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Análisis del libro "MI vida (parte II)" de Williams Bill Clinton (página 15)



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Sostuvimos una conversación especialmente
significativa. Yo le dije: «Madiba [el nombre tribal
coloquial de Mandela, que me había pedido que utilizara],
sé que hiciste algo hermoso invitando a tus carceleros a
tu investidura, pero ¿no odias en realidad a los que te
encarcelaron?». Me contestó: «Por supuesto que
sí, durante muchos años. Se llevaron los mejores
años de mi vida. Me torturaron física y
mentalmente. No pude ver crecer a mis hijos. Les odiaba. Luego un
día, mientras trabajaba en la cantera, golpeando la
piedra, me di cuenta de que me lo habían arrebatado todo,
excepto mi mente y mi corazón. Eso, no podían
llevárselo sin mi permiso. Y decidí que no
dejaría que ocurriera». Luego me miró y,
sonriendo, dijo: «Y tú tampoco deberías
permitirlo».

Después de que me recuperara de la sorpresa, le
hice otra pregunta: «Cuando saliste de la prisión y
la dejaste atrás, ¿no sentiste el odio crecer de
nuevo en tu interior?». «Si —dijo—,
durante un instante así fue. Luego pensé para mis
adentros, "Me han tenido durante veintisiete años. Si sigo
odiándoles, seguiré siendo su prisionero". Yo
quería ser libre, así que lo dejé
atrás.» Volvió a sonreír. Y esta vez
no tuvo que decirme, «Y tú también
deberías hacerlo».

El único día de vacaciones del viaje tuvo
lugar en Botswana, que tenía la renta per cápita
más elevada del África subsahariana y la tasa de
SIDA más alta del mundo. Fuimos de safari al Parque
Nacional de Chobe y vimos leones, elefantes, impalas,
hipopótamos, cocodrilos y más de veinte especies
distintas de pájaros. Nos acercamos mucho a una
mamá elefante y a su bebé, al parecer, demasiado.
Levantó su trompa y nos roció con agua. Me
reí pensando lo mucho que les habría gustado a los
republicanos ver a la mascota de su partido remojándome de
la cabeza a los pies. Más adelante, por la tarde, dimos un
tranquilo paseo en barca por el río Chobe; Hillary y yo
nos cogimos de la mano y recordamos las bendiciones de las que
gozábamos mientras contemplamos la puesta de
sol.

Nuestra última parada fue Senegal, donde
visitamos la Puerta Sin Retorno de la isla de Gorée, el
punto desde el cual tantos africanos se convertían en
esclavos y eran transportados a Norteamérica. Como en
Uganda, expresé mi lamento por la responsabilidad de mi
país en esa esclavitud y por la larga y dura lucha de los
afroamericanos por conseguir su libertad. Presenté a la
numerosa delegación que iba conmigo como «los
representantes de treinta millones de norteamericanos que son el
mejor regalo de África para Norteamérica», y
prometí colaborar con los senegaleses y todos los
africanos para lograr un futuro mejor. También
visité una mezquita con el presidente Abdou Diouf, por
respeto a la población predominantemente musulmana de
Senegal. Fui a un pueblo que había recuperado una parte de
desierto para cultivos, con las ayudas norteamericanas, y
también visité a las tropas senegalesas que estaban
recibiendo entrenamiento del personal militar norteamericano como
parte de la Iniciativa de Respuesta a la Crisis Africana, que mi
administración había impulsado, con la voluntad de
preparar a los africanos para que pudieran detener los conflictos
y evitar que volviera a suceder lo de Ruanda.

Fue el viaje más largo y exhaustivo que un
presidente norteamericano había realizado jamás a
África. La delegación del Congreso bipartidista y
los destacados ciudadanos que me acompañaron, así
como los programas específicos que yo apoyaba, incluida la
Ley de Oportunidad y Crecimiento Africano, demostraron a los
africanos que estábamos girando una nueva página de
nuestra historia compartida. A pesar de todos sus problemas,
África era un lugar lleno de esperanza. Yo la había
visto, en los rostros de las multitudes de las ciudades y de los
niños en las escuelas, en los habitantes de los pueblos en
el campo y al borde del desierto. Y Africa me había dado
un gran regalo; en la sabiduría de una viuda ruandesa y la
de Nelson Mandela, había encontrado más paz de
espíritu, para hacer frente a lo que me esperaba en el
futuro.

El 1 de abril, mientras aún estábamos en
Senegal, la juez Wright aceptó la moción de mi
abogado para un juicio sumario del caso Jones y desestimó
que tuviera que celebrarse un juicio, pues consideró que
Jones no había presentado pruebas verosímiles para
respaldar su demanda. La desestimación puso de manifiesto
la naturaleza puramente política de la
investigación de Starr. Ahora me perseguía
basándose en la teoría de que yo había
realizado una falsa declaración en un testimonio que el
juez no consideraba relevante y que estaba obstruyendo la
justicia en un caso que no se sostenía. Nadie siquiera
hablaba ya de Whitewater. El 2 de abril, no sorprendió a
nadie, Starr dijo que seguiría presionando.

Unos días más tarde Bob Rubin y yo
anunciamos que Estados Unidos bloquearía la
importación de 1,6 millones de armas de asalto. Aunque
habíamos prohibido la fabricación de diecinueve
tipos de armas de asalto distintas en la ley contra el crimen de
1994, los ingeniosos fabricantes de armas extranjeros trataban de
esquivar la ley introduciendo modificaciones en armas cuyo
único objetivo era matar a la gente.

El Viernes Santo, el 10 de abril, fue uno de los
más felices de mi presidencia. Diecisiete horas
después de la fecha límite fijada para tomar una
decisión, todos los partidos de Irlanda del Norte
acordaron establecer un plan para poner fin a treinta años
de violencia sectaria. Yo había estado despierto casi toda
la noche anterior, tratando de ayudar a George Mitchell a cerrar
el trato. Además de George, hablé con Bertie Ahern,
con Tony Blair, David Trimble y con Gerry Adams dos veces, antes
de irme a dormir a las 2.30 de la madrugada. A las 5, George me
despertó y me pidió que llamara a Adams de nuevo
para sellar el acuerdo.

El acuerdo era una bella obra de precisión, que
exigía la regla de la mayoría y garantizaba los
derechos de las minorías; contemplaba la toma de
decisiones políticas de forma compartida, así como
también se compartían los beneficios
económicos, y conservaba las relaciones con el Reino Unido
al tiempo que establecía nuevos lazos con Irlanda. El
proceso que dio como fruto este pacto empezó con la
decisión de John Major y Albert Reynolds de buscar la paz,
prosiguió cuando John Bruton sustituyó a Reynolds y
se completó con Bertie Ahern, Tony Blair, David Trimble,
John Hume y Gerry Adams. Mi primer visado a Adams y la posterior
e intensa implicación de la Casa Blanca en el proceso
marcó una importante diferencia; por su parte, George
Mitchell llevó las negociaciones de una forma
brillante.

Por supuesto, el mayor mérito era para los que
habían tomado las decisiones más difíciles:
los líderes de Irlanda del Norte, Blair y Ahern, y el
pueblo de Irlanda del Norte, que había escogido la promesa
de la paz por encima de un pasado envenenado. El acuerdo
debería ratificarse en un referéndum entre los
votantes de Irlanda del Norte y de la República Irlandesa
el 22 de mayo. Con un toque de elocuencia irlandesa, el pacto
terminó conociéndose como el acuerdo del Viernes
Santo.

Por esa época, también volé al
Centro Espacial Johnson, en Houston, para hablar de cómo
nuestra nueva misión espacial llevaría a cabo
veintiséis experimentos sobre el impacto del espacio en el
cuerpo humano, incluido el proceso de adaptación del
cerebro y lo que sucede en el oído interno y el sistema de
equilibrio humano. Un miembro de la tripulación estaba
entre el público, el senador de setenta y siete
años John Glenn. Después de volar en 149 misiones
de combate durante la Segunda Guerra Mundial y en Corea, John
había sido uno de los primeros astronautas de Estados
Unidos, treinta y cinco años atrás. Se retiraba del
Senado y ardía en deseos de estar en el espacio una vez
más. El director de la NASA, Dan Goldin, y yo
estábamos a favor de que Glenn participara, porque nuestra
agencia espacial quería estudiar los efectos de los vuelos
espaciales en el envejecimiento. Yo siempre había apoyado
firmemente el programa espacial, incluida la Estación
Espacial Internacional y la siguiente misión a Marte. El
último hurra de John Glenn nos daba la oportunidad de
demostrar los beneficios prácticos de la
exploración del espacio.

A continuación volé a Chile para una
visita oficial y para la segunda Cumbre de las Américas.
Después de la larga y cruenta dictadura del general
Augusto Pinochet, Chile parecía comprometido con la
democracia bajo el liderazgo del presidente Eduardo Frei, cuyo
padre también había sido presidente de Chile
durante la década de los sesenta. Poco después de
la cumbre, Mack McLarty dimitió de su cargo de enviado
especial en las Américas. Para entonces mi viejo amigo
había hecho más de cuarenta viajes a la
región, en los cuatro años desde que le
había nombrado, y durante su etapa había sabido
transmitir el inequívoco mensaje de que Estados Unidos
quería ser un buen vecino.

