
Asociación Nacional de Hipotecas Federales, jefe de la
Oficina de Gestión y Presupuestos. Raines tenía la
combinación adecuada de inteligencia, conocimientos
presupuestarios y habilidad política para tener
éxito en la OGP; era el primer afroamericano que ocupaba
ese cargo.

El 14 de abril, Hillary y yo subimos al Air Force
One
para un ajetreado viaje de una semana por Corea,
Japón y Rusia. En la bella isla de Cheju, en Corea del
Sur, el presidente Kim Young-Sam y yo propusimos iniciar
conversaciones a cuatro bandas con Corea del Norte y China, los
otros firmantes del armisticio de cuarenta y seis años que
puso fin a la guerra de Corea, con el fin de crear un marco de
trabajo en el que Corea del Norte y Corea del Sur pudieran
dialogar, y también con la esperanza de que alcanzaran por
fin un acuerdo de paz. Corea del Norte llevaba tiempo diciendo
que quería la paz y yo creía que teníamos
que descubrir si hablaba en serio.

Volé de Corea del Sur a Tokio, donde el primer
ministro Hashimoto y yo hicimos pública una
declaración conjunta, con la que queríamos
reafirmar y modernizar nuestra relación de seguridad;
también incluía más cooperación en la
lucha contra el terrorismo, una cuestión que a los
japoneses les interesaba mucho después del ataque en el
metro con gas sarín. Estados Unidos también
prometía conservar la presencia de sus tropas, unos
100.000 soldados, en la zona de Japón, Corea y el resto de
Asia del Este, al tiempo que reducíamos nuestra presencia
en la isla japonesa de Okinawa, donde algunos incidentes
criminales en los que estaba implicado personal militar
estadounidense habían aumentado la oposición
popular a nuestras tropas. Había mucho en juego para
Estados Unidos si conseguía mantener la paz y la
estabilidad en Asia. Los asiáticos compraban la mitad de
nuestras exportaciones, y esas adquisiciones aseguraban tres
millones de puestos de trabajo.

Antes de irme de Japón, visité a las
fuerzas de la Séptima Flota a bordo del
Independence, asistí a una elegante cena de
Estado que ofrecieron el emperador y la emperatriz en el Palacio
Imperial, pronuncié un discurso ante la Dieta japonesa y
disfruté de un almuerzo organizado por el primer ministro,
en el que participaron luchadores de sumo nacidos en Estados
Unidos y un notable saxofonista japonés de
jazz.

Para reforzar la importancia de los lazos entre Estados
Unidos y Japón, nombré al ex vicepresidente Walter
Mondale nuestro embajador allí. Elegir a un hombre de su
prestigio y habilidad para hacer frente a problemas complejos era
un mensaje inequívoco dirigido a los japoneses, que daba a
entender lo importante que eran para Estados Unidos.

Volamos hacia San Petersburgo, en Rusia. El 19 de abril,
en el primer aniversario de la bomba en Oklahoma, Al Gore fue
allí para hablar en nombre de la administración;
mientras, yo recordaba aquel suceso durante una visita a un
cementerio militar ruso y me preparaba para una cumbre sobre
seguridad nuclear con Boris Yeltsin y los líderes del G-7.
Yeltsin había propuesto organizar la cumbre para destacar
nuestro compromiso con el Tratado de Prohibición Total de
Pruebas Nucleares, START I y START II, así como nuestros
esfuerzos conjuntos por localizar y eliminar las armas y
materiales nucleares. También convenimos en mejorar la
seguridad de las plantas nucleares de energía, poner fin
al vertido de sustancias nucleares en los océanos y a
ayudar al presidente ucraniano, Leonid Kuchma, a cerrar la planta
nuclear de Chernobyl en cuatro años. Diez años
después del trágico accidente que había
tenido lugar allí, aún funcionaba.

El día 24 estaba de vuelta en casa pero
seguía ocupado en los asuntos exteriores. El presidente
Elias Hrawi, de Líbano, se encontraba en la Casa Blanca
cuando hubo otro momento de tensión en Oriente
Próximo. En respuesta a una descarga de cohetes
Katyusha que Hezbollaha había disparado contra
Israel desde el sur de Líbano, Shimon Peres ordenó
ataques de represalia que mataron a muchos civiles. Líbano
me inspiraba mucha lástima; estaba atrapado en un
conflicto entre Israel y Siria y estaba lleno de agentes
terroristas. Volví a asegurar el firme apoyo de Estados
Unidos a la Resolución 425 del Consejo de Seguridad de
Naciones Unidas, que expresa la necesidad de que Líbano
sea verdaderamente independiente.

