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Análisis del libro "MI vida (parte II)" de Williams Bill Clinton (página 16)



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El 28 de agosto, en el treinta y cinco aniversario del
famoso discurso de Martin Luther King Jr. en el que dijo
«Tengo un sueño», fuimos a una misa
conmemorativa en la Union Chapel, en Oak Bluffs, que había
sido el lugar donde preferían pasar las vacaciones los
afroamericanos durante más de un siglo. Estuve en la
tarima con el congresista John Lewis, que había trabajado
con el doctor King y era una de las más influyentes
figuras morales en la política norteamericana. El y yo
éramos amigos desde hacía tiempo, mucho antes de
1992. Fue uno de los que me apoyaron desde el principio y
tenía todo el derecho del mundo a condenarme. Sin embargo,
cuando se levantó para hablar, John dijo que yo era su
amigo y su hermano, que había estado a mi lado cuando tuve
éxito y que no me abandonaría en las horas bajas;
que había sido un buen presidente y que, si
dependía de él, seguiría siéndolo.
John Lewis jamás sabrá lo mucho que sus palabras
alentaron mi espíritu aquel día.

Regresamos a Washington a finales de mes para
enfrentarnos a otros graves problemas. La crisis financiera
asiática se había extendido, y amenazaba con
desestabilizar toda la economía global. La crisis se
había iniciado en Tailandia en 1997, había
contagiado a Indonesia y Corea del Sur y ahora había
alcanzado a Rusia. A mediados de agosto, Rusia había
dejado de pagar su deuda exterior y, a finales de mes, la crisis
económica en Rusia había provocado grandes
caídas en los mercados de valores de todo el mundo. El 31
de agosto, la media industrial Dow Jones cayó 512 puntos,
después de una caída de 357 puntos cuatro
días antes. Todas las ganancias de 1998 se borraron de un
plumazo.

Bob Rubin y su equipo de economía internacional
habían trabajado en la crisis financiera desde que
empezaran los problemas de Tailandia. Aunque los detalles de los
apuros de cada nación variaban, había rasgos
comunes: sistemas bancarios deficientes, préstamos
realizados con criterios erróneos, capitalismo del
«amiguismo» y una falta de confianza generalizada. La
situación se agravaba debido a la falta de crecimiento
económico en Japón durante los últimos cinco
años. Sin inflación y con una tasa de ahorro del 20
por ciento, los japoneses podían aguantar, pero lo cierto
era que la falta de crecimiento en la principal economía
asiática agravaba las consecuencias negativas de una
política económica equivocada en cualquier lugar.
Hasta los japoneses se estaban poniendo nerviosos; la
economía estancada había contribuido a la derrota
electoral, que había llevado a la reciente dimisión
de mi amigo Ryutaro Hashimoto de su cargo de primer ministro.
China, cuya economía tenía el mayor ritmo de
crecimiento de la región, había impedido que la
crisis fuera a peor al negarse a devaluar su divisa.

Durante los años noventa, la fórmula
general para la recuperación económica era la
concesión de considerables préstamos por parte del
Fondo Monetario Internacional y otros países ricos a
cambio de las reformas necesarias en las naciones afectadas. Las
reformas, invariablemente, eran muy difíciles de plantear
políticamente; siempre obligaban a cambios en zonas donde
había intereses muy establecidos y arraigados y, a menudo,
exigían austeridad fiscal, que aunque a largo plazo
procuraba una recuperación más rápida y
más estabilidad, a corto plazo perjudicaba gravemente a
los ciudadanos.

Estados Unidos había respaldado las iniciativas
del FMI en Tailandia, Indonesia y Corea del Sur, y había
concedido ayudas en los dos últimos casos. El Departamento
del Tesoro decidió no aportar fondos para Tailandia porque
ya habíamos concedido 17,000 millones y parecían
suficientes; además, el Congreso había impuesto
algunas restricciones nuevas, aunque temporales, sobre el Fondo
de Estabilización de los Cambios, el que habíamos
utilizado para ayudar a México. Las restricciones
expiraron cuando llegó el momento de ayudar a más
naciones en problemas, pero yo lamentaba no poder hacer ni
siquiera una pequeña contribución al paquete de
ayudas tailandés. Tanto el Departamento de Estado y
Defensa como el CSN querían hacerlo porque Tailandia era
nuestro aliado más antiguo en el sudeste asiático.
De modo que me decidí por ello, pero dejé que fuera
el Departamento del Tesoro el que lo gestionara todo. En
términos de política interior y de economía
fue una decisión correcta, pero envió un mensaje
equivocado a los tailandeses, y a toda Asia. Bob Rubin y yo no
cometimos demasiados errores políticos, pero creo que
este, fue uno de ellos.

Con Rusia desde luego no teníamos el problema de
Tailandia. Estados Unidos había apoyado la economía
rusa desde mi primer año de mandato, y habíamos
contribuido casi en un tercio al paquete de ayudas de 23,000
millones de dólares del FMI en julio. Desafortunadamente,
el primer reembolso de casi 5.000 millones prácticamente
desapareció casi en su totalidad de la noche a la
mañana, pues el rublo se devaluó y los rusos
empezaron a sacar grandes cantidades de su propio dinero fuera
del país. A los problemas de Rusia se
añadían las irresponsables políticas
inflacionistas de su banco central y la negativa de la Duma de
establecer un sistema eficaz de recaudación de impuestos.
Los tipos impositivos eran suficientemente altos, incluso tal vez
demasiado, pero la mayoría de los contribuyentes no
pagaba.

Inmediatamente después de volver de Martha's
Vineyard, Hillary y yo hicimos un rápido viaje a Rusia y a
Irlanda del Norte con Madeleine Albright, Bill Daley, Bill
Richardson y una delegación bipartita del Congreso. El
embajador Jim Collins invitó a un grupo de líderes
de la Duma a su residencia, Spaso House. Traté de
convencerles por todos los medios de que ninguna nación
podía escapar a las leyes de la economía global y
que si querían préstamos e inversiones del
extranjero Rusia tendría que recaudar impuestos, dejar de
imprimir dinero para pagar facturas, clausurar los bancos
problemáticos, olvidarse del amiguismo y pagar sus deudas.
No creo que lograra demasiados conversos.

Mi quinceava reunión con Boris Yeltsin fue tan
bien como pudo, dados sus problemas. Los comunistas y los
ultranacionalistas bloqueaban sus propuestas de reforma en la
Duma. Había tratado de crear un sistema de
recaudación fiscal más eficiente mediante un
decreto del ejecutivo, pero aun así no podía
impedir que el banco central imprimiera demasiada moneda, lo cual
desencadenaba una mayor fuga de capitales, que abandonaban el
rublo y se refugiaban en divisas más estables, y no
estimulaban así las inversiones ni los préstamos
extranjeros. Por el momento, todo lo que podía hacer era
animarle y confirmarle que el resto del dinero del FMI
estaría disponible tan pronto le resultara útil
para marcar la diferencia. Si le dábamos los fondos ahora,
desaparecerían tan rápidamente como la primera
entrega.

Hicimos una declaración positiva en la que
afirmamos que cada uno de nosotros eliminaría cincuenta
toneladas de plutonio de los programas nucleares
—suficiente cantidad como para fabricar miles de
bombas— e inutilizaríamos el material para que no
pudiera emplearse con ese fin. Con los grupos terroristas,
además de las naciones hostiles, tratando de conseguir
material físil, era un paso importante que podía
salvar innumerables vidas.

Después de un discurso ante la Asamblea de
Irlanda del Norte en Belfast, en la que exhorté a los
miembros a que siguieran respetando el acuerdo del Viernes Santo,
Hillary y yo fuimos con Tony y Cherie Blair, George Mitchell y Mo
Mowlam, la Secretaria de Estado británica para Irlanda del
Norte, hasta Omagh, para reunirnos con las víctimas de los
atentados. Tony y yo hablamos lo mejor que pudimos y luego nos
mezclamos con las familias, les escuchamos y vimos a los
niños heridos. Nos llamó poderosamente la
atención la firme determinación de las
víctimas de seguir en el camino de la paz. Durante la
etapa conflictiva, alguien había pintado una provocativa
pregunta en un muro de Belfast:

«¿HAY VIDA ANTES DE LA
MUERTE?».

A pesar de la cruel carnicería de Omagh, los
irlandeses aún decían que sí.

Antes de dejar Dublín, asistimos junto con los
Blair a una reunión por la paz en Armagh, la base desde la
cual san Patricio llevó la cristiandad a Irlanda, y que
ahora se había convertido en el centro espiritual de
Irlanda del Norte, tanto para católicos como para
protestantes. Me presentó a una encantadora joven de
diecisiete años, Sharon Haughey, que me había
escrito cuando solo tenía catorce, pidiéndome que
ayudara a poner fin a la tragedia con una solución muy
sencilla: «Ambos bandos han resultado heridos. Ambos bandos
tendrán que perdonar».

En Dublín, Bertie Ahern y yo hablamos con la
prensa después de nuestra reunión. Un periodista
irlandés dijo: «Da la impresión que hace
falta que nos visite usted para que el proceso de paz salga
adelante. ¿Tendremos que volver a verle?».
Respondí que por su bien esperaba que no, pero que por el
mío esperaba lo contrario. Luego Bertie dijo que mi
rápida respuesta a la tragedia de Omagh había
galvanizado a las partes para que tomaran decisiones
rápidamente, «de otro modo tal vez hubieran llevado
semanas y meses». Apenas hacía dos días,
Martin McGuinnes, el principal negociador del Sinn Fein,
había anunciado que él mismo supervisaría el
proceso de entrega de armas. Martin era el adjunto de Gerry
Adams, y una importante figura por derecho propio. El anuncio
envió una señal a David Trimble, y a los
unionistas, de que por fin para el Sinn Fein y para el IRA la
violencia era, como Adams había dicho, «cosa del
pasado, cerrada, terminada y enterrada». En nuestra
reunión privada, Bertie Ahern me dijo que después
de Omagh, el IRA había advertido a la facción
disidente IRA Auténtico que si alguna vez volvían a
hacer algo así, la policía británica
sería la menor de sus preocupaciones.

