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Análisis del libro "MI vida (parte II)" de Williams Bill Clinton (página 20)



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En mi anterior viaje a Cleveland había visitado
una escuela elemental donde los voluntarios de AmeriCorps
enseñaban a los niños pequeños a leer. Un
niño de seis años me miró y me
preguntó: «¿De verdad eres el
presidente?». Cuando le dije que sí, exclamó:
«¡Pero si aún no estás muerto!».
Le habían hablado de George Washington y Abraham Lincoln.
A mí se me estaba acabando el tiempo, pero con un tema de
altos vuelos como este en mis manos, sabía que el chico
tenía razón. Todavía no estaba
muerto.

El 17 de marzo, anuncié un gran acuerdo entre
Smith & Wesson, uno de nuestros mayores fabricantes de armas,
y los gobiernos federales, estatales y locales. La empresa se
mostró de acuerdo en incluir seguros en sus armas, en
desarrollar «armas inteligentes» que solo pudieran
ser disparadas por su dueño adulto, a acabar con los
traficantes de armas que vendían un número
increíblemente alto de armas usadas en crímenes, a
exigir a sus distribuidores que no vendieran las armas en ferias
a menos que se llevaran a cabo en ellas comprobaciones de los
antecedentes de los compradores y a diseñar nuevas armas
que no admitieran cargadores de gran capacidad. Era una
decisión muy valiente de la empresa. Sabía que
Smith & Wesson recibiría duras críticas de sus
competidores y de la ANR.

El proceso de nominación presidencial
acabó hacia la segunda semana de marzo, cuando John McCain
y Bill Bradley se retiraron después de que Al Gore y
George W. Bush lograran el día 16 un gran triunfo en las
primarias y caucus del Supermartes. Bill Bradley había
llevado una campaña muy seria y al presionar a Al Gore le
había convertido en un candidato mejor, haciendo que Al
abandonase su enfoque basado en conseguir buenos apoyos oficiales
por un esfuerzo por hacer campaña entre las bases que le
había hecho parecer un candidato más natural y
más agresivo. Después de haber perdido en New
Hampshire, Bush había enderezado su campaña ganando
en Carolina del Sur, donde se valió de una campaña
orientada a los hogares conservadores blancos en la que les
recordaba que el senador McCain tenía un
«bebé negro». McCain había adoptado un
niño de Bangladesh, otra de las muchas razones por las
cuales yo le admiraba.

Antes de que hubieran concluido las primarias, un grupo
de veteranos constituido expresamente para la ocasión y
que apoyaba a Bush acusó a McCain de traicionar a su
país durante los cinco años y medio en los que fue
prisionero de guerra en Vietnam del Norte. En Nueva York, el
equipo de Bush atacó a McCain por oponerse a la
investigación sobre el cáncer de mama. De hecho,
había votado sobre una propuesta de ley de
financiación de defensa que incluía solo un poco de
dinero para el cáncer de mama para protestar contra el
despilfarro exagerado que representaba aquella ley; el senador
tenía una hermana con cáncer de mama y había
votado a favor de las leyes de asignaciones presupuestarias que
otorgaban más del 90 por ciento de los fondos para
investigar ese cáncer. El senador McCain no
contestó a los ataques de la campaña de Bush ni a
los de los radicales de extrema derecha hasta que fue demasiado
tarde.

La evolución del frente internacional en marzo
fue básicamente positiva. Barak y Arafat acordaron
reiniciar sus conversaciones. En mi último día de
San Patricio como presidente, Seamus Heaney leyó su
poesía, todos cantamos «Danny Boy» y
quedó claro que aunque todavía no se había
restaurado el autogobierno de Irlanda del Norte, nadie estaba
dispuesto a permitir que el proceso de paz muriera. Hablé
con el rey Faud de Arabia Saudí sobre la posibilidad de
que la OPEP aumentara su producción. Un año antes
el precio del petróleo había descendido hasta doce
dólares el barril, una cantidad demasiado exigua como para
compensar las necesidades básicas de los países
productores. Ahora estaba oscilando entre treinta y un y treinta
y cuatro dólares, demasiado alto para evitar efectos
adversos en las naciones consumidoras. Yo deseaba que el precio
se estabilizase entre veinte y veintidós dólares el
barril, y esperaba que la OPEP pudiera aumentar su
producción lo suficiente como para alcanzar ese objetivo;
de lo contrario, Estados Unidos podría sufrir importantes
perturbaciones económicas.

El 18 partí en un viaje que iba a durar toda una
semana y durante el que iba a visitar la India, Pakistán y
Bangladesh. Iba a la India a poner los cimientos de lo que yo
esperaba que fuera una larga etapa de buenas relaciones.
Habíamos perdido demasiado tiempo desde el final de la
Guerra Fría, durante la cual la India se había
alineado con la Unión Soviética, principalmente
como contrapeso a China. Bangladesh era el país más
pobre del sudeste asiático, pero era una nación muy
grande, con algunos innovadores programas económicos y una
actitud amistosa hacia Estados Unidos. A diferencia de
Pakistán y de la India, Bangladesh era una nación
no nuclear que había firmado el Tratado de
Prohibición Total de Pruebas Nucleares, que era más
de lo que se podía decir de Estados Unidos.

Mi escala en Pakistán fue la más
polémica debido al reciente golpe militar que se
había producido allí, pero decidí ir por
varios motivos: para animar a que se volviera rápidamente
a un gobierno civil y para reducir las tensiones sobre Cachemira;
para apremiar al general Musharraf a que no ejecutara al depuesto
primer ministro Nawaz Sharif, al que estaba juzgando y
podrían condenar a pena de muerte y para presionar a
Musharraf para que cooperara con nosotros para luchar contra bin
Laden y al-Qaeda.

El Servicio Secreto se oponía totalmente a que
viajara a Pakistán o Bangladesh, porque la CIA
tenía información que indicaba que al-Qaeda
quería atacarme en una de esas escalas, bien en tierra o
bien durante los despegues o los aterrizajes. Pero yo
creía que tenía que ir a aquellos países,
porque ir solo a la India tendría consecuencias negativas
para los intereses norteamericanos en la zona y porque me negaba
a cambiar mis planes por la amenaza de los terroristas.
Así pues, tomamos las precauciones adecuadas y seguimos
adelante. Creo que fue la única petición del
Servicio Secreto que jamás rechacé.

Dorothy, madre de Hillary, y Chelsea vinieron conmigo a
la India. Volamos primero allí, donde las dejé en
las buenas manos de nuestro embajador, mi viejo amigo Dick
Celeste, ex gobernador de Ohio, y de su mujer, Jacqueline. Luego
fui con un reducido grupo en dos aviones hasta Bangladesh, donde
me reuní con la primer ministro, la jeque Hasina. Me vi
forzado luego a hacer otra concesión a la seguridad.
Tenía previsto visitar la aldea de Joypura con mi amigo
Muhammad Yunus para ver en directo como funcionaban algunos de
los proyectos de microcréditos del banco Grameen. El
Servicio Secreto había advertido que estaríamos
indefensos si circulábamos por aquellas estrechas
carreteras o si volábamos en helicóptero hasta la
aldea, así que hicimos que la gente de la aldea, entre
ellos algunos niños estudiantes de la escuela, viniera a
la embajada estadounidense en Dacca, donde se dispuso una clase y
algunas vitrinas en el patio interior.

Mientras estaba en Bangladesh, treinta y cinco sijs
fueron asesinados en Cachemira por asesinos desconocidos que
querían aprovecharse de la publicidad que estaba generando
mi visita. Cuando regresé a Delhi, en mi reunión
con el primer ministro Vajpayee, expresé lo ultrajado y
profundamente dolido que me sentía por el hecho de que los
terroristas hubieran usado mi viaje como pretexto para matar. Me
llevaba bien con Vajpayee y esperaba que le dieran una
oportunidad de volver a dialogar con Pakistán antes de que
abandonara el cargo. No nos pusimos de acuerdo sobre el Tratado
de Prohibición de Pruebas Nucleares, pero ya sabía
que iba a ser así porque Strobe Talbott llevaba meses
trabajando con el ministro de Asuntos Exteriores, Jaswant Singh,
y otros sobre asuntos de no proliferación. Sin embargo,
Vajpayee sí se unió a mí en el compromiso de
renunciar a futuras pruebas, y acordamos una serie de principios
positivos que gobernarían en adelante nuestras relaciones
bilaterales, que habían sido un poco frías durante
mucho tiempo.

También visité a la líder del
partido de la oposición, Sonia Gandhi. Su marido y su
suegra, nieto e hija de Nehru, habían sido victimas de
asesinatos políticos. Sonia, italiana de nacimiento,
había sido valiente y había permanecido en la vida
pública.

El cuarto día de mi viaje tuve la oportunidad de
dirigirme al parlamento indio. El edificio del parlamento es una
gran estructura circular en la que varios cientos de
parlamentarios se sientan muy apretados en fila tras fila de
estrechas mesas. Hablé sobre mi respeto a la democracia,
la diversidad y los impresionantes pasos de la India orientados a
formar una economía moderna; debatí abiertamente
nuestras diferencias sobre los asuntos nucleares y les
apremié a llegar a una solución pacífica del
problema de Cachemira. Para mi sorpresa, acogieron mi discurso
con entusiasmo. Aplaudieron dando palmadas a las mesas,
demostrando que los indios estaban tan ansiosos como yo de que
concluyera nuestro largo alejamiento.

