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Análisis del libro "MI vida (parte II)" de Williams Bill Clinton (página 13)



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A principios de ese mismo mes anuncié la
composición de mi nuevo equipo de Seguridad Nacional:
Madeleine Albright sería secretaria de Estado; Bill Cohen,
ex senador republicano por Maine, secretario de Defensa; Tony
Lake dirigiría la CIA; Bill Richardson sería el
embajador ante Naciones Unidas y Sandy Berger sería mi
asesor de Seguridad Nacional. Albright había hecho un
trabajo extraordinario en Naciones Unidas y comprendía los
desafíos a los que nos enfrentábamos, especialmente
en los Balcanes y en Oriente Próximo. En mi
opinión, se había ganado el derecho a ser la
primera mujer secretaria de Estado. Bill Richardson había
demostrado ser un diplomático muy hábil en sus
esfuerzos en Corea del Norte e Irak, y me alegré mucho
cuando aceptó ser el primer embajador hispano de Estados
Unidos ante Naciones Unidas.

Bill Cohen era un político elocuente y de aspecto
juvenil que llevaba años sosteniendo unas ideas muy
innovadoras sobre las cuestiones de defensa. Había ayudado
a dar forma al tratado START I y había tenido un papel
clave en la legislación que reconocía y
fortalecía la estructura de mando militar en la
década de 1980. Quería a un republicano en el
gabinete y Cohen me gustaba y le respetaba, de modo que
creí que podría encargarse de la nada sencilla
tarea de sustituir a Bill Perry. Cuando le prometí que
jamás politizaría las decisiones sobre defensa,
aceptó el trabajo. No me gustó nada perder a John
Deutch en la CIA. Había hecho una espléndida labor
de secretario adjunto de defensa y luego se había ocupado
de la dura tarea de llevar las riendas de la CIA después
del breve período de Jim Woolsey. El trabajo de Tony Lake
en el Consejo de Seguridad Nacional le permitía entender
de forma particularmente profunda los puntos fuertes y las
debilidades de nuestras actividades de inteligencia, lo que
resultaba de especial importancia dado el auge del
terrorismo.

Sandy Berger fue mi primera y única opción
para el puesto de asesor de Seguridad Nacional. Éramos
amigos desde hacía veinte años. No tenía
problemas en darme malas noticias ni en mostrarse en desacuerdo
conmigo en las reuniones y había hecho un trabajo
impecable en una gran variedad de temas durante el primer
mandato. La capacidad analítica de Sandy era notable.
Evaluaba de forma exhaustiva los problemas complejos y detectaba
posibles escollos que a otros se les pasaban por alto, sin que
por ello le paralizaran. Conocía mis puntos fuertes y
débiles y sabía sacar el máximo partido de
lo primero y minimizar lo segundo. Tampoco permitía nunca
que su ego se entremetiera en su capacidad de tomar
decisiones.

También se marchaba George Stephanopoulos. Me
había dicho, no mucho antes de las elecciones, que estaba
agotado y tenía que irse. Hasta que leí sus
memorias no tuve ni idea de lo difíciles que aquellos
años de tantas presiones habían sido para él
o lo duro que había sido consigo mismo y conmigo. George
iba a iniciar una carrera en la enseñanza y en
televisión, donde deseé que fuera más
feliz.

En menos de dos semanas había cubierto el resto
de vacantes en el gabinete. Nombré a Bill Daley, de
Chicago, secretario de Comercio después de que Mickey
Kantor me dijera, para mi pesar, que deseaba regresar a la vida
privada. Daley era un hombre de talento que había
encabezado nuestra campaña para el TLCAN. Charlene
Barshefsky había sido la representante comercial en
funciones durante los ocho meses que habían pasado desde
que Mickey Kantor se había ido a Comercio. Estaba haciendo
un trabajo fantástico y había llegado el momento de
eliminar el «en funciones» de su
título.

También nombré a Alexis Herman para que
sucediera a Bob Reich en el Departamento de Trabajo; al
secretario adjunto de Vivienda y Desarrollo Urbano, Andrew Cuomo,
para que sustituyera a Cisneros en VDU y a Federico Peña
para que reemplazara a Hazel O'Leary en Energía. Por su
parte, Rodney Slater, administrador federal de las autopistas
sucedió a Peña como secretario de Transportes y
nombré a Aída Álvarez directora de la
Agencia para la Pequeña Empresa. Designé a Gene
Sperling para que dirigiera el Consejo Económico Nacional
tras la partida de Laura Tyson, y a la doctora Janet Yellen,
profesora de Larry Summers en Harvard, presidenta del Consejo de
Asesores Económicos. Bruce Reed se convirtió en mi
asesor de política interior, reemplazando a Carol Rasco,
que iba al Departamento de Educación a dirigir nuestro
programa «América Lee». Nombré a Sylvia
Matthews, una brillante joven que trabajaba para Bob Rubin, para
sucederle como adjunta al jefe de gabinete.

Bob Reich había hecho una buena labor en el
Departamento de Trabajo y formaba parte del equipo
económico, pero la situación se estaba volviendo
complicada para él. No estaba de acuerdo con mis
políticas económicas y presupuestarias, pues
creía que hacían demasiado hincapié en la
reducción del déficit y demasiado poco en
educación, formación y nuevas tecnologías.
Bob también quería regresar a su casa en
Massachusetts con su mujer, Clare, y sus hijos.

Me partía el corazón perder a Henry
Cisneros. Éramos amigos desde antes de que me presentara a
la presidencia, había hecho un trabajo brillante en VDU y,
durante más de un año, Henry había sido
objeto de una investigación por un fiscal independiente
por unas declaraciones incorrectas sobre sus gastos personales en
la entrevista que le hizo el FBI antes de acceder al cargo en
VDU. La ley consideraba delito que alguien designado para un
cargo público hiciera una declaración
errónea y modificara «esencialmente» los
hechos, pues esa tergiversación afectaría el
proceso de confirmación. El senador Al D'Amato, cuyo
comité había recomendado que se confirmara a
Cisneros, escribió una carta diciendo que la
tergiversación de Henry de los detalles de los gastos no
habría afectado su voto ni a los de ningún otro
senador miembro del comité. Los fiscales de la oficina de
integridad pública del Departamento de Justicia afirmaban
que no debía nombrarse un fiscal especial.

Desgraciadamente, Janet Reno también
remitió el caso de Cisneros al tribunal del juez Sentelle.
Como era de esperar, ese tribunal le adjudicó un fiscal
especial republicano que tenía un conflicto de intereses
en el caso. David Barrett era un hombre muy partidista, que a
pesar de que no se le había acusado de ninguna actividad
ilícita, mantenía estrechos lazos con funcionarios
condenados durante los escándalos que habían
afectado al VDU durante la administración Reagan. Nadie
había acusado a Henry de tener una conducta inadecuada en
su trabajo pero, aun así, lo habían arrastrado al
entorno de Whitewater. Las facturas que le pasaban sus abogados
le habían endeudado tanto, que tenía que ganar
más dinero para las minutas legales y a la vez pagar la
universidad de sus dos hijos. Le estaba profundamente agradecido
por haberse quedado conmigo durante los cuatro años del
primer mandato.

Aunque había hecho muchos cambios, creía
que podríamos mantener el espíritu de
camaradería y trabajo en equipo que había
caracterizado el primer mandato. La mayor parte de los nuevos
designados venían de otros trabajos en la
administración y la mayoría de los miembros de mi
gabinete seguían conmigo.

Hubo muchos acontecimientos interesantes en
política exterior en diciembre. El día 13, el
Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, con el firme apoyo de
Estados Unidos, escogió a un nuevo secretario general de
la organización, Kofi Annan, de Ghana. Annan era la
primera persona procedente del África subsahariana en
detentar este cargo. Como subsecretario de Naciones Unidas para
el mantenimiento de la paz durante los cuatro años
anteriores, había apoyado nuestras iniciativas en Bosnia y
en Haití. Madeleine Albright pensaba que era un
líder nato y me pidió que le apoyara; Warren
Christopher, Tony Lake y Dick Holbrooke también me lo
pidieron. Kofi era un hombre inteligente; su impresionante
presencia transmitía a la vez calma y autoridad.
Había dedicado la mayor parte de su vida profesional al
servicio de Naciones Unidas, pero eso no le impedía
reconocer sus carencias; además, tampoco se había
acomodado. En vez de ello, estaba decidido a que las actividades
de Naciones Unidas fueran más eficaces y más
responsables. Esto hablaba en su favor y era vital para que yo
pudiera persuadir a los republicanos del Congreso de que
pagáramos nuestras deudas a Naciones Unidas.
Debíamos mil quinientos millones en atrasos y, desde 1995,
cuando los republicanos se hicieron con la mayoría, el
Congreso se había negado a pagar hasta que la
organización se reformara. Yo creía que la negativa
a pagar nuestras deudas era irresponsable y nos perjudicaba tanto
a nosotros como a Naciones Unidas, pero estaba de acuerdo en que
la reforma era necesaria.

En Oriente Próximo, el primer ministro Netanyahu
y el presidente Arafat trataban de resolver sus diferencias. La
víspera de Navidad, Netanyahu fue a Gaza durante tres
horas para hablar con él. Mientras transcurrían los
últimos días del año, mi enviado, Dennis
Ross, iba de uno a otro tratando de cerrar un acuerdo que
permitiera la entrega de Hebrón a los palestinos. No
podíamos darlo por hecho, pero empecé 1997 con
más esperanzas depositadas en el proceso de paz que las
que había albergado en los últimos
meses.

