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Análisis del libro "MI vida (parte II)" de Williams Bill Clinton (página 12)



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El 29 de mayo, me quedé hasta pasada la
medianoche, mirando los resultados electorales en Israel. Fue un
duelo emocionante, pues Bibi Netanyahu derrotó a Shimon
Peres por menos de un uno por ciento de los votos. Peres
ganó el voto árabe por mayoría, pero
Netanyahu le venció sobradamente entre los votantes
judíos, que constituían más del 90 por
ciento del electorado, por lo que finalmente ganó. Lo hizo
prometiendo más dureza contra el terrorismo y una
ralentización del proceso de paz; utilizó anuncios
televisivos al estilo norteamericano, entre ellos algunos que
atacaban a Peres, y que se realizaron con la ayuda de un asesor
de medios de comunicación republicano de Nueva York. Peres
se resistió a las súplicas de sus seguidores de
responder a los anuncios hasta casi el final de la campaña
y, para entonces, ya era demasiado tarde. Yo pensaba que Shimon
había realizado una buena labor como primer ministro y que
había entregado toda su vida al estado de Israel pero, en
1996, por un estrecho margen, Netanyahu demostró ser mejor
político. Estaba ansioso por ver de qué modo
podríamos colaborar él y yo para mantener vivo el
proceso de paz.

En junio, con el telón de fondo de la
campaña presidencial, me concentré en dos temas, la
educación y la perturbadora ola de incendios provocados en
las iglesias negras que asolaba el país. En la ceremonia
de graduación de la Universidad de Princeton,
esbocé un plan para abrir las puertas de las facultades a
todos los norteamericanos y hacer que al menos dos años de
estudios universitarios fueran accesibles universalmente como el
instituto. Incluía una rebaja fiscal según el
modelo de las becas Hope en Georgia: 1.500 dólares para
los dos primeros años de educación universitaria
(el coste de la matrícula media universitaria
comunitaria); una desgravación fiscal de 10.000
dólares anuales por educación universitaria,
más allá de los dos primeros años; una beca
de 1.000 dólares para los estudiantes situados entre el 5
por ciento mejor en cada promoción de graduados de
instituto; fondos, entre 700.000 y un millón de
dólares, para aumentar los puestos universitarios que
combinaran clases y empleo, y aumentos anuales en las becas Pell
para estudiantes de ingresos reducidos.

A mediados de mes fui a la escuela intermedia Grover
Cleveland en Albuquerque, en Nuevo México, para apoyar el
programa de toque de queda de la comunidad, uno de los diversos
esfuerzos que surgían por todo el país para lograr
que los jóvenes se quedaran en sus hogares después
de determinada hora en las noches entre semana, pues
habían contribuido a una reducción del crimen y a
una mejora del rendimiento. También respaldé la
política de exigir uniformes escolares para los
estudiantes de cursos elementales e intermedios. Casi sin
excepción, los distritos escolares que requerían
uniforme mostraban tasas más altas de asistencia, menos
violencia y mejor ritmo de aprendizaje de los estudiantes. Las
distinciones entre estudiantes pobres y ricos también se
reducían.

Algunos de mis detractores ridiculizaron mi
énfasis en lo que ellos calificaban de temas de
«bajo calibre» como toques de queda, uniformes,
programas de formación del carácter y el chip V;
decían que todo eso era política y una muestra de
mi incapacidad para aprobar grandes reformas legislativas en el
Congreso republicano. Eso no era exactamente así. En aquel
momento, también estábamos implementando los
grandes programas sobre educación y crimen que se
aprobaron durante mis dos primeros años de mandato y
tenía otra importante iniciativa educativa pendiente de
aprobación en el Congreso. Sin embargo, sabía que
el dinero federal y las leyes solo podían proporcionar a
los norteamericanos las herramientas para hacer que sus vidas
fueran mejor; los verdaderos cambios tenían que llevarlos
a cabo ellos mismos. Gracias en parte a nuestra promoción
del uso de uniformes escolares, más y más distritos
optaron por ellos con resultados positivos.

El 12 de junio me encontraba en Greeleyville, en
Carolina del Sur, para inaugurar la nueva iglesia episcopal
metodista africana del Monte Sión, después de que
la antigua iglesia de la congregación hubiera ardido.
Hacía menos de una semana, una iglesia en Charlotte, en
Carolina del Norte, se había convertido en la iglesia
negra número treinta que, en los últimos dieciocho
meses, había caído pasto de las llamas. Toda la
comunidad negra de Estados Unidos estaba indignada y esperaba que
yo hiciera algo al respecto. Apoyé una legislación,
aprobada por los dos partidos, que facilitaba la tarea de los
fiscales federales para acusar y castigar a los que quemaban
centros de culto religioso y prometí fondos federales
garantizados para respaldar préstamos a bajo
interés con los que reconstruir los templos. La quema de
iglesias parecía alimentarse a sí misma, como una
racha de pintadas en las sinagogas que tuvimos en 1992. No
estaban conectadas por ninguna conspiración, sino por un
contagio, por el odio que sienten los que son
distintos.

Durante este tiempo, también me enteré de
un problema en la gestión de la Casa Blanca; era tan grave
que pensé que era el primer tema relacionado con mi
administración que realmente merecía una
investigación independiente.

A principios de junio, algunos reportajes
periodísticos sacaron a la luz que tres años
atrás, en 1993, mi Oficina de Seguridad Personal de la
Casa Blanca había obtenido cientos de archivos del FBI con
información personal de gente que había obtenido
luz verde para incorporarse a la Casa Blanca cuando estaban en
ella Bush y, después, Reagan. Los archivos se
habían obtenido cuando la oficina trataba de reemplazar
los archivos de seguridad de los empleados actuales de la Casa
Blanca, pues esos archivos los había retirado la
administración Bush saliente para depositarlos en la
Biblioteca Bush. La Casa Blanca no tenía por qué
poseer informes confidenciales del FBI sobre ningún
republicano. Me indigné en cuanto me enteré de lo
que había sucedido.

El 9 de junio, Leon Panetta y yo nos disculpamos
oficialmente por el incidente. En una semana, Louis Freeh
anunció que el FBI había entregado por error unos
408 archivos a la Casa Blanca. Unos días más tarde,
Janet Reno pidió a Ken Starr que investigara el caso de
los archivos. En 2000, la oficina del fiscal independiente
dictaminó que todo el incidente había sido un
simple error. La Casa Blanca no se dedicaba al espionaje
político: el Servicio Secreto había entregado a la
Oficina de Seguridad Personal una lista no actualizada de los
empleados de la Casa Blanca, que incluía nombres de
republicanos, y esa era la lista que habían
enviado.

Más tarde, en junio, en la conferencia familiar
anual de los Gore en Nashville, hice un llamamiento para la
ampliación de la ley de baja familiar para que la gente
pudiera tomarse veinticuatro horas anuales, o tres días
más de trabajo, para asistir a las reuniones de la
asociación de padres en la escuela de sus hijos, o llevar
a estos, a un cónyuge o a sus padres a una visita
médica de rutina.

El problema de equilibrar la vida familiar y la laboral
empezaba a pesarme a causa del precio que tenía que pagar
la Casa Blanca. Bill Galston, un brillante miembro del equipo del
Consejo de Política Interior, al que había conocido
en el CLD, y que era una continua fuente de buenas ideas,
había dimitido recientemente para pasar más tiempo
con su hijo de diez años: «Mi chico no para de
preguntarme dónde estoy. Usted puede conseguir a otra
persona para hacer mi trabajo pero nadie puede sustituirme con O.
Tengo que irme a casa».

Mi adjunto a jefe de gabinete, Erskine Bowles, que se
había convertido en un buen amigo y compañero de
mis partidas de golf, y que era un magnífico gestor y
nuestro mejor contacto en la comunidad empresarial,
también se fue a casa. Su esposa, Crandall, una
compañera de Hillary en Wellesley, dirigía una gran
empresa textil y tenía que viajar continuamente. Dos de
sus hijos estaban en la universidad y el más joven estaba
a punto de empezar su último curso en el instituto.
Erskine me dijo que le apasionaba su trabajo, pero que «mi
chico no debería estar solo en casa en su último
curso. No quiero que nunca se pregunte si él era lo
más importante en el mundo para sus padres. Me voy a
casa».

Yo respetaba y estaba de acuerdo con las decisiones que
Bill y Erskine habían tomado; me sentía agradecido
porque Hillary y yo vivíamos y trabajábamos en la
Casa Blanca, de modo que no teníamos que pasar mucho
tiempo desplazándonos de nuestro hogar a nuestro trabajo y
al menos uno de los dos casi siempre estaba con Chelsea durante
la cena o cuando se levantaba por la mañana. Pero la
experiencia de los miembros de mi equipo hizo que me diera cuenta
de que demasiados norteamericanos, fuera cual fuera su empleo o
sus ingresos, iban a trabajar cada día angustiados por si
estaban prestándoles poca atención a sus hijos a
causa de sus empleos. Estados Unidos era la nación que
menos apoyo prestaba para la conciliación de la vida
laboral y familiar, menos que ningún otro país
industrializado; yo quería cambiar eso.

Lamentablemente, la mayoría republicana del
Congreso se oponía a la idea de imponer ningún
requisito nuevo a los empleadores. Un joven se me había
acercado hacía poco y había querido contarme un
chiste, aunque como muy bien dijo: «Una vez te conviertes
en presidente, resulta dificil encontrar un chiste que puedas
contar en público». Era el siguiente: «Ser
presidente con este Congreso es como estar de pie en medio de un
cementerio. Hay mucha gente debajo de ti, pero nadie te
escucha». Era un chico listo.

