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Análisis del libro "MI vida (parte II)" de Williams Bill Clinton (página 17)



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Del testimonio de Starr surgieron tres cosas
sorprendentes. La primera fue el anuncio de que no había
descubierto ningún indicio de nada ilegal por mi parte o
por la de Hilary en las investigaciones de la Oficina de Viajes y
del FBI. El congresista Barney Frank, de Massachusetts, le
preguntó cuándo había llegado a esas
conclusiones. «Hace algunos meses», contestó
Starr. Frank le preguntó entonces por qué
había esperado hasta después de las elecciones para
exonerarme de aquellas acusaciones cuando había enviado su
informe «con un montón de cosas negativas sobre el
presidente» antes de las elecciones. La breve respuesta de
Starr fue confusa y evasiva.

En segundo lugar, Starr admitió que había
hablado con la prensa sobre los antecedentes del caso, lo que
constituía una violación de las reglas de
confidencialidad del gran jurado. Finalmente, negó bajo
juramento que su oficina hubiera tratado de que Monica Lewinsky
llevara un micrófono para grabar sus conversaciones con
Vernon Jordan, yo y otras personas. Cuando le enfrentaron con el
FBI, que demostraba que sí lo había hecho, se
volvió a mostrar evasivo. El Washington Post
informó que «las negativas de Starr… quedaron
desmentidas por sus propios informes del FBI».

El hecho de que Starr hubiera admitido haber violado la
ley sobre el secreto del gran jurado y además hubiera
mentido bajo juramento no hizo que él o el comité
republicano frenaran. Creían que al equipo que jugaba en
casa se le aplicaban reglas distintas.

Al día siguiente Sam Dash dimitió de
asesor ético de Starr; dijo que éste se
había implicado a sí mismo de forma
«ilegal» en el proceso de impeachment con
sus comentarios en la audiencia en el Congreso. Como mi madre
solía decir, Dash llegaba «un día tarde y con
un dólar de menos»: hacía mucho tiempo que a
Starr no le preocupaba en absoluto cumplir o no cumplir la
ley.

Poco antes del día de Acción de Gracias,
los republicanos de la Cámara regresaron a Washington para
escoger al presidente del Comité de Gastos, Bob
Livingston, de Louisiana, nuevo portavoz de la Cámara.
Ocuparía el cargo en enero, cuando comenzara el nuevo
período de sesiones del Congreso. En aquel tiempo, la
mayoría de la gente creía que el movimiento a favor
del impeachment se había encallado. Muchos
republicanos moderados habían dicho que se oponían
a ello y que las elecciones habían sido un mensaje muy
claro del pueblo norteamericano, que quería que el
Congreso me diera una reprimenda o censurara mi conducta y luego
siguiera con los asuntos de interés
público.

A mediados de mes llegué a un acuerdo para cerrar
extrajudicialmente el caso de Paula Jones por una elevada
cantidad de dinero pero sin ninguna disculpa. No me gustó
nada tener que hacerlo porque había conseguido una
victoria rotunda con la ley y los hechos en la mano en un caso
que tenía motivaciones políticas. Los abogados de
Jones habían llevado el caso ante la Corte de Apelaciones
del octavo circuito, pero la ley aplicable al caso estaba clara:
si la Corte de Apelaciones seguía su propia
jurisprudencia, yo ganaría la apelación. Por
desgracia la comisión de tres jueces asignada para decidir
sobre el caso estaba encabezada por Pasco Bowman, el mismo juez
ultraconservador que había apartado al juez Henry Woods de
uno de los casos de Whitewater basándose en
engañosos artículos publicados en los
periódicos después de que Woods hubiera dictado una
sentencia que no había gustado a Starr. Pasco Bowman, como
el juez David Sentelle en Washington, había demostrado que
estaba dispuesto a hacer excepciones en la aplicación
correcta de la ley en los casos que tenían que ver con
Whitewater.

Parte de mí casi quería perder la
apelación para así poder ir al juzgado, coger todos
los documentos y declaraciones y mostrar al público
qué habían estado haciendo mis adversarios. Pero
había prometido al pueblo norteamericano que me iba a
pasar los siguientes dos años trabajando para ellos; no
tenía sentido que perdiera ni cinco minutos más
pensando en el caso Jones. El acuerdo se llevó más
o menos la mitad de nuestros ahorros de toda una vida y ya
estábamos muy endeudados a causa de las facturas de los
abogados, pero sabía que si la salud me acompañaba
podría ganar suficiente dinero para mantener a mi familia
y pagar esas facturas cuando abandonara el cargo. Así que
llegué a un acuerdo y volví al trabajo.

Mi promesa de dejar atrás el caso Jones se
pondría a prueba una vez más, y de forma muy dura.
En abril de 1999 la juez Wright me sancionó por violar sus
órdenes de revelación de información y me
exigió que pagara los costes de viaje y los gastos de
declaración de los abogados de Jones. Yo disentía
profundamente de la opinión de Wright, pero no
podía discutirla sin meterme en los hechos que estaba
decidido a evitar y sin perder tiempo que debía dedicar a
mi trabajo. La verdad es que me reconcomía tener que pagar
los gastos de los abogados de Jones; habían insultado a
los testigos con preguntas hechas con mala fe y preparadas de
común acuerdo con Starr, y habían hecho caso omiso
repetidamente de las órdenes del juez de no filtrar nada a
la prensa. El juez les amenazó a menudo, pero nunca les
hizo nada.

El 2 de diciembre, Mike Espy fue declarado inocente de
todos los cargos que había presentado contra él el
fiscal independiente Donald Smaltz. Smaltz había seguido
el manual de Starr en la investigación sobre Espy;
había gastado más de diecisiete millones de
dólares y procesado a cuantos pudo en un intento de
obligarles a decir algo malo sobre Mike. La severa reprimenda del
jurado hizo que Smaltz y Starr fueran los dos únicos
fiscales independientes que jamás habían perdido un
juicio con jurado.

Unos días más tarde, Hillary y yo volamos
hasta Nashville para una misa fúnebre en honor del padre
de Al Gore, el senador Albert Gore Sr., que había muerto a
los noventa años en su casa de Carthage, Tennessee. El War
Memorial Auditorium estaba lleno de gente de todas las clases
sociales, que habían ido a presentar sus últimos
respetos a un hombre cuyo servicio en el senado incluía la
construcción del sistema de autopistas interestatales, su
rechazo a firmar el segregacionista Manifiesto del Sur en 1956 y
una oposición valiente a la guerra de Vietnam. Yo
había admirado al senador Gore desde mi juventud y siempre
había disfrutado las oportunidades que mi
asociación con Al me daba de pasar tiempo con él.
El senador y la señora Gore se habían esforzado
haciendo campaña por Al y por mí en 1992, y a
mí me encantaba oír los discursos de campaña
a la antigua usanza del senador, llenos de azufre y fuegos del
infierno.

La música del funeral fue conmovedora,
especialmente cuando escuchamos una vieja cinta del senador Gore
cuando era un joven político en alza que tocaba el
violín en el Constitution Hall, en 1938. Al
pronunció el panegírico, un homenaje elocuente y
tierno a su padre, tanto en su faceta privada como
pública. Después de la misa le dije a Hillary que
hubiera deseado que todo el mundo en Estados Unidos hubiera
estado allí.

A mediados de mes, cuando estaba a punto de salir hacia
Israel y Gaza para mantener mis compromisos de los acuerdos de
Wye, el Comité Judicial de la Cámara votó,
de nuevo siguiendo férreamente la división por
partidos, a favor de someterme a un proceso de
impeachment por perjurio en mi declaración y en
el testimonio ante el gran jurado, y por obstrucción a la
justicia. También aprobaron un cuarto cargo que me acusaba
de dar respuestas falsas a sus preguntas. Era un procedimiento
verdaderamente estrafalario. El presidente Hyde se negó a
dar una definición estándar de lo que
constituía motivo de impeachment y también
se negó a llamar a ningún testigo que tuviera
conocimiento directo de los asuntos sobre los que se
discutía. Tomó la decisión de que el voto
sobre el impeachment debía consistir simplemente
en votar si se enviaba el informe Starr al Senado, que
tendría que decidir si los hechos que se incluían
en el informe eran ciertos y si había justificación
para apartarme del cargo.

Un grupo de fiscales de ambos partidos dijo al
comité que ningún fiscal me acusaría de
perjurio con las pruebas que había en este caso, y un
grupo de prestigiosos historiadores, entre ellos Arthur
Schlesinger, de la City University de Nueva York; C. Vann
Woodward, de Yale, y Sean Wilentz, de Princeton, declararon que
lo que se me acusaba de haber hecho no reunía los
requisitos básicos del impeachment que
habían fijado los fundadores, es decir, que fuera un
«delito grave o falta» cometido en el ejercicio del
poder ejecutivo. Esta había sido la definición
aceptada durante mucho tiempo y quedó refrendada por una
carta al Congreso firmada por más de cuatrocientos
historiadores. Por ejemplo, en el caso Watergate, el
Comité Judicial de la Cámara de Representantes
votó en contra del impeachment de Nixon por
supuesta evasión de impuestos porque no tenía nada
que ver con su desempeño en el cargo. Pero todo esto no
era relevante para Hyde, para su igualmente hostil abogado, David
Schippers, ni para los derechistas que controlaban la
Cámara.

Desde la elección, Tom DeLayy su equipo
habían estado martilleando desde los medios de
comunicación de derechas para pedir mi
impeachment. Las tertulias radiofónicas estaban
presionando para conseguirlo, y los moderados estaban comenzando
a tener noticias de los activistas antiClinton en sus propios
distritos. Estaban convencidos de que lograrían que
suficientes miembros moderados del Congreso se olvidaran de la
oposición popular al impeachment si les
metían miedo sobre las represalias que los detractores de
Clinton se tomarían en su contra.

