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Análisis del libro "MI vida (parte II)" de Williams Bill Clinton (página 19)



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Yo quería que la biblioteca estuviera situada en
Little Rock, porque sentía que se lo debía a mi
estado natal y porque pensaba que la biblioteca debía
estar en el corazón de Estados Unidos, en un lugar donde
la gente que no viajaba a Washington ni a Nueva York pudiera
tener acceso a ella. La ciudad de Little Rock, por iniciativa del
alcalde Jim Daley y del miembro de la junta ciudadana el doctor
Dean Kumpuris, había ofrecido unas 11 hectáreas de
terreno a lo largo del río Arkansas, en la parte antigua
del pueblo, que se estaba revitalizando y no se encontraba lejos
del Old State Capitol, el escenario de muchos hechos importantes
de mi vida.

Aparte de la biblioteca, yo sabía que
quería escribir un libro sobre mi vida y la presidencia, y
que tendría que trabajar mucho durante tres o cuatro
años para pagar las facturas de abogados, comprar nuestro
hogar —dos hogares, si Hillary ganaba la carrera al
Senado— y ahorrar algo de dinero para ella y para Chelsea.
Luego quería dedicar el resto de mi vida al servicio
público. Jimmy Carter había realizado una labor de
enorme relevancia durante los años posteriores a la
presidencia, y yo pensaba que podía hacer lo
mismo.

A mediados de mes, el día en que me fui para un
viaje de diez días por Turquía, Grecia, Italia,
Bulgaria y Kosovo, saludé con satisfacción el
anuncio de Kofi Annan de que el presidente Glafcos Clerides, de
Chipre, y el líder turcochipriota Rauf Denktash
empezarían unas «conversaciones de proximidad»
en Nueva York a principios de diciembre. Chipre había
obtenido la independencia del Reino Unido en 1960. En 1974, el
presidente de Chipre, el arzobispo Makarios, fue derrocado por un
golpe orquestado por un régimen militar griego. En
respuesta, el ejército turco envió tropas a la isla
para proteger a los turcos chipriotas, dividió el
país y creó un enclave turco independiente de facto
en el norte.

Muchos griegos de la zona norte de Chipre abandonaron
sus hogares y se trasladaron al sur. La isla vivía
dividida desde entonces, y las tensiones seguían siendo
muy fuertes entre Turquía y Grecia; este país
quería poner fin a la presencia militar turca en Chipre y
hallar una solución que al menos dejara abierta para los
ciudadanos griegos la posibilidad de regresar al norte. Yo
había tratado de resolver el problema durante años,
y esperaba que el esfuerzo del secretario general tuviera
éxito. No fue así; cuando dejé la
presidencia, seguía decepcionado de que Chipre siguiera
siendo un obstáculo para la reconciliación entre
Grecia y Turquía, y para que esta última fuera
plenamente aceptada por Europa.

También logramos alcanzar un acuerdo con los
líderes republicanos sobre tres de mis prioritarios
objetivos en el presupuesto: financiar la contratación de
100.000 nuevos maestros, doblar el número de alumnos que
asistiera a los programas extraescolares y, por fin, pagar
nuestra deuda económica con Naciones Unidas. De
algún modo, Madeleine Albright y Dick Holbrooke
habían podido cerrar un trato con Jesse Helms y otros
escépticos acerca de Naciones Unidas. A Dick le
llevó más trabajo hacer que pagáramos lo que
debíamos que lograr la paz en Bosnia, pero estoy
prácticamente seguro de que ninguna otra persona hubiera
sido capaz de hacerlo.

Hillary, Chelsea y yo llegamos a Turquía para una
visita de cinco días, una estancia inusualmente larga. Yo
quería dar mi apoyo a los turcos, que acababan de sufrir
el devastador impacto de dos terribles terremotos, y animarles a
seguir colaborando con Estados Unidos y Europa. Turquía
era un aliado de la OTAN, y esperaba ser admitido en la
Unión Europea, algo que yo había estado impulsando
durante años. Era uno de esos pocos países cuyo
desarrollo futuro tendría un enorme impacto en el mundo
del siglo xxi. Si se podía resolver el problema chipriota
con Grecia, obtener un espacio para la minoría kurda,
intranquila y a menudo reprimida, y conservar su identidad como
una democracia musulmana secular, Turquía podría
ser la puerta de entrada de Occidente a un nuevo Oriente
Próximo. Si la paz en el Oriente Próximo se
convertía en una creciente oleada de extremismo
islámico, una Turquía estable y democrática
podía actuar de baluarte e impedir su propagación
por Europa.

Me alegró ver al presidente Demirel de nuevo. Era
un hombre de miras abiertas que quería que Turquía
fuera un puente entre el Este y el Oeste. Hablé de mi
visión al primer ministro, Bülent Ecevit, y
también ante la Gran Asamblea Nacional turca; les
exhorté a rechazar el aislacionismo y el nacionalismo para
solucionar sus problemas con los kurdos y con Grecia y avanzar
hacia la integración en la Unión
Europea.

Al día siguiente, expliqué los mismos
argumentos a los principales empresarios norteamericanos y turcos
en Estambul, después de una parada en un campamento cerca
de Izmit, para conocer a las víctimas del terremoto.
Visitamos a algunas familias que lo habían perdido todo, y
agradecí la ayuda de todas las naciones que habían
prestado asistencia a las víctimas, incluida Grecia. Poco
después de los terremotos en Turquía, Grecia
también sufrió su propio terremoto; los turcos les
devolvieron el favor. Si los desastres naturales podían
acercarles, tenían que ser capaces de seguir colaborando
cuando la tierra dejara de temblar.

Los turcos definieron todo mi viaje por mi visita a las
víctimas del terremoto. Cuando sostuve a un niño
pequeño entre mis brazos, él estiró la mano
y me agarró la nariz, igual que solía hacerlo
Chelsea cuando era bebé. Un fotógrafo logró
captar aquella imagen, que se publicó en todos los
periódicos turcos al día siguiente. Uno de los
titulares decía: «¡Es
turco!».

Después de visitar con mi familia las ruinas de
Efesos, donde se encuentra una de las mayores bibliotecas del
mundo romano y un anfiteatro abierto donde predicó San
Pablo, participé en la conferencia de las cincuenta y
cuatro naciones que componen la Organización para la
Seguridad y la Cooperación en Europa. La OSCE se
fundó en 1973 para defender la democracia, los derechos
humanos y la legislación internacional. Nosotros
estábamos allí para apoyar el Pacto de la
Estabilidad para los Balcanes y la resolución de la crisis
permanente en Chechenia que pusiera fin al terrorismo contra
Rusia y al uso excesivo de la fuerza contra los chechenos no
combatientes. También firmé un acuerdo con los
líderes del Kazajstán, Turkmenistán,
Azerbayán y Georgia, en el que Estados Unidos se
comprometía a apoyar la construcción de dos
oleoductos que transportaran petróleo desde el mar Caspio
hasta Occidente sin pasar por Irán. En función del
futuro que Irán eligiera para sí, el acuerdo del
oleoducto podía tener una enorme importancia para la
estabilidad futura de los países productores y compradores
de petróleo.

Estambul y su rica historia como capital del Imperio
Otomano y del Imperio Romano del Este me fascinaron. En otro
intento por impulsar la reconciliación, visité al
patriarca ecuménico de todas las iglesias ortodoxas,
Bartolomé de Constantinopla, y pedí a los turcos
que reabrieran las puertas del monasterio ortodoxo de Estambul.
El patriarca me regaló un bellísimo pergamino con
uno de mis pasajes favoritos de las Escrituras, como él ya
sabía, del capítulo once de la Epístola a
los hebreos. Empieza diciendo: «La fe es la garantía
de lo que se espera y la prueba de las realidades que no se
ven».

Mientras me encontraba en Turquía, la Casa Blanca
y el Congreso llegaron a un acuerdo presupuestario que,
además de mis anteriores iniciativas para la
educación, aportaban más financiación para
la policía, la iniciativa del Legado Territorial, nuestros
acuerdos de Wye y la nueva propuesta para condonar parcialmente
la deuda de los países en vías de desarrollo. Los
republicanos también aceptaron abandonar sus
recomendaciones más perjudiciales para el medio ambiente a
cambio de que se aprobaran las leyes presupuestarias.

También llegaron buenas noticias de Irlanda del
Norte, donde George Mitchell había alcanzado un acuerdo
con las partes para proceder simultáneamente a la
formación de un nuevo gobierno y a la deposición de
las armas, con el apoyo de Tony Blair y Bertie Ahern. Bertie
estaba conmigo en Turquía cuando nos enteramos.

En Atenas, después de una emocionante visita a
primera hora de la mañana por la Acrópolis con
Chelsea, deploré públicamente el apoyo de Estados
Unidos al régimen represivo y antidemocrático que
se hizo con el control en Grecia en 1967 y reafirmé mi
compromiso para encontrar una solución justa para el
problema de Chipre, como condición para que Turquía
entrara en la Unión Europea. También
agradecí al primer ministro Costas Simitis que
permaneciera al lado de los aliados en Kosovo. Dado que griegos y
serbios compartían la fe ortodoxa, no le había
resultado nada fácil. Me fui del encuentro animado porque
el primer ministro se mostraba abierto a la reconciliación
con Turquía y a su entrada en a la Unión Europea,
previa resolución del conflicto chipriota. En parte, se
debía a que los dos ministros de Asuntos Exteriores de
ambos países, George Papandreou e Ismael Cem, eran
líderes jóvenes, miraban hacia el futuro y
querían cooperar con miras a construir una relación
común: el único camino que tenía
sentido.