Después de pasar los primeros días de
Año Nuevo en St. Thomas, en las Islas Vírgenes, una
parte de nuestra nación que los presidentes casi nunca
visitan, mi familia regresó a casa para la toma de
posesión y mi quinto año como presidente. En muchos
sentidos, sería el año más normal de mi
presidencia hasta entonces. Durante la mayor parte de los doce
meses, todo lo que rodeaba al caso Whitewater apenas se interpuso
en mi trabajo; solo de vez en cuando reaparecían algunas
investigaciones sobre la financiación de la
campaña.

En los días previos a la toma de posesión,
celebramos una serie de actos para subrayar que las cosas iban
por buen camino. Destacamos que se habían creado 11,2
millones de empleos en los últimos cuatro años, que
se había producido el descenso más radical del
índice de criminalidad en veinticinco años y que se
habían reducido en un cuarenta por ciento los impagos de
los créditos estudiantiles.

Corregí una vieja injusticia otorgando la Medalla
de Honor del Congreso a siete veteranos afroamericanos de la
Segunda Guerra Mundial. Sorprendentemente, no se había
concedido ninguna Medalla de Honor a los negros que habían
luchado en esa guerra. La selección de los galardonados se
realizó a partir de un exhaustivo estudio de sus
expedientes militares. Seis de las medallas se concedieron a
título póstumo, pero uno de los condecorados,
Vernon Baker, de setenta y siete años, vino a la Casa
Blanca para asistir a la ceremonia. Era un hombre impresionante,
de una dignidad reposada y una inteligencia preclara: cuando era
un joven teniente en Italia, había acabado él solo
con tres nichos de ametralladoras, un puesto de
observación y un refugio subterráneo. Cuando le
preguntaron cómo había podido aguantar la
discriminación y los prejuicios después de haber
dado tanto por su país, Baker dijo que había vivido
toda su vida según un credo muy simple: «Respeta
antes de esperar que te respeten, trata a la gente como te
gustaría que te trataran a ti, acuérdate de tus
objetivos, da ejemplo y sigue adelante». A mí me
sonaba muy bien.

Al día siguiente de la ceremonia de la Medalla de
Honor, el primer ministro Netanyahu y el presidente Arafat me
llamaron para decirme que por fin habían llegado a un
acuerdo sobre el despliegue israelí en Hebrón, con
lo que concluían con éxito las conversaciones
iniciadas en septiembre. El acuerdo de Hebrón era una
parte relativamente pequeña del proceso de paz, pero era
la primera vez que Netanyahu y Arafat conseguían algo
juntos. Si no lo hubieran logrado, todo el proceso habría
estado en grave peligro. Dennis Ross había trabajado con
ellos prácticamente veinticuatro horas al día
durante un par de semanas y, durante las últimas sesiones
de negociación, tanto el rey Hussein como Warren
Christopher habían presionado a las partes para que
llegaran a un acuerdo. El presidente Mubarak también
intervino cuando le llamé para pedirle ayuda a la una de
la madrugada a El Cairo al final del Ramadán. Oriente
Próximo era así; a veces hacían falta todos
los marineros a bordo para conseguir que se hicieran las
cosas.

Tres días antes de la toma de posesión le
concedí la Medalla Presidencial de la Libertad a Bob Dole;
en la ceremonia destaqué que desde su participación
en la Segunda Guerra Mundial, en la que resultó gravemente
herido al acudir al rescate de un camarada caído, y a
pesar de todos los altibajos de su carrera política, Dole
«había convertido la adversidad en ventaja, el dolor
en voluntad de servicio público y encarnaba el lema del
estado que tanto amaba y al que había continuado sirviendo
con dedicación: Ad astra per aspera, a las
estrellas a través de las dificultades». A pesar de
que habíamos sido rivales y de que discrepábamos en
muchas cosas, Dole me gustaba. Podía ser agresivo y muy
duro en una pelea, pero ni era un fanático ni
quería destruir al contrario, al contrario de lo que
hacían muchos de los republicanos de extrema derecha que
ahora dominaban su partido en Washington.

Tuve un encuentro fascinante con Dole un mes
atrás. Vino a verme y me trajo un pequeño juguete,
que dijo que era de su perro, para nuestro gato, Socks. Hablamos
sobre las elecciones, sobre política exterior y sobre las
negociaciones presupuestarias. La prensa todavía estaba
haciéndose eco de los abusos financieros de la
campaña. Además del CDN, el Comité
Republicano Nacional y la campaña de Dole habían
cometido algunas irregularidades. Me habían criticado por
invitar a mis partidarios a pasar la noche en la Casa Blanca y
por tomar café por la mañana con miembros de la
administración, partidarios, donantes y con muchos otros
que no tenían vínculos políticos
conmigo.

Le pregunté a Dole si, basándose en sus
años de experiencia, la política y los
políticos en Washington eran más o menos honestos
que treinta años atrás. «Oh, está
clarísimo –dijo–. Son mucho más
honestos hoy en día.» Luego le pregunté:
« ¿Pero estaría de acuerdo en que la gente
cree que las cosas se hacen de forma menos honesta?».
«Desde luego –dijo–, pero se
equivocan.»

Yo estaba impulsando con fuerza una nueva propuesta de
ley para reformar la financiación de las campañas
patrocinada por el senador John McCain y el senador Russ
Feingold, pero dudaba de que su aprobación fuera a
aumentar la confianza de la gente en la integridad de sus
políticos. Fundamentalmente la prensa estaba en contra de
la influencia que tenía el dinero en las campañas,
a pesar de que la mayor parte del dinero se gastaba en anuncios
en medios de comunicación. A menos que
estableciéramos por ley que se concediera a los partidos
tiempo en antena gratuito o a precio reducido –propuesta a
la que los medios, por regla general, se oponían– o
que las campañas se hicieran con financiación
pública –una opción que contaba con escaso
apoyo en el Congreso y entre la opinión
pública–, los medios seguirían siendo los
mayores destinatarios de los dólares de las
campañas, a pesar de que se burlaban de los candidatos por
recaudar los fondos con los que les pagaban.

En mi discurso inaugural, dibujé el retrato
más vivaz que pude de lo que sería Estados Unidos
en el siglo XXI, y dije que el pueblo norteamericano no
había «mantenido en el cargo a un presidente de un
partido y a un Congreso de otro… para fomentar la
política de enfrentamientos por nimiedades y el extremo
partidismo que tanto deploraban», sino para que trabajaran
conjuntamente en «la misión de
América».

Las ceremonias inaugurales, como las fiestas de
celebración de nuestra victoria en noviembre, fueron mucho
más serenas, incluso relajadas, a pesar de que la misa de
la mañana fue muy animada debido a los encendidos sermones
de los reverendos Jesse Jackson y Tony Campolo, un pastor
evangelista italiano de Filadelfia que quizá era el
único predicador blanco de Estados Unidos que podía
mantenerse al nivel de Jesse. La atmósfera en la comida
con el Congreso fue amistosa e incluso le hice ver al nuevo
líder de la mayoría en el Senado, Trent Lott, de
Mississippi, que él y yo compartíamos una gran
deuda con Thomas Jefferson: si no hubiera decidido comprar el
territorio de Lousiana a Francia, ninguno de los dos
hubiéramos llegado donde estábamos. Strom Thurmond,
un senador de noventa y cuatro años que estaba sentado
junto a Chelsea le dijo: « ¡Si tuviera setenta
años menos te pediría una cita!». No es
sorprendente que viviera tanto. Hillary y yo asistimos a los
catorce bailes inaugurales; en uno de ellos conseguí
bailar con mi preciosa hija, que ahora estaba en el último
curso del instituto. No iba a estar en casa mucho más
tiempo y saboreé el momento.

El día después de la inauguración,
como resultado de una investigación que se remontaba a
algunos años atrás, la Cámara de
Representantes votó reprender al portavoz Gingrich y
multarle con trescientos mil dólares por haber violado en
diversas ocasiones las reglas de ética de la
Cámara: había usado fondos exentos de impuestos
para propósitos políticos, fondos que habían
donado sus partidarios a supuestas organizaciones
benéficas; también había dado respuestas
falsas sobre sus actividades a los investigadores del Congreso.
El abogado del Comité de Ética de la Cámara
dijo que Gingrich y sus partidarios políticos
habían infringido las leyes fiscales y que había
pruebas de que el portavoz había inducido a engaño
adrede al comité sobre ello.

A finales de la década de 1980, Gingrich
había encabezado la carga para deponer a Jim Wright de su
cargo de portavoz de la Cámara porque sus partidarios
habían comprado, al por mayor, ejemplares de una
autoedición de los discursos de Wright, en un supuesto
intento para saltarse el reglamento de la Cámara, que
prohibe a los miembros aceptar dinero a cambio de hacer
declaraciones. A pesar de que los cargos contra Gingrich eran
mucho más graves, el jefe de disciplina republicano, Tom
DeLay, se quejó de que la multa y la reprimenda eran
completamente desproporcionadas respecto a la falta cometida y
que era un abuso del proceso de control de la ética de la
cámara. Cuando me preguntaron sobre el asunto, pude haber
pedido al Departamento de Justicia o al fiscal de Estados Unidos
que investigara los cargos de evasión fiscal y las
mentiras al Congreso; en lugar de ello, dije que la Cámara
debía encargarse de aquella cuestión «y luego
debíamos volver a trabajar en interés de la
gente». Dos años después, cuando quien estaba
en apuros era otro, Gingrich y DeLay no se mostraron tan
generosos.

Poco antes de la inauguración, como
preparación para el segundo mandato y para el Estado de la
Unión, convoqué a unos ochenta miembros del
personal de la Casa Blanca y de los diversos departamentos a una
reunión de todo un día en la Blair House para
centrarnos en dos cosas: el significado de lo que habíamos
hecho en los primeros cuatro años y qué
íbamos a hacer en los siguientes cuatro.