El mes terminó con dos notas positivas.
Ofrecí una recepción para los miembros del Congreso
que habían votado a favor del presupuesto de 1993, entre
ellos los que habían perdido sus escaños al
hacerlo, para anunciar que el déficit había sido
completamente eliminado por primera vez desde 1969. Era un
resultado absolutamente impensable cuando tomé
posesión de mi cargo y hubiera sido imposible sin la
durísima votación que aprobó el plan
económico de 1993. El último día del mes, el
Senado votó, 80 votos contra 19, para apoyar otra de mis
principales prioridades: la entrada de Polonia, Hungría y
la República Checa en la OTAN.

Hacia mediados de mayo nuestros esfuerzos por prohibir
las pruebas nucleares se vieron socavados cuando India
realizó cinco pruebas subterráneas. Dos semanas
más tarde, Pakistán reaccionó llevando a
cabo seis pruebas a su vez. India afirmó que sus armas
nucleares eran necesarias para disuadir a China, y
Pakistán declaró que estaba respondiendo a India.
La opinión pública de ambas naciones estaba a favor
de poseer armas nucleares, pero era una situación muy
peligrosa. En primer lugar, nuestros asesores de seguridad
nacional estaban convencidos de que, a diferencia de Estados
Unidos y la Unión Soviética durante la Guerra
Fría, India y Pakistán sabían muy poco de la
capacidad nuclear del otro y de sus políticas de uso.
Después de las pruebas indias, insté al primer
ministro de Pakistán, Nawaz Sharif, a que no reaccionara
imitándoles, pero no pudo resistirse a las presiones
políticas.

La decisión de India me preocupaba profundamente,
no solamente porque creía que era peligrosa, sino
también porque perjudicaba mi política de mejorar
las relaciones entre India y Estados Unidos y me hacía
más difícil obtener la ratificación del
Senado al Tratado de Prohibición Total de Pruebas
Nucleares. Francia y el Reino Unido ya se habían adherido,
pero había un creciente sentimiento de aislamiento y
unilateralismo en el Congreso, como resultaba patente tras el
fracaso de la legislación de vía rápida y la
negativa de pagar nuestra deuda con Naciones Unidas o nuestra
contribución al Fondo Monetario Internacional; esto
último era realmente importante. Con la crisis financiera
asiática que amenazaba con extenderse a las
frágiles economías de otras zonas del mundo, el FMI
necesitaba ser capaz de organizar una respuesta agresiva y bien
respaldada económicamente. El Congreso estaba poniendo en
peligro la estabilidad de la economía global.

Mientras la polémica de las pruebas nucleares
seguía en marcha, tuve que irme de viaje, esta vez a la
cumbre anual del G-8 que se celebraba en Birmingham, Inglaterra.
De camino, me detuve en Alemania para reunirme con Helmut Kohl en
Sans Souci, el palacio de Federico el Grande. También
asistí a la celebración del cincuenta aniversario
del puente aéreo que abasteció a Berlín
durante el bloqueo, y realicé una aparición
pública con Kohl en una fábrica de Opel General
Motors en Eisenach, en la ex Alemania oriental.

Kohl se enfrentaba a una reelección complicada, y
mis apariciones a su lado, aparte de la ceremonia conmemorativa
del embargo, despertaron algunas preguntas, especialmente dado
que su oponente del Partido Social Demócrata, Gerhard
Schroeder, se presentaba con un programa muy similar al que Tony
Blair y yo defendíamos. Helmut ya había servido a
Alemania más que ningún otro canciller
alemán, excepto Bismarck, y estaba por detrás en
las encuestas. Pero había sido amigo de Estados Unidos, y
mío, y no importaba lo que sucediera en las elecciones, su
legado estaba asegurado: una Alemania reunificada, una
Unión Europea fuerte, la colaboración con la Rusia
democrática y el apoyo de Alemania al fin de la guerra en
Bosnia. Antes de irme de Alemania, también mantuve una
larga entrevista con Schroeder, que se había elevado desde
unos inicios modestos hasta la cúspide de la
política alemana. Me pareció un hombre duro,
inteligente y muy consciente de qué quería hacer.
Le deseé buena suerte y le dije que si ganaba haría
lo que pudiera por ayudarle a cumplir sus objetivos.

Cuando llegué a Birmingham, me di cuenta de que
la ciudad había pasado por una renovación radical y
era mucho más bonita que cuando la visité
hacía casi treinta años. La conferencia
tenía un programa de trabajo útil, centrado en las
reformas económicas internacionales, una mayor
cooperación contra el tráfico de drogas, el
blanqueo de dinero y la trata de mujeres y de niños.
También apelaba a una alianza específica entre
Estados Unidos y la Unión Europea contra el terrorismo.
Aunque era importante, lo cierto es que los acontecimientos que
estaban teniendo lugar en aquel momento, como las pruebas
nucleares de India, el colapso político y económico
de Indonesia, el estancamiento del proceso de paz en Oriente
Próximo, la lúgubre perspectiva de una nueva guerra
en Kosovo y el próximo referéndum sobre el acuerdo
del Viernes Santo, le restaban algo de relevancia. Condenamos las
pruebas nucleares de India, reafirmamos nuestro apoyo a los
tratados de Prohibición Total de Pruebas Nucleares y de No
Proliferación y declaramos que queríamos un tratado
global para detener la producción de materiales
físiles para la construcción de armas nucleares. En
Indonesia, expresamos la urgencia de reformas políticas y
económicas, que no parecían probables porque las
finanzas del país estaban en una situación tan
penosa que las medidas necesarias para revitalizar la
economía aún harían, a corto plazo, la vida
más difícil a los indonesios. Al cabo de un par de
días, el presidente Suharto dimitió, pero los
problemas de Indonesia no se fueron con él. Pronto
reclamarían una parte importante de mi tiempo. De momento,
nada se podía hacer respecto a Oriente Próximo,
hasta que la situación política israelí se
calmara.

En Kosovo, la provincia más al sur de Serbia, la
mayor parte de los habitantes eran musulmanes albaneses que
vivían oprimidos bajo la férula de Milosevic.
Después de los ataques serbios contra los kosovares, a
principios de año, Naciones Unidas había decidido
fijar un embargo en la ex Yugoslavia (Serbia y Montenegro) y
diversas naciones habían impuesto sanciones
económicas contra Serbia. Un Grupo de Contacto, compuesto
por Estados Unidos, Rusia y algunas naciones europeas, trabajaba
para evitar la crisis. El G-8 respaldaba los esfuerzos del Grupo
de Contacto, pero pronto tendríamos que hacer mucho
más.

Una vez más, las buenas noticias solo
venían de Irlanda del Norte. Más del 90 por ciento
de los miembros del partido del Sinn Fein habían aprobado
el acuerdo del Viernes Santo. Con John Hume y Gerry Adams
volcados en promoverlo, también se obtendría un
masivo voto católico, casi con toda certeza. La
opinión protestante estaba más dividida.
Después de mantener contactos con los diversos partidos,
decidí no viajar desde Birmingham hasta Belfast para
hablar en persona a favor del acuerdo. No quería entregar
a Ian Paisley munición para que me atacara como un
extraño que decía a los irlandeses del Norte
qué debían hacer. En lugar de eso, Tony Blair y yo
nos reunimos con unos periodistas y realizamos dos largas
entrevistas televisivas para la BBC y la CNN, en las que apoyamos
el referéndum.

El 20 de mayo, dos días antes de la
votación, también pronuncié un breve
discurso por radio para la gente de Irlanda del Norte;
prometí el apoyo de Estados Unidos si votaban por
«una paz duradera para ustedes y sus hijos». Y eso
fue exactamente lo que hicieron. El acuerdo del Viernes Santo se
aprobó por un 71 por ciento de la gente de Irlanda del
Norte, entre ellos una unánime mayoría de
protestantes. En la República de Irlanda, más del
90 por ciento de los votantes se pronunciaron a favor.
Jamás había estado tan orgulloso de mi herencia
irlandesa.

Después de una parada en Ginebra para exhortar a
la Organización Mundial del Comercio a que adoptara un
proceso de toma de decisiones más abierto, en el que
tuviera más en cuenta las condiciones medioambientales y
laborales en las negociaciones comerciales y que escuchara
más a los representantes de los ciudadanos que se
sentían dejados a un lado en la economía global,
volé de regreso a Estados Unidos, pero no me alejé
de los problemas mundiales.

Esa semana, en la ceremonia de graduación de la
Academia Naval de Estados Unidos, anuncié una estrategia
agresiva para hacer frente a las complejas redes terroristas
globales. Incluía un plan para detectar, disuadir y
defendernos contra los ataques a nuestras plantas de
energía, suministros de agua, vigilancia policial,
servicios médicos y de bomberos, control del
tráfico aéreo, servicios financieros, sistemas de
telecomunicaciones y un esfuerzo coordinado para prevenir la
difusión y el uso de armas biológicas y para
proteger a nuestros ciudadanos de ellas. Propuse reforzar el
sistema de inspecciones de la Convención de Armas
Biológicas, vacunar a nuestro ejército contra
amenazas biológicas conocidas, especialmente el
ántrax, y entrenar a más funcionarios locales y
estatales y a personal de la Guardia Nacional para que fueran
capaces de reaccionar contra ataques biológicos.
Igualmente, insistí en que debíamos actualizar
nuestro sistema de detección y alarmas, y almacenar una
reserva de medicamentos y vacunas contra los ataques
biológicos más probables; así como impulsar
la investigación y el desarrollo para crear una nueva
generación de vacunas, medicinas y herramientas de
diagnóstico.