Desde Grecia volé a Florencia, donde el primer
ministro D'Alema fue el anfitrión de otra de nuestras
conferencias sobre el Tercer Mundo. Esta tuvo un sabor
inequívocamente italiano, pues Andrea Bocelli cantó
durante la cena y el actor Roberto Benigni, ganador de un Oscar,
nos hizo reír todo el rato. El y D'Alema hacían una
buena pareja: los dos eran hombres esbeltos, intensos y
apasionados que siempre encontraban un motivo para reír.
Cuando conocí a Benigni, dijo: «Le amo», y me
dio un abrazo. Pensé que quizá tendría que
pensar en presentarme a la presidencia de Italia: es un
país que siempre me ha gustado mucho.

Fue con diferencia nuestra reunión Tercera
Vía más fructífera. Tony Blair; el
presidente de la Unión Europea, Romano Prodi; Gerhard
Schroeder; Fernando Henrique Cardoso y el primer ministro
francés, Lionel Jospin, estaban allí para articular
un consenso progresivo en las políticas interiores y
exteriores del siglo xxi, y para acordar reformas del sistema
financiero internacional que minimizaran las crisis financieras e
intensificaran nuestros esfuerzos por repartir los beneficios de
la globalización, y reducir sus cargas.

El día 22, Chelsea y yo volamos a Bulgaria, en lo
que fue la primera visita de un presidente norteamericano a dicho
territorio. En un discurso ante más de treinta mil
personas, a la sombra de la Catedral Alexander Nevsky,
brillantemente iluminada, prometí la ayuda de Estados
Unidos para conservar su libertad tan duramente obtenida,
así como para conseguir sus aspiraciones económicas
y la voluntad de unirse a la OTAN.

Mi última parada antes de regresar a Estados
Unidos para el Día de Acción de Gracias fue en
Kosovo, donde Madeleine Albright, Wes Clark y yo recibimos una
bienvenida cálida y abrumadora. Hablé con un grupo
de ciudadanos que no paraban de interrumpir mi discurso, gritando
mi nombre. No me gustó interrumpir aquel ambiente, pero
quería que escucharan mi ruego de que no se produjeran
represalias contra la minoría serbia como venganza por los
errores del pasado; expresé esta preocupación en
privado a los líderes de varias facciones políticas
de Kosovo. A última hora de ese día, fui al
campamento Bondsteel para agradecer su ayuda a las tropas y
compartir una cena temprana de Acción de Gracias con
ellos. Estaban realmente orgullosos de lo que habían
logrado, pero Chelsea tuvo más éxito entre los
jóvenes soldados que yo.

Durante nuestro viaje, envié a Charlene
Barshefsky y a Gene Sperling a China para que intentaran cerrar
el acuerdo de su entrada en la OMC. El trato debía ser lo
suficientemente bueno como para que se aprobara una
legislación que nos permitiera establecer relaciones
comerciales normales con China. La presencia de Gene
garantizaría a los chinos que yo apoyaba las
negociaciones. Fueron muy complejas hasta casi el final, cuando
por fin obtuvimos protección contra el dumping y el
aumento súbito de las importaciones, así como
acceso al mercado automovilístico, cosa que nos
granjeó el apoyo del congresista demócrata de
Michigan, Sandy Levin. Su respaldo garantizó que el
Congreso aprobara el establecimiento de relaciones comerciales
normales y, por ende, la entrada de China en la OMC. Gene y
Charlene habían hecho una labor
magnífica.

Poco después del Día de Acción de
Gracias, el Partido Unionista del Ulster de David Trimble
aprobó el nuevo acuerdo de paz, y se formó el nuevo
gobierno de Irlanda del Norte, con David Trimble de primer
ministro y Seamus Mallon, del Partido Social Demócrata de
John Hume, de adjunto al primer ministro. Martin McGuinness, del
Sinn Fein, fue nombrado Ministro de Educación, algo que
hubiera resultado impensable no mucho tiempo
atrás.

En diciembre, cuando los miembros de la
Organización Mundial del Comercio se reunieron en Seattle,
se produjeron violentas protestas por parte de las fuerzas
antiglobalización que sacudieron todo el centro de la
ciudad. Sin embargo, la mayoría de los manifestantes eran
pacíficos y sus reclamaciones eran legítimas, como
les dije a los delegados de la convención. El proceso de
la interdependencia mundial probablemente no podría
revertirse, pero la OMC tenía que ser más abierta y
más sensible respecto al comercio y a los temas del medio
ambiente. Los países ricos que se habían
beneficiado de la globalización tendrían que hacer
más para repartir esos beneficios con la otra mitad del
mundo, que seguía sobreviviendo con menos de dos
dólares al día. Después de Seattle, hubo
más manifestaciones en las reuniones económicas
internacionales. Yo estaba convencido de que seguirían
produciéndose a menos que diéramos respuesta a las
quejas y preocupaciones de los que se habían quedado
atrás y al margen.

A principios de diciembre, pude anunciar que,
después de siete años, nuestra economía
había creado más de veinte millones de puestos de
trabajo, un 80 por ciento de los cuales pertenecían a
categorías laborales en las que el sueldo estaba por
encima del salario mínimo; también teníamos
la tasa de desempleo entre afroamericanos e hispanos más
baja de la historia, y la tasa de paro de las mujeres más
bajo desde 1953, cuando el porcentaje de las que estaban
registradas en la población activa era mucho
menor.

El 6 de diciembre, recibí una visita especial:
Fred Sanger, de once años, que procedía de St.
Louis. Fred y sus padres vinieron a verme acompañados de
representantes de la fundación MakeaWish, que ayuda a que
niños gravemente enfermos puedan realizar sus
sueños. Fred sufría un problema cardíaco que
le obligaba a quedarse en casa durante largos períodos de
tiempo. Solía mirar las noticias y conocía una gran
cantidad de detalles acerca de mi trabajo. Mantuvimos una
interesante conversación y, después, seguimos en
contacto durante mucho tiempo. En mis ocho años de
mandato, la gente de MakeaWish trajo a cuarenta y
siete

niños para que me conocieran. Siempre me
alegraban el día y me recordaban por qué
quería ser presidente.

La segunda semana del mes, después de una
conversación telefónica con el presidente Assad,
anuncié que, al término de la semana, Israel y
Siria reanudarían las negociaciones en Washington, en un
lugar que aún había que decidir, con el objetivo de
alcanzar un acuerdo lo más pronto posible.

El día 9 regresé a Worcester,
Massachusetts, la ciudad que me había dado la bienvenida
durante los sombríos días de agosto de 1998, con
motivo del funeral de seis bomberos que habían muerto
mientras cumplían con su deber. La desgarradora tragedia
había movilizado a la comunidad y a todos los bomberos de
Estados Unidos. Cientos de ellos, procedentes de todo el
país y del extranjero, llenaron el centro de convenciones
de la ciudad, un conmovedor recordatorio de que la tasa de
mortalidad de los bomberos es áun más alta que la
de los agentes de la ley.

Una semana después, en el monumento a Franklin
Roosevelt, firmé la legislación que hacía
extensiva la cobertura sanitaria de Medicare y Medicaid a la
gente discapacitada de la población activa. Era el avance
legislativo más importante para la comunidad de
discapacitados desde que se aprobó la Ley de Ciudadanos
Discapacitados, y permitía que gente que de otro modo no
obtendría un seguro médico —porque
padecían SIDA, distrofia muscular, la enfermedad de
Parkinson, diabetes u otras enfermedades de similares
consecuencias— pudieran acogerse al programa Medicare. Esa
ley mejoraría la calidad de vida de innumerables personas
que ahora podrían ganar un sueldo y mejorar su vida. Era
un tributo a la ardua labor de los activistas a favor de los
derechos de los discapacitados y, especialmente, a mi amigo
Justin Dart, un republicano de Wyoming que iba en silla de ruedas
y que jamás salía sin sus botas y su sombrero de
vaquero.

Durante las navidades teníamos ganas de que
llegara la noche de Fin de Año y con ella el nuevo
milenio. Por primera vez en muchos años, nuestra familia
se perdería el fin de semana del Renacimiento; nos
quedamos en Washington para las celebraciones del milenio. Se
financiaron con dinero privado: mi amigo Terry McAuliffe
recaudó varios millones de dólares para que
pudiéramos ofrecer a los ciudadanos la oportunidad de
disfrutar de las festividades, que incluían dos
días de actividades familiares abiertas al público
en el Instituto Smithsonian y, el día 31, una fiesta para
los niños por la tarde y un concierto en el Mall,
producido por Quincy Jones y George Stevens, con grandes fuegos
artificiales. También ofrecimos una gran cena en la Casa
Blanca, en la que había gente fascinante de los
círculos civiles, militares, académicos, musicales,
artísticos y literarios; también hubo un largo
baile después de los fuegos artificiales.

Fue una velada maravillosa, pero yo estuve muy nervioso
todo el

tiempo. Nuestro equipo de seguridad había estado
en alerta máxima durante semanas, debido a numerosos
informes de inteligencia que indicaban que Estados Unidos
sería el blanco de diversos ataques terroristas.
Especialmente desde las bombas en las embajadas, en 1998, yo me
había concentrado intensamente en bin Laden y sus
seguidores de alQaeda. Habíamos descubierto algunas
células de alQaeda, capturado a agentes terroristas y
desactivado planes en contra nuestra, y seguíamos
presionando a Pakistán y a Arabia Saudí para que
nos entregaran a bin Laden. Ahora, con esta nueva advertencia,
Sandy Berger convocaba a los principales cargos de mi equipo de
seguridad nacional en la Casa Blanca prácticamente cada
mes.

