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Análisis del libro "MI vida (parte II)" de Williams Bill Clinton (página 21)



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Después del discurso, me dirigí a la sala
de sesiones para sentarme al lado de Madeleine Albright y Dick
Holbrooke, y escuchar al siguiente orador: el presidente Mohammed
Jatamí de Irán. En los últimos años,
se habían celebrado varias elecciones en Irán: para
la presidencia, el parlamento y municipales. En cada caso, los
reformadores habían ganado entre dos tercios y el 70 por
ciento de los votos. El problema era que, según la
constitución iraní, por encima del presidente
estaba un consejo de fundamentalistas islámicos dirigido
por el ayatolá Sayyed Ali Jamenei, que gozaba de un
tremendo poder: podía anular ciertas medidas legislativas
y rechazar candidaturas a cargos públicos. También
controlaba el funcionamiento del servicio secreto exterior de
Irán y financiaba y apoyaba al terrorismo. Habíamos
tratado de dialogar con Jatamí e impulsar los contactos
personales. Yo también había declarado que Estados
Unidos cometió un error al respaldar el derrocamiento del
gobierno electo en Irán durante los años cincuenta.
Esperaba que mi gesto de respeto pudiera dar sus frutos en forma
de más avances durante la siguiente
presidencia.

Kofi Ahnan y yo ofrecimos el tradicional almuerzo;
cuando terminó, seguí mi costumbre habitual, la de
quedarme de pie al lado de mi mesa para estrechar la mano de los
líderes que desfilaban hacia la salida. Pensé que
había terminado cuando le di la mano a un funcionario
namibio gigante, que se inclinó hacia mí desde su
impresionante altura. Se apartó y apareció un
último dirigente que había quedado oculto
detrás de él: Fidel Castro. Castro alargó la
mano y yo la estreché; era el primer presidente
norteamericano que lo hacía en más de cuarenta
años. Dijo que no quería causarme ningún
problema, pero que quería presentarme sus respetos antes
de que yo dejara mi cargo. Le respondí que esperaba que
algún día nuestras naciones se
reconciliaran.

Después de las reuniones de la ONU, la OPEP
anunció un incremento de la producción de
petróleo de 800.000 barriles diarios, y el primer ministro
Vajpayee, de la India, vino a Washington en una visita oficial.
El 19 de septiembre, el Senado siguió el ejemplo de la
Cámara y aprobó la ley que establecía la
normalización de relaciones comerciales con China,
despejando la vía para que entrara en la OMC. Yo estaba
convencido de que con el tiempo terminaría siendo uno de
los resultados de política exterior más importantes
de mis ocho años.

Hillary pasó un buen mes de septiembre.
Ganó las primarias el día 12 y derrotó
fácilmente a Lazio en el debate moderado por Tim Russert
en Buffalo. Lazio tenía tres problemas: afirmaba que la
aún maltrecha economía de la zona norte de Nueva
York ya había superado la mala racha, emitió un
anuncio engañoso (por el cual le llamaron la
atención) que implicaba que el senador Moynihan le apoyaba
a él y no a Hillary y además se metió con
ella y trató de obligarla a comprometerse a una
financiación de campaña que simplemente no era
creíble. Todo lo que Hillary tenía que hacer era
conservar la compostura y responder a las preguntas, lo cual
hacía muy bien. Una semana más tarde, una nueva
encuesta decía que iba a vencer a Lazio por 48 contra 39
por ciento de los votos con el nuevo apoyo de las mujeres que
vivían en las áreas residenciales.

El 16 de septiembre, me despedí emocionado frente
a un amplio público, formado en su mayoría por
afroamericanos, en la cena del caucus afroamericano del Congreso,
en donde repasé nuestra trayectoria de éxitos y
defendí la candidatura de Gore y Lieberman; también
les pedí su apoyo para los jueces negros que estaban bien
cualificados pero cuyas nominaciones aún no habían
sido confirmadas. Luego tiré el guión y
cerré mi discurso con estas palabras:

Les doy las gracias desde el fondo de mi
corazón. Una vez, Toni Morrison dijo que yo era el primer
presidente negro que había tenido este país. Yo
prefiero eso a un premio Nobel, y déjenme que les diga la
razón: porque en algún lugar, escondidas entre los
hilos perdidos de mi propia memoria, están las
raíces de la comprensión de lo que ustedes han
pasado. En algún lugar, subyace la profunda necesidad de
compartir el destino de la gente que ha sido dejada de lado, que
ha quedado atrás, a veces con brutalidad, y demasiado a
menudo ignorada y olvidada.

