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Análisis del libro "MI vida (parte II)" de Williams Bill Clinton (página 2)



Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14, 15, 16, 17, 18, 19, 20, 21, 22

La temprana petición de la Junta del Estado Mayor
de celebrar una reunión generaba un problema. Yo estaba
más que dispuesto a escucharles, pero no quería que
aquel tema recibiera más publicidad de la que ya
había recibido, no porque estuviera tratando de esconder
mi posición, sino porque no quería que el
público pensara que le estaba prestando más
atención que a la economía. Esto era exactamente lo
que los republicanos del Congreso querían que creyeran los
norteamericanos. El senador Dole ya hablaba de aprobar una
resolución que me retirara la autoridad para levantar la
prohibición; estaba claro que quería que este fuera
el asunto que definiera, y por el que se juzgaran, mis primeras
semanas en el cargo.

En la reunión, los jefes reconocieron que
había miles de hombres y mujeres homosexuales que se
distinguían por su servicio entre el millón
ochocientas mil personas que formaban nuestras fuerzas armadas,
pero mantuvieron que dejarles servir haciendo ostensible su
orientación sexual sería, en palabras del general
Powell, «perjudicial para el orden y la disciplina».
El resto de los jefes del Estado Mayor apoyaron a su presidente.
Cuando saqué a relucir el hecho de que, aparentemente, a
las fuerzas armadas les había costado quinientos millones
de dólares echar a diecisiete mil homosexuales del
ejército durante la década anterior, a pesar de que
había un informe del gobierno que decía que no
había ningún motivo por el que no pudieran servir
en el ejército de forma efectiva, los jefes replicaron que
el gasto valió la pena para preservar la cohesión y
la moral de las unidades.

El jefe de Operaciones Navales, el almirante Frank
Kelso, dijo que la marina se enfrentaba al problema
práctico más importante, puesto que en los barcos
había poco espacio para convivir. El jefe del
Ejército, el general Gordon Sullivan y el general de la
Fuerza Aérea, Merrill McPeak, también se
oponían. Pero el más ferviente opositor era el
comandante del Cuerpo de Marines, el general Carl Mundy. Le
preocupaban más las apariencias que las cuestiones
prácticas. Creía que la homosexualidad era inmoral
y que si se permitía que los gays sirvieran abiertamente,
el ejército estaría entonces aceptando una actitud
inmoral y ya no podría atraer a los mejores jóvenes
de la nación. Yo estaba completamente en desacuerdo con
Mundy, pero él me gustaba. De hecho, me gustaban y
respetaba a todos ellos. Me habían dado su opinión
honestamente, pero también habían dejado claro que
cumplirían mis órdenes, fueran cuales fueran, lo
mejor que supieran, aunque si les llamaban a testificar al
Congreso, tendrían que exponer sus opiniones con
sinceridad.

Un par de días más tarde asistí a
otra reunión nocturna para debatir el tema con los
miembros del Comité de las Fuerzas Armadas del Senado, en
el que estaban los senadores Sam Nunn, James Exon, Carl Levin,
Robert Byrd, Edward Kennedy, Bob Graham, Jeff Bingaman, John
Glenn, Richard Shelby, Joe Lieberman y Chuck Robb. Nunn, aunque
se oponía a mi posición, se había mostrado
de acuerdo con retrasar la cuestión seis meses. Algunos de
los miembros de mi equipo estaban molestos con Nunn por haberse
manifestado de forma tan tajante y tan pronto, pero yo no;
después de todo, él era conservador y como
presidente del comité, respetaba la cultura militar y
creía que era su deber protegerla. No estaba solo. Charlie
Moskos, el sociólogo de la Northestern University que
había trabajado con Nunn y conmigo en la propuesta de
servicio nacional del CLD y que dijo que había conocido a
un oficial gay durante la guerra de Corea, también se
oponía a levantar la prohibición, pues decía
que esta preservaba la «expectativa de intimidad» a
la que los soldados que vivían en espacios bastante
reducidos tenían derecho. Moskos decía que
debíamos apoyar lo que deseaban la gran mayoría de
los militares, porque lo que más necesitábamos de
nuestras fuerzas armadas era que estuvieran dispuestas a luchar.
El problema que yo veía en ese razonamiento, y en el de
Nunn, es que se podía haber usado de forma igualmente
convincente contra la orden de Truman de la integración o
contra los actuales esfuerzos por aumentar la presencia de la
mujer en el ejército.

El senador Byrd adoptó una línea
todavía más dura que la de Nunn y repitió lo
que ya había oído de boca del general Mundy.
Creía que la homosexualidad era un pecado; dijo que nunca
permitiría que su nieto, al que adoraba, se uniera a unas
fuerzas armadas que admitieran a gays y afirmó que la
razón de la caída del Imperio romano había
sido aceptar una presencia cada vez mayor de homosexuales en las
legiones, comenzando por Julio César. A diferencia de Byrd
y Nunn, Chuck Robb, que era conservador en muchos otros aspectos
y que había sobrevivido a peligrosos combates en Vietnam,
apoyaba mi posición, basándose en su contacto en
tiempos de guerra con hombres que eran gays y valientes. No era
el único veterano de Vietnam del Congreso que pensaba de
ese modo.

La división cultural era en parte, aunque no
totalmente, partidista y generacional. Algunos demócratas
jóvenes se oponían a levantar la
prohibición, mientras que algunos republicanos de
más edad estaban a favor de hacerlo, entre ellos Lawrence
Korb y Barry Goldwater. Korb, que había hecho cumplir la
prohibición cuando había sido secretario adjunto de
Defensa bajo el mandato Reagan, decía que no era necesaria
para mantener la calidad y la fuerza de nuestras tropas.
Goldwater, que había sido presidente del Comité de
las Fuerzas Armadas del Senado, que era un veterano de guerra y
que había fundado la Guardia Nacional de Arizona, era un
conservador a la antigua, con instintos libertarios. En una
declaración publicada en el Washington Post dijo que
permitir que los gays sirvieran en el ejército no era una
llamada a una licenciosidad cultural, sino una
reafirmación del valor norteamericano de darles
oportunidades a los ciudadanos responsables y de limitar el
acceso del gobierno a sus vidas privadas. En su estilo franco y
directo, dijo que no le importaba un pimiento si un soldado era o
no homosexual mientras tuviera buena puntería.

Pero resultó que incluso el apoyo de Goldwater y
todos mis argumentos no sirvieron de nada. La Cámara
pasó una resolución en la que se oponía a mi
posición por más de tres a uno. En el Senado la
oposición no fue tan espectacular, pero seguía
siendo importante. Eso quería decir que si perseveraba en
mi intento, el Congreso me derrotaría introduciendo una
enmienda en la ley del presupuesto de defensa que yo no
podría vetar fácilmente. E incluso si la vetaba,
ambas Cámaras anularían mi veto.

Mientras sucedía todo esto, vi una encuesta que
decía que entre el 48 y el 45 por ciento del
público no estaba de acuerdo con mi posición. No
eran números demasiado malos para un tema tan
polémico, pero aun así lo eran, y explicaban por
qué los miembros del Congreso creían que aquella
cuestión era un callejón sin salida para ellos.
Solo un 16 por ciento del electorado aprobaba decididamente
levantar la prohibición, mientras que el 33 por ciento
estaba radicalmente en contra. Este porcentaje de gente que
tenía una opinión tan fuerte sobre el tema era la
que, probablemente, retiraría el voto a su congresista si
no le gustaba su posición. Es difícil que los
políticos de distritos disputados acepten una posible
deserción de un 17 por ciento de votantes, por el tema que
sea, ante unas elecciones. Es interesante que las mayores
divisiones fueran estas: los que se identificaban como cristianos
renacidos se oponían a mi postura por un 70 contra un 22
por ciento, mientras que la gente que decía que
conocía personalmente a algún homosexual la
aprobaba por un 66 contra un 33 por ciento.

La derrota en el Congreso era inevitable, así que
Les Aspin trabajó con Colin Powell y la Junta del Estado
Mayor para alcanzar un compromiso. Casi exactamente seis meses
después, el 19 de julio, fui a la Universidad de Defensa
Nacional, en Fort McNair, y anuncié a los oficiales
allí presentes el acuerdo a que habíamos llegado.
«No preguntar, no decir» consistía
básicamente en que si eres gay, se supone que tienes
intención de violar el Código de Justicia Militar y
por tanto puedes ser licenciado, a menos de que puedas convencer
a tu comandante de que eres célibe y en consecuencia no
incumples el código. Pero si no declaras que eres gay, hay
una serie de cosas que puedes hacer y por las que no te pueden
echar del ejército: participar en desfiles por los
derechos de los gays con ropa de paisano; ir a bares gay o salir
con homosexuales reconocidos; aparecer en listas de correo de
homosexuales y vivir con una persona del mismo sexo que sea
beneficiaria de tu seguro de vida. Sobre el papel, las fuerzas
armadas habían dado un gran paso en la dirección de
«vive y deja vivir» sin por ello dejar de aferrarse a
la idea de que no podía reconocer a los gays sin aprobar
la homosexualidad o comprometer la moral o la cohesión.
Sin embargo, en la práctica, a veces las cosas no
funcionaban así. Muchos oficiales homófobos
simplemente ignoraron la nueva política y se esforzaron
todavía más por echar a los homosexuales, lo que
costó a las fuerzas armadas miles de dólares que
hubiéramos podido gastar mejor haciendo de Estados Unidos
un lugar más seguro.