Se arrestó a un hombre mientras trataba de cruzar
la frontera canadiense por el estado de Washington, llevando
materiales para fabricar una bomba. Había planeado ponerla
en el aeropuerto de Los Angeles. Se desmantelaron dos
células, una en el nordeste y otra en Canadá.
También se frustraron ataques planificados contra
Jordania. El milenio llegó a Estados Unidos con muchas
celebraciones y sin terror, algo que debe agradecerse al intenso
trabajo de miles de personas y quizá a un poco de suerte
también. Sea como fuere, cuando empezaron el nuevo
año, el nuevo siglo y el nuevo milenio, me sentí
lleno de alegría y gratitud. Nuestro país estaba en
una etapa de crecimiento y nos adentrábamos en la nueva
era en buena forma.

Cincuenta y
cuatro

Hillary y yo comenzamos el primer día del nuevo
siglo y el último año de mi presidencia con un
discurso por radio conjunto para el pueblo norteamericano, que
también fue televisado en directo. Nos habíamos
quedado de fiesta en la Casa Blanca hasta las dos y media de la
madrugada y estábamos cansados, pero aún así
teníamos muchas ganas de celebrar este día. La
noche anterior había sido testigo de una notable
celebración mundial: miles de millones de personas
habían visto por televisión cómo llegaba la
media noche primero en Asia, luego en Europa y Africa, luego en
Sudamérica y finalmente en Norteamérica. Estados
Unidos estaba entrando en un nuevo siglo de interdependencia
global con una combinación única de éxito
económico, solidaridad social y confianza en las
posibilidades de la nación. Nuestros valores de apertura,
dinamismo y democracia eran celebrados en todo el mundo. Hillary
y yo dijimos que nosotros, los norteamericanos, teníamos
que sacar el máximo provecho de esta oportunidad para
seguir mejorando nuestro propio país y para distribuir los
beneficios y compartir las cargas del mundo del siglo XXI. Eso es
lo que yo esperaba hacer durante mi último
año.

Desafiando las tendencias históricas, el
séptimo año de mi presidencia había sido un
año lleno de éxitos, porque no habíamos
dejado de trabajar en los asuntos de los ciudadanos ni durante ni
después del proceso de impeachment. Me esforcé por
llevar a la práctica el programa dibujado en el discurso
del Estado de la Unión, y me enfrentaba con los problemas
y las oportunidades conforme iban surgiendo. No hubo la
tradicional pérdida de impulso de la segunda mitad del
segundo mandato de un presidente. Y estaba decidido a hacer que
tampoco se perdiera impulso durante este último
año.

Con el año nuevo, perdí a uno de mis
viejos socios, pues Boris Yeltsin dimitió y fue sustituido
por Vladimir Putin. Yeltsin nunca había recuperado por
completo su fuerza y su resistencia tras su operación de
corazón, y creía que Putin estaba listo para
sucederle y podría trabajar tantas horas como el cargo
requería. Boris también sabía que darle al
pueblo ruso la oportunidad de ver cómo trabajaba Putin
aumentaría sus oportunidades de ganar las siguientes
elecciones. Fue un movimiento sabio y astuto, pero de todas
formas iba a echar de menos a Yeltsin. A pesar de todos sus
problemas fisicos y de su esporádica impredecibilidad,
había sido un dirigente valiente y con visión de
futuro. Confiábamos el uno en el otro y habíamos
logrado grandes cosas juntos. El día que dimitió,
hablamos por teléfono durante veinte minutos, y
comprobé que se sentía a gusto con su
decisión. Dejó el cargo de una forma tan singular
como había sido su vida y su gobierno.

El 3 de enero fui a Shepherdstown, en West Virginia,
para abrir conversaciones de paz entre Siria e Israel. Ehud Barak
había presionado mucho para que celebráramos las
conversaciones a principios de año. Comenzaba a mostrarse
impaciente en el proceso de paz con Arafat y daba muestras de no
estar seguro de que pudieran resolver sus diferencias sobre
Jerusalén. Por el contrario, me había dicho meses
atrás que estaba dispuesto a devolver los altos del
Golán a Siria mientras se dieran garantías a Israel
sobre su puesto de alerta rápida del Golán y sobre
su dependencia del lago Tiberíades, también
conocido como mar de Galilea, para un tercio de sus necesidades
de agua.

El mar de Galilea es una masa de agua muy peculiar: el
fondo es de agua salada y se alimenta por afluentes
subterráneos, mientras que la capa superior es agua dulce.
Puesto que el agua dulce es más ligera que la salada, se
debe ir con cuidado de no drenar demasiado el lago ningún
año, pues de lo contrario la capa de agua dulce se
volvería demasiado ligera y no podría mantener
debajo el agua salada. Si el agua dulce se reducía
más allá de un punto crítico, el agua salada
subiría hacia arriba y se mezclaría con ella,
eliminando una fuente de suministro de agua que era esencial para
Israel.

Antes de ser asesinado, Yitzhak Rabin se había
comprometido conmigo a retirarse del Golán a las fronteras
del 4 de junio de 1967, siempre que se solucionaran algunas
cuestiones que preocupaban a Israel. Se comprometió con la
condición de que yo guardase el trato «en el
bolsillo» hasta que pudiera presentársele
formalmente a Siria en el contexto de una solución global
del problema. Tras la muerte de Yitzhak, Shimon Peres
reafirmó el compromiso «de bolsillo» y sobre
esta base patrocinamos las conversaciones entre los sirios y los
israelíes en Wye River. Peres quería que yo firmara
un tratado de seguridad con Israel si entregaba el Golán,
una idea que luego me sugeriría también Netanyahu y
que sería luego vuelta a plantear por Barak. Les dije que
estaba dispuesto a hacerlo.

Dennis Ross y nuestro equipo hicieron progresos hasta
que Bibi Netanyahu derrotó a Peres en las elecciones
celebradas durante una erupción de atentados terroristas.
Luego las negociaciones con Siria se rompieron. Ahora Barak
quería reemprenderlas, aunque todavía no estaba
dispuesto a reafirmar las palabras exactas del compromiso del
«bolsillo» de Rabin.

Barak tenía que enfrentarse con un electorado
israelí muy diferente del que había escogido a
Rabin. Había muchos más inmigrantes, y los rusos en
particular se oponían a entregar el Golán. Natan
Sharansky, que se había convertido en un héroe en
Occidente debido a su largo cautiverio en la Unión
Soviética y que había acompañado a Netanyahu
a Wye en 1998, me explicó el porqué de la actitud
de los judíos rusos. Me dijo que habían pasado del
país más grande del mundo a uno de los más
pequeños y que no les gustaba la idea de hacer a Israel
todavía más pequeño entregando el
Golán o Cisjordania. También creían que
Siria no era ninguna amenaza para Israel. No estaban en paz, pero
tampoco en guerra. Si Siria atacaba a Israel, los
israelíes vencerían con facilidad. Entonces,
¿por qué tenían que renunciar al
Golán?

Aunque Barak no compartía su opinión,
tenía que lidiar con ella. Pero Barak deseaba la paz con
Siria y por ello confiaba en que se podrían solucionar las
diferencias que les separaban. Quería que yo iniciara las
negociaciones lo antes posible.

Al llegar enero, ya llevaba más de tres meses
trabajando con el ministro de Asuntos Exteriores de Siria, Faruk
al-Shara, y hablando por teléfono con el presidente Asad
para disponer el escenario adecuado para las conversaciones. Asad
no estaba bien de salud y quería recuperar el Golán
antes de morir, pero tenía que ir con cuidado.
Quería que su hijo Bashir le sucediera y, aparte de que
estaba personalmente convencido de que era justo que Siria
recuperase todo el territorio que ocupaba antes del 4 de junio de
1967, debía obtener un acuerdo que no fuera a costarle
luego a su hijo el apoyo de ninguna de las fuerzas vivas de
Siria.

La fragilidad de Asad y el derrame que sufrió su
Ministro de Asuntos Exteriores, Shara, en otoño de 1999
aumentaron las prisas de Barak. A petición suya,
envié a Asad una carta diciéndole que creía
que Barak estaba dispuesto a llegar a un trato si podíamos
solucionar la cuestión de la definición de la
frontera, el control del agua y el puesto de aviso rápido,
y que si llegaban a un acuerdo Estados Unidos estaría
dispuesto a establecer relaciones bilaterales con Siria, una
decisión que Barak deseaba que tomáramos. Ese era
un gran paso para nosotros, ya que en el pasado Siria
había apoyado el terrorismo. Por supuesto, Asad
debería dejar de apoyar el terrorismo si quería
establecer relaciones normales con Estados Unidos, pero si se le
devolvía el Golán ya no tendría
ningún motivo para apoyar a los terroristas de Hezbollah
que atacaban a Israel desde el Líbano.

Barak también quería la paz con el
Líbano, pues se había comprometido a retirar las
fuerzas israelíes de aquel país hacia finales de
año y un acuerdo de paz haría que Israel estuviera
más seguro frente a los ataques de Hezbollah a lo largo de
la frontera y evitaría que pareciera que Israel se
retiraba debido a los ataques. Barak sabía perfectamente
que todo acuerdo con el Líbano necesitaba del
consentimiento y la implicación de Siria.

Asad contestó un mes más tarde en una
carta en la que parecía retractarse de su postura
anterior, quizá por las incertidumbres que habían
generado en Siria sus problemas de salud y los de Shara. Sin
embargo, unas pocas semanas después, cuando Madeleine
Albright y Dennis Ross fueron a ver a Asad y Shara, que
parecían completamente recuperados, Asad les dijo que
quería continuar con las negociaciones y que estaba
dispuesto a firmar la paz porque creía que Barak iba en
serio. Incluso permitió que Shara negociara, algo que no
había hecho antes, siempre que Barak llevara personalmente
la parte israelí.