No estoy muy seguro de todas las personas a las que
tengo que agradecérselo. Pero sí sé que no
merezco ningún elogio por ello, pues lo que he hecho, sea
lo que sea, ha sido porque sentía que no me quedaba
elección.

Repetí esas ideas unos días más
tarde, el 20 de septiembre, frente a los asistentes a la cena del
caucus hispano del Congreso, y en la conferencia de obispos de la
Iglesia de Dios en Cristo, donde señalé que solo
quedaban 120 días para que terminara mi mandato, y les
dije que serían «120 días muy duros»,
en los que me dedicaría a colaborar con el Congreso y a
intentar obtener la paz en Oriente Próximo. Sabía
que tenía la oportunidad de lograr algunas victorias
más cuando el Congreso se relajara, pero no estaba tan
seguro acerca de Oriente Próximo.

Varios días más tarde, mi equipo
económico estaba conmigo cuando anuncié que el
ingreso medio había crecido en más de 1.000
dólares durante el año anterior, situándose
por encima de los 40.000 dólares por primera vez en
nuestra historia, y que el número de norteamericanos sin
cobertura sanitaria había descendido en 1,7 millones de
personas en ese mismo período, la mayor reducción
en doce años.

El 25 de septiembre, después de semanas de
esfuerzos por parte de nuestro equipo para que las conversaciones
de paz se reactivaran, Barak invitó a Arafat a su casa a
cenar. Hacia el final de la comida, yo llamé por
teléfono y mantuve una larga conversación con
ambos. Al día siguiente, ambas partes enviaron
negociadores a Washington para retomar las conversaciones en el
punto en que las habían dejado en Camp David.

Todo cambió el día 28, cuando Ariel Sharon
se convirtió en el primer dirigente político
israelí en hacer acto de presencia en el Monte del Templo
(conocido por los musulmanes como la Explanada de las Mezquitas)
desde que Israel se hiciera con el territorio en la guerra de
1967. En esa época, Moshe Dayan había dicho que los
emplazamientos religiosos musulmanes debían ser
respetados, y por lo tanto el monte quedaba bajo control
musulmán.

Arafat dijo que le había pedido a Barak que
impidiera el paseo de Sharon, cuyo objetivo evidente era afirmar
la soberanía de Israel sobre la zona y reforzar su
posición frente al desafio que el ex primer ministro
Netanyahu, que ahora parecía más halcón que
el propio Sharon, representaba para su liderazgo en el Likud. Yo
también había esperado que Barak pudiera evitar la
provocadora escapada de Sharon, pero Barak me confesó que
no pudo. En lugar de eso, a Sharon le prohibieron que entrara en
la Cúpula de la Roca, o mezquita de al-Aqsa, y fue
escoltado hasta el Monte por un gran número de
policías fuertemente armados.

Tanto yo como otros miembros de mi equipo instaron a
Arafat para que impidiera que se desatara la violencia. Era una
gran oportunidad para que los palestinos, por una vez, se negaran
a ser provocados. Pensaba que a Sharon tendrían que
haberlo recibido niños palestinos con flores, y decirle
que cuando el Monte del Templo quedara bajo control palestino,
él siempre sería bien recibido. Pero como Abba Eban
había dicho hacía tiempo, los palestinos
jamás pierden la oportunidad de perder una oportunidad. Al
día siguiente, se produjeron multitudinarias
manifestaciones de palestinos cerca del Muro de las
Lamentaciones, durante las cuales la policía
israelí disparó pelotas de goma contra la gente que
tiraba piedras y otros proyectiles. Al menos cinco personas
murieron y cientos resultaron heridas. Los enfrentamientos se
prolongaron; dos imágenes vívidas por el dolor y la
futilidad que expresan surgieron entre otras muchas: un
niño palestino de doce años herido a causa del
fuego cruzado, agonizando en brazos de su padre, y dos soldados
israelíes a los que sacaron a la fuerza de un edificio
para ser apaleados hasta la muerte; sus cuerpos sin vida fueron
arrastrados por las calles y uno de sus asaltantes mostraba
orgulloso al mundo, a través de las cámaras de
televisión, sus manos manchadas de sangre.