No todas las noticias procedentes de Oriente
Próximo eran malas. Mientras me reunía con el
presidente libanés, Yasser Arafat convencía al
consejo ejecutivo de la OLP para que reformara su carta de
fundación y reconociera el derecho de Israel a existir;
era un cambio político muy importante para los
israelíes. Dos días más tarde Warren
Christopher y nuestro enviado a Oriente Próximo, Dennis
Ross, lograron obtener un acuerdo entre Israel, Líbano y
Siria para poner fin a la crisis libanesa y permitirnos volver a
concentrar nuestros esfuerzos en la paz.

Shimon Peres vino a verme a finales de mes para firmar
un acuerdo de cooperación antiterrorista que
incluía una inversión de 50 millones de
dólares en nuestros esfuerzos conjuntos para reducir la
vulnerabilidad de Israel frente a los atentados suicidas con
bombas que recientemente habían causado tragedia y
confusión.

Apenas una semana antes, firmé la
legislación antiterrorista, que el Congreso finalmente
había aprobado, un año después de lo
ocurrido en Oklahoma. Al final, la ley obtuvo un gran apoyo en
ambos partidos, después de eliminar las cláusulas
que exigían la inclusión de sustancias marcadoras
en la pólvora negra y sin humo, y la que concedía a
las autoridades federales permiso para grabar a los presuntos
terroristas a lo largo de sus desplazamientos sin necesidad de
pedirlo en cada localidad, posibilidad que ya se utilizaba en el
caso de las figuras del crimen organizado. La ley nos
proporcionaría más herramientas y recursos para
impedir que se produjeran ataques terroristas, así como
para desmantelar organizaciones terroristas y aumentar el control
de armas biológicas y químicas. El Congreso
también aceptó que se colocaran etiquetas en los
explosivos plásticos, y dejó la puerta abierta a la
opción de colocarlos en otros tipos de explosivos que no
estuvieran claramente prohibidos por la ley.

Abril fue otro mes curioso en el entorno Whitewater. El
segundo día del mes, Kenneth Starr apareció en el
Primer Circuito del Tribunal de Apelación de Nueva Orleans
en nombre de cuatro grandes compañías tabacaleras
que, al mismo tiempo, estaban enzarzadas en un abierto
enfrentamiento con mi administración por las
campañas de promoción de sus cigarrillos dirigidas
a los adolescentes y por la autoridad que tenía la
Administración de Fármacos y Alimentos para
impedírselo. Starr no veía ningún conflicto
de intereses en ejercer la abogacía lucrativamente, por lo
cual mis adversarios le pagaban grandes cantidades de dinero. El
USA Today ya había revelado que, en una
aparición ante un tribunal en defensa del programa de
cupones escolares de Wisconsin, al que yo me oponía, la
minuta de Starr no la había pagado el estado, sino la
ultraconservadora Fundación Bradley. Starr estaba
detrás de la Corporación de Resolución de
Fondos por su investigación en la conducta de nuestra
acusadora, L. Jean Lewis; al mismo tiempo, la CRF negociaba con
su bufete para llegar a un acuerdo respecto a una demanda que la
agencia había presentado contra dicha firma por
negligencia en la representación de una institución
de ahorros y préstamos de Denver que había entrado
en bancarrota. Y, por descontado, Starr se había ofrecido
a salir por televisión para hablar a favor de la demanda
de Paula Jones. A Robert Fiske lo habían retirado del caso
Whitewater y de su cargo de fiscal independiente basándose
en la poco fundada reclamación de que su nombramiento por
parte de Janet Reno creaba la sospecha de un conflicto de
intereses. Ahora teníamos a un fiscal con conflictos
reales.

Como he dicho, Starr y sus aliados del Congreso y de los
tribunales federales habían creado una nueva
definición de «conflicto de intereses»:
cualquiera remotamente favorable o, como en el caso de Fiske,
incluso justo con Hillary y conmigo tenía por
definición un conflicto. Los descarados intereses
políticos y económicos de Ken Starr y la
tendenciosa parcialidad en mi contra que reflejaban, no
constituían ningún problema en absoluto para que
asumiera una autoridad sin límites y sin
responsabilidades, con objeto de perseguirnos a nosotros y a
muchas otras personas inocentes.