Barak aceptó encantado y quería comenzar
inmediatamente. Yo les expliqué a ambos que no
podíamos empezar durante las vacaciones de Navidad y se
mostraron de acuerdo con nuestro calendario: charlas preliminares
en Washington a mediados de diciembre, que se
reemprenderían a poco de haber comenzado el año
nuevo con mi participación, y que continuarían sin
interrupciones hasta que se llegara a un acuerdo.

Las conversaciones de Washington comenzaron de forma un
tanto incierta por unas agresivas declaraciones de Shara. Sin
embargo, en las conversaciones privadas, cuando Shara
sugirió que deberíamos empezar donde acabaron las
conversaciones en 1996, con el compromiso «de
bolsillo» de Rabin de volver a las fronteras del 4 de junio
siempre que se respetasen las necesidades de Israel, Barak
respondió que, aunque él no había
contraído ningún compromiso sobre el territorio,
«no renegamos de la historia». Los dos hombres
acordaron que yo decidiera el orden en el que los temas
–incluyendo fronteras, seguridad, agua y paz–
serían debatidos. Barak quería que las
negociaciones continuaran ininterrumpidamente; eso
requeriría que los sirios trabajaran hasta final del
Ramadán, el 7 de enero, y que no volvieran a casa para
celebrar la tradicional festividad de Aid al-Fitr al final del
período de ayuno. Shara accedió y las dos partes
regresaron a casa para prepararse.

Aunque Barak había presionado para que las
negociaciones comenzaran lo antes posible, pronto le comenzaron a
preocupar las consecuencias políticas de ceder los altos
del Golán sin haber preparado antes a la opinión
pública israelí para ello. Quería
algún tipo de cobertura, como, por ejemplo: la
reanudación de la vía libanesa de las negociaciones
de paz, con los sirios como interlocutores, aunque luego
consultasen con los libaneses; el anuncio de al menos un estado
árabe de que mejoraría sus relaciones con Israel;
garantías explícitas de seguridad por parte de
Estados Unidos y una zona de libre comercio en el Golán.
Me mostré de acuerdo en apoyar todas estas peticiones e
incluso di un paso más: llamé a Asad el 19 de
diciembre para pedirle que reanudase las negociaciones de la
cuestión libanesa al mismo tiempo que comenzaban las
conversaciones con Siria y que ayudara a recuperar los restos de
tres israelíes que todavía figuraban como
desaparecidos en combate en la guerra del Líbano, casi
veinte años atrás. Asad se mostró de acuerdo
en la segunda petición y envió un equipo de
forenses a Siria, pero desgraciadamente los restos no estaban
donde los israelíes creían que podían
encontrarse.

Sobre el primer tema, Asad respondió con
evasivas, diciendo que las conversaciones libanesas se
reanudarían una vez que se hubiera logrado algún
avance en las negociaciones con Siria.

Shepherdstown es una comunidad rural que está a
poco más de una hora de auto desde Washington; Barak
había insistido en que se escogiera un lugar aislado para
minimizar las filtraciones, y los sirios no querían ir ni
a Camp David ni a Wye River por las otras negociaciones de alto
nivel sobre Oriente Próximo que ya se habían
llevado a cabo en aquellos lugares. A mí me parecía
perfecto; las instalaciones para conferencias de Shepherdstown
eran muy cómodas y yo podía desplazarme allí
desde la Casa Blanca en unos veinte minutos en
helicóptero.

Pronto se hizo evidente que no había desacuerdos
insalvables entre las partes. Siria quería que se le
devolviera todo el Golán, pero estaba dispuesta a dejarles
a los israelíes una pequeña franja de tierra de 10
metros de anchura a lo largo de la frontera del lago; Israel
quería una franja mayor de tierra. Siria quería que
Israel se retirara en dieciocho meses; Barak quería
disponer de tres años. Israel quería quedarse en el
puesto de alerta rápida; Siria quería que el puesto
quedara bajo personal de la ONU, o quizá de Estados
Unidos. Israel quería garantías de la calidad y la
cantidad del agua que bajaría del Golán al lago;
Siria estaba de acuerdo en darlas, siempre que recibiera las
mismas garantías del agua que le llegaba desde
Turquía. Israel quería relaciones
diplomáticas completas tan pronto como comenzara la
retirada; Siria no quería llegar hasta ese punto hasta que
la retirada se hubiera completado.

Los sirios habían venido a Shepherdstown con una
mentalidad abierta y positiva, deseando llegar a un acuerdo. Por
el contrario, Barak, que era quien había presionado para
que se celebraran las negociaciones, había decidido, al
parecer a partir de unos datos que le habían proporcionado
unas encuestas, que necesitaba hacer que el proceso avanzara
lentamente durante unos días para convencer a la
opinión pública israelí de que él era
un negociador duro. Quería que yo usara mi buena
relación con Shara y Asad para mantener a los sirios
contentos mientras él decía tan poco como le era
posible durante el período de espera que él mismo
se había impuesto.

Yo estaba, por decirlo suavemente, decepcionado. Si
Barak hubiera tratado con los sirios antes, o si nos hubiera dado
algún aviso previo, puede que hubiéramos podido
controlar la situación. Quizá, como líder
democráticamente elegido, tenía que prestar
más atención a su opinión pública que
Asad, pero éste también tenía sus propios
problemas políticos y había vencido su notoria
resistencia a tener contactos a alto nivel con los
israelíes porque confiaba en mí y se había
creído las garantías que le había ofrecido
Barak.

Barak no llevaba mucho tiempo metido en política
y yo creía que le aconsejaban muy mal. En política
exterior, las encuestas a menudo no valen para nada; la gente
contrata a sus dirigentes para que ganen para ellos y son los
resultados lo que importa. Muchas de mis decisiones más
importantes de política exterior no habían sido
populares al principio. Si Barak sellaba una paz de verdad con
Siria, su prestigio en Israel y en todo el mundo
aumentaría, y mejorarían sus posibilidades de tener
éxito en las conversaciones con los palestinos. Si
fracasaba, los pocos días con resultados positivos en las
encuestas se los llevaría el viento.

Aunque lo intenté a fondo, no pude hacer cambiar
de opinión a Barak. El quería que mantuviera a
Shara a bordo mientras él esperaba, y que lo hiciera en el
aislado marco que ofrecía Shepherdstown, donde
había pocas distracciones respecto al tema que nos
ocupaba.

Madeleine Albright y Dennis Ross trataron de encontrar
formas creativas para al menos clarificar el compromiso de Barak
con el acuerdo "de bolsillo" de Rabin, entre ellas la posibilidad
de abrir un canal de comunicación secreto entre Madeleine
y Butheina Shaban, la única mujer de la delegación
siria. Butheina era una mujer elocuente e impresionante que
siempre había trabajado como la intérprete de Asad
cuando nos reuníamos. Llevaba años con Asad, y yo
estaba seguro de que estaba en Shepherdstown para que el
presidente recibiera una versión fidedigna de lo que
estaba pasando.

El viernes, quinto día, presentamos una propuesta
de acuerdo de paz con las diferencias de ambas partes entre
corchetes. Los sirios respondieron positivamente el sábado
por la noche y comenzamos las reuniones sobre temas fronterizos y
de seguridad. De nuevo, los sirios se mostraron muy flexibles en
ambas cuestiones, y dijeron que aceptarían una
modificación de la franja de tierra que bordeaba Galilea
hasta ampliarla a 50 metros, siempre que Israel aceptara las
fronteras del 4 de junio como la base de la negociación.
Todo aquello tenía algunas consecuencias prácticas;
al parecer el lago se había reducido durante los
últimos treinta años. Yo me animé ante
aquellas propuestas, pero pronto se hizo evidente que Barak no
había autorizado todavía a nadie de su equipo a
aceptar la frontera del 4 de junio, no importa lo que ofrecieran
a cambio los sirios.

El domingo, en una comida con Ehud y Nava Barak en la
granja de Madeleine Albright, Madeleine y Dennis hicieron un
último intento con Barak. Siria había demostrado
flexibilidad respecto a lo que deseaba Israel, una vez fueran
satisfechas sus necesidades; Israel no había respondido
con la misma moneda. ¿Qué hacía falta para
ello? Barak dijo que quería reanudar las negociaciones
libanesas. Y si no era posible, quería hacer un descanso
de varios días y luego regresar.

Shara no estaba de humor para oír cosas como esa.
Dijo que Shepherdstown era un fracaso, que Barak no era sincero y
que debería decirle exactamente eso al presidente Asad. En
la última cena traté de nuevo de arrancarle a Barak
algo positivo que Shara pudiera llevarse a Siria, pero se
negó a decir nada y luego me dijo en privado que yo
podía llamar a Asad una vez nos hubiéramos marchado
de Shepherdstown y decirle que aceptaríamos la frontera
del 4 de junio una vez las negociaciones libanesas se reanudaran
o estuvieran a punto de empezar. Eso quería decir que
Shara iba a volver a casa con las manos vacías de las
negociaciones que le habían hecho creer que iban a ser
decisivas, tanto que los sirios habían aceptado quedarse
durante el final del Ramadán y el Aid al-Fitr.

Para acabar de empeorar las cosas, el último
acuerdo, con los corchetes, se filtró a la prensa
israelí, mostrando las concesiones que había hecho
Siria sin obtener nada a cambio. Shara recibió unas
críticas durísimas en su país. Era una
situación embarazosa para él y para Asad. Incluso
los gobiernos autoritarios no son inmunes a la opinión
popular y a los poderosos grupos de presión.