A corto plazo, obtuve lo peor en ambos frentes:
perdí la batalla política y la comunidad gay
criticó duramente el acuerdo; se negó a reconocer
el obstáculo que había supuesto que
tuviéramos tan poco apoyo en el Congreso. Además,
me concedieron poco o ningún crédito por haber
levantado otra de las prohibiciones que pesaban sobre los gays
—la que les impedía servir en posiciones
críticas para la seguridad nacional— o por el
considerable número de gays y lesbianas que estaban
trabajando en la administración. En cambio, para el
senador Bob Dole era una victoria memorable. Desde un principio,
se dedicó a hablar machaconamente de aquella
cuestión, con lo que le dio tanta publicidad que al final
parecía que era lo único a lo que me dedicaba;
muchos de los americanos que me habían votado para que
arreglara la economía se preguntaban qué demonios
estaba haciendo y si no se habrían equivocado
conmigo.

Estaba descubriendo que iba a resultar bastante
difícil cumplir otro de mis compromisos de campaña:
recortar la plantilla de la Casa Blanca en un 25 por ciento.
Estaba siendo una verdadera pesadilla para Mack McLarty,
especialmente porque teníamos un programa más
ambicioso que la administración anterior y
recibíamos el doble de correo. El 9 de febrero, tan solo
una semana antes de la fecha en que debía anunciar mi
programa económico, propuse una reducción del 25
por ciento, que recortaba la plantilla en 350 personas y la
dejaba en 1.044 empleados. Nadie se libró de la quema.
Incluso la oficina de Hillary iba a ser más pequeña
que la de Barbara Bush a pesar de que asumiría
responsabilidades mucho mayores. Lo que peor me supo fue tener
que despedir a veinte antiguos empleados en la sección de
correspondencia. Hubiera preferido reducir el número de
trabajadores allí conforme se fueran jubilando, pero Mack
me dijo que no había otra forma de cumplir el objetivo.
Además, necesitábamos dinero para modernizar la
Casa Blanca. Nuestra gente no podía ni siquiera enviar y
recibir email y la instalación telefónica no se
había cambiado desde los años de Carter. No
podíamos hacer llamadas de larga distancia, pero
cualquiera podía pulsar uno de los grandes botones
luminosos de las extensiones y escuchar las conversaciones de los
demás, incluidas las mías. Pronto nos hicimos
instalar un sistema telefónico mejor.

También reforzamos una parte de la plantilla de
la Casa Blanca: el trabajo de asistencia social individual estaba
diseñado para ayudar a ciudadanos que tenían
problemas concretos con el gobierno federal; a menudo eran casos
de personas que trataban de obtener una pensión por estar
incapacitado o por ser veterano. Habitualmente los ciudadanos
llaman a sus senadores o representantes para que les ayuden en
esos temas, pero puesto que yo había llevado a cabo una
campaña particularmente personal, muchos norteamericanos
sentían que podían dirigirse directamente a
mí. Recibí una petición especialmente
memorable el 20 de febrero, cuando Peter Jennings, el presentador
de las noticias de la ABC moderó un «Consejo de
Niños» en la Casa Blanca, en el que niños
entre ocho y quince años me preguntaban libremente. Los
niños me preguntaron si ayudaba a Chelsea con sus deberes,
por qué nunca se había elegido presidente a una
mujer, qué pensaba hacer para ayudar a Los Ángeles
después de los disturbios, cómo se iba a pagar la
atención sanitaria y si podía hacer algo para
detener la violencia en las escuelas. A muchos de ellos les
interesaba el medio ambiente.

Pero una de las niñas quería ayuda.
Anastasia Somoza era una preciosa neoyorquina que tenía
que ir en silla de ruedas debido a que tenía
parálisis cerebral. Me explicó que tenía una
hermana gemela, Alba, que también la padecía pero
que, a diferencia de ella, no podía hablar.
«Así que como no puede hablar la pusieron en una
clase de educación especial. Pero usa el ordenador para
hablar y le gustaría estar en una clase normal, como
yo.» Anastasia dijo que sus padres estaban convencidos de
que Alba podía hacer frente a las exigencias de una
escuela normal si se le daba la oportunidad de hacerlo. La ley
federal decía que los niños con incapacidades
debían educarse en el ambiente «menos
restrictivo» posible, pero la decisión final sobre
lo que es «menos restrictivo» se toma en la escuela
del niño. Costó más o menos un año,
pero al final Alba pasó a una clase normal.

Hillary y yo no perdimos el contacto con los Somoza y en
2002 hablé en la graduación de la promoción
de las niñas. Las dos fueron a la universidad, porque
Anastasia y sus padres estaban decididos a darle a Alba todas las
oportunidades que merecía y no les intimidaba tener que
pedir ayuda a otros, incluso a mí, para lograrlo. Cada
mes, la persona que estaba a cargo de los casos en nuestra
agencia, me enviaba un informe con los nombres de la gente a la
que habíamos ayudado junto con algunas de las emotivas
cartas de agradecimiento que nos habían
enviado.

Además de los recortes de personal,
anuncié un decreto presidencial por el que se
reducirían en un 3 por ciento los gastos administrativos
en todo el gobierno y habría una reducción de los
salarios de los principales altos cargos, así como de sus
beneficios complementarios, como el servicio de limusinas o el
comedor privado. En una decisión que aumentó de
forma espectacular la moral de nuestro equipo, cambié las
reglas del comedor de la Casa Blanca para permitir a todos los
empleados que usaran lo que hasta entonces había sido coto
privado de los altos cargos del gobierno.

Nuestros jóvenes empleados trabajaban
muchísimas horas, incluidos los fines de semana, y no me
parecía de recibo hacer que tuvieran que salir para comer,
pedir comida a domicilio o traérsela de casa.
Además, dejarles acceder al comedor de la Casa Blanca les
demostraba que también ellos eran importantes. El comedor
era una habitación con paneles de madera en la que se
servía una comida excelente, preparada por personal de la
marina. Yo pedía aquella comida casi cada día y me
encantaba bajar para visitar a los jóvenes que trabajaban
en la cocina. Una vez a la semana servían comida mexicana,
que a mí me gustaba especialmente. Después de que
yo abandonara el cargo, el comedor volvió a utilizarse
solo para los altos cargos. Creo que nuestra política era
buena para la moral y para la productividad.

Con todo aquel trabajo extra y menos gente para hacerlo,
tuvimos que confiar más que nunca no solo en aquellos
jóvenes empleados, sino también en los más
de mil voluntarios que nos dedicaron muchas horas, algunos de
ellos colaboraban casi a tiempo completo. Los voluntarios
abrían el correo, contestaban cuando había que
hacerlo, se encargaban de las solicitudes de información y
realizaban otras muchas tareas sin las que la Casa Blanca hubiera
sido una institución mucho menos cercana al pueblo
norteamericano. Todo lo que los voluntarios obtuvieron a cambio
de sus grandes esfuerzos, aparte de la satisfacción de
servir a su país, fue una fiesta de agradecimiento anual
que Hillary y yo celebrábamos para ellos en el
Jardín Sur. La Casa Blanca no hubiera podido funcionar sin
ellos.

Además de los recortes específicos que ya
había decidido hacer, estaba convencido de que con una
aproximación más sistemática al problema
podríamos ahorrarnos mucho más dinero y mejorar los
servicios que prestaba el gobierno. En Arkansas había
iniciado un programa de Control Total de Calidad con el que
había conseguido resultados muy positivos. El 3 de marzo
anuncié que Al Gore revisaría, durante los seis
meses siguientes, todas las operaciones federales. Al se
sentía en aquel trabajo como pez en el agua, trajo a
expertos de fuera y consultó ampliamente con los
funcionarios del gobierno. Siguió supervisando las
operaciones federales durante los siguientes ocho años;
ayudó a eliminar cientos de programas y más de
dieciséis mil páginas de reglamentos, y redujo el
personal en trescientas mil personas, con lo que nuestro gobierno
federal fue el más pequeño desde 1960 y ahorramos
ciento treinta y seis millones de dólares del dinero de
los contribuyentes.

Mientras nos organizábamos y tratábamos de
resolver nuestros pequeños problemas con la prensa,
pasé la mayor parte de enero y febrero ultimando los
detalles de nuestro plan económico. El lunes 24 de enero,
Lloyd Bentsen apareció en Meet the Press. Se
suponía que debía dar respuestas generales a todas
las preguntas que se refirieran a los detalles del plan, pero fue
un poco más allá y anunció que
propondríamos alguna tasa sobre el consumo y que se estaba
considerando la posibilidad de crear un impuesto sobre la
energía que abarcara una base muy amplia. Al día
siguiente los tipos de interés de los bonos del gobierno a
treinta años cayeron del 7,29 por ciento al 7,19 por
ciento, la tasa más baja de los últimos seis
años.

Mientras tanto, seguíamos debatiendo los detalles
del presupuesto. Todos los recortes de gastos y los impuestos que
recaudaban dinero de verdad eran polémicos. Por ejemplo,
cuando me reuní con los líderes de los
comités presupuestarios del Senado y de la Cámara
de Representantes, Leon Panetta propuso que decretáramos
una moratoria de tres meses en las compensaciones por el
incremento del costo de la vida. La mayoría de expertos
estaban de acuerdo en que las compensaciones estaban demasiado
altas, dado lo baja que estaba la inflación, y que la
moratoria ahorraría quince mil millones de dólares
a lo largo de los siguientes cinco años. El senador
Mitchell dijo que la moratoria que proponíamos era
regresiva e injusta, y que no podía apoyarla. Tampoco
pensaban hacerlo los demás senadores. Tendríamos
que encontrar esos quince mil millones en otra parte.

