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Análisis del libro "MI vida (parte II)" de Williams Bill Clinton (página 14)



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A medida que julio iba llegando a su fin, todavía
no habíamos logrado un acuerdo en los detalles
presupuestarios que fuera coherente con el acuerdo más
general que previamente habíamos cerrado con los
republicanos. Seguíamos enfrentados por la forma y el
alcance de las rebajas fiscales y sobre cómo debían
emplearse los nuevos fondos. Mientras nuestro equipo
seguía negociando con el Congreso, me dediqué al
resto de mi trabajo; yo afirmaba que, contrariamente a la
opinión dominante en el Congreso, el calentamiento global
era una realidad y que teníamos que recortar nuestras
emisiones de gases que contribuían al efecto invernadero,
por lo que celebré un encuentro con Al Gore y otros
funcionarios federales y estatales en Incline Village, Nevada,
sobre el estado del lago Tahoe.

Tahoe era uno de los lagos más profundos, puros y
limpios del mundo, pero se estaba degradando por culpa del
desarrollo, la contaminación ambiental que generaba el
tráfico y la que provocaba directamente el combustible que
arrojaban al agua motores de barco y de motos acuáticas.
En California y Nevada había un amplio apoyo de ambos
partidos para regenerar el lago, y Al y yo estábamos
decididos a hacer todo lo posible para ayudar.

A finales de mes, después de que yo hablara ante
la Asociación Nacional de Gobernadores, que se
reunió en Las Vegas, el gobernador Bob Miller me
llevó a mí y a algunos de mis antiguos colegas a
jugar a golf con Michael Jordan. Yo había vuelto a jugar
apenas hacía dos semanas y todavía llevaba una
protección flexible en la pierna. Creía que ya no
la necesitaba, así que me la quité para el partido
de golf.

Jordan era un gran golfista; tenía un golpe largo
muy potente, aunque a veces algo errático, y un gran juego
corto. Comprendí un poco mejor por qué había
ganado tantos campeonatos de la NBA cuando nuestro grupo
jugó un hoyo corto de par cinco. Los cinco tuvimos una
gran ocasión para hacer un birdie con cuatro
golpes. Jordan se quedó mirando el largo putt de
casi catorce metros que le quedaba, cuesta abajo, y dijo:
«Bien, supongo que tengo que lograrlo con este golpe para
ganar este hoyo». Podía ver por su mirada que
realmente esperaba convertir aquel putt tan complicado.
Lo hizo, y ganó el hoyo.

Jordan me dijo que jugaría mejor si me
volvía a poner la protección en la pierna.
«Su cuerpo ya no la necesita, pero su mente todavía
no lo sabe.» Una razón por la que no estaba jugando
bien era porque estaba constantemente al teléfono hablando
con la Casa Blanca para que me pusieran al día en las
negociaciones presupuestarias conforme hacíamos ofertas y
cerrábamos compromisos de última hora en un
esfuerzo por alcanzar un acuerdo.

Cuando llevábamos un poco más de la mitad
del partido, me llamó Rahm Emanuel y me dijo que
habíamos conseguido un trato. Luego me llamó
Erskine para confirmarlo y me dijo que era muy bueno.
Habíamos conseguido todo el dinero que queríamos
para la educación y la sanidad, el recorte de impuestos
era aproximadamente un 10 por ciento de la de Reagan en 1981, los
recortes de Medicare eran asumibles, habíamos conseguido
incluir la bajada de impuestos para la clase media, el tipo
impositivo de los beneficios sobre el capital se reduciría
del 28 al 20 por ciento y todo el mundo se había mostrado
de acuerdo en que el presupuesto estaría equilibrado en
2002, o incluso antes si la economía seguía
creciendo. Erskine y todo nuestro equipo, especialmente mi asesor
legislativo John Hilley, habían hecho un trabajo
magnífico. Estaba tan contento que hice el par del campo
en los siguientes tres hoyos, con mi protección de la
pierna puesta otra vez.

Al día siguiente lo celebramos a lo grande en el
Jardín Sur con todos los miembros del Congreso y de la
administración que habían trabajado en el
presupuesto. La atmósfera era eufórica y los
discursos fueron cálidos, generosos y no partidistas,
aunque yo me esforcé al máximo para dar las gracias
a los demócratas, y especialmente a Ted Kennedy, Jay
Rockefeller y Hillary, por el plan de cobertura sanitaria para
los niños. Puesto que el déficit ya se había
reducido en más de un 80 por ciento desde su máximo
de doscientos noventa mil millones en 1993, el acuerdo era
básicamente un presupuesto progresista, con la
reducción de impuestos a la clase media que yo
defendía y el recorte del impuesto sobre los beneficios
del capital que querían los republicanos. Además de
la salud, la educación y los recortes de impuestos,
subía el impuesto a los cigarrillos en quince centavos el
paquete para financiar la cobertura sanitaria infantil,
devolvía doce mil millones para subsidios por incapacidad
y salud a los inmigrantes legales, doblaba el número de
zonas de desarrollo y nos daba el dinero necesario para seguir
limpiando el medio ambiente.

Con toda la alegría y luz que hubo en la Casa
Blanca ese día, era difícil recordar que
habíamos estado peleándonos a muerte durante
más de dos años. No sabía cuánto iban
a durar las buenas intenciones pero había trabajado duro
para que las conversaciones tuvieran un tono más
civilizado durante las estresantes negociaciones. Unas semanas
más tarde, Trent Lott, que estaba picado por haber perdido
una batalla legislativa menor con la Casa Blanca, me había
llamado «mocoso malcriado» en uno de los programas de
tertulias políticas del domingo por la mañana. Poco
después de los comentarios de Lott le llamé y le
dije que sabía lo que había pasado y que no
volviera a pensar en ello. Después de una semana muy dura
se había levantado el domingo por la mañana
sintiéndose mal y deseando no haberse comprometido a hacer
una entrevista por televisión. Estaba cansado e irritable
y cuando el entrevistador le provocó hablándole de
mí, picó el anzuelo. Lott rió y dijo:
«Eso es exactamente lo que pasó», y con eso se
acabó el problema entre nosotros.

La mayoría de la gente que está bajo mucha
presión dice de vez en cuando cosas que desearía no
haber dicho. Yo mismo, ciertamente, lo he hecho. Habitualmente ni
siquiera leía lo que los republicanos decían sobre
mí y si me llegaba algún comentario especialmente
duro trataba de no hacer caso. La gente contrata a los
presidentes para que actúen en su nombre; preocuparse por
desaires personales puede llegar a interferir en ese trabajo.
Estoy contento de haber llamado a Trent Lott y desearía
haber hecho más llamadas de ese tipo en situaciones
similares.

No sentía la misma indiferencia hacia los
constantes esfuerzos de Ken Starr para coaccionar a la gente para
que hicieran acusaciones falsas contra Hillary y contra
mí, y perseguir a todos los que se negaban a mentir por
él. En abril, Jim McDougal, que había cambiado su
declaración para satisfacer a Starr y a su adjunto en
Arkansas, Hick Ewing, acabó yendo a la cárcel con
una recomendación de Starr de que le redujeran la condena.
Starr había hecho lo mismo por David Hale.

Los mimos que Starr dispensó a McDougal y Hale
contrastaban radicalmente con la forma en la que trató a
Susan McDougal, que todavía estaba en prisión por
desacato al haberse negado a responder a las preguntas de Starr
ante el gran jurado. Después de un breve período en
la prisión del condado en Arkansas, a la que la llevaron
esposada, con grilletes y con una cadena en la cintura,
trasladaron a Susan a una prisión federal, donde se la
mantuvo apartada de las demás presas en una unidad
médica durante unos cuantos meses. Entonces la trasladaron
a la prisión de Los Ángeles para que respondiera
por los cargos de estafa a un antiguo empleador. Cuando se
descubrieron nuevas pruebas que demostraban que las acusaciones
eran ridículas, la declararon inocente. Mientras tanto, la
obligaron a pasar veintitrés horas al día en un
bloque de celdas sin ventanas que habitualmente se reserva a los
asesinos que cumplen condena. También la obligaron a
llevar un vestido rojo, que habitualmente solo llevan los
asesinos y los pedófilos. Después de eso, la
pusieron en una celda de plexiglás en medio de una zona de
seguridad especial; no podía hablar con otras reclusas ni
ver la televisión. No oía ningún ruido de
fuera de la celda. En el autobús que la llevaba a sus
comparecencias en el juzgado la ponían en una celda
separada que se reservaba a los delincuentes peligrosos. Su
confinamiento a lo Hannibal Lecter terminó el 30 de julio,
cuando la Unión de Libertades Civiles Americanas puso una
demanda en la que acusaba a Starr de retener a McDougal en
condiciones «inhumanas» para coaccionarla a
testificar.

Años más tarde, cuando leí el libro
de McDougal, The Woman Who Wouldn't Talk, me
subían escalofríos por la espalda. Podía
haber terminado su sufrimiento en cualquier momento y,
además, haber ganado bastante dinero, simplemente
repitiendo las mentiras que Starr y Hick Ewing querían que
dijera. Nunca sabré cómo pudo resistir y plantarles
cara, pero su imagen encadenada comenzó a traspasar el
escudo que los periodistas de Whitewater habían erigido en
torno a Starr y su gente.