La primera pregunta que me hizo un periodista
norteamericano solicitaba mi respuesta respecto a la punzante
reprimenda que me había propinado el día anterior
en la sala del Senado mi amigo Joe Lieberman. Respondí que
«estoy completamente de acuerdo con lo que ha dicho…
Cometí un terrible error, sin defensa posible, y lo
siento». A algunos miembros de nuestro equipo les
parecía mal que Joe me hubiera atacado mientras yo estaba
en el extranjero, pero a mí no. Sabía que era un
hombre profundamente religioso y que estaba enfadado por lo que
yo había hecho; pero había evitado cuidadosamente
la cuestión de si tenía que activarse el
impeachment.

Nuestra última parada en Irlanda fue Limerick,
donde cincuenta mil personas llenaron las calles en defensa de la
paz, entre ellos familiares de un miembro de nuestra
delegación, el congresista Peter King, de Nueva York, que
había llevado a su madre con motivo de la
manifestación. Dije a la multitud que mi amigo Frank
McCourt había inmortalizado el viejo Limerick en Las
cenizas de Ángela
, pero que el nuevo me gustaba
más.

El 9 de septiembre, Ken Starr envió su informe de
445 páginas al Congreso, en el que alegaba once ofensas
por las que podían impugnarme. Incluso con todos los
delitos del Watergate, Leon Jaworski no había hecho nada
parecido. Se suponía que el fiscal independiente
debía entregar un informe con sus conclusiones al Congreso
si hallaba pruebas «sustanciales y
verosímiles» para respaldar un proceso de
impeachment. Entonces el Congreso debía decidir
si había motivos para ello. El informe se hizo
público el día 11; el de Jaworski jamás se
difundió. En el informe de Starr, la palabra
«sexo» aparecía más de quinientas
veces; Whitewater, dos. El y sus aliados pensaban que
podrían lavar todos sus pecados de los anteriores cuatro
años con mi ropa sucia.

El 10 de septiembre, convoqué al gabinete a la
Casa Blanca y me disculpé con ellos. Muchos de ellos no
sabían qué decir. Creían en la labor que
estaban desarrollando y valoraban la oportunidad de servir a su
país que yo les había dado, pero la mayoría
pensaba que mi comportamiento había sido egoísta y
estúpido y les había dejado tirados durante ocho
meses. Madeleine Albright se lanzó y dijo que yo
había cometido un error y que estaba decepcionada, pero
que nuestra única opción era volver al trabajo.
Donna Shalala fue más dura; opinaba que era importante que
los dirigentes fueran buenas personas además de poner en
práctica buenas políticas. Mis amigos de toda la
vida James Lee Witt y Rodney Slater hablaron del poder de la
redención y citaron las Escrituras. Bruce Babbitt,
católico, habló del poder de la confesión.
Carol Browner dijo que se había visto obligada a hablar
con su hijo de temas que jamás pensó que
tendría que comentar con él.

Mientras escuchaba a mi gabinete comprendí por
primera vez hasta qué punto la exposición
pública de mi conducta y mi falta de honestidad acerca de
la misma habían abierto una caja de Pandora de emociones
en el pueblo norteamericano. Era fácil decir que yo
había tenido que pasar por muchas cosas durante los seis
años anteriores, que la investigación de Starr
había sido atroz y que la demanda Jones era falaz y
tenía motivaciones políticas escondidas.
También lo era decir que la vida personal de un presidente
debería seguir siendo privada. Pero una vez salió a
la luz lo que yo había hecho, en toda su brutal fealdad,
la forma en que la gente lo valoraba era inevitablemente una
reacción a sus propias experiencias personales, marcadas
no solo por sus convicciones sino también por sus miedos,
decepciones y desengaños.

Las reacciones dispares y muy honestas de mi gabinete me
dieron una impresión muy directa de lo que sucedía
en las conversaciones que tenían lugar en todo el
país. Cuando las sesiones del impeachment se
avecinaban, recibí muchas cartas de amigos y
extraños. Algunas ofrecían palabras emotivas de
apoyo y de aliento; en otras me contaban sus propias historias de
fracaso y de recuperación. Las había que expresaban
su indignación respecto a la conducta de Starr, otras
rebosaban condena y decepción por lo que había
hecho y aun otras eran una combinación de todo ello. Leer
aquellas cartas me ayudó a hacer frente a mis emociones y
a recordar que si quería ser perdonado, tenía que
perdonar a mi vez.

El ambiente en la Sala Oval Amarilla era algo
incómodo y tenso, hasta que Bob Rubin habló. Rubin
era la persona de toda la habitación que mejor
comprendía lo que había sido mi vida durante los
últimos cuatro años. Goldman Sachs lo había
investigado exhaustivamente; incluso, a uno de sus socios se lo
habían llevado detenido y esposado, antes de que a
él lo dejaran tranquilo. Después de que
intervinieran los demás, Rubin dijo, con su
característica abrupta honestidad: «No hay duda de
que la has fallado. Pero todos cometemos errores, incluso
garrafales. En mi opinión, la cuestión aquí
es lo desproporcionada que ha sido la cobertura informativa y la
hipocresía de algunos de tus detractores».
Después de aquello, el ambiente se relajó un poco.
Me sentí agradecido porque nadie optó por irse;
todos volvimos al trabajo.

El 15 de septiembre, contraté a Greg Craig, un
excelente abogado y viejo amigo de Hillary y mío de la
época de la facultad, para que trabajara con Chuck Ruff,
David Kendall, Bruce Lindsay, Cheryl Mills, Lanny Breuer y Nicole
Seligman en mi equipo de abogados defensores. El día 18,
justo como yo sabía que sucedería, el Comité
Judicial de la Cámara votó, obedeciendo la
disciplina de partido, a favor de hacer público el
vídeo de mi testimonio ante el gran jurado.

Pocos días después, Hillary y yo
celebramos nuestro desayuno anual para los líderes
religiosos en la Casa Blanca. Generalmente hablábamos de
las preocupaciones que compartíamos acerca de asuntos
públicos. Esta vez les pedí que rezaran por
mí durante mi tribulación personal:

Estas últimas semanas he tenido que someterme a
un viaje transformador para llegar al final de todo esto, a la
verdad pura y dura de dónde estoy y dónde estamos
todos. Estoy de acuerdo con los que han dicho que en mi primera
declaración después de testificar yo no estaba lo
suficientemente arrepentido. No creo que exista ninguna manera
bonita de decir que he pecado.

Dije que lo lamentaba por todas las personas a las que
había hecho daño: mi familia, mis amigos, mi
equipo, el gabinete y Monica Lewinsky y su familia. Que les
había pedido perdón y que seguiría el
consejo de los pastores y otros amigos para encontrar, con la
ayuda de Dios, «la voluntad de dar el propio perdón
que busco, la renuncia al orgullo y a la ira que oscurecen el
juicio y que llevan a la gente a excusar, comparar, culpar y
quejarse». También dije que me defendería
enérgicamente de los cargos de los que me acusaran y que
intensificaría mis esfuerzos por hacer mi trabajo
«con la esperanza de que un espíritu roto y un
corazón aún fuerte puedan todavía estar al
servicio de la mayoría».

Había pedido a tres pastores que me aconsejasen
al menos una vez al mes por un período indefinido de
tiempo. Eran Phil Wogaman, nuestro ministro en la iglesia
metodista Foundry; mi amigo Tony Campolo y Gordon MacDonald, un
ministro y autor de algunos libros que yo había
leído sobre vivir según la propia fe. Todos
cumplieron sobradamente con el compromiso adquirido;
solían venir a la Casa Blanca juntos, y a veces por
separado. Rezábamos, leíamos las Escrituras y
discutíamos de cosas sobre las que yo realmente
jamás había hablado. El reverendo Bill Hybels, de
Chicago, también siguió visitando la Casa Blanca
regularmente, para hacerme profundas preguntas destinadas a
comprobar el estado de mi «salud espiritual». Aunque
a menudo eran duros conmigo, los pastores me llevaron más
allá de la política, hacia el terreno de la
búsqueda personal y el poder del amor de Dios.

Hillary y yo también nos sometimos a un intenso
programa de terapia de pareja, un día a la semana durante
un año. Por primera vez en mi vida, hablé
abiertamente sobre mis sentimientos, experiencias y opiniones
sobre la vida, el amor y la naturaleza de las relaciones. No me
gustó todo lo que descubrí sobre mí o sobre
mi pasado, y me hizo daño darme cuenta de que mi infancia
y la vida que había llevado mientras crecía
hacían que me resultaran más difíciles
ciertas cosas que para los demás parecían surgir de
forma natural.

También llegué a comprender que cuando
estaba agotado, enfadado o me sentía aislado y solo era
más vulnerable y susceptible de cometer errores personales
egoístas y autodestructivos, de los que más tarde
me avergonzaría. Lo que estaba ocurriendo en aquel momento
era el último precio que tenía que pagar por mi
esfuerzo, desde que era un niño, por llevar vidas
paralelas, para encerrar mi furia y mi dolor y seguir adelante
con mi vida exterior, de la que disfrutaba y en la que
vivía bien. Durante el cierre de las oficinas del
gobierno, estuve librando dos batallas titánicas: una en
público, con el Congreso y acerca del futuro del
país; y otra en privado, para mantener a mis viejos
demonios a raya. Había ganado la batalla pública y
perdido la lucha privada.