Chelsea, Dorothy y yo visitamos el monumento a Gandhi,
donde nos dieron unos ejemplares de su autobiografía y
otros escritos, y viajamos a Agra, donde el Taj Mahal,
quizá la estructura más bella de todo el mundo,
estaba amenazado por la contaminación medioambiental. La
India estaba trabajando intensamente para establecer una zona
libre de contaminación alrededor del Taj Mahal, y el
ministro de Asuntos Exteriores Singh y Madeleine Albright
firmaron un acuerdo de cooperación indoestadounidense en
energía y medio ambiente, mediante el cual Estados Unidos
aportaría cuarenta y cinco millones de dólares de
ayuda del fondo USAID y doscientos millones del Banco de
Exportación e Importación para potenciar
energías ecológicas en la India. El Taj Mahal era
sobrecogedor, y no me gustó tener que
marcharme.

El día 23 visité Naila, una pequeña
aldea cerca de Jaipur. Después de que las mujeres de la
aldea salieran a recibirme vestidas con sus saris de brillantes
colores y me rodearan y me ducharan con una lluvia de
pétalos de flores, me reuní con los cargos
públicos que estaban trabajando para superar las
divisiones de casta y de género que tradicionalmente
habían dividido a los indios y conversé sobre la
importancia de los microcréditos con las mujeres de la
cooperativa lechera local.

El día siguiente, fui a la efervescente ciudad de
Hyderabad –dedicada a la tecnología punta–
como huésped del ministro jefe del estado, Chandrababu
Naidu, un líder político muy coherente y moderno.
Visitamos el Hitech Center, donde me sorprendió ver la
enorme variedad de empresas que estaban creciendo allí, a
un ritmo verdaderamente salvaje. Fuimos también a un
hospital donde, junto con el administrador de USAID, Brady
Anderson, anuncié una subvención de cinco millones
de dólares para contribuir a que se enfrentara al SIDA y
la tuberculosis. En aquellos momentos, el SIDA apenas se estaba
empezando a reconocer en la India, y todavía había
mucha gente que se negaba a aceptar la realidad. Esperaba que
nuestra modesta subvención aumentara la conciencia
pública del problema y la disposición a actuar
antes de que el problema del SIDA alcanzase en la India las
proporciones epidémicas que tenía en
Africa.

Mi última etapa fue Mumbai (Bombay), donde me
reuní con líderes del sector empresarial y sostuve
una conversación interesante con jóvenes
líderes en un restaurante local. Me fui de la India
sintiendo que nuestras naciones habían establecido una
relación sólida, pero deseando haber tenido otra
semana para absorber la belleza y el misterio de aquel
país.

El día 25 volé a Islamabad, la parte del
viaje que el Servicio Secreto creía más peligrosa.
Llevé conmigo al menor número de personas posible,
dejando atrás a la mayor parte de nuestra
expedición para que volasen en nuestro avión
más grande a Omán, nuestra escala para repostar.
Sandy Berger bromeó diciendo que era un poco mayor que yo
y que, puesto que había pasado por tantas cosas durante
treinta años de amistad, lo mínimo que se
había ganado era un viaje gratis a Pakistán. De
nuevo volamos hasta allí en dos aviones pequeños,
uno con las enseñas de las Fuerzas Aéreas de
Estados Unidos y el otro, en el que viajaba yo, pintado
completamente de blanco y sin ningún distintivo. Los
paquistaníes habían despejado un área de
kilómetro y medio de anchura alrededor de la pista de
aterrizaje para asegurarse de que no nos podrían disparar
con un lanzacohetes. Sin embargo, el aterrizaje fue una
experiencia tremenda.

Nuestra caravana de automóviles viajó por
una autopista desierta hasta el palacio presidencial para
reunirnos con el general Musharraf y su gobierno y para dar un
discurso televisado al pueblo paquistaní. En el discurso,
destaqué nuestra larga amistad a lo largo de toda la
Guerra Fría y pedí a los paquistaníes que se
alejaran del terror de las armas nucleares y optaran por el
diálogo con la India sobre Cachemira, por aprobar el
tratado de prohibición de pruebas nucleares y por invertir
más en educación, salud y desarrollo que en armas.
Dije que venía como amigo de Pakistán y del mundo
musulmán. Me había opuesto firmemente a la matanza
de musulmanes en Bosnia y Kosovo, había hablado frente al
Consejo Nacional Palestino en Gaza, había caminado junto a
los dolientes en los funerales del rey Husein y del rey Hasan, y
había celebrado el fin del Ramadán en la Casa
Blanca con los norteamericanos musulmanes. Lo que intentaba
comunicarles es que nuestro mundo no estaba dividido según
diferencias religiosas, sino entre aquellos que deciden vivir con
el dolor del pasado y aquellos otros que prefieren la promesa del
futuro.

En mis reuniones con Musharraf, llegué a
comprender por qué había emergido de entre la
compleja y a menudo violenta cultura de la política
paquistaní. Era un hombre evidentemente inteligente,
fuerte y sutil. Si optaba por seguir un curso pacífico y
progresista, creía que tenía muchas posibilidades
de tener éxito. Pero le previne que creía que, si
no luchaba con firmeza contra él, el terrorismo
acabaría destruyendo Pakistán.

Musharraf dijo que no creía que se ejecutara a
Sharif, pero no se comprometió a nada en los demás
temas. Yo sabía que todavía estaba
afianzándose en su cargo y que era un momento delicado.
Sharif fue puesto en libertad al poco tiempo y forzado a
exiliarse en Yida, en Arabia Saudí. Cuando, tras el 11 de
septiembre de 2001, Musharraf comenzó a cooperar en serio
con Estados Unidos en la guerra contra el terrorismo, continuaba
tomando un rumbo peligroso para él. En 2003,
sobrevivió a dos intentos de asesinato separados por
apenas unos días.

De camino a casa, tras una escala en Omán para
ver al sultán Qabus y para reunir a nuestra
delegación de nuevo en el AirForce One, volé a
Ginebra para reunirme con el presidente Asad. Nuestro equipo
había estado trabajando para lograr que Barak hiciera
alguna propuesta concreta que yo pudiera presentarle a Siria. Yo
sabía que no se trataría de una oferta final, y los
sirios también lo sabían, pero confiaba en que si
Israel por fin respondía con la misma flexibilidad que los
sirios habían demostrado en Shepherdstown, todavía
podríamos cerrar un trato. No iba a ser
así.

Cuando me reuní con Asad, me recibió con
toda amabilidad y me agradeció la corbata azul con un
perfil de león en rojo que le regalé, en honor al
significado en inglés de su nombre. Fue una reunión
pequeña: con Asad estaba su ministro de Asuntos
Exteriores, Shara, y Butheina Shaban; a mí me
acompañaban Madeleine Albright y Dennis Ross, con Rob
Malley, del Consejo Nacional de Seguridad, tomando notas de la
reunión. Después de un poco de charla trivial, le
pedí a Dennis que extendiera los mapas que había
estudiado cuidadosamente para preparar nuestra
conversación. En comparación con la postura que
adoptó en Shepherdstown, Barak estaba dispuesto ahora a
aceptar menos tierra alrededor del lago, aunque todavía
quería mucha, 400 metros; menos gente en la
estación de escucha y un período de retirada
más rápido. Asad no quería dejarme ni
terminar la exposición. Se comenzó a impacientar y,
contradiciendo la posición siria en Shepherdstown, dijo
que nunca cedería ni un palmo de terreno, que
quería poder sentarse a la orilla del lago y poner los
pies en el agua. Tratamos de hacerles salir de su inmovilismo
durante horas, pero fracasamos. El rechazo israelí en
Shepherdstown, y la filtración del documento de trabajo en
la prensa israelí habían avergonzado a Asad y
habían destruido su frágil confianza. Su salud se
había deteriorado incluso más de lo que yo
creía. Barak había hecho una oferta aceptable. Si
hubiera llegado en Shepherdtown es posible que hubiéramos
logrado un acuerdo. Ahora, sin embargo, la principal prioridad de
Asad era la sucesión de su hijo, y obviamente había
decidido que una nueva ronda de negociaciones, no importa cual
fuera su resultado, podría poner en peligro esa
sucesión.

En menos de cuatro años, había visto
cómo las posibilidades de paz entre Siria e Israel se
derrumbaban en tres ocasiones: por el terrorismo en Israel y la
derrota de Peres en 1996, por el rechazo israelí a la
actitud abierta de Siria en Shepherdstown y por la
preocupación que a Asad le causaba su propia
desaparición. Después de que nos
despidiéramos en Ginebra, ya no volví a
verle.

Ese mismo día, Vladimir Putin resultó
elegido presidente de Rusia en la primera vuelta con un 52,5 por
ciento de los votos. Le llamé para felicitarle y cuando
colgué el teléfono pensé que era lo
suficientemente duro como para mantener a Rusia unida; solo
esperaba que además fuera lo suficientemente sabio como
para encontrar una salida al problema de Chechenia y estuviera lo
suficientemente comprometido con la democracia como para
defenderla. Comenzó muy bien, pues la Duma ratificó
tanto el START II como el Tratado de Prohibición Total de
Pruebas Nucleares. Ahora hasta la Duma rusa era más
progresista en el tema del control de armas que el Senado de
Estados Unidos.

En abril, continué viajando por todo el
país promocionando las medidas para la educación,
la seguridad en las armas y el acceso a la tecnología que
había enunciado en el discurso del Estado de la
Unión. Declaré monumento nacional a la Gran
Secuoya, en California; veté la propuesta de ley para
concentrar todos los residuos nucleares de baja actividad en
Nevada, porque no creía que se hubiera dado respuesta a
todas las preguntas legítimas que la medida había
generado; firmé la ley que acababa con las limitaciones de
ganancias para retirados beneficiarios de la Seguridad Social;
visité a la gente de la nación de los navajo en
Shiprock, en el norte de Nuevo México, para hablarles de
los esfuerzos que estábamos realizando para usar internet
para ofrecer oportunidades de educación, acceso a la
sanidad y mejora económica a las comunidades más
apartadas e inauguré el sencillo pero imponente monumento
a las víctimas del atentado de Oklahoma City, 168 sillas
vacías en filas en una suave pendiente flanqueadas por dos
grandes entradas y asomando a una gran piscina sobre la que se
reflejaban.