Durante el fin de semana del 30 al 31 de enero
llevé al gobierno y a altos cargos de la Casa Blanca a
Camp David, el preciso retiro de campo en las montañas
Catoctin, en Maryland. Camp David es un precioso paraje boscoso
con acogedoras cabañas e instalaciones de ocio. El
personal procede de la marina y del Cuerpo de Marines. Era el
ambiente perfecto para que nos conociéramos mejor y para
comenzar a hablar del año que nos esperaba. También
invité a Stan Greenberg, Paul Begala y Mandy Grunwald.
Sentían que les habíamos dejado de lado durante la
transición y que la obsesión por eliminar el
déficit había acabado con todos los demás
objetivos que había anunciado durante la campaña.
Creían que Al y yo estábamos coqueteando con el
desastre al desoír las preocupaciones más profundas
de la gente que nos había elegido. Comprendía
cómo se sentían. Por una parte, no habían
estado presentes durante las horas y horas de discusiones que
llevaron a que la mayoría de nosotros concluyéramos
que, si no acabábamos con el déficit, nunca
conseguiríamos el crecimiento fuerte y sostenido que mis
otros compromisos de campaña, al menos aquellos que
costaban dinero, necesitaban para no hundirse en una
economía en recesión.

Dejé que Mandy y Stan comenzaran el debate. Mandy
habló de la preocupación que sentía la gente
de clase media por su trabajo, su jubilación, la sanidad y
la educación. Stan dijo que lo que más preocupaba a
los votantes era, por este orden, el empleo, la reforma
sanitaria, la reforma de la asistencia social y luego la
reducción del déficit, y que si para reducir el
déficit íbamos a tener que subir los impuestos a la
clase media, ya podía ir pensando qué demonios les
iba a dar a cambio. Hillary entonces explicó que, en
Arkansas, habíamos fracasado durante mi primer mandato por
intentar abarcar demasiadas cosas a la vez, sin un plan de
acción claro y sin realizar el esfuerzo necesario para
preparar a la gente para una larga y continuada lucha.
Después les habló del éxito que tuvimos la
segunda vez, cuando nos centramos en uno o dos temas cada dos
años y explicamos cuáles eran nuestros objetivos a
largo plazo junto con una serie de parámetros de
referencia que midieran nuestro progreso y por los que se nos
pudiera juzgar. Ese tipo de enfoque, dijo, me permitió
desarrollar un guión que la gente podía comprender
y apoyar. Alguien respondió que no podíamos
elaborar ningún guión mientras siguiera la plaga de
las filtraciones, que afectaban a las propuestas más
polémicas. Tras el fin de semana, los consultores trataron
de diseñar una estrategia de comunicaciones que nos
evitara las fugas y controversias diarias.

El resto del fin de semana lo dedicamos a conversaciones
más informales y personales. El sábado por la noche
celebramos una sesión, dirigida por un guía que era
amigo de Al Gore, en la que se suponía que debíamos
reforzar el vínculo que existía entre nosotros;
debíamos sentarnos en grupo y, por turnos, decir a los
demás algo de nosotros que ignoraran. Aunque el ejercicio
no gustó a todos, yo me lo pasé bien y logré
confesar que cuando era niño estaba gordo y a menudo se
burlaban de mí. Lloyd Bentsen creyó que el
ejercicio era idiota y volvió a su cabaña; si
había algo de él que los demás no
sabíamos, era que no quería que lo
supiéramos. Bob Rubin se quedó, pero dijo que no
tenía nada que decir —al parecer, este tipo de
confesión en grupo no había sido la clave de su
éxito en Goldman Sachs—. Warren Christopher
participó, quizá porque era el hombre más
disciplinado del mundo y creyó que aquella versión
estilo baby boom de la tortura de la gota malaya
fortalecería de algún modo su ya de por sí
extraordinario carácter. En suma, el fin de semana fue de
mucha ayuda, pero lo que de verdad fortalecería nuestros
vínculos sería el fuego de la lucha y las victorias
y derrotas que nos esperaban en el futuro.

El domingo por la noche regresamos a la Casa Blanca para
celebrar la cena anual de la Asociación Nacional de
Gobernadores. Era el primer acto oficial de Hillary como primera
dama y estaba un poco nerviosa, pero todo salió bien. Los
gobernadores estaban preocupados por la economía, que iba
mal, reducía los ingresos de los estados y les obligaba a
dejar de prestar algunos servicios, a subir los impuestos o, en
ocasiones, a ambas cosas a la vez. Entendían la necesidad
de reducir el déficit, pero no querían que se
hiciera a su costa y que se transfirieran responsabilidades del
gobierno federal a los estados sin acompañarlas de las
correspondientes transferencias de fondos.

El 5 de febrero sancioné mi primera propuesta de
ley con mi firma y cumplí otra de las promesas
electorales. Con la Ley de Licencia Médica y Familiar,
Estados Unidos se sumó por fin a las más de 150
naciones del mundo que conceden a sus trabajadores un
período de baja cuando tienen un hijo o un miembro de la
familia enfermo. El principal defensor de la ley, mi viejo amigo
el senador Chris Dodd, de Connecticut, llevaba años
trabajando para sacarla adelante. El presidente Bush la
había vetado en dos ocasiones, porque decía que
sería una carga demasiado gravosa para las empresas.
Aunque la propuesta contaba con algunos apoyos fuertes entre las
filas republicanas, la mayoría de los republicanos se
habían opuesto a ella por la misma razón. Yo
creía que los permisos por motivos familiares
serían buenos para la economía. Con ambos padres en
el mercado laboral, por elección o por necesidad, era
necesario que a los norteamericanos les fuera bien tanto en el
trabajo como en el hogar. La gente que está preocupada por
sus hijos o por sus padres enfermos es menos productiva que
aquélla que ha ido a trabajar sabiendo que ha hecho lo
mejor para su familia. Durante mi etapa de presidente, más
de treinta y cinco millones de personas se beneficiaron de la Ley
de Licencia Médica y Familiar.

En los ocho años siguientes, y después de
que abandonara el cargo, esa era la ley que la gente más
veces me mencionaba. Muchas de las historias que me contaban eran
muy emotivas. Un domingo por la mañana, temprano, cuando
regresaba de correr un rato, topé con una familia que
estaba visitando la Casa Blanca. Una de las niñas, una
adolescente, iba en silla de ruedas y saltaba a la vista que
estaba muy enferma. Les saludé y les dije que si
aguardaban a que me duchara y me vistiera para ir a misa, les
llevaría al Despacho Oval para hacernos una foto.
Esperaron y fue una visita muy agradable. Disfruté
especialmente conversando con aquella valiente joven. Cuando ya
me iba, su padre me agarró por el brazo, hizo que me diera
la vuelta y me dijo: «Es probable que mi niñita no
se vaya a curar. Las últimas tres semanas que he pasado
con ella han sido las más importantes de mi vida. Y no
hubiera podido estar con ella si no hubiera sido por la ley de
licencia familiar».

A principios de 2001, cuando tomé mi primer
puente aéreo de Nueva York a Washington de nuevo como
ciudadano particular, una de las azafatas me dijo que sus padres
se habían puesto gravemente enfermos a la vez, de
cáncer y Alzheimer. Me dijo que no había nadie que
los pudiera cuidar en sus últimos días de vida
excepto ella y su hermana, y que no hubieran podido hacerlo sin
la ley de licencia familiar. «Sabe, los republicanos
siempre hablan de los valores de la familia —dijo—,
pero creo que la forma como mueran tus padres es una parte
importante de los valores de la familia.»

El 11 de febrero, cuando trabajábamos para acabar
el plan económico, conseguí por fin cubrir el
puesto de fiscal general. Me decidí, después de una
o dos salidas nulas, por Janet Reno, la fiscal del condado de
Dade, en Florida. Hacía años que conocía y
admiraba el trabajo de Janet, especialmente sus innovadores
«tribunales de drogas», que daban a los que
delinquían por primera vez la oportunidad de evitar la
cárcel si aceptaban someterse a un tratamiento de
desintoxicación y presentarse regularmente ante el juez.
Mi cuñado, Hugh Rodham, había trabajado en un
tribunal de drogas de Miami de abogado de la oficina del defensor
público. Siguiendo su consejo, asistí a ver dos
sesiones de aquellos tribunales yo mismo, en la década de
los ochenta, y me quedé sorprendido por el modo inusual
pero efectivo en que el fiscal, el abogado defensor y el juez
trabajaban juntos para convencer a los acusados de que aquella
era su última oportunidad de no ir a la cárcel. El
programa tenía mucho éxito y un porcentaje de
reincidencia mucho menor que el del sistema penitenciario,
además de que resultaba mucho más barato para los
contribuyentes. Durante la campaña me había
comprometido a apoyar la asignación de fondos federales
para financiar la formación en todo el país de
tribunales de drogas según el modelo de Miami.

Cuando le llamé, el senador Bob Graham dio a Reno
su más ferviente apoyo. También lo hizo Diane
Blair, que había ido a Cornell con ella treinta
años atrás. Y lo mismo Vince Foster, que era muy
bueno juzgando a la gente. Después de entrevistar a Janet,
me llamó y me dijo con su ironía habitual:
«Creo que ésta podría sobrevivir». Reno
era también extraordinariamente popular en su
circunscripción, pues tenía reputación de
ser una fiscal práctica y dura, pero justa. Había
nacido en Florida, medía más o menos un metro
ochenta y no se había casado. Servir como cargo
público era su vida, y lo había hecho muy bien.
Pensé que podría reforzar las a menudo tensas
relaciones entre las agencias federales que vigilaban el
cumplimiento de la ley y sus homólogas estatales y
locales. Me preocupaba un poco que, como yo, no conociera las
costumbres de Washington, pero en Miami había acumulado
una larga experiencia trabajando con las autoridades federales en
casos de inmigración y de narcóticos y creí
que aprendería lo suficiente para ejercer su cargo sin
problemas.