La curiosa visión de Starr y sus aliados sobre
qué era un conflicto de intereses jamás
quedó tan clara como en su trato al juez Henry Woods, un
jurista veterano, muy respetado y ex agente del FBI, asignado
presidente del tribunal en que se juzgó al gobernador Jim
Guy Tucker y a otros, a los que Starr había acusado por
cargos federales sin ninguna relación con Whitewater, por
la compra de cadenas de televisión por cable. Al
principio, ni Starr ni Tucker se opusieron a que Woods presidiera
el tribunal; era demócrata pero jamás había
sido amigo del gobernador. El juez Woods desestimó las
acusaciones tras decidir que Starr se había excedido en su
autoridad según la ley del fiscal independiente porque los
cargos no tenían nada que ver con Whitewater.

Starr apeló la decisión de Woods ante el
Tribunal del Octavo Circuito y solicitó que se apartara al
juez del caso por parcialidad. Los miembros del tribunal de
apelaciones eran todos republicanos conservadores nombrados por
Reagan y Bush. El juez principal, Pasco Bowman, rivalizaba con
David Sentelle en sus tendencias políticas de derechas.
Sin dar al juez Woods ni siquiera la oportunidad de defenderse,
el Tribunal no solo revocó su decisión y
reinstauró los cargos, sino que también le
expulsó del caso sin citar ningún archivo judicial,
solo artículos publicados en periódicos y revistas
que le criticaban. Uno de los artículos, repleto de falsas
acusaciones, lo había escrito el juez Jim Johnson para el
Washington Times, un rotativo de derechas.
Después de la sentencia, Woods señaló que
era el único juez en la historia de Estados Unidos al que
se retiraba de un caso sobre la base de unos cuantos
artículos periodísticos. Cuando otro abogado
defensor con ideas novedosas apeló al Octavo Circuito para
expulsar al juez de un tribunal y citó el caso Woods como
precedente, un tribunal, menos partidista, rechazó la
petición y criticó la decisión respecto a
Woods, afirmando que no tenía precedentes y que era
injustificada. Por supuesto que lo era, pero había reglas
distintas para Whitewater.

El 17 de abril, ni siquiera el New York Times
pudo soportarlo más. Calificando a Starr de
«desafiantemente ciego a sus problemas de apariencia, e
indiferente a la obligación especial que le debe al pueblo
norteamericano», por su negativa a «abandonar su
propia carga financiera y política», el
Times afirmó que Starr debía apartarse del
caso. Yo no podía negar que el viejo y buen
periódico* aún tenía conciencia, pues no
querían que a Hillary y a mí nos entregaran atados
de pies y manos a la masa para que nos linchara. El resto de los
medios de comunicación que se ocupaban de Whitewater
guardó silencio sobre el tema.

*"Grand old paper", un juego de palabras que remite al
"Grand Old Party", el Partido Republicano. (N. de la
T.)

El 28 de abril, entregué un testimonio de cuatro
horas y media grabado en una cinta para otro juicio de
Whitewater. En este, Starr había acusado a Jim, a Susan
McDougal y a Jim Guy Tucker por apropiación indebida de
fondos de la Madison Guaranty y de la Agencia para la
Pequeña y Mediana Empresa. Los préstamos no se
devolvieron, pero los fiscales no negaban que los acusados
quisieran reembolsarlos; los acusaban porque argumentaban que el
dinero se utilizó para otros propósitos distintos a
los que se describían en los formularios de solicitud de
los préstamos.

El juicio no tenía nada que ver con Whitewater,
con Hillary o conmigo. Lo menciono aquí porque David Hale
me arrastró allí. Había estafado millones de
dólares a la Agencia para la Pequeña y Mediana
Empresa y colaboraba con Starr con la esperanza de obtener una
sentencia de condena benévola. En su testimonio en el
juicio, Hale repitió sus acusaciones de que yo le
había presionado para que concediera un préstamo de
300.000 dólares a los McDougal.

Testifiqué que todas las conversaciones que Hale
decía haber mantenido conmigo eran falsas y que no
sabía nada de las relaciones entre las partes que
habían originado los cargos. Los abogados de la defensa
creían que una vez el jurado se diera cuenta de que Hale
había mentido acerca de mi participación en sus
tratos con los McDougal y Tucker, todo su testimonio se
vería comprometido, el caso del fiscal se rompería
en pedazos y, por lo tanto, ni siquiera haría falta que
los acusados prestaran testimonio. Había dos problemas con
esa estrategia. En primer lugar, desoyendo todos los consejos,
Jim McDougal insistió en testificar en defensa propia; lo
había hecho ya en un juicio anterior derivado de la
bancarrota de la Madison Guaranty, en 1990, y le habían
declarado inocente. Pero desde entonces, la depresión
maníaca que sufría se había agravado y,
según diversos observadores, su testimonio errático
y divagador no solo le había perjudicado a él sino
también a Susan y a Jim Guy Tucker, que no subieron al
estrado en defensa propia, incluso después de que McDougal
les pusiera en peligro con su inconsciencia.