Yo creía que en el primer mandato habíamos
conseguido seis logros importantes: (1) restablecer el
crecimiento económico sustituyendo la economía de
la oferta por nuestra política más disciplinada de
«inversión y crecimiento»; (2) habíamos
resuelto el debate sobre el papel del gobierno en nuestras vidas
demostrando que no es ni el enemigo ni la solución, sino
el instrumento para dar a nuestra gente las herramientas y
disponer las condiciones necesarias para que saquen el mayor
provecho de sus vidas; (3) reafirmar la primacía de la
comunidad como el modelo político operativo para Estados
Unidos, rechazando las divisiones por razón de raza,
religión, sexo, orientación sexual o
filosofía política; (4) reemplazar la
retórica por la realidad en nuestra política
social, demostrando que la acción del gobierno
podía ser efectiva en áreas como la asistencia
social y el crimen si se llevaba a cabo con sentido común
y creatividad, y no solo con palabras duras y retórica
exaltada; (5) restablecer la familia como la unidad primaria de
la sociedad, una unidad que el gobierno podía reforzar con
políticas como la ley de baja familiar, la rebaja fiscal
del impuesto sobre la renta, el aumento del salario
mínimo, el chip V, la iniciativa contra la publicidad del
tabaco dirigida a los adolescentes, los esfuerzos para aumentar
las adopciones y las nuevas reformas en sanidad y
educación, y (6) habíamos reafirmado el liderazgo
de Estados Unidos en el mundo tras la Guerra Fría, como
una fuerza defensora de la democracia, la prosperidad compartida
y la paz, y contra las nuevas amenazas del terrorismo, las armas
de destrucción masiva, el crimen organizado, el
narcotráfico y los conflictos raciales y
religiosos.

Estos éxitos eran la base desde la que
podíamos proyectar a Estados Unidos hacia un nuevo siglo.
Puesto que los republicanos controlaban el Congreso y es
más complicado poner en marcha grandes reformas cuando las
cosas van bien, no estaba seguro de qué o cuánto
podríamos conseguir en mi segundo mandato, pero estaba
decidido a seguir intentándolo.

El 4 de febrero, durante el discurso del Estado de la
Unión, pedí al Congreso que en primer lugar
concluyera el trabajo que nuestro país había dejado
a medias: equilibrar el presupuesto, aprobar la propuesta de ley
para reformar la financiación de las campañas,
completar la reforma de la asistencia social ofreciendo
más incentivos a los empleados y a los estados para que
pudieran contratar a receptores de asistencia, y más
formación, transporte y ayudas para el cuidado de los
niños que facilitaran que la gente fuera a trabajar.
También pedí que se restauraran las prestaciones
sanitarias y de incapacitación para los inmigrantes
legales, que los republicanos habían eliminado en 1996
para hacer sitio en el presupuesto a sus recortes
fiscales.

Mirando hacia el futuro, pedí al Congreso que se
uniera a mí para hacer de la educación nuestra
principal prioridad puesto que «todo niño de ocho
años tiene que ser capaz de leer, todo niño de doce
años debe saber conectarse a internet, todo joven de
dieciocho años debe poder ir a la universidad y todo
adulto norteamericano debe poder seguir aprendiendo durante toda
su vida». Ofrecí un plan de diez puntos para
conseguir estos objetivos, en el que se incluían el
desarrollo de estándares nacionales y exámenes para
medir el rendimiento y su cumplimiento; la certificación
de cien mil «maestros de maestros» por la Junta
Nacional de Estándares Pedagógicos Profesionales,
cuando en aquel momento, en 1995, solo había 500; la
iniciativa «América Lee» para los niños
de ocho años, a la que sesenta presidentes de
universidades ya habían aceptado apoyar; más
niños en preescolar; elección de las escuelas
públicas en todos los estados; formación del
carácter en todas las escuelas; un programa dotado de
varios miles de millones de dólares para construir y
reparar instalaciones deterioradas y construir nuevas en los
distritos escolares que estaban tan masificados que se estaban
impartiendo clases en trailers; una beca de mil
quinientos dólares durante los dos primeros años de
la universidad y una deducción de diez mil dólares
para toda la educación superior después del
instituto; una «propuesta de ley GI» para que los
trabajadores norteamericanos financiaran una beca de
formación a los adultos que necesitaban mayor
preparación, y un plan para conectar a todas las aulas y a
todas las bibliotecas a internet para el año
2000.

Dije al Congreso y al pueblo norteamericano que el mayor
poder de Estados Unidos durante la Guerra Fría
había sido una política exterior común a los
dos partidos. Ahora, cuando la educación era esencial para
nuestra seguridad en el siglo XXI, pedía que la
enfocáramos de la misma manera: «La política
debe detenerse en la puerta de la escuela».

También pedí al Congreso que apoyara los
demás compromisos que yo había adquirido con el
pueblo norteamericano durante mi campaña: la
expansión de la ley de baja familiar; un aumento
importante de la investigación sobre el SIDA para
conseguir desarrollar una vacuna; la extensión del seguro
médico a los hijos de la gente trabajadora con ingresos
bajos que no pudiera permitirse pagarlo; la lucha comprometida
contra el crimen juvenil, la violencia, las drogas y las bandas;
doblar el número de las zonas de desarrollo y el
número de depósitos de residuos tóxicos
limpiados, y la continuada expansión de los servicios y
programas comunitarios.

En política exterior, pedí apoyo para la
expansión de la OTAN, para el acuerdo nuclear con Corea
del Norte; para la ampliación de la misión en
Bosnia; para aumentar nuestro compromiso con China;
autorización para utilizar la «vía
rápida» en las negociaciones comerciales, que
requiere que el Congreso vote sobre los acuerdos comerciales a
favor o en contra, sin enmiendas; un programa de
modernización de armas en el Pentágono para hacer
frente a los nuevos desafíos de seguridad, y la
ratificación de la Convención de Armas
Químicas, que yo creía que sería un
instrumento muy útil para proteger a Estados Unidos de
ataques terroristas con gas venenoso.

En el discurso, traté de extender la mano hacia
los republicanos y hacia los demócratas; dije que
defendería el voto de cualquiera de ellos que defendiera
un presupuesto equilibrado y cité un versículo de
las escrituras, Isaías 58:12: «te llamarán el
que acorta las brechas y el que restaura senderos
frecuentados». De una u otra forma, esto es lo que yo
había tratado de hacer durante la mayor parte de mi
vida.

Los medios tienen un apetito limitado para la
política, a diferencia de su voracidad para deglutir
escándalos, lo que se hizo obvio con un punto de humor al
final de mi discurso. Yo tenía lo que creía que era
un colofón muy bueno; señalé que «un
niño nacido esta noche prácticamente no
recordará nada del siglo XX. Todo lo que ese niño
sabrá de Estados Unidos lo sabrá por lo que hagamos
a partir de ahora para construir el nuevo siglo».
Recordé a todos los que me escuchaban que solo nos
quedaban algo más de mil días hasta el nuevo siglo,
«mil días para construir un puente hacia la nueva
tierra prometida». Mientras yo hacía estas
declaraciones, las cadenas de televisión dividieron la
pantalla en dos para que los espectadores pudieran ver el
veredicto del jurado en el pleito civil contra O. J. Simpson por
el asesinato de su mujer, un juicio que se inició
después de que el jurado no le condenara en el juicio
penal. Los espectadores oyeron a la vez el veredicto del jurado
contra Simpson y mis exhortaciones sobre el futuro.
Todavía me sentía afortunado porque no me hubieran
cortado por completo y porque la respuesta del público al
discurso fue positiva.

Dos días después presenté mi
presupuesto al Congreso. El presupuesto equilibraba las cuentas
nacionales de Estados Unidos en cinco años; aumentaba la
inversión en educación en un 20 por ciento,
incluida la mayor subida de las ayudas para la universidad desde
la propuesta de ley GI; recortaba el gasto en cientos de otros
programas; ofrecía ayudas fiscales a la clase media, por
ejemplo una rebaja fiscal de quinientos dólares por cada
hijo; aseguraba el Fondo de Financiación de Medicare, que
estaba a punto de quebrar, durante diez años más;
aportaba un seguro médico a cinco millones de niños
que carecían de él, ayudaba a las familias a cuidar
a un ser querido al que le hubieran diagnosticado Alzheimer y,
por primera vez, las mamografías para mujeres mayores
entraban dentro de Medicare; además, revertía la
espiral de descenso de la inversión en asuntos exteriores
para que pudiéramos hacer más para promover la paz
y la libertad en el mundo y para luchar contra el terrorismo, la
proliferación de armas y el
narcotráfico.

A diferencia de dos años atrás, cuando
obligué a los republicanos a hacer públicas sus
duras propuestas presupuestarias antes de exponer las
mías, esta vez yo fui el primero en hablar. Creía
que, además de un buen movimiento político, era lo
correcto. Ahora, cuando los republicanos presentaran su
presupuesto, con sus mayores rebajas de impuestos para la gente
que más ganaba, tendrían que rebajar mis propuestas
sobre educación y sanidad para financiarlos. Ya no
estábamos en 1994; el público ya se había
hecho una idea de cómo iban las cosas y los republicanos
querían salir reelegidos. Estaba seguro de que, en pocos
meses, el Congreso aprobaría un presupuesto equilibrado
muy parecido a mi plan.