Más tarde, aquella misma primavera, la Corte
Suprema decidió por unanimidad que la demanda de Paula
Jones podía seguir adelante aunque yo estuviera en la Casa
Blanca; rechazaron las alegaciones de mis abogados de que el
trabajo de la presidencia no podía verse interrumpido por
la demanda, pues esta, además, podía dirimirse al
final de mi mandato. Las sentencias anteriores de la Corte
habían establecido que un presidente en ejercicio no puede
ser objeto de un pleito civil si es consecuencia de sus
actividades no oficiales porque su defensa le tomaría
tiempo y le distraería. La Corte dijo que adoptar un
principio de demora en lo relativo a las actividades no oficiales
de un presidente podría perjudicar a la otra parte, de
modo que la demanda de Jones no se retrasaría.
Además, la Corte dijo que defenderme de la demanda no
sería excesivamente pesado ni me llevaría mucho
tiempo. Fue una de las sentencias más políticamente
ingenuas que la Corte Suprema había emitido en mucho
tiempo.

El 25 de junio, el Washington Post informó que
Kenneth Starr estaba investigando rumores de que entre doce y
quince mujeres, incluida Jones, habían mantenido
relaciones conmigo. Starr dijo que no tenía ningún
interés en mi vida sexual, sino que solo quería
interrogar a cualquiera con quien yo pudiera haber hablado sobre
Whitewater. Al final, Starr desplegó a docenas de agentes
del FBI, además de investigadores privados pagados con el
dinero de los contribuyentes, para que investigaran sobre aquel
tema por el que no tenía ningún
interés.

Hacia finales de julio me empezaba a preocupar por el
FBI, por razones mucho más importantes que las
investigaciones sobre sexo que llevaba a cabo para Ken Starr.
Había habido muchos errores bajo la dirección de
Louis Freeh: informes chapuceros del laboratorio forense del FBI
habían amenazado diversos casos penales pendientes; se
había excedido con mucho el presupuesto en dos programas
de ordenadores diseñados para mejorar el Centro Nacional
de Información sobre el Crimen y para aportar
rápidas comprobaciones de huellas dactilares a los
oficiales de policía de todo el país. Hubo la
cuestión de la difusión de archivos del FBI sobre
altos cargos republicanos a la Casa Blanca, así como la
declaración pública y el aparente intento de
inculpación de Richard Jewell, un sospechoso en el caso de
la bomba en los Juegos Olímpicos que fue declarado
inocente. También había en marcha una
investigación criminal sobre la conducta y las actividades
del adjunto a Freeh, Larry Potts, respecto al asalto a Ruby Ridge
en 1992, por el que el FBI había recibido duras
críticas y Potts había recibido una censura antes
de que Freeh le nombrara adjunto.

Freeh había recibido muchas críticas de la
prensa y de los republicanos del Congreso; decían que los
errores del FBI eran la razón por la que se negaban a
aprobar la provisión de fondos de mi legislación
antiterrorista, que hubiera dado a la agencia la
autorización para intervenir el teléfono de los
sospechosos de terrorismo durante sus desplazamientos.

Había un método seguro para que Freeh
satisficiera a los republicanos del Congreso y se sacara a la
prensa de encima: solo tenía que enfrentarse a la Casa
Blanca y, ya fuera por convicción o por necesidad, eso es
exactamente lo que hizo. Cuando el asunto de los archivos se hizo
público, su reacción inicial fue culpar a la Casa
Blanca y negarse a aceptar cualquier responsabilidad del FBI.
Cuando surgió la historia de la financiación de las
campañas, le escribió a Janet Reno un
memorándum, que se filtró a la prensa, en el que la
apremiaba a nombrar un fiscal independiente. Cuando surgieron las
noticias de los posibles intentos del gobierno chino para enviar
contribuciones ilegales a los miembros de Congreso en 1996,
agentes de bajo rango informaron a niveles inferiores de la
cadena de mando del Consejo de Seguridad Nacional y les dijeron
que no se lo contaran a sus superiores. Cuando Madeleine Albright
estaba preparándose para ir a China, el asesor de la Casa
Blanca, Chuck Ruff, un respetado ex fiscal de Estados Unidos y
alto cargo del Departamento de Justicia, pidió al FBI
información sobre los planes de Pekín para
influenciar al gobierno. Esto era claramente algo que el
secretario de Estado necesitaba conocer antes de reunirse con los
chinos, pero Freeh ordenó personalmente que el FBI no nos
enviara la respuesta que tenía preparada, a pesar de que
la habían aprobado el Departamento de Justicia y dos de
los principales ayudantes de Freeh.

No creo que Freeh fuera tan idiota como para creer que
el Partido Demócrata había aceptado contribuciones
ilegales del gobierno chino; simplemente estaba tratando de
evitar las críticas de la prensa y los republicanos,
aunque con ello perjudicara nuestra política exterior.
Recordé aquella llamada que había recibido
—un día antes de nombrar a Freeh- de aquel agente
del FBI jubilado de Arkansas que me rogaba que no lo escogiera, y
me prevenía de que me vendería y me tiraría
al río en cuanto le conviniera.

Fueran cuales fueran los motivos de Freeh, la conducta
del FBI hacia la Casa Blanca fue solo otro ejemplo de la casa de
locos en que se había convertido Washington. Al
país le iba bien y le iría mejor, y
estábamos convirtiendo al mundo entero en un lugar
más próspero y pacífico, pero la constante
búsqueda sin sentido del escándalo continuaba. Unos
meses atrás Tom Oliphant, el reflexivo e independiente
columnista del Boston Globe, resumió bien la
situación:

Las grandilocuentes y jactanciosas fuerzas que dirigen
la Gran Máquina Americana del Escándalo son muy
buenas en tratar con apariencias. El alimento vital de la
máquina son las apariciones, que generan preguntas y
provocan más apariciones, que a su vez generan un
frenesí de superioridad moral que exige investigaciones
exhaustivas por parte de inquisidores superescrupulosos que deben
a toda costa ser independientes. El frenesí, por supuesto,
solo pueden resistirlo los cómplices y los
culpables.

Agosto comenzó con buenas y malas noticias. El
paro había bajado hasta el 4,8 por ciento, la cifra
más baja desde 1973, y la confianza en el futuro
seguía siendo muy grande una vez conseguido el acuerdo
bipartito por el presupuesto. Por otra parte, la
cooperación no se extendía al proceso de
nombramientos: Jesse Helms estaba reteniendo mi nominación
del gobernador republicano de Massachusetts, Bill Weld, para que
fuera embajador en México, porque consideraba que este le
había insultado, y Janet Reno dijo a la Asociación
de los Colegios de Abogados de Estados Unidos que había
101 vacantes para puestos de juez federal porque el Senado solo
había confirmado a nueve de mis designados en 1997,
ninguno de ellos para el Tribunal de Apelación.

Después de dos años sin hacerlo, nos
fuimos de nuevo en familia a Martha's Vineyard para nuestras
vacaciones de agosto. Nos quedamos en casa de nuestro amigo Dick
Friedman, cerca de Oyster Pond. Celebré mi
cumpleaños yendo a correr con Chelsea y convencí a
Hillary de que jugara su partido de golf anual conmigo en el
campo público de Mink Meadows. Nunca le había
gustado el golf, pero una vez al año me seguía la
corriente y paseaba alrededor de unos cuantos hoyos.
También jugué mucho al golf con Vernon Jordan en el
maravilloso campo de Farm Neck. A él le gustaba mucho
más que a Hillary.

El mes acabó como había comenzado, con
buenas y malas noticias. El día veintinueve, Tony Blair
invitó al Sinn Fein a unirse a las conversaciones de paz
para Irlanda del Norte, con lo que daba al partido un trato
formal por primera vez. El treinta y uno, la princesa Diana
murió en un accidente de tráfico en París.
Menos de una semana después murió la madre Teresa.
Hillary se entristeció mucho por estas muertes. Las
había conocido a ambas y las apreciaba mucho;
representó a Estados Unidos en ambos funerales.
Voló primero a Londres y luego a Calcuta unos días
después.

Durante agosto, tuve que anunciar una gran
decepción: Estados Unidos no podría firmar el
tratado que prohibía las minas terrestres. Las
circunstancias que habían llevado a nuestra
exclusión eran casi estrambóticas. Estados Unidos
se había gastado ciento cincuenta y tres millones de
dólares eliminando minas en todo el mundo desde 1993.
Recientemente habíamos perdido un avión y a sus
nueve tripulantes y pasajeros después de llevar un equipo
de desactivación de minas al suroeste de Africa.
Habíamos entrenado a más de una cuarta parte de
todos los expertos del mundo en desactivación de minas,
habíamos destruido más de un millón y medio
de nuestras propias minas y teníamos la previsión
de destruir otro millón y medio antes de 1999. No
había ninguna otra nación del mundo que hubiera
hecho más que nosotros para librar al mundo de las
peligrosas minas terrestres.

Hacia el final de las negociaciones del tratado,
había pedido dos enmiendas: una excepción para el
campo de minas muy señalizado y sancionado por Naciones
Unidas que se extendía a lo largo de la frontera coreana y
que protegía a la gente de Corea del Sur y a nuestras
tropas allí; y una nueva redacción de la
cláusula que aprobaba los misiles antitanque fabricados en
Europa pero no los nuestros. Los nuestros eran igual de seguros y
funcionaban mejor para proteger a nuestras tropas. Ambas
enmiendas se rechazaron, en parte porque la Conferencia contra
las Minas estaba decidida a aprobar el tratado más duro
posible tras la reciente muerte de su principal defensora
pública, la princesa Diana, y en parte porque algunas
personas en la conferencia simplemente querían avergonzar
a Estados Unidos u obligarnos a firmar el tratado tal y como
estaba. Me molestaba no formar parte del tratado internacional
porque perjudicaba nuestra capacidad de influencia para detener
la fabricación y el uso de más minas terrestres,
alguna de las cuales podían comprarse por una cantidad
irrisoria, tres dólares la unidad, pero no podía
arriesgar la seguridad de nuestras tropas ni la de la gente de
Corea del Sur.