Abril también trajo el final de la larga aventura
del pequeño Elián González. Varios meses
antes, su madre había huido de Cuba con él a
Estados Unidos a bordo de un desvencijado bote. El bote
volcó y ella murió ahogada después de poner
a Elián en una cámara para salvarle. El niño
fue llevado a Miami, y se le puso bajo la custodia temporal de un
tío abuelo que estaba dispuesto a cuidar de él. Su
padre, en Cuba, quería que volviera. La comunidad
cubanoamericana convirtió el caso Elián en una
cruzada, diciendo que su madre había muerto para traer a
su hijo a la libertad y que estaría mal devolverlo a la
dictadura de Castro.

La ley aplicable al caso parecía muy clara. El
Servicio de Inmigración y Naturalización
debía decidir si el padre del niño reunía
las condiciones necesarias para hacerse cargo de su custodia; si
las reunía, Elián debía volver con
él. Un equipo del SIN fue a Cuba y descubrió que, a
pesar de que los padres de Elián estaban divorciados,
habían mantenido una buena relación entre ellos y
compartían el cuidado del niño. De hecho,
Elián había pasado casi la mitad de su tiempo con
su padre, que vivía más cerca de la escuela del
niño. El SIN dictaminó que Juan Miguel
González podía hacerse cargo de su
custodia.

Los abogados de los parientes norteamericanos llevaron
el caso a juicio en un intento de cuestionar la validez del
proceso en Cuba, pues creían que la presencia de la gente
de Castro en las audiencias podría haberle condicionado.
Algunos buscaron aplicar la ley estatal vigente sobre los casos
de custodia: ¿Qué es lo que más favorece al
niño? El Congreso se metió en el asunto, con varias
propuestas que proponían mantener a Elián en
Estados Unidos. Mientras tanto, la comunidad cubanoamericana fue
llevada a un estado de histeria por las constantes
manifestaciones frente a la casa de los parientes de Elián
y las entrevistas de televisión que regularmente
concedía una de ellos, una mujer joven y muy
emotiva.

Janet Reno, que había trabajado como fiscal en
Miami y había sido un personaje popular entre los
cubanoamericanos, los enfureció al declarar que la ley
federal debía aplicarse al caso y que Elián
debía ser devuelto a su padre. No fue fácil para
Janet. Me dijo que una de sus ex secretarias casi había
dejado de hablarle; el marido de la mujer había pasado
quince años en las prisiones de Castro y ella había
esperado todo ese tiempo que le liberaran para reunirse con
él. Muchos cubanoamericanos y otros inmigrantes
creían que al chico le iría mucho mejor
quedándose aquí.

Yo apoyaba a Reno, pues creía que el hecho de que
el padre de Elián le quisiera y hubiera sido un buen padre
debía contar más que la pobreza o la
política cerrada y represiva de Cuba. Más
aún, Estados Unidos trataba constantemente que se le
devolvieran niños que habían sido sacados del
país habitualmente por el progenitor que había
perdido el juicio para la custodia. Si nos quedábamos a
Elián, debilitaríamos nuestras solicitudes para que
aquellos niños regresaran con sus progenitores
norteamericanos.

Al final, el caso entró en el debate electoral.
Al Gore disintió públicamente de nosotros, diciendo
que había algunas cosas del proceso del SIN que no le
gustaban, y que incluso si el padre de Elián reunía
los requisitos para la custodia, sería mejor para el
niño quedarse en Estados Unidos. Era una posición
defendible por méritos propios, y comprensible, dada la
importancia de Florida en las elecciones. Yo había
trabajado durante ocho años para reforzar nuestra
posición en ese estado y entre los cubanoamericanos; al
menos en esa comunidad, el caso Elián desbarató la
mayor parte de nuestras ganancias. Hillary veía el caso
como defensora de la infancia y como madre: apoyaba nuestra
decisión de que el niño volviera con su
padre.

A principios de mes, Juan Miguel González vino a
Estados Unidos con la esperanza de recuperar la custodia de su
hijo, como disponía una orden de una corte federal. Unas
semanas más tarde, después de que Janet Reno
tratara durante varios días de asegurar la entrega
voluntaria del muchacho, un grupo de cuatro líderes
ciudadanos –el presidente de la universidad de Miami, un
abogado de reconocido prestigio y dos respetados
cubanoamericanos– propusieron que la familia de Miami
entregara la custodia al padre en un lugar apartado donde
pudieran estar todos juntos durante unos días para
suavizar la transición. La noche del Viernes Santo
hablé con Reno a media noche y todavía estaban
negociando, pero se le estaba acabando la paciencia. A las dos en
punto de la mañana del sábado, John Podesta
llamó para decirme que todavía proseguían
las negociaciones. A las cinco menos cuarto, Podesta
volvió a llamar y me dijo que la familia de Miami se
negaba ahora incluso a reconocer el derecho de custodia del
padre. Treinta minutos después, a las cinco y cuatro,
recibí otra llamada de John diciendo que todo había
acabado. Reno había autorizado una entrada en la casa
antes del amanecer de policías federales. Tardaron solo
tres minutos, nadie salió herido y Elián
volvió con su padre. Un niño pequeño se
había convertido en un peón en el interminable
enfrentamiento contra Castro.

Las fotografias de un Elián obviamente feliz con
su padre se hicieron públicas y el sentimiento popular
cambió a ojos vista a favor de la reunificación
familiar. Yo estaba convencido de que habíamos seguido el
único camino posible, pero todavía me preocupaba
que mi decisión pudiera costarle Florida en noviembre a Al
Gore. Juan Miguel y Elián González se quedaron en
Estados Unidos unas pocas semanas más, hasta que el
Tribunal Supremo finalmente aprobó la orden de custodia
del tribunal inferior. El señor González
podría haberse quedado en Estados Unidos, pero
quería llevarse a su hijo de vuelta a Cuba.

En mayo, hice una gira por escuelas de Kentucky, Iowa,
Minnesota y Ohio para impulsar nuestro paquete de medidas
educativas; fui el anfitrión de Thabo Mbeki, que acababa
de ser elegido presidente de Sudáfrica y venía en
visita de Estado e impulsé la propuesta de ley de comercio
con China, que era necesaria para que este país fuera
admitido en la OMC. Los presidentes Ford y Carter, junto con
James Baker y Henry Kissinger, acudieron a la Casa Blanca para
apoyarla. Esta resultó ser una batalla legislativa muy
dificil, de las más duras que tuvimos que librar –un
voto especialmente complicado para los demócratas que
dependían del apoyo de los sindicatos–, y estuve
invitando a distintos grupos de una docena aproximada de miembros
del Congreso a la residencia privada durante varias semanas, en
un esfuerzo intensivo para explicarles la importancia de integrar
a China en la economía global.

El 17 de mayo, pronuncié mi último
discurso en la Academia Militar de Guardacostas en New London,
Connecticut. En ocho años, había hablado a cada una
de las academias militares dos veces. Cada promoción me
llenaba de orgullo por la calidad de los hombres y mujeres
jóvenes que querían servir de uniforme a nuestro
país. También estaba orgulloso de toda la gente
joven que venía a nuestras academias militares procedente
de todos los lugares del mundo. Esta promoción
incluía graduados de nuestros adversarios durante la
Guerra Fría: Rusia y Bulgaria.

Hablé con los nuevos oficiales sobre la
trascendental lucha en la que se verían envueltos, una
lucha entre las fuerzas de la integración y la
armonía y aquellas de la desintegración y el caos,
una lucha en la que la globalización y las
tecnologías de la información habían
ampliado tanto el poder creativo como la capacidad de
destrucción de la humanidad. Expuse los ataques que Osama
bin Laden y al-Qaeda habían planeado para el milenio,
ataques que habíamos conseguido desactivar tras un trabajo
muy duro y contando con total cooperación, tanto interior
como internacional. Para seguir mejorando en ese ámbito,
dije que iba a ampliar en otros trescientos millones de
dólares nuestro presupuesto antiterrorista, además
de la petición de nueve mil millones que ya había
enviado al Congreso y que comportaba un incremento de más
del 40 por ciento en tres años.

Tras hablar de otros desafíos a nuestra
seguridad, defendí lo mejor que supe que debíamos
implicarnos activamente en la política internacional y
cooperar con los demás en un mundo en que ninguna
nación se podía sentir ya protegida por su
situación geográfica o por su poderío
militar convencional.

A finales de mayo, justo antes de que partiera en un
viaje a Portugal, Alemania, Rusia y Ucrania, fui a Assateague
Island, en Maryland, a anunciar una nueva iniciativa para
proteger nuestros arrecifes de coral y otros tesoros marinos. Ya
habíamos cuadruplicado la financiación de nuestros
santuarios marinos. Firmé un decreto presidencial para
crear una red de protección nacional para nuestras costas,
arrecifes, bosques subacuáticos y otras estructuras
importantes, y dije que íbamos a proteger permanentemente
los arrecifes del noroeste de las islas Hawai, que
constituían más del 60 por ciento de todos los que
poseía Estados Unidos y se prolongaban a lo largo de dos
mil kilómetros. Fue la mayor empresa de
conservación del medio ambiente que había tomado
desde que decidimos proteger diecisiete millones y medio de
hectáreas de nuestros bosques que no estaban cruzadas por
carreteras y, además, se trataba de una medida necesaria,
pues la contaminación oceánica estaba amenazando a
los arrecifes de todo el mundo, incluida la Gran Barrera de Coral
en Australia.