Un par de semanas más tarde fracasó en el
Senado otro intento de aprobar la enmienda a la
Constitución que exigía un presupuesto equilibrado,
pues el senador Bob Torricelli, de New Jersey, decidió
votar en contra. Fue un voto valiente. New Jersey era un estado
contrario a los impuestos y Bob había votado a favor de la
enmienda cuando era congresista. Esperaba que su valor nos
llevara más allá de las meras poses públicas
y permitiera empezar la verdadera tarea de equilibrar realmente
el presupuesto.

A mediados de mes conseguimos otro impulso
económico cuando en las negociaciones de Ginebra,
lideradas por Estados Unidos, se logró un acuerdo para
liberalizar el comercio mundial en los servicios de
telecomunicaciones, lo que abría el noventa por ciento de
los mercados a las marcas estadounidenses. Las negociaciones las
lanzó Al Gore y las condujo Charlene Barshefky. Gracias a
su trabajo, era seguro que habría más empleos para
los norteamericanos, que además podrían disfrutar
de servicios más baratos, y que los beneficios de las
nuevas tecnologías llegarían a todas partes del
mundo.

Más o menos en esos momentos yo estaba en Boston
con el alcalde Tom Menino. La delincuencia, la violencia y el
consumo de drogas estaban descendiendo en todo Estados Unidos,
pero todavía aumentaban entre los menores de dieciocho
años, aunque no en Boston, donde no había muerto
ningún niño por un disparo de arma de fuego en
dieciocho meses, un logro notable para una ciudad grande. Propuse
poner seguros para niños en las armas para evitar que
estas se dispararan accidentalmente. Propuse también una
campaña de anuncios antidroga a gran escala,
análisis de consumo de drogas obligatorios para los
jóvenes que querían el carnet de conducir y
reformar el sistema judicial para menores, donde se
incluiría el tipo de libertad condicional y servicios
después de la escuela que Boston había puesto en
práctica con tanto éxito.

En febrero, hubo algunos giros interesantes en el caso
Whitewater. El día 17, Kenneth Starr anunció que
dejaría su puesto el 1 de agosto para convertirse en
decano de la Facultad de Derecho de la Universidad Pepperdine, en
el sur de California. Obviamente había decidido que
Whitewater era un pozo seco y esta era su manera de irse con
estilo, pero le llovieron fuertes críticas por su
decisión. La prensa dijo que el asunto tenía mala
pinta porque el cargo que iba a ocupar en Pepperdine lo
había pagado Richard Mellon Scaife, cuya
financiación del Proyecto Arkansas todavía no se
había hecho pública, pero al que todo el mundo
reconocía como un extremista de derecha que me la
tenía jurada. A mí sus objeciones me
parecían endebles; Starr ya estaba ganando mucho dinero
representando a los oponentes políticos de mi
administración al mismo tiempo que trabajaba como fiscal
independiente y, de hecho, ir a Pepperdine contribuiría a
reducir sus conflictos de intereses.

Lo que realmente sacudió a Starr fueron todas las
presiones que recibió de la derecha republicana y de los
tres o cuatro periodistas que estaban realmente decididos a
encontrar algo que hubiéramos hecho mal o, al menos, a
continuar con el tormento. Para entonces Starr ya había
hecho mucho por ellos: había ahogado a mucha gente con
enormes minutas legales, había dañado sus
reputaciones y había conseguido, con un enorme coste para
los contribuyentes, alargar la investigación durante tres
años, incluso después de que el informe de la CRF
dijera que no había ninguna base para una
investigación civil o criminal contra Hillary o contra
mí. Pero la derecha y la prensa de Whitewater
sabían que si Starr se marchaba sería como admitir
tácitamente que ahí «no había
nada». Después de que le dieran duro durante cuatro
días, anunció que se quedaba. Yo no sabía si
reír o llorar.

La prensa también seguía escribiendo sobre
la recaudación de fondos en la campaña de 1996.
Entre otras cosas, les preocupaba que hubiera invitado a gente
que había contribuido a mi campaña de 1992 a pasar
la noche en la Casa Blanca, a pesar de que, como con todos los
demás invitados, yo pagaba el coste de las comidas y
cualquier otro gasto. Lo que daban a entender es que yo
había estado alquilando la Casa Blanca para recaudar
dinero para el CND. Era ridículo. Yo era el presidente en
ejercicio y había estado arriba en las encuestas de
principio a fin; recaudar dinero no era un problema e incluso si
lo hubiera sido nunca habría usado la Casa Blanca de esa
forma. A finales de mes publiqué una lista de todos los
huéspedes que se habían quedado a pasar la noche
durante mi primer mandato. Había cientos de ellos, el 85
por ciento de los cuales eran parientes, amigos nuestros o de
Chelsea, visitantes y dignatarios extranjeros o gente a la que
Hillary y yo habíamos conocido antes de que me presentara
a la presidencia. Y en cuanto a los amigos que me apoyaron en
1992, quería que el mayor número posible de ellos
tuviera el honor de pasar una noche en la Casa Blanca. A menudo,
dado que yo trabajaba hasta muy tarde, el único momento en
que podía encontrarme con gente de manera informal era muy
tarde por la noche. No hubo un solo caso en que esta
práctica me ayudara a recaudar dinero. Mis críticos
parecían querer decir que los únicos que no
debían pasar la noche en la Casa Blanca eran mis amigos y
mis seguidores. Cuando publiqué la lista, a muchas de las
personas que aparecían en ella las interrogó la
prensa. Un periodista llamó a Tony Campolo y le
preguntó si me había dado alguna donación
para mi campaña. Cuando dijo que sí, le preguntaron
qué cantidad había sido. «Creo que
veinticinco dólares –dijo–, pero puede que
fueran cincuenta.» «Vale –contestó el
periodista–, no es usted la persona con la que queremos
hablar», y colgó.

El mes acabó con un momento feliz, pues Hillary y
yo nos llevamos a Chelsea y a once de sus amigas a comer al
Bombay Club Restaurant de Washington para celebrar que
cumplía diecisiete años, y luego fuimos a Nueva
York a ver algunas obras de teatro. Además, Hillary
ganó un premio Grammy por la versión
sonora de Es labor de toda la aldea. Tiene una voz
maravillosa y el libro está lleno de historias que ella
disfruta contando. El Grammy fue otro recordatorio de
que, al menos más allá del cinturón de
Washington, había muchos norteamericanos interesados en
las mismas cosas que nosotros.

A mediados de febrero el primer ministro Netanyahu vino
a verme para discutir el estado en el que se encontraba el
proceso de paz; Yasser Arafat hizo lo mismo a principios de
marzo. Netanyahu estaba muy limitado políticamente para
tomar otras iniciativas más allá del Tratado de
Hebrón. Los israelíes empezaban a elegir a su
primer ministro de forma directa, así que Netanyahu
tenía un mandato de cuatro años, pero aun
así todavía necesitaba una coalición
mayoritaria en el Knesset. Si perdía a la derecha en su
coalición, podía formar un gobierno de unidad
nacional con Peres y el Partido Laborista, pero no quería
hacerlo. Los más radicales de su coalición lo
sabían y le dificultaban mucho los movimientos hacia la
paz, como abrir el aeropuerto de Gaza o incluso dejar que los
palestinos de Gaza volvieran a trabajar en Israel. En el aspecto
psicológico, Netanyahu se enfrentaba a los mismos
problemas que Rabin: Israel tenía que ofrecer algo
concreto –tierra, acceso, empleo, un aeropuerto– a
cambio de algo menos tangible –un esfuerzo denodado de la
OLP para evitar los ataques terroristas.

Yo estaba convencido de que Netanyahu quería
hacer más, y me preocupaba que si no lo conseguía,
a Arafat le sería más dificil contener la
violencia. Para complicar más las cosas, cada vez que el
proceso de paz se ralentizaba o los israelíes tomaban
represalias por un ataque terrorista o iniciaban otro programa de
construcciones en un asentamiento de Cisjordania, solía
haber una resolución del Consejo de Seguridad de Naciones
Unidas que condenaba a Israel por sus continuas violaciones de lo
acordado; estas se hacían de forma que insinuaban en
qué debería consistir el acuerdo negociado al que
las partes debían llegar. Los israelíes
dependían de Estados Unidos para vetar tales medidas, lo
que normalmente hacíamos. Eso nos permitía mantener
nuestra influencia sobre ellos, pero debilitaba nuestra imagen de
mediadores honestos ante los palestinos. Yo tenía que
seguir recordándole a Arafat que estaba comprometido con
el proceso de paz y que solo Estados Unidos podía
lograrlo, porque los israelíes confiaban en Estados
Unidos, y no en la Unión Europea o en Rusia, para que
protegiera su seguridad.

Cuando Arafat vino a verme traté de trabajar con
él sobre los siguientes pasos que había que hacer.
Como era lógico, veía las cosas desde una
óptica muy distinta a la de Netanyahu; él
creía que se suponía que su labor era evitar la
violencia y esperar a que la situación política de
Netanyahu permitiera a Israel respetar los compromisos que
había adquirido bajo el proceso de paz. Para entonces, yo
había desarrollado una relación de trabajo muy
moda con ambos líderes y había decidido
que la única opción realista para evitar que el
proceso de paz se desmoronara era mantenerme en contacto
permanente con ambos; así podía volver a encarrilar
las cosas cuando, como sucedía, descarrilaban, y mantener
el impulso, aunque fuera a pasos diminutos.