A finales de mes, cuando me preparaba para irme a Lyon,
Francia, para la conferencia anual del G-7, que estaría
dedicada principalmente al terrorismo, diecinueve miembros de las
fuerzas aéreas norteamericanas fueron asesinados y casi
trescientos norteamericanos y ciudadanos de otras naciones
resultaron heridos cuando un terrorista se acercó con un
camión cargado de explosivos a una barrera de seguridad
justo frente a las Torres Khobar, un complejo de viviendas
militares en Dhaharan, Arabia Saudí. Cuando una patrulla
norteamericana se acercó al camión, dos de sus
ocupantes dispararon y la bomba explotó. Envié un
equipo del FBI de más de cuarenta investigadores y
expertos forenses para colaborar con las autoridades
saudíes. El rey Fahd me llamó para expresarme sus
condolencias y su solidaridad; expresó el compromiso de su
gobierno de capturar y castigar a los hombres que habían
matado a nuestros aviadores. Al final, Arabia Saudí
ejecutó a los que consideró responsables del
atentado.

Los saudíes nos habían permitido
establecer una base después de la guerra del Golfo con la
esperanza de que las fuerzas norteamericanas
«preposicionadas» en el Golfo disuadirían a
Sadam Husein de volver a atacar, y si la disuasión
resultaba inútil al menos podríamos reaccionar con
mayor rapidez. El objetivo se logró, pero la base
también hacía que nuestras fuerzas fueran
más vulnerables a los terroristas de la región. Las
condiciones de seguridad en Khobar eran claramente inadecuadas;
el camión había podido acercarse al edificio porque
nuestra gente y los saudíes habían subestimado la
capacidad de los terroristas de construir una bomba explosiva
potente. Nombré al general Wayne Downing, ex comandante en
jefe del Centro de Operaciones Especiales de Estados Unidos, jefe
de una comisión para que recomendara qué medidas
debían tomarse para garantizar la seguridad de nuestras
tropas en el extranjero.

Mientras terminábamos los preparativos para la
cumbre del G-7, pedí a mi equipo que diseñaran
medidas y pasos aconsejables para que la comunidad internacional
empezara a implementarlos con el fin de luchar con más
eficacia contra el terrorismo global. En Lyon, los dirigentes
mundiales aceptaron poner en marcha más de cuarenta
medidas, entre ellas la aceleración del proceso de
extradición y la acusación formal de los
terroristas, así como redoblar los esfuerzos para
identificar los recursos que financian la violencia, mejorar
nuestras defensas internas y limitar el acceso de los terroristas
al equipamiento de comunicaciones de alta tecnología tanto
como fuera posible.

Para 1996, mi administración había
establecido una estrategia de lucha contra el terror que se
concentraba en prevenir incidentes serios, capturar y castigar a
los terroristas mediante la cooperación internacional,
interrumpir el flujo de dinero y de comunicaciones hacia las
organizaciones terroristas, impedir el acceso a las armas de
destrucción masiva y aislar e imponer sanciones a los
países santuario. Como el bombardeo del presidente Reagan
sobre Libia, en 1986, y el ataque que ordené contra el
cuartel general de los servicios de inteligencia de Irak, en
1993, demostraban, el poder de Estados Unidos podía
disuadir a los estados directamente implicados en actos
terroristas contra nosotros. Ninguna nación volvió
a intentar nada más. Sin embargo, era cada vez más
dificil llegar a las organizaciones terroristas no estatales,
pues las presiones militares y económicas que funcionaban
contra las naciones no se podían aplicar fácilmente
en su caso.

La estrategia había cosechado muchos
éxitos: habíamos impedido diversos ataques
terroristas planeados, entre ellos intentos de bombardear los
túneles Holland y Lincoln en Nueva York y hacer estallar
varios aviones desde las Filipinas hasta Estados Unidos, y
habíamos obtenido la extradición de algunos
terroristas del extranjero para juzgarlos en nuestro país.
Por otra parte, el terror es más que una forma de crimen
organizado internacional. Debido a sus objetivos políticos
declarados, a menudo los grupos terroristas disfrutan del
respaldo del estado y del apoyo popular. Además, llegar al
fondo de las redes que los sustentan puede plantear preguntas
peligrosas y complejas, como la investigación de las
Torres Khobar, que arrojó la posibilidad de que
Irán hubiera prestado ayuda a los terroristas. Aunque
dispusiéramos de una buena defensa contra los ataques,
¿acaso hacer cumplir la ley sería una estrategia
suficientemente ofensiva frente a los terroristas? Y de no ser
así, ¿sería mejor depositar una mayor
confianza en las opciones militares? A mediados de 1996, estaba
claro que no teníamos todas las respuestas sobre la forma
de lidiar con los ataques contra norteamericanos en este
país o en otros, y que el problema permanecería
durante los años venideros.

El verano empezó con buenas noticias en Estados
Unidos y del extranjero. Boris Yeltsin se había visto
obligado a someterse a una segunda ronda de votaciones el 3 de
julio contra el ultranacionalista Gennady Zyuganov. La primera
elección fue muy ajustada, pero Boris ganó la
segunda cómodamente, después de una enérgica
campaña por las once zonas horarias de su país, en
la cual llevó a cabo actos de campaña y anuncios
televisivos al estilo norteamericano. Las elecciones fueron una
ratificación del liderazgo de Yeltsin para garantizar la
democracia, modernizar la economía y estrechar lazos con
Occidente. Rusia aún tenía problemas pero yo
creía que avanzaba en la dirección
correcta.

Las cosas también iban por buen camino en Estados
Unidos, con la tasa de desempleo por debajo del 5,3 por ciento,
10 nuevos millones de puestos de trabajo y un crecimiento
económico del 4,2 por ciento durante el primer trimestre
del año; el déficit se había reducido a
menos de la mitad de la cifra que había cuando yo
tomé posesión de mi cargo. Los sueldos
también subieron. Después del Departamento de
Trabajo hiciera públicas las cifras el mercado de valores
cayó 115 puntos y me apresuré a tomarle el pelo a
Bob Rubin sobre lo poco que le gustaba a Wall Street que le fuera
bien al norteamericano medio. De hecho, era un poco más
complicado que eso. El mercado trata del futuro; cuando las cosas
van realmente bien, los inversores tienden a creer que van a
empeorar. Pronto cambiaron de idea y el mercado retomó su
marcha ascendente.

El 17 de julio, el vuelo 800 de la TWA explotó en
Long Island y murieron 230 personas. En ese momento todo el mundo
supuso, equivocadamente como se vio más adelante, que
había sido un atentado terrorista, e incluso se
especuló con la posibilidad de que el avión hubiera
sido abatido por un cohete disparado desde un barco en Long
Island Sound. Aconsejé prudencia para evitar llegar a
conclusiones erróneas, pero era obvio que teníamos
que reforzar más la seguridad del tráfico
aéreo.

Hillary y yo fuimos a Jamaica, Nueva York, para
reunirnos con las familias de las víctimas y anunciamos
nuevas medidas para aumentar la seguridad de la
circulación aérea. Habíamos trabajado en ese
problema desde 1993, con una propuesta para modernizar el sistema
de control del tráfico aéreo, añadir
más de 450 inspectores de seguridad y estándares de
seguridad uniformes y probar nuevas máquinas de
detección de explosivos de alta tecnología.
Añadimos el registro manual y el control por pantalla de
más equipajes en los vuelos internacionales y nacionales;
también exigimos inspecciones previas al vuelo de cada
depósito y cabina de aviones de carga antes del despegue.
Asimismo, pedí a Al Gore que encabezara una
comisión para revisar la seguridad y el control del
sistema de tráfico aéreo, y que informara en
cuarenta y cinco días.

Apenas diez días después del accidente,
sufrimos un claro atentado terrorista cuando estalló una
bomba en los Juegos Olímpicos de Atlanta, que mató
a dos personas. Hillary y yo habíamos asistido a la
ceremonia de apertura, en la que Muhammad Alí
encendió la antorcha olímpica. Hillary y Chelsea
disfrutaron mucho con las Olimpiadas y fueron a más
acontecimientos deportivos que yo, pero pude visitar al equipo
norteamericano, así como a los atletas de otras naciones.
Irlandeses, croatas y palestinos me agradecieron los esfuerzos de
Estados Unidos para llevar la paz a sus países. Los
atletas olímpicos de Corea del Norte y Corea del Sur se
sentaban en mesas contiguas en el comedor y se dirigían la
palabra. Las Olimpiadas eran el símbolo del mundo en su
mejor representación, pues acercaba a las personas por
encima de las viejas rencillas. La bomba que había
colocado un terrorista nacional que aún no había
sido capturado era un recordatorio de lo vulnerables que son las
fuerzas del aperturismo y la cooperación frente a los que
rechazan los valores y reglas necesarios para construir una
comunidad global integrada.

El 5 de agosto, en la Universidad de George Washington,
realicé un extenso análisis de la forma en que el
terrorismo afectaría nuestro futuro y afirmé que se
había convertido en «un destructor de la igualdad de
oportunidades, sin importar las fronteras». Enumeré
las medidas que íbamos a tomar para luchar «contra
el enemigo de nuestra generación» y dije que
prevaleceríamos si conservábamos nuestra confianza
y nuestro liderazgo como «la fuerza indispensable para la
paz y la libertad» en el mundo.