Fui a Portugal para la reunión anual entre
Estados Unidos y la Unión Europea. El primer ministro
portugués, Antonio Guterres, era el presidente de turno
del Consejo Europeo. Era un joven progresista y brillante que
formaba parte de nuestro grupo de la Tercera Vía, al igual
que el presidente de la UE, Romano Prodi. Veíamos la
mayoría de las cosas de la misma manera y disfruté
mucho con la reunión, al igual que con mi primera visita a
Portugal, un país precioso y cálido, con gente
amable y una historia fascinante.

El dos de junio, acompañé a Gerhard
Schroeder a la antigua ciudad de Aquisgrán para recibir el
premio Carlomagno. En una soleada ceremonia celebrada en el
exterior en un espacio público cerca del ayuntamiento y de
la antigua catedral donde estaban enterrados los restos de
Carlomagno, agradecí al canciller Schroeder y al pueblo
alemán que me otorgaran una distinción con la que
habían galardonado anteriormente a Václav Havel y
el rey Juan Carlos y que en pocas ocasiones se había
concedido a un norteamericano. Yo había hecho cuanto
había podido para ayudar a que Europa avanzase en el
camino de la unidad, la democracia y la seguridad, para afianzar
y reforzar la alianza transatlántica, para que se acercara
a Rusia y para que pusiera fin a la limpieza étnica en los
Balcanes. Fue gratificante que me reconociera ese
esfuerzo.

Al día siguiente, Gerhard Schroeder fue el
anfitrión de otra de nuestras conferencias de la Tercera
Vía, en Berlín. Esta vez a Gerhard, Jean
Chrétien y a mí se nos unieron tres
latinoamericanos –Fernando Henrique Cardoso de Brasil, el
presidente Ricardo Lagos de Chile y el presidente Fernando de la
Rúa de Argentina–, con los que esbozamos el tipo de
asociaciones progresistas que los líderes de países
desarrollados debían formar con los de países en
vías de desarrollo. Tony Blair no acudió porque
él y Cherie, que ya eran padres de tres hijos,
habían traído recientemente al mundo a un cuarto,
un niño llamado Leo.

Volé a Moscú para mi primer encuentro con
Vladimir Putin desde su elección. Acordamos destruir otras
treinta y cuatro toneladas de plutonio de uso militar cada uno,
pero no pudimos alcanzar ningún acuerdo en lo relativo a
añadir una enmienda al tratado ABM que permitiera a
Estados Unidos desplegar un sistema nacional de defensa con
misiles. No era algo que me preocupase demasiado; Putin
probablemente quería esperar a ver cómo acababan
las elecciones norteamericanas. Los republicanos estaban
enamorados de su sistema de defensa de misiles desde la era
Reagan, y muchos de ellos no dudarían un segundo en
derogar el tratado ABM si suponía un obstáculo para
desplegarlo. Al Gore estaba básicamente de acuerdo
conmigo. Putin no quería tener que negociar sobre este
tema dos veces.

En aquellos tiempos no teníamos ningún
sistema de defensa de misiles lo suficiente fiable como para
desplegarlo. Como había dicho Hugh Shelton, derribar a un
misil que se dirigiera a Estados Unidos era como «acertar a
una bala con otra bala». Si alguna vez
desarrollábamos un sistema practicable, creía que
debíamos ofrecer la tecnología a otras naciones y
que, al hacerlo, probablemente convenciéramos a los rusos
de enmendar el tratado ABM. No estaba del todo seguro de que,
incluso en el caso de que funcionara, construir un sistema de
defensa de misiles era la mejor manera de gastar las sumas
estratosféricas de dinero que costaría. Era mucho
más probable que tuviéramos que enfrentarnos a
ataques terroristas que tuvieran armas nucleares, químicas
o biológicas más pequeñas.

Más aún, desplegar un sistema tal de
misiles podía exponer al mundo a un peligro todavía
mayor. Por lo que sabíamos, lo más que haría
el sistema en el futuro cercano sería, en el mejor de los
casos, derribar unos pocos misiles. Si Estados Unidos y Rusia
construían un sistema de ese tipo, lo más probable
es que China fabricara más misiles para poder sobrepasarlo
y mantener su capacidad disuasoria. Luego le seguiría la
India, y luego Pakistán. Los europeos estaban convencidos
de que era una idea horrorosa. Pero no teníamos por
qué enfrentarnos a esos problemas hasta que no
tuviéramos un sistema que funcionase y, por el momento, no
lo teníamos.

Antes de abandonar Moscú, Putin celebró
una pequeña cena en el Kremlin seguida de un concierto de
jazz en el que actuaron músicos rusos, desde adolescentes
hasta un octogenario. El final del concierto empezó con el
escenario a oscuras y con una hechizante serie de melodías
de mi saxofonista tenor contemporáneo favorito, Igor
Butman. John Podesta, al que le gustaba el jazz tanto como a
mí, coincidió conmigo en que jamás
había oído una actuación en directo
mejor.

Partí hacia Ucrania para anunciar el apoyo
financiero de Estados Unidos a la decisión del presidente
Leonid Kuchma de cerrar el último reactor de la planta
nuclear de Chernobil el 15 de diciembre. Había tomado
mucho tiempo, y me alegró saber que al menos el problema
se solucionaría antes de que me fuera. Mi última
parada fue un discurso al aire libre frente a una gran multitud
de ucranianos, a los cuales exhorté a seguir por la
vía de la libertad y de la reforma económica. Kiev
era un lugar hermoso a la luz del sol de finales de primavera, y
yo esperaba que su gente pudiera conservar el espíritu
animado que había observado. Aún tenían que
superar muchos obstáculos.

El 8 de junio, volé hacia Tokio para terminar el
día allí y presentar mis respetos en la misa
fúnebre de mi amigo el primer ministro Keizo Obuchi, que
había fallecido de un ataque unos días antes. El
servicio se ofició en la sección interior de un
estadio de fútbol con unos miles de asientos dispuestos en
el campo, divididos por un pasillo en el medio, y varios cientos
de personas sentados en las tribunas. Habían construido un
estrado con una larga rampa hasta la primera fila, y otras
más pequeñas a los lados. Detrás de la
tarima había una pared cubierta de flores de unos siete u
ocho metros de altura. Las flores estaban bellamente colocadas, y
mostraban el sol naciente japonés en el fondo de un cielo
azul claro. En la parte superior había un espacio
vacío en el cual al principio de la ceremonia un adjunto
militar puso solemnemente una caja que contenía las
cenizas de Obuchi. Después de que sus colegas y amigos le
hubieran rendido homenaje, varias jóvenes japonesas
aparecieron llevando bandejas llenas de flores blancas. Empezando
por la esposa y los hijos de Obuchi, los miembros de la familia
imperial y los dirigentes gubernamentales, todos los dolientes
subimos por la rampa central, nos inclinamos frente a sus cenizas
en señal de respeto y pusimos nuestras flores en una
estantería de madera, situada a la altura de la cintura
que recorría toda la longitud de la pared ornamentada con
flores.

Después de inclinarme frente a mi amigo y de
entregar mi flor, volví a la embajada norteamericana para
ver a nuestro embajador, el ex portavoz de la Cámara Tom
Foley. Encendí la televisión para ver como se
desarrollaba el resto de la ceremonia. Miles de conciudadanos de
Obuchi crearon una nube de flores sagradas contra el sol
naciente. Fue uno de los tributos más conmovedores que
jamás he presenciado.

Me detuve brevemente en la recepción para
expresar mis condolencias a la señora Obuchi y a los hijos
de Keizo, una de las cuales también se dedicaba a la
política. La señora Obuchi me agradeció mi
presencia y me regaló una preciosa caja esmaltada para
cartas, que había pertenecido a su esposo. Obuchi
había sido un amigo para mí y para Estados Unidos.
Nuestra alianza era importante, y él la había
sabido valorar, incluso de joven. Ojalá hubiera podido
disfrutar de más tiempo de servicio.

Varios días más tarde, mientras
participaba en los ensayos de la ceremonia de graduación
del Carleton College en Minnesota, un ayudante me pasó una
nota informándome de que el presidente Hafiz al-Asad
acababa de morir en Damasco, solo diez semanas después de
nuestra última reunión en Ginebra. Aunque
habíamos mantenido algunas discrepancias, él
siempre había sido muy franco conmigo, y yo le creí
cuando me dijo que había realizado una elección
estratégica a favor de la paz. Las circunstancias, la
falta de comunicación y las barreras psicológicas
habían impedido que sucediera, pero al menos ahora
sabíamos lo que haría falta para que Israel y Siria
llegaran a ese punto, una vez ambas partes estuvieran en
disposición de hacerlo.

Cuando la primavera se convirtió en verano, fui
el anfitrión de nuestra cena oficial más numerosa,
con más de cuatrocientos invitados reunidos bajo una carpa
en el Jardín Sur para honrar al rey Mohammed VI de
Marruecos, uno de cuyos ancestros fue el primer soberano en
reconocer a Estados Unidos poco después de que nuestros
trece estados originales se unieran.