Durante el fin de semana trabajamos duro para finalizar
el plan económico. Paul Begala había venido a
trabajar a la Casa Blanca hacía un par de semanas, en
buena medida para ayudarme a explicar lo que quería hacer
de forma que fuera coherente con mi mensaje electoral de que iba
a devolver las oportunidades a la clase media, algo que Paul
creía que importaba bastante poco a la mayoría de
miembros de nuestro equipo económico. Begala estaba
convencido de que debíamos concentrarnos en destacar tres
puntos: que la reducción del déficit no era un fin
en sí misma, sino solo el medio para alcanzar los que en
realidad eran nuestros objetivos —crecimiento
económico, más empleos y sueldos más
altos—; que nuestro plan representaba un cambio fundamental
en la forma en que el gobierno había estado trabajando y
pondría fin a la irresponsabilidad y a la injusticia del
pasado exigiendo a las grandes empresas y a los demás
grupos de intereses especiales que se habían beneficiado
de los recortes impositivos y los déficits de la
década de los ochenta, que pagaran la parte que les
correspondía para arreglar aquel desastre, y que no
debíamos pedir a la gente que se «sacrificara»
sino que «contribuyera» a la renovación de
Estados Unidos, que era una formulación mucho más
patriótica y positiva. Begala escribió un
memorándum en el que expresaba sus opiniones y
proponía un nuevo eslogan: «NO es el déficit,
estúpido». Gene Sperling, Bob Reich y George
Stephanopoulos estaban de acuerdo con Paul y se alegraban de
haber encontrado por fin un poco de ayuda interna para defender
sus tesis.

Mientras todo esto sucedía en público,
seguíamos teniendo muchas dificultades con algunos de los
grandes temas. La mayor, con mucha diferencia, era si introducir
la reforma sanitaria junto con el plan económico en la Ley
de Reconciliación Presupuestaria. Había un
argumento a favor muy convincente: el presupuesto, a diferencia
del resto de propuestas de ley, no está sujeto a la
posibilidad de obstrucción, una práctica del Senado
que permite que, con solo 41 senadores, se pueda acabar con
cualquier ley: se debate la propuesta indefinidamente y se impide
una y otra vez que se pase a la votación; finalmente, el
Senado tiene que abandonar el tema y dedicarse a otra cosa.
Puesto que el Senado tenía cuarenta y cuatro republicanos,
las probabilidades de que intentaran, al menos, obstruir la
reforma de la sanidad eran muy altas.

Hillary e Ira Magaziner querían a toda costa que
la sanidad se incluyera en el presupuesto, y los líderes
del Congreso estaban dispuestos a ello. Dick Gerphardt le
había dicho a Hillary que tenía que hacerlo, porque
estaba seguro de que los senadores republicanos tratarían
de obstruir el proyecto si se presentaba solo. Mitchell era
partidario de esta idea por otro motivo: si la reforma de la
sanidad se presentaba como una propuesta de ley independiente, se
enviaría al Comité de Finanzas del Senado, cuyo
presidente, el senador Pat Moynihan, de Nueva York, se mostraba,
por decirlo suavemente, escéptico ante el hecho de que
hubiéramos logrado un plan de sanidad aceptable en tan
poco tiempo. Moynihan me recomendó que nos
dedicáramos primero a la reforma de la asistencia social y
que nos pasáramos los siguientes dos años
desarrollando nuestra propuesta para la sanidad.

El equipo económico se oponía radicalmente
a incluir la sanidad en el presupuesto, y también por
buenos motivos. Ira Magaziner y muchos economistas que se
dedicaban a la sanidad creían —y estaban en lo
cierto, según se demostró— que la mayor
competencia entre las empresas de la sanidad, que nuestro plan
provocaría, aumentaría significativamente el ahorro
sin que tuviéramos que aplicar medidas de control sobre
los precios. Sin embargo, la Oficina Presupuestaria del Congreso
no iba a aceptar que incorporáramos ese ahorro como
partida a nuestro favor en el presupuesto. Así pues, para
conseguir ofrecer una cobertura universal, teníamos o bien
que incluir una provisión de fondos para financiar los
controles de precios del plan, subir los impuestos y bajar el
gasto todavía más o fijarnos un objetivo de
reducción del déficit menos ambicioso, lo que
podría afectar de forma negativa a nuestra estrategia para
reducir los tipos de interés.

Decidí retrasar la decisión hasta haber
expuesto los detalles del plan económico al pueblo
norteamericano y al Congreso. No mucho más tarde, alguien
la tomó por mí. El 11 de marzo, el senador Robert
Byrd, el senador demócrata más veterano y la
máxima autoridad sobre el reglamento del Congreso, nos
dijo que no haría una excepción a la «Regla
de Byrd» con la sanidad. Esa regla prohibía que se
introdujeran en la ley de reconciliación presupuestaria
conceptos no genéricos. Habíamos reclutado a
cuantas personas se nos ocurrieron para convencer a Byrd de lo
contrario, pero estaba seguro de que la reforma de la sanidad no
se podía considerar parte del proceso presupuestario
básico. Ahora, si los republicanos decidían adoptar
una postura obstruccionista, nuestro plan de sanidad
estaría condenado al fracaso desde el
principio.

La segunda semana de febrero decidimos dar un impulso a
la cuestión de la sanidad y completar el resto del plan.
Yo me había metido muy a fondo en los detalles del
presupuesto y estaba decidido a tener en cuenta el impacto humano
que tenían nuestras decisiones. La mayor parte de la gente
de nuestro equipo quería reducir la ayuda a las granjas y
a otros programas rurales que no creían justificados.
Alice Rivlin insistió mucho en obtener estos recortes y
afirmó que entonces podría decir que había
terminado con la asistencia social para los granjeros «tal
como la conocíamos». Con ello usaba contra mí
una de mis mejores frases durante la campaña, mi
compromiso de «acabar con la asistencia social tal como la
conocemos». Recordé a la mayor parte de mis
economistas, que eran gente de ciudad, que los granjeros son
buena gente que ha escogido un trabajo duro en un entorno
incierto y que, aunque tuviéramos que hacer algunos
recortes en sus programas, «no debemos disfrutar con
ello». Puesto que no podíamos reestructurar por
completo el programa agrícola, reducir los subsidios que
recibían los granjeros de otros países ni eliminar
todas las barreras que se ponían a nuestras exportaciones
alimentarias, acabamos reduciendo modestamente los subsidios
establecidos. Pero no disfruté con ello.

Otra cosa que debíamos considerar al proponer
recortes era, por supuesto, si tenían alguna posibilidad
de prosperar. Por ejemplo, alguien dijo que podíamos
ahorrarnos mucho dinero eliminando todos los llamados proyectos
de las manifestaciones en las autopistas, que eran conceptos
específicos de gasto que los miembros del Congreso
obtenían para sus distritos o estados. Cuando
surgió esa propuesta, mi nuevo hombre de contacto con el
Congreso, Howard Paster, sacudió incrédulo la
cabeza. Paster había trabajado tanto en la Cámara
de Representantes como en el Senado para grupos de presión
republicanos y demócratas. Era un neoyorquino de modales
bruscos y francos, así que restalló:
«¿Cuántos votos tiene el mercado de
obligaciones?». Por supuesto, sabía que
teníamos que convencer el mercado de obligaciones de que
nuestro plan de reducción del déficit era
creíble, pero quería que recordáramos que
primero tenía que ser aprobado y que la mejor manera de
conseguirlo no era buscándonos problemas con los miembros
del Congreso.

Algunas de las propuestas que consideramos eran tan
absurdas que resultaban cómicas. Cuando alguien dijo que
impusiéramos tasas a los servicios de guardacostas, le
pregunté de qué forma podríamos hacerlo. Me
explicaron que a menudo se llama a los guardacostas para que
rescaten barcos en apuros, muchas veces debido a la negligencia
de sus tripulantes. Me reí y dije: «Así que
cuando nos abarloemos o tiremos una cuerda desde un
helicóptero, antes de ir al rescate preguntaremos:
"¿Visa? ¿MasterCard?"». Al final descartamos
esa idea, pero de todos modos logramos incluir más de 150
recortes presupuestarios.

Decidir sobre los aumentos de impuestos no era
más sencillo que establecer los recortes. Lo más
difícil para mí fue el impuesto sobre la
energía. Ya era suficientemente malo que me retractara de
mi compromiso de reducir los impuestos a la clase media, pero
encima ahora me decían que tendría que subirlos,
tanto si quería alcanzar los ciento cuarenta mil millones
de reducción del déficit en el quinto año
como si pretendía cambiar la forma de pensar del mercado
de obligaciones. A la clase media la habían
engañado en los ochenta y a Bush le había hecho
trizas un aumento en el precio de la gasolina. Si proponía
el impuesto sobre la energía, conseguiría, de
golpe, convertir de nuevo a los republicanos en el partido
antiimpuestos. Además, principalmente satisfaría la
avaricia de los prósperos individuos que fijaban los tipos
de interés y que apretarían un poco más las
tuercas a la clase media, en este caso unos nueve dólares
al mes en costes directos, que ascenderían a diecisiete si
se les sumaban los costes indirectos, pues al subir la
energía también subiría el precio de algunos
productos. Lloyd Bentsen dijo que a él nunca le
había perjudicado votar a favor de un impuesto sobre la
energía y que los problemas que acarreó a Bush
haber firmado el incremento del impuesto sobre la gasolina, en
1990, se debieron a su compromiso de «lean mis
labios» y al hecho de que los más militantes en
contra de los impuestos eran los republicanos de toda la vida.
Gore presionó de nuevo a favor de ese impuesto y
afirmó que favorecería el ahorro de energía
y la independencia.