La noche del 13 de marzo, después de celebrar
unos actos en Carolina del Norte y en el sur de Florida, fui a
casa de Greg Norman, en Hobe Sound, a visitarles a él y a
su mujer, Laura. Fue una tarde muy agradable y el tiempo
pasó volando. Antes de que me diera cuenta era la una de
la mañana y, puesto que se suponía que
teníamos que jugar en un torneo de golf unas horas
más tarde, me levanté para irme. Mientras
bajábamos los escalones, no vi el último; mi pie no
encontró el suelo donde esperaba y me empecé a
caer. Si hubiera caído hacia delante, no me hubiera pasado
nada, aparte de unos arañazos en las manos. Pero me
eché hacia atrás, oí un fuerte crujido y me
caí. El ruido fue tan fuerte que Norman, que iba un metro
delante de mí, lo oyó, se giró y me sostuvo,
gracias a lo cual la cosa no fue peor.

Una ambulancia me llevó al hospital St. Mary, a
unos cuarenta y cinco minutos; era una institución
católica que el equipo médico de la Casa Blanca
había elegido porque tenía una excelente sala de
urgencias. Me pasé allí el resto de la noche, con
un dolor terrible. Cuando la resonancia magnética
reveló que me había desgarrado el 90 por ciento de
mi cuadriceps, me enviaron en avión de vuelta a
Washington. Hillary fue a reunirse conmigo cuando llegó el
Air Force One a la base aérea de Andrews y
miró mientras me bajaban de la panza del avión en
una silla de ruedas. Tenía previsto un viaje a
África, pero lo había retrasado para estar conmigo
durante la operación que tendrían que hacerme en el
hospital naval de Bethesda.

Unas trece horas después de mi lesión, un
excelente equipo de cirujanos dirigidos por el doctor David
Adkinson me puso una epidural, música de Jimmy Buffett y
Lyle Lovett y charlaron conmigo durante la operación.
Podía ver lo que hacían en un panel de vidrio sobre
la mesa de operaciones: el doctor realizó una serie de
incisiones en mi rodilla, estiró el músculo
desgarrado a través de ellas, suturó los extremos a
una parte sólida del músculo y cosió. Tras
la operación, Hillary y Chelsea me ayudaron a soportar un
día de horrible dolor después del cual las cosas
comenzaron a mejorar.

Lo que más temía eran los seis meses de
rehabilitación, durante los que no podría correr ni
jugar al golf. Llevaría muletas durante un par de meses y
después una protección flexible para la pierna.
Además, durante un tiempo había el peligro de que
otra caída volviera a lesionarme. El personal de la Casa
Blanca llenó mi ducha de asideros de seguridad para que
pudiera mantener el equilibrio. Pronto aprendí a vestirme
con la ayuda de un pequeño bastón. Podía
hacerlo todo menos ponerme los calcetines. El equipo
médico en la Casa Blanca, dirigido por la doctora Connie
Mariano, estaba disponible las veinticuatro horas del día.
La marina me prestó a dos magníficos
fisioterapeutas, el doctor Bob Kellogg y Nannete Paco, que
trabajaron conmigo cada día. A pesar de que me
habían dicho que ganaría peso durante mi
período de inmovilidad, cuando los fisioterapeutas
acabaron conmigo había perdido casi siete
kilos.

Cuando regresé a casa desde el hospital,
tenía menos de una semana para preparar la reunión
con Boris Yeltsin en Helsinki y un tema muy importante con el que
lidiar antes de irme. El día diecisiete, Tony Lake vino a
verme y me pidió que retirara su designación a
director de la CIA. El senador Richard Shelby, el presidente del
Comité de Inteligencia, había retrasado las
audiencias de confirmación de Lake arguyendo que la Casa
Blanca no había informado al Comité de nuestra
decisión de levantar el embargo de armas a Bosnia en 1994.
La ley no exigía que yo informara al comité y
había decidido que era mejor no hacerlo para evitar que
hubiera una filtración. Sabía que una sólida
mayoría de ambos partidos en el Senado estaba a favor de
levantar el embargo; de hecho, no mucho después
habían votado una resolución pidiéndome que
lo dejara de aplicar.

A pesar de que me llevaba bien con Shelby, decidí
que estaba pasándose de la raya al retener la
confirmación de Lake y perturbar innecesariamente el
funcionamiento de la CIA. Tony tenía algunos partidarios
muy firmes entre los republicanos, entre ellos el senador Lugar,
y si no hubiera sido por Shelby el comité hubiera votado a
favor suyo y le hubiera confirmado, pero estaba agotado
después de pasarse trabajando setenta u ochenta horas a la
semana durante cuatro años. Tampoco quería
arriesgarse a perjudicar a la CIA con más retrasos. Si
hubiera dependido de mí, hubiera seguido luchando durante
un año o más si era necesario para conseguir que se
votara. Pero podía ver que Tony ya había tenido
bastante. Dos días después designé a George
Tenet, el director de la CIA en funciones, que había sido
adjunto de John Deutch y que anteriormente había trabajado
como mi asesor principal de inteligencia en el CSN y como
director de equipo del Comité de Inteligencia del Senado.
Lo confirmaron fácilmente, pero todavía lamento el
trato injusto que le dieron a Lake, que había dedicado
treinta años de su vida a la seguridad de Estados Unidos y
había desempeñado un papel clave en muchos de los
éxitos de política exterior de mi primer
mandato.

Mis médicos no querían que fuera a
Helsinki, pero no podía quedarme en casa. Yeltsin
había sido reelegido y la OTAN estaba a punto de votar la
admisión de Polonia, Hungría y la República
Checa; teníamos que cerrar un acuerdo sobre la forma en
que íbamos a proceder.

El vuelo era largo e incómodo, pero pasó
muy rápido debatiendo con Strobe Talbott y el resto del
equipo qué podíamos hacer para que a Yeltsin no le
supusiera un problema la expansión de la OTAN, como por
ejemplo dar entrada a Rusia en el G7 y en la Organización
Mundial del Comercio. Esa noche el presidente Martti Ahtisaari,
de Finlandia, nos ofreció una cena; me alegré de
ver que Yeltsin estaba de buen humor y al parecer recuperado de
una operación a corazón abierto. Había
perdido mucho peso y todavía estaba un poco pálido,
pero ya volvía a ser tan optimista y agresivo como
siempre.

A la mañana siguiente nos pusimos a trabajar.
Cuando le dije a Boris que quería que la OTAN se ampliara
y firmara un acuerdo con Rusia, me pidió que me
comprometiera en secreto –dijo literalmente «dentro
de un armario»– a limitar la futura expansión
de la OTAN entre las naciones del Pacto de Varsovia, en
consecuencia que excluyera a los estados de la ex Unión
Soviética, como las repúblicas bálticas y
Ucrania. Le dije que no podía hacerlo porque, en primer
lugar, no habría manera de mantenerlo en secreto y porque
llevarlo a cabo disminuiría la credibilidad de la
Asociación para la Paz. Tampoco era lo que convenía
a los intereses de Estados Unidos o de Rusia. La principal
misión de la OTAN ya no consistía en enfrentarse a
Rusia, sino a las nuevas amenazas para la paz y la estabilidad en
Europa. Le dije que una declaración de que la OTAN no
seguiría su expansión con las naciones del Pacto de
Varsovia sería el equivalente a anunciar una nueva
línea divisoria en Europa, con un imperio ruso más
pequeño. Eso haría que Rusia pareciera más
débil, no más fuerte, mientras que un acuerdo entre
la OTAN y Rusia podría disparar el prestigio ruso.
También le insistí para que no cerrara la puerta a
una futura incorporación a la OTAN de la propia
Rusia.

Yeltsin todavía temía la reacción
que la ampliación podría provocar en su
país. En un momento en que estuvimos a solas le
pregunté: «Boris, ¿de verdad crees que
permitiría que la OTAN atacara a Rusia desde bases en
Polonia?». «No –contestó
él–, no lo creo, pero mucha de la gente mayor que
vive en la parte occidental de Rusia y que escucha a Zyuganov
sí lo cree.» Me recordó que, a diferencia de
Estados Unidos, Rusia había sido invadida en dos ocasiones
–por Napoleón y por Hitler– y que el trauma de
aquellos acontecimientos todavía poblaba el imaginario
colectivo y daba forma a la política rusa. Le dije a
Yeltsin que si llegábamos a un acuerdo para la
ampliación de la OTAN y para la cooperación entre
la OTAN y Rusia, me comprometería a no situar tropas ni
misiles en los nuevos países de forma prematura y a apoyar
la candidatura rusa a formar parte del nuevo G8, de la
Organización Mundial del Comercio y de otras
organizaciones internacionales. Cerramos el trato.

Yeltsin y yo también nos enfrentábamos a
dos problemas de control de armas en Helsinki: la resistencia de
la Duma rusa a ratificar el tratado START II, que
reduciría nuestros arsenales nucleares en unos dos tercios
respecto al punto máximo que alcanzaron durante la Guerra
Fría; y la creciente oposición en Rusia al
desarrollo de sistemas de defensa con misiles por parte de
Estados Unidos. Cuando la economía rusa se derrumbó
y se recortó drásticamente el presupuesto de
defensa, el tratado START II se había convertido en un mal
trato para ellos. Exigía que ambos países
desmantelaran sus misiles con múltiples cabezas nucleares
(MIRV) y establecía que ambas partes se quedaran con
arsenales parejos de misiles de una sola cabeza nuclear. Puesto
que Rusia basaba su potencia nuclear en los MIRV mucho más
que Estados Unidos, los rusos tendrían que construir un
número considerable de misiles de una sola cabeza nuclear
para recuperar la paridad, y no tenían los medios para
hacerlo. Le dije a Yeltsin que no quería que el START II
nos diera superioridad estratégica y le propuse que
nuestros equipos llegaran a una solución que incluyera
adoptar objetivos para un tratado START III que hiciera que ambos
países bajaran a entre dos mil y dos mil quinientas
cabezas nucleares, una reducción de un 80 por ciento desde
el máximo de la Guerra Fría y un número
suficientemente pequeño para que Rusia no tuviera que
construir nuevos misiles para mantener la paridad con nosotros.
En el Pentágono había ciertas reticencias a bajar
hasta esa cantidad, pero el general Shalikashvili creía
que era seguro hacerlo y Bill Cohen le apoyaba. Al cabo de poco
tiempo ampliamos la fecha límite del START II de 2002 a
2007 e hicimos que el START III entrara en vigor ese mismo
año, de modo que Rusia nunca se encontrara en una
situación de desventaja estratégica.