Mientras Oriente Próximo estaba en llamas, los
Balcanes mejoraban. Durante la última semana de
septiembre, Slobodan Milosevic perdió las elecciones a la
presidencia de Serbia a manos de Vojislav Kostunica en una
campaña que nos habíamos asegurado de que fuera
legal para que Kostunica pudiera transmitir su mensaje. De todos
modos, Milosevic trató de manipular las elecciones, pero
las manifestaciones masivas le convencieron de que no
podría salirse con la suya, así que, el 6 de
octubre, el principal impulsor de las matanzas en los Balcanes
admitió su derrota.

A principios de octubre, organicé una
reunión en la Sala del Gabinete para los impulsores de la
iniciativa de la condonación de la deuda. Asistió
el reverendo Pat Robertson; su firme apoyo, así como el de
la comunidad cristiana evangélica, demostraba el amplio
consenso público que se había forjado sobre la
condonación de la deuda. En la Cámara, el esfuerzo
lo respaldaba Maxine Waters, uno de nuestros miembros más
progresistas, y el presidente conservador del Comité
Presupuestario, John Kasich. Incluso Jesse Helms estaba a favor,
en gran medida gracias a la estrecha relación personal que
mantenía con Bono. Los resultados iniciales eran
alentadores: Bolivia había invertido 77 millones de
dólares en salud y educación, Uganda había
doblado la asistencia a la escuela primaria y Honduras
pasó de seis a nueve años de escolarización
obligatoria. Yo quería obtener el resto de nuestra
contribución en el acuerdo presupuestario
final.

En la segunda semana del mes, Hillary lo hizo muy bien
en su segundo y más civilizado debate con Rick Lazio.
Firmé la ley de tratado de comercio con China, y
agradecí a Charlene Barshefsky y a Gene Sperling su
extenuante desplazamiento a China para cerrar los flecos de
nuestro acuerdo a ultimísima hora. También
firmé la legislación de la iniciativa de Legado
Territorial y las nuevas inversiones para las comunidades nativas
americanas. Y el día 11 de octubre, en Chappaqua, me
reuní con Hillary para celebrar nuestro veinticinco
aniversario de boda. Parecía que era ayer, cuando
éramos jóvenes y estábamos empezando. Ahora
nuestra hija estaba a punto de terminar la carrera y los
años de la Casa Blanca ya casi habían acabado. Yo
confiaba en que Hillary ganaría la carrera del Senado, y
era optimista acerca de lo que el futuro nos
depararía.

Mi breve ensueño quedó destrozado al
día siguiente, cuando un pequeño bote cargado con
explosivos explotó al lado del USS Cole, en un puerto en
Adén, Yemen. Diecisiete marineros murieron en lo que
obviamente era un ataque terrorista. Todos pensamos que era obra
de bin Laden y al-Qaeda, pero no podíamos estar seguros.
La CIA se puso a investigarlo, y yo envié a miembros de
los departamentos de Defensa y del Estado, así como del
FBI, a Yemen, donde el presidente, Ali Saleh, había
prometido una absoluta cooperación durante la
investigación y el proceso de captura para llevar a los
responsables frente a la justicia.