Cuando llamé a Asad para contarle la oferta de
Barak de reconocer el compromiso de Rabin y definir la frontera
sobre la base de aquel pacto si paralelamente se iniciaban las
conversaciones sobre el Líbano, me escuchó sin
decir nada. Unos pocos días más tarde, Shara
llamó a Madeleine Albright y rechazó la oferta de
Barak, afirmando que los sirios abrirían negociaciones
sobre el Líbano solo después de que se hubiera
llegado a un acuerdo sobre la demarcación de la frontera.
Ya habían salido escaldados por ser flexibles y abiertos,
y no iban a cometer el mismo error dos veces.

Por el momento, estábamos atascados, aunque yo
creía que debíamos seguir intentándolo.
Parecía que Barak todavía quería la paz con
Siria, y era cierto que el público israelí no
estaba preparado para los compromisos que aquella paz
requería. La paz también le convenía a
Siria, y la necesitaba pronto. La salud de Asad se deterioraba, y
tenía que preparar la sucesión de su hijo. Mientras
tanto, quedaba mucho por hacer en las negociaciones con
Palestina. Le pedí a Sandy, Madeleine y Dennis que
pensaran en qué debería ser lo siguiente que
hiciéramos y concentré mi atención en otras
cosas.

El 10 de enero, después de una fiesta en la Casa
Blanca con los musulmanes para celebrar el fin del
Ramadán, Hillary y yo fuimos a la Capilla de la Academia
Naval de Estados Unidos en Annapolis, Maryland, para asistir al
funeral del ex jefe de operaciones navales Bud Zumwalt, con el
que habíamos entablado amistad en los fines de semana del
Renacimiento. Después de que yo llegara al cargo, Bud
había trabajado con nosotros para proveer ayuda a las
familias de los soldados que, como su difunto hijo, se
habían enfermado por verse expuestos al agente naranja
durante la guerra en Vietnam. También, él
había presionado al Senado para ratificar la
Convención de Armas Químicas. Su apoyo personal a
nuestra familia durante y después del proceso del
impeachment fue un generoso regalo que nunca
olvidaremos.

Mientras me vestía para el funeral, uno de mis
ayudas de cámara, Lito Bautista, un filipino-americano que
había pasado treinta años en la marina, me dijo que
le hacía feliz que yo fuera al entierro porque Bud Zumwalt
«fue el mejor que jamás tuvimos. Siempre nos
defendió».

Esa noche, volé al Gran Cañón y me
alojé en el hotel El Tovar en una habitación con un
balcón que daba justo al borde del cañón.
Casi treinta años atrás, había visto el sol
ponerse sobre el Gran Cañón; ahora quería
ver como salía, iluminando las capas multicolores de rocas
desde arriba hasta el fondo. A la mañana siguiente, tras
un amanecer tan bonito como había imaginado, Bruce Babbit,
que era mi secretario del Interior, y yo designamos tres nuevos
monumentos nacionales y ampliamos un cuarto en Arizona y
California, incluyendo unas cuatrocientas mil hectáreas
alrededor del Gran Cañón y una franja de miles de
pequeñas islas y arrecifes al descubierto a lo largo de la
costa de California.

Habían transcurrido noventa y dos años
desde que el presidente Theodore Roosevelt había hecho el
Gran Cañón monumento nacional. Bruce Babbitt, Al
Gore y yo habíamos hecho lo que habíamos podido
para permanecer fieles a la política de
conservación de Roosevelt y a su consejo de acostumbrarse
a «mirar muy hacia adelante».

El día quince conmemoré el nacimiento de
Martin Luther King Jr. en mi discurso radiofónico a la
nación del sábado por la mañana; en
él subrayé el progreso social de los afroamericanos
y los hispanos durante los últimos siete años y
señalé el lejano punto hasta el que teníamos
que llegar: aunque el desempleo y la pobreza entre las
minorías estaban en niveles mínimos
históricos, todavía estaban muy por encima de la
media nacional.

También habíamos sufrido recientemente una
avalancha de crímenes con motivaciones racistas o
étnicas: James Byrd, un hombre negro, había sido
arrastrado desde la parte trasera de una camioneta pickup y
había sido asesinado por racistas blancos en Texas; en Los
Angeles habían disparado contra una escuela judía;
habían asesinado a un estudiante coreanoamericano, a un
entrenador de baloncesto afroamericano y a un empleado de correos
filipino por causa de su raza.

Unos pocos meses antes, en una de las veladas del
milenio en la Casa Blanca, el doctor Eric Lander, director del
Centro del Instituto Whitehead para la Investigación de
Genoma en el MIT, y el ejecutivo de empresas de alta
tecnología Vinton Cerf –conocido como el
«Padre de Internet»– debatieron sobre como la
tecnología de chips digitales había hecho que el
proyecto genoma humano fuera un éxito. Lo que más
claramente recuerdo de aquella tarde es la afirmación de
Lander de que todos los seres humanos tenemos el 99,9 por ciento
de los genes idénticos. Desde que me dijo eso, pienso en
toda la sangre que se ha vertido, toda la energía que se
ha desperdiciado y toda la gente que se ha obsesionado en
mantenernos divididos por una mísera décima de un
uno porciento.

En el discurso radiofónico le volví a
pedir al Congreso que aprobara la propuesta de ley sobre los
crimenes de odio y le pedí al Senado que confirmara a un
prestigioso abogado chino-americano, Bill Lann Lee, como nuevo
asistente del fiscal general para derechos civiles. La
mayoría republicana había bloqueado su
nombramiento; parecía que tenían cierta
aversión a mis designados que no pertenecían a la
raza caucásica.

Mi principal invitada esa mañana fue Charlotte
Fillmore, una ex empleada de la Casa Blanca que había
cumplido cien años y que décadas atrás
tenía que entrar en el edificio por una puerta especial
debido a su raza. Esta vez hicimos pasar a Charlotte por la
puerta principal del Despacho Oval.

En la semana previa al discurso del Estado de la
Unión, seguí mi costumbre de hacer hincapié
en las iniciativas más importantes a las que me
referiría en el discurso. Esta vez había
incorporado dos propuestas que Hillary y Al Gore habían
defendido durante la campaña electoral: recomendé
que se permitiera a los padres de los niños susceptibles
de recibir cobertura sanitaria bajo el programa CHIP que
compraran cobertura para sí mismos, un plan que impulsaba
Al, y propuse también que los primeros diez mil
dólares de la matrícula universitaria fueran
desgravables en la declaración de renta, una idea que el
senador Chuck Schumer defendía en el Congreso y Hillary en
la campaña electoral.

Si todos los padres y niños que, por su nivel de
ingresos, podían participar en el programa CHIP
–unos catorce millones de personas– se apuntaban,
habríamos conseguido dar cobertura a un tercio del total
de gente que carecía de seguro. Si se permitía,
como yo había recomendado, que la gente de cincuenta y
cinco años y más pudiera comprar su entrada en
Medicare, los dos programas combinados reducirían la
cantidad de norteamericanos sin seguro médico a la mitad.
Si se adoptaba la desgravación por matrícula
universitaria, junto con la ampliación de la ayuda
universitaria que ya había convertido en ley,
podríamos afirmar con todo derecho que habíamos
abierto las puertas de las universidades a todos los
norteamericanos. La tasa de matriculación universitaria ya
había subido al 67 por ciento, casi un 10 por ciento
más que cuando yo llegué al cargo.

En un discurso frente a una audiencia compuesta por
científicos en el Instituto de Tecnología de
California, desvelé una propuesta para incrementar en casi
tres mil millones el presupuesto de investigación, en lo
que incluía mil millones para investigar el SIDA y otras
cuestiones biomédicas y quinientos millones para
nanotecnología, además de importantes aumentos en
ciencia básica, espacio y energías
ecológicas. El día veinticuatro, Alexis Herman,
Donna Shalala y yo le pedimos al Congreso que ayudara a reducir
ese 25 por ciento de diferencia salarial que hay entre hombres y
mujeres a través de la aprobación de la Ley de
Igualdad Salarial, que otorgaría los fondos para acabar
con el gran atasco de casos de discriminación laboral que
se habían acumulado en la Comisión de Igualdad de
Oportunidades en el Empleo, y apoyando los esfuerzos del
Departamento de Trabajo para aumentar el porcentaje de mujeres en
empleos con salarios altos, en los que estaban
infrarrepresentadas. Por ejemplo, en la mayoría de empleos
de alta tecnología, los hombres superaban en número
a las mujeres por más de dos a uno.

El día antes del discurso, me senté con
Jim Lehrer, de NewsHour, de la PBS, por primera vez desde nuestra
entrevista dos años atrás, justo después de
que hubiera estallado el escándalo de mi testimonio.
Después de que repasáramos los logros de la
administración durante los anteriores siete años,
Lehrer me preguntó si me preocupaba lo que los
historiadores fueran a escribir sobre mí. El New York
Times acababa de publicar un editorial diciendo que yo era un
político con un gran talento natural y algunos logros
significativos que había «dejado escapar la grandeza
que tuvo a su alcance».

Me preguntó sobre mi reacción a esa
afirmación respecto a lo que «habría podido
ser». Le dije que el momento histórico más
parecido al nuestro fue el cambio del anterior siglo, cuando
también estábamos entrando en una nueva era de
cambios económicos y sociales, y cada vez estábamos
más involucrados en el mundo más allá de
nuestras orillas. Basándonos en lo que había pasado
entonces, creía que los ejes sobre los que se
juzgaría mi trabajo serían: ¿Manejamos bien
la transición de Estados Unidos a la nueva economía
y a una era de globalización o no? ¿Logramos
avances sociales y cambiamos la forma de enfrentarnos a los
problemas para adaptarnos a los nuevos tiempos? ¿Fuimos
buenos guardianes del medio ambiente? ¿Y cuáles
fueron las fuerzas a las que nos enfrentamos? Le dije que me
sentía muy bien con las respuestas a esas
preguntas.