Al día siguiente corregí una vieja
injusticia, y concedí la Medalla de Honor del Congreso a
veintidós norteamericanos de origen japonés que se
presentaron voluntarios para combatir en Europa durante la
Segunda Guerra Mundial, después de que sus familias fueran
internadas en campos de detención. Uno de ellos era mi
amigo y aliado el senador Daniel Inouye, de Hawai, que
había perdido un brazo y casi la vida en la guerra. Una
semana más tarde, nombré a mi primer miembro del
gabinete de origen asiático, el ex congresista Norm
Mineta, de California, que aceptó ser durante el resto de
mi mandato el secretario de Comercio, reemplazando a Bill Daley,
que se había convertido en el jefe de la campaña de
Al Gore.

La última semana del mes, organicé una
reunión en la Sala Este de la Casa Blanca, donde casi
doscientos años antes Thomas Jefferson había
extendido el innovador mapa del oeste de Estados Unidos que su
ayudante Meriwether Lewis había elaborado durante su
valiente expedición desde el río Mississippi hasta
el océano Pacífico en 1803. El grupo de
científicos y diplomáticos allí reunidos
había venido a celebrar un mapa del siglo XXI: más
de mil investigadores de Estados Unidos, el Reino Unido,
Alemania, Francia, Japón y China habían
descodificado el genoma humano, e identificado casi todas las
secuencias de los tres mil millones que forman nuestro
código genético. Después de luchar entre
sí durante años, Francis Collins, jefe del proyecto
internacional del genoma humano que recibía fondos
gubernamentales, y el presidente de Celera, Craig Venter,
habían aceptado publicar sus datos genéticos
conjuntamente hacia finales de ese año. Craig era un viejo
amigo mío, y yo había hecho todo lo posible por
propiciar la colaboración. Tony Blair se unió a
nosotros en una conexión por satélite, y me dio la
oportunidad de bromear, diciendo que la esperanza de vida de su
recién nacido hijo acababa de dispararse unos veinticinco
años más.

Cuando el mes se acercaba a su fin, anuncié que
nuestro superávit presupuestario estaría por encima
de los doscientos mil millones de dólares, con un
superávit que, proyectado diez años más,
sería de cuatro billones de dólares. Una vez
más, recomendé que se utilizase para garantizar la
seguridad social, en una cantidad aproximada de 2,3 billones de
dólares, y que también ahorráramos
quinientos cincuenta mil millones para Medicare.
Empezábamos a creer que, después de todo,
podríamos hacer frente a la jubilación de los baby
boomers.

También llevé a cabo una serie de actos de
campaña en apoyo de los demócratas en Arizona y
California, y para ayudar a Terry McAuliffe a que terminara de
recaudar el resto del dinero que necesitaríamos para
montar nuestra convención en Los Angeles en agosto.
Estábamos trabajando muy estrechamente con él y la
campaña de Gore a través de mi director
político, Minyon Moore.

En la mayoría de encuestas, Gore aparecía
por detrás de Bush, y en mi conferencia de prensa del 28
de junio, un periodista de las noticias de la NBC me
preguntó si Al estaba pagando los
«escándalos» de la administración. Le
dije que no había ningún indicio que diera a pensar
que le castigaban por mis errores, que la única falta de
la que le habían acusado estaba relacionada con la
financiación de la campaña, que no era culpable y
que los así llamados escándalos restantes eran
todos puro aire: «La palabra "escándalo" ha sido
arrojada por doquier y sin miramientos como una tetera ruidosa
durante siete años». También dije que
sabía tres cosas de Al Gore: había sido el
vicepresidente con mayor impacto en su país,
muchísimo más que cualquiera de sus antecesores; su
postura sobre una serie de temas importantes era la adecuada, y
sin duda conservaría la época de prosperidad para
el país y, finalmente, comprendía el futuro, tanto
sus posibilidades como sus peligros. Yo creía que si los
votantes lograban entender eso, Al ganaría.

Durante la primera semana de julio, anuncié que
nuestra economía ya había creado veintidós
millones de puestos de trabajo desde que tomé
posesión de mi cargo, y me dirigí a la Residencia
de los Veteranos, unos kilómetros al norte de la Casa
Blanca, para asegurar la protección de la vieja
cabaña que habían utilizado Abraham Lincoln y su
familia como casa veraniega cuando el Potomac producía
hordas de mosquitos y no había aire acondicionado. Varios
presidentes también la habían utilizado.
Pertenecía a uno de los proyectos de Hillary Salvar los
Tesoros de América y queríamos saber cómo se
atendería el lugar cuando nosotros dejásemos la
Casa Blanca.

El 11 de julio, inauguré una cumbre con Ehud
Barak y Yasir Arafat en Camp David, en un intento por resolver
los obstáculos restantes para la paz, o al menos reducir
las diferencias de modo que pudiéramos terminar antes de
que yo dejara mi cargo, un resultado que ambos líderes
dijeron que deseaban.

Se presentaron a la cumbre con actitudes muy distintas.
Barak había presionado mucho para que se celebrase, porque
el enfoque relativamente poco sistemático del acuerdo de
1993 y el de Wye no resultaban para él. Había
ciento ochenta mil colonos israelíes en Cisjordania y
Gaza, una fuerza formidable. Cada concesión israelí
que no lograba poner fin al terror ni traer un reconocimiento
formal por parte de los palestinos de que el conflicto
había terminado era como una tortura china. Barak acababa
de superar una moción de censura en el Knesset por solo
dos votos. También estaba ansioso por cerrar un acuerdo
antes de septiembre, cuando Arafat había amenazado con
declarar unilateralmente el estado palestino. Barak creía
que si podía presentar un plan de paz integral a los
ciudadanos israelíes, ellos votarían a favor
siempre que se defendieran los intereses fundamentales de Israel:
la seguridad, la protección de sus emplazamientos
religiosos y culturales en el Monte del Templo y el fin de las
reclamaciones palestinas de un derecho de retorno ilimitado
frente a Israel, así como una declaración de que el
conflicto había terminado.

Arafat, por otra parte, no quería ir a Camp
David, al menos aún. Se había sentido abandonado
por los israelíes cuando éstos se volvieron hacia
Siria, y estaba furioso porque Barak no había mantenido
los compromisos previos de entregar más territorios de
Cisjordania, incluyendo algunos pueblos cerca de
Jerusalén. A los ojos de Arafat, la retirada unilateral de
Barak del Líbano y su oferta de retirarse del Golán
le habían debilitado.

Mientras Arafat esperaba pacientemente para poder seguir
adelante con el proceso de paz, el Líbano y Siria se
habían beneficiado adoptando una línea dura. Arafat
también dijo que necesitaba dos semanas más para
desarrollar sus propuestas. Quería obtener una
extensión lo más cercana posible al cien por cien
en Cisjordania y Gaza; la soberanía completa sobre el
Monte del Templo y Jerusalén Oriental, exceptuando los
barrios judíos que había en esa área, y una
solución al problema de los refugiados que no le obligara
a abandonar el principio del derecho de retorno.

Como de costumbre, cada uno de los líderes
veía su propia postura como mucho más justificada
que la de la otra parte. No había grandes probabilidades
de éxito en esta cumbre. La convoqué porque
creía que el colapso del proceso de paz era inminente, una
certidumbre casi absoluta si no celebrábamos aquel
encuentro.

El primer día, traté de hacer que Arafat
dejara atrás sus agravios para concentrarnos en el trabajo
que teníamos por delante y que Barak aceptara cómo
abordar los temas, especialmente los más delicados:
territorios, colonias, refugiados, seguridad y Jerusalén.
Como ya había hecho en Shepherdstown, Barak quería
darle vueltas a las cosas durante un par de días. Esta vez
no importaba demasiado, pues Arafat no había venido con
una lista de puntos para negociar; todo esto era territorio
desconocido para él. En las anteriores negociaciones,
él se limitaba a esperar la mejor oferta que Israel le
planteaba en relación a la tierra, el aeropuerto, las
carreteras y la liberación de prisioneros, y luego
prometía esforzarse al máximo en el tema de la
seguridad. Ahora, si íbamos a sacar aquella
negociación hacia delante, Arafat tendría que
comprometerse un poco más en puntos concretos: no
podría obtener el cien por cien de Cisjordania, ni un
derecho ilimitado de retorno a un estado de Israel mucho
más pequeño. También tendría que
satisfacer algunas de las preocupaciones de seguridad de Israel
acerca de los potenciales enemigos al este del río
Jordán.

Pasé el primer par de días tratando de
poner a Arafat y a Barak en el estado de ánimo adecuado,
mientras Madeleine, Sandy, Dennis, Gemal Helal, John Podesta y el
resto de nuestro equipo empezaron a trabajar con sus
homólogos israelíes y palestinos. A mí me
impresionó inmensamente el nivel de ambas delegaciones.
Todos eran gente patriótica, inteligente y esforzada, y
parecía que realmente querían alcanzar un acuerdo.
La mayoría de ellos se conocían entre sí
desde hacía años, y la química entre ambos
grupos era bastante buena.

Nos esforzamos por crear un ambiente informal y
cómodo para los israelíes y los palestinos.
Además de nuestro equipo de Oriente Próximo
habitual, le pedí a la ayudante de Hillary, Huma Abedin,
que se sumara a la conferencia. Huma era una joven musulmana
norteamericana que hablaba árabe y había sido
criada en Arabia Saudí; era admirable por lo mucho que
comprendía la región y lo efectiva que fue, pues
hizo sentir a los delegados palestinos e israelíes como en
casa. Capricia Marshall, la secretaria social de la Casa Blanca,
organizó la plantilla de mayordomos, cocineros y ayudas de
cámara de la Casa Blanca para que colaboraran con el
personal de Camp David y asegurar de que las comidas fueran
memorables. Chelsea estuvo conmigo constantemente, entreteniendo
a nuestros invitados, y ayudándome mucho en las
inacabables horas de tensión.