Mientras, seguí presionando al Pentágono y
al equipo de seguridad nacional para que me dieran más
ideas sobre cómo atrapar a bin Laden. Estuvimos muy cerca
de lanzar otro ataque de misiles contra él en octubre,
pero la CIA recomendó que lo suspendiéramos en el
último minuto, pues pensaban que las pruebas de su
presencia no eran lo suficientemente sólidas. El
Pentágono desaconsejó el envío de fuerzas
especiales a Afganistán, dadas todas las dificultades
logísticas asociadas a la operación, a menos que
dispusiéramos de información secreta más
fiable sobre el paradero de bin Laden. Eso nos dejaba con
opciones de intervención militar de mayor importancia: una
campaña de bombardeo masivo de todos los presuntos campos
de entrenamiento o una invasión a gran escala. En mi
opinión, ninguna de las dos alternativas era factible sin
antes determinar fehacientemente que alQaeda estaba detrás
de lo del Cole. Me sentía muy irritado y esperaba que
antes de terminar mi mandato pudiéramos localizar a bin
Laden y lanzar un ataque con misiles contra él.

Después de realizar algunas paradas de
campaña en Colorado y Washington, volé a Sharm
alSheij, en Egipto, para una cumbre sobre la violencia en Oriente
Próximo con el presidente Mubarak, el rey Abdullah, Kofi
Annan y Javier Solana, entonces responsable de Asuntos Exteriores
de la Unión Europea. Todos querían el fin de la
violencia, como el príncipe Abdullah de Arabia
Saudí, que no se encontraba allí pero ya
había declarado su postura sobre el tema. Barak y Arafat
también estaban, pero fue como si estuvieran separados por
todos los océanos del mundo. Barak quería que la
violencia acabara; Arafat quería una investigación
sobre el supuesto uso excesivo de la fuerza por parte de los
policías y el ejército israelíes. George
Tenet diseñó un plan de seguridad con ambas partes,
y yo tenía que convencer a Barak y Arafat de que lo
apoyararan, así como la declaración que se
realizaría al final de la cumbre.

Le dije a Arafat que mi intención había
sido presentar una propuesta para resolver los temas pendientes
más destacados durante las negociaciones de paz, pero que
no podía hacerlo hasta que aceptara el plan de seguridad.
No podía haber paz sin antes rechazar de plano la
violencia. Arafat aceptó, y a continuación
trabajamos hasta primera hora de la mañana en la
declaración que yo emitiría en nombre de todas las
partes. Contenía tres secciones: un compromiso para poner
fin a la violencia; el establecimiento de un comité de
investigación para analizar el origen de los
enfrentamientos y la conducta de ambas partes, nombrado por
Estados Unidos junto con los israelíes y los palestinos, y
asesorado por Kofi Annan y el compromiso de avanzar en las
conversaciones de paz. Puede sonar muy sencillo, pero no lo era.
Arafat quería un comité de la ONU y la
reanudación inmediata de las conversaciones. Barak
quería un comité estadounidense y un plazo
suficiente para ver si la situación se calmaba. Mubarak y
yo terminamos reuniéndonos a solas con Arafat, y le
convencimos de que aceptara la declaración. No
podría haberlo hecho sin Hosni. Yo creía que a
veces se resistía demasiado a implicarse en serio en el
proceso de paz, pero esa noche fue firme, claro y
eficaz.

Cuando regresé a Estados Unidos, Hillary, Chelsea
y yo fuimos a Norfolk, Virginia, para una misa fúnebre en
honor de las víctimas de la bomba en el USS Cole;
también nos reunimos en privado con las familias, que
estaban destrozadas. Como los pilotos de las Torres Khobar,
nuestros marineros habían muerto en un conflicto muy
distinto de los que habían sido entrenados para luchar. En
éste, el enemigo era huidizo, todo el mundo era un
objetivo en potencia, nuestro enorme arsenal no tenía
ningún poder disuasorio sobre los ataques y la libre
circulación y la tecnología de la
información del mundo moderno se utilizaban en contra
nuestra. Yo sabía que acabaríamos por prevalecer en
nuestra lucha contra Bin Laden, pero ignoraba cuánta gente
inocente perdería la vida antes de que lográsemos
descubrir el modo de vencerle.

