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Análisis del libro "MI vida (parte II)" de Williams Bill Clinton (página 18)



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Charlene Barshefsky me dijo que los chinos habían
hecho muchos progresos y que debíamos cerrar el trato
ahora que Zhu estaba en Estados Unidos, para evitar que una vez
de regreso se debilitara su posición dentro de China.
Madeleine Albright y Sandy Berger estaban de acuerdo con ella. El
resto del equipo económico —Rubin, Summers, Sperling
y Daley— junto con John Podesta y mi adjunto legislativo,
Larry Stein, discrepaban. Pensaban que si no realizábamos
más avances, el Congreso rechazaría el trato e
impediría la entrada de China en la OMC.

Me reuní con Zhu en la Sala Oval Amarilla la
noche anterior al principio de su visita oficial. Le dije
francamente que mis asesores estaban divididos, pero que
trabajaríamos toda la noche si era importante que el trato
se cerrara durante su estancia en Estados Unidos. Zhu dijo que si
el momento era inoportuno podíamos esperar.

Desafortunadamente, se filtró la falsa noticia de
que había alcanzado un acuerdo, de modo que cuando eso no
ocurrió, a Zhu le perjudicaron las concesiones que
había hecho y a mí me criticaron por rechazar un
buen acuerdo a causa de la presión de los que se
oponían a la entrada de China en la OMC. La historia se
vio reforzada por una serie de noticias contrarias a China que
circularon por los medios de comunicación. Las acusaciones
de que el gobierno de China había aportado fondos a la
campaña de 1996 aún no se habían aclarado, y
se acusó a Wen Ho Lee, un empleado norteamericano de
origen chino que trabajaba en nuestro laboratorio de
energía nacional en Los Alamos, Nuevo México, de
robar tecnología confidencial para China. Todo mi equipo
quería que China entrara en la OMC ese año; ahora
sería mucho más difícil lograrlo.

El 12 de abril, un jurado emitió su veredicto
sobre el caso de Kenneth Starr contra Susan McDougal, que
había sido acusada de obstrucción a la justicia y
desacato al tribunal por su continuada negativa a testificar ante
el gran jurado. Se la declaró inocente del cargo de
obstrucción a la justicia y, de acuerdo con las noticias
publicadas en la prensa, el resultado de la votación del
jurado quedó en 7 contra 5 y la absolvió de la
acusación de desacato. Fue un veredicto asombroso.
McDougal admitió que se había negado a obedecer una
orden del tribunal para testificar porque no confiaba en Starr ni
en su ayudante principal, Hick Ewing. Testificó que ahora,
en el tribunal público, estaba dispuesta a responder a
cualquier pregunta que la OFI quisiera hacerle en relación
con las sesiones secretas del gran jurado. Dijo que a pesar de
que le habían ofrecido inmunidad, ella se había
negado a cooperar con la OFI porque Starr y su equipo
habían tratado repetidamente de obligarla a mentir para
incriminarnos a Hillary o a mí, y que creía que si
testificaba diciendo la verdad frente al gran jurado, él
la acusaría en represalia por su negativa a mentir. Para
poner punto final a su defensa, llamó a declarar a Julie
Hiatt Steele; dijo que Starr le había hecho exactamente lo
mismo, acusarla después de que se negara dos veces a
mentir para él en una sesión del gran
jurado.

La victoria no podía devolver a Susan McDougal
los años que había perdido, pero su
reivindicación fue un asombroso revés para Starr y
un dulce triunfo para todas las personas cuyas vidas y ahorros
había destruido.

El día 20 ocurrió otra terrible matanza
escolar en Estados Unidos. En el instituto de Columbine, en
Littleton, Colorado, dos estudiantes fuertemente armados abrieron
fuego sobre sus compañeros; mataron a diez estudiantes e
hirieron a más de veinte antes de suicidarse.
Podría haber sido muchísimo peor. Uno de los
profesores, que posteriormente murió a causa de las
heridas, llevó a muchos estudiantes a un lugar seguro. Los
miembros de los servicios de atención médica y los
oficiales de policía salvaron muchas vidas. Una semana
después, junto con un grupo bipartito de miembros del
Congreso y alcaldes, anuncié algunas medidas para hacer
que fuera más difícil que las armas fueran a parar
a manos equivocadas. Dichas medidas incluían que la
prohibición de la Ley Brady sobre la propiedad de las
armas de fuego se hiciera extensiva a los jóvenes con
antecedentes de violencia; cerrar la «laguna del festival
de armas», para que también se exigiera la
verificación del historial del comprador de armas en ese
tipo de acontecimientos, en lugar de en las tiendas de armas; la
lucha contra el tráfico ilegal de armas y la
prohibición para los jóvenes de poseer rifles de
asalto. También propuse la creación de fondos para
ayudar a las escuelas a desarrollar programas efectivos de
prevención de violencia y de resolución de
conflictos, como el que había visto en el instituto T. C.
Williams, en Alexandria, Virginia.

El líder de la mayoría del senado, Trent
Lott, tachó mi iniciativa de «típica
reacción refleja», y Tom DeLay me acusó de
explotar lo de Columbine para beneficiarme políticamente.
Pero el principal impulsor de la legislación, la
congresista Carolyn McCarthy, de Nueva York, no estaba interesada
en la política; su marido había sido asesinado y su
hijo había resultado gravemente herido cuando viajaban en
tren de cercanías, por un desequilibrado con una pistola
que jamás tendría que haber podido adquirir. La ANR
y sus seguidores culparon a la cultura de la violencia. Yo estaba
de acuerdo en que los niños estaban expuestos a demasiada
violencia; por eso apoyaba el programa de Al y Tipper Gore para
que se incorporaran chips V en los nuevos televisores, de modo
que los padres pudieran controlar lo que veían sus hijos.
Pero esa violencia presente en nuestra cultura solo reforzaba el
argumento de que debíamos hacer más por evitar
poner armas al alcance de los niños, los criminales y las
personas mentalmente inestables.

A finales de mes, Hillary y yo fuimos los anfitriones de
la mayor reunión de jefes de Estado que jamás hubo
en Washington: los dirigentes de la OTAN y de los estados de la
Asociación para la Paz se reunieron para celebrar el
quincuagésimo aniversario de la OTAN y para reafirmar
nuestra determinación de prevalecer en Kosovo.
Después, Al From, del Consejo de Liderazgo
Demócrata, y Sidney Blumenthal organizaron otra de
nuestras conferencias de la «Tercera Vía»,
para poner de relieve los valores, las ideas y las estrategias
que Tony Blair y yo compartíamos, junto con Gerhard
Schroeder, de Alemania; Wim Kok, de los Países Bajos, y el
nuevo primer ministro italiano, Massimo D'Alema. En aquel
momento, yo estaba concentrado en conseguir un consenso global
sobre las políticas económicas, sociales y de
seguridad que sirvieran bien a Estados Unidos y al mundo
más allá del final de mi mandato; debían
reafirmar las fuerzas de la interdependencia positiva y debilitar
las de la destrucción y la desintegración. El
movimiento de la Tercera Vía y la ampliación de la
alianza de la OTAN y de su misión nos habían hecho
avanzar un buen trecho en la dirección correcta, pero,
como siempre sucede con los mejores planes, más tarde los
acontecimientos tomaron el mando y alteraron la situación,
principalmente a causa de la creciente hostilidad contra la
globalización y la naciente oleada de terror.

A principios de mayo, poco después de que Jesse
Jackson convenciera a Milosevic para que dejara en libertad a los
tres oficiales estadounidenses que los serbios habían
capturado en su frontera con Macedonia, perdimos a dos soldados
cuando su helicóptero Apache se estrelló en un
ejercicio de entrenamiento. Fueron las únicas bajas de
nacionalidad estadounidense durante todo el conflicto. Boris
Yeltsin envió a Victor Chernomirdin para que se
entrevistara conmigo y habláramos del interés de
Rusia de que se pusiera fin a la guerra y de su aparente
disposición a participar en una fuerza multinacional de
mantenimiento de la paz después del conflicto. Mientras,
seguimos con la presión militar y autoricé el
envío de 176 aviones más para Wes Clark.

El 7 de mayo, sufrimos el peor revés
político del conflicto cuando la OTAN bombardeó la
embajada de China en Belgrado y mató a tres ciudadanos
chinos. Rápidamente, me informaron de que las bombas
habían alcanzado el objetivo fijado, que había sido
identificado erróneamente, utilizando unos antiguos mapas
de la CIA, como un edificio gubernamental serbio utilizado para
fines militares. Era el tipo de error que nos esforzábamos
en no cometer. Los militares empleaban sobre todo
fotografías aéreas para fijar sus objetivos. Yo
había empezado a celebrar reuniones varias veces por
semana con Bill Cohen, Hugh Shelton y Sandy Berger con el fin de
repasar los objetivos principales e intentar maximizar el
daño para las fuerzas de Milosevic, y a la vez minimizar
las bajas civiles. El error me dejó de piedra y
tremendamente disgustado; llamé de inmediato a Jiang
Zeming para presentarle mis disculpas. No se puso al
teléfono, de modo que me disculpé
públicamente y repetidas veces.

Durante los tres días siguientes, se produjo una
escalada de protestas por toda China. Fueron especialmente
intensas en los alrededores de la embajada norteamericana en
Pekín, donde el embajador Sasser terminó sitiado.
Los chinos creían que el ataque había sido
deliberado y se negaron a aceptar mis disculpas. Cuando
finalmente pude hablar con el presidente Jiang el día 14,
me excusé de nuevo y le dije que estaba seguro de que
él sabía que no habíamos atacado su embajada
adrede. Jiang replicó que él sabía que yo no
haría tal cosa, pero que creía que había
gente en el Pentágono o en la CIA que no estaba a favor de
mi intento por mejorar las relaciones con China y que
podría haber falsificado los mapas intencionadamente para
crear un conflicto entre ambos países. A Jiang le costaba
mucho creer que una nación como la nuestra, tan avanzada
tecnológicamente, hubiera cometido un error
así.