Al final cedí, pero hice algunos cambios en las
propuestas de impuestos del Departamento del Tesoro que esperaba
que redujeran la carga impositiva del estadounidense medio.
Insistí en que incluyéramos en el presupuesto los
veintiséis mil ochocientos millones que costaba en total
mi promesa electoral de aumentar a más del doble las
rebajas fiscales del impuesto sobre la renta a millones de
familias trabajadoras con ingresos de treinta mil dólares
anuales o menos. Se trataba de la llamada Rebaja Fiscal sobre el
Impuesto de la Renta y por primera vez añadí otra
rebaja más modesta para más de cuatro millones de
norteamericanos pobres que no tenían personas dependientes
a su cargo. Esta propuesta aseguraba que, incluso a pesar del
impuesto sobre la energía, las familias trabajadoras con
ingresos de treinta mil dólares o menos todavía
notarían un considerable recorte en sus impuestos. Durante
la campaña electoral había dicho en
prácticamente todas las paradas que «Nadie con hijos
que trabaje a tiempo completo debería vivir en la
pobreza». En 1993 había mucha gente en esa
situación. Después de que dobláramos las
rebajas fiscales, más de cuatro millones de personas
salieron de la pobreza y pasaron a engrosar las filas de la clase
media, durante mi presidencia.

Mientras intentábamos cerrar el trato, Laura
Tyson dijo que creía que debía decirnos que no
había ninguna diferencia económica significativa
entre una reducción a cinco años de ciento cuarenta
mil millones de dólares y otra de ciento veinte mil o
ciento veinticinco mil millones. Lo más probable era que,
de todas formas, el Congreso redujera la cifra que yo le
propusiera, fuera cual fuera. Laura afirmaba que si
contribuía a quitarnos de encima un problema
político o si simplemente considerábamos que era
una línea de acción mejor, podíamos
ahorrarnos muchos dolores de cabeza si reducíamos la cifra
a ciento treinta y cinco mil millones o incluso a un poco menos.
Reich, Sperling, Blinder, Begala y Stephanopoulos estaban de
acuerdo con ella. Los otros seguían abogando por una cifra
mayor. Bentsen dijo que podríamos ahorrarnos tres mil
millones si eliminábamos del presupuesto el coste de la
reforma de la asistencia social. Le dije que adelante.
Después de todo, todavía no habíamos
desarrollado nuestra propuesta y esa cifra era solo una
estimación. Sabíamos que tendríamos que
gastar más en formación, cuidado infantil y
transporte para ayudar a la gente pobre a pasar de la asistencia
social al trabajo, pero si lográbamos que suficiente gente
realizara esa transición y dejara de cobrar sus cheques
del estado, el coste neto de la operación sería
menor, no mayor. Más aún, yo creía que
podríamos aprobar la reforma de la asistencia social por
separado, contando con el apoyo de los dos partidos.

Más tarde, Lloyd Bentsen añadió un
toque final al plan y eliminó el límite
máximo de 135.000 dólares para el impuesto sobre el
salario del 1,45 por ciento que financiaba a Medicare. Fue
necesario para asegurarnos de que nuestras cifras sobre la
previsión de la solvencia de Medicare cuadraran, pero
exigía más de los norteamericanos más
pudientes, pues ya habíamos propuesto elevar su
límite máximo al 39,6 por ciento; además,
casi sin ninguna duda, ellos jamás le costarían al
programa Medicare tanto como lo que ahora pagaban para
financiarlo. Cuando le pregunté a Bentsen, se
limitó a sonreír y dijo que sabía lo que
estaba haciendo; confiaba en que él y los demás
norteamericanos con ingresos elevados que abonarían el
impuesto suplementario, lo recuperarían con creces gracias
al boom del mercado de valores que nuestro programa
económico desencadenaría.

El lunes 15 de febrero, pronuncié mi primer
discurso televisado desde el Despacho Oval, un resumen de diez
minutos del programa económico que presentaría dos
días más tarde en una sesión conjunta del
Congreso. Aunque la economía parecía estar en fase
de recuperación, estadísticamente hablando,
aún no se producía creación de empleo y,
además, arrastraba el lastre de la deuda, que se
había cuadruplicado en los últimos doce
años. Dado que todos los déficits eran fruto de las
rebajas fiscales para los más ricos, los altísimos
costes sanitarios y los aumentos en el gasto militar, se
invertía menos en «las cosas que nos hacen
más fuertes, más inteligentes, ricos y
seguros», como la educación, la infancia, el
transporte y el cumplimiento de la ley local. Al paso que
íbamos, nuestro nivel de vida, que generalmente doblaba
cada veinticinco años, no volvería a hacerlo hasta
dentro de otros cien años. Para revertir la tendencia,
haría falta un cambio radical en nuestras prioridades
nacionales; una combinación de incrementos fiscales y
recortes de gastos para reducir el déficit e invertir
más en nuestro futuro. Dije que mi esperanza había
sido conseguirlo sin pedir más sacrificios a la clase
media norteamericana, pues ya había hecho suficientes y se
la había tratado injustamente durante los doce años
anteriores, pero el déficit había crecido
más allá de las estimaciones iniciales en las que
había basado mis propuestas presupuestarias durante la
campaña. Ahora, «más norteamericanos deben
contribuir hoy para que a todos los norteamericanos les vaya
mejor mañana». Sin embargo, a diferencia de lo que
había sucedido durante los ochenta, la mayoría de
los nuevos impuestos recaerían en los ciudadanos
más acomodados; «por primera vez en más de
una década, estamos todos juntos en esto».
Además de la reducción del déficit, mi plan
económico daría incentivos a las empresas que
crearan empleos; estímulos a corto plazo para crear
500.000 puestos de trabajo inmediatos; inversiones en
educación y formación, con programas especiales
para ayudar a los trabajadores desplazados del sector de la
industria militar; la reforma de la asistencia social y el gran
aumento de la rebaja fiscal del impuesto sobre la renta; los
programas educativos Head Start y vacunas para todos los
niños que las precisaran, y la iniciativa del servicio
nacional, para que los jóvenes pudieran ganar dinero para
la universidad, a cambio de trabajar para sus comunidades.
Reconocí que poner en práctica estas propuestas no
sería fácil ni rápido, pero cuando
estuvieran en marcha, «restaurarían la vitalidad del
sueño americano».

El miércoles por la noche me dirigí al
Congreso; expliqué la estrategia a la que respondía
el plan y detallé las medidas concretas. Había
cuatro directrices principales: desviar una cantidad superior de
gasto público y privado del consumo a la inversión
con el fin de crear más empleos; honrar el trabajo y la
familia; presentar un presupuesto basado en estimaciones
conservadoras, y no en las irreales cifras «de color de
rosa» que se habían utilizado en el pasado, y
financiar los cambios con recortes reales en el gasto, y con
impuestos justos.

Para crear más empleo, propuse una permanente
rebaja fiscal a la inversión para las pequeñas y
medianas empresas, que daban empleo a un 40 por ciento de la
población activa pero que eran la fuente de la
mayoría de nuevos puestos de trabajo; también
propuse la creación de bancos comunitarios y de zonas de
desarrollo, dos de mis promesas electorales, que estaban
diseñadas para atraer nuevos préstamos e
inversiones a las áreas deprimidas. Solicité
también más financiación para construir
carreteras, puentes, transporte público, sistemas de
información de alta tecnología, y centros de
limpieza medioambiental para incrementar la productividad y el
empleo.

En el tema de la educación, recomendé
aumentar las inversiones y los estándares para las
escuelas públicas, así como incentivos para animar
a más estudiantes a ir a la universidad, donde
incluí mi propuesta del servicio nacional. Felicité
al Congreso por haber aprobado la Ley de Licencia Familiar y
pedí que siguiéramos por ese camino con los
programas de responsabilidad paterna. Respecto a la criminalidad,
pedí que aprobaran la ley Brady, y los campamentos de
entrenamiento al estilo militar para delincuentes juveniles no
reincidentes que hubieran cometido un delito no violento,
así como mi propuesta de destinar 100.000 agentes
más a patrullar las calles.

A continuación pedí al Congreso que me
ayudara a modificar el funcionamiento del gobierno, promulgando
la reforma del sistema de financiación electoral y las
condiciones de registro para los grupos de presión y
eliminando la desgravación fiscal para los gastos de
éstos. Me comprometí a reducir la plantilla federal
en 100.000 personas y a recortar los gastos de
administración, con lo que se generaría un ahorro
de nueve mil millones de dólares. Pedí al Congreso
que me ayudara a ralentizar el ritmo galopante del aumento de los
costes sanitarios y dije que podíamos seguir adelante con
nuestra moderada reducción del gasto militar, pero que
nuestras responsabilidades como única superpotencia
mundial nos obligaban a invertir lo suficiente para que nuestro
ejército siguiera siendo el mejor entrenado y el
más equipado del mundo.

Dejé los impuestos para el final. Indiqué
que debíamos aumentar el porcentaje impositivo de las
rentas más elevadas de un 31 a un 36 por ciento para
salarios superiores a 180.000 dólares y con un 10 por
ciento suplementario si superaban los 250.000 dólares;
recomendé aumentar el porcentaje impositivo del impuesto
de sociedades de 34 a 36 por ciento, para beneficios superiores a
10 millones de dólares; poner fin al subsidio fiscal que
hacía que fuera más rentable para una
compañía cerrar las puertas de sus instalaciones en
Estados Unidos y trasladarse al extranjero que reinvertir en su
país; hacer pagar más impuestos a los que
recibían subsidios más altos de la Seguridad Social
y promulgar el impuesto sobre la energía. El tipo
impositivo de la renta solo aumentaría para el 1,2 por
ciento de los ciudadanos con ingresos más altos; el
incremento de la Seguridad Social se aplicaría a un 13 por
ciento de receptores y el impuesto sobre la energía
costaría unos 17 dólares mensuales a gente con
ingresos superiores a 40.000 dólares anuales. Para las
familias con unos ingresos de 30.000 dólares o menos, la
rebaja fiscal del impuesto sobre la renta compensaría
sobradamente el coste del impuesto sobre la energía. Los
impuestos y el presupuesto previsto nos permitirían
reducir el déficit alrededor de 500.000 millones de
dólares en cinco años, según las
estimaciones económicas de entonces.