Dos días más tarde, Hillary, Al y Tipper
Gore y yo fuimos a Jefferson City, Missouri, para una misa
fúnebre en memoria del gobernador Mel Carnahan, su hijo y
un joven ayudante que habían muerto al estrellarse su
avioneta. Carnahan y yo habíamos estado muy unidos desde
que me respaldó a principios de la campaña de 1992.
Había sido un excelente gobernador y un impulsor de la
reforma de la asistencia social, y en el momento de su muerte se
enfrentaba a una ajustada carrera con John Ashcroft por el
escaño en el Senado. Era demasiado tarde para nombrar a
otro candidato. Unos días más tarde, Jean Carnahan
dijo que si la gente de Missouri votaba por su marido, ella
ejercería su cometido. Así lo hicieron, y Jean
realizó una labor notable.

En los últimos días de octubre, mientras
las elecciones presidenciales aumentaban de intensidad,
firmé un acuerdo comercial con el rey Abdullah de
Jordania, y seguí firmando y vetando leyes. Además,
hice campaña por Indiana, Kentucky, Massachusetts y Nueva
York, donde asistí a varios actos para Hillary. El
más divertido fue una celebración de
cumpleaños en la que Robert de Niro me dio instrucciones
para hablar como un verdadero neoyorquino.

Desde la convención, Al Gore había
planteado las elecciones como un concurso de «el pueblo
contra los poderosos». Era eso, efectivamente: todos y cada
uno de los grupos de interés concebibles –las
compañías aseguradoras sanitarias, las empresas de
tabaco, las industrias altamente contaminantes, la
Asociación Nacional del Rifle y muchos más–
estaban a favor del gobernador Bush. El problema de ese eslogan
era que Al no podía apoyarse totalmente en nuestra
trayectoria de éxitos sociales y económicos, ni
tampoco poner claramente de relieve el compromiso
explícito que Bush había adquirido para desbaratar
ese progreso. Igualmente, el sesgo populista daba la
impresión a algunos votantes indecisos de que
también Al podía optar por cambiar la
dirección económica del país. Hacia finales
de mes, Al empezó a decir: «No arriesguen nuestra
prosperidad». Alrededor del 1º. de noviembre,
subía en las encuestas, aunque seguía cuatro puntos
por detrás.

En la última semana de campaña, a
petición del gobernador Gray Davis, volé a
California para hacer campaña durante dos días a
favor de la candidatura nacional y nuestros candidatos del
Congreso; también participé en un importante acto
en Harlem a favor de Hillary. El domingo fui a casa, a Arkansas,
para apoyar a Mike Ross en su campaña; Mike había
sido mi conductor durante mi campaña de gobernador de
1982, y se presentaba contra el congresista republicano Jack
Dickey.

Pasé el día antes de las elecciones, y la
propia jornada electoral, haciendo más de sesenta
entrevistas de radio por todo el país animando a la gente
a que votara por Al, Joe y nuestros demócratas locales. Ya
había grabado más de 170 anuncios de radio y
mensajes telefónicos que se enviarían a los hogares
de los demócratas del núcleo duro y a las
minorías, solicitando su voto para nuestros
candidatos.

El día de las elecciones, Hillary, Chelsea y yo
votamos en la escuela primaria Douglas Grafflin, nuestro centro
electoral en Chappaqua. Fue una experiencia extraña y
maravillosa: extraña porque aquella escuela era el
único lugar en el que había votado fuera de
Arkansas, y después de veintiséis años de
vida política, mi nombre no estaba en la papeleta de voto.
Maravilloso, porque pude votar por Hillary. Chelsea y yo votamos
primero, luego nos abrazamos al mirar a Hillary correr la cortina
y emitir un voto para ella.

La noche electoral fue una montaña rusa. Hillary
ganó sus elecciones, por 55 contra 43 por ciento, un
margen mucho más amplio del que le habían otorgado
todas las encuestas previas, excepto una. Yo estaba tremendamente
orgulloso de ella. Nueva York la había sometido al tercer
grado, como había hecho conmigo en 1992. Había ido
de arriba a abajo y otra vez arriba, pero se había
mantenido en sus trece y seguido adelante.