A mí también me resultaba difícil
creerlo, pero eso era lo que había sucedido. Finalmente
logramos superarlo, pero durante un tiempo no fue fácil.
Yo acaba de nombrar al almirante Joe Prueher, que se retiraba de
su cargo de comandante en jefe de nuestras fuerzas en el
Pacífico, nuevo embajador norteamericano en China. El
estamento militar chino le respetaba mucho y tenía la
esperanza de que Prueher ayudara a reparar nuestra
relación con el país asiático.

Hacia finales de mayo, la OTAN aprobó la
creación de una fuerza de paz compuesta por 48.000
soldados para que entrara en Kosovo una vez el conflicto hubiera
terminado. Habíamos empezado a debatir discretamente la
posibilidad de enviar tropas de tierra un poco antes, si se
demostraba que la campaña aérea no lograba decantar
la balanza antes de que la gente quedara atrapada en las
montañas cuando llegara el invierno. Sandy Berger estaba
preparando un memorándum para mí con las opciones
disponibles; yo estaba dispuesto a enviar tropas si era
necesario, pero aún creía que los ataques
aéreos tendrían éxito. El día 27, el
fiscal de crímenes de guerra del tribunal de La Haya
acusó a Milosevic.

El resto del mundo pasó por una etapa muy activa
en mayo. A mediados de mes, Boris Yeltsin sobrevivió a su
propio impeachment en la Duma. El día 17, el primer
ministro Netanyahu fue derrotado y perdió la
reelección ante el líder del Partido Laborista, el
general retirado Ehud Barak, el soldado más condecorado de
la historia de Israel. Barak parecía un hombre del
Renacimiento: durante su carrera había estudiado
ingeniería de sistemas económicos en Stanford, era
un buen pianista de música clásica y su
afición era reparar relojes. Llevaba pocos años en
la política; su pelo rapado casi al cero, su mirada
intensa y directa y su estilo discursivo entrecortado eran
más un reflejo de su pasado militar que de las pantanosas
aguas políticas en las que tenía que navegar ahora.
Su victoria era una clara señal de que lo que los
israelíes veían en él era la imagen de su
modelo, Yitzhak Rabin, y lo que ello comportaba: la posibilidad
de conseguir una paz con seguridad. Igual de importante era el
amplio margen de victoria de Barak, que le daba la oportunidad de
tener una coalición de gobierno en el Knesset que apoyara
los difíciles pasos hacia la paz, algo que el primer
ministro Netanyahu jamás había tenido.

Al día siguiente, vino a visitarme el rey
Abdullah de Jordania, lleno de esperanza por la paz y decidido a
ser el digno sucesor de su padre. Era consciente de los retos a
los que se enfrentaba su nación y el proceso de paz. Me
impresionó su conocimiento de la economía y que
comprendiera la contribución que un mayor crecimiento
podía aportar a la paz y a la reconciliación.
Después de la reunión me quedé convencido de
que el rey y su esposa, la reina Rania, que era igual de
admirable, serían fuerzas positivas en la región
durante mucho tiempo.

El 26 de mayo, Bill Perry entregó una carta
mía a Kim Jong II, el dirigente de Corea del Norte, en la
que se incluía un programa para el futuro: Estados Unidos
proporcionaría una gama de ayudas más amplia si se
avenía, y solo si se avenía, a abandonar sus
intentos de desarrollar armas nucleares y misiles de largo
alcance. En 1998, Corea del Norte tomó la sabia
decisión de poner fin a las pruebas de ese tipo de
misiles; pensé que la misión de Perry tenía
probabilidades de éxito.

Dos días más tarde, Hillary y yo nos
encontrábamos en un acto del CLD en la Plantación
de White Oak, en el norte de Florida, la mayor reserva salvaje de
Estados Unidos. Me levanté a las cuatro de la
mañana para ver la ceremonia de investidura del nuevo
presidente de Nigeria, el ex general Olusegun Obasanjo, por
televisión. Desde su independencia, Nigeria había
sido un país asediado por la corrupción, los
conflictos regionales y religiosos y el deterioro de las
condiciones sociales. A pesar de su gran producción de
petróleo, el país sufría periódicos
cortes de luz eléctrica y escasez de gasolina. Obasanjo se
había hecho brevemente con el poder tras un golpe militar
en los años setenta, y había cumplido con su
promesa de dejarlo tan pronto como se pudieran celebrar
elecciones. Más tarde, le encarcelaron por sus opiniones
políticas; durante su estancia en prisión, se
convirtió en un devoto cristiano y escribió libros
acerca de su fe. Resultaba difícil imaginar un futuro
brillante para el África subsahariana si Nigeria no
conseguía prosperar, pues era de lejos su nación
más poblada. Después de escuchar su emocionante
discurso de inauguración, esperaba que Obasanjo tuviera
éxito allí dónde otros habían
fracasado.

En el frente interior, empecé el mes con un
importante anuncio respecto a la limpieza del aire. Ya
habíamos reducido la contaminación tóxica
del aire que provocaban las plantas químicas en un 90 por
ciento y habíamos fijado severos estándares para
reducir el smog y el hollín, con lo que se
evitarían millones de casos de asma infantil. El 1 de mayo
dije que, después de amplias negociaciones con los
sectores industriales, los grupos de defensa del medio ambiente y
las organizaciones de consumidores, Carol Browner, la
administradora de la Agencia de Protección Medioambiental,
promulgaría una regulación para exigir a todos los
vehículos de pasajeros, incluidos los 4×4, que tanta
gasolina consumen, que cumplieran con los mismos
estándares de contaminación, y que
rebajaríamos el contenido de azufre de la gasolina en un
90 por ciento en los siguientes cinco años.

Anuncié una nueva iniciativa contra el crimen:
proporcionaríamos fondos para completar nuestros esfuerzos
de poner cien mil policías en las calles (más de la
mitad ya estaban desplegados) y también se
ampliaría el programa COPS con la contratación de
50.000 nuevos agentes de policía que se destinarían
a las zonas con mayores índices de criminalidad.
Igualmente, impulsé una propuesta para que constituyera un
delito federal la posesión, sin una justificación
legítima y pacífica para ello, de agentes
biológicos que los terroristas pudieran convertir en
armas.

El día 12 fue un día que yo había
deseado que no llegara jamás: Bob Rubin se reincorporaba a
la vida privada. En mi opinión, había sido el mejor
y el más importante secretario del Tesoro desde Alexander
Hamilton, en los principios de nuestra República. Bob
también había sido el primer director del Consejo
Económico Nacional. En ambos cargos
desempeñó un papel decisivo en nuestros esfuerzos
por recuperar el crecimiento económico y difundir sus
beneficios entre más ciudadanos norteamericanos,
así como en la prevención y contención de
las crisis económicas en el extranjero y la
modernización del sistema económico global para que
éste pudiera hacer frente a una economía
interdependiente, en la que más de un billón de
dólares cruzaba las fronteras de las naciones diariamente.
También había sido una roca de estabilidad durante
el suplicio del impeachment, no solamente por la forma en que
había hablado durante la reunión en la que me
disculpé frente a mi gabinete, sino por recordar
constantemente a la gente que tenían que estar orgullosos
de su labor y por advertirles de que no se erigieran en jueces de
la conducta ajena. Uno de los más jóvenes dijo que
Bob le había dicho que si vivía lo suficiente,
él también terminaría haciendo algo de lo
que se avergonzaría.

Cuando Bob llegó a la administración, era
probablemente la persona más rica de nuestro equipo.
Después de su apoyo al plan económico de 1993, con
el aumento de impuestos para las rentas más elevadas, yo
solía bromear diciendo que «Bob Rubin ha venido a
Washington para ayudarme a salvar a la clase media y cuando se
marche se habrá convertido en uno de ellos». Ahora
que Bob regresaba a la vida privada, ya no tendría que
seguir preocupándome por ello.

Designé a Larry Summers, que había sido un
hábil adjunto al secretario, su sucesor. Larry
había estado metido en los asuntos económicos
más importantes de los últimos seis años, y
estaba preparado. También nombré a Stu Eizenstat,
el subsecretario de Estado para asuntos económicos,
adjunto al secretario del Tesoro. Stu había manejado
muchas misiones de relevancia con mano izquierda, y ninguna
más importante que el llamado asunto del «oro
nazi». Edgar Bronfman Sr. había despertado nuestro
interés por el tema cuando se puso en contacto con
Hillary, la cual activó las cosas con una reunión
inicial. Después, Eizenstat encabezó nuestra
iniciativa en busca de justicia y compensación para los
supervivientes del Holocausto y sus familias cuyas pertenencias y
propiedades hubieran sido confiscadas durante su internamiento en
los campos de concentración.

Poco después, Hillary y yo volamos a Colorado
para reunirnos con estudiantes y familias del instituto
Columbine. Unos días después, el Senado
aprobó mis propuestas para prohibir la importación
de cargadores de munición de gran calibre que se empleaban
para esquivar la legislación de armas de asalto, y
también la prohibición de que los jóvenes
pudieran poseer armas de asalto. Frente a la intensa
presión de la ANR, Al Gore había roto el empate de
50 votos contra 50 para aprobar la propuesta y poner fin a la
laguna que las exhibiciones organizadas de armas dejaban abierta
en la Ley Brady respecto a la exigencia de verificar el historial
del comprador.