Al hacerlo, había causado mucho más
daño que el que sufrieron mi familia y mi
administración. Había perjudicado a la presidencia
y al pueblo norteamericano. No importaba bajo cuánta
presión estuve. Tendría que haber sido más
fuerte y comportarme mejor.

No había excusa para lo que había hecho,
pero al tratar de comprender por qué lo había
hecho, al fin tuve una oportunidad de conciliar mis dos vidas
paralelas.

En las largas sesiones de terapia y nuestras
conversaciones posteriores al respecto, Hillary y yo
también volvimos a conocernos el uno al otro, más
allá del trabajo, de las ideas que compartíamos y
de la hija que ambos adorábamos. Siempre la había
querido mucho, pero no siempre bien. Me sentía agradecido,
porque ella fue lo suficientemente valiente como para participar
en la terapia. Aún éramos el mejor amigo el uno del
otro, y esperaba que pudiéramos salvar nuestro
matrimonio.

Mientras, yo seguía durmiendo en un sofá,
en una pequeña salita adyacente a nuestro dormitorio.
Dormí en ese viejo sofá durante unos dos meses o
más. Pude leer, pensar mucho y también sacar
trabajo adelante; además el sofá era bastante
cómodo, aunque esperaba no tener que pasarme toda la vida
allí.

A medida que los republicanos aumentaban el tono de sus
críticas contra mí, mis seguidores empezaron a
manifestarse. El 11 de septiembre, ochocientos norteamericanos de
origen irlandés se reunieron en el Jardín Sur para
asistir a la ceremonia de entrega del premio que Brian O'Dwyer me
dio, premio bautizado con el nombre de su padre, Paul, ya
fallecido, por mi labor en el proceso de paz en Irlanda. Los
comentarios de Brian y la reacción del público no
dejaban ninguna duda respecto a la verdadera razón de su
presencia allí.

Unos días más tarde, Václav Havel
vino a Washington en visita oficial y dijo a la prensa que yo era
su «gran amigo». Mientras la prensa seguía
haciendo preguntas acerca del impeachment, de la
dimisión y de si yo había perdido mi autoridad
moral para dirigir el país, Havel dijo que Estados Unidos
tenía muchas caras distintas: «Yo amo la
mayoría de esas caras. Pero hay algunas que no comprendo,
y no me gusta hablar de las cosas que no
comprendo».

Cinco días después fui a Nueva York para
la sesión de apertura de la Asamblea General de Naciones
Unidas y para pronunciar un discurso sobre la obligación
compartida del mundo de luchar contra el terrorismo. Para ello
exhorté a los países a que no dieran apoyo,
santuario ni ayuda económica a los terroristas, y que
presionaran a los estados que lo hacían exigiendo el
cumplimiento de las extradiciones y de las persecuciones
judiciales. También reclamé la firma de las
convenciones antiterroristas globales y el reforzamiento y
cumplimiento de las que estaban diseñadas para protegernos
de las armas químicas y biológicas. Otro aspecto en
el que hice hincapié fue el control de la
fabricación y exportación de explosivos y el
endurecimiento de los estándares internacionales de
seguridad en los aeropuertos. Finalmente, dije que
debíamos luchar contra las situaciones que eran el caldo
de cultivo del terror. Fue un discurso importante, especialmente
en ese momento, pero los delegados de la oscura sala de la
Asamblea General también estaban pensando en lo que
sucedía en Washington. Cuando me levanté para
hablar respondieron levantándose a su vez y me aplaudieron
con entusiasmo durante un buen rato, un acto espontáneo e
insólito para los miembros de Naciones Unidas,
generalmente muy discretos; me conmovió profundamente. No
estaba seguro de si ese acto sin precedentes era un gesto de
apoyo hacia mí o de oposición sobre lo que
sucedía en el Congreso. Mientras yo hablaba en Naciones
Unidas sobre terrorismo, todos los canales de televisión
mostraban la cinta de mi testimonio ante el gran
jurado.

Al día siguiente, en la Casa Blanca,
ofrecí una recepción en honor de Nelson Mandela con
algunos líderes religiosos afroamericanos. Fue idea suya.
El Congreso había votado a favor de darle la Medalla de
Oro del Congreso y debía recibirla el día
siguiente. Mandela llamó para decir que sospechaba que el
momento de la concesión del premio no era casualidad.
«Como presidente de Sudáfrica no puedo rechazar esta
medalla. Pero me gustaría venir un día antes y
decirle al pueblo norteamericano qué pienso acerca de lo
que te está haciendo el Congreso.» Y eso fue
exactamente lo que hizo; dijo que jamás había visto
un recibimiento en Naciones Unidas como el que yo había
recibido, que el mundo me necesitaba y que mis enemigos
deberían dejarme en paz. Los pastores aplaudieron,
expresando su aprobación.

Aunque Mandela estuvo muy bien, la reverenda Bernice
King, hija de Martin Luther King Jr., supo meterse a la gente en
el bolsillo. Dijo que incluso los grandes líderes cometen
a veces graves pecados. Por ejemplo, que el rey David
había hecho algo mucho peor que yo cuando había
organizado la muerte en combate del marido de Betsabé, un
leal soldado de David, para que el rey pudiera casarse con ella,
y que David tuvo que arrepentirse de su pecado y que fue
castigado por ello. Nadie sabía adónde
quería ir a parar Bernice hasta que llegó al final
de su intervención: «Sí, David cometió
un terrible pecado y Dios le castigó. Pero David
siguió siendo rey».

Mientras, yo seguí trabajando; impulsé mi
propuesta para la modernización de las escuelas y los
fondos de construcción en Maryland, Florida e Illinois.
Hablé con el Sindicato Nacional de Granjeros sobre la
agricultura y también pronuncié un importante
discurso sobre la modernización del sistema financiero
global en el Consejo de Relaciones Exteriores. Me reuní
con la Junta de Jefes del Estado Mayor para supervisar la
preparación y disponibilidad de nuestro ejército.
Me dediqué a reunir apoyos en el sindicato de la Hermandad
Internacional de Electricistas para proponer otro aumento del
salario mínimo. John Hope Franklin me dio el informe
definitivo de la Comisión Asesora Presidencial sobre la
Raza. Mantuve un diálogo constante con Tony Blair, el
primer ministro italiano Romano Prodi y el presidente Peter
Stoyanov, de Bulgaria, sobre la aplicabilidad para otras naciones
de la filosofía de la «Tercera Vía» que
Tony y yo habíamos adoptado. También celebré
mi primera reunión con el nuevo primer ministro
japonés, Keizo Obuchi. Netanyahu y Arafat volvieron a
venir a la Casa Blanca en un intento por reactivar el proceso de
paz. Y además, asistí a más de una docena de
actos de campaña para los demócratas en seis
estados y en Washington, D. C.

El 30 de septiembre, el último día del
año fiscal, anuncié que teníamos un
superávit de cerca de setenta mil millones de
dólares, el primero en veintinueve años. Aunque la
prensa no prestaba demasiada atención a nada que no fuera
el informe Starr, sucedían muchas otras cosas, como
siempre, y había que hacerles frente. Yo estaba decidido a
no dejar que los asuntos públicos se vieran afectados por
ello y me sentía agradecido de que el equipo de la Casa
Blanca y el gabinete pensaran lo mismo. Sin importar qué
aparecía en las noticias diarias, ellos siguieron
cumpliendo con su cometido.

En octubre, los republicanos de la Cámara,
liderados por Henry Hyde y sus colegas en el Comité
Judicial, siguieron reclamando el impeachment. Los
demócratas del comité, encabezados por John
Conyers, de Michigan, lucharon contra ellos con uñas y
dientes; argumentaban que incluso aunque los peores cargos en mi
contra fueran ciertos, no constituían los «delitos
graves o faltas» que la Constitución exigía
para el impeachment. Los demócratas tenían
razón acerca de la ley, pero los republicanos
tenían los votos. El 8 de octubre la Cámara
votó para abrir una investigación sobre si
debía o no ser impugnado. No me sorprendía; apenas
faltaba un mes para las elecciones de mitad de mandato y los
republicanos estaban llevando una campaña con un solo
tema: a por Clinton. Después de las elecciones yo estaba
convencido de que los republicanos moderados analizarían
los hechos y la ley, votarían en contra del
impeachment y se decantarían por una
moción de censura o una reprimenda, que es lo que Newt
Gingrich había recibido por sus falsas declaraciones y sus
supuestas violaciones de la legislación fiscal.

Muchos de los expertos predecían resultados
desastrosos para los demócratas. La ortodoxia decía
que perderíamos entre veinticinco y treinta y cinco
escaños en la Cámara y de cuatro a seis en el
Senado, a causa de la polémica. Parecía una apuesta
segura para mucha gente en Washington. Los republicanos contaban
con cien millones de dólares más que los
demócratas para gastar, y había más
demócratas que republicanos que se presentaban a la
reelección en el Senado. Entre los puestos que estaban en
juego, los demócratas parecían estar seguros de
hacerse con el de Indiana, donde el candidato era el gobernador
Evan Bayh, mientras que el de Ohio, George Voinovich, daba la
impresión de que se haría con el escaño que
John Glenn dejaba vacante para los republicanos. Esto dejaba
siete escaños en el aire, cinco que estaban en
posesión de los demócratas y dos de los
republicanos.