En la segunda cuestión, Estados Unidos
había estudiado las posibilidades de un sistema de defensa
de misiles, a partir de una idea del presidente Reagan, con un
sistema orbital que permitiera derribar todos los misiles
hostiles y que, por lo tanto, librara al mundo del fantasma de
una guerra nuclear. Había dos problemas con esta idea: en
primer lugar, todavía no era técnicamente factible
y, en segundo lugar, un sistema de defensa con misiles nacional
(DMN) violaría el Tratado de Misiles
Antibalísticos, que prohibía tales sistemas porque
si una nación los poseía y otra no, los respectivos
arsenales nucleares ya no serían un obstáculo para
que la nación que poseyera el DMN atacara a la
otra.

Les Aspin, mi primer secretario de Defensa, había
cambiado el objetivo de nuestros esfuerzos, que habían
pasado de desarrollar defensas que pudieran detener misiles de
largo alcance rusos, a financiar un sistema de defensa con
misiles en el teatro de operaciones (DMT) que pudiera proteger a
nuestros soldados, y a otras personas, de misiles de menor
alcance, como los que poseían Irán, Irak, Libia y
Corea del Norte. Estos eran un peligro muy real; en la guerra del
Golfo, veintiocho de nuestros soldados habían muerto por
el impacto de un misil Scud iraquí.

Yo apoyaba fervientemente el programa DMT, que no
infringía el tratado ABM y que, como dije a Yeltsin,
podría usarse algún día para defender a
nuestras naciones en un campo de batalla en el que
fuéramos aliados, como los Balcanes o cualquier otro
lugar. El problema que Rusia tenía con nuestra
posición es que no estaba clara cuál era la
línea que separaba la defensa de misiles en el teatro de
operaciones y un sistema mayor, prohibido por el tratado. Las
nuevas tecnologías desarrolladas para el DMT
podrían adaptarse para usarse en un DMN, violando el
tratado. Al final, ambas partes acordaron una definición
técnica de la línea divisoria entre programas
permitidos y prohibidos que nos permitió seguir adelante
con el DMT.

La cumbre de Helsinki fue un inesperado éxito,
gracias en buena parte a la capacidad de Yeltsin para imaginarse
un futuro para Rusia, en el que reafirmaría su grandeza en
unos términos distintos de la dominación
territorial, y a su disposición a enfrentarse a la
opinión mayoritaria en la Duma y a veces incluso a la de
su propio gobierno. A pesar de que nuestro trabajo nunca
alcanzó su máxima realización, puesto que la
Duma siguió negándose a ratificar el START II, se
establecieron las condiciones para que la futura cumbre de la
OTAN, que se celebraría en julio en Madrid, fuera un
éxito y nos hiciera avanzar hacia una Europa
unida.

Cuando volví a casa las reacciones fueron, en
general, favorables, aunque Henry Kissinger y algunos otros
republicanos me criticaron por haber acordado no desplegar tropas
ni misiles nucleares de la OTAN más cerca de Rusia, en el
territorio de los nuevos miembros de la organización. Los
ex comunistas criticaron muy duramente a Yeltsin y le dijeron que
se había rendido a mí en todos los temas
importantes. Zyuganov dijo que Yeltsin había permitido que
«su amigo Bill le diera una buena patada en el
trasero». Sin embargo, era Yeltsin quien acababa de darle
una patada en el trasero a Zyuganov en las elecciones, luchando
por el futuro de Rusia en vez de aferrarse al pasado. Creí
que Yeltsin podría superar las turbulencias.

Cuando Hillary y Chelsea regresaron de África, me
contaron sus aventuras. Africa era importante para Estados
Unidos, y el viaje de Hillary, al igual que su anterior
desplazamiento al sudeste asiático, subrayaba nuestro
compromiso a apoyar a los líderes y a los ciudadanos en
sus esfuerzos para encontrar la paz, la prosperidad y la libertad
y para frenar la marea del SIDA.

El último día del mes, anuncié el
nombramiento de Wes Clark como sucesor del general George
Joulwan; Clark sería comandante en jefe, comandante
estadounidense para Europa y supremo comandante aliado de las
fuerzas de la OTAN en Europa. Yo admiraba a ambos hombres.
Joulwan había apoyado vigorosamente la posición de
la OTAN en Bosnia, y Clark había formado parte del equipo
de negociadores de Dick Holbrooke. Pensé que era la mejor
persona para continuar nuestro firme compromiso de paz en los
Balcanes.

En abril vi al rey Hussein y al primer ministro
Netanyahu en un intento de evitar que el proceso de paz se
viniera abajo. Había vuelto a estallar la violencia tras
la decisión israelí de construir nuevas casas en
Har Homa, un asentamiento israelí en las afueras de
Jerusalén Oriental. Cada vez que Netanyahu daba
algún paso adelante, como el acuerdo de Hebrón, su
coalición gubernamental le forzaba a hacer algo que
volvía a distanciarle de los palestinos. Durante ese mismo
período, un soldado jordano se había vuelto loco y
había matado a varios niños israelíes. El
rey Hussein fue inmediatamente a Israel y ofreció sus
disculpas. Eso logró rebajar la tensión entre
Israel y Jordania, pero Arafat tuvo que conformarse con la
continua exigencia de Estados Unidos e Israel de que evitara
actos terroristas a la vez que tenía que convivir con el
proyecto de Har Homa, que en su opinión contradecía
el compromiso israelí de no modificar sobre el terreno las
zonas que debían resolverse en las
negociaciones.

Cuando el rey Hussein vino a verme, estaba preocupado
porque el proceso de paz progresivo que acordamos con Rabin no
funcionaría, debido a las limitaciones políticas a
las que Netanyahu se enfrentaba. El dirigente israelí
también estaba preocupado por lo mismo; había
expresado interés en tratar de acelerar el proceso y
definir rápidamente las difíciles cuestiones del
estado final. Hussein creía que, si era posible,
debíamos intentarlo. Cuando Netanyahu vino a la Casa
Blanca unos días después, le dije que
apoyaría ese enfoque pero que para obtener el acuerdo de
Arafat tendría que encontrar la forma de cumplir los
puntos intermedios prometidos a los palestinos, incluida la
apertura del aeropuerto de Gaza, el paso seguro entre Gaza y las
zonas palestinas de Cisjordania y ayuda
económica.

Pasé la mayor parte del mes esforzándome
para convencer al Senado de que ratificara la Convención
de Armas Químicas. También convoqué una
reunión con los miembros del Congreso, y acordé con
Jesse Helms integrar la Agencia de Control y Desarme, y la
Agencia de Información de Estados Unidos en el
Departamento de Estado a cambio de que permitiera el voto sobre
el CAQ, a la que se oponía. Celebré un acto en el
Jardín Sur con distinguidos republicanos o militares
partidarios del tratado, incluido Colin Powell y James Baker,
para contrarrestar la oposición de los republicanos
conservadores como Helms, Caspar Weinberger y Donald
Rumsfeld.

Me sorprendió la oposición de los
conservadores, puesto que todos nuestros jefes militares apoyaban
firmemente la CAQ; su postura reflejaba el profundo escepticismo
de la derecha sobre la cooperación internacional y en
general su deseo de mantener la máxima libertad de
acción ahora que Estados Unidos era la única
superpotencia del mundo. Hacia finales de mes llegué a un
acuerdo con el senador Lott para añadir ciertas frases que
él creía que reforzaban el tratado. Finalmente, con
el apoyo de Lott, se ratificó el tratado por 74 votos a
26. Curiosamente, vi la votación del senado por
televisión junto al primer ministro japonés,
Ryutaro Hashimoto, que había llegado a la ciudad para
reunirse conmigo al día siguiente. Pensé que le
gustaría ver la ratificación después del
ataque con gas sarín que había sufrido
Japón.

En el frente interior, nombré a Sandy Thurman,
una de las principales personalidades que se habían
dedicado al SIDA en Estados Unidos, para que dirigiera la Oficina
Nacional de Política sobre el SIDA. Desde 1993, nuestras
inversiones totales para combatir el VIH y el SIDA habían
aumentado en un 60 por ciento, habíamos aprobado ocho
nuevos medicamentos contra el SIDA y diecinueve más para
afecciones relacionadas con esta enfermedad, y la tasa de
mortalidad estaba bajando en nuestro país. Sin embargo,
todavía estábamos muy lejos de tener una vacuna o
una cura y el problema había estallado en Africa, donde no
estábamos haciendo lo suficiente. Thurman era brillante,
enérgica y tenía un carácter muy fuerte;
sabía que nos mantendría a todos alerta.

El último día de abril, Hillary y yo
hicimos pública la decisión de Chelsea de asistir a
Stanford en otoño. Siguiendo su habitual forma de ser
metódica, había visitado también Harvard,
Yale, Princeton, Brown y Wellesley, incluso había ido a
algunas de ellas dos veces para hacerse más a la idea de
cómo era la vida académica y social de cada
institución. Dado que tenía unas notas excelentes y
había sacado una magnífica puntuación en los
exámenes, la aceptaban en todas; sin embargo, Hillary
hubiera deseado que se hubiera quedado más cerca de casa.
Yo siempre sospeché que Chelsea se iría lejos de
Washington. Solo quería que fuera a una escuela donde
pudiera aprender, hacer amigos y pasárselo bien. Pero su
madre y yo íbamos a echarla mucho de menos. Tenerla en
casa durante los primeros cuatro años en la Casa Blanca,
ir a sus fiestas de la escuela y a sus actuaciones de ballet y
llegar a conocer a sus amigos y a sus padres había sido un
placer que nos había recordado constantemente que, sin
importar qué estuviera sucediendo, nuestra hija era una
bendición.