La mayoría de noches, cenábamos todos
juntos en Laurel, la gran cabaña familiar de Camp David,
que disponía de comedor, una sala de estar, una sala de
reuniones y mi despacho privado. El desayuno y el almuerzo eran
más informales, y a menudo se veía a los
israelíes y los palestinos hablando entre sí en
grupos pequeños. A veces lo hacían de trabajo; lo
más habitual era que se contaran historias o chistes, o
que estuvieran narrando la historia de su familia. Abu Ala y Abu
Mazen eran los asesores más antiguos y fieles de Arafat. A
Abu Ala le tomaron mucho el pelo tanto los israelíes como
los norteamericanos, a causa de su familia. Su padre era tan
prolífico que el palestino de sesenta y tres años
tenía un hermano de ocho; el niño era más
joven que los propios nietos de Abu. Eli Rubinstein, el fiscal
general de Israel, sabía más chistes que yo y los
contaba mucho mejor.

Aunque la química entre los equipos era buena, no
podía decirse lo mismo de Arafat y Barak. Les puse en
cabañas cercanas a la mía y visitaba largamente a
los dos cada día, pero ellos no se visitaban el uno al
otro. Arafat seguía sintiéndose agraviado y Barak
no quería reunirse a solas con Arafat. Temía caer
en las viejas pautas en las que Barak hacía todas las
concesiones y Arafat no correspondía bajo ninguna forma.
Ehud se pasaba casi todo el día en su cabaña, y la
mayor parte al teléfono con Israel tratando de conservar
su coalición.

Para ese entonces yo había llegado a comprender
mejor a Barak. Era brillante y valiente, y estaba dispuesto a ir
muy lejos en el tema de Jerusalén y del territorio. Pero
le costaba escuchar la opinión de los que estaban en
desacuerdo con él, y su forma de hacer las cosas era
diametralmente opuesta a las costumbres respetadas entre los
árabes con los que yo había tratado. Barak
quería que los demás esperaran hasta que él
decidía que había llegado el momento oportuno.
Entonces, cuando él hacía su mejor oferta, esperaba
que la aceptasen porque era obviamente un buen trato. Sus socios
de negociación querían cortesías y
conversación sobre los que construir la confianza, y
muchos regateos.

La diferencias culturales dificultaron aún
más la labor de mi equipo. A éste se le ocurrieron
una serie de estrategias para romper el impase, y progresamos un
poco después de distribuir a las delegaciones en distintas
unidades para negociar separadamente aspectos específicos,
pero ninguna parte tenía permiso para superar cierto
límite.

El sexto día, Shlomo BenAmi y Gilead Sher, con la
bendición de Barak, fueron mucho más allá de
las posiciones anteriormente fijadas por Israel, con la esperanza
de obtener alguna reacción por parte de Saeb Erekat y
Mohammed Dahlan, los miembros más jóvenes del
equipo de Arafat, que todos creíamos que querían un
trato. Cuando los palestinos no ofrecieron nada a Barak a cambio
de sus ofertas sobre Jerusalén y el territorio, fui a ver
a Arafat, y me llevé a Helal conmigo de intérprete
y a Malley para que tomara notas. Fue una entrevista dura, y
terminé diciéndole a Arafat que pondría fin
a las conversaciones y declararía que él se
había negado a negociar a menos que me diera algo para
Barak, que estaba contra la pared porque Ben Ami y Sher
habían llegado al límite de su capacidad de oferta
y no habían obtenido nada a cambio. Después de un
rato, Arafat me entregó una carta que parecía dar a
entender que si él estaba satisfecho con la
cuestión de Jerusalén, yo podía tomar la
decisión última de cuánto territorio
conservarían los israelíes para sus colonias y
qué constituiría un intercambio de tierras justo.
Llevé la carta a Barak y me pasé largo rato
hablando con él, a menudo solos o con Bruce Reidel, del
CNS para Israel, tomando notas de la reunión. Finalmente,
Barak aceptó que la carta de Arafat quizá
podía significar algo.

El séptimo día, el 17 de julio, casi
perdimos a Barak. Estaba comiendo y trabajando cuando se
atragantó con un cacahuete y dejó de respirar
durante cuarenta segundos, hasta que Gid Gernstein, el miembro
más joven de su delegación, le aplicó la
maniobra de Heimlich. Barak era un tipo duro; cuando
recuperó el aliento, se puso a trabajar como si nada
hubiera sucedido. Para el resto de nosotros, de hecho no
sucedía nada. Barak tuvo a toda su delegación
trabajando con él todo el día hasta bien entrada la
noche.

En cualquier proceso como este, siempre existen
períodos de bajón, cuando algunos trabajan y otros
no; y hay que hacer algo para romper la tensión. Yo me
pasé varias horas de mis momentos libres jugando a las
cartas con Joe Lockhart, John Podesta y Doug Band. Doug
había trabajado en la Casa Blanca durante cinco
años, mientras se graduaba en la facultad de Derecho yendo
a clases nocturnas; en primavera se había convertido en mi
ayudante presidencial. Estaba muy interesado en Oriente
Próximo y me fue de gran ayuda. Chelsea también
jugaba a las cartas; sacó la puntuación más
alta en las dos semanas en Camp David.

Después de medianoche, Barak por fin vino a
mí con una propuesta que contenía menos que lo que
BenAmi y Sher ya le habían ofrecido a los palestinos. Ehud
quería que se la presentara a Arafat como si fuera idea de
Estados Unidos. Yo comprendía su decepción con
Arafat, pero no podía hacer eso. Hubiera sido un desastre,
y así se lo dije. Hablamos hasta las dos y media. A las
tres y cuarto volvió, y mantuvimos una conversación
de una hora solos en el porche trasero de mi cabina.
Esencialmente, me dio luz verde para ver si podía cerrar
un trato sobre Jerusalén y Cisjordania que fuera factible
y coherente con lo que BenAmi y Sher habían hablado
previamente con sus homólogos. Por eso había valido
la pena quedarse la noche en vela.

La mañana del octavo día, me sentía
angustiado y esperanzado a la vez; lo primero, porque
tenía que irme para asistir a la cumbre del G8 en Okinawa,
donde tenía que estar por una serie de razones, y
esperanzado porque el sentido de oportunidad de Barak y su gran
valentía por fin habían obtenido resultados.
Retrasé mi partida hacia Okinawa un día más
y me reuní con Arafat. Le dije que pensaba que
podría obtener un 91 por ciento de Cisjordania; una
capital en Jerusalén Oriental; la soberanía de los
distritos musulmanes y cristianos de la Ciudad Vieja y los
vecindarios exteriores de Jerusalén Este; la capacidad de
planificar, diseñar zonas y hacer cumplir la ley en el
resto de la parte oriental de la ciudad y la custodia, aunque no
la soberanía, del Monte del Templo, conocido como Haram
alSharif por los árabes. Arafat se quejó por lo de
no tener soberanía sobre la totalidad de Jerusalén
Oriental, incluyendo el Monte del Templo. Rechazó la
oferta, y yo le pedí que lo pensara. Mientras él se
dedicaba a reflexionar y Barak echaba humo, yo solicité el
apoyo de los líderes árabes. La mayoría no
quiso realizar muchas declaraciones por miedo a debilitar la
posición de Arafat.

El noveno día, volví a la carga con
Arafat. De nuevo me dijo que no.

Israel había cedido mucho más que
él, y ni siquiera quería aceptar sus avances como
la base para futuras negociaciones. De nuevo llamé a
varios líderes árabes para que me ayudaran. El rey
Abdullah y el presidente Ben Mi, de Túnez, trataron de
animar a Arafat. Me dijeron que tenía miedo a
comprometerse. Parecía que las conversaciones estaban
muertas y en los peores términos. Ambas partes
querían a todas luces alcanzar un acuerdo, de modo que les
pedí que se quedaran y que siguieran trabajando durante mi
estancia en Okinawa. Aceptaron, aunque después de mi
marcha, los palestinos siguieron negándose a negociar a
partir de las ideas que yo había avanzado, afirmando que
ya las habían rechazado. A continuación, los
israelíes se plantaron. Eso fue en parte culpa mía.
Al parecer, no había sido tan claro con Arafat como yo
creía acerca de cómo debía desarrollarse la
negociación durante la ampliación de la
estancia.

Había dejado a Madeleine y al resto de nuestro
equipo en un buen aprieto. Ella decidió llevar a Arafat a
su granja y a Barak al famoso campo de batalla de la Guerra Civil
en el cercano Gettysburg. Les animó, pero no
sucedió nada. Shlomo BenAmi y Amnon Shahak, también
él ex general, sostuvieron conversaciones positivas con
Muhammad Dahlan y Muhammad Rashid, pero eran los más
flexibles de sus respectivos grupos. Aun si llegaran a ponerse de
acuerdo en todo, probablemente no podrían convencer a sus
jefes de que les respaldaran.

Volví el decimotercer día de las
discusiones, y nos pasamos de nuevo toda la noche trabajando,
sobre todo en temas de seguridad. Lo repetimos al día
siguiente hasta pasadas las 3 de la madrugada, antes de abandonar
cuando el control efectivo del Monte del Templo y de todo
Jerusalén Oriental no fue suficiente para Arafat sin la
palabra «soberanía». En un esfuerzo de
última hora, me ofrecí a tratar de convencer a
Barak de que ofreciera soberanía plena para los barrios
del extrarradio de Jerusalén Oriental, soberanía
limitada para los interiores, y soberanía de
«custodia» sobre el Haram. De nuevo Arafat se
negó, y di por cerradas las negociaciones. Fue
decepcionante y profundamente triste. En realidad, había
muy poca diferencia entre ambas partes sobre cómo
debían llevarse los asuntos relativos a Jerusalén;
todo se reducía a quién poseía la
soberanía.