Yo no estaba de acuerdo con esas predicciones por varias
razones. En primer lugar, la mayor parte de norteamericanos
desaprobaba la forma en que Starr se comportaba y no les gustaba
que el Congreso republicano pareciera más volcado en
perjudicarme a mí que en ayudarles a ellos. Casi un 80 por
ciento del público expresaba su desacuerdo porque se
hubiera emitido la cinta de mi testimonio ante el gran jurado, y
el índice de aprobación total al Congreso
había bajado hasta el 43 por ciento. En segundo lugar,
como Gingrich había demostrado con el «Contrato con
América» en 1994, si el público creía
que un partido tenía un programa positivo y el otro no, el
partido con programa ganaría. Los demócratas
estaban unidos en un programa de mitad de mandato por primera vez
en la historia. Dicho programa contemplaba toda una serie de
acciones: salvar la seguridad social antes de gastar el
superávit en nuevas propuestas o rebajas fiscales;
incorporar a 100.000 maestros en nuestras escuelas; modernizar
las que estuvieran viejas y construir otras nuevas; aumentar el
salario mínimo y aprobar la Declaración de Derechos
del Paciente. Finalmente, una considerable mayoría de
ciudadanos estaba en contra del impeachment. Si los
demócratas se ceñían a su plan y se
pronunciaban en contra del impeachment, pensé que
realmente quizá podrían hacerse con la
Cámara.

Asistí a varios actos políticos a
principios y a finales de octubre, la mayoría cerca de
Washington, en localidades destinadas a hacer hincapié en
los temas en los que se centraban nuestros candidatos. Excepto
por dichas apariciones, me dediqué completamente a mi
trabajo. Había mucho que hacer, y lo más importante
de todo se refería sin duda a Oriente Próximo.
Madeleine Albright y Dennis Ross habían estado
esforzándose durante meses para volver a reactivar el
proceso de paz, y Madeleine por fin había podido reunir de
nuevo a Arafat y a Netanyahu, cuando se encontraban en Nueva York
con motivo de la sesión de la Asamblea General de Naciones
Unidas. Ninguno de los dos estaba dispuesto a dar el siguiente
paso, ni a que sus respectivos electorados pensaran que
cedían demasiado, pero a ambos les preocupaba que la
situación pudiera descontrolarse aún más,
especialmente si Hamas lanzaba una nueva ronda de
atentados.

Al día siguiente, los dirigentes vinieron a
Washington a verme y les anuncié mis planes de invitarles
de nuevo a Estados Unidos en un mes para cerrar nuestro acuerdo.
Mientras tanto, Madeleine viajaría hasta la zona para
verlos. Se reunieron en la frontera entre Israel y Gaza; luego,
Arafat los llevó a su residencia de invitados a almorzar.
Fue la primera vez que un primer ministro israelí entraba
en la Gaza palestina, y era el notablemente duro
Netanyahu.

Los preparativos de la cumbre habían requerido
muchos meses de duro trabajo. Ambas partes querían que
Estados Unidos cooperara con ellos respecto a las decisiones
difíciles que debían tomar, y creían que el
efecto dramático del acontecimiento les ayudaría a
convencer de esas decisiones a sus votantes. Por supuesto, en
cualquier cumbre siempre hay el riesgo de que ambas partes no
puedan alcanzar un acuerdo y de que todo ese enorme esfuerzo
perjudique a los implicados. Mi equipo nacional de seguridad
estaba preocupado por la posibilidad de que fracasáramos y
de las consecuencias que ello conllevaría. Tanto Arafat
como Netanyahu se habían reafirmado en posturas muy firmes
en público, y Bibi había reforzado su
retórica nombrando a Ariel Sharon, el más
extremista de los líderes del Likud, su Ministro de
Asuntos Exteriores. Sharon se había referido al acuerdo de
paz de 1993 como un «suicidio nacional» para Israel.
Era imposible saber si Netanyahu le había entregado la
cartera a Sharon para tener a alguien a quien echarle la culpa si
la cumbre fracasaba o para cubrirse con la derecha si
tenía éxito.

Yo pensaba que la cumbre era una buena idea y estaba
ansioso por celebrarla. Me parecía que no teníamos
demasiado que perder; además, siempre he preferido
fracasar haciendo un esfuerzo encomiable que no actuar por miedo
al fracaso.

El día 15, empezamos el proceso desde la Casa
Blanca; luego, las delegaciones se trasladaron al Centro de
Conferencias del Río Wye, en Maryland. Era un lugar
apropiado para la tarea que emprendíamos; las salas de
reuniones y los comedores eran cómodos, y la residencia
estaba diseñada de tal modo que las delegaciones
podían alojarse separadamente, con toda su gente agrupada
en un extremo y otro.

Originalmente, habíamos planeado que la cumbre
durara cuatro días; tenía que acabar dos
días antes de que Netanyahu regresara a Israel para
inaugurar la nueva sesión del Knesset. Acordamos las
reglas habituales: ninguna parte estaba ligada por acuerdos
interinos sobre temas específicos hasta que se llegara a
un acuerdo completo, y Estados Unidos redactaría el
acuerdo final. Les dije que estaría allí tanto como
pudiera, pero que regresaría en helicóptero a la
Casa Blanca cada noche, sin importar lo tarde que fuera, para
poder trabajar a la mañana siguiente en mi despacho
firmando legislaciones y prosiguiendo las negociaciones con el
Congreso acerca de las leyes presupuestarias. Estábamos en
pleno nuevo año fiscal, pero se habían aprobado
menos de un tercio de las trece leyes presupuestarias. Los
marines que pilotaban el HMX1, el helicóptero
presidencial, lo hicieron muy bien a lo largo de esos ocho
años, pero durante la conferencia de Wye fueron aún
más valiosos para mí, pues se quedaron de guardia
para llevarme a la Casa Blanca hasta las 2 o las 3 de la
madrugada, después de las sesiones.

En la primera cena que compartimos, animé a
Arafat y a Netanyahu a que pensaran de qué forma
podrían ayudarse el uno al otro a hacer frente a su
oposición interna. Pensaron y reflexionaron durante cuatro
días, pero estaban agotados y no llegaban a ningún
acuerdo. Netanyahu me dijo que no podríamos llegar a
pactar sobre todos los temas y me propuso un acuerdo parcial:
Israel se retiraría del 13 por ciento de Cisjordania y los
palestinos debían mejorar radicalmente su
cooperación en seguridad, según un plan
desarrollado con la ayuda del director de la CIA, George Tenet,
que gozaba de la confianza de ambas partes.

Más tarde esa noche me reuní a solas por
primera vez con Ariel Sharon. El ex general de setenta
años había formado parte de la creación de
Israel y de todas las guerras subsiguientes. Era impopular entre
los árabes, no solo por su hostilidad a intercambiar
tierra por paz, sino también por su papel en la
invasión israelí de Líbano en 1982, en la
cual un gran número de refugiados palestinos desarmados
fueron asesinados por la milicia de Líbano que estaba
aliada con Israel. Durante nuestro encuentro, que duró
más de dos horas, hice preguntas y escuché la mayor
parte del rato. Sharon se mostró receptivo a la
difícil situación de los palestinos. Quería
ayudarles económicamente, pero no creía que
entregar Cisjordania fuera positivo para la seguridad de Israel,
ni tampoco confiaba en que Arafat luchara contra el terror. Era
el único miembro de la delegación israelí
que no quiso estrechar la mano de Arafat. Disfruté
escuchando hablar a Sharon de su vida y de sus puntos de vista;
cuando terminamos, casi a las 3 de la mañana, tenía
una visión más clara del modo en que
pensaba.

Una de las cosas que más me sorprendió fue
lo mucho que insistió en que concediera un indulto a
Jonathan Pollard, el ex analista de inteligencia de la Marina
estadounidense que había sido condenado en 1986 por espiar
para Israel. Rabin y Netanyahu también habían
solicitado ya la liberación de Pollard. Era obvio que era
un tema importante en la política interna de Israel, y que
el pueblo israelí opinaba que Estados Unidos no
debería haber castigado a Pollard tan severamente, pues le
había vendido información extremadamente
confidencial a un país aliado, al fin y al cabo. Ese caso
volvió a mencionarse durante las negociaciones. Mientras,
yo seguí trabajando con los líderes y con los
miembros de sus equipos, entre ellos el ministro de Defensa
israelí, Yitzhak Mordechaí; los asesores
principales de Arafat, Abu Ala y Abu Mazen, que más tarde
se convirtieron en primeros ministros palestinos; Saeb Erekat, el
primer negociador de Arafat, y Mohammed Dahlan, el jefe de
seguridad de Gaza, de treinta y siete años. Tanto los
israelíes como los palestinos formaban grupos diversos e
impresionantes. Traté de pasar tiempo con todos ellos; no
había manera de saber quién podía hacer una
intervención decisiva a favor de la paz una vez se
quedaban a solas en sus delegaciones separadas.

Cuando llegó el domingo por la noche sin que
hubiéramos alcanzado un consenso, las partes aceptaron
alargar las negociaciones; Al Gore vino para sumar su poder de
persuasión a nuestro equipo, en el que estaban Sandy
Berger, Rob Malley y Bruce Reidel de la Casa Blanca, y la
secretaria Albright, Dennis Ross, Martin Indyk, Aaron Miller,
Wendy Sherman y Tony Verstandig del Departamento de Estado. Cada
día se turnaban para negociar con sus homólogos
palestinos e israelíes sobre diversos temas, y siempre
buscaban ese rayo de luz que pudiera abrirse paso entre las
nubes.

El traductor del Departamento de Estado, Gemal Helal,
también desempeñó un papel vital en esta y
en otras negociaciones. Los miembros de ambas delegaciones
hablaban inglés, pero Arafat siempre llevaba las charlas
en árabe. Gemal era generalmente la única persona
que asistía a mis reuniones cara a cara con Arafat. El
conocía Oriente Próximo y el papel de cada miembro
de la delegación palestina en nuestras deliberaciones, y a
Arafat le gustaba. Se convirtió en un asesor de mi equipo.
En más de una ocasión, su perspicacia y su
conexión personal con Arafat fueron
inestimables.