El 18 de septiembre, Hillary y yo llevamos a Chelsea a
Stanford. Queríamos que su nueva vida allí fuera
tan normal como fuera posible; habíamos trabajado con el
Servicio Secreto para asegurarnos de que le asignarían
agentes jóvenes que se vestirían con ropa informal
y que tratarían de pasar desapercibidos. Stanford
había aceptado prohibir el acceso de los medios de
comunicación al campus. Disfrutamos de las ceremonias de
bienvenida y de las visitas con los demás padres,
después de lo cual llevamos a Chelsea a su dormitorio y la
ayudamos a instalarse. Chelsea estaba contenta y entusiasmada;
Hillary y yo un poco tristes y preocupados. Hillary trató
de sobreponerse dedicándose a ayudar a Chelsea a ordenar
sus cosas, incluso a forrar los cajones con papel adhesivo. Yo le
había subido el equipaje por la escalera hasta la
habitación y luego arreglé su litera.
Después de eso, me quedé mirando por la ventana,
mientras su madre ponía nerviosa a Chelsea
organizándolo todo. Cuando el portavoz de los estudiantes
en la ceremonia de recepción, Blake Harris, nos
había dicho a los padres que nuestros hijos nos
echarían de menos «al cabo de un mes y durante unos
quince minutos», todos reímos. Yo esperaba que fuera
verdad, pero desde luego nosotros la íbamos a echar de
menos. Cuando llegó la hora de irnos, Hillary ya se
había recuperado y estaba lista. Yo no; yo quería
quedarme también a cenar.

El último día de septiembre asistí
a la ceremonia de jubilación del general John
Shalikashvili y le entregué la Medalla Presidencial de la
Libertad. Había sido un soberbio presidente de la Junta de
Estado Mayor, había apoyado la expansión de la
OTAN, la creación de la Asociación para la Paz y el
despliegue de nuestras tropas en más de cuarenta
operaciones, entre ellas Bosnia, Haití, Irak, Ruanda y el
estrecho de Taiwan. Yo había disfrutado mucho trabajando
con él. Era inteligente, iba al grano cuando hablaba y
estaba completamente comprometido con el bienestar de los hombres
y mujeres que vestían uniformes. Nombré al general
Hugh Shelton para que le sustituyera, pues me había
impresionado la forma en que había llevado la
operación de Haití.

La primera parte del otoño la dedicamos en su
mayor parte a asuntos de política exterior, pues
realicé mi primer viaje a Sudamérica. Fui a
Venezuela, Brasil y Argentina para expresar que América
Latina era importante para el futuro de Estados Unidos y para
seguir impulsando la idea de una zona de libre comercio que
abarcara toda América. Venezuela era nuestro principal
proveedor de combustible y siempre había puesto más
petróleo que los demás a disposición de
Estados Unidos cuando lo habíamos necesitado, desde la
Segunda Guerra Mundial hasta la guerra del Golfo. Mi visita fue
breve y no tuvo complicaciones; el momento culminante fue un
discurso a la gente de Caracas ante la tumba de Simón
Bolívar.

Con Brasil la situación era distinta.
Había habido muchas tensiones entre nuestros
países. Muchos brasileños estaban resentidos con
Estados Unidos desde hacía tiempo. Brasil encabezaba el
bloque comercial del Mercosur, que también incluía
a Argentina, Paraguay y Uruguay, y que tenía un volumen de
comercio mayor con Europa que con Estados Unidos. Por otra parte,
el presidente de Brasil, Fernando Henrique Cardoso, era un
dirigente eficaz y moderno que quería mantener una buena
relación con Estados Unidos y que entendía que una
asociación más intensa con nosotros le
ayudaría a modernizar la economía de su
país, a reducir su pobreza crónica y a aumentar su
influencia en el mundo.

A mí me fascinaba Brasil desde que el gran
saxofonista de jazz Stan Getz popularizó su música
en Estados Unidos en la década de los sesenta, y desde
entonces siempre había querido conocer sus ciudades y sus
bellos paisajes. Me gustaba Cardoso, y le respetaba. El ya
había ido a Washington en visita de Estado, y pensé
que era uno de los dirigentes más impresionantes que
había conocido. Quería que afirmáramos
nuestra mutua dedicación a conseguir una
cooperación económica más estrecha y nuestro
apoyo a sus políticas, especialmente a aquellas que
trataban sobre la conservación de la enorme jungla
tropical de Brasil, que estaba seriamente en peligro por el
exceso de tala, y a aquellas dedicadas a mejorar la
educación. Cardoso había iniciado un curioso
programa que se llamaba bolsa escola y que pagaba
mensualmente una cantidad de dinero a los brasileños
pobres si sus hijos iban a la escuela al menos el 85 por ciento
del tiempo.

Hubo un momento interesante en nuestra rueda de prensa,
en la que, además de algunas preguntas sobre las
relaciones entre Brasil y Estados Unidos y sobre el cambio
climático, hubo cuatro de la prensa norteamericana sobre
la polémica que tenía lugar en Estados Unidos sobre
la financiación de la campaña de 1996. Un
periodista me preguntó si me sentía avergonzado
porque me hicieran ese tipo de preguntas en un viaje al
extranjero. Le contesté: «Esa es una decisión
que deben tomar ustedes. Deben decidir qué preguntas
quieren hacer. No puedo sentirme avergonzado por la manera en que
ustedes deciden hacer su trabajo».

Antes de una visita a una escuela de un barrio pobre de
Río de Janeiro con Pelé, el legendario jugador de
fútbol, Hillary y yo fuimos a Brasilia para una cena de
Estado en la residencia presidencial, donde Fernando Henrique y
Ruth Cardoso nos agasajaron con la música brasileña
que a mí me había gustado durante más de
treinta años y que interpretó un grupo de
percusión femenino que tocaba ritmos sincopados en una
serie de platillos que tenían atados al cuerpo y una
fabulosa cantante de Bahía, Virginia Rodrigues.

El presidente de Argentina, Carlos Menem, había
sido un sólido aliado de Estados Unidos, nos había
apoyado en la guerra del Golfo y en Haití y había
adoptado una decidida política económica a favor
del libre mercado. Celebró una barbacoa en la sede de la
Sociedad Rural de Argentina en Buenos Aires, que incluyó
clases de tango para Hillary y para mí y una
demostración de la habilidad de los argentinos montando a
caballo: un hombre dio la vuelta a la pista puesto en pie sobre
dos sementales.

El presidente Menem también nos llevó a
Bariloche, un bello centro turístico en la Patagonia, para
discutir sobre el calentamiento global y la que yo esperaba que
sería nuestra respuesta común al problema. La
conferencia internacional sobre el cambio climático se iba
a celebrar en diciembre en Kyoto, Japón. Yo estaba
completamente a favor de establecer objetivos agresivos para la
reducción de las emisiones de gases que creaban el efecto
invernadero tanto para las naciones desarrolladas como para
aquellas en vías de desarrollo, pero quería
conseguir el objetivo no a través de reglamentos y tasas
sino a través de incentivos que promovieran el ahorro de
energía y el uso de las fuentes de energía
ecológicas. Bariloche era el lugar perfecto para subrayar
la importancia del medio ambiente. Justo al otro lado del
frío y transparente lago del hotel Llao Llao, en el que
nos alojábamos, Hillary y yo paseamos por el mágico
bosque de Arrayanes, con sus mirtos sin corteza. Los
árboles estaban manchados de naranja por el ácido
tánico y estaban fríos al tacto. Sobrevivían
gracias al buen estado de la tierra, al agua limpia, al aire
limpio y al clima moderado. Si se tomaban las medidas adecuadas
contra el cambio climático podríamos preservar
aquellos árboles frágiles y únicos y la
estabilidad de la mayor parte del resto del planeta.

El 26 de octubre, de vuelta en Washington, Capricia
Marshall, Kelly Craighead y el resto del equipo de Hillary
montaron una gran celebración para su cincuenta
cumpleaños bajo una carpa en el Jardín Sur. Chelsea
volvió a casa para darle una sorpresa. Había mesas
con comida y música de todas las décadas de su
vida, con gente alrededor de ellas a las que había
conocido en cada uno de esos períodos: de Illinois en los
cincuenta, de Wellesley en los sesenta, de Yale en los setenta y
de Arkansas en los ochenta.

Al día siguiente, Jiang Zemin llegó a
Washington. Esa noche le invité a la residencia para una
reunión informal. Después de casi cinco años
trabajando con él, me impresionaban su habilidad
política, su deseo de integrar a China en la comunidad
mundial y la forma en que el crecimiento económico se
había acelerado bajo su dirección y la del primer
ministro Zhu Rongji, pero todavía me preocupaba que China
siguiera sin reconocer las libertades básicas y que
todavía encarcelara a gente por motivos políticos.
Pedí a Jiang que liberara a algunos disidentes y le dije
que para que Estados Unidos y China pudieran mantener una
relación a largo plazo, tenía que haber lugar para
el desacuerdo justo y honesto.

Cuando Jiang dijo que estaba de acuerdo, comenzamos a
hablar sobre qué cambios y cuánta libertad
podía China asumir sin arriesgarse al caos interno. No
resolvimos nuestras diferencias, pero nos comprendimos mejor el
uno al otro y, después de que Jiang volviera a la Blair
House, me fui a la cama pensando que China se vería
forzada por los imperativos de la sociedad moderna a abrirse
más y que en el nuevo siglo era más probable que
nuestras naciones fueran socias que adversarias.