En el contexto de esta estrategia, el voto del
comité Hyde contra una resolución de censura era
tan importante como sus votos por los artículos de
impeachment. La censura era la opción que
prefería el 75 por ciento de los norteamericanos; si una
resolución de censura podía presentarse en la
Cámara, los republicanos moderados votarían por
ella y el impeachment no tendría ninguna
posibilidad. Hyde decía que el Congreso no tenía la
autoridad necesaria para censurar al presidente: era el
impeachment o nada. De hecho, los presidentes Andrew
Jackson y James Polk habían sido ambos censurados por el
Congreso. La resolución de censura se denegó en el
comité, de nuevo con un voto que seguía la
línea de los respectivos partidos. El pleno de la
Cámara no podría votar lo que la mayor parte de los
norteamericanos querían. Ahora era cuestión de a
cuántos republicanos moderados se podía
«convencer».

Después de la votación del comité,
Hillary y yo volamos a Oriente Próximo para reunirnos y
cenar con el primer ministro Netanyahu, encender las velas de un
menorah para Hanukkah y visitar la tumba de Rabin junto con su
familia. Al día siguiente Madeleine Albright, Sandy
Berger, Dennis Ross, Hillary y yo fuimos en helicóptero a
una zona densamente poblada de Gaza para cortar la cinta
inaugural del nuevo aeropuerto y comer con Arafat en un hotel con
una vista preciosa de la larga playa mediterránea de Gaza.
Pronuncié ante el Consejo Nacional Palestino el discurso
que me había comprometido a dar en Wye. Justo antes de que
me levantara para hablar, casi todos los delegados levantaron las
manos para mostrar su apoyo a la eliminación del
artículo que llamaba a la destrucción de Israel de
sus estatutos. Fue el momento que hizo que todo el viaje valiera
la pena. Casi se podía oír el suspiro de alivio de
Israel; quizá los israelíes y los palestinos,
después de todo, pudieran compartir una tierra y un
futuro. Di las gracias a los delegados, les dije que
quería que su gente recibiera beneficios concretos de esa
paz y les pedí que se mantuvieran dentro del proceso para
conseguirla.

No era un llamamiento vano. Menos de dos meses
después del éxito de Wye, las negociaciones
volvían a estar en peligro. Incluso a pesar de que el
gobierno de Netanyahu había aprobado por un estrecho
margen el acuerdo, su coalición no estaba en realidad a
favor de él, lo que le hacía virtualmente imposible
proceder a la redistribución de las tropas y a la
liberación de los prisioneros, por no hablar de pasar a
las todavía más complejas cuestiones del estatuto,
entre ellas la cuestión del estado palestino y si la parte
oriental de Jerusalén se convertiría en la capital
de Palestina. La enmienda de los estatutos palestinos el
día anterior ayudó a Netanyahu con la
opinión pública israelí, pero su
coalición era mucho más dificil de convencer.
Parecía que tendría que formar un gobierno de
unidad nacional más amplio o convocar a
elecciones.

La mañana siguiente a mi discurso a los
palestinos, Netanyahu, Arafat y yo nos encontramos en el cruce
fronterizo de Erez para tratar de impulsar la aplicación
de Wye y decidir de qué forma pasar a las cuestiones del
estatuto final. Tras ello, Arafat nos acompañó a
Hillary y a mí a Belén. Estaba orgulloso de tener
la custodia de un lugar tan sagrado para los cristianos, y
sabía que significaría mucho para nosotros
visitarlo en unas fechas tan cercanas a la Navidad.

Después de dejar a Arafat, nos unimos al primer
ministro Netanyahu en una visita a Masada. Me quedé
impresionado de todo el trabajo que se había realizado
desde que Hillary y yo la visitamos por primera vez, en 1981,
para recuperar los restos de la fortaleza en la que los
mártires judíos habían luchado hasta la
muerte por sus convicciones. Bibi parecía estar un poco
pensativo y apagado. Había ido más allá de
la zona política en la que estaba seguro con los acuerdos
de Wye y su futuro era incierto. No había forma de saber
si los riesgos que había corrido acercarían a
Israel a la paz definitiva o si pondrían fin a su
gobierno.

Nos despedimos del primer ministro y volamos a casa para
encontrarnos con otros conflictos. Seis días atrás,
en el segundo día de las renovadas inspecciones de
Naciones Unidas en Irak, se había denegado el acceso a
algunos inspectores a la sede del Partido Baas de Sadam. El
día que regresamos a Washington, el jefe de los equipos de
inspección, Richard Butler, informó a Kofi Annan
que Irak no había mantenido sus compromisos de cooperar
con él e incluso había impuesto nuevas
restricciones al trabajo de los inspectores.

Al día siguiente, Estados Unidos y el Reino Unido
lanzaron una serie de ataques aéreos y con misiles de
crucero contra los supuestos emplazamientos químicos,
biológicos y de laboratorios nucleares de Irak y contra su
capacidad militar para amenazar a sus vecinos. En mi discurso al
pueblo norteamericano aquella tarde dije que Sadam había
utilizado anteriormente armas químicas contra los
iraníes y los kurdos del norte y que había
disparado misiles Scud contra otros países. Dije que
había cancelado un ataque cuatro semanas antes porque
Sadam había prometido cooperación total. Sin
embargo, se había amenazado repetidamente a los
inspectores, «así que Irak había dilapidado
su última oportunidad».

Cuando se lanzaron los ataques, nuestra
información de los servicios de inteligencia indicaba que
había cantidades considerables de materiales
biológicos y químicos que quedaron en Irak al final
de la guerra del Golfo, y también algunas cabezas de misil
que todavía no se habían declarado; además,
se estaban llevando a cabo algunos trabajos elementales de
laboratorio para conseguir armas nucleares. Nuestros expertos
militares creían que las armas no convencionales
podían haberse convertido en todavía más
importantes para Sadam porque sus fuerzas militares
convencionales eran mucho más débiles de lo que lo
habían sido antes de la guerra del Golfo.

Mi equipo de seguridad nacional afirmaba
unánimemente que debíamos atacar a Sadam tan pronto
como se emitiera el informe Butler para minimizar el riesgo de
que Sadam pudiera dispersar sus fuerzas y proteger sus arsenales
biológicos y químicos. Tony Blair y sus asesores se
mostraron de acuerdo. El ataque angloamericano se prolongó
durante cuatro días, con 650 salidas aéreas y 400
misiles de crucero, todos con los objetivos cuidadosamente
fijados para golpear objetivos militares y de seguridad nacional
y minimizar las bajas civiles. Después del ataque, no
teníamos forma de saber qué cantidad del material
prohibido habíamos destruido, pero sencillamente
habíamos reducido la capacidad de Irak para producir y
desplegar armas peligrosas.

Aunque hablaban sobre Sadam como si fuera el
mismísimo diablo, algunos republicanos estaban enfadados
por los ataques. Muchos de ellos, como el senador Lott y el
representante Dick Armey, criticaron el momento elegido para
lanzar los ataques, diciendo que los había ordenado para
retrasar el voto de la Cámara sobre el
impeachment. Al día siguiente, después de
que muchos senadores republicanos expresaran su apoyo a los
ataques, Lott se retractó de sus comentarios. Armey nunca
lo hizo; él, DeLay y sus lacayos habían trabajado
duro para conseguir que sus colegas moderados mantuvieran la
formación, y ahora tenían prisa para votar el
impeachment antes de que algunos de ellos comenzaran a
pensar de nuevo.

El 19 de diciembre, no mucho antes de que la
Cámara comenzara a votar el impeachment, el
designado como portavoz, Bob Livingston, anunció que se
retiraba de la Cámara después de que se hubieran
hecho públicos sus problemas personales. Después
supe que diecisiete republicanos conservadores se le
habían acercado y le habían dicho que tenía
que dimitir, no por lo que había hecho, sino porque se
había convertido en un obstáculo para mi
impeachment.

Apenas seis semanas después de que el pueblo
norteamericano hubiera enviado un mensaje alto y claro contra el
impeachment, la Cámara votó a favor de dos
de los cuatro artículos de impeachment aprobados
por el comité Hyde. El primero, que me acusaba de haber
mentido ante el gran jurado, se aprobó por 228 votos
contra 206; hubo cinco republicanos que votaron en contra. El
segundo, que decía que había obstruido la justicia
con mi persistente perjurio y ocultando regalos, se aprobó
por 221 contra 212, con doce republicanos que votaron
«no». Los dos cargos eran incoherentes.

El primero se basaba en las divergencias que
había entre la descripción de Monica Lewinsky de
nuestros encuentros en el informe Starr y mi testimonio ante el
gran jurado; el segundo ignoraba el hecho de que ella
también había testificado que yo jamás le
había pedido que mintiera, un hecho que corroboraban otros
testigos. Al parecer, los republicanos solo la creían
cuando me llevaba la contraria.

Poco después de las elecciones, Tom DeLay y
compañía comenzaron a ir a la caza de los
republicanos moderados. Consiguieron algunos votos
privándoles de la posibilidad de votar una
resolución de censura, y luego diciéndoles que si
me querían censurar de algun modo, deberían hacerlo
votando a favor del impeachment, porque de todas formas
no me podrían condenar y expulsarme del cargo ya que los
republicanos no podían lograr los dos tercios de los votos
necesarios para ello en el Senado. Unos días
después de la votación de la Cámara, cuatro
miembros moderados de la misma —Mike Castle, de Delaware;
James Greenwood, de Pennsylvania, y Ben Gilman y Sherwood
Boehlert de Nueva York— escribieron al New York Times
diciendo que el hecho de que hubieran votado a favor del
impeachment no quería decir que creyeran que se
me debía apartar del cargo.