El lunes empecé a pensar que volvíamos a
hacer progresos. Seguí presionando a Netanyahu para que
entregara a Arafat beneficios por la paz —la tierra, el
aeropuerto, el paso seguro entre Gaza y Cisjordania y un puerto
en Gaza— para que pudiera fortalecerse en la lucha contra
el terror; también exhorté a Arafat a que redoblara
sus esfuerzos en pro de la seguridad, y además convocara
al Consejo Nacional Palestino para revisar formalmente la Alianza
Palestina y eliminar las palabras que llamaran a la
destrucción de Israel. La Ejecutiva del Consejo de la OLP
ya había renunciado a las cláusulas, pero Netanyahu
pensaba que los ciudadanos israelíes jamás
creerían que tenían un socio para la paz hasta que
la Asamblea Palestina elegida votara a favor de borrar el
lenguaje ofensivo que había en la constitución.
Arafat no quería convocar al consejo porque no estaba
seguro de poder controlar el resultado de la sesión. Los
palestinos de todo el mundo podían votar a los miembros
del consejo y muchos de los exiliados no apoyaban tan firmemente
los compromisos contenidos en los acuerdos del proceso de paz y a
él como líder, como los habitantes de Gaza y
Cisjordania.

El día 20, se sumaron a nosotros el rey Hussein y
la reina Noor. Hussein se encontraba en Estados Unidos para
someterse a un tratamiento contra el cáncer en la
Clínica Mayo. Yo le había mantenido informado de
nuestros progresos y de los obstáculos. Aunque estaba
débil a causa de su enfermedad y de la quimioterapia, dijo
que vendría a Wye si yo pensaba que eso ayudaría en
algo. Después de hablar con Noor, que me aseguró
que él quería venir, y que estarían bien en
la residencia que hubiera disponible, le dije a Hussein que toda
ayuda era bienvenida. Es difícil describir o exagerar el
impacto que la presencia de Hussein tuvo en las negociaciones.
Había perdido mucho peso, y la quimioterapia le
había dejado sin pelo, incluso en las cejas, pero su mente
y su corazón seguían siendo fuertes. Fue de gran
ayuda y puso sentido común en ambas partes. Su mera
participación disminuyó toda la panoplia de gestos,
posturas y nimiedades que suelen formar parte de este tipo de
negociaciones.

El día 21 habíamos llegado a un acuerdo
únicamente en el tema de la seguridad; parecía que
Netanyahu celebraría su cuarenta y nueve cumpleaños
dejando atrás unas conversaciones fallidas. Al día
siguiente volví para quedarme hasta el final de la
jornada. Después de que ambas partes se reunieran a solas
durante dos horas, descubrieron un ingenioso mecanismo para que
el Consejo Palestino votara a favor de cambiar la
constitución. Yo iría a Gaza y me dirigiría
a la Asamblea con Arafat, el cual a continuación
pediría una muestra de apoyo, con una votación a
mano alzada, aplausos o golpes de pies. Aunque era favorable al
plan, Sandy Berger me advirtió que era un movimiento
arriesgado para mí. Era cierto, pero también les
estábamos pidiendo a israelíes y palestinos que
corrieran riesgos mucho mayores. Acepté.

Esa noche estábamos atascados en la
petición de Arafat de que se liberara a mil prisioneros
palestinos de las cárceles israelíes. Netanyahu
dijo que no podía liberar a miembros de Hamas ni a nadie
que tuviera «sangre en las manos», por lo que pensaba
que solo podría soltar a quinientos. Yo sabía que
habíamos llegado al límite; pedí a Hussein
que acudiera a la gran cabaña en la que cenábamos
para que hablase con ambas delegaciones. Cuando entró en
la sala, su aura majestuosa, sus ojos luminosos y su sencilla
elocuencia parecieron quedar magnificados por su declive
físico. Con voz profunda y sonora, dijo que la historia
nos juzgaría a todos, que las diferencias que quedaban
entre ambas partes eran triviales comparadas con los beneficios
de la paz y que tenían que lograrlo por el bien de los
niños. Su mensaje silencioso fue igual de claro: yo
quizá no sobreviviré mucho tiempo; es
responsabilidad suya no dejar que la paz muera.

Después de que Hussein se fuera, yo seguí
en ello; todo el mundo se quedó en el comedor y se
reunió en distintas mesas para trabajar en diversos temas.
Dije a mi equipo que se nos acababa el tiempo, y que yo no
pensaba irme a la cama. Mi estrategia para el éxito se
reducía a la resistencia; estaba decidido a ser
literalmente el último que quedara en pie. Netanyahu y
Arafat también eran conscientes de que era ahora o nunca.
Ellos y sus equipos se quedaron despiertos durante toda esa larga
noche.

Finalmente, cerca de las 3 de la madrugada,
llegué a un acuerdo sobre los prisioneros con Netanyahu y
Arafat; luego, sencillamente seguimos tirando del carro hasta que
terminamos. Eran casi las 7 de la mañana. Había un
obstáculo más: Netanyahu amenazaba con sabotear
todo el acuerdo a menos que yo liberara a Pollard. Dijo que yo le
había prometido que lo haría en una reunión
la noche anterior y que por eso había cedido en los
demás temas. De hecho, yo le había dicho que si eso
era lo que hacía falta para conseguir la paz, estaba
dispuesto a hacerlo, pero que antes tendría que
comprobarlo con mi gente.

A pesar de toda la simpatía que Pollard
despertaba en Israel, era difícil presentar el caso en
Estados Unidos: había vendido secretos de nuestro
país por dinero, no por convicción, y durante
años no había dado muestras de arrepentimiento.
Cuando hablé con Sandy Berger y George Tenet, ambos
estaban firmemente en contra de que dejara ir a Pollard, al igual
que Madeleine Albright. George dijo que después del grave
daño que el caso Aldrich Ames había causado a la
CIA, él se vería obligado a dimitir si yo conmutaba
la pena de Pollard. No quería hacerlo, y los comentarios
de Tenet cerraron la puerta a cualquier posibilidad. La seguridad
y los compromisos de los israelíes y los palestinos de
seguir colaborando contra el terror estaban en el centro del
acuerdo que habíamos alcanzado. Tenet había ayudado
a ambas partes a pulir los detalles y había aceptado que
la CIA se responsabilizara de la implementación del mismo.
Si él se iba, existía la posibilidad real de que
Arafat no quisiera seguir adelante. También necesitaba a
George en la lucha contra al-Qaeda y el terrorismo. Le dije a
Netanyahu que revisaría el caso minuciosamente y
trataría de abordarlo con Tenet y el equipo de seguridad
nacional, pero que por el momento él estaría en
mejor posición con un acuerdo de seguridad en el que
podía confiar que con la liberación de
Pollard.

Finalmente, después de volver a hablarlo
extensamente, Bibi aceptó el acuerdo, pero solo con la
condición de que podía cambiar la selección
de prisioneros que serían liberados, para poder dejar ir a
más delincuentes corrientes y menos criminales que
hubieran cometido delitos contra la seguridad. Eso era un
problema para Arafat, pues quería la liberación de
la gente que él consideraba luchadores por la libertad.
Dennis Ross y Madeleine Albright fueron a su cabaña y le
convencieron de que era lo mejor que yo podía ofrecerle.
Luego fui a verle para darle las gracias; su concesión de
última hora había salvado la
conferencia.

El acuerdo proporcionaba más tierras en
Cisjordania para los palestinos, así como el aeropuerto,
el puerto, la liberación de prisioneros, el paso seguro
entre Gaza y Cisjordania y ayudas económicas. A cambio,
Israel obtendría una cooperación sin precedentes en
la lucha contra la violencia y el terror, y la captura y
encarcelamiento de determinados palestinos a los que los
israelíes habían identificado como el origen de la
violencia permanente y de las matanzas. También se
produciría el cambio en el texto de la Alianza Palestina,
y un rápido comienzo de las conversaciones para establecer
el estatuto definitivo. Estados Unidos aportaría ayudas
para que Israel pudiera hacer frente a los costes de seguridad de
la redistribución de tropas, y también para
financiar el desarrollo económico de Palestina;
también desempeñaría un papel clave para
cimentar la relación de cooperación sobre seguridad
sin precedentes en la que ambas partes habían aceptado
embarcarse.

Tan pronto como sellamos el acuerdo con un
apretón de manos, tuvimos que salir corriendo hacia la
Casa Blanca para anunciarlo. La mayoría de nosotros
llevábamos cuarenta horas sin dormir y nos hubiera ido
bien una siesta y una ducha, pero era viernes por la tarde y
teníamos que terminar la ceremonia antes de la puesta de
sol, que marcaba el principio del Sabat judío. La
ceremonia empezó a las 4 de la tarde en la Sala Este.
Después de que Madeleine Albright y Al Gore pronunciaran
unas palabras, esbocé los detalles del acuerdo y
agradecí la participación de ambas partes. Luego
Netanyahu y Arafat hicieron unos comentarios graciosos y
animados. Bibi mantuvo una actitud de hombre de estado y Arafat
renunció a la violencia con palabras inusualmente fuertes.
Hussein advirtió que los enemigos de la paz
tratarían de deshacer este acuerdo con violencia, e
instó a los pueblos de ambos lados a respaldar a sus
líderes y a reemplazar la destrucción y la muerte
con un futuro compartido para los hijos de Abraham «que sea
digno de ellos bajo el sol».

En un gesto de amistad y como una valoración de
lo que los republicanos del Congreso estaban haciendo, Hussein
dijo que había sido amigo de nueve presidentes,
«pero que en el tema de la paz… jamás, a pesar de
todo el afecto que siento por sus predecesores, he conocido a
alguien con su dedicación, claridad de espíritu,
capacidad de concentración y de decisión… y
esperamos que estará a nuestro lado para ser testigo de
más éxitos mientras ayudamos a nuestros hermanos a
avanzar hacia un futuro mejor».