Al día siguiente, en nuestra rueda de prensa,
Jiang y yo anunciamos que aumentaríamos nuestra
cooperación para detener la proliferación de armas
de destrucción masiva; que trabajaríamos juntos en
el uso pacífico de la energía nuclear y en la lucha
contra el crimen organizado, el tráfico de drogas y el
contrabando de personas; que ampliaríamos los esfuerzos de
Estados Unidos para impulsar el imperio de la ley en China
ayudándoles a formar a jueces y a abogados, y que
cooperaríamos para proteger el medio ambiente.
También me comprometí a hacer lo posible para que
China ingresara en la Organización Mundial del Comercio.
Jiang se hizo eco de mis palabras y dijo a la prensa que
también habíamos acordado reunirnos al más
alto nivel cada cierto tiempo y abrir un «teléfono
rojo» para garantizar que tuviéramos
comunicación directa.

Cuando dimos paso a las preguntas, la prensa hizo las
inevitables respecto a los derechos humanos, la plaza de
Tiananmen y el Tíbet. Jiang pareció un poco
sorprendido, pero mantuvo su buen humor y básicamente
repitió lo que me había dicho a mí sobre
estas cuestiones la noche anterior; añadió que
sabía que estaba visitando una democracia en la que la
gente era libre para manifestar sus opiniones. Yo le
contesté que aunque China estaba en el lado correcto de la
historia en muchos temas, en la cuestión de los derechos
humanos «creemos que la política del gobierno
está en el lado equivocado». Un par de días
después, durante un discurso en Harvard, el presidente
Jiang reconoció que se habían cometido errores en
la forma de gestionar las manifestaciones de la plaza de
Tiananmen. China a veces se movía a un ritmo que a los
occidentales nos parecía irritantemente lento, pero no era
impermeable al cambio.

Octubre trajo nuevos acontecimientos en el frente legal.
Después de que la juez Susan Webber Wright desestimara con
perjuicio (es decir, que no podían volverse a plantear)
dos de los cuatro cargos de la demanda de Paula Jones,
ofrecí un trato extrajudicial para zanjar aquella
cuestión. Yo no quería hacerlo, pues nos iba a
costar más o menos la mitad de lo que Hillary y yo
habíamos ahorrado a lo largo de veinte años, y
porque sabía, sobre la base de la investigación que
había realizado mi equipo legal, que ganaríamos el
caso si jamás llegaba a juicio. Pero no quería
perder en esto ni un día más de los tres
años que me quedaban.

Jones se negó a aceptar el acuerdo a menos que me
disculpara por haberla acosado sexualmente. No podía
hacerlo porque no era cierto. No mucho después sus
abogados pidieron al tribunal que les liberara de sus deberes y
les sustituyó un bufete de Dallas que mantenía
estrechas relaciones y estaba financiado por el Instituto
Rutherford, otra fundación de derecha financiada por mis
adversarios. Ahora ni tan solo trataban de mantener la apariencia
de que Paula Jones seguía siendo la demandante en el caso
que llevaba su nombre.

A principios de aquel mes, la Casa Blanca entregó
videos de cuarenta y cuatro de los tan discutidos cafés al
Departamento de Justicia y al Congreso. Demostraban que yo
había dicho la verdad desde el principio, que los
cafés no eran reuniones para recaudar fondos, sino
conversaciones, a menudo muy interesantes, sobre temas muy
variados que había sostenido con una serie de personas,
algunas de las cuales eran partidarias mías y otras no. Lo
único que pudieron hacer la mayor parte de los periodistas
que me criticaban era quejarse de que no las hubiéramos
hecho públicas antes.

Poco después de ello, Newt Gingrich
anunció que no tenía los votos necesarios para
aprobar la legislación comercial de «vía
rápida» en la Cámara. Yo había
trabajado duro durante meses para aprobar aquella
legislación. En un intento de lograr más votos de
mi partido, me había comprometido con los
demócratas a negociar acuerdos comerciales que incluyeran
cláusulas sobre el trabajo y sobre el medio ambiente y les
dije que había asegurado el pacto con Chile para incluir
tales requisitos en el acuerdo bilateral que estábamos
negociando. Desgraciadamente no pude convencer a demasiados de
ellos, porque la AFLCIO, que estaba todavía molesta por
haber perdido la votación del TLCAN, había hecho de
la legislación de vía rápida una prueba en
la que los demócratas deberían demostrar si estaban
a favor o en contra de los sindicatos. Incluso los que estaban de
acuerdo conmigo sobre el contenido de la legislación no
estaban dispuestos a enfrentarse a una campaña de
reelección sin el apoyo financiero y organizativo de la
AFLCIO. Muchos republicanos conservadores condicionaron su voto a
si yo impondría o no más restricciones a la
política internacional de Estados Unidos sobre la
planificación familiar. Cuando les dije que no lo
haría, perdí también sus votos. El portavoz
también había trabajado para aprobar la propuesta
de ley, pero al final nos faltaban como mínimo seis votos.
Ahora tendría que seguir haciendo acuerdos comerciales
individuales y esperar que el Congreso no los echara abajo con
las enmiendas.

A mediados de mes tuvimos otra crisis en Irak, cuando
Sadam expulsó a seis miembros norteamericanos de los
equipos de inspectores de Naciones Unidas. Ordené que el
portaviones George Washington se desplazara a la región, y
unos días después se readmitió en el
país a los inspectores.

Las conversaciones sobre el calentamiento global de
Kyoto se abrieron el 1º. de diciembre. Antes de que hubieran
terminado, Al Gore voló a Japón para ayudar a
nuestro principal negociador, el subsecretario de Estado Stu
Eizenstat, a conseguir un acuerdo que pudiéramos firmar,
con objetivos firmes pero sin restricciones indebidas en los
medios para conseguirlos y con un llamamiento a los países
en desarrollo como India y China para que participaran; en
treinta años sobrepasarían a Estados Unidos como
emisores de gases que creaban el efecto invernadero (hoy en
día Estados Unidos es el mayor emisor de esos gases). A
menos que se aceptaran los cambios, no podía enviar el
tratado al Congreso pues ya sería difícil de
aprobar incluso en las mejores circunstancias. Con el apoyo del
primer ministro Hashimoto, que quería que la
reunión de Kyoto fuera un éxito para Japón,
y de otras naciones amigas, entre ellas Argentina, las
negociaciones produjeron un acuerdo que me hizo feliz apoyar, con
objetivos que creía que podíamos cumplir si el
Congreso aprobaba los incentivos necesarios para impulsar la
producción y la compra de más tecnologías de
conservación de energía y más productos de
energía ecológica.

Unos días antes de Navidad, Hillary, Chelsea y yo
fuimos a Bosnia a animar a la gente de Sarajevo para que se
mantuviera en el camino de la paz y a saludar a nuestras tropas
en Tuzla. Bob y Elizabeth Dole se unieron a nuestra
delegación junto con algunos jefes militares y una docena
de miembros del Congreso de ambos partidos. Elizabeth era la
presidenta de la Cruz Roja de Estados Unidos y Bob acababa de
acceder a mi petición de que encabezara la Comisión
Internacional de Personas Desaparecidas en la ex
Yugoslavia.

El día antes de Navidad, Estados Unidos
había acordado aportar mil setecientos millones de
dólares para apoyar la tambaleante economía
surcoreana. Aquello marcó el principio de nuestros
esfuerzos para resolver la crisis financiera asiática, que
empeoró todavía mucho más al año
siguiente. Corea del Sur acababa de elegir a un nuevo presidente,
Kim Dae Jung, un activista a favor de la democracia al que
habían sentenciado a muerte en la década de 1970 y
al que salvó la intervención del presidente Carter.
Conocí a Kim en la escalinata de entrada del ayuntamiento
de Los Angeles en 1992, cuando me dijo muy orgulloso que
él representaba el mismo enfoque de la política que
yo. Era valiente, tenía visión de futuro y yo
quería ayudarle.

A medida que nos acercábamos al fin de semana del
Renacimiento y al Año Nuevo, volví la vista
atrás a 1997 con satisfacción; esperaba que lo peor
de los enfrentamientos partidistas hubiera pasado después
de todo lo que habíamos logrado: el presupuesto
equilibrado; el mayor aumento en ayudas para la universidad en
cincuenta años; el mayor aumento en la cobertura sanitaria
para niños desde 1965; la expansión de la OTAN; la
Convención de Armas Químicas; el tratado de Kyoto;
la reforma total de nuestras leyes de adopción y de
nuestra Administración de Fármacos y Alimentos para
que acelerara la introducción de medicinas e instrumentos
médicos que podían salvar vidas, y la iniciativa
«Una sola Norteamérica», que ya había
hecho que millones de personas comenzaran a hablar sobre el
estado actual de las relaciones entre razas. Era una lista
impresionante, pero no lo suficiente como para tender un puente
sobre la división ideológica.

Cuarenta y
ocho

Cuando empezó el año 1998, yo no
tenía ni idea de que sería el año más
extraño de mi presidencia, lleno de humillaciones
personales y de vergüenza, de luchas políticas en el
país y de éxitos en el extranjero y, contra todo
pronóstico, una asombrosa demostración del sentido
común y de la profunda decencia del pueblo norteamericano.
Puesto que todo sucedió a la vez, me vi obligado como
nunca hasta entonces a llevar vidas paralelas, solo que esta vez,
la parte más oscura de mi vida interior quedó
totalmente expuesta a la vista de todos.