El crecimiento económico en el primer trimestre
de 1997 fue del 5,6 por ciento, lo que redujo la
estimación del déficit a setenta y cinco mil
millones, más o menos un cuarto de la cifra que
había cuando yo llegué al cargo. El 2 de mayo
anuncié, por fin, que había llegado a un acuerdo
para tener un presupuesto equilibrado con el portavoz Gingrich,
el senador Lott y los negociadores del congreso de ambos
partidos. El senador Tom Daschle también anunció su
apoyo al acuerdo; Dick Gephardt no lo hizo, pero esperaba que lo
hiciera en cuanto tuviera ocasión de revisarlo. El trato
había sido mucho más sencillo en esta
ocasión porque el crecimiento económico
había reducido el desempleo a menos del 5 por ciento por
primera vez desde 1973, lo que había disparado las
plantillas, los beneficios y los ingresos por
impuestos.

A grandes rasgos, el acuerdo alargaba la vida de
Medicare durante una década y aceptaba las
mamografías y las pruebas de diabetes anuales que yo
quería; ampliaba la cobertura sanitaria a cinco millones
de niños, la mayor ampliación desde que se
aprobó Medicaid en la década de 1960;
contenía el mayor aumento en gastos para la
educación en treinta años; daba más
incentivos a los negocios para contratar a gente que estuviera
recibiendo subsidios de asistencia social; restauraba la
cobertura sanitaria a los inmigrantes legales incapacitados;
financiaba la limpieza de quinientos emplazamientos más de
residuos tóxicos y aportaba rebajas fiscales cercanas a la
cantidad que yo había recomendado.

Llegamos a un acuerdo con los republicanos, cediendo
unos y otros, sobre los ahorros de Medicare; ahora yo
creía que podían conseguirse con cambios adecuados
de política que no dañaran a los ciudadanos de la
tercera edad y, por su parte, los republicanos aceptaron un
recorte de menos impuestos, el programa de cobertura sanitaria
para los niños y el gran aumento del gasto en
educación. Conseguimos el 95 por ciento de las nuevas
inversiones que yo había recomendado en el discurso del
Estado de la Unión y los republicanos se llevaron
aproximadamente dos tercios de la cifra de recorte de impuestos
que habían propuesto al principio. Los recortes
serían ahora bastante más pequeños que el
recorte de impuestos de Reagan en 1981. Yo me sentía
eufórico porque por fin las interminables horas de
reuniones, que habían comenzado a finales de 1995 bajo la
amenaza del cierre del gobierno, habían producido el
primer presupuesto equilibrado desde 1969, y muy bueno por
cierto. El senador Lott y el portavoz Gingrich habían
trabajado con nosotros de buena fe, y Erskine Bowles, con sus
habilidades como negociador y su sentido común,
había hecho que las cosas funcionaran con ellos y con los
principales negociadores del Congreso en los momentos más
críticos.

Más adelante, ese mismo mes, cuando se
votó el presupuesto en una resolución, el 64 por
ciento de los demócratas de la Cámara se unieron al
88 por ciento de los republicanos para votar a favor. En el
Senado, donde Tom Daschle aprobaba el acuerdo, los
demócratas estuvieron a favor del acuerdo de forma incluso
más amplia que los republicanos, 82 a 74 por
ciento.

Recibí algunas críticas de
demócratas que se oponían al recorte de impuestos o
simplemente al hecho de que hubiéramos llegado a un
acuerdo con los republicanos. Sostenían que si no
hubiéramos hecho nada, el presupuesto se hubiera
equilibrado de todas formas al año siguiente o al otro,
gracias al plan de 1993 por el que solo habían votado los
demócratas; ahora íbamos a dejar que los
republicanos compartieran parte del mérito. Tenían
razón, pero también habíamos logrado el
mayor aumento en ayudas para la educación superior de los
últimos cincuenta años, cobertura sanitaria para
cinco millones de niños y recortes de impuestos para la
clase media, tal como yo quería.

El día cinco, partí para un viaje que me
llevaría por México, Centroamérica y el
Caribe. Poco más de una década atrás,
nuestros vecinos habían padecido guerras civiles, golpes
de estado, dictadores, economías cerradas y una pobreza
endémica. Ahora todas las naciones del hemisferio excepto
una eran democracias, y la región como un todo era nuestro
mayor socio comercial. Exportábamos el doble al resto de
América que a Europa, y casi un 50 por ciento más
que a Asia. Aun así, todavía había mucha
pobreza en la región y teníamos graves problemas
con las drogas y con la inmigración ilegal.

Me llevé a cierto número de miembros del
gabinete y a una delegación del Congreso a México,
donde anunciamos nuevos acuerdos destinados a reducir la
inmigración ilegal y el paso de drogas a través del
Río Grande. El presidente Zedillo era un hombre capaz y
honrado que tenía a un buen equipo tras él, y yo
estaba seguro de que haría todo lo posible para solucionar
esos problemas. Aunque sabía que podíamos mejorar,
no estaba seguro de que hubiera una solución completamente
satisfactoria para ninguno de los dos problemas. Había una
serie de factores que debíamos tener en cuenta.
México era más pobre que Estados Unidos; la
frontera era muy larga; millones de mexicanos tenían
parientes en nuestro país y muchos inmigrantes ilegales
venían a Estados Unidos buscando trabajo, a menudo empleos
con sueldos bajos que la mayoría de los norteamericanos no
quería. En cuanto a las drogas, nuestra demanda era un
imán para ellas y los cárteles tenían un
montón de dinero con el que sobornar a funcionarios
mexicanos y muchos sicarios con los que intimidar o asesinar a
aquellos que se negaban a cooperar. A algunos policías de
frontera mexicanos les ofrecían cinco veces su salario
anual si miraban hacia otra parte durante un envío de
drogas. Un fiscal honesto en el norte de México
había recibido más de cien disparos justo frente a
su casa. Eran problemas muy difíciles, pero sabía
que la puesta en marcha de nuestros acuerdos tendría un
impacto positivo sobre la situación.

En Costa Rica, un país precioso que no tiene un
ejército permanente y que es quizá la nación
más avanzada en política medioambiental de todo el
mundo, el presidente José María Figueres fue el
anfitrión de los dirigentes centroamericanos en una
reunión que se centró en el comercio y en el medio
ambiente. El TLCAN había perjudicado sin pretenderlo a
América Central y a las naciones del Caribe; las
había colocado en una situación de desventaja
competitiva respecto a México en sus negocios con Estados
Unidos. Yo quería hacer lo que estuviera en mi mano para
rectificar esa desigualdad. Al día siguiente repetí
esta declaración en Bridgetown, Barbados, donde el primer
ministro Owen Arthur fue el anfitrión de la primera
reunión que se celebraba en su territorio entre un
presidente de Estados Unidos y todos los dirigentes de las
naciones del Caribe.

La inmigración también fue uno de los
temas principales de ambas reuniones. Había mucha gente en
Centroamérica y en las naciones del Caribe que estaban
trabajando en Estados Unidos y enviaban dinero a casa para sus
familias, lo que suponía una importante fuente de ingresos
para los países más pequeños. Sus dirigentes
estaban preocupados por la postura contraria a la
inmigración que los republicanos habían adoptado y
querían que les garantizara que no habría
deportaciones en masa. Se lo concedí, pero también
les dije que tendríamos que aplicar nuestras leyes de
inmigración.

A finales de mes volé a París para firmar
el pacto OTAN-Rusia. Yeltsin había mantenido su compromiso
de Helsinki: el rival de la OTAN durante la Guerra Fría
era ahora su socio.

Después de una parada en Holanda para celebrar el
cincuenta aniversario del plan Marshall, volé a Londres
para mi primera reunión oficial con el nuevo primer
ministro británico, Tony Blair. El Partido Laborista
había ganado ampliamente a los Tories en las
recientes elecciones, gracias a la dirección de Blair, al
mensaje más moderno y moderado del laborismo y al natural
desgaste del apoyo a los conservadores tras muchos años en
el poder. Blair era joven, elocuente, tenía
carácter y compartíamos nuestras posiciones
políticas en muchas cuestiones. Yo creía que
tenía lo necesario para ser un buen líder para el
Reino Unido y para toda Europa y me entusiasmaba la posibilidad
de trabajar con él.

Hillary y yo fuimos a comer con Tony y Cherie Blair a un
restaurante en un almacén remodelado de un barrio del
Támesis. Desde el principio fue como si nos
conociéramos desde siempre. La prensa británica
estaba fascinada por lo parecido de nuestras filosofías y
políticas y las preguntas que me hacían parecieron
causar impacto a la prensa norteamericana que viajaba conmigo.
Por primera vez, tenía la impresión de que
comenzaban a creer que había algo más que
retórica en mi enfoque de Nuevo
Demócrata.