A continuación Netanyahu y Arafat firmaron el
acuerdo, justo antes de que se pusiera el sol; y el Sabat
empezó. La paz de Oriente Próximo aún estaba
viva.

Mientras se desarrollaban las conversaciones en el
río Wye, Erskine Bowles estaba llevando unas intensas
negociaciones con el Congreso acerca del presupuesto. Me
había dicho que pensaba irse después de las
elecciones y que quería obtener el mejor acuerdo posible.
Teníamos un gran margen de maniobra porque los
republicanos no se atreverían a forzar el cierre del
gobierno de nuevo y habían perdido mucho tiempo los meses
anteriores peleándose entre sí y atacándome,
en lugar de ponerse manos a la obra.

Erskine y su equipo maniobraron hábilmente con
los detalles de las leyes presupuestarias; hacían una
concesión aquí y otra allá con el fin de
obtener la financiación para nuestras principales
prioridades. Anunciamos el acuerdo la tarde del día 15, y
a la mañana siguiente lo celebramos en el Jardín de
Rosas con Tom Daschle, Dick Gephardt y todo nuestro equipo
económico. El trato final lograba salvar el
superávit para la reforma de la seguridad social y
proporcionaba fondos para la primera incorporación de
100,000 nuevos profesores, un gran aumento de programas de verano
y extraescolares y otras prioridades educativas. También
obtuvimos un importante paquete de ayudas para los granjeros y
rancheros y nos hicimos con unas impresionantes victorias
medioambientales: financiación para la iniciativa de agua
limpia y para restaurar el estado del 40 por ciento de nuestros
lagos y ríos, demasiado contaminados para pescar o nadar
en ellos, así como dinero para combatir el calentamiento
global y proseguir nuestros esfuerzos de protección de
tierras valiosas contra el desarrollo urbano y la
contaminación. Y después de ocho meses de punto
muerto, también logramos la aprobación para pagar
la contribución de Estados Unidos al Fondo Monetario
Internacional, que permitiría que el país siguiera
adelante en sus esfuerzos por frenar la crisis financiera y
estabilizar la economía mundial.

No logramos aprobar todo nuestro programa, de modo que
nos quedaba mucha munición para las dos últimas
semanas y media de campaña. Los republicanos habían
vetado la Declaración de Derechos del Paciente, para
alegría de las organizaciones sanitarias, y también
habían impedido que se aprobara la legislación
antitabaco, con un aumento del impuesto que lo gravaba y las
medidas de protección para los adolescentes, beneficiando
así a las grandes compañías tabacaleras.
Habían obstruido la reforma de la financiación de
la campaña en el Senado, a pesar del apoyo
demócrata unánime con el que contaba una vez
aprobada por la Cámara. El aumento del salario
mínimo tampoco había pasado y, lo que me resultaba
más sorprendente, tampoco mi propuesta de construir o
reparar cinco mil escuelas. También se negaron a aprobar
la rebaja fiscal sobre la producción y compra de
energía limpia e instalaciones de energía
renovable. Le tomé el pelo a Newt Gingrich,
diciéndole que por fin había encontrado un recorte
de impuestos a la que él se oponía.

Aun así era un presupuesto magnífico, dada
la composición política del Congreso, y todo un
homenaje a la capacidad de negociación de Erskine Bowles.
Después de cerrar el presupuesto equilibrado de 1997,
había vuelto a lograrlo. Como dije, «un gran
final».

Cuatro días después, poco antes de irme de
nuevo hacia el río Wye, nombré a John Podesta para
suceder a Erksine, que le había recomendado
enérgicamente para el puesto. Yo conocía a John
desde hacía casi treinta años, desde la
campaña de Joe Duffey para el Senado, en 1970. Ya
había trabajado en la Casa Blanca de secretario de
gabinete y adjunto al secretario de gabinete. Conocía el
funcionamiento del Congreso y había ayudado a guiar
nuestras políticas económicas, de exterior y de
defensa; era un convencido activista del medio ambiente y,
exceptuando a Al Gore, sabía más de la
tecnología de la información que nadie en la Casa
Blanca. También tenía las cualidades personales
adecuadas: una mente brillante, la piel curtida, un humor mordaz
y era mejor jugador de corazones que Erksine Bowles. John
aportó a la Casa Blanca un equipo de dirección
excepcionalmente capaz, formado por los adjuntos a jefe de
gabinete Steve Ricchetti y Maria Echaveste y su ayudante, Karen
Tramontano.

A lo largo de nuestras tribulaciones, nuestros triunfos,
y durante las partidas de golf y de cartas, Erskine y yo nos
habíamos convertido en muy buenos amigos. Le
echaría de menos, especialmente en el campo de golf. En
muchas ocasiones, en los días más duros, Erksine y
yo nos íbamos al campo de golf de la Armada y la Marina
para echar unos golpes. Hasta que mi amigo Kevin O'Keefe
dejó la oficina legal, también se sumaba a nuestras
escapadas. Siempre nos acompañaba por todo el circuito Mel
Cook, un militar retirado que trabajaba allí y
conocía el lugar como la palma de su mano. A veces yo
tardaba cuatro o cinco hoyos hasta conseguir un golpe decente,
pero la belleza del paisaje y mi amor por el juego siempre
conseguían alejar las presiones del día de mi
mente. Seguí yendo a ese campo de golf, pero siempre
eché de menos a Erskine. Al menos me dejaba en buenas
manos con Podesta.

Rahm Emanuel también se había ido. Desde
que empezó conmigo como director financiero de
campaña en 1991, se había casado, había
formado una familia y quería cuidar de ellos. El gran don
de Rahm era convertir las ideas en acción. Veía
posibilidades allí donde nadie prestaba atención, y
se preocupaba por los detalles que a menudo determinan el
éxito o el fracaso de un proyecto. Después de
nuestra derrota en 1994, había desempeñado un papel
clave en la tarea de recuperar mi imagen y devolverla a la
realidad. En unos años Rahm volvería a Washington,
como congresista de Chicago, la ciudad que él creía
que debía ser la capital del mundo. Le reemplacé
con Doug Sosnik, el director político de la Casa Blanca,
que era casi tan agresivo como Rahm, conocía la
política y el Congreso y siempre me contaba las
desventajas de cualquier situación aunque no me dejaba que
cediera, y era un astuto jugador de corazones. Craig Smith se
hizo cargo del puesto de director político, el mismo cargo
que había ocupado en la campaña de 1992.

La mañana del día 22, poco antes de que me
fuera al día sin fin en Wye, el Congreso levantó la
sesión después de enviarme la ley de
administración para establecer tres mil escuelas
concertadas en Estados Unidos para el año 2000. En la
última semana del mes, el primer ministro Netanyahu
sobrevivió a una moción de censura en el Knesset
sobre el acuerdo de Wye, y los presidentes de Ecuador y
Perú, con la ayuda de Estados Unidos, arreglaron un
contencioso sobre un enfrentamiento fronterizo que había
amenazado con desembocar en un conflicto armado. En la Casa
Blanca, di la bienvenida al nuevo presidente de Colombia,
Andrés Pastrana, y apoyé sus valientes esfuerzos
por poner fin al conflicto que desde hacía décadas
enfrentaba al estado con las guerrillas. También
firmé la Ley de Libertad Religiosa Internacional de 1998 y
designé a Robert Seiple, ex jefe de Visión Mundial,
una organización caritativa cristiana, para que fuera el
representante especial del secretario de Estado para la libertad
religiosa internacional.

A medida que se acercaba el fin de la campaña,
hice algunas paradas en California, Nueva York, Florida y
Maryland, y fui con Hillary a Cabo Cañaveral, en Florida,
para ver cómo John Glenn despegaba hacia el espacio. El
Comité Nacional Republicano empezó a emitir una
serie de anuncios por televisión en los que me atacaba y
la juez Norma Holloway Johnson estimó que había
causa probable para creer que la oficina de Starr había
violado la ley contra las filtraciones del gran jurado
veinticuatro veces. Las noticias informaban que, de acuerdo con
los tests de ADN realizados, Thomas Jefferson había tenido
varios hijos con su esclava Sally Hemmings.

El 3 de noviembre, a pesar de la enorme superioridad
económica de los republicanos, de sus ataques contra mi
persona y de las predicciones de los expertos sobre la
caída de los demócratas, las elecciones nos fueron
favorables. En lugar de la pérdida esperada de entre
cuatro y seis escaños en el Senado, no hubo ningún
cambio. Mi amigo John Breaux, que me había ayudado a
reconstruir la imagen de la administración de Nuevos
Demócratas después de las elecciones de 1994 y que
era un enemigo acérrimo del impeachment, fue
reelegido por una mayoría aplastante en Louisiana. En la
Cámara de Representantes, los demócratas incluso
recuperaron cinco escaños; era la primera vez que el
partido del presidente había conseguido algo así en
el sexto año de una presidencia desde 1822.

Las elecciones habían planteado una opción
muy simple: los demócratas tenían la prioridad de
salvar la seguridad social, contratar a 100,000 profesores,
modernizar las escuelas, aumentar el salario mínimo y
aprobar la Declaración de los Derechos del Paciente. Los
republicanos estaban en contra de todo esto. En su gran
mayoría apostaron por una campaña
monotemática, sobre el impeachment, aunque en
algunos estados también emitieron anuncios en contra de
los gays, en los que esencialmente afirmaban que si los
demócratas ganaban en el Congreso, obligaríamos a
todos los estados a reconocer los matrimonios entre homosexuales.
En estados como Washington y Arkansas, el mensaje se
reforzó con fotografías de una pareja homosexual
besándose ante el altar de una iglesia. Poco antes de las
elecciones, Matthew Shephard, un joven homosexual, fue apaleado
hasta la muerte en Wyoming a causa de su orientación
sexual. Todo el país quedó conmocionado,
especialmente después de que sus padres hablaran
valientemente de ello en público. Yo no podía creer
que la extrema derecha emitiera los anuncios en contra de los
homosexuales después de la muerte de Shephard, pero ellos
siempre necesitaron un enemigo. Los republicanos también
estaban muy divididos por el último acuerdo presupuestario
de octubre; los miembros más conservadores creían
que lo habían dado todo sin recibir nada a
cambio.