El resto del mes de agosto lo dediqué a firmar
leyes, asistir a convenciones del partido y a esperar posibles
buenas noticias sobre el caso Whitewater. Con las elecciones cada
vez más cerca y la batalla presupuestaria al menos
momentáneamente solucionada, los miembros del Congreso de
ambos partidos estaban ansiosos por dar a los norteamericanos
pruebas del progreso fruto de la colaboración bipartita.
En consecuencia, se cursaron un gran número de medidas
legislativas progresistas por las que la Casa Blanca había
luchado. Así, firmé la Ley de Protección de
la Calidad Alimentaria, para aumentar la protección de
frutas, verduras y cereales de pesticidas dañinos; la Ley
del Agua Potable, para reducir la contaminación y destinar
10.000 millones de dólares a préstamos para
actualizar los sistemas hidrológicos municipales tras las
muertes y enfermedades causadas por la contaminación del
agua potable con cristosporidiosis. También aprobé
la ley que aumentaba el salario mínimo en 90 centavos la
hora, proporcionaba ayudas fiscales a las pequeñas
empresas que invertían en renovar su equipamiento y
contratar a nuevos empleados, facilitaba a los negocios
pequeños que pudieran ofrecer pensiones con un nuevo plan,
el 401(k), e incluía un nuevo incentivo, muy importante
para Hillary, una rebaja fiscal de 5.000 dólares por
adoptar a un niño, y de 6.000 dólares si se trataba
de un niño con necesidades especiales.

Durante la última semana del mes, firmé la
Ley Kennedy-Kassebaum, que ayudaba a millones de personas, ya que
permitía que conservaran el seguro médico si
cambiaban de empleo, a la vez que prohibía a las
compañías aseguradoras que negaran la cobertura
sanitaria a una persona a causa de problemas de salud anteriores.
También anuncié la reglamentación final de
la Administración de Fármacos y Alimentos, para
proteger a los jóvenes de los peligros del tabaco.
Exigía que los adolescentes demostraran su edad con una
tarjeta de identificación antes de comprar cigarrillos, y
restringía notablemente la promoción publicitaria
permitida a las compañías tabacaleras, así
como la colocación de máquinas expendedoras. Nos
ganamos algunos enemigos en la industria del tabaco, pero yo
pensaba que el esfuerzo salvaría vidas.

El 22 de agosto, firmé una ley de reforma de la
asistencia social histórica, que se había aprobado
con una mayoría de más del 70 por ciento en ambos
partidos, en las dos cámaras. A diferencia de las dos
leyes que yo había vetado, la nueva legislación
conservaba la garantía federal de atención
sanitaria y ayuda a la alimentación, aumentaba las ayudas
federales a la infancia en un 40 por ciento, hasta 14.000
millones de dólares, y contenía las medidas que yo
quería para garantizar la responsabilidad paterna;
también otorgaba a los estados la capacidad de convertir
los pagos de asistencia social mensuales en subsidios salariales
como incentivo para que los empleadores contrataran a personas
que dependían de la asistencia.

La mayor parte de los defensores de los pobres y de la
inmigración legalizada, y también algunas personas
de mi gabinete, aún se oponían a la ley y
querían que la vetara porque ponía fin a la
garantía federal de una prestación fija mensual,
tenía un límite de cinco años respecto a las
prestaciones recibidas y recortaba el gasto general en el
programa de cupones de alimentación; también negaba
la posibilidad de recibir cupones de alimentación y
atención sanitaria a los inmigrantes legalizados con
ingresos reducidos. Yo estaba de acuerdo con las dos
últimas objeciones; el golpe contra los inmigrantes
legales era particularmente duro y, en mi opinión,
injustificable. Poco después de que firmara la ley, dos
altos cargos del Departmento de Sanidad y Bienestar Social, Mary
Jo Bane y Peter Edelman, dimitieron en señal de protesta.
Cuando se fueron, les alabé por su labor y por mantenerse
fieles a sus convicciones.

Decidí firmar la legislación porque
pensaba que era la mejor oportunidad que Estados Unidos
tendría durante mucho tiempo de modificar los incentivos
del sistema de asistencia social, de la dependencia absoluta a la
capacidad de desarrollo a través del trabajo. Con el fin
de maximizar las oportunidades de éxito, pedí a Eli
Segal, que había hecho una espléndida labor
organizando los AmeriCorps, que organizara una asociación,
Welfare to Work, en la que se apuntaran las empresas que
aceptaban comprometerse a contratar a personas que dependieran de
la asistencia social. Finalmente, unas veinte mil
compañías se sumaron a la iniciativa; y contrataron
a más de un millón de personas, con lo que las
sacaron de la asistencia social.

En la ceremonia de la firma, algunos ex receptores de
prestaciones sociales hablaron a favor de la ley. Uno de ellos
era Lillie Hardin, la mujer de Arkansas que tanto había
impresionado a mis colegas gobernadores diez años
atrás cuando dijo que lo mejor de dejar la asistencia y
tener trabajo era «que cuando mi chico va a la escuela y le
preguntan qué hace su madre, puede darles una
respuesta». Durante los siguientes cuatro años, los
frutos de la reforma de la asistencia social demostrarían
que Lillie Hardin tenía razón. Cuando dejé
la presidencia, los subsidios se habían reducido de 14,1
millones a 5,8 millones, una disminución del 60 por
ciento; la pobreza infantil había bajado un 25 por ciento,
hasta su punto más bajo desde 1979.

Firmar la ley de la reforma de asistencia social fue una
de las decisiones más importantes de mi presidencia. Me
había pasado casi toda mi carrera tratando de lograr que
la gente pasara de la dependencia de las ayudas a tener un puesto
de trabajo; poner fin a la asistencia social «tal como la
conocemos» había sido una de las promesas centrales
de mi campaña de 1992. Aunque habíamos realizado
reformas sociales otorgando derechos de exención respecto
al sistema existente a muchos estados, el país necesitaba
una legislación que cambiara las ayudas a los pobres y
pasaran de la dependencia de los cheques sociales a la
independencia del trabajo personal.

Los republicanos celebraron su convención en San
Diego a mediados de mes; nominaron a Bob Dole y a su candidato
para vicepresidente, el ex congresista de Nueva York, ex
secretario de Vivienda y Desarrollo Urbano y estrella de los
Buffalo Bills, Jack Kemp. Era un hombre interesante, un
conservador partidario del libre mercado con un sincero
compromiso de dar la oportunidad a los más pobres para que
se desarrollaran económicamente. Estaba abierto a ideas de
cualquier procedencia y yo creía que sería un
activo en la campaña de Dole.

Los republicanos no cometieron el error de abrir la
campaña con la dura retórica de derechas que
habían empleado en su convención de 1992.
Presentaron al pueblo norteamericano una imagen más
moderada, positiva y encarada al futuro, con gente como Colin
Powell, la senadora Kay Bailey Hutchison, la representante Susan
Molinari y el senador John McCain. Elizabeth Dole
pronunció un discurso de nominación para su marido
impresionante y muy efectivo; bajó de la tribuna para
tutearse con los delegados, mientras caminaba entre ellos. Dole
también hizo un buen discurso; se concentró en su
larga dedicación al servicio público, sus rebajas
fiscales y su defensa de los valores tradicionales de
América. Se burló de mí porque formaba parte
del baby boom, «una élite que jamás
creció, jamás hizo nada real y nunca se
sacrificó, ni sufrió ni aprendió
nada». Prometió construir un puente para volver a un
pasado mejor, «de tranquilidad, fe, y confianza en la
acción». Dole también la tomó con
Hillary por el tema de su libro, que «hace falta un
pueblo» para educar a un niño; dijo que los
republicanos creían que los padres eran los educadores de
sus hijos, mientras que los demócratas pensaban que el
gobierno debía encargarse de todo. El ataque de Dole no
fue muy duro y en un par de semanas Hillary y yo tuvimos la
oportunidad de responderle.

Mientras los republicanos estaban en San Diego, nuestra
familia fue a Jackson Hole, Wyoming, por segunda vez. Ahora yo
trataba de terminar un libro corto, Between Hope and
History
, que destacaba las medidas políticas de mi
primer mandato a través de las historias personales de los
ciudadanos que habían resultado beneficiados por ellas, y
articulaba hacia dónde quería llevar a nuestro
país durante los próximos cuatro
años.

El 12 de agosto regresamos al Parque Nacional de
Yellowstone para la única labor pública de nuestras
vacaciones; firmé un acuerdo para detener una mina de oro
prevista en la parcela adyacente al parque. El acuerdo fue el
esperado fruto de los esfuerzos conjuntos de la
compañía minera, los grupos de ciudadanos y los
miembros del Congreso y del equipo de medio ambiente de la Casa
Blanca, encabezados por Katie McGinty.

El día 18, Hillary, Chelsea y yo estábamos
en Nueva York para asistir a una gran fiesta de
celebración de mi cincuenta cumpleaños en el Radio
City Music Hall. Después, me entristeció enterarme
de que el avión que transportaba el material y el
equipamiento desde Wyoming a Washington se había
estrellado y las nueve personas que iban a bordo habían
muerto.

Al día siguiente nos reunimos con Al y Tipper
Gore en Tennessee, donde celebramos simultáneamente el
cumpleaños de Tipper y el mío ayudando a
reconstruir dos iglesias rurales, una para blancos y otra para
negros, que habían resultado destruidas durante la oleada
de incendios provocados en iglesias.

La última semana del mes, la atención de
la nación se volvió hacia la Convención
Demócrata Nacional de Chicago. Para entonces nuestra
campaña, presidida por Peter Knight, estaba bien
organizada y trabajaba estrechamente con la Casa Blanca, a
través de Doug Sosnik y Harold Ickes, que habían
supervisado la organización de nuestra convención.
Yo estaba animado acerca del viaje a Chicago, porque era la
ciudad natal de Hillary y había desempeñado un
papel clave en mi victoria de 1992. También era una ciudad
que había aprovechado satisfactoriamente mis iniciativas
más importantes en educación, desarrollo
económico y control del crimen.