No conozco todos los palos y zanahorias que se usaron en
cada caso particular con los moderados, pero descubrí
algunos de ellos. Un presidente de un comité republicano,
muy angustiado, dijo a un asesor de la Casa Blanca que no
quería votar por el impeachment pero que de no
hacerlo hubiera perdido la presidencia de su comité. Jay
Dickey, un republicano de Arkansas, dijo a Mack McLarty que
podría perder su puesto en el Comité de Gastos si
no votaba a favor de mi impeachment. Me sentí muy
decepcionado cuando Jack Quinn, un republicano de Buffalo, Nueva
York, que había sido un huésped habitual de la Casa
Blanca y que le había dicho a mucha gente, y
también a mí, que se oponía al
impeachment, dio un giro de ciento ochenta grados y
anunció que votaría a favor de tres
artículos. Yo me había llevado su distrito por una
gran mayoría en 1996, pero, por lo visto, una ruidosa
minoría de sus electores le había presionado mucho.
Mike Forbes, un republicano de Long Island que me había
apoyado durante la batalla del impeachment,
cambió de opinión cuando le ofrecieron un puesto
importante en el equipo de Livingston. Cuando Livingston
dimitió, la oferta se evaporó.

Cinco demócratas también votaron a favor
del impeachment. Cuatro de ellos procedían de
distritos conservadores. El quinto dijo que quería votar
una resolución de censura, pero que después
creyó que lo que estaba haciendo era la mejor alternativa.
Entre los republicanos que habían votado en contra del
impeachment estaban Amo Houghton, de Nueva York, y Chris
Shays, de Connecticut, dos de los republicanos más
progresistas e independientes de la Cámara; Connie
Morelia, de Maryland, también una progresista cuyo
distrito había votado abrumadoramente por mí en
1996, y dos conservadores, Mark Souder, de Indiana, y Peter King,
de Nueva York, que simplemente se negaban a seguir adelante con
la idea de los dirigentes de su partido de convertir una
cuestión constitucional en un test de lealtad al
partido.

Peter King, con quien yo había trabajado en
Irlanda del Norte, soportó semanas de mucha
presión; llegaron a amenazarle con destruirle
políticamente si no votaba a favor del
impeachment. En muchas entrevistas de televisión,
King lanzó un argumento muy sencillo a sus colegas
republicanos: «Estoy en contra del impeachment al
presidente Clinton porque si fuera un republicano ustedes
también lo estarían». Los republicanos que
estaban a favor del impeachment y que aparecían
en los programas con él nunca supieron darle una buena
respuesta a eso. Los republicanos de derechas creían que
todo el mundo tenía un precio o un punto débil, y
la mayoría de las veces estaban en lo cierto, pero Peter
King tenía alma irlandesa: amaba la poesía de
Yeats, no temía luchar por una causa perdida y no se le
podía comprar.

Aunque se decía que las fuerzas favorables al
impeachment habían celebrado reuniones en el
despacho de DeLay para rezar y rogar el apoyo de Dios en su
misión divina, lo que los impulsaba a pedirlo no eran
motivos morales o legales, sino simplemente la búsqueda
del poder. Newt Gingrich lo había dicho todo en una sola
frase: estaban haciéndolo «porque podíamos
hacerlo».

El impeachment no era por mi indefendible
conducta personal. Había mucho de eso también en su
bando y estaba comenzando a salir a la luz, incluso sin necesidad
de un pleito falaz ni de un fiscal especial para que hurgara en
los hechos. No iba sobre si había mentido en un proceso
legal; cuando se descubrió que Newt Gingrich había
prestado falso testimonio repetidas veces durante la
investigación del Comité de Ética de la
Cámara sobre las aparentemente ilegales prácticas
de su comité de acción política, la misma
gente que ahora acababa de votar mi impeachment se
había contentado con censurarle y ponerle una multa.
Cuando Kathleen Willey, a la que Starr había concedido
inmunidad mientras le dijera lo que el quería escuchar,
mintió, Starr simplemente le volvió a conceder
inmunidad. Cuando Susan McDougal se negó a mentir por
él, la procesó. Cuando Herby Branscum y Rob Hill se
negaron a mentir por él, los procesó. Cuando Webb
Hubbel se negó a mentir por él, le procesó
dos y tres veces, y luego procesó a su mujer, a su abogado
y a su contable, solo para luego retirar los cargos de los que
acusaba a todos ellos. Cuando se demostró falsa la primera
historia que David Hale había contado sobre mí,
Starr le permitió cambiarla hasta que al final Hale
consiguió elaborar una versión que no se
podía demostrar que fuera falsa. El ex socio de Jim
McDougal y viejo amigo mío Steve Smith se ofreció a
pasar la prueba del detector de mentiras para refrendar su
afirmación de que la gente de Starr le había
preparado una declaración mecanografiada para que la
leyera ante el gran jurado y le siguieron presionando para que lo
hiciera incluso después de que les dijera repetidamente
que lo que decía aquella declaración era falso. El
propio Starr mintió bajo juramento cuando dijo que no
había pedido a Monica Lewinsky que llevara un
micrófono.

Y la votación en la Cámara desde luego no
iba sobre si los cargos planteados constituían actos
susceptibles de provocar un proceso de impeachment tal y
como este se entendía históricamente. Si se hubiera
aplicado el estándar del Watergate a mi caso, no
habría habido impeachment.

Esto iba sobre poder, sobre algo que los dirigientes
republicanos de la Cámara hacían porque
podían hacerlo y porque querían aplicar un programa
al que me oponía y que había bloqueado. No tengo
ninguna duda de que muchos de sus seguidores en todo el
país creían que la decision de apartarme del cargo
se basaba en la moral o en la ley, y que yo era tan mala persona
que no importaba si mi conducta encajaba o no con la
definición constitucional de los motivos para un
impeachment. Pero su posición no respetaba la
prueba más básica de moralidad y justicia: las
mismas reglas deben aplicarse a todo el mundo. Como Teddy
Roosevelt dijo una vez, ningún hombre está por
encima de la ley, pero «ningún hombre está
tampoco por debajo».

En las guerras partidistas que se habían desatado
desde mediados de la década de 1960, ninguno de los dos
bandos estaba completamente libre de culpa. Yo pensaba que estaba
de más que los demócratas examinaran qué
películas gustaban al juez Bork y los hábitos con
el alcohol del senador John Tower. Pero cuando se trataba de
políticas de destrucción personal, los republicanos
de la Nueva Derecha eran unos verdaderos maestros. Mi partido no
parecía entender el poder, pero yo estaba orgulloso de que
hubiera algunas cosas que los demócratas no estuvieran
dispuestos a hacer solo porque pudieran hacerlas.

Poco después de la votación en la
Cámara, Robert Healy escribió un artículo en
el Boston Globe sobre una reunión entre el portavoz Tip
O'Neill y el presidente Reagan que tuvo lugar en la Casa Blanca a
finales de 1986. La historia del IránContra había
salido a la luz pública; los asesores de la Casa Blanca
John Poindexter y Oliver North habían infringido la ley y
habían mentido sobre ello al Congreso. O'Neill no le
preguntó al presidente si había conocido o
autorizado la violación de la ley (la comisión
bipartita del senador John Tower descubrió más
adelante que, en efecto, Reagan no había sabido nada sobre
ello). Según Healy, O'Neill simplemente le dijo al
presidente que no permitiría que se produjera
ningún proceso de impeachment; dijo que
había vivido el Watergate y que no iba a volver a someter
al país a un calvario como aquel otra vez.

Puede que Tip O'Neill fuera mejor patriota que Gingrich
y DeLay, pero ellos y sus aliados habían sido más
eficaces en concentrar el poder y en usarlo tanto como pudieron
contra sus adversarios. Creían que, a corto plazo, el
poder hace la ley, y no les preocupaba lo que sufriera el
país en el proceso. Desde luego no les preocupaba en
absoluto que el Senado no fuera a apartarme del cargo.
Creían que si me echaban encima la suficiente basura, la
prensa y el público acabaría culpándome a
mí por su mala conducta además de por la
mía. Querían marcarme con una gran «I»
y estaban convencidos de que durante el resto de mi vida, y
durante algún tiempo después, el hecho de que me
hubiera sometido a un proceso de impeachment
permanecería, mientras que se olvidarían las
circunstancias que lo habían envuelto. Nadie
hablaría de que todo el proceso no había sido
más que una farsa hipócrita y la culminación
de años de conducta inconsciente de Kenneth Starr y sus
secuaces.

Justo después de la votación, Dick
Gephardt trajo a un gran grupo de demócratas de la
Cámara que me habían defendido a la Casa Blanca
para que pudiera agradecérselo y para que diéramos
imagen de unidad ante la batalla que se avecinaba. Al Gore
defendió a capa y espada mis logros como presidente y Dick
hizo un apasionado llamamiento a los republicanos para que
abandonaran la estrategia política de la
destrucción personal y continuaran trabajando en los temas
que interesaban a la nación. Hillary me comentó
más adelante que el acto casi había parecido un
mitin después de una victoria. De alguna forma lo era. Los
demócratas se habían mantenido firmes no solo para
denfenderme a mí, sino, lo que era mucho más
importante, también para defender la
Constitución.