Durante los meses previos, me había llegado a
preocupar especialmente la perspectiva de un ataque
biológico, quizá con un arma genéticamente
diseñada para resistir las vacunas y las medicinas
existentes. El anterior mes de diciembre, durante el fin de
semana del Renacimiento, Hillary y yo habíamos organizado
una cena con Craig Venter, un biólogo molecular cuyo
laboratorio trataba de completar la secuencia del genoma humano.
Le pregunté a Craig cuáles eran las posibilidades
de que el mapa genético humano permitiera a los
terroristas desarrollar genes sintéticos, rediseñar
virus ya existentes o combinar la viruela con otro virus mortal
para convertirlo en uno aún más
dañino.

Craig dijo que todo era posible, y me recomendó
que leyera la última novela de Richard Preston,
Operación Cobra, un thriller sobre un
científico loco que quiere reducir la población
mundial infectando la ciudad de Nueva York con
«brainpox», una combinación de
viruela y un virus de insecto que destruye los nervios. Cuando
leí el libro me sorprendió descubrir que en sus
agradecimientos Preston mencionaba a más de cien
científicos, militares, expertos de los servicios secretos
y funcionarios de mi propia administración.
Recomendé a algunos miembros del gabinete a que leyeran el
libro, y también al portavoz Gingrich.

Habíamos empezado a trabajar en el tema de la
guerra biológica desde 1993, después de que la
bomba en el World Trade Center pusiera de manifiesto que el
terrorismo podía actuar en nuestro propio territorio. Un
desertor de Rusia nos había dicho que en su país
había grandes reservas de ántrax, viruela,
Ébola y otros patógenos, y que se seguían
produciendo pese a la caída de la Unión
Soviética. En respuesta a esto, ampliamos el mandato del
programa Nunn-Lugar para incluir la cooperación con Rusia
en el área de las armas biológicas, además
de las nucleares.

Después de la emisión de gas sarín
en el metro de Tokyo en 1995, el Grupo de Seguridad
Antiterrorista, dirigido por el miembro del equipo del Consejo de
Seguridad Nacional, Richard Clarke, empezó a concentrarse
más en la planificación de defensas contra el
ataque de armas químicas y biológicas. En junio de
1995, firmé la Directiva de Decisión Presidencial
(PDD) número 39, para repartir las responsabilidades entre
diversas agencias gubernamentales respecto a la prevención
y gestión de dichos ataques y para reducir la capacidad de
maniobra de los terroristas, mediante acciones encubiertas y
esfuerzos agresivos para la captura de los terroristas en el
extranjero. En el Pentágono, algunos mandos militares y
civiles estaban interesados en este tema, entre ellos el
comandante del Cuerpo de los Marines, Charles Krulak, y Richard
Danzig, el subsecretario de la Marina. A finales de 1996, la
Junta de Jefes del Estado Mayor apoyó la
recomendación de Danzig de vacunar a todo el personal
militar contra el ántrax, y el Congreso tomó
medidas para aumentar los controles sobre los agentes
biológicos presentes en los laboratorios norteamericanos,
después de que un fanático, con una falsa
identificación, fuera atrapado comprando tres viales de un
virus contagioso de un laboratorio por unos 300
dólares.

Hacia finales de 1997, cuando obtuvimos la
confirmación de que Rusia poseía reservas
aún mayores de las que se creyó inicialmente de
agentes bioquímicos, autoricé la cooperación
norteamericana con los científicos que habían
trabajado en algunos de los institutos donde se habían
fabricado las armas bioquímicas durante la era
soviética, con la esperanza de descubrir exactamente
qué sucedía, e impedir que vendieran sus
conocimientos o los agentes biológicos a Irán o a
otros compradores.

En marzo de 1988, Dick Clarke reunió a unos
cuarenta miembros de la administración en la Blair House
para un «ensayo» de cómo hacer frente a los
ataques terroristas de viruela, un agente químico y un
arma nuclear. Los resultados fueron alarmantes. Con la viruela,
se tardaba mucho tiempo y se perdían demasiadas vidas
hasta poder controlar la epidemia. La reserva de
antibióticos y vacunas era inadecuada, las leyes de
cuarentena estaban anticuadas y los sistemas de salud
pública no funcionaban bien; los planes de emergencia
estatales no estaban bien desarrollados.

Unas semanas más tarde, a petición
mía, Clarke reunió a siete científicos y
expertos en reacciones de emergencia. Entre ellos se encontraban
Craig Venter; Joshua Lederberg, un biólogo y ganador del
Nobel que se había pasado décadas luchando contra
las armas químicas, y Jerry Hauer, director de la
Gestión de Emergencias de la ciudad de Nueva York. Junto
con Bill Cohen, Janet Reno, Donna Shalala, George Tenet y Sandy
Berger, me reuní con el grupo durante varias horas para
discutir cuáles eran las amenazas y de qué forma
debíamos afrontarlas. Aunque me había pasado casi
toda la noche anterior ayudando a que se cerrara el acuerdo de
paz irlandesa, escuché atentamente su presentación
e hice muchas preguntas. Todo lo que oía me confirmaba que
no estábamos preparados para responder a ataques
bioquímicos y que el inminente descubrimiento de la
secuencia del genoma humano y la reconfiguración de los
genes tendría profundas implicaciones para nuestra
seguridad nacional. Cuando la reunión estaba a punto de
terminar, el doctor Lederberg me dio un ejemplar de un
número reciente del Journal of the American Medical
Association
dedicado a la amenaza del bioterrorismo.
Después de leerlo, me quedé aún más
preocupado.

En menos de un mes, el grupo me envió un informe
en el que recomendaban gastar casi 2.000 millones de
dólares durante los siguientes cuatro años y
mejorar la capacidad de nuestro sistema de salud pública,
construir una reserva nacional de antibióticos y vacunas,
especialmente contra la viruela, e impulsar la
investigación para desarrollar nuevas medicinas y vacunas
mediante la ingeniería genética.

El día del discurso de Annapolis, firmé
dos directivas presidenciales más sobre el terrorismo. La
PDD62 creaba un programa antiterrorista de diez puntos; en
él se asignaban responsabilidades diversas a varias
agencias gubernamentales según funciones
específicas, entre ellas la captura, extradición y
persecución de los terroristas así como el
desmantelamiento de sus redes operativas; impedir que los
terroristas adquirieran armas de destrucción masiva;
gestionar el momento posterior a los ataques; proteger las
infraestructuras esenciales y los cibersistemas, y proteger a los
ciudadanos norteamericanos en el país y en el
extranjero.

La PDD62 también establecía el cargo de
Coordinador Nacional de Lucha Antiterrorista y Protección
de las Infraestructuras. Nombré a Dick Clarke, que
había sido nuestro hombre en el problema del
antiterrorismo desde el principio. Era un profesional, que
había estado en las administraciones Reagan y Bush y era
adecuadamente agresivo en sus esfuerzos por organizar al gobierno
en la lucha contra el terrorismo. La PDD63 contemplaba la
creación de un Centro Nacional de Protección de
Infraestructuras que prepararía por primera vez un plan
exhaustivo para garantizar la seguridad de nuestras
infraestructuras esenciales, como los transportes, las
telecomunicaciones y los sistemas de suministro de
agua.

A finales de mes, Starr trató de obligar de nuevo
a Susan McDougal a testificar ante el gran jurado, y
fracasó. También interrogó a Hillary durante
casi cinco horas, por sexta vez; y acusó a Webb Hubbell de
nuevo de delito fiscal. Algunos ex fiscales cuestionaron la
propiedad del paso altamente insólito que había
dado Starr. Esencialmente, a Hubbell le acusaban de nuevo por
inflar las facturas de sus clientes porque no había pagado
los impuestos de lo que ingresaba. Para empeorar las cosas, Starr
también presentó cargos contra la esposa de
Hubbell, Suzy, porque había firmado la declaración
de renta conjunta, y contra los amigos de Webb, el contable Mike
Schaufele y el abogado Charles Owen, porque habían
asesorado a Hubbell en sus asuntos económicos, sin
cobrarle nada, cuando estaba en apuros. Hubbell fue muy directo
en su respuesta: «Creen que acusándome a mí y
a mis amigos mentiré acerca del presidente y de la primera
dama. No lo haré… no voy a mentir acerca del presidente.
Ni tampoco acerca de la primera dama, ni de nadie en
absoluto».

A principios de mayo, Starr persistió en su
estrategia de intimidación y acusó a Susan McDougal
de desacato penal ante el tribunal y obstrucción a la
justicia por su firme negativa de hablar con el gran jurado, la
misma ofensa por la que había pasado ya dieciocho meses en
la cárcel por desacato civil. Era inaudito. Starr y Hick
Ewing no conseguían forzar a Susan McDougal a decir las
mentiras que ellos querían escuchar, y eso les sacaba de
quicio. Aunque Susan tuvo que pasar casi un año más
en esas circunstancias, era más dura que ellos y al final
la verdad saldría a la luz.

En junio, Starr por fin probó un poco de su
propia medicina. Después de que Steven Brill publicara un
artículo en Brill's Content acerca de la
operación de Starr, que ponía de manifiesto la
estrategia de filtraciones ilícitas de noticias por parte
de la oficina de Starr, y en el que informaba que éste
había admitido las filtraciones en una entrevista de
noventa minutos, la juez Norma Holloway Johnson sentenció
que había una «causa probable» para creer que
la oficina de Starr se había dedicado a filtrar de forma
«grave y repetida» informaciones a la prensa y a los
medios de comunicación, y que David Kendall podía
citar a Starr y a sus adjuntos para descubrir el origen de las
filtraciones. Dado que la decisión de la juez
también implicaba las sesiones del gran jurado, la
sentencia no se hizo pública. Curiosamente, fue uno de los
aspectos de la operación de Starr que no se filtró
a la prensa.