El 6 de junio, el día del cumpleaños de mi
madre, pronuncié el discurso de apertura de la ceremonia
de graduación de Chelsea en Sidwell Friends. Teddy
Roosevelt había hablado a los estudiantes de Sidwell casi
un siglo atrás, pero yo estaba allí por un motivo
distinto, no como presidente, sino como padre. Cuando le
pregunté a Chelsea qué quería que dijera, me
contestó: «Papá, quiero que seas muy sabio y
muy breve. —Y luego añadió—. Las chicas
quieren que seas sabio, los chicos solo quieren que seas
gracioso.» Yo quería que mi discurso fuera mi regalo
para ella y estuve despierto hasta las tres de la mañana
la noche anterior escribiéndolo y rescribiéndolo
una y otra vez.

Dije a Chelsea y a sus compañeros de
promoción que ese día «el orgullo y la
alegría de sus padres se veían templados por la
separación que se aproximaba… nos acordamos de su primer
día en la escuela y de todos los triunfos y trabajos desde
entonces hasta hoy. A pesar de que les hemos educado para que
llegaran a este momento y de que estamos muy orgullosos de
ustedes, una parte de nosotros desea abrazarles una vez
más como hacíamos cuando casi no podían
caminar, leerles una vez más Good-night Moon o Curious
George o The Little Engine That Could
». También
les dije que les esperaba un mundo apasionante y que
tendrían oportunidades prácticamente ilimitadas en
él, y les recordé la máxima de Eleanor
Roosevelt de que nadie puede hacerte sentir inferior si tú
no lo permites: «No lo permitan».

Cuando Chelsea se acercó a recoger su diploma, la
abracé y le dije que la quería. Después de
la ceremonia, muchos padres me agradecieron que hubiera dicho lo
que ellos también pensaban y sentían; luego,
volvimos a la Casa Blanca para una fiesta de graduación. A
Chelsea le emocionó ver a toda la plantilla de la
residencia reunida para felicitarla. Había recorrido un
camino muy largo desde que era aquella jovencita con aparatos
dentales que habíamos traído a la Casa Blanca
hacía cuatro años y medio, y eso que el camino
acababa de comenzar.

Al poco tiempo de la graduación de Chelsea
acepté la recomendación de la Comisión
Nacional Asesora de Bioética de que la clonación
humana era «moralmente inaceptable» y propuse que el
Congreso la prohibiera. Se había convertido en un tema
controvertido desde la clonación de la oveja Dolly en
Escocia. La clonación se venía usando desde
hacía algún tiempo para aumentar la
producción agrícola y para conseguir avances
biomédicos en el tratamiento del cáncer, la
diabetes y otras enfermedades. Podía ser muy beneficiosa
para producir nueva piel, cartílagos y tejidos
óseos para las víctimas de quemaduras o de
accidentes, y tejido nervioso para tratar las lesiones de la
médula espinal. No quería interferir con todo esto,
pero creía que debíamos trazar una línea muy
clara en la clonación humana. Justo un mes antes me
había disculpado por los despiadados y racistas
experimentos de sífilis que se llevaron a cabo sobre
hombres negros décadas atrás por parte del gobierno
federal en Tuskegee, Alabama.

A mediados de junio fui a la Universidad de California,
en San Diego, para hablar sobre la continua lucha de Estados
Unidos por eliminar la discriminación racial y sacar el
máximo provecho de nuestra creciente diversidad. En
Estados Unidos todavía había discriminación,
hipocresía, crímenes de odio y grandes diferencias
en salarios, educación y cobertura sanitaria.
Nombré una comisión de siete miembros presidida por
el distinguido académico John Hope Franklin para que
explicara a Estados Unidos el estado de las relaciones entre
razas en nuestro país y para que hiciera recomendaciones
que nos ayudaran a construir «Una sola
Norteamérica» para el siglo XXI. Yo
coordinaría sus esfuerzos a través de una nueva
oficina en la Casa Blanca, que dirigiría Ben
Johnson.

A finales de junio, Denver fue la ciudad anfitriona de
la reunión anual del G-7. Le había prometido al
presidente Yeltsin que se incluiría a Rusia, pero los
ministros de economía se opusieron a ello debido a su
debilidad económica. Puesto que Rusia dependía del
apoyo financiero de la comunidad internacional, estos ministros
creían que no debería estar en el proceso de
decisiones del G-7. Yo podía comprender que los ministros
de economía consideraran mejor reunirse y tomar decisiones
sin Rusia, pero el G-7 era también una organización
política; estar en ella simbolizaría la importancia
de Rusia en el futuro y fortalecería la imagen de Yeltsin
en su país. Ya habíamos llamado a esta
reunión la Cumbre de los Ocho. Al final, votamos que Rusia
fuera un miembro de pleno derecho del nuevo G-8, pero permitimos
a los ministros de economía de las otras siete naciones
que continuaran reuniéndose para tratar de los temas que
les concernían. Ahora, tanto Yeltsin como yo
habíamos cumplido nuestra parte de los acuerdos de
Helsinki.

Más o menos en esos momentos, Mir Aimal Kansi, a
quien se creía responsable del asesinato de dos empleados
de la CIA y del de otros tres hombres en su cuartel general, en
1993, volvió a Estados Unidos desde Pakistán para
ser juzgado, después de unos esfuerzos extraordinarios
para garantizar su extradición por parte del FBI, la CIA,
y los departamentos de Estado, Justicia y Defensa. Era una prueba
sólida de nuestra determinación de perseguir a los
terroristas y llevarlos ante la justicia.

Una semana más tarde, después de un
acalorado debate, la Cámara de Representantes votó
continuar las relaciones comerciales con China con normalidad. A
pesar de que la moción se aprobó por ochenta y seis
votos, despertó una oposición enérgica entre
los conservadores y liberales que no aprobaban las
políticas comerciales y de derechos humanos de China. Yo
también estaba a favor de una mayor libertad
política en China y había invitado recientemente al
Dalai Lama y a Martin Lee, un activista pro derechos humanos de
Hong Kong, a la Casa Blanca, para explicitar así mi apoyo
a la integridad religiosa y cultural del Tíbet y al
mantenimiento de la democracia en Hong Kong ahora que el Reino
Unido la había devuelto a China. Yo creía que las
relaciones comerciales podían mejorarse solamente a
través de negociaciones que condujeran a que China entrara
en la Organización Mundial de Comercio. Mientras tanto
necesitábamos seguir implicándonos en China, no
aislarla. Es interesante apuntar que Martin Lee estaba de acuerdo
conmigo y también era partidario de que prosiguieran las
relaciones comerciales.

Poco después regresé a casa, a Hope, para
el funeral de Oren Grisham, mi tío Buddy, que había
fallecido a los noventa y dos años y que había
desempeñado un papel importantísimo en mi vida.
Cuando llegué a la funeraria, su familia y yo
inmediatamente comenzamos a intercambiar historias graciosas
sobre él. Como dijo uno de mis parientes, era la sal de la
vida. Según Wordsworth, la mejor parte de la vida de un
hombre son sus pequeños actos de bondad y amor de los que
no se acuerda. Buddy me había regalado muchos de ellos
cuando yo era un niño sin padre. En diciembre, Hillary me
regaló un precioso perro labrador de color chocolate para
que me hiciera compañía ahora que Chelsea se
había marchado. Era un perro amable, lleno de vida e
inteligente. Le llamé Buddy.

A principios de julio, Hillary, Chelsea y yo,
después de un par de días relajados con el rey Juan
Carlos y la reina Sofía en la isla de Mallorca, fuimos a
Madrid para la cumbre de la OTAN. Tuve una discusión muy
fructífera con el presidente José María
Aznar, que acababa de decidir integrar por completo a
España en la estructura de mando de la OTAN. Luego la OTAN
votó admitir a Polonia, a Hungría y a la
República Checa, y dejamos claro a las dos docenas de
otras naciones que se habían unido a la Asociación
para la Paz que la puerta de la OTAN seguía abierta a
nuevos miembros. Yo había presionado para que la OTAN se
expandiera y creía que este paso histórico
contribuiría tanto a unificar Europa como a mantener la
alianza transatlántica.

Al día siguiente firmamos un acuerdo de
asociación con Ucrania y partí para visitar
Polonia, Rumania y Dinamarca y dar todavía más
significado a la expansión de la OTAN. En Varsovia,
Bucarest y Copenhague me recibieron multitudes entusiastas. En
Polonia estaban celebrando su ingreso en la OTAN. En Bucarest,
unas cien mil personas gritaban «¡U.S.A.,
U.S.A.!» para expresar su apoyo a la democracia y su deseo
de entrar en la OTAN cuanto antes mejor. En Copenhague, en un
día brillante y soleado, el tamaño y entusiasmo de
la multitud reflejaba la fuerza de nuestra alianza y el hecho de
que apreciaban que yo era el primer presidente norteamericano en
ejercicio que visitaba Dinamarca.

Hacia mediados de mes ya había vuelto a la Casa
Blanca. Propuse aprobar una ley que prohibiera la
discriminación por motivos genéticos. Los
científicos estaban descubriendo muy rápidamente
los misterios del genoma humano, y sus descubrimientos
podrían salvar millones de vidas y revolucionar la
atención médica. Pero los exámenes
genéticos también revelarían la
propensión de un individuo a desarrollar algunas
enfermedades, como el cáncer de pecho o el Parkinson. No
podíamos permitir que los exámenes genéticos
se convirtieran en un motivo por el que se negara la cobertura
médica o el acceso a un trabajo, y no queríamos que
la gente rechazara someterse a ellos por miedo de que los
resultados se pudieran usar contra ellos en lugar de contribuir a
prolongar sus vidas.

Más o menos al mismo tiempo, el IRA
restableció el alto el fuego que había roto en
febrero de 1996. Yo me había esforzado por conseguirlo y,
esta vez, iba a fructificar y a permitir a los irlandeses
encontrar un camino a través de la espesura del dolor y
del recelo para conseguir un futuro común.

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