El 25 de agosto, en Huntingon, West Virginia, Chelsea y
yo iniciamos un viaje en tren de cuatro días hacia
Chicago. Hillary se había adelantado para estar
allí durante la inauguración de la
convención. Habíamos alquilado un viejo tren
maravilloso que bautizamos el Expreso del Siglo XXI,
para el viaje por Kentucky, Ohio, Michigan e Indiana hasta
Chicago. Nos detuvimos diez veces durante el camino, y
ralentizábamos la marcha cuando pasábamos por
pequeños pueblos, para que yo pudiera saludar a la gente
congregada al lado de las vías. La animación de la
multitud me hacía sentir que el tren conectaba con los
norteamericanos, igual que ocurrió con los viajes en
autobús en 1992; por la expresión de sus caras yo
notaba que se sentían más satisfechos acerca del
estado del país y de sus propias vidas. Cuando paramos en
Wyandotte, Michigan, para asistir a un acto educativo, dos
niños me presentaron leyendo The Little Engine That
Could
. El libro, y su entusiasta lectura, reflejaban ese
espíritu de retorno al innato optimismo y confianza en
sí misma de Norteamérica.

Durante algunas paradas recogíamos a amigos, a
seguidores y a funcionarios locales que querían sumarse a
nosotros en el siguiente tramo del viaje. Disfruté
especialmente con la oportunidad de compartir aquel viaje sin
prisas con Chelsea; mientras estábamos de pie en el
vagón de cola, saludando a la gente, hablábamos de
todas las cosas que nos interesaban. Nuestra relación era
tan cercana como siempre pero ella estaba cambiando; estaba
creciendo y convirtiéndose en una joven mujer muy madura,
con sus propias opiniones e intereses. Cada vez me asombraba
más la forma en que ella veía el mundo.

Nuestra convención se inauguró el
día 26, con las apariciones de Jim y Sarah Brady, que
agradecieron el apoyo que los demócratas habían
proporcionado a la Ley Brady, y de Christopher Reeve, el actor
que después de quedar paralítico tras caer mientras
montaba a caballo, había inspirado a toda la nación
con su valiente lucha por recuperarse y por su defensa de las
investigaciones científicas sobre la médula
espinal.

El día de mi discurso, nuestra campaña se
agitó por la noticia que había publicado la prensa
de que Dick Morris había estado viéndose con una
prostituta en su habitación de hotel cuando estaba en
Washington trabajando para mí. Dick dimitió de la
campaña y yo hice una declaración en la que dije
que era amigo mío y un gran estratega político, que
había realizado una «labor valiosísima»
en los pasados dos años. Lamenté su marcha, pero
obviamente estaba sometido a una enorme presión y
necesitaba tiempo para resolver sus problemas. Sabía que
Dick tenía una gran capacidad de recuperación y
estaba seguro de que en poco tiempo volvería a la arena
política.

Mi discurso de aceptación fue fácil
gracias a los logros obtenidos: las tasas de inflación y
desempleo más bajas en veintiocho años; 10 millones
de nuevos empleos; 10 millones de personas a las que se les
había aumentado el salario mínimo; 25 millones de
norteamericanos que se beneficiaban de la Ley Kennedy-Kassebaum;
15 millones de trabajadores que recibieron una rebaja fiscal; 12
millones de personas que podían aprovechar la ley de baja
familiar; 10 millones de estudiantes que se ahorraron dinero
gracias al Programa de Préstamos Estudiantiles Directos, y
40 millones de trabajadores con más pensiones
garantizadas.

Señalé que íbamos en la
dirección correcta y, refiriéndome al discurso de
Bob Dole en San Diego, dije: «Con todos los respetos, no
necesitamos construir un puente hacia el pasado, sino hacia el
futuro… decidámonos a construir ese puente hacia el
siglo XXI». El tema de mi campaña y de mis
siguientes cuatro años sería ese «puente
hacia el siglo XXI».

A pesar de los éxitos conseguidos, yo
sabía que todas las campañas hablan sobre el
futuro, así que esbocé mi programa:
estándares de rendimiento más elevados para las
escuelas y acceso universal a la educación superior; un
presupuesto equilibrado que protegiera la sanidad, la
educación y el medio ambiente; rebajas fiscales precisas
para apoyar la vivienda en propiedad, la atención a largo
plazo, la educación superior y la educación y
crianza de los hijos; más trabajos para la gente que
aún dependía de la asistencia social; más
inversiones en las zonas deprimidas urbanas y rurales, y algunas
iniciativas nuevas para luchar contra el crimen, las drogas y
para proteger el medio ambiente.

Yo sabía que si el pueblo norteamericano
veía las elecciones como una opción entre un puente
hacia el pasado y la construcción de uno hacia el futuro,
ganaríamos. Bob Dole, sin querer, me había servido
en bandeja el mensaje central de la campaña de 1996. El
día después de que se clausurara la
convención, Al, Tipper, Hillary y yo cerramos mi
última campaña con un viaje en autobús; lo
empezamos en Cape Girardeau, Missouri, con el gobernador Mel
Carnahan, que había estado a mi lado desde principios de
1992, y cruzamos el sur de Illinois y el oeste de Kentucky, para
terminar en Memphis después de varias paradas en
Tennessee, con el ex gobernador Ned Ray McWherter, un hombre
grande como un oso que era la única persona a la que he
oído nombrar al vicepresidente «Albert». Ned
Ray conseguía tantos votos que a mí no importaba
cómo llamaba a Al, ni tampoco a mí.

En agosto, Kenneth Starr perdió su primer gran
caso, que reflejaba precisamente lo desesperados que él y
su equipo estaban por cargarme algún delito. Starr
había acusado a los dos propietarios del banco del condado
de Perry, el abogado Herby Branscum Jr. y el contable Rob Hill,
de cargos derivados de mi campaña para gobernador de
1990.

La acusación declaraba que Branscum y Hill se
habían quedado con unos 13.000 dólares de su propio
banco a cambio de servicios legales y contables que no
realizaron, con el fin de recuperar las contribuciones
políticas que habían hecho. También
sostenía que habían dado instrucciones al hombre
que gestionaba el banco para ellos de que no informara a
Hacienda, tal como obligaba la ley federal, acerca de dos
retiradas de fondos de más de 10.000 dólares de la
cuenta bancaria de mi campaña.

La acusación también mencionaba a Bruce
Lindsey, que había sido mi tesorero de campaña,
como «copartícipe en la conspiración, sin
cargos», aduciendo que cuando Bruce retiró el dinero
para pagar nuestras actividades de promoción del voto en
el día de elecciones, había instado a los banqueros
a que no emitieran el informe requerido. La gente de Starr
había amenazado a Bruce con acusarle, pero él no
cayó en la trampa; no había nada delictivo en
nuestras contribuciones ni en la forma en que se habían
gastado. Además, Bruce no tenía ninguna
razón para pedir al banco que no emitiera el informe sobre
las mismas, puesto que como marcaba la ley electoral del estado
de Arkansas, debíamos hacer pública toda la
información relacionada con la campaña en tres
semanas. Dado que las contribuciones y el modo en que se
habían gastado eran legales y nuestro informe
público era exacto, la gente de Starr sabía que
Bruce no había cometido ningún delito, así
que se limitaron a calumniarle citándolo como
copartícipe de la conspiración, sin
cargos.

Las acusaciones contra Branscum y Hill eran absurdas. En
primer lugar, eran los propietarios del banco; si no perjudicaban
la liquidez del banco, podían sacar dinero siempre que
abonaran los impuestos sobre la renta del mismo, y no
había ningún indicio de que no lo hubieran hecho en
este caso. En cuanto a la segunda acusación, la ley exige
que un banco informe de los depósitos en efectivo o de las
retiradas de 10.000 dólares o más, y es una buena
medida: permite al gobierno seguir la pista de grandes cantidades
de «dinero sucio» relacionadas con actividades
criminales como el blanqueo de dinero o el tráfico de
drogas. Los informes entregados al gobierno se verifican entre
cada tres y seis meses, pero el público no tiene acceso a
los mismos. Desde 1996, se habían producido doscientas
acusaciones por la falta de presentar los informes exigidos por
la ley, pero solo veinte eran debidas a retiradas de dinero no
declaradas, y todas ellas estaban relacionadas con dinero fruto
de un actividad ilegal. Hasta que Starr llegó, a nadie se
le había acusado por negligencia en la presentación
de informes sobre depósitos o retiradas de fondos
legítimos.

El dinero de los fondos de nuestra campaña era
indiscutiblemente limpio; había sido retirado al final de
la misma para pagar gastos como llamar a los votantes y ofrecer
acompañarles al centro electoral, el día de las
elecciones. Habíamos entregado el informe público
requerido en las tres semanas posteriores a las elecciones, donde
se detallaba cuánto dinero habíamos gastado y de
qué forma. Branscum, Hill y Lindsey sencillamente no
tenían ningún motivo para ocultar al gobierno una
retirada de fondos legal que se haría pública en
menos de un mes.

Eso no detuvo a Hickman Ewing, el adjunto de Starr en
Arkansas, que estaba tan obsesionado como Starr en nuestra
persecución, aunque no era ni la mitad de bueno en
ocultarlo. Amenazó con enviar a prisión a Neal
Ainley, que dirigía el banco para Branscum y Hill y que
era el responsable de emitir los informes, a menos que
testificara que Branscum, Hill y Lindsey le habían
ordenado específicamente que no enviara el informe, aun
cuando Ainley había negado anteriormente cualquier
acción delictiva por parte de los tres hombres. El pobre
hombre estaba atrapado en una poderosa red y cambió su
historia. Acusado inicialmente de cinco cargos, a Ainley se le
permitió declararse culpable de dos faltas
menores.