El 29 de mayo, Barry Goldwater falleció a los
ochenta y nueve años. Su muerte me entristeció.
Aunque pertenecíamos a distintos partidos y nuestras
filosofías también divergían, Goldwater
había sido extraordinariamente amable con Hillary y
conmigo. Yo también le respetaba por ser un verdadero
patriota y un libertario a la vieja usanza, que creía que
el gobierno debía quedarse fuera de las vidas privadas de
los ciudadanos y que la lucha política tenía que
centrarse en las ideas, y no en los ataques
personales.

Pasé el resto de la primavera impulsando mi
programa legislativo y, en general, trabajando del día a
día: emití una orden ejecutiva para prohibir la
discriminación de los gays en el empleo civil federal y
apoyé el nuevo programa de reformas económicas de
Boris Yeltsin. El Emir de Bahrein vino de visita a la Casa
Blanca; también me dirigí a la Asamblea General de
Naciones Unidas para hablar del tráfico de drogas global.
Tuvimos la visita de estado del presidente de Corea del Sur, Kim
Dae Jung, y celebramos la Conferencia Oceánica Nacional en
Monterrey, California, donde extendí la prohibición
de extraer petróleo de la costa californiana durante
catorce años más. También firmé una
ley que garantizaba fondos para comprar chalecos antibalas para
el 25 por ciento de los agentes de policía que aún
no los tenía y pronuncié los discursos de la
ceremonia de graduación en tres universidades,
además de hacer campaña para los demócratas
en seis estados.

Fue un mes ajetreado pero bastante normal, excepto por
un triste viaje que tuve que hacer hasta Springfield, Oregon,
donde un joven inestable de quince años había
matado y herido con un arma semiautomática a algunos de
sus compañeros. Era el último de una serie de
matanzas en escuelas entre los que se contaban incidentes letales
en Jonesboro, Arkansas; Pearl, Mississippi; Paducah, Kentucky y
Edinboro, Pennsylvania.

Las muertes eran desgarradoras y desconcertantes, porque
el índice de criminalidad juvenil en general por fin
descendía. Me daba la sensación de que aquellos
estallidos de violencia se debían, al menos en parte, a la
excesiva glorificación de la violencia en nuestra cultura
y a la facilidad con que los niños conseguían armas
mortíferas. En todos los casos de matanzas escolares,
incluidas algunas en las que no hubo que lamentar
pérdidas, los jóvenes autores del hecho
parecían airados, enajenados o poseídos por alguna
oscura filosofía de la vida. Pedí a Janet Reno y a
Dick Riley que elaboraran una guía para maestros, padres y
alumnos sobre las señales iniciales que tan a menudo
exhiben los jóvenes con problemas, y que incluyera
estrategias para ayudarles.

Me desplacé a la escuela de Springfield para
reunirme con las familias de las víctimas, escuchar las
historias de lo que había sucedido y hablar con los
estudiantes, los maestros y los ciudadanos. Todos estaban
traumatizados y se preguntaban cómo había podido
pasar algo así en su comunidad. A menudo, en momentos como
ese, sentía que lo único que podía hacer era
compartir el dolor de la gente, tranquilizarles
diciéndoles que eran buenas personas y animarles a que
hicieran de tripas corazón y siguieran
adelante.

Cuando la primavera se convirtió en verano,
llegó el momento de mi visita a China, que estaba prevista
desde hacía tiempo. Aunque Estados Unidos y China
aún mantenían diferencias significativas sobre los
derechos humanos, la libertad religiosa y política y otros
asuntos, yo tenía ganas de emprender el viaje. Pensaba que
a Jiang Zemin le había ido bien en su viaje a Estados
Unidos en 1997, y que él estaría ansioso por que en
esta ocasión a mí también me fuera
bien.

El viaje no estaba exento de polémica en ninguno
de los dos países. Yo era el primer presidente que viajaba
a China desde la supresión de las fuerzas en pro de la
democracia en la plaza de Tiananmen en 1989. Las acusaciones de
que los chinos habían intentado influir en las elecciones
de 1996 aún no se habían aclarado. Además,
algunos republicanos me atacaban por permitir que las empresas
norteamericanas lanzaran satélites comerciales al espacio
utilizando misiles chinos, aunque ellos no podían acceder
a la tecnología de satélite y a pesar de que el
proceso se había iniciado durante la administración
Reagan, había seguido durante los años de Bush y
que su objeto era ahorrar dinero a las compañías
norteamericanas. Finalmente, muchos norteamericanos temían
que las políticas comerciales chinas y su tolerancia
respecto a la reproducción y a la venta ilegal de libros,
películas y música norteamericana causaran
pérdida de empleos en Estados Unidos.

En el lado chino, muchos funcionarios pensaban que
nuestras críticas acerca de su política de derechos
humanos eran una interferencia en sus asuntos internos, mientras
otros pensaban que, a pesar de mi discurso positivo, el objetivo
norteamericano era contener a China y no cooperar con ella en el
siglo XXI.

Con un cuarto de la población mundial y una
economía en rápido crecimiento, China sin duda
tendría un profundo impacto económico y
político en Estados Unidos y en el mundo entero. Si era
posible, teníamos que construir una relación
positiva. Hubiera sido una estupidez no ir.

Una semana antes de partir, nombré a nuestro
embajador en Naciones Unidas, Bill Richardson, sucesor de
Federico Peña en su cargo de secretario de Energía,
y designé a Dick Holbrooke nuevo embajador. Richardson, un
ex congresista de Nuevo México, donde se encuentran los
dos laboratorios de investigación más importantes
del Departamento de Energía, estaba hecho a la medida del
puesto. Holbrooke tenía la habilidad de resolver nuestro
problema del impago a Naciones Unidas y la experiencia y la
inteligencia necesarias para realizar una gran
contribución a nuestro equipo de política exterior.
Con los problemas que se avecinaban en los Balcanes de nuevo, le
necesitábamos.

Hillary, Chelsea y yo llegamos a China la noche del 25
de junio, junto con la madre de Hillary, Dorothy, y una
delegación que incluía a la secretaria Albright, al
secretario Rubin, al secretario Daley y a seis miembros del
Congreso, entre ellos John Dingell de Michigan, el miembro que
llevaba más años en la Cámara. La presencia
de John era importante porque la dependencia de Michigan respecto
a la industria automovilística la convertía en el
centro del sentimiento proteccionista. A mí me gustaba la
idea de que quisiera ver China con sus propios ojos, para
formarse una idea sobre si China debía o no sumarse a la
OMC.

Empezamos el viaje en la antigua capital de Xi'an, donde
los chinos organizaron una ceremonia de bienvenida muy bella y
elaborada. Al día siguiente tuvimos la oportunidad de
caminar entre las filas de los famosos guerreros de terracota y
de mantener una mesa redonda donde debatimos con los habitantes
chinos de la pequeña ciudad de Xiahe.

Nos pusimos manos a la obra dos días más
tarde, cuando el presidente Jiang Zemin y yo nos reunimos y
celebramos una conferencia de prensa que se televisó en
directo por toda China. Hablamos francamente de nuestras
diferencias, así como de nuestro compromiso de construir
una colaboración estratégica. Era la primera vez
que el pueblo chino había visto a su dirigente debatir de
verdad cuestiones como los derechos humanos y la libertad
religiosa con un jefe de Estado extranjero. Jiang se
sentía más confiado, lo suficiente como para hablar
de esos temas en público; además estaba seguro de
que yo discreparía de forma respetuosa. También
destacamos los intereses comunes que nos unían, como la
voluntad de poner fin a la crisis financiera asiática,
avanzar en la no proliferación nuclear y promover la
reconciliación de la península coreana.

Cuando defendí que China debía disfrutar
de más libertad y respeto a los derechos humanos, Jiang me
respondió que Estados Unidos era un país
extremadamente desarrollado, mientras que la renta per
cápita de China aún era de 700 dólares
anuales. Hizo hincapié en nuestras distintas historias,
culturas, ideologías y sistemas sociales. Cuando
animé a Jiang a que se reuniera con el Dalai Lama dijo que
la puerta estaba abierta si el Dalai Lama declaraba primero que
el Tíbet y Taiwan formaban parte de China, y
añadió que ya había «varios canales de
comunicación» establecidos con el líder del
budismo tibetano. Obtuve una carcajada del público chino
cuando dije que, en mi opinión, si Jiang y el Dalai Lama
se reunían alguna vez, seguramente se caerían bien
el uno al otro. También traté de dar iniciativas
prácticas para avanzar en la cuestión de los
derechos humanos. Por ejemplo: aún quedaban ciudadanos
chinos encarcelados por delitos que ya no existían.
Propuse que fueran liberados.

El objetivo principal de la conferencia de prensa fue el
debate en sí. Yo quería que los ciudadanos chinos
vieran que Estados Unidos apoyaba los derechos humanos que
consideramos universales y quería que los funcionarios
chinos se dieran cuenta de que una mayor apertura no
provocaría la desintegración social que, dada la
historia de China, comprensiblemente temían.

Después de la cena oficial ofrecida por Jiang
Zemin y su esposa Wang Yeping, él y yo nos turnamos
dirigiendo la Banda del Ejército de Liberación del
Pueblo. Al día siguiente mi familia asistió a la
misa del domingo en la iglesia de Chongwenmen, la primera iglesia
protestante de Pekín, y una de los pocos templos de culto
permitidos por el gobierno. Muchos cristianos se reunían
en secreto en sus hogares. La libertad religiosa era importante
para mí y me sentí satisfecho de que Jiang aceptara
que más adelante le enviara una delegación de
líderes religiosos norteamericanos, entre ellos un rabino,
un arzobispo católico y un ministro evangélico,
para seguir avanzando en aquella cuestión.