Enero empezó con una nota positiva, con tres
iniciativas de gran importancia. En primer lugar, un aumento del
50 por ciento en el número de voluntarios de los Cuerpos
de Paz, principalmente con objeto de apoyar las nuevas
democracias surgidas tras la caída del comunismo. En
segundo lugar, un programa de atención a la infancia
dotado con 22.000 millones de dólares de presupuesto: para
que el doble de niños de familias trabajadoras pudieran
recibir ayudas para el cuidado infantil; para rebajas fiscales a
los empleadores que pusieran guarderías a
disposición de sus trabajadores, y para la
ampliación de los programas escolares antes y
después de clase, con el fin de atender a 500.000
niños. Finalmente, mi tercera iniciativa era una propuesta
que permitía a la gente «comprar» Medicare con
antelación, que cubría a los ciudadanos de sesenta
y cinco años o más, a los de sesenta y dos
años, o a los de cincuenta y cinco si habían
perdido su empleo. El programa estaba diseñado para
autofinanciarse mediante modestas primas y otros pagos. Era
necesario, pues había un gran número de
norteamericanos que abandonaban la población activa antes
de la jubilación, a causa de las reestructuraciones, los
despidos o por elección, y que no podían encontrar
un seguro médico asequible después de haber perdido
su cobertura sanitaria laboral.

Durante la segunda semana del mes, fui al sur de Texas,
uno de mis lugares preferidos de Estados Unidos, para instar al
gran número de estudiantes de origen hispano del instituto
Mission High a que ayudaran a acortar la brecha que
existía entre la tasa de jóvenes hispanos que iban
a la universidad y el resto de la población estudiantil;
para ello, podían aprovecharse del notable aumento en
ayudas a la educación superior que el Congreso
había autorizado en 1997. Cuando me encontraba
allí, me informaron del colapso económico de
Indonesia; mi equipo económico se puso manos a la obra
para analizar la siguiente baja en la crisis financiera
asiática. El adjunto al secretario del Tesoro, Larry
Summers, fue a Indonesia para obtener el acuerdo del gobierno de
que se implementarían las reformas necesarias para recibir
ayuda del Fondo Monetario Internacional.

El día 13, se desató de nuevo el conflicto
en Irak cuando el gobierno de Sadam bloqueó un equipo de
inspectores de Naciones Unidas encabezado por norteamericanos y
les impidió cumplir con su labor. Fue el principio del
prolongado esfuerzo de Sadam para obligar a Naciones Unidas a
levantar las sanciones a cambio de seguir llevando a cabo las
inspecciones en busca de armas. Ese mismo día, Oriente
Próximo empezó a precipitarse hacia una crisis
cuando el gobierno del primer ministro Netanyahu, que aún
no había completado la apertura del aeropuerto de Gaza ni
garantizado la seguridad de los desplazamientos entre Gaza y
Cisjordania, a pesar de que el plazo para hacerlo había
vencido hacía tiempo, puso en peligro todo el proceso de
paz votando a favor de retener el control de Cisjordania
indefinidamente. En enero, la única esperanza en el
horizonte mundial fue el acuerdo entre la Casa Blanca y las
repúblicas bálticas sobre una asociación con
la OTAN, diseñada para formalizar nuestras relaciones de
seguridad y garantizarles que el objetivo último de todas
las naciones de la OTAN, incluida Estados Unidos, era la plena
integración de Estonia, Lituania y Letonia en la
organización y en las demás instituciones
multilaterales.

El día 14, me encontraba en la Sala Este de la
Casa Blanca con Al Gore para anunciar nuestra iniciativa de la
Declaración de Derechos del paciente, para garantizar a
los norteamericanos que contaban con planes de cobertura
sanitaria los tratamientos básicos que tan a menudo les
eran denegados; mientras, a Hillary la interrogaba Ken Starr por
quinta vez. En esta ocasión era para averiguar cómo
habían llegado los archivos del FBI a la Casa Blanca, algo
de lo que ella no sabía nada.

Mi testimonio en el caso Jones llegó tres
días después. Habíamos repasado una serie de
posibles preguntas con mis abogados y pensaba que estaba
razonablemente bien preparado, aunque no me sentía bien
ese día y desde luego no tenía ganas de que llegara
de encontrarme con los abogados del Instituto Rutherford. El
presidente del tribunal, la juez Susan Webber Wright, ya
había permitido a los abogados de Jones que fisgaran a
placer en mi vida privada, supuestamente para determinar si
existía una pauta de acoso sexual hacia las mujeres que
habían estado empleadas, o que habían buscado
trabajo, en la administración estatal durante mi etapa de
gobernador, o en la administración federal durante mi
presidencia. La investigación se remontaba a cinco
años atrás, desde el momento en que se produjo el
supuesto acoso contra Jones, hasta entonces. La juez
también había dado a los abogados de Jones
estrictas instrucciones de que no se filtrara el contenido de
ningún testimonio ni de cualquier otro aspecto de su
investigación.

El objetivo declarado podría haberse logrado de
forma menos intrusiva; sencillamente podían haber pedido
que respondiera sí o no a ciertas preguntas, como por
ejemplo, si había estado a solas con alguna empleada del
gobierno; después los abogados podrían haber
preguntado a esas mujeres si yo las había acosado. Sin
embargo, esto hubiera convertido el testimonio en inútil.
En aquel momento, todos los implicados en el caso ya
sabían que no había pruebas de acoso sexual. Yo
estaba seguro de que los abogados querían obligarme a
reconocer algún tipo de relación con una o
más mujeres, para así poderlo filtrar a la prensa,
violando la orden de confidencialidad de la juez. Como
después se vería, no sabía de la misa la
mitad.

Después de que me tomaran juramento, la
declaración empezó con una petición por
parte de los abogados del Instituto Rutherford para que el juez
aceptara la definición de «relaciones
sexuales» que supuestamente habían hallado en un
documento legal. Básicamente, la definición
cubría los contactos íntimos más allá
del beso, para la persona que respondía a la pregunta, y
si la actividad se hacía para obtener placer o
excitación. Parecía requerir un acto concreto y un
determinado estado de ánimo por mi parte, y no
incluía ningún acto de ninguna otra persona. Los
abogados dijeron que trataban de evitarme preguntas
vergonzosas.

Estuve allí durante algunas horas y solo
dedicaron diez o quince minutos a Paula Jones. El resto del
tiempo trataron temas que no estaban relacionados con Jones,
entre ellos me hicieron muchas preguntas acerca de Monica
Lewinsky, que había trabajado en la Casa Blanca durante el
verano de 1995 como becaria y luego fue empleada fija desde
diciembre hasta principios de abril, cuando la trasladaron al
Pentágono. Los abogados preguntaron, entre otras cosas, si
la conocía bien, si alguna vez habíamos
intercambiado regalos, si habíamos mantenido
conversaciones telefónicas y si había mantenido
«relaciones sexuales» con ella. Hablé de
nuestras conversaciones, reconocí que le había
hecho regalos y respondí que no a la pregunta de las
«relaciones sexuales».

Los abogados del Instituto Rutherford siguieron
haciéndome las mismas preguntas una y otra vez con ligeras
variaciones. Cuando hicimos una pausa, mi equipo legal estaba
perplejo, porque el nombre de Lewinsky había aparecido en
la lista de posibles testigos de la demandante solo desde
principios de diciembre, y la habían citado a declarar
como testigo dos semanas más tarde. No les hablé de
mi relación con ella, pero dije que no estaba seguro de
qué significaba exactamente esa curiosa definición
de relaciones sexuales. Ellos tampoco. Al principio del
testimonio, mi abogado, Bob Bennett, había pedido a los
abogados del Instituto Rutherford que formularan preguntas
concretas y no ambiguas acerca de mi contacto con las mujeres. Al
final del interrogatorio sobre Lewinsky, le pregunté al
abogado si no quería preguntarme algo más concreto.
Una vez más declinó hacerlo, pero dijo:
«Señor, creo que esto saldrá a la luz dentro
de poco, entonces lo comprenderá».

Yo estaba aliviado pero algo inquieto porque el abogado
no parecía querer formular preguntas específicas,
ni tampoco obtener respuestas. Si hubiera hecho esas preguntas,
las habría contestado sinceramente, pero no me hubiera
gustado en absoluto. Durante el cierre de las oficinas del
gobierno, a finales de 1995, cuando muy poca gente tenía
acceso a la Casa Blanca y los que venían se quedaban a
trabajar hasta tarde, mantuve una relación inapropiada con
Monica Lewinsky, y volví a mantenerla en otras ocasiones
entre noviembre y abril, cuando dejó la Casa Blanca para
ir al Pentágono. Durante los diez meses siguientes no la
vi, aunque hablábamos por teléfono de vez en
cuando.

Una tarde, en febrero de 1997, Monica estaba entre los
invitados a una grabación de mi discurso semanal,
después del cual me reuní a solas con ella durante
unos quince minutos. Estaba disgustado conmigo mismo por haberlo
hecho y, en primavera, cuando volví a verla, le dije que
me sentía mal por mí, por mi familia y por ella, y
que no podía seguir haciéndolo. También le
dije que era una persona inteligente e interesante que
tenía derecho a algo mejor y que, si ella quería,
yo trataría de ser amigo suyo y ayudarla.

Monica siguió visitando la Casa Blanca; la vi en
alguna de esas ocasiones pero no sucedió nada inadecuado.
En octubre, me pidió que la ayudara a conseguir un trabajo
en Nueva York, y así lo hice. Recibió dos ofertas;
aceptó una de ellas y a finales de diciembre vino a la
Casa Blanca para despedirse. Para entonces ya había
recibido su citación en el caso Jones. Dijo que no
quería testificar, y le comenté que algunas mujeres
habían evitado los interrogatorios presentando una
declaración jurada en la que afirmaban que yo no las
había acosado sexualmente.

Lo que había hecho con Monica Lewinsky era
inmoral y estúpido. Estaba profundamente avergonzado y no
quería que saliera a la luz pública. En la
declaración, traté de proteger a mi familia y a
mí mismo de mi propia estupidez. Creí que la
tortuosa definición de «relaciones sexuales»
me lo permitiría, aunque estaba suficientemente preocupado
como para invitar al abogado que me interrogaba a que formulara
preguntas más concretas. No tuve que esperar demasiado
para descubrir por qué había declinado
hacerlas.