Al finalizar el discurso, me esforcé por
transmitir lo más claramente posible la magnitud del
problema del déficit y señalé que si la
tendencia actual se mantenía, en una década el
déficit anual aumentaría al menos hasta 635.000
millones de dólares anuales, respecto a los 290.000
millones de dólares de ese año, y que los intereses
de nuestra deuda acumulada se convertirían en el concepto
más elevado de nuestro presupuesto, por lo que se
llevarían más de veinte centavos de cada
dólar recaudado. Para demostrar que iba en serio acerca de
la reducción del déficit, invité a Alan
Greenspan a sentarse con Hillary en la tribuna de la primera dama
en la galería del Congreso. Para demostrar que
también iba en serio al respecto, Greenspan
asistió, superando su comprensible reticencia a efectuar
lo que podría entenderse como una aparición de
signo político.

Después del discurso, que en general fue bien
recibido, todos los comentaristas destacaron que había
abandonado mi rebaja fiscal para la clase media. Y era cierto,
pero muchas de las demás promesas se cumplían en el
plan económico propuesto. Durante los siguientes
días, Al Gore, los miembros del gabinete y yo viajamos
incansablemente por todo el país para convencer a la
gente. Alan Greenspan alabó nuestro plan económico.
Y también Paul Tsongas, que dijo que el Clinton que
había hablado frente al Congreso no era el Clinton contra
el que se había presentado, lo cual, por supuesto, era
precisamente lo que preocupaba a mis asesores políticos y
a algunos demócratas del Congreso.

Había suficientes propuestas polémicas e
importantes en mi discurso como para que el Congreso se
mantuviera ocupado durante el resto del año, por no
mencionar las otras propuestas de ley que ya estaban, o que
pronto lo estarían, en el calendario del Congreso.
Sabía que habría muchos altibajos antes de que
pudiera aprobarse el programa económico, y que no
podría pasarme todo el tiempo defendiéndolo e
impulsándolo. Los problemas en el exterior y en la
nación no me lo permitieron.

En el país, febrero terminó con violencia.
El día 26, una bomba explotó en el World Trade
Center de Manhattan, con un balance total de seis víctimas
y más de mil heridos. La investigación
descubrió rápidamente que era obra de terroristas
de Oriente Próximo, que no habían sabido borrar sus
huellas. Los primeros arrestos se llevaron a cabo el 4 de marzo;
al final, en un tribunal federal de Nueva York, se declaró
culpables a seis de los implicados y se les condenó a 240
años de prisión a cada uno. La eficacia de nuestra
labor para que se cumpliera la ley me complació, pero
también me preocupó la evidente vulnerabilidad de
nuestra sociedad frente al terror. Mi equipo de seguridad
nacional empezó a prestar más atención a las
redes terroristas y a las medidas que podíamos tomar para
proteger al país y a las sociedades libres de todo el
mundo contra esa amenaza.

El 28 de febrero, cuatro agentes de la Oficina de
Alcohol, Tabaco y Armas de Fuego fueron asesinados y otros
dieciséis salieron heridos al desencadenarse un
enfrentamiento contra un culto religioso, la Secta Davidiana, en
su complejo situado a las afueras de Waco, en Texas. Se
sospechaba que los davidianos poseían armas ilegales. El
líder mesiánico de la secta, David Koresh,
creía que era Cristo reencarnado y el único
conocedor del secreto de los siete sellos, mencionado en el
Apocalipsis. Koresh poseía un control mental casi
hipnótico sobre los hombres, mujeres y niños que le
seguían, así como un amplio arsenal de armas, que
obviamente estaba dispuesto a utilizar, y suficientes provisiones
como para atrincherarse durante mucho tiempo. El pulso entre los
davidianos y el FBI se alargó durante casi dos meses. En
ese tiempo, algunos adultos y niños se fueron, pero la
mayoría se quedaron; Koresh prometía entregarse,
pero siempre hallaba una excusa para postergarlo.

El domingo por la noche, 18 de abril, Janet Reno vino a
la Casa Blanca para decirme que el FBI quería entrar en el
complejo, capturar a Koresh y a cualquiera de sus seguidores que
hubiera tomado parte en el asesinato de los agentes, o en
cualquier otro crimen, y liberar al resto de personas. Janet dijo
que le preocupaban los informes del FBI que alertaban de que
Koresh abusaba sexualmente de los menores, muchos de ellos
preadolescentes, y que quizá planeaba llevar a cabo un
suicidio en masa. El FBI también le había advertido
que no podían dedicar tantos recursos indefinidamente en
un solo emplazamiento. Querían asaltar el complejo al
día siguiente; utilizarían vehículos
blindados para hacer agujeros en los edificios y luego
lanzarían gas lacrimógeno en el interior, una
maniobra que según sus cálculos obligaría a
todos los miembros de la secta a rendirse en dos horas. Reno
tenía que dar la autorización al asalto y antes
quería mi aprobación.

Algunos años atrás, cuando era gobernador,
tuve que hacer frente a una situación similar. Un grupo
radical de extrema derecha se había instalado en un
complejo en las montañas del norte de Arkansas. Entre los
hombres, mujeres y niños que vivían allí
había dos sospechosos de asesinato. La gente dormía
en cabañas, y cada una tenía una trampilla que
conducía a un refugio subterráneo desde el cual
podían disparar a las autoridades que se aproximaran. Y
disponían de muchas armas. El FBI también
quería asaltar el complejo en aquel caso. En una
reunión que convoqué con el FBI, la policía
estatal y agentes voluntarios de Missouri y Oklahoma,
escuché los argumentos del FBI y luego dije que antes de
aprobar ninguna medida de ese tipo, quería que un veterano
del Vietnam, alguien que hubiera luchado en la jungla,
sobrevolara la zona para inspeccionar la situación, y me
diera sus impresiones. El experto veterano volvió y dijo:
«Si esa gente sabe disparar, perderá cincuenta
hombres en el asalto». Suspendí la operación,
bloqueé las salidas del campamento, corté los
cupones de alimentación que algunas de las familias
recibían, e impedí a todo el que abandonaba el
lugar para obtener provisiones que pudiera volver a entrar.
Finalmente los habitantes del complejo se rindieron y se pudo
detener a los sospechosos sin que hubiera que lamentar ninguna
pérdida de vidas humanas.

Cuando Janet me habló del asalto, pensé
que debíamos intentar lo que ya había funcionado en
Arkansas, antes de aprobar la operación del FBI. Ella
argumentó que el FBI estaba cansado de esperar; que aquel
pulso costaba al gobierno un millón de dólares a la
semana y ocupaba las fuerzas del orden que eran necesarias en
otras zonas; que la secta davidiana podía aguantar mucho
más que los rebeldes de Arkansas y que las posibilidades
de que se estuvieran produciendo abusos sexuales, o se planeara
un suicidio en masa eran reales, pues Koresh estaba loco y
también muchos de sus seguidores. Al final le dije que si
ella opinaba que era lo correcto, tenía luz
verde.

Al día siguiente, cuando miraba la CNN en un
televisor al lado del Despacho Oval, vi el complejo de Koresh en
llamas. El asalto había ido terriblemente mal.
Después de que el FBI lanzara gases lacrimógenos
dentro de los edificios donde la gente estaba amontonada, los
davidianos encendieron un fuego. Empeoró cuando abrieron
las ventanas para despejar el gas lacrimógeno, pues
también dejaron entrar el viento seco de las llanuras
tejanas, que avivó las llamas. Cuando el incendio se
apagó, habían muerto más de ochenta
personas, incluidos nueve niños. Solo sobrevivieron ocho
menores. Yo era consciente de que teníamos que hablar con
la prensa y asumir responsabilidades por el desastre. Dee Dee
Myers y Bruce Lindsey opinaban lo mismo. Pero en diversas
ocasiones durante aquel día, siempre que me decidía
a dar un paso adelante para hablar, George Stephanopoulos me
suplicaba que esperara, arguyendo que no sabíamos si
aún quedaba gente con vida o si, en el caso de que Koresh
estuviera vivo, podría oír mis palabras, reaccionar
violentamente y matar a los sobrevivientes. Janet Reno
apareció frente a las cámaras, explicó lo
sucedido y asumió toda la responsabilidad por el ataque.
En tanto que era la primera mujer en el cargo del fiscal general
pensaba que era importante no pasar la patata caliente a nadie.
Cuando finalmente hablé con la prensa de Waco, Reno
recibía elogios por su declaración y a mí me
criticaban por dejar que ella cargara con las culpas.

Por segunda vez en menos de veinticuatro horas,
había aceptado consejos que iban en contra de mis
instintos. No le reprochaba nada a George. Era joven y prudente,
y me había dado su opinión honesta, aunque
equivocada. Pero me sentía furioso conmigo mismo, primero
por aceptar que se ordenara el asalto a sabiendas de que
podía terminar mal, y luego por demorar el reconocimiento
público de mi responsabilidad al respecto. Una de las
decisiones más importantes que debe tomar un presidente es
cuándo aceptar el consejo de la gente que trabaja para
él, y cuándo rechazarlo. Nadie puede tener siempre
razón, pero es mucho más fácil vivir con las
decisiones equivocadas en las que creías en el momento de
tomarlas, que con aquellas que los asesores bendecían pero
que tus instintos rechazaban. Después de Waco,
decidí que me dejaría guiar por mis
instintos.