En los meses previos a las elecciones, yo había
decidido que eso de la «mala suerte del sexto
año» era una exageración y que los
ciudadanos, históricamente, votaban en contra del partido
del presidente en el sexto año porque pensaban que la
presidencia perdía impulso y que la energía y las
nuevas ideas se estaban agotando, así que podían
darle una oportunidad a otro. En 1998, me vieron trabajando por
Oriente Próximo y otros asuntos de política
exterior e interior hasta bien entrada la campaña, y
sabían que teníamos un programa definido para los
siguientes dos años. La campaña de
impeachment movilizó a los demócratas para
ir a votar con mayor participación que en 1994, y
bloqueó cualquier otro mensaje que los votantes indecisos
pudieran recibir de los republicanos. Por el contrario, esto les
fue muy bien a los gobernadores republicanos en ejercicio que
pudieron centrarse en mi programa, es decir, en la
responsabilidad fiscal, la reforma de la asistencia social, las
medidas de control del crimen y un mayor apoyo a la
educación. En Texas, el gobernador George W. Bush,
después de derrotar fácilmente a mi viejo amigo
Garry Mauro, pronunció su discurso de victoria ante una
bandera que decía «Oportunidad,
Responsabilidad», dos tercios de mi eslogan de
campaña de 1992.

La masiva participación de los votantes
afroamericanos ayudó a un joven abogado llamado John
Edwards a derrotar al senador de Carolina del Norte, Lauch
Faircloth, amigo del juez Sentelle y uno de mis detractores
más despiadados. En Carolina del Sur, los votantes negros
propulsaron al senador Fritz Hollings hacia una victoria para la
que partía con desventaja. En Nueva York, el congresista
Chuck Schumer, un firme oponente del impeachment con una
sólida trayectoria de lucha contra el crimen,
derrotó fácilmente al senador Al D'Amato, que se
había pasado la mayor parte de los últimos
años atacando a Hillary y a su equipo durante sus sesiones
del comité. En California, la senadora Barbara Boxer se
hizo con la reelección y Gray Davis logró ser
elegido gobernador por un margen mucho más amplio de lo
que indicaban las encuestas previas. Los demócratas
obtuvieron dos escaños más gracias al impulso
contra el impeachment y a la notable
participación de los votantes hispanos y
afroamericanos.

En las elecciones a la Cámara, logramos recuperar
el escaño que Marjorie Margolies-Mezvinksy había
perdido en 1994, cuando nuestro candidato, Joe Hoeffel, que
había perdido en 1996, volvió a presentarse
oponiéndose al impeachment. En el estado de
Washington, Jay Inslee, que fue derrotado en 1994,
recuperó su escaño. En New Jersey, un profesor de
física llamado Rush Holt, que estaba un 20 por ciento por
detrás diez días antes de las elecciones,
preparó un anuncio televisivo en que destacaba su
oposición al impeachment; ganó un
escaño que ningún demócrata había
ocupado en un siglo.

Todos nos esforzamos por compensar la gran diferencia de
fondos con los que contábamos; yo grabé mensajes
telefónicos dirigidos a los hogares de las familias
hispanas, negras y a otros votantes naturales de los
demócratas. Al Gore se volcó en una enérgica
campaña por todo el país y Hillary probablemente
hizo más apariciones que ninguna otra persona. Cuando se
le hinchó el pie durante una parada en la campaña
en Nueva York, le descubrieron un coágulo de sangre
detrás de la rodilla derecha y le recetaron
fármacos anticoagulantes. La doctora Mariano quería
que guardara cama durante una semana, pero ella siguió
adelante, repartiendo confianza y apoyo entre nuestros
candidatos. Yo estaba realmente preocupado por ella, pero estaba
decidida a no dejarlo. A pesar de lo enfadada que estaba conmigo,
aún estaba más disgustada por lo que Starr y los
republicanos trataban de hacer.

Las encuestas elaboradas por James Carville y Stan
Greenberg, y por el encuestador demócrata Mark Mellman,
indicaban que por toda la nación era un 20 por ciento
más probable que los votantes se decantaran por un
demócrata que dijera que el Congreso debía censurar
mi conducta y que después nos pusiéramos todos a
trabajar al servicio del público, que por un republicano a
favor del impeachment. Después de que llegaran
estos resultados, Carville y los demás suplicaron a todos
los que se presentaban y tenían posibilidades de vencer
que adoptaran esta estrategia. Su éxito se puso de
manifiesto incluso en lugares en los que perdimos por muy poco, y
donde los republicanos deberían haber ganado con
facilidad. Por ejemplo, en Nuevo México, el
demócrata Phil Maloof, que acababa de perder unas
elecciones especiales celebradas en junio por seis puntos, y que
estaba diez puntos por detrás una semana antes de las
elecciones de noviembre, empezó a emitir anuncios en
contra del impeachment el fin de semana antes de las
elecciones. El día de la votación ganó, pero
perdió las elecciones por un uno por ciento, ya que un
tercio de los votantes habían enviado papeletas de voto
por correo antes de escuchar su mensaje. Estoy convencido de que
los demócratas se hubieran hecho con el control de la
Cámara si más candidatos nuestros hubieran apostado
por combinar el programa de medidas positivas y la
posición en contra del impeachment. Muchos de
ellos no lo hicieron porque tenían miedo; sencillamente no
podían creer en la pura y simple realidad frente a la
enorme cobertura informativa negativa que yo había
recibido y la casi universalizada opinión de los expertos
de que lo que Starr y Henry Hyde estaban haciendo sería
más perjudicial para los demócratas que para los
republicanos.

El día después de las elecciones
llamé a Newt Gingrich para hablar de varios asuntos.
Cuando la conversación derivó hacia las elecciones,
se mostró muy generoso y afirmó que como
historiador y «quarterback del otro equipo»,
quería felicitarme. Jamás había
creído que lo lográramos, dijo, y era un
éxito histórico. Más adelante en noviembre,
Erskine Bowles me llamó para contarme una
conversación de cariz muy distinto que mantuvo con
Gingrich. Newt le dijo a Erskine que iban a seguir adelante con
el proceso de impeachment a pesar de los resultados
electorales y de que muchos republicanos moderados no
querían votar por esta medida. Cuando Erskine le
preguntó a Newt por qué querían seguir con
el impeachment en lugar de cualquier otra alternativa,
como una censura o una reprimenda, el portavoz replicó:
«Porque podemos».

Los republicanos de derechas que controlaban la
Cámara creían que habían pagado el precio
por apoyar el proceso de impeachment, de modo que
más valía seguir adelante y llevarlo a cabo antes
de que llegara el nuevo Congreso. Pensaban que en las siguientes
elecciones ya no sufrirían más penalizaciones por
lo del impeachment porque los votantes tendrían
otras cosas en la cabeza. Newt y Tom DeLay suponían que
podrían obligar a los miembros de la línea
más moderada para que votaran a favor,
presionándolos desde los programas de radio de derechas y
los activistas de sus distritos, amenazándolos con
recortar los fondos de campaña, presentando oponentes en
las primarias republicanas, negándoles cargos importantes
o, por el contrario, ofreciéndoles puestos destacados u
otros beneficios.

Los republicanos de derecha del caucus de la
Cámara estaban rabiosos por sus derrotas. Muchos realmente
creían que habían perdido por haber cedido a las
exigencias de la Casa Blanca en las dos últimas
negociaciones presupuestarias. De hecho, si hubieran apostado por
destacar los presupuestos equilibrados de 1997 y 1998, el
programa de cobertura médica infantil y los 100,000
profesores, no les habría ido nada mal, al igual que
habían hecho los gobernadores republicanos. Pero estaban
demasiado anclados en sus ideologías y excesivamente
furiosos para hacer eso. Ahora iban a tratar de recuperar el
control del programa republicano mediante el
impeachment.

Yo ya había mantenido cuatro enfrentamientos con
la derecha radical: en las elecciones de 1994, que ganaron, y el
cierre del gobierno; en las elecciones de 1996 y en las
elecciones de 1998, en las que la victoria fue nuestra.
Entretanto yo había intentado trabajar de buena fe con el
Congreso para mantener el país en marcha y hacia delante.
Ahora, frente a una abrumadora mayoría de la
opinión pública que se oponía al
impeachment y la clara evidencia de que nada de lo que
me acusaban rozaba siquiera la categoría de delito
susceptible de motivarlo, volvían de nuevo al ataque en
busca de otra amarga lucha politizada. No me quedaba más
remedio que pertrecharme en consecuencia y lanzarme al campo de
batalla.

Cincuenta

Una semana después de las elecciones, dos
importantes políticos de Washington anunciaron que no iban
a presentarse a la reelección; estábamos otra vez
en las garras de una nueva crisis con Sadam Husein. Newt Gingrich
nos sorprendió a todos al anunciar que dimitía de
portavoz y de miembro de la Cámara. Al parecer
había tenido un caucus particularmente dividido y
se arriesgaba a perder su liderazgo debido a la derrota
electoral, y ya no quería luchar más.
Después de que algunos republicanos moderados dejaran
claro que, basándose en el resultado de las elecciones, el
impeachment quedaba completamente descartado, yo
tenía sentimientos contradictorios sobre la
decisión del portavoz. Me había apoyado en la mayor
parte de mis decisiones de política exterior, había
sido franco sobre lo que realmente le importaba a su
caucus cuando hablábamos a solas y,
después de la batalla a resultas del cierre de las
oficinas del gobierno, se había mostrado flexible para
lograr acuerdos honorables con la Casa Blanca. Ahora, Newt
recibía por todas partes: por un lado, los republicanos
moderados o conservadores estaban disgustados porque el partido
no había ofrecido ningún programa positivo en las
elecciones de 1998 y porque durante un año entero no
había hecho nada más que atacarme; por el otro, sus
ideólogos de derechas, en cambio, estaban molestos porque
creían que había colaborado demasiado conmigo y no
me había satanizado lo suficiente. La ingratitud del
conciliábulo de derechas que ahora controlaba el
caucus republicano debía de indignar a Gingrich,
pues estaban en el poder solo gracias a su brillante estrategia
en las elecciones de 1994 y a los años que se había
pasado organizándoles y captando nuevos
miembros.