Después de visitar la Ciudad Prohibida y la Gran
Muralla, celebré una sesión de preguntas y
respuestas con los estudiantes de la Universidad de Pekín.
Hablamos de los derechos humanos en China, pero también me
preguntaron acerca de ellos en Estados Unidos y qué
podía hacer yo para ayudar a que el pueblo norteamericano
comprendiera mejor a China. Eran preguntas justas procedentes de
jóvenes que querían que su país cambiara,
pero que a pesar de todo se sentían orgullosos de su
patria.

El primer ministro Zhu Rongji celebró un almuerzo
para la delegación, durante el cual hablamos de los retos
económicos y sociales a los que China se enfrentaba,
así como de los temas pendientes que aún
debíamos resolver para que China entrara en la
Organización Mundial del Comercio. Yo estaba firmemente
convencido de que debía hacerlo, para que China siguiera
integrándose progresivamente en la economía global
y también para lograr tanto que aceptara gradualmente la
legislación de la comunidad internacional como que
aumentara su disponibilidad a cooperar con Estados Unidos y otras
naciones en una amplia gama de asuntos. Esa noche el presidente
Jiang y la señora Wang nos invitaron a cenar con ellos en
su residencia oficial, que se encontraba a orillas de un
plácido lago en el complejo donde se alojaban los
más importantes dirigentes chinos. Cuanto más
tiempo pasaba con Jiang, más me gustaba. Era un hombre
enigmático, divertido y profundamente orgulloso, pero
siempre dispuesto a escuchar los distintos puntos de vista.
Aunque no siempre estaba de acuerdo con él, me
convencí de que él creía que
cambiaría China tan rápido como fuera posible, en
la dirección adecuada.

De Pekín fuimos a Shanghai; parecía la
ciudad con más grúas de construcción de todo
el mundo. Hillary y yo mantuvimos una fascinante discusión
sobre los problemas y el potencial de China con un grupo de
jóvenes, entre los que había profesores,
empresarios, un defensor de los consumidores y un novelista. Una
de las experiencias más ilustrativas de todo el viaje fue
durante mi participación en un programa radiofónico
al que llamaban los oyentes y en el que me acompañó
el alcalde. Me hicieron algunas preguntas previsibles pero
interesantes sobre temas económicos y de seguridad, pero
le hicieron más al alcalde que a mí: sus oyentes
estaban interesados en conseguir mejor educación y
más ordenadores, y estaban preocupados por la
congestión de tráfico de la ciudad, fruto de su
creciente prosperidad y expansión. Pensé que si los
chinos se quejaban al alcalde sobre atascos de tráfico, es
que la política china iba por buen camino.

Antes de volver a casa, fuimos a Guilin para una
reunión con activistas del medio ambiente preocupados por
la destrucción de los bosques y la pérdida de la
vida salvaje. También realizamos un tranquilo viaje
río abajo por el Li, que fluye a través de un
bellísimo paisaje marcado por grandes formaciones de
piedra caliza que parecen haber surgido bruscamente en el
horizonte de los tranquilos parajes campestres. Después de
Guilin, hicimos una parada en Hong Kong para ver a Tung Cheehwa,
el jefe ejecutivo escogido por los chinos después de que
los británicos se retiraran. Era un hombre inteligente y
cosmopolita que había vivido algunos años en
Estados Unidos; estaba muy ocupado tratando de equilibrar la
bulliciosa cultura política de Hong Kong y el gobierno
central chino mucho más conformista. También me
reuní con el defensor de la democracia Martin Lee. Los
chinos habían prometido que no tocarían el sistema
político de Hong Kong, mucho más
democrático, pero yo tenía la impresión de
que los detalles de la reunificación aún se estaban
puliendo y que ninguna de las dos partes estaba plenamente
satisfecha con la situación actual.

A mediados de julio, Al Gore y yo celebramos un acto en
la Academia Nacional de la Ciencia, en la que pusimos de relieve
los esfuerzos de nuestra administración para evitar el
colapso de los ordenadores con el cambio de milenio. Había
una preocupación muy extendida de que muchos sistemas
informáticos no reconocerían el cambio al
año 2000 y que esto podría causar el desastre en la
economía y alterar las vidas de millones de
norteamericanos. Organizamos un exhaustivo programa, dirigido por
John Koskinen, para garantizar que todos los sistemas
gubernamentales estuvieran listos para el nuevo milenio, y
también ayudamos al sector privado a hacer los
preparativos necesarios. No sabríamos con certeza si
nuestras medidas habían funcionado hasta que llegara el
día.

El 16, convertí en ley otra de mis prioridades,
la Ley de Incentivos y Apoyo al Rendimiento de la Infancia. Ya
habíamos aumentado el cumplimiento de los deberes
paternos, como ir a buscar a los niños al colegio, en un
68 por ciento desde 1992; ahora, 1,4 millones de familias
más recibían ayudas a la infancia. Esta ley
penalizaba a los estados que no automatizaban sus archivos de
ayudas a la infancia, ni daban compensaciones financieras a los
que cumplían los objetivos de rendimiento
fijados.

Por esas fechas anuncié la compra de ochenta
millones de fanegas de trigo, para distribuirlas entre los
países en vías de desarrollo que sufrían
carestías y falta de alimentos. Los precios del grano
estaban bajos y la compra aliviaría una necesidad
humanitaria y aumentaría el precio del cereal casi trece
centavos por fanega, una importante noticia para los granjeros.
También pedí al Congreso que aprobara un paquete de
ayudas agrícolas urgentes.

Hacia finales de mes, Mike McCurry anunció que
dimitiría como secretario de prensa de la Casa Blanca en
otoño; nombré a su adjunto, Joe Lockhart, que
había sido secretario de prensa durante mi campaña
para la reelección, para que le sucediera. McCurry
había hecho un excelente trabajo en un puesto que
exigía mucho, pues tenía que responder a preguntas
muy duras, explicar las medidas políticas de la
administración con claridad e ingenio, y trabajar durante
jornadas laborales en las que tenía que estar disponible
las veinticuatro horas del día. Quería ver crecer a
sus hijos. A mí me gustaba mucho Joe Lockhart, y a la
prensa también parecía que le caía bien.
Además, disfrutaba jugando a cartas conmigo; sería
un período de transición suave.

En julio, seguí impulsando mi programa de medidas
en Estados Unidos; mientras, Dick Holbrooke voló a
Belgrado para entrevistarse con Milosevic, en un intento por
solucionar la crisis de Kosovo. El primer ministro Hashimoto
dimitió después de la derrota electoral en
Japón y Nelson Mandela se casó con Graça
Machel, la encantadora viuda de un ex presidente de Mozambique y
una figura destacada de la lucha contra la explotación de
los niños soldado en las guerras de Africa. A todo esto,
Ken Starr seguía tratando de construir su caso contra
mí.

Insistió en que algunos de mis agentes del
servicio secreto prestaran testimonio, entre ellos Larry Cockell,
el jefe del equipo de mis guardaespaldas. El Servicio Secreto se
había resistido con uñas y dientes, y el ex
presidente Bush había escrito dos cartas expresando su
oposición. Excepto cuando el presidente se encuentra en la
planta de la residencia de la Casa Blanca, el Servicio Secreto
siempre está con él o justo al otro lado de la
puerta de la estancia en la que esté. Los presidentes
dependen del Servicio Secreto para su protección, y
también para que protejan sus confidencias. Los agentes
oyen todo tipo de conversaciones relacionadas con la seguridad
nacional, la política interior, los conflictos
políticos y las luchas personales. Su dedicación,
profesionalidad y discreción han servido bien a los
presidentes de ambos partidos, y también a la
nación. Ahora Starr quería poner todo eso en
peligro, y no para un caso de espionaje o de abusos del FBI como
los que sucedieron en Watergate, ni nada parecido al voluntario
desafío de la ley que constituyó el caso
Irán-Contra, sino para averiguar si yo había dado
respuestas falsas y exhortado a Monica Lewinsky a hacer lo mismo
en respuesta a preguntas formuladas con mala fe, de un caso que
ya había sido desestimado por los tribunales porque no se
sostenía por ningún lado.

Hacia finales de mes, Starr había concedido
inmunidad a Monica Lewinsky para que no pudiera ser acusada por
lo que dijera en su testimonio ante el gran jurado;
también me había citado a mí a declarar. El
día 29, acepté testificar voluntariamente y se
retiró la citación. No puedo decir que tuviera
ganas de hacerlo.

A principios de agosto, me reuní con diez
líderes tribales indios en Washington, para anunciar un
esfuerzo global para mejorar la educación, la sanidad y
las oportunidades económicas de los nativos
norteamericanos. Mi ayudante para asuntos intergubernamentales,
Mickey Ibarra, y Lynn Cutler, mi contacto con las tribus,
habían trabajado mucho en esta iniciativa, que era muy
necesaria. Aunque Estados Unidos gozaba de su tasa de desempleo
más baja en veintiocho años, la de criminalidad
más baja en veinticinco y el porcentaje más
reducido de ciudadanos dependientes de la asistencia social en
veintinueve años, las comunidades nativas norteamericanas
que no habían logrado enriquecerse gracias a las
operaciones de juego aún estaban pasándolo mal.
Menos del 10 por ciento de los nativos norteamericanos
recibían enseñanza superior, y tenían tres
probabilidades más de sufrir diabetes que los
norteamericanos blancos; también tenían el ingreso
per cápita más bajo que ningún otro grupo
étnico del país. Algunas comunidades tribales
presentaban tasas de desempleo de más del 50 por ciento.
Los jefes estaban animados por las nuevas medidas que
tomábamos y, después de la reunión, yo
también abrigué la esperanza de que
podríamos ayudarlos.