El otro problema era que el jurado no tenía en su
poder información de todos los hechos sobre las conexiones
de David Hale con mis enemigos políticos; algunas de ellas
ni siquiera se conocían y otras las desestimó el
juez por considerarlas inadmisibles. El jurado lo ignoraba todo
acerca del dinero y del apoyo que Hale había recibido de
una campaña secreta llamada el Proyecto
Arkansas.

El Proyecto Arkansas estaba financiado por el
multimillonario ultraconservador Richard Mellon Scaife de
Pittsburgh, que también daba dinero al American
Spectator
para alimentar sus artículos negativos
sobre Hillary y sobre mí. Por ejemplo, el proyecto le
había pagado 10.000 dólares a un ex policía
estatal por inventarse la ridícula historia de que yo
traficaba con drogas. La gente de Scaife también trabajaba
estrechamente con los aliados de Newt Gingrich. Cuando David
Brock trabajaba en el artículo del Spectator en
el que aparecían dos policías estatales de Arkansas
y afirmaban que me habían conseguido mujeres, Brock no
solo recibió su salario normal del periódico, sino
también pagos secretos procedentes del empresario de
Chicago Peter Smith, el presidente financiero del comité
de acción política de Newt.

La mayoría de los esfuerzos del Proyecto Arkansas
se centraban en David Hale. A través de Parker Dozhier, un
ex adjunto del juez Jim Johnson, el proyecto estableció un
santuario para Hale en la tienda de anzuelos de Dozhier, en las
afueras de Hot Springs, donde Dozhier le entregaba dinero en
efectivo a Hale y le dejaba su coche y su cabaña de pescar
mientras Hale cooperaba con Starr. Durante esa época Hale
también recibió asesoramiento legal gratuito de Ted
Olson, amigo de Starr y abogado del Proyecto Arkansas y del
American Spectator. Más tarde, Olson se
convirtió en abogado gubernamental general en el
Departamento de Justicia del presidente George W. Bush,
después de una sesión del Senado en el que no fue
en absoluto sincero acerca de su trabajo para el Proyecto
Arkansas.

Por las razones que sea, el jurado condenó a los
tres acusados por varios de los cargos que se presentaban contra
ellos. En su intervención final, el fiscal principal de la
oficina del fiscal independiente se esforzó lo indecible
por dejar claro que yo «no estaba bajo juicio» y que
no «se había realizado ninguna acusación de
que yo cometiera actos delictivos». Pero Starr ya
tenía lo que realmente quería: tres personas a las
que presionara para que, con el fin de evitar una sentencia de
prisión, le dieran algo que nos perjudicara. Puesto que no
había nada que contar no me preocupé, aunque
lamenté el coste que el gran esfuerzo de Starr
representaba para los contribuyentes, así como el
número creciente de afectados entre la gente de Arkansas
cuyo principal pecado era que nos habían conocido a
Hillary y a mí antes de que yo fuera
presidente.

También tenía serias dudas acerca del
veredicto del jurado. La enfermedad mental de Jim McDougal
había avanzado hasta el punto de que probablemente no era
capaz de soportar un juicio, y mucho menos testificar.
Pensé que a Susan McDougal y a Jim Guy Tucker se les
podía condenar sencillamente porque habían quedado
atrapados en la espiral mental descendente de Jim McDougal y en
el esfuerzo desesperado de David Hale por salvar su propio
cuello.

Mayo fue relativamente tranquilo en el frente
legislativo, lo que me permitió dedicarme a hacer
campaña por algunos estados y disfrutar de algunos deberes
ceremoniales del presidente, entre ellos la entrega de una
medalla de oro del Congreso a Billy Graham, el acto anual de
WETA-TV «En concierto» en el Jardín Sur, en el
que intervinieron Aaron Neville y Linda Ronstadt, y una visita de
Estado del presidente griego, Constantinos Stephanopoulos. Cuando
estábamos envueltos en problemas muy delicados tanto en el
frente exterior como en el interior, a menudo me costaba
relajarme lo suficiente como para pasármelo realmente bien
en esos actos.