El 21 de enero, el Washington Post abrió
el fuego publicando la noticia de que yo tenía una
relación con Monica Lewinsky y que Kenneth Starr estaba
investigando posibles cargos por haberla incitado a mentir acerca
de ello bajo juramento. La historia salió a la luz
pública a primera hora del día 18, en una
página web de internet. La declaración había
sido una trampa; casi cuatro años después de que se
ofreciera a ayudar a Paula Jones, Starr por fin había
logrado meterse en el caso.

En verano de 1996, Monica Lewinsky contó a una
compañera, Linda Tripp, la relación que
mantenía conmigo. Un año más tarde, Tripp
empezó a grabar sus conversaciones telefónicas. En
octubre de 1997, Tripp ofreció la posibilidad de escuchar
las cintas a un periodista del Newsweek y se las
dejó oír a Lucianne Goldberg, una publicista
republicana conservadora. Llamaron a Tripp a declarar en el caso
Jones, aunque jamás se la mencionó en ninguna lista
de testigos de las que enviaron a mis abogados.

A última hora del lunes 12 de enero de 1998,
Tripp telefoneó a la oficina de Starr, describió
las grabaciones confidenciales de sus conversaciones con Lewinsky
e hizo un trato para entregar las cintas. Le preocupaba su propia
responsabilidad legal, pues la grabación que había
llevado a cabo era un delito según la ley de Maryland,
pero la gente de Starr prometió protegerla. Al día
siguiente Starr hizo que agentes del FBI prepararan a Tripp para
que esta pudiera grabar una conversación privada con
Lewinsky mientras comían en el City Ritz-Carlton del
Pentágono. Un par de días más tarde, Starr
pidió permiso al Departamento de Justicia para ampliar sus
atribuciones y abarcar la investigación sobre Lewinsky; al
parecer, adujo razones muy alejadas de la realidad como base de
su petición.

El día 16, un día antes de mi
declaración, Tripp organizó otro encuentro con
Lewinsky, de nuevo en el mismo lugar. Esta vez recibieron a
Monica agentes del FBI y abogados que se la llevaron a una
habitación de hotel, la interrogaron durante algunas horas
y la disuadieron de que llamara a un abogado. Uno de los abogados
de Starr le dijo que debía cooperar si quería
evitar ir a la cárcel y le ofreció un trato de
inmunidad, cuyo plazo expiraba a medianoche. También la
presionaron para que se pusiera micrófonos y grabara en
secreto conversaciones con gente relacionada en la supuesta
conspiración. Finalmente, Monica pudo llamar a su madre,
que se puso en contacto con su padre, del cual había
estado divorciada durante mucho tiempo. Este llamó a un
abogado, William Ginsburg, que le aconsejó que no aceptara
el trato hasta que pudiera averiguar más detalles sobre el
caso y que le lanzó la caballería a Starr por
retener a su cliente «durante ocho o nueve horas sin
abogado» y por presionarla para que aceptara llevar
micrófonos y hacer caer en una trampa a otras
personas.

Después de que saltara la noticia, llamé a
David Kendall y le aseguré que yo no había incitado
a nadie a cometer perjurio ni a obstruir la justicia. Estaba
claro para los dos que Starr trataba de crear una tormenta
política para echarme de la presidencia. Todo había
empezado con unos fuegos artificiales impresionantes, pero yo
pensaba que si podía resistir al vapuleo público
durante un par de semanas, el humo se despejaría, la
prensa y el público se concentrarían en las
tácticas de Starr y surgiría una visión
más equilibrada de todo el asunto. Sabía que
había cometido un gran error y estaba decidido a no
agravarlo permitiendo que Starr me echara del cargo. De momento,
la histeria que se había desatado era
abrumadora.

Seguí haciendo mi trabajo y me escondí
tras un muro; negaba lo sucedido a todo el mundo: a Hillary, a
Chelsea, a mi equipo, a mi gabinete, a mis amigos en el Congreso,
a los miembros de la prensa y al pueblo norteamericano. Lo que
lamento más, aparte de mi conducta, es haberles
engañado a todos. Desde 1991 me habían llamado
mentiroso acerca de todo lo que podían encontrar, cuando
de hecho yo había sido honesto en mi vida pública y
en mis asuntos económicos, como todas las investigaciones
terminaron demostrando. Ahora estaba engañando a todo el
mundo acerca de mis defectos personales. Me sentía
avergonzado y quería evitar que mi esposa y mi hija se
enteraran. No quería ayudar a Starr a criminalizar mi vida
privada y no quería que el pueblo norteamericano supiera
que les había decepcionado. Era como vivir una pesadilla;
como si volviera a llevar vidas paralelas, pero muchísimo
peor.

El día que la noticia se publicó, hice una
entrevista, que se había concertado anteriormente, con Jim
Lehrer para el programa NewsHour de la PBS.
Respondí a sus preguntas diciendo que yo no le
había pedido a nadie que mintiera, lo cual era cierto, y
que «no existe ninguna relación inapropiada».
Aunque la impropiedad había terminado mucho antes de que
Lehrer me hiciera la pregunta, mi respuesta era engañosa y
me avergonzó decírsela a Lehrer. A partir de
entonces, siempre que podía, me limitaba a decir que
jamás le había pedido a nadie que no dijera la
verdad.

Mientras sucedía todo esto, yo tenía que
seguir con mi trabajo. El día 20 me reuní con el
primer ministro Netanyahu en la Casa Blanca para analizar sus
planes de una retirada por fases de Cisjordania. Netanyahu
había tomado la decisión de avanzar en el proceso
de paz siempre que tuviera «paz con seguridad». Era
un gesto valiente porque su coalición de gobierno no era
muy estable, pero se daba cuenta de que si no actuaba, la
situación pronto se descontrolaría.

Al día siguiente vino Arafat a la Casa Blanca. Le
hice un resumen alentador de mi reunión con Netanyahu y le
garanticé que estaba presionando al primer ministro para
que Israel cumpliera con sus obligaciones según el proceso
de paz. También le recordé los problemas
políticos del dirigente israelí y declaré,
como siempre, que él tenía que seguir luchando
contra el terror si quería que Israel siguiera adelante
con el plan de paz. Al día siguiente condenaron a muerte a
Mir Aimal Kansi por el asesinato de dos agentes de la CIA en
enero de 1993, el primer acto terrorista que tuvo lugar durante
mi presidencia.

Hacia el 27 de enero, el día del discurso del
Estado de la Unión, el pueblo norteamericano había
sido martilleado durante una semana con la cobertura informativa
sobre la investigación de Starr, y yo llevaba una semana
soportándola. Starr ya había enviado citaciones a
algunas personas del equipo de la Casa Blanca y había
solicitado parte de nuestros archivos y documentos. Yo
había pedido a Harold Ickes y a Mickey Kantor que
colaboraran para hacer frente a la polémica. El día
antes del discurso, a instancias de Harold y Harry Thomason, que
pensaban que mis declaraciones públicas habían sido
muy vacilantes, aparecí una vez más, con
reticencias, frente a la prensa para decir que «no
había mantenido relaciones sexuales» con
Lewinsky.

La mañana del discurso, en el programa
Today de la NBC, Hillary dijo que ella no creía
las acusaciones que lanzaban contra mí y que «una
gran conspiración de derechas» había tratado
de destruirnos desde la campaña de 1992. Starr, indignado,
emitió un comunicado en el que se quejaba de que Hillary
cuestionara sus motivos. Aunque ella tenía razón
acerca de la naturaleza de nuestros adversarios, ver a Hillary
defendiéndome me hizo sentir aún más
avergonzado por lo que había hecho.

La difícil entrevista de Hillary y mis
encontradas reacciones a ella ejemplificaban claramente el
aprieto en el que me hallaba: como marido, había hecho
algo malo por lo que debía disculparme y pedir
perdón. Como presidente, estaba envuelto en una lucha
política y legal contra fuerzas que habían abusado
de la legislación civil y penal y que habían
perjudicado gravemente a gente inocente, en su intento de
destruir mi presidencia y limitar mi capacidad para cumplir con
mis funciones.

Finalmente, después de años dando palos de
ciego, les había dado algo con lo que trabajar.
Había perjudicado a la presidencia y al pueblo a causa de
mi mala conducta. Eso no era culpa de nadie, solo mía. No
quería agravar el error dejando que los reaccionarios
prevalecieran.

Hacia las 9 de la noche, cuando entré en la sala
de la Cámara, llena hasta los topes, la tensión era
palpable tanto allí como en los hogares de todo Estados
Unidos; la audiencia de mi discurso del Estado de la Unión
era la más alta desde que había pronunciado mi
primer discurso. La gran pregunta era si iba a mencionar la
polémica. Empecé por las cosas sobre las que no
había ninguna duda. El país estaba en una etapa
positiva, con catorce millones de nuevos empleos, la tasa de
vivienda en propiedad más alta de la historia y la cifra
más baja de personas dependientes de la asistencia social
en los últimos veintisiete años; también
teníamos el gobierno federal más reducido desde
hacía treinta y cinco años. El plan
económico de 1993 había rebajado el déficit,
cuyas estimaciones lo situaban alrededor de 357.000 millones de
dólares en 1998, hasta un 90 por ciento, y el presupuesto
equilibrado del año anterior lo eliminaría
definitivamente.