Aunque la comunidad aún sufría, los
estudiantes de Columbine regresaban poco a poco del horror y
ellos y sus padres parecían decididos a hacer algo para
evitar que hubiera más casos como aquel. Sabían
que, aunque se habían producido algunas matanzas escolares
antes que la suya, lo que había sucedido en Columbine
había roto el corazón de Estados Unidos. Les dije
que podían ayudar a la nación a construir un futuro
más seguro debido a lo que habían tenido que
soportar. Aunque el Congreso no aceptó aprobar la laguna
de la Ley Brady, en las elecciones de 2000, a causa de Columbine,
los votantes de Colorado, generalmente conservadores, aprobaron
una medida a tal efecto para que se instaurara en su estado, por
un margen abrumador.

El caso Whitewater todavía estaba vivo y coleando
en mayo, cuando a pesar de su derrota en el juicio de Susan
McDougal, Kenneth Starr siguió avanzando contra Julie
Hiatt Steele. El caso terminó con el jurado incapaz de
llegar a un veredicto, en el conservador norte de Virginia, y fue
otro revés para el fiscal independiente y sus
tácticas. Después de todos los esfuerzos de Starr
para meterse en el caso Jones, la única persona a la que
pudo acusar fue a Steele, otra inocente que estaba allí
por casualidad, y que se negó a mentir. La oficina de
Starr llevaba cuatro juicios a sus espaldas, de los cuales
había perdido tres.

En junio, los ataques aéreos de castigo sobre los
serbios finalmente rompieron la voluntad de resistencia de
Milosevic. El día 2, Victor Chernomirdin y el presidente
finlandés, Martti Ahtisaari, se encargaron personalmente
de las demandas de la OTAN para Milosevic. Al día
siguiente, Milosevic y el parlamento serbio las aceptaron. Como
era de prever, los siguientes días estuvieron llenos de
tensión y disputas acerca de los detalles, pero el
día 9 la OTAN y los cargos militares serbios aceptaron una
retirada rápida de las fuerzas serbias de Kosovo y el
despliegue de una fuerza de seguridad internacional con una
cadena de mando unificada en la OTAN. Al día siguiente de
que Javier Solana diera instrucciones al general Clark de que
suspendiera las operaciones aéreas de la OTAN, el Consejo
de Seguridad de Naciones Unidas aprobó una
resolución en la que celebraba el final de la guerra; yo
anuncié al pueblo norteamericano que, después de
setenta y nueve días, la campaña de bombardeos
había terminado, las fuerzas serbias estaban en retirada y
un millón de hombres, mujeres y niños expulsados de
su país podrían regresar a sus casas. En un
discurso directamente desde el Despacho Oval me dirigí a
la nación para agradecer a nuestro ejército su
magnífica actuación, así como al pueblo
norteamericano su firme oposición a la limpieza
étnica y el generoso apoyo que habían brindado a
los refugiados, muchos de los cuales habían venido a
Estados Unidos.

El comandante aliado Wes Clark había dirigido la
campaña con habilidad y decisión, y él y
Javier Solana habían prestado un valioso servicio al
conservar la unión de la alianza y no vacilar jamás
en nuestro inquebrantable compromiso con la victoria, ni en los
días buenos ni en los malos. Mi equipo de seguridad
nacional también se había comportado igual. Incluso
cuando los bombardeos no terminaron en una semana y se
comenzó a cuestionar constantemente nuestra línea
de actuación, Bill Cohen y Hugh Shelton siguieron
convencidos de que la campaña aérea
funcionaría si lográbamos que la coalición
aguantara durante dos meses. Al Gore, Madeleine Albright y Sandy
Berger habían conservado una calma extrema bajo
presión durante la angustiosa montaña rusa que
habían sido las semanas que acabábamos de pasar
juntos. Al fue clave para salvaguardar nuestra relación
con Rusia, y estuvo en contacto permanente con Victor
Chernomirdin. Fue Al quien se aseguró de que nosotros y
los rusos mantuviéramos una posición común
cuando Chernomirdin y Ahtisaari fueron a Serbia para tratar de
convencer a Milosevic de que abandonara su inútil
resistencia.

El día 11, llevé a una delegación
del Congreso a la base aérea de Whiteman, en Missouri,
para pronunciar unas palabras de agradecimiento a las
tripulaciones y al personal de apoyo de los bombarderos stealth
B2, que volaban ida y vuelta desde Missouri hasta Serbia, sin una
parada en todo el trayecto, para realizar las operaciones de
bombardeo nocturno para las que los B2 estaban bien equipados. En
total, se realizaron 30.000 salidas durante la campaña de
Kosovo; solo se perdieron dos aviones, cuyas tripulaciones
pudieron ser rescatadas sanas y salvas.

Después de los ataques, John Keegan, quizá
el historiador militar vivo más importante,
escribió un fascinante artículo en la prensa
británica acerca de la campaña de Kosovo.
Admitió francamente que no había creído en
que los bombardeos funcionaran, y que se había equivocado.
Dijo que la razón por la que ese tipo de campañas
había fracasado en el pasado era que la mayoría de
bombas erraban su objetivo. El armamento utilizado en Kosovo fue
más preciso que el empleado en la primera guerra del Golfo
y, aunque algunas bombas se desviaron en Kosovo y Serbia,
murieron muchos menos civiles que en Irak. También sigo
convencido de que murieron menos civiles que si hubiéramos
enviado tropas de tierra, un paso que sin embargo hubiera dado
sin pestañear con tal de evitar que Milosevic se saliera
con la suya. El éxito de la campaña aérea de
Kosovo marcó un nuevo capítulo en la historia
militar.

Hubo otro momento más de tensión antes de
que se calmaran las cosas. Dos días después de que
las hostilidades finalizaran oficialmente, cincuenta
vehículos y doscientos soldados rusos cayeron sobre Kosovo
desde Bosnia y ocuparon el aeropuerto de Pristina, sin el acuerdo
previo con la OTAN, cuatro horas antes de que llegaran las tropas
de la OTAN autorizadas por Naciones Unidas. Los rusos se
reafirmaron en su intención de mantener el control del
aeropuerto.

Wes Clark estaba furioso. Yo no le culpaba, pero
sabía que no estábamos al borde de la Tercera
Guerra Mundial. A causa de su colaboración con nosotros,
los ultranacionalistas, cuyas simpatías se decantaban por
los serbios, estaban criticando duramente a Yeltsin. Pensé
que sencillamente estaba tratando de mantenerlos a raya con un
gesto que les tranquilizara. El comandante británico, el
teniente general Michael Jackson, resolvió
rápidamente la situación sin más incidentes
y, el 18 de junio, el secretario Cohen y el ministro de Defensa
ruso alcanzaron un acuerdo por el cual las tropas rusas se
reunirían con las fuerzas de la OTAN aprobadas por
Naciones Unidas en Kosovo. El 20 de junio, el ejército
yugoslavo completó su retirada; apenas dos semanas
más tarde, el Alto Comisionado para Refugiados de Naciones
Unidas estimó que más de 765.000 refugiados ya
habían regresado a Kosovo.

Como habíamos aprendido de nuestra experiencia en
Bosnia, incluso después del conflicto tendríamos
una importante labor por delante en Kosovo: lograr que los
refugiados llegaran a sus hogares con seguridad; limpiar los
campos de minas antipersona; reconstruir las casas; garantizar
alimento, medicinas y un techo para los que lo habían
perdido todo; desmilitarizar el Ejército de
Liberación de Kosovo; crear un entorno seguro tanto para
los albanokosovares como para la minoría serbia; organizar
una administración civil y reconstruir una economía
que funcionara. Era una tarea ingente y la mayor parte de ella
quedó en manos de nuestros aliados europeos, pues Estados
Unidos había cargado con la casi total responsabilidad de
la guerra aérea.

A pesar de los retos que nos esperaban, sentí un
inmenso alivio y una gran satisfacción. La sangrienta
campaña de diez años de Slobodan Milosevic para
explotar las diferencias étnicas y religiosas de la
región con objeto de imponer su voluntad en la
ex-Yugoslavia estaba llegando a su fin. Los pueblos incendiados y
la matanza de inocentes ya eran historia. Yo sabía que era
solo cuestión de tiempo que el propio Milosevic
también fuera historia.

El día que llegamos a un acuerdo con Rusia,
Hillary y yo nos encontrábamos en Colonia, en Alemania,
con motivo de la cumbre anual del G8. Resultó ser una de
las reuniones más importantes en mis ocho años de
presidencia. Además de celebrar el satisfactorio final del
conflicto de Kosovo, apoyamos las recomendaciones de nuestros
ministros de Finanzas de modernizar las instituciones financieras
internacionales y nuestras políticas nacionales, para
poder hacer frente a los retos de la economía global;
también anunciamos una propuesta que yo aprobaba
firmemente: una iniciativa para condonar parte de la deuda de los
países en vías de desarrollo a las puertas del
milenio si éstos aceptaban invertir todos sus ahorros en
educación, sanidad o medidas para el desarrollo
económico. La iniciativa era coherente con el coro de
llamamientos a condonar la deuda que surgían por todo el
mundo, impulsados por el papa Juan Pablo II y mi amigo
Bono.

Después de la cumbre, volamos a Eslovenia para
agradecer a sus ciudadanos que apoyaran a la OTAN en Kosovo,
así como su ayuda a los refugiados. Luego fuimos a
Macedonia, donde el presidente, Kiro Gligorov, a pesar de los
problemas económicos y las tensiones étnicas que su
país sufría, había aceptado a 300.000
refugiados. En el campamento de Skopje, Hillary, Chelsea y yo
pudimos visitar a algunos de ellos y escuchar las horribles
historias de lo que habían pasado. También
conocimos a miembros de las fuerzas internacionales de seguridad
que estaban destacadas en la zona. Fue mi primera oportunidad de
dar las gracias a Wes Clark en persona.