Más todavía, había leído la
suficiente historia como para saber que ésta se
está rescribiendo constantemente. Mientras yo era
presidente se habían publicado dos grandes biografias de
Grant que revisaban su presidencia, y la valoraban de una forma
mucho más positiva de lo habitual. Eso sucedía
constantemente. Además, como le dije a Lehrer, estaba
mucho más centrado en lo que todavía podría
lograr durante mi último año que en lo que la
historia dijera de mí.

Más allá del programa interior, le dije a
Lehrer que quería preparar a nuestra nación para
los importantísimos desafios a nuestra seguridad que
planteaba el siglo XXI.

La primera prioridad de los republicanos del Congreso
era construir un sistema nacional de defensa de misiles, pero yo
dije que la principal amenaza a la que nos enfrentábamos
era «la posibilidad de que tuviéramos terroristas,
narcotraficantes y mafiosos cooperando los unos con los otros,
con armas de destrucción masiva cada vez más
pequeñas y más difíciles de detectar y
potentes armas convencionales. Así que habíamos
tratado de disponer un armazón que nos permitiera luchar
contra el ciberterrorismo, el bioterrorismo, el terrorismo
químico… Ahora bien, esto no sale en los titulares,
pero… creo que los enemigos del estado-nación en este
mundo interconectado son probablemente la mayor amenaza a nuestra
seguridad».

Yo volvía a tener muy presente el terrorismo por
los dos meses frenéticos que habían concluido con
las celebraciones del nuevo milenio. La CIA, la Agencia de
Seguridad Nacional, el FBI y todo nuestro grupo antiterrorista
habían trabajado muy duro para frustrar varios ataques
planeados contra Estados Unidos y Oriente Próximo. Ahora
había dos submarinos en el norte del mar de Arabia, listos
para disparar misiles a cualquier lugar que la CIA identificase
como un posible refugio en el que se hallara bin Laden. El grupo
antiterrorista de Dick Clarke y George Tenet trabajaban de firme
para encontrarlo. Yo creía que teníamos controlada
la situación, pero aun así carecíamos de las
habilidades ofensivas o defensivas que necesitábamos para
combatir a un enemigo mortal que cada vez mostraba mayor
capacidad para encontrar y explotar las oportunidades de atacar a
gente inocente que ofrece un mundo tan abierto como el
nuestro.

Antes de que concluyera la entrevista, Lehrer me
preguntó la pregunta que yo sabía que iba a
hacerme: si, dos años antes, hubiera contestado su
pregunta y otras preguntas de forma distinta desde un buen
principio, ¿creía que el resultado podría
haber sido distinto y que no habría sido sometido a un
impeachment? Le dije que no lo sabía, pero que me
arrepentía profundamente de haberle engañado a
él y al pueblo norteamericano. Todavía no
conocía la respuesta a su pregunta, dada la
atmósfera de histeria que se había apoderado de
Washington en aquel entonces. Como le dije a Lehrer, me
había disculpado y había tratado de rectificar mis
errores. Eso era todo lo que yo podía hacer.

Entonces Lehrer me preguntó si me sentía
satisfecho de que, si había una conspiración para
echarme del cargo, ésta hubiera fracasado. Creo que eso es
lo más cerca que ningún periodista ha llegado
jamás en mi presencia a admitir la existencia de la
conspiración que todos sabían que existía
pero que se negaban a admitir. Le dije a Jim que había
aprendido la dureza con que la vida te humilla cuando te rindes a
la ira, si muestras demasiado placer por haber derrotado a
alguien o si piensas que, por muy graves que sean tus pecados,
los de tus adversarios son peores. Todavía me quedaba un
año por delante; no tenía tiempo para estar
enfadado o satisfecho.

Para mí, pronunciar mi último discurso del
Estado de la Unión fue un verdadero placer.
Habíamos creado más de veinte millones de nuevos
empleos, teníamos el desempleo y la cifra de personas que
dependían de la asistencia social más bajos de los
últimos treinta años, la tasa de criminalidad
más baja de los últimos veinticinco, el menor
índice de pobreza de los últimos veinte años
y la administración tenía menos funcionarios con
nuestro gobierno que con cualquier otro de los últimos
cuarenta años. Además, habíamos conseguido
los primeros superávits consecutivos del presupuesto en
cuarenta y dos años y siete años consecutivos en
los que habían bajado los embarazos de adolescentes y
habían subido en un 30 por ciento las adopciones, y
podíamos enorgullecernos de que ciento cincuenta mil
jóvenes habían servido en AmeriCorps. En menos de
un mes, habríamos alcanzado el período de
expansión económica continua más largo de
toda la historia de Estados Unidos, y hacia finales de año
tendríamos el tercer superávit consecutivo por
primera vez en más de cincuenta años.

Me preocupaba que Estados Unidos se confiara en la
prosperidad, así que le pedí a la gente que no la
diera por hecha, sino que supiera «mirar muy hacia
delante», a esa nación que podíamos construir
en el siglo XXI. Propuse más de sesenta iniciativas para
conseguir una serie de ambiciosos objetivos: todo niño
comenzaría la escuela preparado para aprender y se
graduaría preparado para tener éxito; toda familia
tendría la posibilidad de alcanzar sus metas, tanto en
casa como en el trabajo y ningún niño sería
educado en la pobreza; haríamos frente al desafio de la
jubilación de la generación del baby boom; todos
los norteamericanos tendrían acceso a atención
médica de calidad a un precio razonable; Estados Unidos
sería la gran nación más segura de la Tierra
y estaría libre de deudas por primera vez desde 1835;
llevaríamos la prosperidad a todas las comunidades; se
revertiría el cambio climático; Estados Unidos
conduciría el mundo a la prosperidad y la seguridad
compartidas y a las más lejanas fronteras de la ciencia y
de la tecnología; seríamos por fin una sola
nación, unida en nuestra diversidad.

Hice cuanto pude para llegar tanto a republicanos como a
demócratas, recomendando una combinación de bajadas
de impuestos y programas de gastos para avanzar hacia los
objetivos; mayor apoyo para las iniciativas religiosas para
luchar contra la pobreza y la drogadicción y para ayudar a
las madres adolescentes; exenciones fiscales para las donaciones
a obras de caridad hechas por ciudadanos de ingresos moderados o
bajos que no podían solicitarlas ahora porque no
detallaban sus deducciones; desgravación fiscal para la
llamada penalización por matrimonio y una nueva
ampliación de la rebaja fiscal; mayores incentivos para
enseñar inglés y conducta cívica a los
nuevos inmigrantes y aprobación de la Ley contra los
Crímenes de Odio y la Ley Contra la Discriminación
en el Empleo. También agradecí al Portavoz su apoyo
a la iniciativa de Nuevos Mercados.

Por última vez, presenté a la gente que
estaba sentada junto a Hillary y que representaban lo que
estábamos tratando de conseguir: el padre de uno de los
estudiantes asesinados en Columbine, que quería que el
Congreso acabase con la laguna legal de las ferias de armas; un
padre hispano que estaba orgulloso de pagar la manutención
de su hijo y que se beneficiaría del paquete de ayudas
fiscales a las familias trabajadoras que yo había
propuesto; un capitán de las fuerzas aéreas que
había rescatado a un piloto derribado en Kosovo, para
ilustrar la importancia que tenía que acabáramos
nuestra tarea en los Balcanes; y mi amigo Hank Aaron, que
había dedicado su vida, después de dejar el
béisbol, ayudando a los niños pobres a superar la
desigualdad racial.

Cerré mi intervención con una llamada a la
unidad y arranqué risas de los miembros del Congreso al
recordarles que hasta los republicanos y los demócratas
eran genéticamente iguales en un 99,9 por ciento. Les
dije: «La ciencia moderna ha confirmado lo que las viejas
fes siempre nos habían enseñado: el hecho
más importante de la vida es nuestra compartida
humanidad».

Un congresista criticó el discurso y
afirmó que me había parecido a Calvin Coolidge
cuando hablaba de librar de deudas a Estados Unidos.
También lo criticaron algunos conservadores, que me
echaban en cara que estaba gastando demasiado dinero en
educación, sanidad y medio ambiente. La mayoría de
los ciudadanos, sin embargo, parecieron sentirse más
tranquilos sabiendo que iba a trabajar mucho durante mi
último año. Parecían interesados en las
nuevas ideas que les proponía y favorables a mis esfuerzos
por hacer que siguieran pensando en el futuro.

La última vez que Estados Unidos parecía
navegar con viento tan favorable fue a principios de los
años sesenta, con la economía en expansión,
leyes de derechos civiles que ofrecían la promesa de un
futuro más justo y cuando Vietnam solo era un
pequeño parpadeo distante en el monitor. Seis años
después, la economía se hundía, había
disturbios raciales en las calles, John y Robert Kennedy,
así como Martin Luther King Jr., habían sido
asesinados; Vietnam desangraba el país, forzaba a
retirarse al presidente Johnson y nos hacía entrar en una
nueva era de división política. Los buenos tiempos
tienen que aprovecharse para construir el futuro, no para
limitarse a disfrutar la comodidad y tranquilidad que
ofrecen.