Quizá una razón por la que no confiaba lo
suficiente en mis instintos era que la administración
recibía muchas críticas en Washington, y a
mí me cuestionaban a cada paso. Después de una
extraordinaria aparición inicial en Capitol Hill, a
Hillary le reprochaban las sesiones cerradas que celebraba con su
equipo de trabajo sobre la reforma sanitaria. Puesto que estaban
consultando a cientos de personas, nada de lo que hacían
era secreto, sencillamente trataban de moverse con celeridad en
diversos temas inmensamente complejos, para cumplir con mi
objetivo, extremadamente ambicioso, de presentar una propuesta de
reforma sanitaria al Congreso a los cien días de iniciar
el mandato. El equipo de trabajo oyó el testimonio de
más de 1.100 grupos, se entrevistó con más
de 200 miembros del Congreso y celebró reuniones
públicas por todo el país. Su fama de secretismo
era una exageración. Al final, el sistema de grupos de
trabajo no funcionó demasiado bien y se finiquitó.
Además, de todos modos, tampoco pudimos cumplir con la
fecha límite de los cien días.

Por si todo esto fuera poco, también rechazaron
mi paquete de medidas a corto plazo, diseñado para crear
500.000 empleos nuevos inyectando dinero rápidamente a las
ciudades y estados para proyectos de infraestructuras. La
economía aún crecía lentamente, necesitaba
ese impulso; además, los reducidos gastos que comportaba
el paquete de medidas, y que solo se desembolsaban una vez y no
representaban ningún coste para los ejercicios sucesivos,
no habrían empeorado nuestro déficit. El Congreso
aprobó la propuesta de ley rápidamente, y el Senado
también estaba a favor, pero Bob Dole contaba con
más de cuarenta senadores republicanos dispuestos a
obstruir la propuesta. Después de la votación,
deberíamos de haber tratado de negociar un paquete de
medidas más reducido con Dole, o haber aceptado una
propuesta de compromiso menos ambiciosa, como la que ofrecieron
los senadores John Breaux y David Boren, dos demócratas
conservadores. El senador Robert Byrd, que se encargaba de
impulsar la propuesta, insistió en que si no
cedíamos podríamos romper el voto obstruccionista.
Pero no pudimos, y finalmente aceptamos la derrota el 21 de
abril, dos días después de lo de Waco.

En mi primer mandato, los republicanos utilizaron el
recurso del voto obstruccionista hasta un extremo sin
precedentes; prescindían de la voluntad de la
mayoría del Congreso y estaban convencidos o deseaban
demostrar que yo era incapaz de gobernar. Solo durante mis
primeros cien días, el senador George Mitchell tuvo que
organizar doce votaciones para romper las maniobras
obstruccionistas.

El 19 de marzo sufrimos un golpe personal, de los que te
hacen ver la política desde otra perspectiva, cuando el
padre de Hillary sufrió un derrame. Hillary corrió
a su lado, al hospital St. Vincent de Little Rock, con Chelsea y
mi cuñado, Tony. El doctor Drew Kumpuris, el médico
de Hugh y viejo amigo nuestro, le dijo a Hillary que su padre
había sufrido graves daños cerebrales y que se
encontraba en un coma profundo del que, con toda probabilidad,
jamás se recuperaría. Yo llegué dos
días más tarde. Hillary, Chelsea, Dorothy, y sus
hijos Hugh y Tony, se habían turnado para hablar, e
incluso cantarle a Hugh, que tenía aspecto de estar
apaciblemente dormido. No sabíamos cuánto tiempo
resistiría, y yo solo podía quedarme un día.
Dejé a Hillary en las buenas manos de su familia, los
Thomason, Carolyn Huber, que conocía a Hugh desde sus
días como administradora en la mansión del
gobernador, y Lisa Caputo, la secretaria de prensa de Hillary y
una de las favoritas de Hugh, porque como él,
procedía del este de Pennsylvania, cerca de su pueblo
natal de Scranton.

Al domingo siguiente volé a casa de nuevo por un
par de días. Quería estar con mi familia, aunque no
había nada que hacer, excepto esperar. El doctor nos dijo
que esencialmente Hugh presentaba un cuadro de muerte cerebral.
Durante el fin de semana, la familia decidió desconectar
la máquina de respiración asistida; todos nosotros
rezamos y nos despedimos, pero Hugh decidió que no
había llegado todavía el momento de irse. Su viejo
y fuerte corazón siguió latiendo. Aunque yo
había podido atender la gran mayoría de mis deberes
desde Arkansas, tenía que volver a Washington el martes.
Me dolía tener que irme, sabiendo que sería la
última vez que vería a mi suegro. Quería
mucho a Hugh Rodham, con su aspereza sin manías y su
inquebrantable lealtad hacia su familia. Me sentía
agradecido porque me hubiera aceptado en su redil, veinticinco
años atrás, cuando yo era un joven
desaliñado sin un centavo, y encima demócrata.
Echaría de menos nuestras partidas de pinacle, nuestras
conversaciones sobre política o, sencillamente, saber que
estaba ahí.

El 4 de abril, Hugh seguía aferrándose a
la vida pero Hillary también tenía que volver a
Washington, para acompañar a Chelsea al regreso a la
escuela después de las vacaciones de primavera y para
volver al trabajo. Había prometido dar un discurso el 6 de
abril en la Universidad de Texas, en Austin, para Liz Carpenter,
que había sido la secretaria de prensa de Lady Bird. Liz
le suplicó que no lo cancelara, así que ella
decidió ir. En un momento en que estaba destrozada por el
dolor, buscó en el fondo de su alma y dijo que, a la
entrada del nuevo milenio, «necesitamos una nueva
política del sentido. Necesitamos un espíritu nuevo
de responsabilidad individual y de amor al prójimo.
Necesitamos una nueva definición de la sociedad civil, que
responda a las cuestiones aún por resolver, planteadas
tanto por las fuerzas del mercado como por los poderes
gubernamentales, sobre cómo llegar a tener una sociedad
que nos llene de nuevo y que nos haga sentir que formamos parte
de algo más grande que nosotros mismos». Hillary se
había inspirado para elaborar este argumento al leer un
artículo escrito por Lee Atwater poco antes de que muriera
de cáncer, a los cuarenta años. Atwater era
conocido y temido por sus despiadados ataques contra los
demócratas, cuando trabajaba para el presidente Reagan y
el presidente Bush. Cuando se enfrentó a la muerte,
descubrió que una vida dedicada únicamente a
acumular poder, riqueza y prestigio dejaba mucho que desear, y
esperaba que con sus palabras finales pudiera impulsarnos a un
propósito más alto. En Austin, el 6 de abril,
soportando su propio dolor, Hillary trató de definir
cuál es ese propósito. Me gustó mucho lo que
dijo ese día, y me sentí muy orgulloso de
ella.

Al día siguiente, Hugh Rodham murió.
Celebramos una misa fúnebre por su alma en Little Rock y
luego le trasladamos a Scranton, para el funeral en la iglesia
metodista de Court Street. Pronuncié el panegírico
del hombre que había apartado sus convicciones
republicanas para trabajar para mí en 1974, y que, durante
toda una vida de aprendizaje basado en su experiencia personal,
había abandonado todos los prejuicios con los que
había crecido. Dejó atrás su racismo cuando
trabajó con un hombre negro en Chicago. Dejó
atrás su homofobia cuando entabló amistad con sus
vecinos gays, un doctor y un enfermero de Little Rock, que le
cuidaron mucho. Había crecido en un estado especialmente
volcado en el fútbol americano, en el este de
Pennsylvania, donde las estrellas católicas iban al Notre
Dame y las protestantes, como él, iban a Penn State. Esa
división era fruto de un prejuicio contra los
católicos que también formó parte de la
educación de Hugh. También eso lo dejó
atrás. A todos nos pareció muy adecuado que sus
últimos días los pasara en el hospital St. Vincent,
donde las monjas católicas le cuidaron con amor y
dedicación.

Treinta y
dos

La mayor parte de los titulares de
periódicos durante mis primeros meses de mandato
mencionaban, entre otras cosas, el esfuerzo que había
hecho por definir, defender y lograr que se aprobara mi plan de
medidas económicas, la entrada de los gays en el
ejército y la labor acerca de la reforma sanitaria que
Hillary había emprendido. Sin embargo, la política
exterior siempre formó parte de mi rutina cotidiana y era
una de mis constantes preocupaciones. La impresión
generalizada entre los observadores de Washington era que a
mí no me interesaba demasiado la política exterior
y que quería dedicarle el menor tiempo posible. Es cierto
que durante mi campaña buena parte de mi mensaje
trató sobre temas de política interior, pues
así lo exigían nuestros problemas
económicos. Pero como he repetido hasta la saciedad, la
creciente interdependencia global estaba erosionando la
división entre la política interior y la exterior.
Y el «nuevo orden mundial» que el presidente Bush
había proclamado después de la caída del
Muro de Berlín estaba plagado de caos y de importantes
incógnitas por resolver.

Tiempo atrás, mi asesor nacional de seguridad,
Tony Lake, había declarado que el éxito en la
política exterior a menudo consiste en prevenir o en
desactivar incidentes antes de que se conviertan en problemas
graves y salgan a la luz pública. «Si realmente
hacemos bien nuestro trabajo –dijo–, el
público quizá jamás se entere, porque los
perros no ladrarán».