Emití una declaración afirmando que
había llegado a la conclusión de que las partes no
podían llegar a ningún acuerdo en este momento,
dadas las dimensiones emocionales, políticas, religiosas e
históricas del conflicto. Para respaldar un poco a Barak
frente a su oposición interior y apuntar lo que
había sucedido, dije que, aunque Arafat había
dejado claro que quería seguir en la vía de la paz,
Barak había demostrado «un valor y una visión
especiales, y una comprensión de la importancia
histórica de este momento».

Dije que ambas delegaciones habían mostrado
genuino respeto y un entendimiento respectivo como había
visto pocas veces durante mis ochos años de mediador por
la paz en todo el mundo, y que por primera vez habían
discutido abiertamente de los temas más sensibles que
estaban en juego. Ahora teníamos una idea más
precisa de los límites de cada parte, y yo aún
creía que teníamos la oportunidad de lograr un
acuerdo antes de final de año.

Arafat hubiera querido continuar con las negociaciones,
y en más de una ocasión había admitido que
era difícil que volviera a producirse una
conjunción de un gobierno israelí y un equipo
norteamericano tan volcados en la paz. Resultaba difícil
comprender por qué se había movido tan poco.
Quizá su equipo no había trabajado a fondo los
compromisos más duros; o quizá querían otra
sesión para ver qué más podían
obtener de Israel antes de mostrar su jugada. Por las razones que
fueran, habían dejado a Barak expuesto a una
situación política muy precaria. No por nada era el
soldado más condecorado de la historia de Israel. A pesar
de toda su tozuda brusquedad, había corrido muchos riesgos
para obtener un futuro con más seguridad para Israel. En
mis comentarios a la prensa, aseguré al pueblo de Israel
que no había hecho nada para comprometer su seguridad, y
afirmé que debían estar muy orgullosos de
él.

Arafat era famoso porque esperaba hasta el último
segundo, o «cinco minutos para la medianoche» como
solíamos decir, para tomar su decisión. A mí
solo me quedaban seis meses en la presidencia. Desde luego
esperaba que el reloj de Arafat no atrasara

Cincuenta y
cinco

Mientras proseguían las conversaciones de Camp
David, también se producían acontecimientos
positivos en otros lugares. Charlene Barshefsky puso punto y
final a un amplio tratado comercial con Vietnam, y la
Cámara aprobó una enmienda propuesta por Maxine
Walters, que me respaldaba desde había mucho tiempo, para
la financiación en un único pago de nuestra parte
del esfuerzo para la reducción de la deuda en el milenio.
Para ese entonces, la condonación de la deuda se
había granjeado una variada panoplia de defensores,
encabezados por el cantante Bono.

Bono ya se había convertido en un habitual de la
vida política en Washington. Resultó ser un
político de primera categoría, en parte gracias al
elemento sorpresa. Larry Summers, que lo sabía todo de la
economía, pero muy poco de la cultura popular, vino al
Despacho Oval un día y comentó que acababa de tener
una reunión sobre la condonación de la deuda con
«un tipo llamado Bono, con un solo nombre, que
vestía tejanos, camiseta y gafas de sol enormes. Ha venido
a verme por lo de la deuda, y sabe de lo que
habla».

El viaje de Okinawa fue un gran éxito, pues el G8
se puso manos a la obra respecto a nuestro compromiso de que
todos los niños del mundo tuvieran acceso a la
educación primaria hacia el 2015. Yo lancé un
programa de 300 millones de dólares para garantizar una
comida sustanciosa diaria para nueve millones de niños, a
condición de que asistieran a la escuela a cambio de la
comida. La iniciativa me la habían propuesto nuestro
embajador de los programas alimentarios de la ONU en Roma, George
McGovern; el viejo socio de McGovern en el programa de cupones de
comida, Bob Dole, y el congresista Jim McGovern, de
Massachusetts. También visité a las fuerzas
estadounidenses destacadas en Okinawa, agradecí al primer
ministro Yoshiro Mori que las dejara permanecer allí y
prometí reducir las tensiones que nuestra presencia
había originado. Era mi última cumbre del G8, y
lamenté tener que acelerar mis actos allí para
poder regresar a Camp David. Los otros dirigentes mundiales
habían apoyado mucho mis iniciativas a lo largo de
aquellos ocho años y habíamos logrado muchas cosas
juntos.

Chelsea había viajado a Okinawa conmigo. Una de
las mejores cosas de ese año, tanto para Hillary como para
mí, fue que Chelsea estuvo en casa durante casi la mitad
del tiempo. Durante sus primeros tres años, había
acumulado muchos más créditos lectivos en Stanford
de los que necesitaba para graduarse, de modo que pudo pasar los
últimos seis meses en la Casa Blanca con nosotros. Ahora
dividía su tiempo entre la campaña de su madre y
los actos que se desarrollaban en la Casa Blanca, aparte de
acompañarme en mis viajes al extranjero. Hizo un
espléndido trabajo en ambos aspectos; su presencia hizo
que la vida de sus padres fuera mucho mejor.

A finales de mes, reanudé mi batalla contra los
republicanos a causa de las rebajas fiscales. Ellos
querían gastarse los superávits estimados de toda
una década en esas reducciones de impuestos, argumentando
que el dinero pertenecía a los contribuyentes y que
deberíamos devolvérselo. Era un razonamiento muy
convincente, excepto por una sola cosa: los superávits
eran proyecciones, y las rebajas fiscales propuestas
tendrían lugar tanto si se materializaba ese dinero como
si no. Traté de ilustrar el problema, pidiéndole a
la gente que se imaginara que acababa de recibir una de esas
cartas de promoción comercial tan agresivas, por ejemplo
del presentador televisivo Ed McMahon, que empezara diciendo:
«Usted quizá ya ha ganado 10 millones de
dólares». Dije que la gente que pensara gastarse esa
cantidad nada más recibir la carta debía apoyar el
plan republicano; todos los demás deberían
«quedarse con nosotros para que la prosperidad
siguiera».

Agosto fue un mes muy complicado. Empezó con la
nominación de George W. Bush y Dick Cheney en Filadelfia.
Hillary y yo fuimos a Martha's Vineyard para un par de actos de
recaudación de fondos para la campaña de Hillary y
luego, en solitario, volé a Idaho para visitar a los
bomberos que estaban librando una larga y peligrosa batalla
contra un incendio forestal. El día 9, concedí la
Medalla de la Libertad a quince norteamericanos, entre ellos el
ya fallecido senador John Chafee; el senador Pat Moynihan; la
fundadora del Fondo en Defensa de la Infancia, Marian Edelman; la
activista por el SIDA, la doctora Mathilde Krim; Jesse Jackson,
abogado por los derechos civiles; el juez Cruz Reynoso; y el
general Wes Clark, que como colofón a su brillante carrera
militar fue el comandante de nuestra ardua campaña contra
Milosevic y la limpieza étnica en Kosovo.

En medio de una continua cascada de acontecimientos
políticos, hice algo completamente alejado del campo de la
política. Fui a la Iglesia Comunitaria Willow Creek de mi
amigo Bill Hybel, en South Barrington, Illinois, cerca de
Chicago, para una charla frente a varios cientos de personas en
la conferencia sobre liderazgo de los ministros de Bill. Hablamos
del tiempo en que había decidido entrar en
política, de qué iglesia frecuentaba mi familia y
lo que significaba para mí y también de por
qué tanta gente creía aún que yo
jamás me había disculpado por mi mala conducta.
Comentamos el sistema de utilización de las encuestas, de
cuáles eran los elementos más importantes de la
cualidad del liderazgo y de cómo deseaba que me
recordasen. Hybels tenía una forma extraordinaria de ir a
la raíz de los problemas y de hacerme abordar cosas que
generalmente no suelo comentar. Disfruté pasando unas
pocas horas lejos de la política y reflexionando acerca de
la vida interior que la política a menudo deja a un
lado.

El 14 de agosto, la noche de inauguración de la
convención demócrata, Hillary pronunció un
emocionante discurso de agradecimiento a los demócratas
por su apoyo, y una enérgica declaración en torno a
lo que nos jugábamos en las elecciones de ese año.
Luego, después de que se proyectara mi tercer
vídeo, producido por Harry y Linda Thomason, en donde se
enumeraban los éxitos y logros de nuestros ocho
años, me hicieron salir al escenario en medio de una
música estruendosa y estimulante. Cuando los aplausos y el
ruido se apagaron, yo dije que las elecciones giraban alrededor
de una pregunta muy sencilla: «¿Vamos a seguir
conservando el ritmo de progreso y ¿de
prosperidad?».

Pedí a los demócratas que se aseguraran de
que aplicábamos el criterio del presidente Reagan de 1980
para saber si un partido debía o no seguir controlando la
presidencia: «¿Estamos mejor hoy que ocho
años antes?». La respuesta demostró que Harry
Truman tenía razón cuando dijo: «Si quieres
vivir como un republicano, más te vale votar por un
demócrata». La multitud respondió con un
aplauso ensordecedor. Estábamos mejor, y no solo
económicamente. Había más puestos de
trabajo, y también más adopciones. La deuda se
había reducido, al igual que los embarazos de
adolescentes. Nos estábamos convirtiendo en una sociedad
más diversa, pero también más unida.
Habíamos construido un puente y lo habíamos cruzado
para llegar al siglo XXI, «y no íbamos a volver
atrás».