Al día siguiente estallaron dos bombas en las
embajadas norteamericanas de Tanzania y Kenya respectivamente,
con cinco minutos de diferencia; mataron a 257 personas, 12 de
ellas norteamericanas, e hirieron a 5,000 más. Las pruebas
iniciales indicaban que el atentado era responsabilidad de la red
de Osama bin Laden, conocida como al-Qaeda. A finales de febrero,
bin Laden había emitido una fatwa para
desencadenar ataques contra el ejército de Estados Unidos
y objetivos civiles en todo el mundo. En mayo, había dicho
que sus seguidores atacarían objetivos norteamericanos en
el Golfo y habló de «llevar la guerra de vuelta al
territorio de Estados Unidos». En junio, en una entrevista
con un periodista norteamericano, había amenazado con
derribar aviones militares norteamericanos con baterías
antiaéreas y misiles.

Nosotros llevábamos investigando a bin Laden
algunos años. A principios de mi mandato, Tony Lake y Dick
Clarke habían exigido a la CIA más
información sobre el acaudalado saudí, que
había sido expulsado de su propia patria en 1991,
había perdido su ciudadanía en 1994 y se
había instalado en Sudán.

Al principio, bin Laden parecía limitarse a
financiar operaciones terroristas pero, más adelante,
averiguamos que era el jefe de una organización terrorista
muy compleja, con acceso a grandes cantidades de dinero,
más allá de su propia fortuna, y con agentes en
diversos países, incluidos Chechenia, Bosnia y Filipinas.
En 1995, después de la guerra en Bosnia, habíamos
frustrado algunos intentos por parte de los muyahidines de
hacerse con el poder en la zona y, en colaboración con los
mandos locales, también habíamos impedido que un
piloto hiciera estallar varios aviones que despegaron de
Filipinas en dirección a la costa oeste. Sin embargo, la
red transnacional de bin Laden seguía
creciendo.

En enero de 1996, la CIA había establecido un
centro exclusivamente dedicado a bin Laden y a su red, dentro del
Centro de Lucha contra el Terrorismo, y poco después
empezamos a presionar a Sudán para que expulsara a bin
Laden. En aquel entonces Sudán era prácticamente un
santuario para terroristas, incluidos los egipcios que
habían tratado de asesinar al presidente Mubarak el junio
anterior, y que habían logrado acabar con su predecesor,
Anuar el Sadat. El dirigente de la nación, Hasán
al-Turabi, compartía los puntos de vista radicales de bin
Laden y los dos estaban implicados en todo un espectro de
negocios, desde operaciones legítimas hasta la
fabricación de armas y ayudas a los
terroristas.

Al tiempo que presionábamos a Turabi para que
expulsara a bin Laden, pedimos a Arabia Saudí que lo
acogiera. Los saudíes no querían volver a
permitirle la entrada, pero finalmente bin Laden abandonó
Sudán a mediados de 1996, aparentemente en buenos
términos con Turabi. Se trasladó a
Afganistán, donde encontró una cálida
bienvenida en el mulá Omar, el jefe de los talibanes, una
secta militante suní que estaba decidida a establecer una
teocracia musulmana radical en Afganistán.

En septiembre de 1996, los talibanes entraron en Kabul y
empezaron a extender su control por otras zonas del país.
Hacia finales de año, la unidad de la CIA dedicada a bin
Laden había desarrollado un archivo con información
muy importante sobre su persona y su infraestructura. Casi un
año después, las autoridades keniatas arrestaron a
un hombre sospechoso de estar implicado en la conspiración
terrorista contra la embajada estadounidense.

La semana después de los atentados, mantuve mi
agenda prevista y viajé a Kentucky, Illinois, y a
California, para promover la Declaración de Derechos del
paciente, nuestra iniciativa para el agua limpia y para ayudar a
los demócratas que se presentaban a la reelección
ese año. Aparte de esos acontecimientos públicos,
me pasaba la mayor parte del tiempo con mi equipo de seguridad,
discutiendo sobre la forma en que íbamos a responder a los
atentados cometidos en África.

El 13 de agosto, hubo una misa fúnebre en la base
aérea de Andrews por diez de las doce víctimas
norteamericanas. Entre la gente que bin Laden consideraba que
merecía morir solo porque era de nacionalidad
estadounidense, había un diplomático de carrera al
que yo había tratado en dos ocasiones, y su hijo; una
mujer que estaba pasando las vacaciones cuidando de sus ancianos
padres; un funcionario del servicio diplomático de origen
indio que había viajado por todo el mundo trabajando en
iniciativas a favor de su país de adopción; un
epidemiólogo que trataba de salvar a los niños
africanos de la enfermedad y la muerte; una madre de tres
niños pequeños; una persona que había sido
abuela hacía pocos días; un músico de jazz
de talento, que trabajaba en el servicio diplomático; un
administrador de la embajada, casado con una keniata, y tres
sargentos, de la Armada, las Fuerzas Aéreas y el Cuerpo de
los Marines, respectivamente.

Todo parecía indicar que bin Laden estaba
envenenado con la convicción de que estaba en
posesión de la verdad absoluta y que por lo tanto era
libre de jugar a ser Dios matando a gente inocente. Dado que
estábamos investigando su organización desde
hacía algunos años, yo sabía desde
hacía tiempo que era un enemigo en absoluto
desdeñable. Después de la matanza africana, me
concentré en su captura o su eliminación, y en la
destrucción de al-Qaeda.

Una semana después de las bombas en las
embajadas, después de grabar un discurso para la gente de
Kenya y de Tanzania, cuyas pérdidas eran mucho mayores que
las nuestras, me reuní con los jefes de Seguridad
Nacional. Tanto la CIA como el FBI me confirmaron que al-Qaeda
era responsable de los atentados, y me notificaron que algunos de
los autores materiales ya habían sido
detenidos.

También recibí informes de inteligencia
que advertían que al-Qaeda tenía planes de atacar
aún otra embajada, en Tirana, Albania, y que nuestros
enemigos creían que Estados Unidos era vulnerable porque
la polémica acerca de mi comportamiento personal nos
estaba distrayendo. Cerramos la embajada en Albania, enviamos a
un destacamento de marines fuertemente armados para vigilar el
edificio, y empezamos a cooperar con las autoridades locales para
desmantelar la célula de al-Qaeda que operaba allí.
Pero aún nos quedaban otras embajadas, en países
donde al-Qaeda contaban con agentes.

La CIA también disponía de informes que
decían que bin Laden y sus principales lugartenientes
tenían previsto reunirse en uno de sus campamentos en
Afganistán el 20 de agosto, para valorar el impacto de sus
ataques y planear sus futuras operaciones. La reunión era
una gran oportunidad para tomar represalias, y quizá
librarnos de un importante número de los más
destacados miembros de al-Qaeda. Pedí a Sandy Berger que
gestionara el proceso y preparara una respuesta militar.
Teníamos que escoger objetivos, desplazar los efectivos
militares necesarios hasta el lugar y reflexionar sobre la forma
de plantear la cuestión con Pakistán. Si
lanzábamos ataques aéreos nuestros aviones
necesariamente pasarían por el espacio aéreo de
Pakistán.

Aunque tratábamos de trabajar junto con
Pakistán para reducir tensiones en el subcontinente indio,
y nuestras dos naciones habían sido aliadas durante la
Guerra Fría, Pakistán apoyaba a los talibanes y,
por extensión, a al-Qaeda. El servicio de inteligencia
paquistaní, utilizaba algunos de los mismos campamentos de
entrenamiento que bin Laden y al-Qaeda empleaban para entrenar a
los talibanes y a los insurgentes que luchaban en Cachemira. Si
Pakistán se enteraba con antelación de nuestros
planes de ataque, era muy probable que el servicio de
inteligencia paquistaní advirtiera a los talibanes, o
incluso a al-Qaeda. Por otra parte, el adjunto al secretario de
Estado, Strobe Talbott, que se esforzaba por minimizar las
posibilidades de un conflicto militar en el subcontinente indio,
temía que si no se lo decíamos a los
paquistaníes, ellos quizá supusieran que los
misiles los había lanzado India y actuaran en
consecuencia, incluso respondiendo con armas
nucleares.

Decidimos enviar al vicepresidente de la Junta de Jefes
del Estado Mayor, el general Joe Ralston, para que cenara con el
principal comandante militar paquistaní en el momento en
que estaban previstos los ataques. Ralston le diría lo que
sucedía, unos minutos antes de que nuestros misiles
entraran en el espacio aéreo paquistaní, demasiado
tarde para alertar a los talibanes o al-Qaeda, pero a tiempo de
evitar que los derribaran o emprendieran una respuesta armada
contra India.

A mi equipo también le preocupaba otra cosa: mi
testimonio ante el gran jurado al cabo de tres días, el 17
de agosto. Temían que a causa de ello yo fuera reacio a
atacar o, incluso, que si efectivamente ordenaba el ataque, me
acusaran de hacerlo para distraer la atención del
público de mis problemas, especialmente si no
lográbamos capturar a bin Laden. Les dije en
términos inequívocos que su trabajo era
proporcionarme asesoramiento en el área de la seguridad
nacional. Si la recomendación era atacar el día 20,
esto era lo que haríamos. Dije que yo me encargaría
de hacer frente a mis problemas personales. También se
acababa el tiempo en ese aspecto.