La política empezó a caldearse en junio.
Al Gore anunció su candidatura a la presidencia el
día 16. Su oponente más probable era el gobernador
George W. Bush, el candidato preferido tanto de la extrema
derecha del Partido Republicano como de sus estamentos oficiales.
Bush ya había conseguido recaudar más fondos que Al
y su oponente en las primarias, el ex senador de New Jersey Bill
Bradley, juntos. Hillary se acercaba a la posibilidad de entrar
en la carrera del Senado por el escaño de Nueva York. En
el momento de dejar la Casa Blanca, llevaba ayudándome en
mi carrera política durante más de
veintiséis años. Nada me haría más
feliz que ayudarla yo a ella durante los siguientes
veintiséis.

Cuando nos adentramos en la temporada política,
me preocupaba sobre todo conservar el impulso activo del Congreso
y mi propio gobierno. Tradicionalmente, cuando se empieza a
animar la cuestión de las elecciones presidenciales y el
presidente no forma parte de ello, se instala cierta inercia.
Algunos demócratas pensaban que estarían mejor si
no se aprobaba demasiada legislación nueva, porque
entonces podrían acusar al Congreso republicano de
«no haber hecho nada». Por otra parte, muchos
republicanos sencillamente no querían darme más
victorias. Me sorprendió el resentimiento que algunos de
ellos aún albergaban, cuatro meses después de la
batalla del impeachment, especialmente dado que yo no les
había estado martilleando con aquella cuestión ni
en público ni en privado.

Trataba de levantarme cada mañana sin amargura e
intentaba seguir trabajando con espíritu de
reconciliación. Los republicanos parecían haberse
retrotraído al tema que llevaban pregonando desde 1992:
que yo era una persona sin carácter en quien no se
podía confiar. Durante el conflicto de Kosovo, daba la
sensación de que algunos republicanos querían que
fracasáramos. Un senador republicano justificó la
falta de entusiasmo de sus colegas por la labor que nuestro
ejército estaba llevando a cabo, diciendo que yo
había perdido su confianza; hasta me echaban la culpa de
que ellos mismos no hubieran condenado la limpieza
étnica.

Tenía la impresión de que los republicanos
intentaban colocarme en una situación en que no pudiera
ganar de ninguna manera. Si iba por ahí llevando un
cilicio, decían que estaba demasiado desgastado para
dirigir el país. Si me sentía feliz, decían
que me estaba regodeando y actuaba como si me hubiera podido
salir con la mía acerca de algo. Seis días
después de que el Senado me declarara inocente, fui a New
Hampshire para celebrar el séptimo aniversario de mis
primarias en ese estado. Algunos de mis detractores en el
Congreso dijeron que no tendría que haberme mostrado tan
feliz, pero la verdad es que lo estaba, y por muy buenas razones.
Todos mis viejos amigos vinieron a verme; conocí a un
joven que dijo que su primer voto había sido para
mí, y que yo había cumplido con mis promesas
electorales, haciendo exactamente lo que dije que haría.
También conocí a una mujer que dijo que la
había inspirado para salirse de la asistencia social y
volver a estudiar para hacerse enfermera. En 1999, era miembro de
la Junta de Enfermeras de New Hampshire. Me metí en
política por personas así.

Al principio no me cabía en la cabeza cómo
era posible que los republicanos y algunos comentaristas
políticos dijeran que me había salido con la
mía respecto a algo. La humillación pública,
el dolor para mi familia, las enormes deudas a causa de las
minutas de los abogados y el trato que tuvimos que sufrir en el
caso Jones después de que yo lo ganara, los años de
acoso legal y de la prensa que Hillary había tenido que
sufrir y la indefensión que sentía al ver
cómo se perseguía y arruinaba a un sinfín de
personas inocentes en Washington y en Arkansas fueron
experiencias por las que tuve que pagar un alto precio. Me
había disculpado y había tratado de demostrar mi
sinceridad en la forma en que trataba y trabajaba con los
republicanos. Pero nada era suficiente. Jamás lo
sería, por una sencilla razón: yo había
sobrevivido, y seguía actuando y luchando por las cosas en
las que creía. En primer y último lugar, y en todo
momento, mi enfrentamiento con los republicanos de la Nueva
Derecha siempre fue acerca del poder. Yo pensaba que el poder
procedía de la gente y que era ella la que debía
otorgarlo o retirarlo. Ellos pensaban que la gente había
cometido un error al elegirme dos veces y estaban decididos a
utilizar mis errores personales para justificar sus continuos
ataques.

Estaba seguro de que mi estrategia, más positiva,
era la correcta para mí como persona y para mi capacidad
de realizar mi labor. No estaba tan seguro de que fuera una buena
estrategia política. Cuanto más me atacaban los
republicanos, más se borraba el recuerdo de lo que Ken
Starr había hecho, o la forma en que se habían
comportado durante el proceso de impeachment. La prensa
está por naturaleza centrada en la noticia de hoy, no en
la de ayer, y los conflictos son la fuente de las noticias. Esto
tiende a recompensar al agresor sin importar si el ataque
subyacente es justo o no. Al cabo de poco tiempo, en lugar de
preguntarme si podía olvidar y perdonar, la prensa
volvía a hacerme esas preguntas llenas de ansiedad acerca
de si yo tenía autoridad moral para ser el máximo
dirigente del país. Los republicanos también la
emprendieron con Hillary, ahora que en lugar de ser una figura
comprensiva que permanecía al lado de su imperfecto
marido, era una mujer fuerte tratando de abrirse su propio camino
en la política. Sin embargo, en conjunto, me sentía
satisfecho de cómo estaban las cosas: el país iba
por buen camino, la valoración de mi gestión en las
encuestas era positiva y aún nos quedaban muchas cosas por
hacer.

Aunque siempre lamentaré los errores que he
cometido, me iré a la tumba orgulloso de las cosas por las
que luché durante la batalla del impeachment, mi
último gran enfrentamiento con las fuerzas a las que me
había opuesto durante toda mi vida: las que defendieron el
viejo orden de la discriminación racial y de la
segregación en el Sur; las que jugaron con las
inseguridades y los miedos de la clase trabajadora blanca en la
que crecí; las que se opusieron al movimiento feminista, a
los ecologistas y a los luchadores en defensa de los derechos de
los homosexuales; las que consideraron otros esfuerzos por
ampliar nuestra comunidad nacional como asaltos contra el orden
natural de las cosas; en fin, las que creyeron que los gobiernos
deberían favorecer a poderosos intereses ocultos y
arbitrar medidas fiscales beneficiosas para los ricos por encima
de la sanidad y una mejor educación para nuestros
hijos.

Desde niño había estado en el otro lado.
Al principio, las fuerzas reaccionarias, de división,
defensoras del statu quo eran los demócratas contrarios a
los derechos civiles. Cuando la organización nacional del
partido, dirigida por Truman, Kennedy y Johnson, empezó a
abrazar la causa de los derechos civiles, los conservadores
sureños emigraron al Partido Republicano, el cual, al
principio de los años setenta, se alió con el
creciente movimiento de la extrema derecha religiosa.

Cuando los republicanos de la Nueva Derecha se hicieron
con el poder en el Congreso, en 1995, yo bloqueé sus
propósitos más extremistas e hice del progreso en
la justicia económica, social y del medio ambiente el
precio de nuestra cooperación. Comprendía por
qué me odiaba la gente que creía que el
conservadurismo político, económico y social era
voluntad de Dios. Yo quería un país con beneficios
y responsabilidades compartidas, así como una
participación igualitaria en una comunidad
democrática. Los republicanos de la Nueva Derecha
querían que Estados Unidos fuera un país donde la
riqueza y el poder estuvieran concentrados en manos de las
personas «adecuadas», que conservaban el apoyo de la
mayoría gracias a la satanización
sistemática de unas minorías cuyas demandas de
inclusión amenazaban su control del poder. También
me odiaban porque yo era un apóstata, un sureño
protestante blanco que podía apelar precisamente a
aquellos que siempre habían pensado que ya tenían
en el bolsillo.

Ahora que mis pecados privados habían sido
aireados públicamente, podrían lanzarme piedras
hasta el día de mi muerte. Mi ira por ello se había
ido reduciendo paulatinamente, pero me alegraba de haber tenido,
bien por accidente o por historia, la buena fortuna de
enfrentarme a la última encarnación de las fuerzas
reaccionarias y de la división y haber luchado a favor de
una unión más perfecta.

Cincuenta y
tres

A principios de junio, pronuncié un discurso por
la radio para ayudar a que la gente tomase conciencia de los
temas de salud mental. Junto a mí intervino Tipper Gore, a
quien había nombrado mi asesora oficial sobre estas
cuestiones y que recientemente había tenido el valor de
revelar que también ella había sufrido una
depresión. Dos días más tarde, Hillary y yo
nos unimos a Al y a Tipper para una conferencia en la Casa Blanca
sobre salud mental, en la que denunciamos los abrumadores costes
personales, económicos y sociales de las enfermedades
mentales que no recibían tratamiento.

Durante el resto del mes, insistí en nuestras
propuestas para el control de armas, nuestros intentos de
desarrollar una vacuna para el SIDA, mis esfuerzos para incluir
los derechos laborales y el medio ambiente en las negociaciones
comerciales, el informe de la Junta Asesora de Inteligencia
Extranjera sobre seguridad en los laboratorios de armas del
Departamento de Energía, un plan para devolver las
prestaciones sanitarias y de discapacidad a los inmigrantes
legales, una propuesta que permitiera que Medicaid cubriera a los
norteamericanos discapacitados que no podrían hacer frente
a los costes de sus tratamientos si perdían la cobertura
sanitaria porque habían conseguido un trabajo,
legislación para ayudar a los niños de más
edad que abandonaban una casa de acogida para que realizaran sin
problema la transición a la vida independiente y un plan
para modernizar Medicare y prolongar durante más tiempo su
fondo de financiación.