Defendí la bondad de un Congreso
demócrata, afirmando que lo que hiciéramos con la
prosperidad de la que ahora gozábamos era una prueba tan
válida del carácter, los valores y el buen juicio
del pueblo norteamericano como lo había sido la forma en
que nos habíamos enfrentado en el pasado. Si
obteníamos un Congreso demócrata, Estados Unidos
podría contar con la Declaración de Derechos del
Paciente, un incremento del salario mínimo, una mayor
igualdad salarial para las mujeres y rebajas fiscales para que la
clase media pudiera costear la educación superior de sus
hijos y la atención médica continua de sus
mayores.

Alabé a Hillary por los treinta años que
había pasado al servicio de la gente y especialmente por
su labor desde la Casa Blanca a favor de las familias y la
infancia, y dije que al igual que siempre había estado
ahí para nuestra familia, también lo estaría
para las familias de Nueva York y de todo el
país.

Luego hablé a favor de Al Gore, haciendo
hincapié en sus firmes convicciones y buenas ideas, la
clara noción que tenía del futuro y su
carácter fundamentalmente honesto y decente. Le
agradecí a Tipper su defensa de los enfermos mentales, y
elogié la elección de Al para la vicepresidencia:
Joe Lieberman. Hablé de la amistad de treinta años
que me unía con Joe, y de la labor de éste en
defensa de los derechos civiles en el Sur durante la
década de los sesenta. En tanto que el primer
norteamericano de origen judío que jamás entraba a
formar parte de la candidatura nacional de uno de los dos
principales partidos, Joe era la clara prueba del compromiso de
Al Gore de construir un país unido.

Terminé mi discurso con un agradecimiento y un
ruego personal:

Amigos míos, esta misma semana, cincuenta y
cuatro años atrás, nací en medio de una
tormenta de verano, hijo de una joven viuda, en un pequeño
pueblo del Sur. Estados Unidos me dio la oportunidad de vivir mis
sueños. He tratado, lo mejor que he sabido, de darles una
oportunidad mejor para realizar los suyos. Ahora mi cabello es un
poco más gris, y mis arrugas un poco más profundas,
pero con el mismo optimismo y esperanza que aporté al
trabajo que tanto amaba, ocho años atrás, quiero
que sepan que mi corazón rebosa gratitud.

Conciudadanos, el futuro de nuestro país
queda ahora en sus manos. Tienen que reflexionar seriamente,
sentir profundamente, escoger con sabiduría. Y recuerden:
pongan siempre primero a la gente. Sigan construyendo puentes. Y
no dejen de pensar en el mañana.

Al día siguiente, Hillary, Chelsea y yo volamos
hacia Monroe, Michigan, para un mitin de «entrega del
testigo» con Al y Tipper Gore. La multitud que
asistió al acto, que tenía lugar en un estado en
contienda, envió a Al a Los Angeles para recibir la
nominación y convertirse en líder de nuestro
partido, y a mí al McDonald's local, una parada que no
había hecho en muchos años.

La candidatura BushCheney se había decantado por
una campaña con un mensaje doble. El argumento positivo
era el «conservatismo compasivo», es decir,
garantizar al país las mismas condiciones sociales y
económicas positivas que nosotros les habíamos
proporcionado, pero con un gobierno más reducido y una
reducción de impuestos más alta. El negativo era
que elevarían el tono moral y pondrían fin al
amargo enfrentamiento entre ambos partidos en Washington. Eso
era, por decirlo suavemente, poco sincero. Yo había hecho
todo lo que había podido y más para establecer un
diálogo con los republicanos de Washington; ellos
habían tratado de satanizarme desde el primer día.
Ahora venían a decir: «Dejaremos de portarnos mal si
nos devuelven la Casa Blanca».

El tema de la moralidad no debería haber tenido
ninguna repercusión, a menos que la gente creyera que Gore
había hecho algo malo, especialmente teniendo en cuenta
que Lieberman, un hombre irreprochable, formaba parte de su
candidatura. Yo no aparecía en esa papeleta de voto; era
injusto y un perjuicio para los votantes culparles a ellos por
mis errores personales. Yo sabía que su estrategia no
funcionaría a menos que los demócratas aceptasen la
legitimidad del argumento republicano y no les recordaran a los
votantes el fiasco del impeachment, y todo el daño que la
derecha podía causarles si llegaba a controlar tanto la
Casa Blanca como el Congreso. Un vicepresidente de la
Asociación Nacional del Rifle ya se había
vanagloriado de que si Bush resultaba elegido, la ANR
tendría una oficina en la Casa Blanca.

Después de nuestra convención, las
encuestas decían que Al Gore superaba ligeramente a su
contrincante. Yo acompañé a Hillary al área
de los Finger Lakes, en el norte del estado de Nueva York, para
pasar un par de días de vacaciones, y de campaña.
Su carrera electoral se estaba desarrollando de un modo muy
distinto a como había empezado. El alcalde Giuliani se
había retirado, y su nuevo oponente, el congresista de
Long Island Rick Lazio, presentaba un nuevo reto: era atractivo e
inteligente, y una figura menos polémica que Giuliani,
aunque era más conservador que éste.

Terminé el mes con dos cortos viajes.
Después de una reunión en Washington con Vicente
Fox, el presidente electo de México, volé a Nigeria
para entrevistarme con el presidente Olusengun Obasanjo.
Quería apoyar sus esfuerzos para reducir la incidencia del
SIDA antes de que las tasas de infección de Nigeria
alcanzaran el nivel de las naciones del sur de Africa, y
también hacer énfasis en la reciente
aprobación de la ley de comercio africano, que yo esperaba
que ayudase a la maltrecha economía de Nigeria, que
luchaba por salir adelante. Obasanjo y yo asistimos a una
reunión sobre el SIDA en la que una joven habló de
sus esfuerzos por educar a sus compañeros de clase sobre
la enfermedad, y un hombre llamado John Ibekwe nos contó
la conmovedora historia de su matrimonio con una mujer que
padecía VIH y le infectó el virus, así como
su frenética búsqueda para encontrar una medicina
para su mujer que permitiera al hijo de ambos nacer libre del
mal. Finalmente, John tuvo éxito, y la pequeña
María nació sin el VIH. El presidente Obasanjo le
pidió a la señora Ibekwe que subiera al escenario,
donde la abrazó. Fue un gesto conmovedor y una clara
señal de que Nigeria no caería en la trampa de
negar la realidad, que tanto había contribuido al contagio
del SIDA en otros países.

De Nigeria volé a Arusha, Tanzania, para
participar en las conversaciones de paz de Burundi, que Nelson
Mandela estaba presidiendo. Mandela quería que me sumara a
él y otros dirigentes africanos en la sesión de
clausura, para exhortar a los líderes de las numerosas
facciones de Burundi para que firmaran el acuerdo y evitaran otro
Ruanda. Mandela me dio instrucciones muy claras: estábamos
jugando a poli bueno y poli malo. Mi discurso sería
positivo, animándoles a hacer lo correcto, y luego Mandela
pediría a las partes que firmasen la propuesta.
Funcionó: el presidente Pierre Buyoya y trece de las
diecinueve partes enfrentadas aceptaron firmar. Pronto, solo se
negaron dos.

Aunque era un viaje agotador, ir a la conferencia de paz
de Burundi era una manera importante de demostrarle a Africa y al
mundo que Estados Unidos quería ayudar a mantener la paz.
Como me dije para mis adentros antes de empezar nuestras
conversaciones de Camp David, "o lo logramos, o que nos atrapen
en el intento".

El 30 de agosto viajé hasta Cartagena, en
Colombia, junto con el portavoz Dennis Hastert y seis otros
miembros de la Cámara, el senador Joe Biden y otros tres
senadores, y varios miembros del gabinete. Todos queríamos
reforzar el compromiso de Estados Unidos con el Plan Colombia del
presidente Andrés Pastrana, cuyo objetivo era liberar a su
país de los narcotraficantes y los terroristas que
controlaban cerca de un tercio del territorio. Pastrana
había arriesgado su propia vida yendo solo a reunirse con
la guerrilla en su territorio. Cuando fracasó,
pidió a Estados Unidos que le ayudase a derrotarles con el
Plan Colombia. Fuertemente respaldado por Hastert, yo
había obtenido más de mil millones de
dólares del Congreso para poner nuestro grano de
arena.

Cartagena es una ciudad preciosa, rodeada de viejas
murallas. Pastrana nos llevó a dar una vuelta para conocer
a los agentes que luchaban contra los narcotraficantes y a
algunos de los afectados por la violencia, incluyendo la viuda de
un oficial de policía asesinado en el cumplimiento de su
deber, uno de cientos que murieron por su integridad y su
bravura. Andrés también nos presentó a
Chelsea y a mí a un adorable grupo de jóvenes
músicos que se hacían llamar los Niños del
Vallenato, su pueblo natal en un área a menudo gobernada
por la violencia. Cantaron y bailaron por la paz, ataviados con
el traje tradicional; esa noche, en las calles de Cartagena,
Pastrana, Chelsea y yo bailamos con ellos.

A finales de la primera semana de septiembre,
después de vetar una ley que revocaba el impuesto estatal,
anuncié que dejaría en manos de mi sucesor la
decisión de desplegar un sistema de defensa de misiles. Me
dediqué a hacer campaña por Hillary en la Feria
Estatal de Nueva York, y fui a las Naciones Unidas para la cumbre
del Milenio. Fue la mayor asamblea de dirigentes mundiales que se
había celebrado jamás. Mi último discurso en
la ONU fue un llamamiento breve pero apasionado para que
aumentara la cooperación internacional en los temas de
seguridad, paz y prosperidad compartida, con el fin de construir
un mundo que funcionase a partir de reglas sencillas: «Todo
el mundo cuenta, todo el mundo tiene un papel que
desempeñar y todos estamos mejor cuando nos ayudamos
mutuamente».

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