El anuncio de Newt consiguió más
titulares, pero la retirada del senador de Nueva York, Pat
Moynihan, tendría un impacto mucho mayor sobre mi familia.
La misma noche en que Moynihan dijo que no se presentaría
a la reelección, Hillary recibió una llamada de
nuestro amigo Charlie Rangel, el congresista de Harlem y miembro
importante del Comité de Medios y Arbitrios de la
Cámara, quien le pidió que se presentara al
escaño de Moynihan.

Hillary le dijo a Charlie que se sentía halagada,
pero que no se podía imaginar a sí misma haciendo
tal cosa.

No cerró por completo la puerta a la idea y eso
me gustó. A mí me parecía que era una
propuesta muy buena. Teníamos previsto mudarnos a Nueva
York después de que acabara mi mandato y, además,
yo pasaría bastante tiempo en Arkansas, en mi biblioteca.
Los neoyorquinos parecían disfrutar con senadores
destacados: Moynihan, Robert Kennedy, Jacob Javits, Robert Wagner
y muchos otros habían sido representantes tanto de los
ciudadanos de Nueva York como de la nación en general. Yo
creía que Hillary lo haría muy bien en el Senado y
que además disfrutaría con el trabajo. Pero
todavía quedaban meses para esa
decisión.

El 8 de noviembre llevé a mi equipo de seguridad
nacional a Camp David para debatir sobre Irak. Hacía una
semana, Sadam Husein había expulsado otra vez a los
inspectores de Naciones Unidas; parecía casi seguro que
tendríamos que emprender acciones militares contra
él. El Consejo de Seguridad había votado
unánimemente condenar las «flagrantes
violaciones» de Irak de las resoluciones de Naciones
Unidas. Bill Cohen se había marchado a Oriente
Próximo con la intención de reunir apoyos para
realizar ataques aéreos; Tony Blair estaba dispuesto a
participar.

Unos días más tarde, la comunidad
internacional dio el siguiente gran paso en nuestra apuesta por
estabilizar la situación económica mundial, con un
paquete de ayudas de cuarenta y dos mil millones de
dólares a Brasil, cinco mil millones de los cuales
procedían de los bolsillos de los contribuyentes
norteamericanos. A diferencia de los paquetes de ayudas a
Tailandia, Corea del Sur, Indonesia y Rusia, este llegaba antes
de que la economía del país estuviera al borde de
la suspensión de pagos; era coherente con nuestra nueva
política de tratar de evitar las crisis y, sobre todo, que
se extendieran a otras naciones. Lo estábamos haciendo lo
mejor que sabíamos para convencer a los inversores
internacionales de que Brasil iba a reformar su economía y
que tenía los fondos suficientes para ahuyentar a los
especuladores. Además, esta vez las condiciones del
crédito del FMI eran menos severas y mantenían los
programas para ayudar a los pobres y para impulsar a los bancos
brasileños a seguir concediendo créditos. Yo no
sabía si iba a funcionar, pero confiaba mucho en el
presidente Fernando Henrique Cardoso y, como principal socio
comercial de Brasil, Estados Unidos se jugaba mucho en el
éxito del país. Era otro de aquellos riesgos que
valía la pena correr.

El día catorce pedí a Al Gore que
representara a Estados Unidos en la reunión anual de la
Asociación AsiaPacífico en Malasia, la primera
escala de un viaje a Asia planeado hacía tiempo. Yo no
podía ir porque Sadam todavía estaba tratando de
imponer condiciones inaceptables al regreso de los inspectores de
Naciones Unidas. Como respuesta, estábamos
preparándonos para lanzar ataques aéreos sobre los
emplazamientos que nuestros servicios de inteligencia indicaban
que estaban relacionados con sus programas
armamentísticos, así como otros objetivos
militares. Justo antes de que se lanzaran los ataques, cuando los
aviones ya estaban en camino, recibí la primera de tres
cartas de Irak en la que contestaba a nuestras objeciones. Al
cabo de tres horas, Sadam se había retractado por completo
y se comprometió a resolver todos los temas pendientes que
habían indicado los inspectores, a concederles acceso
ilimitado a todos los emplazamientos sin ninguna interferencia, a
entregar todos los documentos importantes y a aceptar todas las
resoluciones de Naciones Unidas sobre armas de destrucción
masiva. Aunque me dominaba el escepticismo, decidí darle
una nueva oportunidad.

El día 18 salí hacia Tokyo y Seúl.
Quería ir a Japón para establecer una buena
relación de trabajo con Keizo Obuchi, el nuevo primer
ministro, y para tratar de influir sobre la opinión
pública japonesa para que apoyara las duras reformas
necesarias para poner fin a más de cinco años de
estancamiento económico. Me gustaba Obuchi y creía
que quizá podría domar la turbulenta escena
política japonesa y mantenerse en el cargo durante muchos
años. Le gustaba el estilo práctico americano de
hacer política desde la base. Cuando era joven, en la
década de 1960, había ido a Estados Unidos y
gracias a su labia había conseguido reunirse con el
entonces fiscal general Robert Kennedy, que se convirtió
en su héroe político. Después de nuestra
reunión Obuchi me llevó a las calles de Tokio,
donde estrechamos la mano de escolares que agitaban banderas
japonesas y norteamericanas. También celebramos un pleno
televisado en el que los tradicionalmente recatados japoneses me
sorprendieron con sus preguntas abiertas y directas, no solo
sobre los retos a los que se enfrentaba Japón, sino
también sobre si había visitado alguna vez a las
víctimas de Hiroshima y Nagasaki; sobre de qué
forma se podía lograr que en Japón los padres
pasaran más tiempo con sus hijos, como lo había
hecho yo con Chelsea; sobre cuántas veces al mes cenaba
con mi familia; sobre cómo estaba llevando todas las
presiones de las presidencia y de qué forma me
había disculpado con Hillary y con Chelsea.

En Seúl apoyé tanto los tenaces esfuerzos
de Kim Dae Jung para salir de la crisis económica como su
voluntad de aproximarse a Corea del Norte, eso sí,
mientras quedara claro que ninguno de los dos íbamos a
permitir la proliferación de misiles, armas nucleares o
cualquier otro tipo de armas de destrucción masiva. Los
dos estábamos preocupados por la reciente prueba que
había hecho Corea del Norte de un misil de largo alcance.
Pedí a Bill Perry que dirigiera un pequeño grupo
que revisara nuestra política para Corea y que nos
recomendara un plan para el futuro que maximizara las
posibilidades de que Corea del Norte abandonara sus programas de
armas y misiles y se reconciliara con Corea del Sur, al tiempo
que minimizara los riesgos de un fracaso.

Al acabar el mes, Madeleine Albright y yo celebramos una
conferencia en el Departamento de Estado para apoyar el
desarrollo económico de los palestinos, con Yasser Arafat,
Jim Wolfensohn del Banco Mundial y representantes de la
Unión Europea, Oriente Próximo y Asia. El gobierno
israelí y la Knesset habían apoyado el acuerdo de
Wye, y había llegado el momento de conseguir algunas
inversiones para Gaza y Cisjordania que dieran a los atribulados
palestinos una muestra de cuáles eran los beneficios de la
paz.

Mientras sucedía todo esto, Henry Hyde y sus
colegas seguían persiguiendo sus objetivos; me enviaron
ochenta y una preguntas que querían que respondiera con
«sí o no» e hicieron públicas
veintidós horas de las cintas TrippLewinsky. La
grabación que Tripp había hecho de aquellas
conversaciones sin el permiso de Lewinsky, después de que
su abogado le dijera expresamente que la grabación era
punible penalmente y que no debía volver a hacerlo, era un
delito según el código penal de Maryland. La
procesaron por ello, pero el juez se negó a permitir que
el fiscal llamara a testificar a Lewinsky para que probara que
las conversaciones habían tenido lugar, pues
decidió que la inmunidad que Starr le había dado a
Tripp para testificar sobre su ilegal violación de la
privacidad de Lewinsky le impedía a esta declarar contra
Tripp. Una vez más, Starr había logrado proteger a
gente que infringía la ley pero que le seguía el
juego, a la vez que procesaba a gente inocente que se negaba a
mentir por él.

Durante este período, Starr también
procesó a Webb Hubbell por tercera vez; declaró que
había inducido a error a los inspectores federales sobre
el trabajo que había hecho el bufete Rose para otra
entidad financiera que había quebrado. Era el
último y casi desesperado intento de Starr por vencer la
resistencia de Hubbell y obligarle a decir algo que fuera
perjudicial para Hillary o para mí.

El 19 de noviembre, Kenneth Starr declaró antre
el Comité Judicial de la Cámara y realizó
comentarios que, como su informe, iban mucho más
allá de su responsabilidad, que se limitaba a informar al
Congreso de los hechos que hubiera descubierto. El informe Starr
ya se había criticado por omitir un hecho muy importante y
que me era favorable: la repetida afirmación de Monica
Lewinsky de que yo jamás le había pedido que
mintiera.

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