Al igual que en el anterior juicio contra los McDougal y
Tucker, testifiqué mediante una intervención
grabada a petición de los acusados. Aunque no había
estado implicado en la retirada de fondos, pude decir que no
había designado a Branscum y a Hill para las dos juntas
estatales a las que pertenecían a cambio de sus
contribuciones a mi campaña.

Tras una enérgica defensa, se declaró
inocentes a Branscum y a Hill y el jurado dejó apartada la
cuestión de si habían falseado la
información acerca de los propósitos para los
cuales retiraron fondos de su propio banco. Me sentí
aliviado de que Herby, Rob y Bruce Lindsey quedaran libres de
sospecha, pero me enfurecía el abuso del poder fiscal, las
enormes minutas legales que mis amigos habían tenido que
abonar y los desmedidos costes de la acusación, que los
contribuyentes tuvieron que financiar, por un importe de 13.000
dólares que los acusados habían obtenido de su
propio banco, y la no presentación de informes federales
sobre dos retiradas legales de fondos de campaña que se
hicieron públicas poco después.

También hubo costes no financieros: los agentes
del FBI que trabajaban para Starr fueron a la escuela del hijo
adolescente de Rob Hill y le arrastraron fuera del aula para
interrogarle. Podrían haber hablado con él
después de clase, a la hora de comer o durante el fin de
semana; sin embargo, quisieron humillar al chico con la esperanza
de presionar a su padre para que les contara algo que me
perjudicara, tanto si era cierto como si no.

Después del juicio, algunos miembros del jurado
atacaron a la oficina del fiscal independiente con comentarios
como «Es una pérdida de dinero… estoy harto de ver
cuánto gasta el gobierno en Whitewater»; «Si
van a gastar mi dinero de contribuyente, necesitan pruebas
más sólidas»; «Si hay alguien intocable
aquí es la OFI (Oficina del Fiscal Independiente)».
Un miembro del jurado que se identificó como una persona
«antiClinton» dijo: «Me hubiera encantado que
tuvieran más pruebas, pero no fue así».
Incluso los republicanos conservadores que vivían en el
mundo real, y no en el de Whitewater, sabían que el fiscal
independiente había ido demasiado lejos.

Aunque Starr trató mal a Branscum y a Hill, fue
una fiesta campestre comparado con lo que iba a hacerle a Susan
McDougal. El 20 de agosto, sentenciaron a Susan a pasar dos
años en prisión. La gente de Starr le había
ofrecido un trato para evitar que fuera a la cárcel si les
entregaba información que implicara a Hillary o a
mí en cualquier tipo de actividad ilegal. El día
que la condenaron, cuando Susan repitió lo que
había dicho desde el principio –que ella no
sabía nada de ninguna actividad delictiva por nuestra
parte– recibió también una citación
para comparecer ante el gran jurado. Apareció, pero se
negó a contestar a las preguntas del fiscal; temía
que la acusaran de perjurio porque no quería mentir y
decirles lo que querían escuchar. La juez Susan Webber
Wright la condenó por desacato y la envió a
prisión por un período de tiempo indefinido hasta
que aceptara cooperar con el fiscal especial. Pasó
dieciocho meses encarcelada, a menudo en condiciones
miserables.

Septiembre se inició con la campaña a toda
máquina. Nuestra convención había sido un
éxito y Dole llevaba el lastre de que lo asociaran con
Gingrich y con la paralización del gobierno. Aún
más importante, el país estaba en buena forma, y
los votantes ya no veían las cuestiones como el crimen, la
asistencia social, la responsabilidad ciudadana, la
política exterior y la defensa como una parcela exclusiva
del Partido Republicano. Las encuestas mostraban que mi labor y
mi índice de popularidad personal estaba alrededor del 60
por ciento, con el mismo porcentaje de gente que afirmaba que se
sentían cómodos conmigo en la Casa
Blanca.

Por otra parte, yo suponía que tendría
menos apoyo en algunas zonas de Estados Unidos a causa de mis
posiciones en temas culturales –las armas, los gays, y el
aborto– y, al menos en Carolina del Norte y en Kentucky,
sobre el tabaco. Además, también parecía
seguro que Ross Perot recibiría muchos menos votos que en
1992, lo cual dificultaba mi victoria en un par de estados en los
que él se había llevado más votos del
presidente Bush que de mí. Sin embargo, en total yo
salía con más ventaja en esta ocasión.
Durante todo el mes de septiembre, la campaña atrajo a
multitudes entusiastas, o «multitudes de octubre»
como yo las llamaba, empezando con las casi treinta mil personas
que asistieron a mi desayuno del Día del Trabajo en De
Pere, Wisconsin, cerca de Green Bay.

Puesto que las elecciones presidenciales se deciden
mediante votos electorales, yo quería aprovechar el
impulso del que gozábamos para atraer a un par más
de estados nuevos a nuestra columna y obligar así al
senador Dole a gastar tiempo y dinero en estados en los que un
republicano podría pensar que jugaba super seguro. Dole
empleaba la misma táctica conmigo y trataba de hacerse con
California, donde yo me oponía a una iniciativa muy
popular que estaba incluida en la papeleta, para poner fin a la
discriminación positiva en las admisiones a plazas
universitarias; él también contaba con la ventaja
de haber celebrado la convención del GOP en San
Diego.

Mi principal objetivo era Florida. Si ganaba allí
y conservaba la mayor parte de estados que me había
llevado en las elecciones del 92, la elección estaba
cantada. Había trabajado duro en Florida durante cuatro
años: desde mi colaboración para ayudar al estado a
recuperarse del huracán Andrew, hasta la
celebración de la Cumbre de las Américas
allí, pasando por el anuncio de recolocación de los
militares del Centro de Mando del sur de Panamá a Miami y
mi labor para recuperar las Everglades. Incluso había
logrado avances dentro de la comunidad cubana, que normalmente,
desde los hechos en Bahía de Cochinos, entregaban
más del 80 por ciento de los votos en las elecciones
presidenciales a los republicanos. Tuve la bendición de
contar con una espléndida organización en Florida y
con el decidido apoyo del gobernador Lawton Chiles, que
tenía una excelente relación con los votantes de
las zonas más conservadoras del centro y el norte de
Florida. A esa gente les gustaba Lawton, en parte porque
devolvía los golpes cuando le atacaban. Como solía
decir: «Ningún paleto de campo quiere un perro que
no muerde». A principios de septiembre, Lawton vino conmigo
para acompañarme durante la campaña en el norte de
Florida y para felicitar al congresista Pete Peterson, que dejaba
su cargo; Peterson había pasado seis años y medio
como prisionero de guerra en Vietnam, y yo le había
designado recientemente nuestro primer embajador en la zona desde
el final de la guerra.

Pasé la mayor parte del mes recorriendo los
estados donde había ganado en el 92. En una escapada hacia
el oeste, también hice campaña en Arizona, un
estado que no había votado por un presidente
demócrata desde 1948, pero donde yo pensaba que
podía ganar a causa de su creciente población
hispana y de la incomodidad de muchos de los votantes del estado,
conservadores tradicionales y moderados, respecto a la
política de derechas de los republicanos del
Congreso.

El día 16, recibí el apoyo de la Orden
Fraternal de Policías. La OFP solía apoyar a los
republicanos en las elecciones presidenciales pero, desde la Casa
Blanca, habíamos colaborado con ellos durante cuatro
años para poner más policías en las calles,
impedir a los criminales comprar armas y prohibiendo las balas
asesinas de policías. Querían cuatro años
más de una colaboración así.

Dos días más tarde, anuncié uno de
los éxitos medioambientales más importantes en todo
mi mandato de ocho años, la designación de casi
6.900 kilómetros cuadrados de la Gran Escalera, en
Escalante, como monumento nacional, en la remota y bella
área de rocas rojas al sur de Utah, que contiene
fósiles de dinosaurios y los restos de la antigua
civilización india de los Anasazi. Tenía la
autoridad para hacerlo, según la Ley de Antigüedades
de 1906, que permite al presidente proteger terrenos federales de
extraordinario valor cultural, histórico y
científico. Hice la declaración conjuntamente con
Al Gore, al borde del Gran Cañón, que Theodore
Roosevelt ya había protegido con la misma ley. Mi
acción era necesaria para detener la apertura de una
enorme mina de carbón que hubiera alterado radicalmente el
carácter del paraje. La mayoría de los funcionarios
de Utah y muchos de los que querían el impulso
económico que representaba la mina estaban en contra, pero
la tierra no tenía precio, y yo pensaba que la
calificación de monumento nacional atraería
ingresos del turismo que, con el tiempo, compensarían
sobradamente la pérdida de la mina.

Aparte del tamaño y de la euforia de las
multitudes, en los actos de septiembre hubo anécdotas que
probaban que las cosas nos iban bien. Después de un mitin
en Longview, Texas, mientras estrechaba la mano a la gente,
conocí a una madre soltera con dos hijos que había
podido dejar la asistencia social para entrar en los AmeriCorps y
que utilizaba el dinero de su beca para estudiar en la Facultad
de Kilgore. Otra mujer se había acogido a la ley de baja
familiar cuando a su esposo le diagnosticaron cáncer, y un
veterano del Vietnam estaba agradecido por las prestaciones
sanitarias y de incapacidad que podían recibir los
niños nacidos con espina bífida a causa de la
exposición de los padres al agente naranja durante la
guerra. Tenía a su hija de doce años con él.
La niña tenía espina bífida y ya
había tenido que someterse a una docena de operaciones en
su corta vida.