Tras una breve parada en Quincy, Illinois, para subrayar
los puntos más destacados de mi programa, volé
hasta Davos, en Suiza, para dirigirme al Foro Económico
Mundial, una reunión anual de líderes
políticos y empresariales de todo el mundo que cada vez
cobraba mayor importancia. Llevé conmigo a cinco miembros
del gobierno para discutir el alzamiento popular contra la
globalización que habíamos visto en las calles de
Seattle durante la reciente cumbre de la Organización
Mundial del Comercio. Las multinacionales y sus partidarios
políticos se habían contentado con crear una
economía global que satisfacía sus necesidades,
creyendo que el crecimiento que se derivaba del comercio
crearía riqueza y empleo por todas partes.

El comercio en las naciones bien gobernadas había
ayudado a mucha gente a salir de la pobreza, pero había
dejado de lado a demasiados: la mitad del mundo todavía
vivía con menos de dos dólares al día, mil
millones de personas vivían incluso con menos de un
dólar al día y más de mil millones de
personas se iban a la cama hambrientas cada noche. Una de cada
cuatro personas no tenía acceso a agua potable. Unos
ciento treinta millones de niños no iban a la escuela, y
diez millones morían cada año por enfermedades que
podrían haberse evitado.

Incluso en las naciones ricas, los constantes giros de
la economía siempre dejaban descolocados a algunos, y
Estados Unidos no estaba haciendo lo suficiente para recolocarlos
en el mundo laboral con un sueldo igual o superior al que
tenían. Por último, las instituciones financieras
globales no habían sido capaces de desactivar o mitigar
las crisis de los países en desarrollo de una forma que
minimizara los daños a los trabajadores, y se tenía
la percepción de que la OMC dependía demasiado de
las naciones ricas y de las multinacionales.

En mis primeros dos años, con mayoría
demócrata en las cámaras, había conseguido
más dinero para formar a los trabajadores a los que la
evolución de la economía había dejado sin
trabajo y había firmado los acuerdos complementarios del
TLC sobre medio ambiente y estándares laborales.
Después, el Congreso de mayoría republicana se
mostró menos comprensivo ante tales iniciativas,
especialmente respecto a las que se proponían reducir la
pobreza y crear empleo en las naciones pobres. Ahora
parecía que teníamos la oportunidad de llegar a un
consenso bipartito sobre al menos tres iniciativas: el programa
de Nuevos Mercados, la propuesta de ley de comercio para Africa y
el Caribe y la iniciativa sobre la Reducción de Deuda del
Milenio.

La gran pregunta era si se podía tener una
economía global sin políticas sociales y
medioambientales globales y sin que los que tomaban las
decisiones económicas, sobre todo la OMC, lo hicieran de
una forma más transparente. Yo creía que las
fuerzas anticomercio y antiglobalización se equivocaban al
creer que el comercio había incrementado la pobreza. De
hecho, el comercio había ayudado a mucha gente a salir de
la pobreza y había roto el aislamiento de más
naciones. Por otra parte, aquellos que pensaban que lo que
hacía falta era quitar las trabas a las transferencias de
capital de más de un billón de dólares
diarios también se equivocaban.

Yo defendía que la globalización
conllevaba para sus beneficiarios la responsabilidad de compartir
los beneficios y no solo sus cargas. Los más favorecidos
por la globalización debían garantizar que el mayor
número posible de personas pudiera participar en ella. En
esencia, yo defendía una Tercera Vía hacia la
globalización: comercio, más un esfuerzo concertado
para dar a las personas y a las naciones las herramientas y
condiciones necesarias para que aprovecharan al máximo las
oportunidades de la nueva coyuntura internacional. Había
que darle esperanzas a la gente a través del crecimiento
económico y la justicia social, pues esa era la
única forma en que podríamos persuadir al mundo del
siglo XXI de que abandonara el camino de los horrores modernos
del terrorismo y las armas de destrucción masiva y acabase
con los viejos conflictos basados en odios raciales, religiosos o
tribales.

Cuando acabé el discurso no sabía si
había logrado convencer a los miles de dirigentes
empresariales que había allí, pero sí
sentí que me habían escuchado y que al menos eran
conscientes de los problemas que acarreaba nuestra
interdependencia global y de sus propias obligaciones para crear
un mundo más unido. Lo que necesitaban quienes
construían el mundo era una visión conjunta. Cuando
la gente buena dedica su energía a perseguir una
visión conjunta, se solucionan la mayoría de los
problemas.

En casa, había llegado el momento de mi
último Desayuno Nacional de Oración. Joe Lieberman,
el primer orador judío que participaba en el acto, dio una
charla fantástica sobre los valores comunes a todas las
fes. Yo debatí las aplicaciones prácticas de sus
comentarios: si se nos decía que no debíamos darle
la espalda a los extraños, que debíamos tratar a
los demás como nos gustaría que nos tratasen a
nosotros y que amásemos a nuestros vecinos como a nosotros
mismos, «tQuiénes eran nuestros vecinos y qué
quería decir amarles?» Si éramos virtualmente
idénticos genéticamente y nuestro mundo se
había vuelto tan interdependiente que un primo mío
de Arkansas jugaba al ajedrez dos veces por semana con un hombre
de Australia, obviamente teníamos que ampliar nuestros
horizontes en los años venideros.

La dirección de esos años, por supuesto,
estaría condicionada por el resultado de las elecciones
que íbamos a celebrar. Tanto Al Gore como George W. Bush
habían ganado cómodamente en Iowa, como se
esperaba. Entonces la campaña pasó a New Hampshire,
donde a los votantes de los dos partidos les encanta desbaratar
los pronósticos. La campaña de Al había
empezado de forma un tanto irregular, pero cuando trasladó
su cuartel general a Nashville y comenzó a celebrar
mítines informales en New Hampshire, comenzó a
conectar de verdad con los votantes, la prensa le hizo más
caso y le sacó ventaja al senador Bradley. Después
del Estado de la Unión, en el que hice hincapié en
algunos de sus importantes logros, subió unos pocos puntos
más gracias al «bote» que siempre
dábamos en las encuestas gracias al discurso. Luego
Bradley empezó a lanzar ataques muy duros contra
él. Al no respondió, y eso hizo que Bradley
recortara distancias, pero Al resistió lo suficiente como
para ganar por el 52 al 47 por ciento. A partir de ese momento,
supe que tenía la nominación en el bolsillo. Iba a
llevarse de calle el Sur y California, y creía que
también le iría bien en los grandes estados
industriales, especialmente después de que consiguiera el
apoyo de la AFLCIO.

John McCain derrotó a George W. Bush por un 49
contra un 31 por ciento en New Hampshire. Era un estado hecho a
medida para McCain. Allí gustaba su vena independiente y
su apoyo a la reforma de la financiación de las
campañas. El siguiente gran combate era en Carolina del
Sur, donde a McCain le ayudaría su pasado militar y el
apoyo de dos congresistas, pero Bush tenía el apoyo tanto
de la jerarquía del partido como de la derecha
religiosa.

El domingo 6 de febrero por la tarde, Hillary, Chelsea,
Dorothy y yo fuimos desde Chappaqua hasta el campus de la
Universidad Estatal de Nueva York, que estaba en la cercana
Purchase, para asistir al anuncio formal de Hillary de su
candidatura al Senado. La presentó el senador Moynihan.
Dijo que él había conocido a Eleanor Roosevelt y
que ella «te habría adorado». Fue un elogio
sincero y gracioso, pues a Hillary le habían tomado mucho
el pelo, aunque sin mala intención, por haber dicho que
mantenía conversaciones imaginarias con la señora
Roosevelt.

El discurso de Hillary fue excelente. Lo había
escrito cuidadosamente y lo había ensayado muchas veces;
demostraba lo mucho que había aprendido sobre las
preocupaciones de las distintas regiones del estado y lo
claramente que comprendía las alternativas a las que se
enfrentaban los electores. También tenía que
explicar por qué se presentaba; demostrar que había
entendido por qué los neoyorquinos podían ser
reticentes a votar a un candidato, por mucho que les gustase, que
no había vivido en su estado hasta hacía unos pocos
meses y explicar lo que pensaba hacer como senadora. Nueva York
era uno de mis mejores estados; en aquellos momentos, más
del 70 por ciento de los neoyorquinos aprobaba mi gestión
y mi índice de popularidad personal estaba en el 60 por
ciento. Pero decidimos que yo no debía hablar. Era el
día de Hillary y a quien querían escuchar los
votantes era a ella.

Durante el resto del mes, mientras la política
dominaba las noticias, yo me dediqué a una serie de temas
de política exterior e interior. En el interior
apoyé una propuesta de ley bipartita para que Medicaid
diera cobertura para tratamientos de cáncer cervical y
cáncer de pecho a mujeres con rentas bajas. Sellé
también un trato con el senador Lott para que se
sometieran a votación en el Senado las candidaturas de
seis de mis designados para ocupar puestos en la judicatura a
cambio de nominar a la persona que él deseaba, un rabioso
enemigo de la reforma de la financiación de las
campañas, para dirigir la Comisión Federal de
Elecciones. Me seguí peleando con los republicanos sobre
la Ley de Derechos de los Pacientes, pues ellos decían que
la aprobarían solo si nadie podía plantear una
demanda ante un tribunal para forzar a que se aplicase, y yo les
replicaba que eso haría que se convirtiera en una
propuesta de «sugerencias» y no de ley. Durante este
período dediqué la sala de prensa de la Casa Blanca
a James Brady, el valiente secretario de prensa del presidente
Reagan; anuncié un aumento récord de los fondos
para la educación de los nativos americanos y para el
cuidado de sus niños; apoyé un cambio en los
reglamentos de los cupones de comida que permitiera a los que
recibían asistencia social e iban a trabajar que poseyeran
un coche usado sin por ello perder los cupones de comida;
recibí un premio de la Liga de Ciudadanos Latinoamericanos
Unidos (LULAC) por mis políticas económicas y
sociales y por haber designado a hispanos para cargos importantes
y recibí por última vez a la Asociación
Nacional de Gobernadores.