Desde luego yo hubiera preferido no haberme sometido a
un impeachment, pero me consolaba que la única
otra ocasión en que había sucedido, a Andrew
Johnson a finales de la década de 1860, tampoco hubo
«delitos graves o faltas»; igual que en mi caso, fue
una acción por motivos políticos e impulsada por el
partido que tenía la mayoría en el Congreso y que
no supo contenerse.

Hillary estaba más molesta por la naturaleza
partidista del proceso que tenía lugar en la Cámara
de lo que lo estaba yo. Cuando era una abogada joven,
había trabajado en el equipo de John Doar para el
Comité Judicial de la Cámara durante el Watergate,
cuando se realizó un esfuerzo serio, equilibrado y
bipartito para cumplir el mandato constitucional de definir y
encontrar graves crímenes y conductas en las actividades
oficiales del presidente.

Desde el principio, creí que la mejor forma de
ganar el duelo con la Extrema Derecha era seguir haciendo mi
trabajo y dejar que otros se encargasen de mi defensa. Durante
los procesos en la Cámara y en el Senado eso es
exactamente lo que traté de hacer, y mucha gente me dijo
que me lo agradecía.

La estrategia funcionó todavía mejor de lo
previsto. La publicación del informe Starr y la
decisión de los republicanos de seguir adelante con el
proceso de impeachment trajo consigo un perceptible
cambio de enfoque en la cobertura mediática. Como ya he
dicho, la prensa no fue nunca unánime, pero ahora incluso
aquellos que anteriormente habían estado dispuestos a
darle cancha a Starr comenzaron a apuntar la implicación
de grupos de derechas en la conjura, a explicar las
tácticas rastreras de la OFI y la absoluta falta de
precedentes para lo que los republicanos estaban haciendo.
También las tertulias de televisión comenzaron a
ser más equilibradas, a medida que comentaristas como
Greta Van Sustren y Susan Estrich e invitados como los abogados
Lanny Davis, Alan Dershowitz, Julian Epstein y Vincent Bugliosi
se aseguraron de que se escuchara a ambas partes. También
hubo miembros del Congreso que defendieron mi causa, entre ellos
el senador Tom Harkin, los miembros del Comité Judicial de
la Cámara Sheila Jackson Lee y Bill Delahunt, que
también era ex fiscal. Los profesores Cass Sunstein, de la
Universidad de Chicago, y Susan Bloch, de Georgetown, publicaron
una carta sobre la inconstitucionalidad del proceso de
impeachment que firmaron más de cuatrocientos
profesores de derecho.

Nos acercábamos a 1999; el paro había
bajado al 4,3 por ciento y la bolsa había subido hasta su
máximo histórico. Hillary se había hecho
daño en la espalda mientras hacía una visita de
Navidad a los empleados del Old Executive Office Building, pero
se comenzaba a recuperar después de que el doctor le
dijera que debía dejar de llevar zapatos de tacón
en aquellos suelos de marmol tan duros. Chelsea y yo decoramos el
árbol y nos entregamos a nuestra afición a las
compras de Navidad.

Los mejores regalos que me hicieron ese año
fueron las muestras de cariño y apoyo de los ciudadanos.
Una niña de trece años de Kentucky me
escribió para decirme que había cometido un error,
pero que no podía irme porque mis oponentes eran
«malos». Un hombre blanco de ochenta y seis
años de New Brunswick, New Jersey, después de
decirle a su familia que se iba a Atlantic City a pasar el
día, cogió el tren hasta Washington, donde
tomó un taxi hasta la casa del reverendo Jesse Jackson.
Cuando la suegra de Jesse abrió la puerta, le dijo que
había ido allí porque el reverendo Jackson era la
única persona que conocía que hablaba con el
presidente y quería enviarme un mensaje:
«Dígale al presidente que no lo deje. Yo estaba
allí cuando los republicanos trataron de destruir a Al
Smith [nuestro nominado a la presidencia en 1928] porque era
católico. No puede rendirse». El hombre
volvió a subir al taxi, regresó a la Union Station
y tomó el siguiente tren a casa. Llamé a ese hombre
para darle las gracias. Luego mi familia y yo partimos hacia el
fin de semana del Renacimiento y el nuevo año.

Cincuenta y
uno

El 7 de enero, el presidente de la Corte Suprema, el
juez William Rehnquist, abrió oficialmente el proceso de
impeachment en el Senado; y Ken Starr procesó a Julie
Hiatt Steele, la mujer republicana que no estaba dispuesta a
mentir para apoyar la historia de Kathleen Willey.

Una semana después, los encargados del proceso de
impeachment hicieron una presentación del caso que
duró tres días. Ahora querían llamar a
testigos, algo que no habían hecho durante sus propias
audiencias, con la excepción de Kenneth Starr. Uno de los
impulsores, Asa Hutchinson, de Arkansas, que había estado
en el proceso del caso de drogas de mi hermano como fiscal de
Estados Unidos en la década de 1980, dijo que el Senado
tenía que permitirles llamar a testigos porque si
él fuera un fiscal, ¡no me podría procesar
por obstrucción a la justicia, la acusación que le
habían encargado llevar, basándose en el pobre
informe que la Cámara le había enviado al Senado!
Por otra parte, uno de los encargados del impeachment de la
Cámara dijo que el Senado no tenía derecho a juzgar
si mis supuestos delitos se atenían o no a la
definición constitucional de las conductas susceptibles de
impeachment; dijo que la Cámara ya había decidido
sobre esa cuestión y que el Senado estaba vinculado por su
decisión, a pesar del hecho de que el comité Hyde
se había negado a dar una definición
estándar de qué conductas podían ser objeto
de impeachment.

En su discurso final al Senado, Henry Hyde dio
finalmente su interpretación del significado
constitucional de impeachment cuando dijo, en esencia, que
intentar evitar la vergüenza por la conducta personal era
más motivo para apartar a un presidente del cargo que
mentir a la nación sobre una importante cuestión de
estado.

Mi madre me había educado para ver la parte buena
de todo el mundo. Mientras observaba al injurioso señor
Hyde, sabía que por alguna parte debía de haber un
doctor Jekyll, pero me estaba costando mucho
encontrarlo.

El día diecinueve, mi equipo legal comenzó
sus tres días de respuesta. Chuck Ruff, el abogado de la
Casa Blanca y antes fiscal de Estados Unidos, comenzó
argumentando durante dos horas y media que los cargos eran falsos
y que, incluso si los senadores pensaban que eran ciertos, los
actos ni siquiera se acercaban a cumplir los requisitos de la
definición constitucional de impeachment, y mucho menos
eran motivo para apartarme del cargo.

Ruff era un hombre de buenos modales que había
tenido que ir en silla de ruedas durante la mayor parte de su
vida. También era un abogado muy poderoso, al que le
ofendía lo que los encargados de la Cámara
habían hecho. Hizo trizas sus argumentos y recordó
al Senado que un grupo bipartito de fiscales ya había
declarado que ningún fiscal responsable acusaría de
perjurio basándose en los hechos que tenían ante
ellos.

Me pareció que el mejor momento de Ruff fue
cuando pilló a Asa Hutchinson en una significativa
tergiversación de los hechos. Hutchinson había
dicho al Senado que Vernon Jordan comenzó a ayudar a
Monica Lewinsky a conseguir un trabajo sólo después
de que se hubiera enterado de que sería un testigo en el
caso Jones. Las pruebas demostraban que Vernon la había
comenzado a ayudar semanas antes de que supiera o pudiera haber
sabido que iba a testificar, y que cuando la juez Wright
tomó la decisión de permitir que se llamara a
Lewinsky (una decisión que luego rectificó), Vernon
estaba en un avión que volaba hacia Europa. No
sabía si Asa había inducido a error al Senado
porque creía que los senadores no se iban a dar cuenta o
porque creía que a ellos, como a los encargados de la
Cámara, no les iba a importar si la presentación
era precisa o no.

Al día siguiente, Greg Craig y Cheryl Mills se
enfrentaron a los cargos concretos. Greg se había dado
cuenta de que en el artículo que me acusaba de perjurio no
se citaba ni un solo ejemplo específico de ello y en lugar
de eso se trataba de hacer entrar en juego mi declaración
en el caso Jones, a pesar de que la Cámara había
votado en contra del artículo de impeachment que se
refería a ella. Craig también señaló
que algunas de las acusaciones de perjurio que se hacían
ahora en el Senado nunca fueron expuestas por Starr ni por
ningún otro miembro de la Cámara durante los
debates en el Comité Judicial o en el pleno de la
Cámara. Iban inventando su caso conforme
avanzaban.

Cheryl Mills, una joven afroamericana graduada en la
Facultad de Derecho de Stanford, habló el día en
que hacía seis años que había comenzado a
trabajar en la Casa Blanca. Se enfrentó brillantemente con
dos de los cargos de obstrucción a la justicia;
aportó hechos que los engargados de la Cámara no
podían discutir pero que tampoco los habían contado
al Senado, lo que demostraba que sus acusaciones de
obstrucción a la justicia eran absurdas.

El mejor momento de Cheryl llegó en el cierre de
su intervención. En respuesta a una insinuación de
la republicana Lindsey Graham, de Carolina del Sur, y de algunos
otros, de que mi absolución parecería enviar el
mensaje de que nuestros derechos civiles y nuestras leyes contra
el acoso sexual no eran importantes, dijo: «No puedo
permitir que sus comentarios queden sin respuesta». La
gente negra de todo el país sabía que la iniciativa
de someterme a un impeachment procedía de los sudistas
blancos de derechas que nunca habían movido un dedo por
los derechos civiles.