El resto del mundo no se detuvo a causa de la
campaña. Durante la primera semana de septiembre, Sadam
Husein volvió a crear problemas; atacó y
ocupó la ciudad de Irbil en la zona kurda del norte de
Irak, violando las restricciones que se le habían impuesto
al final de la Guerra del Golfo. Dos facciones kurdas pugnaban
por hacerse con el control de la zona; después de que una
de ellas decidiera apoyar a Sadam, él atacó a la
otra. Ordené lanzar ataques con bombas y misiles sobre las
fuerzas iraquíes, y se retiraron.

El día 24, asistí en Nueva York a la
sesión de apertura de Naciones Unidas. Fui el primero de
muchos dirigentes mundiales que firmaron el Tratado de
Prohibición Total de Pruebas Nucleares; utilicé la
pluma con la que el presidente Kennedy había firmado el
Tratado de Moscú, de prohibición parcial de pruebas
nucleares, treinta y tres años atrás. En mi
discurso, esbocé un programa más amplio para
reducir la amenaza de las armas de destrucción masiva,
insté a los miembros de Naciones Unidas a que hicieran
cumplir la Convención de Armas Químicas y a que se
reforzaran las cláusulas de cumplimiento de la
Convención de Armas Biológicas, así como a
garantizar la congelación de producción de
materiales fílsiles para su uso en armas nucleares, y a
prohibir la utilización, producción, almacenamiento
y venta de minas terrestres antipersona.

Mientras Naciones Unidas discutía la no
proliferación de armas, el Oriente Medio explotó de
nuevo. Los israelíes habían abierto un túnel
por debajo del Monte del Templo, en la Vieja Ciudad de
Jerusalén. Las ruinas del Templo de Salomón y de
Herodes estaban debajo del monte, encima del que se erguía
la Cúpula de la Roca y la mezquita de al-Aqsa, dos de los
lugares más sagrados para los musulmanes. Desde que los
israelíes se hicieron con el este de Jerusalén
durante la guerra de 1967, el Monte del Templo, llamado Haram
al-Sharif por los árabes, había estado bajo el
control de los funcionarios musulmanes. Cuando se reabrió
el túnel, los palestinos lo vieron como una amenaza a sus
intereses políticos y religiosos y se produjeron
disturbios y enfrentamientos armados. Después de tres
días, más de sesenta personas murieron y otras
muchas resultaron heridas. Hice un llamamiento a ambas partes
para poner freno a la violencia y volver a reactivar el acuerdo
de paz, mientras Warren Christopher quemaba las líneas
telefónicas llamando al primer ministro Netanyahu y al
presidente Arafat, para detener el derramamiento de sangre.
Siguiendo el consejo de Christopher, invité a Netanyahu y
a Arafat a la Casa Blanca para hablar de la
cuestión.

Terminé el mes firmando una ley de presupuestos
de la sanidad que ponía fin a los llamados partos
ambulatorios y garantizaba una estancia hospitalaria de al menos
cuarenta y ocho horas para las madres y sus recién
nacidos. También proporcionaba asistencia médica a
los hijos de los veteranos del Vietnam nacidos con espina
bífida, como ya he dicho, y exigía los mismos
límites de cobertura vital y anual en los seguros
médicos de enfermedades físicas y mentales. El gran
avance en la atención sanitaria a las enfermedades
mentales era un tributo no solo a los grupos de defensa de los
derechos de enfermos mentales, sino también a los
esfuerzos personales del senador Pete Domenici, de Nuevo
México, el senador Paul Wellstone, de Minnesota y Tipper
Gore, a la cual yo había nombrado mi asesora oficial para
medidas sanitarias sobre salud mental.

Pasé los dos primeros días de octubre con
Netanyahu, Arafat y el rey Hussein, que había aceptado
unirse a nuestra reunión para reactivar el proceso de paz.
Al término de nuestras conversaciones, Arafat y Netanyahu
me pidieron que me encargara de todas las preguntas de la prensa.
Dije que aunque aún no se había resuelto el
problema del túnel, ambas partes habían aceptado
entablar inmediatamente negociaciones en la región, con la
vista puesta en el fin de la violencia y el retorno al proceso de
paz. En nuestra reunión, Netanyahu había reafirmado
su compromiso de poner en marcha los acuerdos que se
habían firmado antes de que él tomara
posesión de su cargo, incluida la retirada de tropas
israelíes de Hebrón. Poco después, el
túnel volvió a sellarse, en un acto coherente con
el compromiso de ambas partes de no hacer nada por cambiar el
statu quo en Jerusalén hasta que llegara el momento de
negociarlo.

El día 3, volví a la brecha en
campaña; hablé en un mitin en Buffalo, Nueva York,
una ciudad que siempre se ha portado bien conmigo. Iba de camino
a Chautauqua, pero sirvió para prepararme para mi primer
debate presidencial con Bob Dole en Hartford, Connecticut, el 6
de octubre. Todo nuestro equipo estaba allí, incluido mi
asesor en medios de comunicación, Michael Sheehan. George
Mitchell vino para hacer de Bob Dole en los ensayos del debate.
Al principio me dio un baño, pero con la práctica
fui mejorando. Entre las sesiones, Erskine Bowles y yo
echábamos una partida de golf. Mi juego cada vez mejoraba
más. En junio, finalmente logré batear por debajo
de 80, pero aún no era capaz de ganar a Erksine cuando
él estaba inspirado.

El debate se desarrolló de forma civilizada y
creo que fue útil para la gente interesada en nuestras
distintas filosofias de gobierno y en las posturas que
manteníamos sobre diversos temas. Hubo un ligero
enfrentamiento cuando Dole me atacó por meter miedo a los
ciudadanos de mayor edad con mis anuncios en los que criticaba
las rebajas de Medicare que había en el presupuesto
republicano que veté; también repitió la
afirmación de su discurso de convención de que yo
había llenado la administración de jóvenes
elitistas «que jamás habían crecido, ni hecho
nada de verdad, y nunca se habían sacrificado, ni sufrido,
ni aprendido», y que querían «financiar con el
dinero del contribuyente dudosos proyectos para mayor gloria
personal». Devolví la pelota diciéndole que
uno de esos jóvenes «elitistas» que trabajaba
para mí en la Casa Blanca había nacido en una
caravana, y respecto a la acusación de que yo era
demasiado progresista, «eso es lo que su partido siempre
saca a relucir cuando la carrera está ajustada. Es como un
viejo éxito del pasado… Sencillamente no creo que ese
truco siga funcionando».

El segundo debate estaba previsto diez días
más tarde en San Diego. Entretanto, Hillary, Al, Tipper y
yo fuimos a ver el gran edredón del SIDA que cubría
todo el Mall, en Washington, hecho con retazos distintos en honor
de la gente que había muerto. Dos de ellos recordaban a
amigos de Hillary y míos. Me sentía satisfecho
porque la tasa de mortalidad a causa del SIDA estaba descendiendo
y yo estaba decidido a seguir impulsando las investigaciones para
desarrollar medicamentos que pudieran salvar vidas.

Mickey Kantor había negociado que el debate de
San Diego fuera abierto al público. El día 16, los
ciudadanos formularon buenas preguntas en la Universidad de San
Diego y Dole y yo respondimos sin atacarnos personalmente hasta
el final. En su declaración de cierre, Dole apeló a
su base y recordó a la gente que yo me oponía a los
límites de mandato, a las enmiendas constitucionales para
equilibrar el presupuesto, a proteger la bandera de Estados
Unidos y a prohibir las restricciones sobre las oraciones
escolares voluntarias. Yo terminé con un resumen de mi
programa para los siguientes cuatro años. Al menos la
gente sabría cuáles eran las opciones.

Faltaban dos semanas para el día de las
elecciones; las encuestas decían que yo tenía una
ventaja de veinte puntos y el 55 por ciento de los votos.
Ojalá no se hubiera difundido esa encuesta; restó
algo de vida a la campaña, pues nuestros seguidores
pensaron que las elecciones ya estaban en el bolsillo. Yo
seguí trabajando duro y me concentré en nuestros
objetivos escogidos, Arizona y Florida, y en los estados donde
había ganado anteriormente, incluidos los tres que
más me preocupaban: Nevada, Colorado y Georgia. El 25 de
octubre celebramos un gran mitin en Atlanta, donde mi viejo amigo
Max Cleland estaba metido en una carrera muy ajustada por su
escaño en el Senado. Sam Nunn ofreció una serie de
razones particularmente efectivas para defender mi
reelección; me fui del estado pensando que quizá
teníamos una posibilidad.

El 1 de noviembre, me lancé a la recta final de
la campaña con un mitin durante la mañana en la
Facultad de Santa Bárbara. En un día soleado y
cálido, una gran multitud se congregó en la colina
del campus que daba al océano Pacífico. Santa
Bárbara era un buen sitio para poner punto y final a la
campaña de California, pues era una zona mayoritariamente
republicana que poco a poco había ido escorando hacia
nosotros.

Desde Santa Bárbara, volé a Las Cruces,
Nuevo México, y luego hasta El Paso, donde hubo la
asistencia más multitudinaria de nuestra campaña,
cuando más de cuarenta mil personas se acercaron al
aeropuerto para prestarnos su apoyo; finalmente, terminé
en San Antonio y el mitin tradicional en El Alamo. Sabía
que no podríamos ganar en Texas pero quería rendir
tributo a la lealtad de los demócratas del estado y,
especialmente, a los hispanos que habían estado a mi
lado.