A continuación hablé de mis planes para el
futuro. Primero, propuse que antes de gastar los futuros
superávits en nuevos programas o rebajas fiscales,
debíamos ahorrar para las pensiones de la seguridad social
de la generación del baby boom. En
educación, recomendé financiar la
contratación de 100.000 nuevos maestros y reducir el
tamaño de las clases a dieciocho alumnos en los primeros
tres cursos. También apunté un plan para ayudar a
las comunidades a modernizar o construir cinco mil escuelas, y
ayudas a estas para que practicaran la «promoción
social» aportando fondos para lecciones suplementarias en
horarios fuera de clase o en los programas de la escuela de
verano. Reiteré mi apoyo a la Declaración de
Derechos del paciente, a ampliar Medicare para los
norteamericanos entre cincuenta y cinco y sesenta y dos
años, al tiempo que se ampliaba la ley de baja
médica y familiar. Hice un llamamiento para que se
realizara una expansión suficientemente grande de la
atención federal a la infancia, para proporcionar
cobertura a un millón de niños
más.

En el frente de la seguridad, pedí el respaldo
del Congreso para luchar contra un «eje diabólico de
nuevas amenazas procedentes del terrorismo, los criminales
internacionales y los traficantes de drogas».
También solicité la aprobación del Senado
para la expansión de la OTAN; que siguiéramos
financiando nuestra misión en Bosnia, y nuestros esfuerzos
para hacer frente a los peligros de las armas biológicas y
químicas, y a los estados canallas, terroristas o
criminales organizados que trataran de adquirirlas.

La última sección de mi discurso trataba
de ser una llamada a Estados Unidos para que apostara por la
unidad y por el futuro: quería triplicar el número
de «zonas de desarrollo» en las comunidades
deprimidas; lanzar una nueva iniciativa para limpiar el agua de
nuestros ríos, lagos y aguas costeras; proporcionar seis
mil millones en rebajas fiscales y fondos de investigación
para el desarrollo de coches de combustibles de mayor
rendimiento, hogares con energía limpia y renovable;
financiar la «nueva generación» de internet
para transmitir información mil veces más de prisa,
y aportar fondos para la Comisión de Igualdad de
Oportunidades Laborales, que a causa de la hostilidad del
Congreso, no tenía recursos para gestionar sesenta mil
casos congelados acerca de la discriminación en el
trabajo. También propuse el mayor aumento de la historia
para los Institutos Nacionales de la Salud, el Instituto Nacional
del Cáncer y la Fundación Científica
Nacional, para que «la nuestra sea la generación que
finalmente venza la guerra contra el cáncer e inaugure una
revolución en nuestra lucha contra todas las enfermedades
mortales».

Cerré el discurso agradeciéndole a Hillary
que liderara nuestra campaña del milenio para preservar
los tesoros históricos de Estados Unidos, incluida la
deshilachada Vieja Bandera de Barras y Estrellas, que
inspiró a Francis Scott Key para escribir nuestro himno
nacional durante la guerra de 1812.

No había ni una palabra en el discurso acerca de
la polémica y la idea nueva más importante
había sido «primero hay que salvar la seguridad
social». Yo temía que el Congreso se enzarzara en
una disputa sobre la forma en que gastaríamos los
superávits que llegarían, y que los malgastaran en
rebajas fiscales y gastos antes de solucionar el problema de la
jubilación de la generación del baby boom.
La mayoría de los demócratas estaban de acuerdo
conmigo, y la mayor parte de los republicanos no, aunque durante
los años siguientes celebramos una serie de foros
bipartitos por todo el país en los cuales, aparte de todo
lo que sucedía a nuestro alrededor, buscábamos un
terreno común y debatíamos cómo garantizar
la seguridad de las pensiones, en lugar de preguntarnos si
hacía falta.

Dos días después del discurso, la juez
Wright ordenó que todas las pruebas relacionadas con
Monica Lewinsky se apartaran del caso Jones porque «no eran
esenciales para la causa principal»; esto convertía
la investigación de Starr sobre mi declaración en
un acto aún más cuestionable, puesto que el
perjurio requiere una falsa declaración sobre un tema
«esencial». El último día del mes, diez
días después de que se desatara la tormenta, el
Chicago Tribune publicó una encuesta que
demostraba que el índice de aprobación de mi
gestión había subido al 72 por ciento. Yo estaba
decidido a demostrar al pueblo norteamericano que estaba
esforzándome y consiguiendo resultados, para
ellos.

El 5 y el 6 de febrero, Tony y Cherie Blair llegaron a
Estados Unidos para una visita oficial de dos días. Fueron
una ráfaga de aire fresco tanto para Hillary como para
mí. Nos hicieron reír y Tony me apoyó mucho
en público, haciendo hincapié en nuestro enfoque
común a los problemas económicos y sociales y a la
política exterior. Los llevamos a Camp David para cenar
con Al y Tipper Gore; también celebramos una cena de gala
en la Casa Blanca, amenizada por Elton John y Stevie Wonder.
Después del acto Hillary me dijo que Newt Gingrich, que
estaba sentado en su mesa con Tony Blair, había dicho que
los cargos contra mí eran «ridículos»,
«un sinsentido» aunque fueran ciertos y que «no
iban a ninguna parte».

En nuestra rueda de prensa, después de que Tony
dijera que yo no era solamente su colega, sino también su
amigo, Mike Frisby, un periodista del Wall Street
Journal
, finalmente me hizo la pregunta que yo había
estado esperando. Quería saber si, teniendo en cuenta el
dolor y todos los asuntos relacionados con mi vida personal,
«hasta qué punto considera usted que sencillamente
ya no vale la pena seguir, y se plantea dimitir de la
presidencia?». «Jamás», respondí.
Dije que trataba de dejar a un lado el veneno personal y
separarlo de la política, y que cuanto más lo
intentaba, «más tiraban los demás en la otra
dirección». Aun así, dije que
«jamás me alejaré de la gente de este
país y de la confianza que han depositado en
mí», de modo que pensaba «seguir yendo a
trabajar».

A mediados de mes, mientras Tony Blair y yo
seguíamos reuniendo apoyos por todo el mundo para lanzar
ataques aéreos sobre Irak en respuesta a la
expulsión de los inspectores de Naciones Unidas, Kofi
Annan obtuvo un acuerdo de última hora con Sadam Husein
para reanudar las inspecciones. Parecía que Sadam
jamás movía un dedo excepto cuando le obligaban a
ello.

Además de impulsar mis nuevas iniciativas, me
dedicaba a trabajar en la ley de reforma de la
financiación de la campaña McCain-Feingold, que los
republicanos del Senado abortaron a finales de mes.
También designé a un nuevo director de Salud
Pública, el doctor David Satcher, director del Centro para
la Prevención y el Control de Enfermedades, y
visité las zonas perjudicadas por los tornados en Florida
central. Igualmente, anuncié las primeras becas para
ayudar a las comunidades a reafirmar sus esfuerzos para prevenir
la violencia contra las mujeres y colaboré en la
recaudación de fondos de los demócratas para las
siguientes elecciones.

A finales de enero y durante febrero, llamaron a algunos
miembros del personal de la Casa Blanca para comparecer ante el
gran jurado. Me sentí muy mal porque estuvieran atrapados
en todo aquello, especialmente Betty Currie, que había
tratado de entablar amistad con Monica Lewinsky y ahora la
castigaban por ello. También me disgustó que
aquella vorágine afectara a Vernon Jordan. Habíamos
sido amigos íntimos durante mucho tiempo y una y otra vez
yo había sido testigo de la forma en que ayudaba a la
gente más necesitada. Ahora también se había
convertido en un blanco, por mi culpa. Yo sabía que
él no había hecho nada malo y esperaba que
algún día fuera capaz de perdonarme por el desastre
en el que le había metido.

Starr también citó a Sidney Blumenthal,
periodista y viejo amigo de Hillary y mío, que
había venido a trabajar a la Casa Blanca en julio de 1997.
Según el Washington Post, Starr estaba estudiando
la posibilidad de que las críticas de Sid contra él
constituyeran una obstrucción a la justicia. Era una
estremecedora muestra de lo susceptible que era Starr, y de hasta
qué punto estaba dispuesto a hacer uso del poder de su
oficina contra cualquiera que le criticara. Starr llamó a
declarar a dos investigadores privados contratados por el
National Enquirer para acallar el rumor de que él
estaba teniendo una aventura con una mujer de Little Rock. El
rumor era falso, al parecer un caso de confusión de
identidades, pero de nuevo reflejaba la doble vara de medir por
la que se regía. El utilizaba a agentes del FBI y a
investigadores privados para hurgar en mi vida personal, pero
cuando un tabloide hacía lo mismo con la suya, iba tras
ellos.

Las tácticas de Starr empezaban a atraer la
atención de la prensa. Newsweek publicó un
reportaje de dos páginas, «Conspiración o
coincidencia», que rastreaba las conexiones de más
de veinte activistas y organizaciones conservadores que
habían impulsado y financiado los
«escándalos» que Starr investigaba. El
Washington Post publicó una noticia según la cual
cierto número de ex fiscales federales expresaban su
incomodidad no solo ante el nuevo enfoque de Starr sobre mi vida
privada, sino también ante «el arsenal de armas que
ha desplegado para lanzar sus acusaciones contra el
presidente».

Starr fue especialmente criticado porque obligó a
la madre de Monica Lewinsky a testificar contra su voluntad. Las
directrices de conducta federales, a las que Starr supuestamente
debía atenerse, decían que, generalmente, no
debía forzarse a testificar a los miembros de la familia a
menos que formaran parte de la actividad delictiva que se estaban
investigando, o que existieran «motivos por parte de la
fiscalía que anularan dicha condición». A
principios de febrero, de acuerdo con una encuesta de NBC
News, solo el 26 por ciento de los norteamericanos
creían que Starr estaba llevando una investigación
imparcial.