Estaba ansioso de que llegara julio. Pensaba que
sería un mes predecible, positivo. Anunciaría que
íbamos a sacar al águila calva de la lista de
especies protegidas, y Al Gore esbozaría nuestro plan para
completar la recuperación de los Everglades de
Florida. Hillary iniciaría su «gira para
escuchar» en la granja del senador Moynihan en Pindars
Corners, en el norte del estado de Nueva York, y yo haría
una gira por las comunidades pobres de todo el país para
promocionar mi iniciativa de los «Nuevos Mercados»
para atraer más inversiones a zonas que todavía no
formaban parte de nuestra recuperación. En efecto, todas
esas cosas sucedieron en julio, pero también pasaron otras
que fueron imprevistas, problemáticas o incluso
trágicas.

El primer ministro Nawaz Sharif, de Pakistán, me
llamó y me preguntó si podía venir a
Washington el 4 de julio para hablar del peligroso pulso con la
India que había comenzado varias semanas atrás,
cuando fuerzas paquistaníes bajo el mando del general
Pevez Musharraf habían cruzado la Línea de Control,
que había sido la frontera reconocida y generalmente
respetada entre la India y Pakistán en Cachemira desde
1972. Sharif estaba preocupado por si la situación que
Pakistán había creado se les iba de las manos, y
esperaba poder contar con mi intermediación no solo para
resolver la crisis sino para que le ayudara a negociar con los
indios la cuestión de Cachemira. Incluso antes de la
crisis, Sharif me había pedido que le ayudara en
Cachemira; me había dicho que merecía tanto mi
atención como Oriente Próximo o Irlanda del Norte.
Le expliqué entonces que Estados Unidos intervenía
en aquellos procesos porque ambas partes lo habían
querido. En este caso, la India se había negado
reiteradamente a que cualquier otro país se implicase en
aquella cuestión.

La actitud de Sharif era muy extraña porque, en
febrero, el primer ministro de la India, Atal Behari Vajpayee,
había viajado hasta Lahore, en Pakistán, para
impulsar conversaciones bilaterales con el objetivo de resolver
el problema de Cachemira y otras diferencias entre ambas
naciones. Al cruzar la Línea de Control, Pakistán
había desbaratado las negociaciones. No sabía si
Sharif había autorizado la invasión para provocar
una crisis que obligara a Estados Unidos a implicarse en el
conflicto o si simplemente la había permitido para evitar
enfrentarse a las poderosas fuerzas armadas de Pakistán.
Fuera como fuera, se había metido en un brete del que le
iba a resultar complicado salir.

Le dije a Sharif que siempre sería bienvenido en
Washington, incluso el 4 de julio, pero que si quería que
me pasara el Día de la Independencia con él,
debía tener en cuenta dos cosas antes de venir a Estados
Unidos: en primer lugar, tenía que aceptar retirar a sus
tropas a posiciones tras la Línea de Control; y, en
segundo lugar, yo no tenía la intención de
intervenir en la disputa de Cachemira, especialmente teniendo en
cuenta que con ello parecería recompensar la injustificada
incursión militar de Pakistán.

Sharif me dijo que aun así quería venir.
El 4 de julio nos reunimos en la Blair House. Era un día
caluroso, pero la delegación paquistaní estaba
acostumbrada al calor y, vestidos con sus tradicionales
pantalones blancos y largas túnicas, parecían estar
más cómodos que mi equipo. Una vez más,
Sharif me apremió a que interviniera en Cachemira y, de
nuevo, le expliqué que sin el consentimiento de la India
sería contraproducente, pero que hablaría con
Vajpayee para pedirle que reanudara las conversaciones
bilaterales si Pakistán retiraba sus tropas. Se
mostró de acuerdo, e hicimos pública una
declaración conjunta en la que anunciamos los pasos que se
tomarían para volver a la Línea de Control;
añadí que apoyaría e

impulsaría la reanudación e
intensificación de las conversaciones bilaterales una vez
la violencia hubiera cesado.

Tras la reunión pensé que quizá
Sharif había utilizado la presión de Estados Unidos
para tener una coartada y poder ordenar a su ejército que
regresara. Sabía que en su país se movía en
arenas movedizas y esperaba que pudiera superar esa crisis, pues
necesitaba su cooperación en la lucha contra el
terrorismo.

Pakistán era uno de los pocos países que
tenía estrechos lazos con los talibanes de
Afganistán. Antes de nuestra reunión del 4 de julio
le había pedido ayuda a Sharif en tres ocasiones para
capturar a Osama bin Laden: en nuestra anterior reunión en
diciembre, durante el funeral del rey Hussein y en una
conversación telefónica en junio y en la carta de
seguimiento que le envié. Teníamos informes de los
servicios de inteligencia que nos decían que alQaeda
estaba planeando ataques contra los representantes e
instalaciones de Estados Unidos en varios lugares del mundo y
quizá también en el propio país.
Habíamos conseguido desarticular sus células y
arrestar a cierto número de miembros de alQaeda, pero si
no capturábamos o eliminábamos a bin Laden y a sus
principales lugartenientes, la amenaza permanecería. El 4
de julio le dije a Sharif que a menos que hiciera más para
colaborar, me vería obligado a anunciar que
Pakistán estaba apoyando el terrorismo en
Afganistán.

El día que me reuní con Sharif
también firmé un decreto presidencial que
imponía sanciones económicas a los talibanes,
congelaba sus activos y prohibía los intercambios
comerciales. Aproximadamente en ese momento, con el apoyo de
Sharif, funcionarios de Estados Unidos comenzaron a entrenar a
sesenta soldados paquistaníes para formar un comando que
entrara en Afganistán y capturara a bin Laden. Yo era
escéptico sobre aquel proyecto; incluso si Sharif
quería ayudar, en el ejército paquistaní
había muchos simpatizantes de alQaeda y de los talibanes.
Pero creímos que no perdíamos nada por probar todas
las opciones.

El día después del encuentro con Sharif,
inicié la gira de los Nuevos Mercados; empecé por
Hazard, Kentucky, con una gran delegación que
incluía a diversos ejecutivos de empresas, congresistas,
miembros del gobierno, al reverendo Jesse Jackson y a Al
From.

Me gustaba mucho que Jackson nos acompañara
durante la gira y también que comenzáramos en los
Apalaches, la región blanca más pobre de Estados
Unidos. Jesse llevaba trabajando desde hacía mucho tiempo
en hacer llegar inversiones privadas a las zonas pobres; por otra
parte, nuestra relación se había intensificado
durante el año del proceso de impeachment, en el
cual había apoyado firmemente a toda mi familia y
había hecho un esfuerzo muy especial para llegar hasta
Chelsea. Desde

Kentucky, fuimos a Clarkdale, Mississippi; East St.
Louis, Illinois; la Reserva Pine Ridge, en Dakota del Sur; un
vecindario hispano en Phoenix, Arizona, y al barrio de Watts, en
Los Angeles.

A pesar de que Estados Unidos llevaba dos años
con la tasa de paro justo por encima del 4 por ciento, en todas
las comunidades que visité, y muchas otras parecidas,
había un índice de desempleo mucho mayor y unos
ingresos per capita muy por debajo de la media nacional. La tasa
de paro en Pine Ridge estaba por encima del 70 por ciento. Sin
embargo, en todos los lugares que visité conocimos a gente
inteligente y trabajadora que podría contribuir mucho
más a la economía.

Pensé que invertir más en esas zonas era
lo más correcto e inteligente desde un punto de vista
económico. Disfrutábamos de la expansión
económica más prolongada de la historia, y la
productividad aumentaba rápidamente. Me parecía que
teníamos tres formas de seguir creciendo sin provocar
inflación: podíamos vender más productos y
servicios en el extranjero, podíamos aumentar la
participación en la población activa de ciertos
grupos, como los receptores de asistencia social, y
podíamos llevar el crecimiento a los nuevos mercados de
Estados Unidos en los que la inversión era demasiado
reducida y el desempleo demasiado alto.

Lo estábamos haciendo muy bien en las primeras
dos áreas, con más de doscientos cincuenta acuerdos
comerciales y la reforma de la asistencia social. También
habíamos comenzado con buen pie en la tercera, con
más de ciento treinta zonas de desarrollo y comunidades
emprendedoras, bancos de desarrollo comunitario y una
aplicación estricta de la Ley de Reinversión
Comunitaria. Pero había demasiadas comunidades que se
habían quedado atrás. Estaba preparando una
propuesta legislativa para aumentar en quince mil millones el
capital disponible para los barrios degradados, los pueblos
rurales y las reservas indias. Puesto que la medida
favorecía a la libre empresa, esperaba obtener un
sólido apoyo en ambos partidos; también me
animó que el portavoz Hastert pareciera especialmente
interesado en el proyecto.

El 15 de julio, Ehud y Nava Barak aceptaron una
invitación para pasar la noche en Camp David con Hillary y
conmigo. Disfrutamos de una cena muy agradable y Ehud y yo nos
quedamos hablando hasta casi las tres de la mañana. Me
quedó claro que quería completar el proceso de paz
y que creía que su gran victoria electoral le daba la
autoridad necesaria para hacerlo. Quería hacer algo
importante en Camp David, especialmente después de que le
mostrara el edificio en el que tuvieron lugar la mayor parte de
las negociaciones en las que el presidente Carter medió
entre Anuar el Sadat y Menahem Begin, en 1978.