Cuando nos adentramos en los tres últimos
días de la campaña tuve que enfrentarme a un
dilema. Algunos candidatos al Senado de estados relativamente
pequeños me pedían que hiciera campaña para
ellos. Mark Penn me dijo que si pasaba los últimos
días de la campaña haciéndolo, en lugar de
apuntar a los estados más grandes, quizá no
obtendría la mayoría de los votos, por varias
razones. En primer lugar, el impulso de nuestra campaña se
había visto perjudicado durante las dos últimas
semanas a causa de acusaciones que sostenían que el CDN
había recibido cientos de miles de dólares de
contribuciones ilegales de asiáticos, entre ellos gente
que yo había conocido durante mi etapa de gobernador.
Cuando me enteré, me puse furioso: mi presidente
financiero, Terry McAuliffe, se había asegurado de que
todas las contribuciones a nuestra campaña se comprobaran
escrupulosamente, y se suponía que el CDN también
tenía un sistema de vetos para rechazar las contribuciones
cuestionables. Claramente, había problemas con los
sistemas de verificación del CDN. Todo lo que podía
decir era que debían devolver inmediatamente cualquier
contribución ilícita. No importaba qué
sucediera, la polémica sin duda nos haría
daño en el día de las elecciones. En segundo lugar,
Ralph Nader se presentaba por el Partido Verde y sin duda nos
quitaría algunos votos de la izquierda. En tercer lugar,
Ross Perot, que había entrado en campaña en
octubre, demasiado tarde para participar en los debates, no
obtendría tan buenos resultados como en 1992, pero
terminaba su campaña como la anterior, atacándome
sin tregua. Dijo que yo «estaría totalmente ocupado
durante los dos siguientes años tratando de que no me
metieran entre rejas», y me acusó de «evitar
el reclutamiento», de tener «lagunas éticas,
una financiación de campaña corrupta y una actitud
relajada respecto al consumo de drogas». Finalmente, la
participación electoral sería probablemente
más baja que en 1992, porque a los votantes les
habían dicho durante algunas semanas que la carrera
electoral ya estaba decidida.

Mark Penn me aconsejó que si quería ganar
la mayoría de votos, tenía que ir a los grandes
centros de comunicación en los estados importantes y pedir
a la gente que fuera a votar. De otro modo, si creían que
el resultado no estaba en juego, los demócratas de
ingresos inferiores probablemente no estarían tan
motivados para ir a votar como los republicanos más
pudientes o con una base ideológica más firme. Yo
ya tenía algunos actos previstos en Florida y New Jersey
y, siguiendo el consejo de Mark, nos detuvimos en Cleveland.
Aparte de eso, también organicé actos en las
carreras electorales para el Senado: Louisiana, Massachusetts,
Maine, New Hamsphire, Kentucky, Iowa y Dakota del Sur. Solo
Kentucky era duda para la carrera presidencial, pues yo iba por
delante en todos los demás estados, excepto en Dakota del
Sur, donde me imaginaba que los republicanos terminarían
votando, siguiendo la tradición, a Dole. Decidí ir
a estos estados porque pensé que valía la pena
sacrificar los dos o tres puntos que había en juego en mi
carrera presidencial para ganar más escaños
demócratas en el Senado; además, los candidatos de
seis de aquellos siete estados me habían ayudado en 1992 o
en el Congreso.

El domingo 3 de noviembre, después de asistir a
una misa en la escuela episcopal metodista africana de St. Paul,
en Tampa, volé a New Hampshire para respaldar a nuestro
candidato al Senado, Dick Swett; luego a Cleveland, donde el
alcalde Mike White y el senador John Glenn me dieron un
empujón de última hora; y a Lexington, Kentucky,
para un mitin en la universidad estatal con el senador Wendell
Ford, el gobernador Paul Patton y nuestro candidato al Senado,
Steve Beshear. Yo era consciente de que resultaría
difícil conseguir Kentucky a causa de la cuestión
del tabaco y me animó mucho la presencia en el estrado del
entrenador de baloncesto del equipo universitario de Kentucky,
Rick Pitino. En un estado donde a toda la gente le gustaba el
baloncesto y a casi la mitad no les gustaba yo, la presencia de
Pitino fue de gran ayuda y requirió mucho valor por su
parte.

Cuando llegué a Cedar Rapids, Iowa, eran las 8 de
la noche. Yo quería estar allí por Tom Harkin, que
se encontraba en una carrera muy ajustada por la
reelección. Tom me había apoyado muchísimo
en el Senado y, después de las primarias de 1992,
él y su esposa Ruth, una abogada que trabajaba conmigo en
la administración, se habían convertido en buenos
amigos míos.

La última parada de la noche fue en Sioux Falls,
en Dakota del Sur, donde el congresista demócrata Tim
Johnson tenía una oportunidad real de hacerse con el
escaño del actual senador republicano Larry Pressler.
Tanto Johnson como su principal apoyo, el senador Tom Daschle, se
habían portado muy bien conmigo. Como líder de la
minoría del Senado, Daschle había sido
valiosísimo para la Casa Blanca durante las batallas
presupuestarias y la paralización del gobierno. Cuando me
pidió que fuera a Dakota del Sur, no pude
negarme.

Era casi medianoche cuando subí a la tarima en el
centro de convenciones de la Sioux Falls Arena para hablar
«en el último mitin de la última
campaña a la que me presentaré». Puesto que
era mi discurso final, solté la batería completa de
nuestra trayectoria de éxitos, las batallas
presupuestarias y lo que quería hacer en los siguientes
cuatro años. Y dado que estaba en un estado rural como
Arkansas, también les conté un chiste. Dije que el
presupuesto de los republicanos me recordaba la historia de un
político que quería pedirle el voto a un granjero
pero no se atrevía a entrar en su patio porque
había un perro ladrando. El político le pregunta al
granjero: «¿Su perro muerde?».
«No», le dice el granjero. Cuando el político
avanza hacia el granjero, el perro le muerde.
«¡Pensé que me había dicho que su perro
no mordía!», grita y el granjero replica:
«Hijo, ese no es mi perro». El presupuesto era su
perro.

Las elecciones fueron tal y como Mark Penn había
predicho: hubo una bajísima participación y yo
gané por un 49 por ciento contra un 41. El voto electoral
se repartió en 379 votos contra 159, y yo perdí
tres estados que me había llevado en 1992, Montana,
Colorado y Georgia, y gané en dos nuevos, Arizona y
Florida, con un beneficio neto de nueve votos
electorales.

En el cómputo de los números, las sutiles
diferencias de los totales por estado entre 1992 y 1996 revelaban
hasta qué punto los factores culturales influyeron en el
resultado de algunos estados, mientras otros asuntos más
tradicionales, sociales y económicos pesaban más en
otros. Todas las elecciones competidas se deciden por esas
ligeras variaciones, y en 1996 aprendí mucho de lo que
importaba a los distintos grupos de ciudadanos. Por ejemplo, en
Pennsylvania, un estado con muchos miembros de la ANR y votantes
«pro vida», mi porcentaje de victoria fue el mismo
que en 1992, gracias a un mayor margen en Filadelfia y al fuerte
apoyo de Pittsburgh, mientras que mi porcentaje de votos
bajó en el resto del estado a causa de las armas y de mi
veto a la ley del aborto de nacimiento parcial. En Missouri, los
mismos factores redujeron mi margen electoral casi a la mitad,
del 10 al 6 por ciento. Obtuve la mayoría en Arkansas,
pero mi margen fue ligeramente menor que en 1992; en Tennessee,
bajó del 4,2 al 2,5 por ciento.

En Kentucky, el tabaco y las armas rebajaron nuestro
margen del 3 por ciento al uno por ciento. Por las mismas
razones, aunque estuve en cabeza en Carolina del Norte durante
toda la carrera hasta el final, perdí por el 3 por ciento.
En Colorado, pasamos de una victoria del 4 por ciento en 1992 a
perder por 1,5 por ciento porque era más probable que los
votantes de Perot en 1992 en el oeste hubieran votado a los
republicanos en 1996, y porque estos habían ganado 100.000
votantes registrados más que los demócratas desde
1992, en parte como resultado del gran número de
organizaciones de la Derecha Cristiana que habían
establecido sus sedes en dicho estado. En Montana, esta vez
perdí por una gran diferencia por la misma razón
que en Colorado, la fuga de votos de Perot significaba que el
senador Dole obtendría más que yo.

En Georgia, la última encuesta decía que
ganaría por el 4 por ciento y sin embargo perdí por
un uno por ciento. La Coalición Cristiana merecía
una felicitación por ese resultado, pues en 1992
habían rebajado mi margen de victoria del 6 por ciento a
un uno por ciento, distribuyendo masivamente sus
«guías electorales» en las escuelas
conservadoras el domingo antes de las elecciones. Los
demócratas llevaban haciendo lo mismo en las iglesias
negras durante años, pero la Coalición Cristiana,
al menos en Georgia, era particularmente eficaz con ese
método y logró dar la vuelta al resultado en un 5
por ciento tanto en 1992 como en 1996. Me decepcionó
perder Georgia pero me alegré de que Max Cleland
sobreviviera; obtuvo más votos de los blancos que yo. El
Sur era muy duro a causa de los temas culturales; el único
estado sureño en el que obtuve un margen de victoria
holgado en 1996 fue Louisiana, que subió del 4,5 al 12 por
ciento.

Por el contrario, mi porcentaje de victoria
mejoró notablemente en las zonas culturalmente menos
conservadoras o más sensibles a la situación
económica. Mi margen sobre los republicanos subió
al 10 por ciento o más en 1996 respecto a 1992 en
Connecticut, Hawai, Maine, Massachusetts, New Jersey, Nueva York
y Rhode Island. Conservamos nuestras grandes ventajas de 1992 en
Illinois, Minnesota, Maryland y California, y aumentamos
notablemente la diferencia en Michigan y Ohio. A pesar del tema
de las armas, también gané un 10 por ciento
respecto a mi resultado de 1992 en New Hampshire. También
conservé mi victoria del uno por ciento en Nevada, en gran
parte gracias a mi oposición de arrojar residuos nucleares
norteamericanos en la zona sin realizar previamente estudios
científicos que demostraran que no era perjudicial, y a la
constante publicidad que mi postura recibía gracias a mi
amigo y compañero de Georgetown, Brian Greenspun,
presidente y editor de Las Vegas Sun, que estaba muy
implicado en la cuestión.