Cheryl señaló que Paula Jones ya
había tenido su oportunidad en un juicio y que una juez,
que era también una mujer, le dijo que no tenía
caso. Dijo que todos admirábamos a hombres como Jefferson,
Kennedy y King, que eran imperfectos pero «se esforzaban
por hacer el bien a la humanidad», y que mi trayectoria en
derechos civiles y derechos de las mujeres era «imposible
de someter a impeachment»: «Yo estoy hoy aquí
ante ustedes porque el presidente Bill Clinton creyó que
podía representarle… Sería un error condenarle
por ello».

Durante el tercer y último día de nuestra
presentación, David Kendall empezó desmontando de
forma fría, lógica y sistemática la
acusación de que yo había obstruido a la justicia;
citó las repetidas afirmaciones de Monica Lewinsky de que
yo jamás le había pedido que mintiera y
detalló de nuevo las omisiones y tergiversaciones de
hechos fundamentales en las que habían incurrido los
encargados de la Cámara.

Cerró mi defensa Dale Bumpers. Le había
pedido a él que lo hiciera porque era un excelente
abogado, un dedicado estudioso de la Constitución y uno de
los mejores oradores de Estados Unidos. También le
conocía desde hacía mucho tiempo y acababa de
abandonar el Senado después de pasar allí
veinticuatro años. Después de relajar a sus ex
colegas con unos cuantos chistes, Dale dijo que había
tenido sus dudas sobre si ir o no porque él y yo
habíamos sido amigos durante veinticinco años y
habíamos trabajado juntos por las mismas causas. Dijo que
aunque sabía que los senadores no escucharían su
defensa porque pensarían que fueran las palabras de un
amigo hacia otro, él no había ido allí a
defenderme a mí, sino a la Constitución,
«para mí el documento más sagrado
después de la Biblia».

Bumpers abrió su alegato arremetiendo contra la
investigación de Starr: «En comparación de la
cual palidece la persecución de Javert a Jean Valjean en
Les Misérables». Y prosiguió:
«Después de todos estos años… no se
encontró al presidente culpable de nada, ni oficial ni
personal… estamos hoy aquí solo porque el presidente
tuvo un terrible descuido moral».

Censuró a los encargados de la Cámara por
carecer de compasión. Luego llegó el momento
más dramático de su discurso: «Póngase
ustedes en su lugar… ninguno de nosotros es perfecto…
él debió haber pensado todo esto de antemano. Y de
hecho debió de hacerlo, igual que debieron de haberlo
Adán y Eva», y, señalando a los senadores,
prosiguió, «como usted y usted y usted y millones de
otras personas que se han visto en circunstancias similares
debieron haber hecho de antemano. Como digo, nadie es
perfecto».

Dale dijo entonces que ya se me había castigado
severamente por mi error, que la gente no quería que se me
apartara del cargo y que el Senado debería escuchar a los
líderes mundiales que me apoyaban, entre ellos Havel,
Mandela y el rey Hussein.

Cerró su alegato con una erudita y detallada
historia de las deliberaciones de la Convención
Constitucional sobre la cláusula del impeachment; dijo que
los legisladores la tomaron de la ley inglesa, en la que
cubría simplemente delitos «claramente
"políticos" contra el estado». Rogó al Senado
que no profanara la Constitución y que en lugar de ello
escuchara al pueblo norteamericano que «les pide que se
eleven por encima de la lucha política… y cumplan con su
solemne deber».

El discurso de Bumpers fue magnífico, a veces
erudito y emotivo, a veces práctico y profundo. Si la
votación se hubiera celebrado en ese mismo momento no
hubiera habido demasiados votos a favor de mi sustitución.
Sin embargo, el proceso se alargó tres semanas más,
mientras los encargados de la Cámara y sus aliados
trataban de hallar la forma de convencer a más senadores
republicanos de que votaran con ellos. Después de que
ambas partes acabaran de hacer su presentación, estaba
claro que todos los senadores demócratas y algunos
senadores republicanos iban a votar que no.

Mientras el Senado celebraba el juicio, yo estaba
haciendo lo que siempre hacía en esas fechas del
año: prepararme para el discurso del Estado de la
Unión y promocionar a lo largo de todo el país las
nuevas iniciativas que pensaba incluir en él. El discurso
estaba previsto para el diecinueve, el mismo día en que
empezaba mi defensa en el Senado. Algunos senadores republicanos
me habían pedido que retrasara el discurso, pero yo no
estaba dispuesto a hacerlo. El impeachment ya le había
costado al pueblo norteamericano muchos de sus duramente ganados
dólares en impuestos, había apartado al Congreso de
otros asuntos más urgentes y había debilitado el
tejido de la Constitución. Si hubiera retrasado el
discurso, habría enviado a los ciudadanos el mensaje de
que sus problemas ya no eran lo más importante.

Aunque parezca imposible, la atmósfera de este
Estado de la Unión fue incluso más surrealista que
la del año anterior. Como siempre, entré en el
Capitolio y me llevaron a las oficinas del portavoz, que ahora
ocupaba Dennis Hastert, de Illinois, un fornido ex entrenador de
lucha libre que era bastante conservador, pero menos
áspero y agresivo que Gingrich, Armey y DeLay. Al cabo de
un rato, una delegación bipartita de senadores y
representantes vino para llevarme a la Cámara. Nos dimos
la mano y hablamos como si no estuviera pasando nada más
en el mundo.

Cuando me presentaron y comencé a bajar por el
pasillo, los demócratas me vitorearon mientras la
mayoría de los republicanos se limitaba a aplaudir
educadamente. Puesto que el pasillo divide a los republicanos y a
los demócratas, esperaba hacer el recorrido hasta la
tarima estrechando manos del lado demócrata, pero para mi
sorpresa vi que muchos republicanos también me alargaban
la mano.

Comencé saludando al nuevo portavoz, que
había dicho que quería trabajar con los
demócratas con un espíritu de urbanidad y
bipartidismo. Sonaba bien y puede que lo dijera en serio, pues el
voto sobre el impeachment en la Cámara había tenido
lugar antes de que se convirtiera en portavoz. Acepté su
oferta.

Hacia 1999, nuestro crecimiento económico era el
mayor de nuestra historia; se habían creado dieciocho
millones de nuevos empleos desde que yo había llegado al
cargo, los salarios aumentaban en términos reales, la
diferencia de ingresos por fin se reducía un poco y la
tasa de desempleo era la más baja en tiempos de paz desde
1957. El estado de nuestra unión era más fuerte que
nunca, y yo esbocé un programa para aprovecharnos al
máximo de ello; comenzaba con una serie de iniciativas
para asegurar la jubilación de la generación del
baby boom.

Propuse dedicar el 60 por ciento del superávit
durante los siguientes quince años a ampliar la solvencia
del Fondo de Financiación de la Seguridad Social hasta
2055, un aumento de más de veinte años, una
pequeña parte del cual debía invertirse en fondos
de inversión mobiliaria; acabar con el límite sobre
lo que los perceptores de la Seguridad Social podían ganar
sin penalización y pagos más generosos a las
mujeres ancianas, que estadísticamente tenían el
doble de posibilidades que los hombres de vivir en la
pobreza.

También propuse usar el 16 por ciento del
superávit para añadir diez años a la vida
del Fondo de Financiación de Medicare; aplicar, a largo
plazo, una rebaja fiscal de mil dólares para los ancianos
y los discapacitados; dar la opción a la gente entre los
cincuenta y cinco y los sesenta y cinco años de que se
apuntaran a Medicare; una nueva iniciativa de pensiones, USA
Accounts, que tomaría el 11 por ciento del
superávit para aplicar rebajas fiscales a los ciudadanos
que abrieran sus propios planes de pensiones y para complementar
una parte de los ahorros de los trabajadores con ingresos
más bajos. Se trataba quizá de la mayor propuesta
jamás realizada para ayudar a las familias de ingresos
modestos a ahorrar y crear riqueza.

También propuse un gran paquete de reformas
educativas: debíamos cambiar la forma en la que
gastábamos más de quince mil millones al año
en ayudas educativas para «apoyar lo que funciona y dejar
de apoyar lo que no funciona», exigiendo a los estados que
acabaran con la promoción social, que reformaran o
cerraran las escuelas que no iban bien, que mejoraran la calidad
del profesorado, que emitieran informes sobre todas las escuelas
y que adoptaran políticas razonables de disciplina. De
nuevo pedí al Congreso fondos para construir o modernizar
cinco mil escuelas y para aprobar un aumento que
multiplicaría por seis el número de becas para
estudiantes que se comprometieran a enseñar en zonas
desfavorecidas.

Para dar más apoyo a las familias,
recomendé un aumento del salario

mínimo, una ampliación de la baja
familiar, una rebaja fiscal por el cuidado de niños y
seguros en los gatillos de las armas para que los críos no
las pudieran disparar por error. También pedí al
Congreso que aprobara las leyes de Igual Sueldo y Contra la
Discriminación en el Empleo; que estableciera una nueva
Corporación Privada Norteamericana de Inversiones para
ayudar a recaudar quince mil millones con los que crear nuevas
empresas y puestos de trabajo en las comunidades pobres; que
entrara en vigor la Ley de Desarrollo y Comercio con Africa para
abrir más nuestros mercados a los productos africanos y
que financiara una iniciativa de mil millones de dólares
de Legado Natural para preservar nuestros tesoros naturales y un
paquete de bajadas de impuestos y dinero para
investigación para luchar contra el calentamiento
global.

Sobre seguridad nacional, pedí fondos para
proteger nuestras redes de computadoras contra los terroristas y
para proteger a las comunidades de ataques químicos o
biológicos, impulsar la investigación de vacunas y
tratamientos, aumentar el programa de seguridad nuclear
Nunn-Lugar en dos tercios, apoyar el acuerdo de Wye y revertir la
bajada del gasto militar que se había iniciado al final de
la Guerra Fría.