Al mismo tiempo, estaba ocupado volviendo a encarrilar
el proceso de paz de Irlanda del Norte. Se había llegado a
un punto muerto por culpa de un desacuerdo entre el Sinn Fein y
los Unionistas sobre si la entrega de armas del IRA podía
realizarse después de que se formase el nuevo gobierno o
debía tener lugar antes. Le expliqué la
situación a Barak, que estaba intrigado por las
diferencias y las similitudes entre los problemas de los
irlandeses y los suyos propios.

Al día siguiente, John Kennedy Jr., su esposa,
Carolyn, y su hermana, Lauren, murieron cuando el pequeño
avión que pilotaba John se estrelló junto a la
costa de Massachusetts. John me gustó desde que le
conocí, en la década de 1980, cuando era un
estudiante de derecho que trabajaba de becario en el bufete de
Mickey Kantor, en Los Angeles. Había venido a uno de mis
primeros actos electorales en Nueva York, en 1991, y poco antes
de que murieran le había enseñado a él y a
Carolyn la zona residencial de la Casa Blanca. Ted Kennedy hizo
otro magnífico panegírico por un miembro
desparecido de su familia: «Como su padre, no
carecía de ningún don».

El 23 de julio, el rey Hassan II de Marruecos
murió a la edad de setenta años. Había sido
un constante aliado de Estados Unidos y un firme apoyo del
proceso de paz de Oriente Próximo, y yo había
tenido una buena relación personal con él. De
nuevo, a pesar de que le avisamos con muy poca antelación,
el presidente Bush aceptó volar a Marruecos para el
funeral junto a Hillary, Chelsea y yo mismo. Yo caminé
tras el coche de caballos que tiraba del féretro junto con
el presidente Mubarak, Yasser Arafat, Jacques Chirac y otros
líderes en un paseo de cinco kilómetros hasta el
centro de Rabat. Bastante más de un millón de
personas abarrotaban las calles, gritando de dolor y ofreciendo
sus últimos respetos al monarca fallecido. El ensordecedor
estruendo de la emocionada multitud hizo que aquella marcha fuera
uno de los acontecimientos más increíbles en los
que jamás he participado. Creo que a Hassan le
habría gustado.

Después de una breve reunión con el hijo y
heredero de Hassan, el rey Mohammed VI, volé de vuelta a
Estados Unidos, trabajé allí un par de días
y luego volví a partir hacia Sarajevo, donde me
reuní con varios líderes europeos para
comprometernos en un pacto de estabilidad por los Balcanes. Se
trataba de un acuerdo para solucionar tanto las necesidades a
corto plazo de la región como su crecimiento a largo plazo
y garantizaba un mayor acceso a nuestros mercados de los
productos fabricados en los Balcanes. También me
esforcé con mis socios europeos para que las naciones del
sudeste de Europa entraran en la OMC y contaran con los fondos y
garantías de crédito suficientes para atraer a
inversores extranjeros.

El resto del verano pasó volando mientras
seguía enzarzado con los republicanos por el presupuesto y
la cuantía y la distribución de las rebajas de
impuestos que los republicanos proponían. Finalmente, se
confirmó a Dick Holbrooke como nuestro embajador ante
Naciones Unidas, y Hillary fue madurando la idea de presentarse
candidata al Senado.

En agosto, hicimos dos viajes a Nueva York para buscar
una casa. El día 28, visitamos una granja de finales del
siglo XIX a la que se le había añadido un ala en
1989, en Chappaqua, a unos sesenta y cinco kilómetros de
Manhattan. La parte antigua de la casa era muy bonita; la nueva
era espaciosa y muy luminosa. En el instante en que subí
al dormitorio principal le dije a Hillary que teníamos que
comprar la casa. Era parte de la ampliación de 1989;
tenía un techo altísimo, un panel de puertas de
vidrio que daban al jardín posterior y en las otras
paredes había dos enormes ventanas. Cuando Hillary me
preguntó por qué estaba tan seguro de que
teníamos que comprarla, le contesté: «Porque
estás a punto de empezar una campaña muy dura y
habrá días malos. Esta maravillosa
habitación está llena de luz. Te despertarás
cada mañana sintiéndote de buen
humor».

A finales de agosto, viajé a Atlanta para
entregar la Medalla de la Libertad al presidente y a la
señora Carter por la extraordinaria labor que
habían desarrollado como ciudadanos normales desde que
dejaron la Casa Blanca. Un par de días más tarde,
en una ceremonia en la Casa Blanca, concedí el
galardón a otros distinguidos norteamericanos, entre ellos
al presidente Ford y a Lloyd Bentsen. Los otros premiados eran
activistas en defensa de la democracia, los derechos civiles,
sindicalistas y defensores del medio ambiente. Todos eran menos
conocidos que Ford y Bentsen, pero cada uno de ellos había
realizado una aportación única y duradera a Estados
Unidos.

Me dediqué a hacer un poco de campaña;
viajé a Arkansas para reunirme con los granjeros locales y
los líderes negros de todo el Sur; también
asistí a un acto de recaudación de fondos donde
había mucha gente que había colaborado en mis
anteriores campañas. También hablé y
toqué el saxo en un acto organizado para Hillary en
Martha's Vineydard, y la acompañé a los actos de
Nueva York, incluida una parada en la feria estatal de Syracuse,
donde me encontré muy cómodo entre los granjeros.
Disfruté mucho haciendo campaña tanto para Hillary
como para Al, pues tras una vida de recibir la ayuda de los
demás, podía poner fin a mi vida política de
la forma como había empezado, haciendo campaña por
la gente en la que creía.

A principios de septiembre, Henry Cisneros finalmente
resolvió su caso con el fiscal independiente David
Barrett, que, increíblemente, le había acusado de
dieciocho cargos por subestimar sus gastos personales ante el FBI
durante una entrevista en 1993. El día antes de que
empezara su juicio, Barrett, que sabía que no podía
ganar, ofreció un trato a Cisneros: que se declarara
culpable de un delito menor y pagara una multa de 10.000
dólares y no iría a la cárcel. Henry lo
aceptó, para evitar los enormes gastos legales que
supondría un juicio largo. Barrett se había gastado
más de 9 millones de dólares de los contribuyentes
para atormentar a un buen hombre durante cuatro años.
Apenas unas semanas atrás, la ley del fiscal independiente
había expirado.

La mayor parte de la actividad del mes de septiembre se
centró en la política exterior. A principios de
mes, Madeleine Albright y Dennis Ross fueron a Gaza para apoyar a
Ehud Barak y Yasser Arafat en sus negociaciones respecto a los
pasos necesarios para implementar los acuerdos de Wye. Se
aprobó un puerto para los palestinos, una carretera que
conectara Gaza y Cisjordania, la entrega del 11 por ciento del
territorio de Cisjordania y la liberación de 350
prisioneros. Albright y Ross viajaron luego a Damasco para
exhortar al presidente Assad a que respondiera al deseo de Barak
de mantener pronto conversaciones de paz con
él.

El día 9, realicé mi primer viaje a Nueva
Zelanda, con motivo de la cumbre de la Organización de
Cooperación Económica AsiaPacífico (APEC).
Chelsea vino conmigo; Hillary se quedó en casa para hacer
campaña. La gran noticia de la cumbre estuvo relacionada
con Indonesia y el apoyo que su ejército había dado
a la violenta supresión del movimiento en pro de la
independencia de Timor del Este, una zona con un largo historial
de conflictos, en un enclave católico romano situado en el
país con el mayor número de musulmanes del mundo.
Gran parte de los líderes de la APEC estaban a favor de
emprender una misión de paz internacional para Timor del
Este, y el primer ministro australiano, John Howard, estaba
dispuesto a encabezar la propuesta. Al principio los indonesios
se oponían, pero pronto se vieron obligados a ceder. Se
formó una coalición internacional para enviar
tropas a Timor del Este, dirigidas por Australia, y me
comprometí con el primer ministro Howard a enviar unos
doscientos soldados norteamericanos para proporcionar el apoyo
logístico que nuestros aliados necesitaban.

También me reuní con el presidente Jiang
para comentar temas relativos a la OMC, y mantuve negociaciones a
dos bandas con Kim Dae Jung y Keizo Obuchi para reafirmar nuestra
postura común sobre Corea del Norte. También me
reuní por primera vez con el nuevo primer ministro de
Boris Yeltsin y su sucesor declarado, Vladimir Putin, que
contrastaba notablemente con Yeltsin. Este era ancho y fornido,
mientras que Putin era más compacto y estaba muy en forma,
pues había practicado artes marciales durante años.
Yeltsin era voluble; el ex agente de la KGB era comedido y muy
preciso. Salí de la reunión convencido de que
Yeltsin había elegido a un sucesor que poseía la
habilidad y las capacidades necesarias para desarrollar el duro
trabajo que comportaba gestionar la turbulenta vida
política y económica de Rusia mejor de lo que ahora
podía hacer el propio Yeltsin, dados sus problemas de
salud. Putin también era suficientemente duro para
defender los intereses de Rusia y proteger el legado de
Yeltsin.

Antes de dejar Nueva Zelanda, Chelsea y mi equipo nos
tomamos un tiempo para disfrutar de ese bello país. La
primera ministra, Jenny Shipley, y su marido, Burton, fueron
nuestros anfitriones en Queenstown, donde jugué al golf
con Burton; Chelsea, por su parte, se dedicó a explorar
las cuevas con los chicos de los Shipley, y algunos miembros de
mi equipo se fueron a hacer «puenting». Gene
Sperling trató de convencerme para que lo intentara, pero
le dije que ya había vivido todas las caídas libres
que podía soportar.