En conjunto, estaba contento con los resultados.
Había ganado más votos electorales que en 1992, y
cuatro de los siete candidatos al Senado a los que había
apoyado en campaña ganaron su escaño: Tom Harkin,
Tim Johnson, John Kerry y, en Louisiana, Mary Landrieu. Pero el
hecho de que mi reparto de votos fuera considerablemente
más bajo que la calificación que mi labor
recibía, así como el resultado de la encuesta de
popularidad y el porcentaje de gente que decía que le
parecía bien mi presidencia, fue un lúcido
recordatorio del poder de los temas culturales como las armas,
los derechos de los gays y el aborto, especialmente entre las
parejas blancas casadas del Sur, el Oeste central y el Medio
Oeste rural, y entre los hombres blancos de todo el país.
Todo lo que podía hacer era seguir buscando un terreno
común y tratar de atemperar el amargo bipartidismo de
Washington haciendo mi labor de presidente lo mejor
posible.

Esta vez el ambiente en el mitin de victoria en el
edificio Old State en Little Rock era muy distinto de la primera
vez. Había mucha gente, pero la celebración no
estaba tanto marcada por una euforia ruidosa como por la genuina
alegría de que nuestra nación funcionara mejor, y
porque el pueblo norteamericano hubiera dado su aprobación
al trabajo que yo realizaba.

Dado que el resultado electoral no había sido
ningún misterio durante las últimas semanas, era
fácil no apreciar su significado. Después de las
elecciones de 1994, me habían ridiculizado; me
habían tratado de figura irrelevante, destinada al fracaso
en 1996. Al principio de la batalla presupuestaria, con el cierre
que implicaba la paralización del gobierno planeando sobre
mi cabeza, no estaba nada claro si yo podría prevalecer o
si los ciudadanos apoyarían mi postura frente a los
republicanos. Ahora me había convertido en el primer
presidente demócrata reelegido para un segundo mandato
desde Franklin Roosevelt, en 1936.

Cuarenta y
siete

El día después de las elecciones
volví a la Casa Blanca para celebrarlo en el Jardín
Sur con mi equipo, el gabinete, otros altos cargos, la gente que
había trabajado en la campaña y los dirigentes del
Partido Demócrata. En mi breve intervención,
mencioné que la noche anterior mientras esperaba los
resultados de la elección, me reencontré con la
gente que había trabajado conmigo en Arkansas cuando era
fiscal general y gobernador, y que «les dije algo que
quiero decirles a ustedes ahora: siempre he trabajado muy duro y
he exigido mucho a mi equipo. Siempre me concentro en el problema
que tengo ante mí. A veces no digo "gracias" lo bastante.
Siempre he sido duro conmigo mismo y creo que, sin darme cuenta,
he sido demasiado duro con la gente que trabaja
aquí».

Nuestro equipo había conseguido mucho durante los
últimos cuatro años en circunstancias
extremadamente difíciles, consecuencia de los dos primeros
años de cobertura extremadamente negativa de la prensa, de
la pérdida del Congreso en 1994, de la factura emocional y
financiera que se cobró Whitewater, de las tragedias
personales y de las constantes exigencias inherentes en un
proyecto que trataba de darle la vuelta al país. Me
había esforzado por mantener alto el ánimo de todo
el mundo y evitar que nos distrajeran las tragedias, la basura y
los contratiempos. Ahora que el pueblo estadounidense nos
había dado otro mandato, abrigaba la esperanza de que
durante los siguientes cuatro años tendríamos
más libertad para dedicarnos a la gestión
pública sin la confusión y la lucha que
habíamos tenido que soportar durante el primer
mandato.

Me habían impresionado las declaraciones de
finales de octubre del arzobispo de Chicago, el cardenal
Bernardin, un incansable defensor de la justicia social al que
Hillary y yo conocíamos y admirábamos. Bernardin
estaba muy enfermo y no le quedaba mucho tiempo de vida cuando
dijo: «Una persona que se está muriendo no tiene
tiempo para lo accesorio o lo casual… es un error gastar el
precioso regalo del tiempo que hemos recibido, en acritud y
división».

La semana después de las elecciones, muchas
personas clave del gobierno anunciaron su intención de
marcharse a final de año, entre ellas Leon Panetta y
Warren Christopher. Chris llevaba cuatro años viviendo en
un avión y Leon nos había guiado a través de
las batallas presupuestarias, además de acompañarme
durante toda la noche electoral jugando a cartas conmigo. Los dos
querían regresar a su hogar en California y llevar una
vida normal. Me habían servido bien a mí y a la
nación, y les iba a echar de menos. El 8 de noviembre
anuncié que Erskine Bowles se convertiría en el
nuevo jefe de gabinete. Su hijo más pequeño se
había ido a la universidad y ahora Bowles estaba libre
para trabajar de nuevo con nosotros, aunque le iba a costar un
ojo de la cara, pues de nuevo tuvo que abandonar sus lucrativas
inversiones empresariales.

Gracias a Dios, Nancy Hernreich y Betty Currie se
quedaban con nosotros. Para entonces, Betty conocía a la
mayor parte de mis amigos en todo el país, se encargaba de
buena parte de las llamadas telefónicas y era una
maravillosa ayuda para mí en la oficina. Nancy
entendía la dinámica de nuestra oficina y mi
necesidad de implicarme en los detalles del día a
día, pero a la vez mantener cierta distancia. Se esforzaba
por que mi trabajo fuera más sencillo y mantenía
las actividades del Despacho Oval a pleno rendimiento. Stephen
Goodin, que entonces era mi ayudante presidencial, se marchaba,
pero habíamos conseguido un buen sustituto: Kris Engskov,
que llevaba en la Casa Blanca desde el principio y a quien
conocí en el norte de Arkansas, en 1974, durante mi
primera campaña. Puesto que el ayudante del presidente se
sentaba justo al otro lado de la puerta del Despacho Oval, estaba
siempre conmigo y a mi lado. Era bueno tener en ese puesto a
alguien que conocía desde hacía mucho tiempo y que
disfrutaba enormemente con su trabajo. También tuve la
suerte de contar con Janis Kearny, la cronista de la Casa Blanca.
Janis había sido la editora del Arkansas State
Press
, el periódico negro de Little Rock, y
mantenía un meticuloso archivo con datos de todas nuestras
reuniones. No sé qué hubiera hecho sin mi equipo
del Despacho Oval.

Una semana más tarde anuncié que
prorrogaríamos dieciocho meses nuestra misión en
Bosnia. Hillary y yo estábamos de camino a Australia, las
Filipinas y Tailandia para un viaje que era una mezcla de
vacaciones, que necesitábamos desesperadamente, y trabajo.
Comenzamos con tres días de pura diversión en
Hawaii, luego volamos a Sydney, Australia. Después de una
reunión con el primer ministro, John Howard, un discurso
en el parlamento australiano en Camberra y un día en
Sydney que incluyó un partido de golf con uno de los
mejores golfistas de nuestros tiempos, Greg Norman, volamos a
Port Douglas, un centro turístico en la costa del mar del
Coral, cerca de la Gran Barrera de Coral. Durante nuestra
estancia allí caminamos por la selva tropical de Daintree,
con un guía aborigen, dimos una vuelta por una reserva
natural donde acaricié a un koala llamado Chelsea y
buceamos alrededor del impresionante arrecife. Como todos los
arrecifes de coral del mundo, estaba amenazado por la
contaminación del océano, el calentamiento de la
tierra y los abusos humanos. Justo antes de partir para verlo,
anuncié que Estados Unidos apoyaba la Iniciativa Arrecifes
de Coral, diseñada para evitar que todos los arrecifes del
planeta siguieran deteriorándose.

Volamos de Australia a Filipinas para la cuarta
reunión de líderes de la Asociación
Asia-Pacífico, una cumbre cuyo anfitrión era el
presidente Fidel Ramos. El resultado principal de la conferencia
fue un acuerdo que yo impulsé y que eliminaba todos los
aranceles sobre ordenadores, semiconductores y tecnologías
de telecomunicaciones hacia el año 2000, un cambio que
redundaría en un aumento de las exportaciones y más
empleos con salarios altos para Estados Unidos.

Visitamos Tailandia para honrar el quincuagésimo
año del reinado de uno de los aliados más antiguos
de Estados Unidos en el sudeste asiático: Estados Unidos
había firmado un tratado de amistad y comercio con el rey
de Siam en 1833. El rey Bhumibol Adulyadej era un pianista de
talento y un gran aficionado al jazz. Le hice un regalo de
cumpleaños que cualquier aficionado apreciaría: un
gran dossier de fotografías de músicos de jazz
firmado por el gran fotógrafo Herman Leonard.

Regresamos a casa a tiempo para la tradicional
celebración del Día de Acción de Gracias en
Camp David. Este año nuestro grupo incluía a dos
encantadores sobrinitos: el hijo de Roger, Tyler, y el hijo de
Tony, Zach. Verles jugar juntos nos hacía sentir el
espíritu de las fiestas.

En diciembre tuve que remodelar buena parte de mi
administración. Bill Perry, John Deutch, Mickey Kantor,
Bob Reich, Hazel O'Leary, Laura Tyson, y Henry Cisneros se
marchaban. También estábamos perdiendo a gente muy
valiosa en la Casa Blanca. Harold Ickes volvía al
ejercicio del derecho y a los trabajos de consultoría y la
jefe de gabinete adjunta, Evelyn Lieberman, se trasladaba al
Departamento de Estado para dirigir la Voz de
América.

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