Antes de concluir, felicité a Hillary por su
dirección del Proyecto Milenio y por representar tan bien
a Estados Unidos por todo el mundo. Estaba sentada en su palco
junto a la estrella bateadora de los Chicago Cubs, Sammy Sosa,
que la había acompañado en su reciente viaje a la
República Dominicana, donde él había nacido.
Después de todo lo que había tenido que soportar,
Hillary recibió una ovación incluso mayor que
Sammy. Acabé «el último discurso del Estado
de la Unión del siglo XX» recordando al Congreso que
«quizá, en el fragor de la prensa diaria, en el
enfrentamiento y la controversia, no vemos nuestra propia
época como lo que realmente es: un nuevo amanecer para
América».

El día después del discurso, con los
mayores índices de aprobación a mi gestión
que jamás había tenido, volé hacia Buffalo,
con Hillary y Al y Tipper Gore, para hablar ante una desbordante
multitud de más de veinte mil personas en el Marine
Midland Arena. Una vez más, a pesar de todo lo que estaba
pasando, el discurso del Estado de la Unión, con su
completo programa para el año entrante, había
tocado la fibra del pueblo norteamericano y le había hecho
responder.

Acabé el mes con un importante discurso en la
Academia Nacional de las Ciencias, en el que expliqué mis
propuestas para proteger a Estados Unidos de ataques terroristas
con armas biológicas o químicas y del
ciberterrorismo; un viaje a casa a Little Rock para ver los
daños que había causado un tornado en mi viejo
vecindario, entre ellos la pérdida de varios viejos
árboles de los terrenos de la mansión del
gobernador; una visita a St. Louis para dar de nuevo la
bienvenida a Estados Unidos al papa Juan Pablo II; una
reunión con una gran delegación bipartita del
congreso en la Sala Este para debatir sobre el futuro de la
Seguridad Social y Medicare y un funeral por mi amigo el
gobernador Lawton Chiles, de Florida, que había muerto
súbitamente hacía poco. Lawton me había dado
valor para la lucha en la que estaba metido con uno de sus dichos
favoritos: Si no puedes correr con los perros grandes
será mejor que te quedes en el porche
.

El 7 de febrero, el rey Hussein perdió la batalla
contra el cáncer. Hilary y yo partimos inmediatamente
hacia Jordania con una delegación en la que estaban los
presidentes Ford, Carter y Bush. Les estaba muy agradecido por su
disposición, sin apenas mediar aviso, a honrar a un hombre
con el que todos habíamos trabajado y al que todos
admirábamos. Al día siguiente caminamos en la
procesión funeraria durante casi kilómetro y medio,
asistimos al funeral y dimos el pésame a la reina Noor,
que tenía el corazón partido. Igual nos
sentíamos Hillary y yo. Habíamos pasado algunos
momentos maravillosos con Hussein y Noor en Estados Unidos.
Recuerdo con particular placer una comida que los cuatro
compartimos en el balcón Truman de la Casa Blanca no mucho
antes de la muerte del rey. Ahora se había ido y con su
marcha el mundo era un lugar más pobre.

Después de reunirnos con el nuevo monarca,
Abdullah, hijo de Hussein, así como con el primer ministro
Netanyahu, el presidente Assad, el presidente Mubarak, Tony
Blair, Jacques Chirac, Boris Yeltsin y el presidente Suleyman
Demirel, de Turquía, volvimos a Estados Unidos para
esperar el voto del Senado sobre mi futuro. A pesar de que no
había dudas sobre el resultado, las maniobras tras el
telón habían sido muy interesantes. Muchos
senadores republicanos estaban molestos con los republicanos de
la Cámara por haber hecho que se celebrara el juicio, pero
cuando el ala más a la derecha del partido aumentaba la
presión, la mayoría de ellos retiraba sus
críticas y seguía alargando todo el
asunto.

Cuando el senador Robert Byrd presentó una
moción para que se desestimaran los cargos porque no
tenían ninguna base, la socia de David Kendall, Nicole
Seligman, expuso un razonamiento sobre la ley aplicable y los
hechos que la mayoría de los senadores sabían que
era inatacable. Sin embargo, la moción de Byrd no
prosperó. Cuando el senador Strom Thurmond dijo a sus
colegas republicanos desde un buen principio que no contaban con
los votos para destituirme y que deberían detener el
proceso, el caucus republicano le desautorizó.

Un senador republicano que se oponía al
impeachment nos mantenía informados de lo que se
discutía entre sus colegas. Algunos días antes de
la votación, dijo que solo había treinta votos
republicanos para el cargo de perjurio y entre cuarenta y
cuarenta y cinco para el cargo de obstrucción a la
justicia. Ni siquiera andaban cerca de la mayoría de dos
tercios que la Constitución exige para la
destitución. Unos días antes de la votación,
el senador nos dijo que los republicanos de la Cámara
serían humillados si ninguno de los cargos
conseguía la mayoría de los votos, y que sus
colegas del Senado harían mejor en no humillarlos si
querían que la Cámara permaneciera en manos
republicanas tras las siguientes elecciones. El senador me
informó que iban a tener que reducir el número de
«no» republicanos.

El 12 de febrero ambas mociones de impeachment
fracasaron. La votación por el cargo de perjurio
fracasó por veintidós votos, 45 a 55, y la
votación sobre obstrucción a la justicia
fracasó por diecisiete votos, 50 a 50. Todos los
demócratas y los senadores republicanos Olympia Snowe y
Susan Collins, de Maine; Jim Jeffords, de Vermont; Arlen Specter,
de Pennsylvania, y John Chafee de Rhode Island, votaron no a
ambos cargos. Los senadores Richard Shelby, de Alabama; Slade
Gorton, de Washington; Ted Stevens, de Alaska; Fred Thompson, de
Tennessee, y John Warner, de Virginia, votaron no en el cargo de
perjurio.

La votación en sí fue un
anticlímax, pues llegaba tres semanas después de
que se hubiera cerrado mi defensa. Solo se dudaba del margen por
el que el impeachment sería derrotado. Yo simplemente
estaba contento de que el calvario se hubiera acabado para mi
familia y para mi país. Tras la votación dije que
estaba profundamente arrepentido de cualquier cosa que hubiera
podido hacer para desencadenar aquellos acontecimientos y de la
pesada carga que habían impuesto sobre el pueblo
norteamericano, y que me iba a dedicar a «un tiempo de
reconciliación y renovación para Estados
Unidos». Me preguntaron: «En su corazón,
señor, ¿puede usted perdonar y olvidar?».
Contesté: «Creo que quien pide perdón debe
estar preparado para ofrecerlo».

Después del tormento del impeachment, la gente a
menudo me preguntaba cómo lo soporté sin perder la
cabeza o, al menos, sin perder la capacidad de seguir con el
trabajo. Podría haberme perdido si el equipo de la Casa
Blanca y el gobierno, incluso aquellos que estaban disgustados
con mi comportamiento, no se hubieran mantenido firmes a mi lado.
Hubiera sido mucho más duro si el pueblo norteamericano no
hubiera decidido desde muy pronto que quería que yo
siguiera siendo presidente y resistiera.

Hubiera sido difícil si más
demócratas del Congreso se hubieran pasado de bando en
enero, cuando surgió la historia y parecía lo
más juicioso, o en agosto, después de que declarase
ante el gran jurado, sin embargo, se crecieron ante las
dificultades. Tener el apoyo de líderes mundiales como
Mandela, Blair, el rey Hussein, Havel, el príncipe
Abdullah, Kim Dae Jung, Chirac, Cardoso, Zedillo y otros a los
que también admiraba me ayudó a mantener el
ánimo. Cuando les comparaba con mis enemigos, por
disgustado que estuviera conmigo mismo, pensaba que las cosas no
podían ir mal.

El cariño y el apoyo de los amigos y de los
desconocidos marcó las diferencias; aquellos que me
escribieron o que, desde una multitud, me dijeron unas palabras
amables significaron para mí más de lo que nunca
podrán imaginar. Los líderes religiosos que me
aconsejaron, que me visitaron a la Casa Blanca o que me llamaron
para rezar conmigo, me recordaron que, a pesar de las condenas
que había recibido desde algunos sectores, Dios es
amor.

Pero los factores más importantes en mi capacidad
para sobrevivir y seguir funcionando fueron personales. Los
hermanos de Hillary y mi propio hermano me apoyaron de forma
maravillosa. Roger bromeaba diciendo que era fantástico
ser por fin el hermano que no andaba metido en líos. Hugh
venía de Miami cada semana para jugar a UpWords, hablar
sobre deporte y hacerme reír. Tony venía para
nuestras partidas familiares de pinacle. Mi suegra y Dick Kelley
fueron muy importantes para mí.

A pesar de todo, nuestra hija seguía
queriéndome y quería que no cediera y resistiera.
Y, lo más importante, Hillary aguantó a mi lado y
me siguió amando durante todo el tiempo. Desde la primera
vez que nos vimos me enamoré de su risa. En medio de todo
aquel absurdo, volvíamos a reír, unidos de nuevo
por nuestras sesiones semanales de terapia de pareja y por
nuestra determinación común de luchar contra ese
golpe de estado de la extrema derecha. Casi acabé
agradecido a nuestros torturadores: probablemente eran los
únicos que podían hacer que le volviera a parecer
bueno a Hillary. Incluso dejé el sofá.