En el ámbito internacional, nos encontramos con
muchos dolores de cabeza. El día 7 Yasir Arafat
suspendió las conversaciones de paz con Israel. Estaba
convencido de que Israel estaba postergando los asuntos
palestinos y dando prioridad a la paz con Siria. Había
algo de verdad en ello y, en aquel momento, el pueblo
israelí estaba mucho más dispuesto a hacer las
paces con los palestinos, con todas las dificultades que ello
comportaba, que a ceder los altos del Golán y arriesgar
las conversaciones con los palestinos. Nos pasamos el resto del
mes tratando que las cosas volvieran a ponerse en
marcha.

El día 11, el Reino Unido suspendió el
autogobierno de Irlanda del Norte, a pesar de las
garantías de último minuto del IRA, que
entregó sus armas al general John de Chastelain, el
canadiense que supervisaba el proceso de paz. Yo había
hecho que John Mitchell se volviera a implicar en el asunto, y
habíamos hecho cuanto pudimos para ayudar a Bertie Ahern y
Tony Blair a evitar la suspensión. El problema
fundamental, según Gerry Adams, era que el IRA
quería desarmarse porque su gente había votado
hacerlo, no porque David Trimble y los Unionistas hubieran hecho
de la entrega de las armas el precio de seguir participando en el
gobierno. Por supuesto, sin la entrega de armas los protestantes
perderían la fe en el proceso, y al final
reemplazarían a Trimble, que era un resultado al que Adams
y el Sinn Fein no querían llegar. Puede que Trimble fuera
adusto y pesimista, pero tras su severa fachada mezcla de
escocés e irlandés se escondía un valiente y
un idealista que se estaba arriesgando mucho por la paz. En
cualquier caso, el tema del momento de la entrega de las armas
había retrasado el establecimiento del gobierno durante
más de un año y ahora había provocado que se
volviera a una situación en la que no había
gobierno. Fue frustrante, pero yo confiaba en que
superaríamos ese momento de impás, pues nadie
quería volver a los malos viejos tiempos.

El 5 de marzo, celebramos el trigésimo quinto
aniversario de la manifestación por el derecho al voto en
Selma, Alabama, caminando a lo largo del puente Edmund Pettus,
como habían hecho los manifestantes pro derechos civiles
aquel Domingo Sangriento, arriesgando sus vidas para conseguir
que todos los norteamericanos tuvieran derecho al voto. Muchos de
los veteranos del movimiento pro derechos civiles que se
habían manifestado junto a Martin Luther King Jr., o que
le habían apoyado, marcharon de nuevo entrelazando los
brazos ese día, entre ellos Coretta Scott King, Jesse
Jackson, John Lewis, Andrew Young, Joe Lowery, Julian Bond, Ethel
Kennedy y Harris Wofford.

En 1965, la manifestación de Selma había
galvanizado la conciencia de la nación. Cinco meses
después de aquello, el presidente Johnson había
sancionado la Ley del Derecho al Voto. Antes de ella, solo
había trescientos cargos públicos negros en
cualquier nivel y solo tres congresistas afroamericanos. En el
año 2000, había casi 9.000 cargos públicos
electos negros, y el caucus Negro del Congreso contaba con 39
miembros.

En mi intervención subrayé que Martin
Luther King Jr. tenía razón cuando dijo que cuando
los norteamericanos negros «ganaran su lucha por la
libertad, aquellos que los habían oprimido también
serían libres por primera vez». Después de
Selma, los sureños blancos y negros cruzaron el puente
hacia el Nuevo Sur, dejando atrás el odio y el aislamiento
para ganar nuevas oportunidades, prosperidad e influencia
política: sin Selma, Jimmy Carter y Bill Clinton
jamás hubieran sido presidentes de Estados
Unidos.

Ahora, cuando cruzábamos el puente hacia el siglo
XXI con el desempleo y las tasas de pobreza más bajos y la
tasa de propiedad de casas y empresas más altas
jamás registradas entre los afroamericanos, le pedí
a la gente que recordara lo que nos quedaba por conseguir.
Mientras hubiera grandes diferencias raciales en ingresos,
educación, salud, propensión a la violencia y
percepción de desigualdades en el sistema de justicia
criminal «nos quedará todavía otro puente por
cruzar».

Me encantó aquel día en Selma. Una vez
más, me devolvió al deseo y la creencia de mi
infancia en un Estados Unidos que no estuviera dividido por la
raza. Una vez más, regresé al núcleo
emocional de mi vida política al decirle adiós a la
gente que tanto había hecho para alimentarlo:
«Mientras los estadounidenses estemos dispuestos a darnos
la mano, podremos avanzar a pesar de las adversidades, podremos
cruzar cualquier puente. En lo más profundo de mi
corazón habita el convencimiento de que
venceremos».

Me pasé la mayor parte de la primera mitad del
mes haciendo campaña a favor de medidas para mejorar el
control de armas: acabar con la laguna legal de las ferias de
armas, instalar el seguro de gatillo para niños y exigir a
los poseedores de armas que tuvieran un carné con foto que
acreditara que habían pasado la comprobación de
antecedentes de la Ley Brady y que habían tomado parte en
un curso de uso seguro de las armas. Estados Unidos se
había visto sacudido por una serie de muertes en tiroteos,
una de ellas provocada por un niño muy pequeño que
había disparado un arma que había encontrado en su
casa. La tasa de muertes por accidente con arma de fuego en
niños de menos de quince años en Estados Unidos era
nueve veces mayor que la que resultaba de sumar las tasas de. las
siguientes veinticinco mayores economías del
mundo.

A pesar de la acuciante necesidad y del cada vez mayor
apoyo del público al control de armas, la
Asociación Nacional del Rifle había conseguido
evitar que el Congreso tomase ninguna medida. Hay que decir, para
crédito de los fabricantes de armas, que la mayoría
de ellos ya incluían seguros para niños en el
gatillo. Respecto a la laguna legal de las convenciones de armas,
la ANR argumentaba, al igual que había hecho al oponerse a
la Ley Brady, que no tenía ninguna objeción a que
se llevaran a cabo revisiones de antecedentes
instantáneas, pero que se oponía a las molestias
que comportaba el período de espera de tres días
solo por causa de la seguridad pública. De hecho, el 70
por ciento de las comprobaciones ya se realizaban en menos de una
hora y el 90 por ciento en un día. Unas pocas llevaban
algo más de tiempo. Si no existiera un período de
espera, la gente con antecedentes podría comprar sus armas
los viernes por la tarde poco antes de la hora de cerrar. La ANR
también se oponía tajantemente a que los
propietarios de armas tuvieran que tener un carné o una
licencia, diciendo que eso no era sino un primer paso en el
proceso de negarles el derecho a poseer armas. Era un argumento
espurio: hacía tiempo que exigíamos un carné
para conducir y nadie había sugerido jamás que
fuéramos a prohibir la posesión de
automóviles.

Aún así, sabía que la ANR
podía asustar a mucha gente. Yo había crecido en el
mundo de la caza, en la que su influencia era mayor, y
había visto el devastador impacto que la ANR había
tenido en las elecciones al Congreso de 1994. Pero siempre
había pensado que la mayoría de los cazadores y de
los que practicaban el tiro por deporte eran buenos ciudadanos
que me escucharían si les explicaba mis argumentos de
forma clara y razonada. Sabía que tenía que
intentarlo, porque creía en lo que estaba haciendo y
porque Al Gore ya se había puesto a sí mismo en el
punto de mira de la ANR al apoyar la idea del carné
incluso antes de que lo hiciera yo.

El día 12, Wayne LaPierre, el vicepresidente
ejecutivo de la ANR, dijo que yo necesitaba un «cierto
nivel de violencia» y estaba «dispuesto a aceptar
cierto número de muertes» con tal de conseguir mis
objetivos políticos, «y su vicepresidente
también está dispuesto a ello». La postura de
LaPierre sobre el problema consistía en decir que
debíamos perseguir los crímenes por arma de fuego
de forma más severa y castigar a los adultos que
permitieran con su negligencia que los niños tuvieran
acceso a armas de fuego.

Al día siguiente, en Cleveland, le
respondí diciendo que estaba de acuerdo con sus propuestas
de castigos más severos, pero que creía que su
postura sobre las medidas preventivas que necesitábamos
era absurda. La ANR estaba en contra incluso de prohibir las
balas asesinas de policías. Eran ellos los que estaban
dispuestos a aceptar cierto nivel de violencia y muertes para
mantener alta su afiliación y pura su ideología.
Declaré que me gustaría que LaPierre mirara a los
ojos de los padres que habían perdido a sus hijos en
Columbine, o en Springfield, Oregon, o en Jonesboro, Arkansas, y
les dijera esas mismas cosas a la cara.

La verdad, no creía que pudiera derrotar a la ANR
en la Cámara de Representantes, pero me lo estaba pasando
bien intentándolo. Le pregunté a la gente
cómo se sentiría si la estrategia de la ANR de
«nada de prevención, solo castigos» se
aplicase en los demás aspectos de nuestras vidas: nos
desharíamos de los cinturones de seguridad, airbags y
límites de velocidad, añadiendo cinco años a
las sentencias de los conductores temerarios que mataban a gente;
y nos libraríamos de los detectores de metales en los
aeropuertos, añadiendo diez años a la sentencia de
cualquiera que volase un avión.

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