Cuando tomé posesión del cargo,
teníamos una perrera llena de ruidosos mastines, con
Bosnia y Rusia a la cabeza, aullando a todo volumen, y algunos
más, entre ellos Somalia, Haiti, Corea del Norte, y la
política comercial de Japón, gruñendo en
segundo plano.

El desmembramiento de la Unión Soviética y
el colapso del comunismo entre las naciones del Pacto de Varsovia
aumentaron las expectativas de que Europa pudiera llegar a unirse
democrática y pacíficamente por primera vez en la
historia. Todo dependía de cuatro grandes cuestiones:
¿habría reunificación entre la Alemania
oriental y la occidental? ¿Se convertiría Rusia en
una nación verdaderamente democrática, estable y no
imperialista? ¿Qué sucedería en Yugoslavia,
un caldo de cultivo de provincias de diversas etnias,
antaño unidas bajo la férrea voluntad del mariscal
Tito? ¿Llegarían a integrarse Rusia y los
demás países ex comunistas en la Unión
Europea y la OTAN, con Estados Unidos y Canadá?

Cuando llegué a ser presidente, Alemania ya se
había reunificado, gracias a la gran visión de
futuro del canciller Helmut Kohl y al firme apoyo del presidente
Bush, que superaron las dudas del resto de países europeos
acerca del poder económico y político de una
recuperada Alemania. Las otras tres cuestiones todavía
estaban por resolver, y yo sabía que una de mis
responsabilidades más importantes como presidente era
asegurarme de que recibieran una respuesta adecuada.

Durante la campaña electoral, tanto el presidente
Bush como yo nos habíamos pronunciado a favor de enviar
ayudas a Rusia. Al principio, yo me mostré más
firme que él, pero después de cierta presión
por parte del presidente Nixon, Bush anunció que el G7, el
grupo de las siete naciones más industrializadas del mundo
–Estados Unidos, Alemania, Francia, Italia, el Reino Unido,
Canadá y Japón– aportaría 24.000
millones para apoyar la democracia y la reforma económica
en Rusia. Cuando Yeltsin viajó a Washington, en junio de
1992, como presidente ruso, estaba agradecido y se mostraba
abiertamente a favor de la reelección de Bush. Como he
dicho antes, Yeltsin aceptó mantener una reunión de
cortesía conmigo en la Blair House el 18 de junio, gracias
a la amistad entre el ministro de Asuntos Exteriores ruso, Andrei
Kozyrev y Toby Gati, uno de mis asesores en política
exterior. No me preocupaba que Yeltsin apoyara a Bush; solo
quería que supiera que si yo ganaba, le apoyaría a
él.

En noviembre, un par de días después de
las elecciones, Yeltsin me llamó para felicitarme y me
animó a visitar Moscú tan pronto como me fuera
posible, para reafirmar el apoyo norteamericano hacia sus
reformas, frente a la creciente oposición que despertaban
en su país. Yeltsin tenía un problema candente
entre manos. Había sido elegido presidente en junio de
1991, cuando Rusia aún formaba parte de la tambaleante
Unión Soviética. En agosto, unos conspiradores que
habían organizado un golpe de estado pusieron bajo arresto
domiciliario, en su residencia de verano en el mar Negro, al
presidente soviético Mijail Gorbachov. Los ciudadanos
rusos se lanzaron a las calles de Moscú para protestar. La
hora de la verdad llegó cuando Yeltsin, que solo llevaba
dos meses en el cargo, subió a un tanque frente a la Casa
Blanca rusa, el edificio del parlamento que los golpistas
tenían bajo asedio, e instó al pueblo ruso a
defender la democracia que tanto les había costado
conseguir. De hecho, estaba diciendo a los reaccionarios:
«Pueden robar nuestra libertad, pero tendrán que
hacerlo por encima de mi cadáver». El heroico
llamamiento galvanizó el apoyo nacional e internacional y
el golpe de estado fracasó. Hacia diciembre, la
Unión Soviética ya se había disuelto en
estados independientes y Rusia ocupó el asiento
soviético en el Consejo de Seguridad de las Naciones
Unidas.

Pero los problemas de Yeltsin no habían acabado.
Los elementos reaccionarios, resentidos por haber perdido el
poder, se opusieron a su determinación de retirar las
tropas soviéticas de las naciones bálticas de
Estonia, Lituania y Letonia. El desastre ecónómico
se avecinaba. A medida que la corrupción de la
economía soviética sucumbía a las reformas
que llevarían el país a una economía de
mercado, la inflación se disparó y se malvendieron
bienes que eran propiedad del estado a una nueva clase de
empresarios multimillonarios llamados «oligarcas»,
que hacían que los capitalistas sin escrúpulos de
finales del siglo XIX en Estados Unidos parecieran predicadores
puritanos. Las redes del crimen organizado también se
instalaron en el país aprovechando el vacío creado
por el colapso del estado soviético, y extendieron sus
tentáculos por todo el mundo. Yeltsin había
destruido el viejo sistema, pero aún no había
tenido tiempo de construir uno nuevo. Tampoco había
desarrollado una buena relación de trabajo con la Duma, el
parlamento ruso, en parte porque era un hombre reacio por
naturaleza al compromiso, y en parte porque la Duma estaba llena
de gente que ansiaba volver al viejo orden, o crear uno nuevo
pero igualmente opresivo y basado en el
ultranacionalismo.

Yeltsin estaba rodeado de tiburones, y yo quería
ayudarle. Bob Strauss me animaba a hacerlo. El presidente Bush
había enviado a Bob a Moscú como embajador
norteamericano, a pesar de que era un ferviente demócrata
y ex presidente del Comité Demócrata Nacional.
Strauss dijo que yo podría trabajar con Yeltsin y
ofrecerle buenos consejos políticos, y me instó a
hacer ambas cosas.

Yo me inclinaba por aceptar la invitación de
Yeltsin para viajar a Rusia pero Tony Lake dijo que Moscú
no debía ser mi primer viaje al extranjero, y el resto de
mi equipo convino en que le restaría protagonismo a
nuestro programa de política interior. Sus argumentos eran
sólidos pero Estados Unidos se había jugado mucho
para que Rusia saliera adelante, y desde luego no
queríamos que terminara bajo el control de los radicales,
ya fueran comunistas o ultranacionalistas. Boris solucionó
el dilema proponiendo que acordáramos encontrarnos en un
tercer país.

Por esa época, convencí a mi viejo amigo y
compañero de habitación de Oxford, Strobe Talbott,
de que dejara la revista Time y viniera a trabajar conmigo en el
Departamento de Estado, para colaborar en el diseño de
nuestra política con la antigua Unión
Soviética. Strobe y yo llevábamos casi veinticinco
años hablando de la historia y la política de
Rusia. Desde que tradujo y editó las memorias de Jruschov,
Strobe conocía y le importaba más Rusia y el pueblo
ruso que nadie que yo conociera. Tras su apariencia
impecablemente profesional, se ocultaban una mente aguda y
analítica y una gran imaginación; yo confiaba en su
buen juicio, su franqueza y su absoluta disposición a
contarme la pura verdad. No existía ningún cargo en
el Departamento de Estado que cumpliera las funciones que yo
quería encomendarle a Strobe, de modo que creamos uno, con
la bendición de Warren Christopher y la
colaboración de Dick Holbrooke, un banquero inversionista
y un veterano en política exterior, que nos había
asesorado durante la campaña y que se convirtió en
una de las figuras más destacadas de mi
administración.

Finalmente, el nuevo puesto de Strobe tuvo por
título: embajador honorífico y asesor especial del
secretario de Estado para los nuevos estados independientes de la
ex Unión Soviética. Más tarde se
convirtió en adjunto al secretario de Estado. No creo que
hubiera ni cinco personas capaces de repetir el nombre del cargo
de Strobe de un tirón, pero todos sabíamos de
qué se ocupaba: era nuestro hombre en Rusia.

Durante ocho años, estuvo a mi lado en todas las
reuniones que mantuve con el presidente Yeltsin y con Vladimir
Putin, y en dieciocho entrevistas en las que vi únicamente
al presidente. Puesto que Strobe hablaba ruso y tomaba abundantes
notas, su colaboración conmigo y sus propias relaciones
con los rusos garantizaban una precisión y una exactitud
en nuestra labor que se demostró inestimable. Strobe narra
la odisea de los ocho años que compartimos en su
crónica The Russia Hand, un libro extraordinario, no solo
por sus aportaciones, sino también por el relato literal
de las pintorescas conversaciones que mantuve con Yeltsin. A
diferencia de muchos otros libros sobre este tema, las citas no
son reconstrucciones; son, para bien o para mal, lo que realmente
dijimos. La principal tesis de Strobe es que me convertí
en mi propio «hombre en Rusia», pues aunque no era un
experto en el país, sabía «una cosa esencial
en los dos temas que habían constituido la piedra de toque
de la Guerra Fría: la democracia frente a la dictadura en
el plano nacional y la cooperación frente a la competencia
en el plano exterior», Yeltsin y yo estábamos
«en principio, en el mismo bando».

Durante el período de transición,
hablé mucho con Strobe acerca de la deteriorada
situación en Rusia y lo importante que era evitar el
desastre. Durante el fin de semana del Renacimiento, Strobe y su
esposa, Brooke, que se había volcado en la campaña
junto a Hillary y estaba a punto de convertirse en la responsable
del programa de becas de la Casa Blanca, corrieron conmigo en la
playa Hilton Head. Yo quería hablar de Rusia, pero la
cabeza de nuestro grupo, el corredor de vallas olímpico
Edwin Moses, iba tan rápido que no podía seguirle y
hablar al mismo tiempo. Nos encontramos con Hillary, que daba su
paseo matutino, y así los tres tuvimos una excusa para
ralentizar la marcha y charlar.

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