El 15 de mayo, anuncié la última ronda de
becas para vigilancia policial comunitaria, que nos trajeron
43.000 de los 100.000 nuevos policías que prometí.
Ese mismo día Bob Dole anunció que dimitía
de su escaño en el Senado para dedicarse completamente a
su campaña presidencial. Me llamó para contarme su
decisión; le deseé suerte. Era lo más
sensato para él; no podía hacer campaña
contra mí y además ser el líder de la
mayoría. Las posturas que adoptaban los republicanos del
Senado y de la Cámara sobre el presupuesto y otros asuntos
le perjudicaban en su carrera presidencial.

Al día siguiente solicité una
prohibición global de las minas terrestres antipersona.
Había unos 100 millones de minas, la mayoría
reliquias de guerras pasadas, apenas enterradas, en la superficie
de Europa, Asia, Africa y América Latina. Muchas llevaban
allí décadas pero aún eran letales:
veinticinco mil personas morían o quedaban mutiladas a
causa de ellas cada año. El daño que hacían,
especialmente a los niños de lugares como Angola y
Camboya, era terrible. También había muchas en
Bosnia; la única baja que sufrieron nuestras tropas se
produjo cuando un sargento del ejército murió
tratando de desactivar una mina. Prometí que Estados
Unidos destruiría cuatro millones de nuestras propias
minas hacia 1999, de las llamadas «no inteligentes»,
que no se autodestruyen, y ayudaría a otras naciones en
sus esfuerzos por limpiar de minas su territorio. Pronto
financiamos más de la mitad del coste de librar el suelo
mundial de minas.

Desgraciadamente, lo que tendría que haber sido
otro acto en pro de la vida quedó marcado por otra nueva
tragedia; tuve que anunciar que el jefe de nuestras operaciones
navales, el almirante Mike Boorda, había fallecido aquella
tarde por una herida de bala que él mismo se había
disparado. Boorda era el primer recluta que había llegado
al más alto rango de la Marina. Su suicidio se
debió a los artículos periodísticos que le
acusaban de llevar en su uniforme dos medallas de Vietnam que no
se había ganado. Los hechos aún no estaban claros y
en cualquier caso no deberían haber desmerecido su
categoría después de una larga carrera marcada por
la devoción, un servicio intachable y muestras de evidente
valor. Al igual que Vince Foster, hasta entonces nadie
había cuestionado su honor y su integridad. Hay una gran
diferencia en que te digan que no eres bueno en tu trabajo o que
te digan que sencillamente no eres bueno.

A mediados de mayo, firmé la Ley CARE Ryan White
para volver a autorizar que proporcionara financiación a
los servicios médicos y de asistencia para la gente con
VIH y SIDA, la principal causa de muerte de los norteamericanos
entre veinticinco y cuarenta y cuatro años. Ahora
habíamos doblado la cantidad de dinero que se dedicaba al
SIDA desde 1993, y un tercio de los 900.000 aquejados del VIH
recibían atención gracias a la misma
ley.

Aquella semana también firmé una ley
conocida como Ley de Megan, bautizada así en honor de una
niña que había sido asesinada por un delincuente
sexual; la ley autorizaba a los estados a notificar a las
comunidades la presencia de delincuentes sexuales violentos,
porque diversos estudios demostraban que raras veces se
rehabilitaban.

Después de la ceremonia volé a Missouri
para hacer campaña con Dick Gephardt, al cual admiraba de
veras. Gephardt era un hombre trabajador, inteligente y amable;
aparentaba tener veinte años menos de los que tenía
en realidad. Aun cuando era el líder demócrata de
la Cámara, volvía a su casa regularmente cada fin
de semana, visitaba los barrios y llamaba a la puerta de sus
electores para charlar con ellos. A menudo, Dick me entregaba
listas de cosas que quería que hiciera por su distrito.
Aunque muchos congresistas solían pedirme cosas de vez en
cuando, el único otro miembro que me hacía llegar
una lista mecanografiada de «pendientes» era el
senador Ted Kennedy.

A finales de mes anuncié que la
Administración de Veteranos proporcionaría
compensaciones a los veteranos del Vietnam por una serie de
enfermedades graves, entre ellas cáncer, trastornos del
hígado y la enfermedad de Hodgkin, que se relacionaban con
haber estado expuesto al agente naranja, una causa que los
veteranos del Vietnam llevaban tiempo reclamando, junto con el
senador John Kerry, John McCain y el fallecido almirante Bud
Zumwalt.

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