Mientras celebrábamos su victoria en el hotel
Grand Hyatt en Nueva York, Bush y Gore estaban empatados. Durante
semanas, todo el mundo sabía que las elecciones
serían muy ajustadas, y muchos comentaristas decían
que Gore quizá perdería el voto popular, pero
lograría los suficientes electores como para ganar. Dos
días antes de las elecciones, mientras miraba el mapa
electoral y las últimas encuestas, le dije a Steve
Ricchetti que temía que sucediera lo contrario. Nuestros
votantes de base se habían movilizado e irían a
votar con tanta determinación como los republicanos que
querían recuperar la Casa Blanca. Al ganaría en los
estados grandes por amplios márgenes, pero Bush se
llevaría los estados rurales más pequeños,
que tenían ventaja en el colegio electoral, pues cada
estado obtenía un voto electoral por cada miembro de la
Cámara más dos extra por sus senadores. Cuando nos
acercábamos a la jornada electoral, aún
creía que Al ganaría porque contaba con el impulso
del momento y su programa era el adecuado.

Gore ganó por más de 500.000 votos, pero
el voto electoral quedó en

el aire. Las elecciones terminaron decidiéndose
en Florida, después de que Gore ganara por una estrecha
victoria de 366 votos en Nuevo México, otro de los estados
que de no estar Ralph Nader en la papeleta de voto no hubieran
quedado tan apretados. Yo le había pedido a Bill
Richardson que se pasara la última semana en su estado
natal, y es muy posible que él marcara la
diferencia.

De los estados que yo había ganado en 1996, Bush
se hizo con Nevada, Arizona, Missouri, Arkansas, Tennessee,
Kentucky, Ohio, Virginia Occidental y New Hampshire. Tennessee se
había ido tornando progresivamente más republicano.
En 1992, 1996 y 2000, el voto demócrata se había
estabilizado entre el 47 y el 48 por ciento. La Asociación
Nacional del Rifle perjudicó gravemente a Al en esa zona y
en otros estados, entre ellos Arkansas. Por ejemplo, el condado
de Yell, donde los Clinton se habían instalado
hacía un siglo, era un condado populista y culturalmente
conservador que un demócrata tiene que ganar para llevarse
todo el estado en unas elecciones apretadas. Gore lo
perdió contra Bush por 50 contra 47 por ciento, y eso fue
obra de la ANR. Quizá yo podría haberle dado la
vuelta, pero no habría bastado con recorrer las zonas
rurales durante dos o tres días, y yo ignoraba lo serio
que era el problema hasta que volví a casa justo antes de
las elecciones.

El lobby de las armas trató de vencer a Al en
Michigan y Pennsylvania, y quizá lo hubieran logrado de no
ser por el esfuerzo heroico de los sindicatos locales, que
contaban con muchos miembros de la ANR en sus filas. Presentaron
batalla diciendo: «¡Gore no se va a llevar tus armas,
pero Bush sí te quitará tus derechos
sindicales!». Desafortunadamente, en las áreas
rurales de Arkansas, Tennessee, Kentucky, Virginia Occidental,
Missouri y Ohio no habían suficientes afiliados a los
sindicatos como para librar la batalla al pie del
cañón.

En Kentucky nos perjudicó mucho nuestra firme
postura contra la promoción dirigida a los adolescentes de
las grandes compañías tabacaleras, sobre todo en
las zonas de cultivo de tabaco. En Virginia Occidental le hizo
daño el cierre de la Weirton Steel, una cooperativa; los
empleados y sus familiares estaban convencidos de que
había sido consecuencia de mi incapacidad para limitar las
importaciones de acero barato desde Rusia y Asia durante la
crisis financiera asiática. La documentación
demostraba que la compañía había quebrado
por otras razones, pero los trabajadores de la Weirton opinaban
de otro modo y Al pagó el precio.

New Hampshire votó por Bush, por un margen de
poco más de 7.000 votos, porque Nader obtuvo 22.198 votos.
Aún peor, Nader se hizo con más de 90.000 votos en
Florida, donde Bush pendía de un hilo en un resultado
polémico que tardó más de un mes en
conocerse.