Cuarenta y
nueve

El sábado por la mañana, 15 de agosto, con
la perspectiva del testimonio ante el gran jurado y
después de una noche triste y sin dormir, desperté
a Hillary y le conté la verdad de lo que había
sucedido entre Monica Lewinsky y yo. Me miró como si le
hubiera pegado un puñetazo, casi tan enfadada conmigo por
haberle mentido al respecto en enero como por lo que había
hecho. Solo podía decirle que lo sentía y que, en
aquel momento, pensé que no le podía contar a
nadie, y menos a ella, lo que había pasado. Le dije que la
amaba, que no quería herirla a ella ni a Chelsea, que
estaba avergonzado de lo que había hecho y que
había guardado silencio en un esfuerzo por evitar
dañar a mi familia y debilitar la presidencia.
Después de todas las mentiras y el acoso que
habíamos sufrido desde el principio de mi mandato, no
quería que la marea que siguió a mi
declaración de enero me arrastrara fuera de mi cargo.
Aún no comprendía del todo por qué
había hecho algo tan equivocado y estúpido. Solo
alcanzaría a comprenderlo paulatinamente a medida que
fueran pasando los meses y fuéramos trabajando en nuestra
relación.

También tenía que hablar con Chelsea y, en
cierto sentido, eso fue aún más duro. Más
pronto o más tarde, todos los niños descubren que
sus padres no son perfectos, pero esto iba más allá
de lo normal. Yo siempre había creído que era un
buen padre. Los años en el instituto de Chelsea y su
primer curso en la universidad ya habían estado
ensombrecidos por cuatro años de ataques personales muy
intensos contra sus padres. Ahora Chelsea tendría que
enterarse de que su padre no solamente había cometido un
terrible error sino que, además, no le había
contado ni a ella ni a su madre la verdad acerca de ello.
Temía que además del riesgo de perder mi
matrimonio, también pudiera perder el amor y el respeto de
mi hija.

El resto de aquel espantoso día estuvo dominado
por otro acto terrorista. En Omagh, en Irlanda del Norte, una
facción disidente del IRA que no apoyaba el acuerdo del
Viernes Santo asesinó a veintiocho personas en un
concurrido barrio comercial de la ciudad, con un coche bomba.
Todas las partes del proceso de paz, incluido el Sinn Fein,
denunciaron el atentado. Yo emití un comunicado en que
condenaba aquella carnicería y expresé mis
condolencias a las familias de las víctimas;
también exhorté a las partes que participaban en el
proceso de paz para que redoblaran sus esfuerzos. El grupo
rebelde, que se autodenominaba el IRA Auténtico, contaba
con unos doscientos miembros y seguidores, suficientes para
causar problemas serios, pero no tantos como para interrumpir el
proceso de paz; la bomba de Omagh fue una muestra más de
la absoluta locura que representaba volver a la situación
del pasado.

El lunes, después de pasar todo el tiempo que
pude preparándome, fui abajo a la Sala de Mapas para
testificar durante cuatro horas. Starr había aceptado no
obligarme a comparecer ante el tribunal, probablemente debido a
la reacción negativa que obtuvo cuando hizo ir a Hillary.
Sin embargo, insistió en grabar mi declaración,
supuestamente porque uno de los veinticuatro miembros del gran
jurado no podía asistir a la sesión. David Kendall
dijo que el gran jurado era bienvenido a la Casa Blanca, si Starr
se avenía a no grabar mi testimonio «secreto».
Se negó; yo sospechaba que quería enviar la cinta
al Congreso, desde donde podría difundirse sin que
él tuviera que meterse en apuros.

El gran jurado asistió a la sesión a
través de un circuito cerrado de televisión en las
dependencias del tribunal. Mientras, Starr y sus interrogadores
se esforzaron por convertir aquella grabación en una
película pornográfica casera; me hacían
preguntas pensadas para humillarme y para provocar el rechazo del
Congreso y del pueblo norteamericano, de modo que se levantara un
clamor exigiendo mi dimisión, después de lo cual
él podría presentar cargos contra mí. Samuel
Johnson dijo una vez que no hay nada que centre más la
mente que la perspectiva de la propia destrucción.
Además, yo creía que había mucho más
en juego, más allá de lo que me sucediera a
mí.

Después de los preliminares, solicité
hacer una breve declaración. Admití que, «en
ciertas ocasiones en 1996 y una en 1997», había
mantenido una conducta improcedente, que incluía contactos
íntimos inapropiados con Monica Lewinsky; que dicha
conducta, aunque moralmente equivocada, no consistía en
haber mantenido «relaciones sexuales» tal y como yo
entendía la definición del término que la
juez Wright había aceptado a petición de los
abogados de Jones; que asumía plena responsabilidad por
mis actos, y que respondería lo mejor que pudiera a todas
las preguntas de la OFI relativas a la legalidad de mis acciones,
pero que no diría nada más respecto a los detalles
concretos de lo que había sucedido.

A continuación el interrogador principal de la
OFI me hizo una larga lista de preguntas relativas a la
definición de «relaciones sexuales» que la
juez Wright había impuesto. Reconocí que no
había tratado de cooperar con los abogados de Jones porque
ellos, como la OFI, habían cometido numerosas filtraciones
ilegales y, puesto que ya sabían por entonces que su caso
no tenía base legal, creía que su objetivo durante
mi declaración era extraer nuevas informaciones
perjudiciales para mí con la intención de
filtrarlas. Dije que por supuesto yo ignoraba que en el momento
de mi declaración, la oficina de Starr ya se había
implicado mucho en el caso.

En ese momento, los abogados de Starr trataban de
capitalizar la trampa que me habían tendido; intentaban
grabarme en una cinta comentando detalles gráficos acerca
de los que nadie debería verse obligado a hablar en
público.

Cuando el abogado de la OFI siguió
quejándose acerca de las respuestas que yo daba a sus
preguntas sobre sexo, le recordé que tanto mi abogado como
yo habíamos invitado a los abogados de Jones a que
formularan preguntas más concretas y que habían
declinado hacerlo. Dije que ahora comprendía que no lo
hicieron porque ya no trataban de obtener una declaración
perjudicial para mí que pudieran filtrar a la prensa.
Sencillamente, estaban trabajando para Starr. Querían que
el testimonio sentara las bases necesarias para obligarme a
dimitir, o para iniciar el proceso de impeachment, o
incluso quizá una acusación formal. De modo que no
hicieron preguntas más extensas «porque
temían que yo diera respuestas sinceras… Estaban
tratando de tenderme una trampa y engañarme. Y ahora usted
parece quejarse por el hecho de que no hicieron bien su
trabajo». Confesé que «deploraba» lo que
los abogados del Instituto Rutherford habían hecho en
nombre de Jones —torturar a gente inocente, filtraciones
ilegales, perseguir una demanda fantasma con motivaciones
políticas—, «pero estaba decidido a caminar
por el campo de minas que representaba ese testimonio sin violar
la ley, y creo que así lo hice».

Reconocí que no había dicho la verdad a
todo el que me preguntó por la noticia una vez
salió a la luz pública. Y repetí una y otra
vez que jamás le había pedido a nadie que mintiera.
Cuando las cuatro horas acordadas expiraron, me habían
repetido seis o siete veces las mismas preguntas, pues los
abogados se esforzaban denodadamente por convertir mi
interrogatorio en una confesión humillante e
incriminatoria. La investigación que hasta entonces
había durado cuatro años y había costado 40
millones de dólares se redujo a eso: a un análisis
de la definición de sexo.

Terminé de declarar hacia las seis y media, tres
horas y media antes de la hora prevista para mi discurso ante la
nación. Yo estaba visiblemente alterado cuando fui al
solarium para encontrarme con los amigos y el personal que se
había reunido para hablar de lo sucedido. Entre ellos
estaban el abogado de la Casa Blanca Chuck Ruff, David Kendall,
Mickey Kantor, Rahm Emanuel, James Carville, Paul Begala y Harry
y Linda Thomason. Chelsea también estaba allí y,
para mi alivio, hacia las ocho, Hillary se sumó a la
reunión.

Tuvimos una discusión sobre lo que debía
decir. Todos sabíamos que tenía que admitir que
había cometido un gran error y había tratado de
ocultarlo. La cuestión era si también tenía
que atacar la investigación de Starr y decir que
había llegado el momento de cerrarla. La opinión
casi unánime era que no debía hacerlo. La mayor
parte de la gente ya sabía que Starr estaba fuera de
control, pero necesitaban escuchar que admitía mi
equivocación y presenciar mi arrepentimiento. Algunos de
mis amigos me dieron lo que pensaban que eran consejos
estratégicos; otros estaban sinceramente abrumados por lo
que había hecho. Solo Hillary se negó a expresar su
opinión; les dijo a todos que me dejaran solo para
escribir mi declaración.

A las diez hablé al pueblo norteamericano de mi
testimonio, dije que era el único y absoluto responsable
de mi fracaso personal y admití que había
engañado a todo el mundo, «incluso a mi
esposa». Dije que trataba de protegerme, a mí y a mi
familia, de preguntas indiscretas en una demanda promovida por
intereses políticos y que había sido desestimada.
También dije que la investigación de Starr se
había prolongado durante demasiado tiempo, había
costado demasiado dinero y había herido a demasiadas
personas, y que dos años atrás, otra
investigación, que fue independiente de verdad, no
había hallado indicios de conducta delictiva ni en Hillary
ni en mí en lo relativo a Whitewater. Finalmente, me
comprometí a esforzarme al máximo por arreglar mi
vida familiar; esperaba que también pudiera arreglar el
tejido de la vida nacional y detener la búsqueda de la
destrucción personal y la intromisión en la vida
privada, para seguir adelante. Creía en todas y cada una
de las palabras que pronuncié, pero mi ira no se
había apaciguado lo suficiente como para mostrarme todo lo
arrepentido que debería haber estado.