Durante el largo año que transcurrió entre
la declaración en el caso Jones y mi absolución en
el Senado, la mayor parte de las noches que estaba en la Casa
Blanca, pasé dos o tres horas solo en mi despacho, leyendo
la Biblia y libros sobre la fe y el perdón, y releyendo La
imitación de Cristo, de Thomas a Kempis, las Meditaciones
de Marco Aurelio y muchas de las cartas más reflexivas que
había recibido, entre ellas unos pequeños sermones
del rabino Menachem Genack, de Englewood, New Jersey.

Me conmovió particularmente Seventy Times
Seven
, un libro sobre el perdón escrito por Johann
Christoph Arnold, el decano de Bruderhof, una comunidad cristiana
cuyos miembros estaban en el nordeste de Estados Unidos y en
Inglaterra.

Todavía conservo poemas, oraciones y citas que la
gente me envió o me dio en mano en actos públicos.
Y tengo dos piedras con el versículo Juan 8:7 inscrito
sobre ellas. En lo que habitualmente se cree que fue el
último encuentro de Jesús con sus críticos,
los fariseos le llevaron a una mujer que habían
sorprendido cometiendo adulterio y le dijeron que la ley de
Moisés les ordenaba que la apedrearan hasta matarla.
Hostigaron a Jesús: «¿Y tú que
dices?». En lugar de responderles, Jesús se
inclinó y escribió sobre el suelo con el dedo, como
si no les hubiera oído. Cuando siguieron
preguntándole, se puso en pie y les dijo: «Aquel que
esté libre de pecado, que tire la primera
piedra».

Aquellos que lo oyeron, «siendo reos de su propia
conciencia, se fueron alejando, comenzando por los más
viejos, hasta que no quedó ninguno». Cuando
Jesús estuvo solo con la mujer, le preguntó:
«Mujer, ¿dónde están? ¿Nadie te
ha condenado?». Ella contestó: «Nadie,
Señor», yJesús le dijo: «Tampoco yo te
condeno».

A mí me habían tirado muchas piedras, y a
través de las heridas que yo mismo me había
infligido había quedado expuesto ante el mundo entero. En
cierta forma fue liberador; ya no tenía nada más
que ocultar. Y a medida que traté de entender por
qué había cometido mis propios errores,
intenté comprender también por qué a mis
adversarios les consumía el odio y estaban dispuestos a
decir y a hacer cosas que no eran coherentes con las convicciones
morales que defendían. Yo siempre había observado
con cinismo los intentos de otras personas de psicoanalizarme,
pero me parecía que muchos de mis más
acérrimos adversarios de la Extrema Derecha
política y los grupos religiosos y los miembros más
sentenciosos de la prensa habían buscado la seguridad y la
tranquilidad en posiciones desde las que podían juzgar sin
ser juzgados, hacer daño y no recibirlo.

Mi sentido de mi propia mortalidad y fragilidad humana y
el amor incondicional que había recibido siendo
niño me habían evitado la necesidad de juzgar y
condenar a los demás. Y creía que mis defectos, no
importaba lo profundos que fueran, eran mucho menos peligrosos
para nuestro gobierno democrático que las ansias de poder
de mis acusadores.

A finales de enero recibí una carta conmovedora
de Bill Ziff, un empresario de Nueva York al que no
conocía, pero cuyo hijo era amigo mío. Me dijo que
sentía el dolor que Hillary y yo habíamos tenido
que soportar, pero que de él había nacido mucho
bien, porque el pueblo norteamericano había demostrado
madurez y buen juicio y había sabido ver más
allá de «los mulás satanizadores que nos
rodean. A pesar de que nunca fue su intención, ha hecho
más para que sus intenciones ocultas salieran a la luz que
ningún otro presidente de la historia, incluido
Roosevelt».

Fueran cuales fueran los motivos de mis adversarios, en
aquellas noches solitarias en mi oficina del piso de arriba, me
quedó claro que si quería compasión de los
demás, también yo tenía que mostrar
compasión, incluso hacia aquellos que no respondían
con la misma moneda. Además, ¿de qué
podía quejarme? Nunca sería una persona perfecta,
pero Hillary volvía a reír, a Chelsea le iba bien
en Stanford, yo seguía haciendo el trabajo que más
me gustaba y la primavera estaba en camino.

Cincuenta y
dos

El día 19 de febrero, una semana después
del voto del Senado, concedí el primer indulto
póstumo presidencial de la historia, a Henry Flipper, el
primer graduado negro de West Point, que, por motivos de raza,
fue acusado injustamente de conducta impropia de un oficial
hacía 117 años. Este tipo de acciones por parte de
un presidente pueden parecer poco importantes, comparadas con el
poder de los acontecimientos de la actualidad, pero corregir los
errores históricos también es esencial, no
sólo para los descendientes de los agraviados, sino para
todos nosotros.

En la última semana del mes, Paul Begala
anunció que se marchaba de la Casa Blanca. Yo había
disfrutado mucho de la presencia de Paul, pues había
estado en mi equipo desde New Hampshire y era listo, divertido,
combativo y eficiente. También tenía hijos
pequeños que merecían pasar más tiempo con
su padre. Paul había estado a mi lado apoyándome
durante la batalla del impeachment; ahora, había llegado
el momento de irse.

Las únicas novedades del caso Whitewater fueron
una votación muy sesgada del Colegio de Abogados, de 384
contra 49, contra una resolución que reclamaba la
revocación de la ley del fiscal independiente, y una
noticia según la cual el Departamento de Justicia estaba
investigando si Kenneth Starr había engañado a
Janet Reno acerca de la implicación de su oficina en el
caso Jones, y sobre las razones que él había
aducido para llevar el caso Lewinsky a su
jurisdicción.

Marzo empezó con el anuncio de que después
de meses de complejas negociaciones, la administración
había logrado preservar la mayor reserva de antiguas
secuoyas del mundo, en el bosque de Headwaters, en el norte de
California. La semana siguiente me fui de viaje durante cuatro
días a Nicaragua, El Salvador, Honduras y Guatemala, para
inaugurar el principio de una nueva era de cooperación
democrática en una zona en la que, hasta hacía poco
tiempo, Estados Unidos había apoyado a regímenes
represivos que cometían horribles atentados contra los
derechos humanos, siempre con la única condición de
que fueran anticomunistas. Durante mi viaje, supervisé la
colaboración de las tropas estadounidenses en las tareas
de socorro después de los desastres naturales que asolaban
la zona y pronuncié un discurso en el parlamento de El
Salvador, donde los que antaño eran enemigos enfrentados
en una sangrienta guerra civil ahora se sentaban juntos en paz.
También me disculpé oficialmente por las pasadas
acciones de Estados Unidos en Guatemala; me parecía que
todo eran señales de una nueva etapa de progreso
democrático que yo me había comprometido a
apoyar.

A mi regreso, nos encontrábamos inmersos en otra
guerra en los Balcanes, esta vez en Kosovo. Los serbios
habían lanzado, hacía un año, una ofensiva
contra los albanokosovares rebeldes y habían matado a
muchos inocentes; mujeres y niños murieron quemados en sus
propias casas. La última oleada de agresiones serbias
había desatado otro éxodo de refugiados y
había aumentado el deseo de los albanokosovares de
alcanzar la independencia. La matanza recordaba demasiado a los
primeros días del conflicto de Bosnia, que, al igual que
Kosovo, agrandó la brecha entre los musulmanes europeos y
los cristianos ortodoxos serbios, una frontera en la que se
habían producido conflictos regularmente durante los
últimos seiscientos años.

En 1974, Tito había concedido la autonomía
a Kosovo, la soberanía sobre el gobierno del país y
el control sobre sus escuelas. En 1989, Milosevic les
había arrebatado esa autonomía. Desde entonces, las
tensiones habían crecido paulatinamente hasta que
explotaron después de que se aprobara la independencia de
Bosnia, en 1995. Yo estaba decidido a evitar que Kosovo se
convirtiera en una nueva Bosnia; Madeleine Albright
compartía mi postura.

Hacia abril de 1998, Naciones Unidas impuso un embargo
de armas y Estados Unidos y sus aliados habían impuesto
sanciones económicas contra Serbia porque no había
puesto fin a las hostilidades ni había empezado a dialogar
con los albanokosovares. Hacia mediados de junio, la OTAN
había empezado a planificar opciones militares para
terminar con la violencia. Cuando llegó el verano, Dick
Holbrooke regresó a la zona para intentar encontrar una
solución diplomática a aquel punto
muerto.

A mediados de julio, las fuerzas serbias volvieron a
atacar a los kosovares, armados y desarmados, y empezó un
verano de agresiones que obligó a más de 300.000
albanokosovares a dejar atrás sus hogares. A finales de
septiembre, el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas
aprobó otra resolución en la que exigía el
fin de las hostilidades; al terminar el mes enviamos a Holbrooke
a otra misión en Belgrado para que tratara de razonar con
Milosevic.

El 13 de octubre, la OTAN amenazó con atacar a
Serbia en cuatro días a menos que obedeciera las
resoluciones de Naciones Unidas. Los ataques aéreos se
pospusieron cuando cuatro mil miembros de la policía
especial yugoslava fueron retirados de Kosovo. Las cosas
mejoraron durante un breve espacio de tiempo pero en enero de
1999 volvieron a repetirse las matanzas de inocentes en Kosovo a
manos de los serbios; los ataques aéreos de la OTAN
parecían inevitables. Decidimos intentarlo una vez
más por la vía diplomática, pero yo no era
demasiado optimista, pues los objetivos de las partes eran muy
distintos. Estados Unidos y la OTAN querían que Kosovo
recuperara la autonomía política de la que
había disfrutado según la Constitución
yugoslava entre 1974 y 1989, hasta que Milosevic se la
arrebató; queríamos que unas fuerzas de paz
lideradas por la OTAN garantizaran la paz y la seguridad de los
civiles de Kosovo, incluida la minoría serbia. Milosevic,
por su parte, quería conservar el control de Kosovo y se
oponía a que una fuerza extranjera se desplegara en la
zona. Los albanokosovares querían la independencia, pero
también estaban divididos entre ellos. Ibrahim Rugova, el
jefe del gobierno en la sombra, era un hombre de hablar suave y
tenía la costumbre de llevar un pañuelo alrededor
del cuello. Yo estaba convencido de que podíamos llegar a
un acuerdo de paz con él, pero no estaba tan seguro
respecto a la otra gran facción kosovar, el
Ejército de Liberación de Kosovo (ELK), liderado
por un joven llamado Hacim Thaci. El ELK quería la
independencia y creía que podía medirse con el
ejército serbio.