Nuestra última parada fue el Centro Internacional
Antártico, en Christchurch, la estación de
lanzamiento de nuestras operaciones en la Antártida. En el
centro había un enorme módulo de entrenamiento al
que se había dotado de la temperatura y el entorno de la
Antártida. Fui allí para poner de relieve el
problema del calentamiento global. La Antártida es la gran
torre de refrigeración de nuestro planeta; el grosor del
hielo es de más de tres mil metros. Un enorme pedazo del
hielo de la Antártida, aproximadamente del tamaño
de Rhode Island, se había desprendido recientemente a
causa del deshielo. Decidí difundir fotografias por
satélite del continente, que anteriormente eran
confidenciales, para ayudar a estudiar los cambios que se estaban
produciendo. Lo más emocionante del acontecimiento para
Chelsea y para mí fue la presencia de Sir Edmund Hillary,
que había explorado el Polo Sur en los años
cincuenta, había sido el primer hombre en alcanzar la cima
del Everest. Nos hacía recordar a otra Hillary, con quien
Chelsea y yo amábamos y quien estuvo trabajando en la
campaña de ella en casa.

Poco después de regresar a Estados Unidos, fui a
Nueva York para inaugurar la última Asamblea General de
Naciones Unidas del siglo xx e instar a los delegados a que
adoptaran tres resoluciones: luchar más contra la pobreza
y humanizar la economía global; aumentar nuestros
esfuerzos para prevenir, o poner fin con mayor rapidez, a la
matanza de inocentes en los conflictos tribales, raciales,
religiosos o étnicos e intensificar la prevención
del uso de armas nucleares, químicas o biológicas
por parte de naciones irresponsables o de grupos
terroristas.

A finales de mes, volví a los asuntos internos y
veté la última rebaja fiscal republicana porque era
«demasiado amplia e hinchada», y representaba una
carga excesiva para la economía de Estados Unidos.
Según la reglamentación presupuestaria, la ley
habría comportado grandes recortes en educación,
sanidad y protección medioambiental. Nos habría
impedido prolongar más tiempo los fondos de
financiación de la Seguridad Social y de Medicare, y
tampoco podríamos añadir una muy necesaria
cobertura de prescripción de medicamentos con
Medicare.

Ese año esperábamos un superávit de
unos cien mil millones de dólares, pero la propuesta de
rebaja fiscal del GOP nos costaría casi un billón
de dólares en una década. La justificación
de los republicanos se basaba en la estimación del
superávit. Sobre esta cuestión yo era mucho
más conservador que ellos, pues si las proyecciones eran
erróneas, volveríamos a tener déficit, y con
él llegaría el aumento de los tipos de
interés y un menor crecimiento. Durante los cinco
años anteriores, las estimaciones de la Oficina
Presupuestaria del Congreso se habían equivocado una media
del 13 por ciento anual, aunque las de nuestra
administración habían acertado más. En
definitiva, se trataba de un riesgo irresponsable. Pedí a
los republicanos que colaboraran con la Casa Blanca y con los
demócratas con el mismo espíritu que había
dado sus frutos en la ley bipartita de reforma de la asistencia
social en 1996 y la Ley del Equilibrio Presupuestario en
1997.

El 24 de septiembre, Hillary y yo fuimos los anfitriones
de una celebración en el edificio del Old Executive para
conmemorar el éxito de los esfuerzos bipartitos para
aumentar las adopciones de niños de nuestro sistema de
orfanatos; lo habían hecho casi un 30 por ciento en los
dos años que habían pasado desde que aprobamos la
legislación. Reconocí la esencial
contribución de Hillary, que había estado
trabajando en ese tema durante más de veinte años,
y también mencioné al que era el impulsor
quizá más ardiente de las refomas en la
Cámara, Tom DeLay, cuyos hijos eran adoptados.

Me habría gustado que hubiera habido más
momentos como aquel, pero, aparte de esa única
excepción, DeLay no creía en confraternizar con el
enemigo.

Las posiciones partidistas volvieron a principios de
octubre, cuando el Senado rechazó en una votación,
en una muestra de disciplina de partido, mi nominación del
juez Ronnie White a la judicatura de distrito federal. White era
el primer afroamericano al que se había nombrado para el
tribunal supremo de Missouri y era un juez muy respetado. Fue
derrotado después de que el senador conservador de
Missouri, John Ashcroft, que se enfrentaba a una dura
reelección contra el gobernador Mel Carnahan,
distorsionara gravemente la trayectoria de votaciones sobre la
pena de muerte que había realizado White. Este
había votado a favor de mantener la sentencia de pena de
muerte en el 70 por ciento de los casos que se presentaban en su
tribunal. En más de la mitad de los que había
votado para revocar, formaba parte de una sentencia
unánime de los tribunales supremos estatales. Ashcroft
logró que sus colegas republicanos se apuntaran a la
campaña de difamación porque pensaban que le
ayudaría y que perjudicaría al defensor de White,
el gobernador Carnahan, respecto a los votantes que estaban a
favor de la sentencia de muerte en Missouri.

Ashcroft no era el único que politizaba
totalmente el proceso de confirmación. En aquel momento,
el senador Jesse Helms ya llevaba años negándose a
permitir que el Senado votara a favor de un juez negro para el
cuarto circuito de la Corte de Apelación, aun cuando
jamás había habido un afroamericano en la corte.
¡Y los republicanos se preguntaban por qué los
afroamericanos no les votaban!

Nuestras diferencias entre los partidos se
extendían incluso al tratado de prohibición de
pruebas nucleares, que, desde Eisenhower, todos los presidentes
republicanos y demócratas habían apoyado. La Junta
de Jefes del Estado Mayor también lo defendía y
nuestros expertos nucleares decían que no hacía
falta hacer pruebas para garantizar la fiabilidad de nuestro
armamento. Pero no teníamos los votos de los dos tercios
de los senadores necesarios para ratificar el tratado; Trent Lott
intentó que le prometiera que no volvería a sacarlo
durante el resto de mi mandato. Yo no podía entender si
los senadores republicanos habían escorado realmente tan a
la derecha de la posición tradicional de su propio partido
o si simplemente se negaban a entregarme otra victoria. Sea como
fuere, su negativa a ratificar el tratado de prohibición
de pruebas debilitó la capacidad de Estados Unidos para
exigir a otras naciones, y argumentarlo, que no se desarrollaran
armas o realizaran pruebas nucleares.

Seguí participando en actos de campaña
para Al Gore y los demócratas. Dos de ellos fueron con
activistas gays, que nos apoyaban muchísimo a Al y a
mí a causa del importante número de gays y
lesbianas declarados que trabajaban en la administración.
Otro motivo de su apoyo era la firmeza con la que habíamos
impulsado la Ley de No Discriminación del Empleo y la ley
contra los crímenes por odio, que convirtió en
delito federal los delitos cometidos por motivos de raza,
discapacidad u orientación sexual. También iba a
Nueva York siempre que podía para apoyar a Hillary. Su
oponente más probable era el alcalde de Nueva York, Rudy
Giuliani, un hombre combativo y polémico, pero mucho menos
conservador que los republicanos nacionales. Yo había
mantenido una relación cordial con él, en gran
parte debido a nuestra complicidad acerca del programa COPS y las
medidas de seguridad sobre la posesión de
armas.

George W. Bush parecía bien posicionado para
hacerse con la nominación republicana, pues algunos de sus
contendientes abandonaron la carrera; el único que quedaba
con posibilidades de deternerle era el senador John McCain. La
campaña de Bush me impresionó desde que le vi
articular por primera vez su lema de «conservadorismo
compasivo» en una granja en Iowa. Pensaba que era una
formulación brillante; prácticamente era el
único argumento que tenía para convencer a los
electores indecisos de que le entregaran su voto frente a una
administración cuya gestión recibía
índices de aprobación del 65 por ciento. Tampoco
podía negar que habíamos creado 19 millones de
nuevos empleos, que la economía seguía creciendo y
que el índice de criminalidad había bajado por
séptimo año consecutivo. En lugar de eso, sus
mensajes de conservadorismo compasivo, orientados a los votantes
indecisos, decían: «Les daré las mismas
condiciones que ahora, con menos gobierno y más rebajas
fiscales. ¿Acaso no les gustaría eso?». En la
mayoría de temas, Bush estaba alineado con los
republicanos conservadores del Congreso, aunque había
criticado su presupuesto porque era demasiado severo con los
pobres, pues aumentaba los impuestos para las rentas inferiores,
reducía la rebaja fiscal del impuesto sobre la renta y
además reducía también paralelamente los
impuestos de los ciudadanos más ricos.

Aunque Bush era un político notable, yo
aún pensaba que Al Gore ganaría, a pesar de que
anteriormente solo dos vicepresidentes —Martin Van Buren y
George H. W. Bush— habían sido elegidos directamente
desde sus cargos; lo creía porque el país estaba
pasando por una buena etapa y nuestra administración
contaba con amplio apoyo. Todos los vicepresidentes que se
presentan candidatos a la presidencia se enfrentan a dos
problemas: la mayoría de la gente no sabe la labor que han
desarrollado, por lo que no reconoce los méritos y logros
de la administración, y suelen ser tipificados como el
número dos. Yo hice todo lo posible para evitar que Al
tuviera esos problemas; le encomendé varias misiones de
relevancia pública y me aseguré de que recibiera el
reconocimiento que se le debía por su valiosa
contribución a nuestros éxitos. Sin embargo, pese a
que había sido indiscutiblemente el vicepresidente
más activo e influyente de la historia, aún
existía una distancia entre la percepción y la
realidad.