La saga prosiguió hasta marzo. Mi
declaración del caso Jones se filtró, obviamente
por alguien del lado de Jones. Aunque el juez había
advertido repetidamente a los abogados del Instituto Rutherford
que no lo hicieran, no se sancionó a nadie en
ningún momento. El día 8, Jim McDougal
falleció en una prisión federal de Texas, un final
triste e irónico para su larga caída al abismo.
Según Susan McDougal, Jim había cambiado su
versión a instancias de Starr y Hick Erwing porque
quería evitar a toda costa morir en la
cárcel.

A mediados de mes, 60 Minutes emitió una
entrevista con una mujer llamada Kathleen Willey, que afirmaba
que yo le había hecho proposiciones no deseadas mientras
estuvo empleada en la Casa Blanca. No era cierto. Teníamos
pruebas que arrojaban dudas sobre su historia, incluida la
declaración jurada de su amiga Julie Hiatt Steele, que
dijo que Willey le había pedido que mintiera; debía
decir que Willey le había contado el supuesto episodio
poco después de que sucediera, cuando en realidad no
había sido así.

El marido de Willey se había suicidado y le
había dejado una deuda pendiente de más de
doscientos mil dólares. En una semana, las noticias
informaron de que después de mi llamada para ofrecerle mis
condolencias por la muerte de su marido, ella había dicho
a todo el mundo que yo asistiría al funeral. Esto
sucedió después del supuesto incidente. Finalmente,
decidimos difundir cerca de una docena de cartas que Willey me
había escrito, donde decía cosas como que era
«mi fan número uno» y que quería
ayudarme «de cualquier manera que fuera posible».
Después de una noticia que decía que quería
cobrar trescientos mil dólares por contar su historia a un
tabloide o en un libro, la historia se perdió en el
olvido.

Menciono la triste historia de Willey por lo que Starr
hizo con ella. Primero, en un gesto extremadamente excepcional,
le concedió «inmunidad total»
—protección completa contra cualquier
investigación penal —a condición de que le
dijera «la verdad». Cuando la pillaron en una mentira
sobre unos detalles embarazosos relacionados con otro hombre,
Starr volvió a concederle la inmunidad. Por el contrario,
cuando Julie Hiatt Steele, una notoria republicana, se
negó a cambiar su versión y mentir para Starr,
éste la acusó. A pesar de que no la condenaron, la
arruinó económicamente. La oficina de Starr incluso
trató de cuestionar la legalidad de su adopción de
un bebé rumano.

El día de San Patricio, me reuní con los
líderes de todos los partidos políticos de Irlanda
del Norte que participaban en el proceso político, y
mantuve extensas reuniones con Gerry Adams y David Trimble. Tony
Blair y Bertie Ahern querían alcanzar un acuerdo. Mi papel
consistía principalmente en tranquilizar e impulsar a los
partidos hacia el marco de trabajo que George Mitchell estaba
construyendo. Quedaban todavía por delante
difíciles compromisos, pero yo estaba convencido de que
estábamos avanzando.

Unos días más tarde, Hillary yo volamos a
África, lejos de la agitación que había en
nuestro país. África era un continente que
Norteamérica había ignorado demasiado a menudo y
que, en mi opinión, desempeñaría un papel
importante, para bien o para mal, en el siglo XXI. Yo me
sentía verdaderamente feliz de que Hillary viniera
conmigo; había disfrutado mucho del viaje que Chelsea y
ella hicieron a África el año anterior;
además, necesitábamos estar juntos y alejados de
todo.

La visita empezó en Ghana, donde el presidente
Jerry Rawlings y su esposa Nana Konadu Agyemang nos
acompañaron durante una ceremonia emocionante en la plaza
de la Independencia, con más de medio millón de
personas. En la tarima estábamos flanqueados por reyes
tribales envueltos en trajes nativos de kente
multicolor, y nos obsequiaban con ritmos musicales africanos
ejecutados por ghaneses que tocaban el tambor más grande
que he visto en toda mi vida.

Rawlings me gustó; yo respetaba que,
después de haberse hecho con el poder en un golpe militar,
hubiera sido elegido y reelegido presidente y hubiera prometido
entregar el poder en 2000. Además, teníamos una
relación familiar indirecta: cuando Chelsea nació,
una maravillosa comadrona ghanesa había ayudado al
médico durante el parto; se encontraba en Arkansas
completando su formación. Hillary y yo llegamos a sentir
cariño por Hagar Sam, y nos complació descubrir que
también había ayudado a nacer a los cuatro hijos de
los Rawlings.

El día 24 fuimos a Uganda para reunirnos con el
presidente Yoweri Museveni y su esposa Janet. Uganda había
progresado mucho desde la opresiva dictadura de Idi Amin. Apenas
unos años atrás, tenía la tasa de enfermos
de SIDA más alta de África. Gracias a una
campaña bautizada «el gran ruido», la tasa de
mortalidad se había reducido a la mitad, haciendo
hincapié en la abstinencia sexual, la educación, el
matrimonio y los preservativos.

Los cuatro visitamos dos pequeñas aldeas, Mukono
y Wanyange, para destacar la importancia de la educación y
de los microcréditos financiados con ayuda norteamericana.
Uganda había triplicado su presupuesto para la
educación durante los anteriores cinco años y
había realizado un verdadero esfuerzo para educar a
niñas y niños en la igualdad. Los escolares que
visitamos en Mukono llevaban bonitos uniformes de color rosa.
Eran obviamente listos y tenían curiosidad, pero sus
materiales de aprendizaje no eran los más adecuados: el
mapa de la clase era tan viejo que aún incluía a la
Unión Soviética. En Wanyange, la cocinera de la
aldea había ampliado su campo de actividades y otra mujer
había diversificado su negocio de cría de pollos
para incluir conejos, gracias a los microcréditos
financiados con la ayuda de Estados Unidos. Conocimos a una mujer
con un bebé de dos días. Me dejó sostener al
niño mientras el fotógrafo de la Casa Blanca tomaba
una foto de dos tipos llamados Bill Clinton.

El Servicio Secreto no quería que viajara a
Ruanda a causa de los permanentes problemas de seguridad, pero yo
sentía que tenía que hacerlo. Como una
concesión al tema de la seguridad, me reuní en el
aeropuerto de Kigali con los dirigentes del país y con los
sobrevivientes del genocidio. El presidente Pasteur Bizimungu, de
la etnia hutu, y el vicepresidente Paul Kagame, un tutsi,
trataban de reconstruir el país. Kagame era el
líder político más poderoso de la
nación; él había decidido que el proceso de
reconciliación avanzaría mejor si se empezaba con
un presidente de la mayoría hutu. Reconocí que
Estados Unidos y la comunidad internacional no habían
actuado con suficiente rapidez y no habían podido detener
el genocidio ni tampoco impedir que los campos de refugiados se
convirtieran en santuarios para los asesinos, y le ofrecí
ayuda para reconstruir la nación y apoyar a los tribunales
de crímenes de guerra que condujeran a los responsables
del genocidio ante la justicia.

Los sobrevivientes me contaron sus historias. El
último orador era una mujer de actitud muy digna que
contó cómo sus vecinos hutus, gente cuyos hijos
habían jugado con los suyos durante años,
habían denunciado a su familia a los asesinos que
saqueaban la zona, identificándola como tutsi.
Había sido gravemente herida con un machete, y la
habían dado por muerta. Despertó en un charco de su
propia sangre y vio a su marido y a sus seis hijos que
yacían muertos a su lado. Nos dijo a Hillary y a mí
que había llorado desesperadamente y había
increpado a Dios porque había sobrevivido; luego,
progresivamente, comprendió que «su vida
había sido perdonada por algún motivo, y que no
podía ser algo tan mezquino como la venganza. De modo que
hago lo que puedo para que volvamos a empezar». Yo me
sentía abrumado; aquella magnífica mujer
había hecho que mis problemas parecieran
patéticamente insignificantes. Por ella, mi
decisión de hacer lo que estuviera en mi mano para ayudar
a Ruanda se hizo aún más profunda.

Empecé la primera visita que un jefe de estado
norteamericano realizaba a Sudáfrica por Ciudad del Cabo,
con un discurso ante el parlamento donde dije que había
venido «en parte para ayudar al pueblo norteamericano a ver
a la nueva África con nuevos ojos». Para mí
resultaba fascinante contemplar a los seguidores y a las
víctimas del antiguo apartheid trabajando juntos.
No negaban el pasado, ni ocultaban sus discrepancias actuales,
pero parecían confiados en que podrían construir un
futuro en común. Era un tributo al espíritu de
reconciliación que emanaba de Mandela.

Al día siguiente Mandela nos llevó a
Robben Island, donde había pasado los primeros dieciocho
años de su cautiverio. Vi la cantera de piedra en la que
había trabajado y la estrecha celda en la que le
custodiaban cuando no estaba picando piedra. En Johannesburgo,
llamé al adjunto al presidente, Thabo Mbeki, que se
había reunido con Al Gore dos veces al año para
tratar nuestro programa de acciones conjuntas y que, casi con
toda certeza, sería el sucesor de Mandela. También
inauguré un centro comercial bautizado en honor a Ron
Brown, que había amado mucho a Sudáfrica, y
visité una escuela primaria. Hillary y yo fuimos con Jesse
Jackson a la iglesia, en Soweto, el bullicioso distrito del que
habían salido muchos activistas anti
apartheid.

Para entonces yo había desarrollado una verdadera
amistad con Mandela. Era admirable, no solo por el asombroso
viaje que había hecho desde el odio hacia la
reconciliación durante los veintisiete años que
pasó encarcelado, sino también porque era un
político firme y una persona amable la cual, a pesar de su
largo confinamiento, jamás había perdido el
interés por el lado personal de la vida, o su capacidad
para demostrar amor, amistad y amabilidad.

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