Al día siguiente nos fuimos a Martha's Vineyard
para nuestras vacaciones anuales. Normalmente solía contar
los días hasta el momento en que podíamos evadirnos
y pasar un tiempo en familia; este año, aunque
sabía que lo necesitábamos, deseé estar
ocupado trabajando las veinticuatro horas del día. Cuando
cruzamos el Jardín Sur para subir al helicóptero,
con Chelsea caminando entre Hillary y yo, y Buddy trotando a mi
lado, los fotógrafos captaron unas imágenes que
revelaban el dolor que yo había causado. Cuando no
había cámaras alrededor, mi esposa y mi hija apenas
me dirigían la palabra.

Pasé los dos primeros días alternando
súplicas de perdón y planeando los ataques
aéreos contra al-Qaeda. De noche Hillary se iba a la cama
y yo dormía en el sofá.

El día de mi cumpleaños, el general Don
Kerrick, miembro del equipo de Sandy Berger, voló a
Martha's Vineyard para repasar los objetivos recomendados por la
CIA y la Junta de Jefes del Estado Mayor: los campamentos de
al-Qaeda en Afganistán y dos objetivos en Sudán,
una fábrica de curtidos en la que bin Laden tenía
intereses económicos y una planta química que la
CIA creía que se utilizaba para producir o almacenar una
sustancia química empleada para la producción del
gas nervioso VX. Eliminé la fábrica de curtidos de
la lista porque no tenía ningún valor militar para
al-Qaeda y quería minimizar todo lo posible las bajas
civiles.

El momento del ataque en los campamentos tenía
que coincidir con la reunión que, según los
servicios secretos, mantendrían bin Laden y sus
lugartenientes.

A las 3 de la mañana di a Sandy Berger la orden
definitiva para proceder. Los destructores de la Marina
estadounidense situados en el norte del mar de Arabia lanzaron
misiles de crucero contra los objetivos en Afganistán,
mientras se disparaban otros contra la planta química en
Sudán desde barcos situados en el mar Rojo. La
mayoría de los misiles dio en el blanco, pero bin Laden no
se encontraba en el campamento donde la CIA pensaba que
estaría, cuando los misiles impactaron. Algunos informes
decían que se había ido apenas un par de horas
antes, pero jamás lo supimos con seguridad. Algunas
personas relacionadas con al-Qaeda murieron, así como
algunos oficiales paquistaníes que al parecer estaban
allí para entrenar a terroristas de Cachemira. La planta
química en Sudán quedó destruida.

Después de anunciar los ataques desde Martha's
Vineyard, volé de regreso a Washington para hablar con el
pueblo norteamericano, por segunda vez en dos días, y
decirle que había ordenado los ataques porque al-Qaeda era
responsable de los atentados contra nuestras embajadas y que bin
Laden era «probablemente el más importante
organizador y financiador del terrorismo internacional que hay en
el mundo hoy en día», un hombre que se había
jurado llevar la guerra del terrorismo a Estados Unidos, sin
distinguir entre militares o civiles. Declaré que nuestros
ataques no estaban dirigidos contra el Islam, «sino contra
los fanáticos y los asesinos», y que habíamos
estado luchando contra ellos en diversos frentes, durante varios
años, y seguiríamos haciéndolo, pues
«esta será una larga y permanente
lucha».

Por las fechas en que hablé de esa larga lucha,
firmé el primero de una serie de decretos con objeto de
prepararnos para ella, mediante todas las herramientas a nuestra
disposición. El decreto presidencial 13099 imponía
sanciones económicas contra bin Laden y al-Qaeda.
Más tarde esas sanciones también se hicieron
extensivas a los talibanes. Hasta la fecha, no habíamos
podido desmantelar las redes de financiación de los
terroristas. El decreto presidencial invocaba la Ley de Poderes
Económicos de Emergencia Internacional, que
habíamos empleado anteriormente para luchar con
éxito contra el cártel de Cali en
Colombia.

También pedí al general Shelton y a Dick
Clarke que desarrollaran diversas opciones para enviar unidades
de comandos a Afganistán. Pensaba que si
eliminábamos un par de centros de entrenamiento de
al-Qaeda, les demostraría que íbamos en serio,
aunque no consiguiéramos capturar a bin Laden o a sus
principales lugartenientes. Me di cuenta de que los mandos
militares no querían hacerlo, quizá a causa de
Somalia, quizá porque tendrían que enviar a las
Fuerzas Especiales sin saber a ciencia cierta dónde estaba
bin Laden, o si podríamos sacar de allí a nuestras
tropas y devolverlas a casa sin peligro. En cualquier caso, yo
seguí apostando por mantener la opción
abierta.

También firmé diversos Memorándums
de Notificación (MN) con los que permitía a la CIA
al uso de fuerza letal para apresar a bin Laden. La CIA
había recibido autorización previa para llevar a
cabo su propia «operación de captura» contra
bin Laden desde la primavera anterior, meses antes de las bombas
en las embajadas, pero no contaba con la capacidad paramilitar
para llevar a cabo la operación. En su lugar,
contrató a miembros de las tribus locales afganas para
capturar a bin Laden. Cuando los agentes de campo o las tribunas
afganas plantearon la duda de si tenían que tratar de
apresar a bin Laden antes de utilizar fuerza mortífera,
les dejé muy claro que no era necesario. Unos meses
después, extendí la autorización del uso de
fuerza letal a la lista de los secuaces de bin Laden, que
también se convirtieron en nuestros objetivos, y
precisé las circunstancias bajo las cuales podían
atacarlos.

Mayoritariamente, la reacción de los
líderes del Congreso de ambos partidos al ataque de
misiles fue positiva, sobre todo porque habían sido bien
informados y el secretario Cohen había asegurado a sus
compañeros del Partido Republicano que el ataque y el
momento en que se produjo estaban justificados. El portavoz
Gingrich dijo: «Hoy, Estados Unidos ha hecho exactamente lo
que debía hacer». El senador Lott afirmó que
los ataques eran «adecuados y justos». Tom Daschle,
Dick Gephardt y todos los demócratas también los
apoyaron. Pronto, me alentó la detención de
Muhammad Rashed, un agente de al-Qaeda que sospechábamos
que estaba implicado en la bomba de la embajada en
Kenia.

Algunos me criticaron por el ataque a la planta
química, que el gobierno de Sudán insistía
en que no estaba relacionada con la producción o
almacenamiento de sustancias químicas peligrosas.
Todavía creo que tomamos la decisión adecuada. La
CIA disponía de muestras de suelo obtenidas en el
emplazamiento de la planta que contenían la sustancia
química base para producir VX. En un juicio contra un
terrorista que tuvo lugar posteriormente en Nueva York, uno de
los testigos afirmó que bin Laden disponía de un
centro de operaciones para la fabricación de armas
químicas en Jartum. A pesar de las pruebas evidentes,
ciertos miembros de los medios de comunicación insistieron
en la posibilidad de que el ataque fuera una versión en la
vida real de la película La cortina de humo, en
la cual un presidente de ficción inicia una falsa guerra
ideada para la televisión, con el objeto de distraer la
atención pública de sus problemas
personales.

El pueblo norteamericano tuvo que asimilar las noticias
del ataque y mi testimonio ante el gran jurado al mismo tiempo.
Newsweek publicó un artículo en el que
informaba que la reacción del público a mi
testimonio y a mi discurso televisado había sido
«tranquila y comedida». La valoración de mi
gestión estaba en el 62 por ciento, y el 73 por ciento de
la población apoyaba los ataques. La mayor parte de la
gente pensaba que había sido deshonesto en mi vida
personal, pero que seguía teniendo credibilidad en los
temas públicos. Por el contrario, Newsweek
afirmaba que «la primera reacción de los expertos
políticos rozó la histeria». Me estaban
destrozando. Merecía un castigo, desde luego, pero ya lo
recibía en mi casa, el lugar donde correspondía
administrarlo.

Por el momento, me limitaba a esperar que los
demócratas no cedieran a la presión de los medios
de comunicación y pidieran mi dimisión. De ese
modo, yo podría reparar la ruptura que había
provocado en mi familia y en mi equipo, en el gabinete y en la
gente que había creído en mí durante todos
aquellos años de constantes ataques.

Después del discurso regresé a la Vineyard
para pasar otros diez días. No hubo mucho deshielo en el
frente familiar. Hice mi primera aparición pública
desde mi testimonio ante el gran jurado en un viaje a Worcester,
Massachusetts, por invitación del congresista Jim
McGovern, para promover los Cuerpos de Policía, un
innovador programa que ofrecía becas universitarias para
la gente que se comprometía a convertirse en agente de la
ley. Worcester es una ciudad chapada a la antigua, con
mayoría obrera, y yo estaba algo inquieto por la forma en
que me recibirían. Me animó mucho encontrar una
multitud entusiasta, en un acto al que asistió el alcalde,
ambos senadores y cuatro congresistas de Massachusetts. Muchas de
las personas del público me instaron a seguir en mi
puesto; algunas de ellas me dijeron que ellos también
habían cometido errores a lo largo de su vida y que
lamentaban que los míos se hubieran aireado en
público.

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