El mayor reto de Al era demostrar su independencia y al
mismo tiempo capitalizar los beneficios de nuestra trayectoria
gubernamental. El ya había dicho que no estaba de acuerdo
con mi mala conducta personal, pero que estaba orgulloso de lo
que habíamos logrado para el pueblo norteamericano. Ahora,
yo creía que debía decir que, sin que importara
quién fuera el siguiente presidente, el cambio era
inevitable. La pregunta para los votantes era si íbamos a
seguir cambiando por el buen camino o si realizaríamos un
giro radical de vuelta hacia las políticas equivocadas del
pasado. El gobernador Bush estaba claramente defendiendo el
regreso a la economía de cascada. Lo habíamos
intentado durante doce años con ese enfoque, y a nuestra
manera durante siete. Nuestro sistema funcionaba mejor, y
teníamos pruebas de ello.

La campaña le dio a Al la oportunidad de recordar
a los votantes que yo me iba, pero que los republicanos que
habían impulsado el impeachment y apoyado a Starr
se quedaban. Estados Unidos necesitaba a un presidente que
supiera frenarles para que jamás volvieran a abusar de su
poder de ese modo, o para lograr la aprobación de las
duras políticas que yo había conseguido detener
durante las batallas presupuestarias, y que motivaron el cierre
de las oficinas del gobierno. Había sobradas pruebas, de
hacía menos de un año, de que si los votantes
veían las elecciones como una opción para el
futuro, y se les recordaba la trayectoria de los republicanos, la
ventaja se decantaría marcadamente hacia los
demócratas.

Cuando algunos miembros de la prensa empezaron a
plantear la posibilidad de que yo pudiera costarle a Al las
elecciones, mantuve una divertida conversación
telefónica con él acerca de eso. Dije que yo solo
quería que ganara y que si pensaba que podía
ayudar, me iría a la puerta de la sede del Washington Post
y dejaría que me azotara con un látigo de siete
colas. Sin inmutarse, me soltó: «Quizá
deberíamos hacer una encuesta al respecto». Me
eché a reír y le dije: «Y hay que ver si
funciona mejor con o sin camisa».

El 12 de octubre, el primer ministro de Pakistán,
Nawaz Sharif, fue derrocado por un golpe militar encabezado por
el general Musharraf, que había llevado al ejército
paquistaní más allá de la Línea de
Control de Cachemira. A mí me preocupaba el perjuicio para
la democracia que esto implicaba, y exhorté a que se
restaurara la legislación civil tan pronto como fuera
posible. La supremacía de Musharraf tuvo una consecuencia
inmediata: el programa para enviar comandos paquistaníes a
Afganistán con objeto de apresar o eliminar a Osama bin
Laden se canceló.

A mediados de mes, Ken Starr anunció su
dimisión. El tribunal del juez Sentelle le
sustituyó con Robert Ray, que había pertenecido al
equipo de Starr y anteriormente trabajó para Donald Smaltz
durante el fallido intento de condenar a Mike Espy. Casi hacia el
final de mi mandato, Ray también quiso su pedazo de
pastel: un comunicado por escrito en el que yo admitiera que
había prestado falso testimonlo en mi declaración,
y que aceptase una suspensión temporal de mi licencia para
ejercer la abogacía a cambio de que Ray cerrara la
investigación del fiscal independiente. Yo dudaba de que
realmente me acusara, teniendo en cuenta que un grupo bipartito
de fiscales había testificado en las sesiones del
impeachment que ningún fiscal responsable
haría tal cosa. Aunque estaba dispuesto a seguir con mi
vida y no quería complicar la nueva carrera
política de Hillary, no podía aceptar tener que
declarar que había prestado falso testimonio
intencionalmente, porque no creía haber actuado
así. Después de releer cuidadosamente mi
declaración y ver que había un par de respuestas
que no eran exactas, le entregué a Ray una
declaración en la que afirmaba que, pese a que
había intentado testificar legalmente, algunas de mis
respuestas no se ajustaban a la verdad. El aceptó esa
declaración. Después de casi seis años y 70
millones de dólares de los contribuyentes, Whitewater
había acabado.

No todos querían un pedazo de pastel. A mitad de
mes, invité a mis ex compañeros del instituto a la
Casa Blanca para celebrar nuestra reunión número
treinta y cinco, tal como había hecho cinco años
antes, para el treinta aniversario. Yo había disfrutado
mucho durante mis años de instituto, y siempre que
veía de nuevo a mis compañeros me lo pasaba bien.
En esta ocasión, algunos me dijeron que su vida
había mejorado mucho durante los últimos siete
años. El hijo de uno de ellos me confesó que
pensaba que yo había sido un buen presidente, pero
«jamás me sentí tan orgulloso de usted como
cuando se enfrentó a todo el proceso del
impeachment». A menudo me han dicho lo mismo
personas que se sentían indefensas frente a sus propios
errores e infortunios. De algún modo, que yo hubiera
seguido adelante les conmovió profundamente, pues era
precisamente lo que ellos habían tenido que
hacer.

A finales de mes, una maniobra obstruccionista del
Senado impidió nuevamente que se aprobara la reforma de la
financiación de las campañas; celebramos el quinto
aniversario de AmeriCorps, donde habían servido ya 150.000
norteamericanos; Hillary y yo organizamos una Conferencia sobre
Filantropía en la Casa Blanca con la esperanza de aumentar
el número y el impacto de las donaciones caritativas y
celebramos su cumpleaños con un acto de «Broadway
para Hillary» que recordaba el apoyo que las estrellas de
Broadway me habían ofrecido en 1992.

Empecé noviembre desplazándome a Oslo,
donde se habían iniciado las negociaciones entre
israelíes y palestinos, para conmemorar el cuarto
aniversario del asesinato de Yitzhak Rabin, honrar su memoria y
sumarme a las partes para volver a dedicarnos enteramente al
proceso de paz. El primer ministro noruego, Kjell Bondevik,
había pensado que un acto en Oslo quizá
podría hacer que las conversaciones avanzaran. Nuestro
embajador, David Hermelin, un hombre indomable de origen
noruegojudío, trataba de hacer su parte sirviendo perritos
calientes kosher tanto a Barak como a Arafat. Shimon Peres y Leah
Rabin también estaban allí. Las negociaciones
tuvieron el efecto deseado, aunque yo estaba convencido de que
tanto Barak como Arafat querían completar de una vez el
proceso de paz, y que así lo harían en el
año 2000.

Por esa época algunos miembros de la prensa
empezaron a hacerme preguntas sobre mi legado.
¿Sería recordado por haber traído la
prosperidad? ¿Por mis iniciativas a favor de la paz?
Traté de formular una respuesta que no solo recogiera los
éxitos concretos, sino también el sentido de
posibilidades y de comunidad que yo quería que Estados
Unidos encarnara. Sin embargo, lo cierto era que no tenía
tiempo de pensar en eso. Quería seguir adelante, avanzar
hasta el último día. El legado ya cuidaría
de sí mismo, probablemente mucho tiempo después de
mi muerte.

El 4 de noviembre, volví a irme de viaje para el
proyecto Nuevos Mercados, esta vez a Newark, Hartford y
Hermitage, Arkansas, el pequeño pueblecito donde yo
había ayudado a que se construyeran alojamientos para los
inmigrantes que iban allí a recoger el tomate a finales de
los setenta. El recorrido terminó en Chicago con Jesse
Jackson y el portavoz Hastert, que habían decidido apoyar
la iniciativa. Jesse tenía un aspecto espléndido
con un elegante traje de pinzas, y le tomé el pelo porque
se había vestido «como un republicano», para
el portavoz. Me animó el apoyo de Hastert y confié
en que durante el año siguiente lograríamos aprobar
la legislación.

Durante la segunda semana del mes, me uní a Al
From en la primera sesión popular presidencial por
internet. Desde que me convertí en presidente, el
número de páginas web había crecido de 50
sitios a 9 millones, y se añadían nuevas
páginas a un ritmo de 100.000 a la hora. Los programas de
reconocimiento de la voz que tecleaban automáticamente mis
respuestas son algo corriente hoy en día, pero entonces
eran muy novedosos. Dos personas me preguntaron qué
pensaba hacer después de dejar la Casa Blanca. Aún
no lo había decidido, pero había empezado a hacer
planes para mi biblioteca presidencial.

Había reflexionado mucho acerca de la biblioteca
y sus contenidos durante mis años como presidente. Cada
presidente debe recaudar todos los fondos necesarios para
construir su propia biblioteca, además de realizar una
donación para la conservación de las instalaciones.
Entonces, Archivos Nacionales dota a la biblioteca del personal
necesario para organizar y cuidar el contenido. Yo había
estudiado la obra de diversos arquitectos y había visitado
muchas de las bibliotecas presidenciales que ya existían.
La abrumadora mayoría de gente que las visitaba lo
hacía para ver las exposiciones, pero el edificio debe
construirse de forma que los archivos puedan conservarse
debidamente. Yo quería que el espacio de exposición
fuera abierto, hermoso y lleno de luz, y que el material se
presentara de manera que demostrara el avance de Estados Unidos
hacia el siglo xxi.

Me decanté por el estudio del arquitecto Jim
Polshek, en gran parte a causa de su trabajo en el Centro Rose
para la Tierra y el Espacio en Nueva York, una enorme estructura
de acero y vidrio con un inmenso globo en su interior.
Pedí a Ralph Applebaum que se ocupara de las exposiciones,
porque pensaba que su trabajo para el Museo del Holocausto en
Washington era de lo mejor que jamás había visto.
Empecé a colaborar con ambos. Antes de que terminara la
obra, Polshek me dijo que era el peor cliente que había
tenido en toda su carrera: si venía a verme después
de una pausa de seis meses y había aunque solo fuera un
ligero cambio en los bocetos, yo me daba cuenta y le preguntaba
el motivo.

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