Las partes se reunieron el 6 de febrero en Rambouillet,
en Francia, para negociar los detalles de un acuerdo que
devolviera la autonomía y protegiera a los kosovares de la
opresión, mediante una operación dirigida por la
OTAN; paralelamente, el ELK tenía que desarmarse y los
serbios podrían seguir patrullando por la frontera.
Madeleine Albright y su homólogo británico, Robin
Cook, trataron de seguir esa vía de negociación por
todos los medios. Después de una semana de conversaciones
coordinadas por el embajador estadounidense Chris Hill y sus
colegas de la Unión Europea y de Rusia, Madeleine
llegó a la conclusión de que nuestra
posición era rechazada por ambas partes: los serbios no
querían una fuerza de paz encabezada por la OTAN y los
kosovares no querían aceptar la autonomía a menos
que también se les garantizara un referéndum sobre
la independencia. Al ELK tampoco le gustaba en absoluto la idea
de desarmarse, en parte porque desconfiaban de que las fuerzas de
la OTAN les protegieran. Nuestro equipo decidió redactar
el acuerdo de forma que el referéndum se postergara, pero
no se denegara para siempre.

El 23 de febrero, los albanokosovares, incluido Thaci,
aceptaron el acuerdo en principio y regresaron a sus casas para
explicárselo a su gente. A mediados de marzo viajaron de
nuevo a París para firmar el documento definitivo. Los
serbios boicotearon la ceremonia, pues cuarenta mil soldados
serbios se concentraron en Kosovo y sus alrededores y Milosevic
afirmó que jamás aceptaría la presencia de
tropas extranjeras en territorio yugoslavo. Envié de nuevo
a Dick Holbrooke para que se entrevistara una última vez
con él, pero ni siquiera Dick pudo convencerle de que
cediera ni un milímetro.

El 23 de marzo, después de que Holbrooke
abandonara Belgrado, el secretario general de la OTAN, Javier
Solana, con mi total apoyo, dio órdenes al general Wes
Clark para que empezaran los ataques aéreos. El mismo
día, por una mayoría bipartita de 58 contra 41, el
Senado votó a favor de la intervención militar. A
principios de ese mes la Cámara había votado por
219 contra 191 a favor de enviar tropas estadounidenses a Kosovo
si se producía un acuerdo de paz. Entre los destacados
republicanos que apoyaron la propuesta se encontraban el nuevo
portavoz, Dennis Hastert, y Henry Hyde. Cuando el congresista
Hyde dijo que Estados Unidos debía oponerse a Milosevic y
a la limpieza étnica, sonreí para mis adentros y
pensé que después de todo quizá había
un doctor Jekyll por ahí.

Mientras la mayoría del Congreso y todos nuestros
aliados en la OTAN se mostraban a favor de los ataques, Rusia
estaba en contra. El primer ministro, Yevgueni Primakov, estaba
de camino a Estados Unidos para reunirse con Al Gore. Cuando Al
le notificó que era inminente un ataque de la OTAN contra
Yugoslavia, Primakov ordenó que su avión diera la
vuelta y regresara a Moscú.

El día 24, expliqué al pueblo
norteamericano qué estaba haciendo y por qué. Dije
que Milosevic había arrebatado a los kosovares su
autonomía; les había negado su derecho garantizado
por la Constitución a hablar en su propia lengua, llevar
sus escuelas y gobernarse a sí mismos. Describí las
atrocidades que los serbios habían llevado a cabo: las
matanzas de civiles, la quema de aldeas y los refugiados
expulsados de sus hogares, al menos sesenta mil en las
últimas cinco semanas y en total un cuarto de
millón. Finalmente, puse los últimos
acontecimientos en el contexto de las guerras que Milosevic ya
había librado contra Bosnia y Croacia, y el impacto
destructivo de sus asesinatos en el futuro de Europa.

La campaña de bombardeos tenía tres
objetivos: demostrar a Milosevic que íbamos en serio y
queríamos detener una nueva limpieza étnica,
impedir una ofensiva aún más sangrienta contra los
civiles inocentes de Kosovo y, si Milosevic no arrojaba pronto la
toalla, perjudicar seriamente la capacidad militar de los
serbios.

Esa noche empezaron los ataques aéreos de la
OTAN, que duraron unas once semanas; mientras, Milosevic
siguió matando a albanokosovares y expulsó a casi
un millón de personas más de sus hogares. Las
bombas causaron un grave daño a la infraestructura
económica y militar de Serbia. Lamentablemente, hubo
algunas ocasiones en que los objetivos fijados no se alcanzaron y
segaron la vida de las mismas personas a las que trataban de
proteger.

Algunos sectores afirmaron que nuestra posición
habría sido más defendible si hubiéramos
enviado tropas de tierra. Había dos problemas con ese
argumento. En primer lugar, cuando los soldados hubieran llegado
a sus posiciones, en la cantidad adecuada y con el apoyo
apropiado, los serbios ya habrían causado un terrible
daño. En segundo lugar, las bajas civiles de una
campaña por tierra probablemente habrían sido mucho
mayores que el precio que se pagó por algunas bombas que
no llegaron a su objetivo. No me pareció muy convincente
el argumento de que yo debía decantarme por una
opción que costaría más vidas
estadounidenses y no aumentaría las perspectivas de una
victoria. La gente cuestionó a menudo nuestra estrategia,
pero nosotros no la cambiamos.

A finales de mes, el mercado de valores se cerró
por encima de 10.000 puntos por primera vez en la historia
—había subido desde los 3.200 puntos en los que
estaba cuando tomé posesión del cargo— y
concedí una entrevista a Dan Rather, en la CBS, para
hablar de ello. Después de un largo intercambio de
pareceres sobre Kosovo, Dan me preguntó si esperaba
convertirme en el marido de una senadora de Estados Unidos. Por
entonces, muchos destacados cargos de Nueva York se habían
sumado a Charlie Rangel para pedirle a Hillary que considerara la
idea de presentarse. Le dije a Rather que no tenía ni idea
de qué pensaba hacer ella, pero que si decidía
presentarse y ganaba, «sería una senadora
magnífica».

En abril, el conflicto en Kosovo se intensificó y
ampliamos la zona de bombardeos hasta el centro de Belgrado,
donde alcanzamos el Ministerio del Interior, la sede de la
televisión estatal serbia y el cuartel general del partido
de Milosevic, así como su casa. También aumentamos
espectacularmente el apoyo financiero y la presencia de tropas en
las vecinas Albania y Macedonia, para ayudarles a hacer frente al
enorme número de refugiados que llegaba a sus fronteras.
Hacia finales de mes, cuando Milosevic aún no se
había rendido, nuestra política tenía
opositores en ambos extremos. Tony Blair y algunos miembros del
Congreso pensaban que había llegado la hora de enviar
tropas de tierra, mientras que la Cámara de Representantes
votó en contra del uso de tropas sin previa
aprobación del Congreso.

Yo aún creía que la campaña
aérea iba a funcionar y que con ella evitaríamos el
envío de tropas de tierra hasta que su única
misión fuera mantener la paz. El 14 de abril llamé
a Boris Yeltsin para solicitar la participación de tropas
rusas en la gestión de la paz después del
conflicto, como en Bosnia. Pensé que la presencia rusa
protegería a la minoría serbia y quizá
daría a Milosevic una salida airosa para olvidarse de su
anterior oposición al despliegue de tropas
extranjeras.

En abril también sucedieron muchas otras cosas.
El día 5, Libia finalmente entregó a los dos
sospechosos de ser los autores del atentando del vuelo Pan Am 103
que cayó sobre Lockerbie, en Escocia, en 1988.
Serían juzgados por jueces escoceses en La Haya. La Casa
Blanca había estado muy implicada en el asunto durante
años. Yo había presionado a los libios para que los
entregaran; también habíamos establecido contacto
con las familias de las víctimas y las habíamos
mantenido informadas permanentemente. Se aprobó erigir un
monumento en homenaje a sus seres queridos en el cementerio
nacional de Arlington. Fue el principio del deshielo en las
relaciones entre Estados Unidos y Libia.

La segunda semana del mes, el primer ministro chino, Zhu
Rongji, realizó su primer viaje a la Casa Blanca con la
esperanza de solucionar los obstáculos que todavía
había pendientes para que China ingresara en la
Organización Mundial de Comercio. Habíamos obtenido
notables progresos suavizando las divisiones entre nuestros
países, pero seguía habiendo problemas, entre ellos
nuestro deseo de acceder más ampliamente al mercado
automovilístico de China y la insistencia de ellos en un
límite de cinco años para nuestro acuerdo del
«aumento», según el cual Estados Unidos
podía limitar un incremento importante y rápido de
las importaciones chinas cuando se producía por razones
ajenas a las normales circunstancias económicas. Era un
tema importante para Estados Unidos, pues ya lo habíamos
experimentado con las importaciones de acero de Rusia,
Japón y otros lugares.

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