Cuando empezó la batalla electoral por Florida,
quedó claro que nos habíamos quedado con cuatro
escaños en el Senado y uno en la Cámara de
Representantes. Tres cargos actuales de los republicanos en la
Cámara fueron derrotados, entre ellos Jay Dickey, que
perdió frente a Mike Ross en Arkansas, y los
demócratas lograron cuatro escaños en California,
venciendo en todas las elecciones ajustadas excepto en una. Al
partía con desventaja cuando empezó el recuento
electoral en Florida porque el principal funcionario electoral,
la secretaria de Estado Katherine Harris, era una republicana
conservadora muy cercana al gobernador Jeb Bush, y la asamblea
estatal que tenía que certificar a los electores estaba
dominada por republicanos conservadores. Por otra parte, el
tribunal supremo estatal, que presumiblemente tendría la
última palabra en el recuento de papeletas, contaba con
más jueces nombrados por gobernadores demócratas, y
se creía que no era tan partidista.

Dos días más tarde, aún sin saber
quién sería mi sucesor, me entrevisté con
Arafat en el Despacho Oval. La violencia estaba disminuyendo y yo
pensaba que quizá iba en serio sobre la paz. Le dije que
solo me quedaban diez semanas para llegar a un acuerdo. En un
momento en privado le tomé del brazo, le miré
fijamente a los ojos y le dije que también tenía la
oportunidad de cerrar un acuerdo con Corea del Norte para poner
fin a su producción de misiles de largo alcance, pero que
tendría que ir allí para lograrlo. Todo el viaje me
llevaría una semana o más, teniendo en cuenta las
paradas obligatorias en Corea del Sur, Japón y
China.

Yo sabía que para alcanzar la paz en Oriente
Próximo tendría que cerrar el acuerdo
personalmente. Le dije a Arafat que había hecho todo lo
que podía para obtener un estado palestino en Cisjordania
y Gaza, a la vez que protegía la seguridad de Israel.
Después de todos mis esfuerzos, si Arafat no pensaba
apostar por la paz, al menos debía decírmelo
claramente, de modo que yo pudiera partir para Corea del Norte y
tratar de resolver otro grave problema de seguridad. Me
rogó que me quedara, diciéndome que teníamos
que terminar la paz, y que si no lo hacíamos antes de que
terminara mi mandato, pasarían al menos cinco años
hasta que volviéramos a rozar la paz tan de
cerca.

Esa noche, celebramos una cena para conmemorar el
segundo centenario de la Casa Blanca. Lady Bird Johnson y los
presidentes Ford, Carter y Bush, junto con sus respectivas
esposas, estaban todos allí para poner de relieve el
cumpleaños de la casa del pueblo, en la que todos los
presidentes desde John Adams se habían alojado. Fue un
momento maravilloso en la historia de Estados Unidos, pero tenso
para el presidente y la señora Bush, que sin duda
debían estar muy nerviosos a causa de la elección
de su hijo, que aún estaba pendiente de un hilo. Yo me
alegré de que hubieran venido.

Unos pocos días después, Chelsea y yo
fuimos a Brunei para la cumbre anual de la APEC. El sultán
Hasan alBolkiah fue el anfitrión de la reunión en
un espléndido hotel nuevo, con un centro de
convenciones.

Hicimos algunos avances en las reformas, necesarios para
evitar otra crisis financiera asiática, y el primer
ministro de Singapur, Goh Chok Tong, y yo aceptamos empezar a
negociar un tratado de libre comercio bilateral. También
disfruté de una partida de golf con el primer ministro Goh
en un circuito nocturno especialmente diseñado para que
los jugadores pudieran soportar el intenso calor. Yo había
instituido las reuniones de la APEC allá en el año
1993 y estaba satisfecho de la ampliación del grupo y del
trabajo que habíamos realizado. En mi última cumbre
de la APEC pensé que los esfuerzos habían dado su
fruto, no solo en términos de acuerdos específicos,
sino también construyendo una institución que
ligaba a Estados Unidos y a Asia en su marcha hacia el nuevo
siglo.

Después de Brunei, Chelsea y yo viajamos a
Vietnam, para una visita histórica a Hanoi, Ciudad Ho Chi
Minh (la antigua Saigón) y un emplazamiento donde los
vietnamitas colaboraban con los norteamericanos para desenterrar
los restos de nuestros soldados que aún constaban como
desaparecidos en combate. Hillary vino desde Israel, adonde
había viajado para asistir al funeral de Leah Rabin, y se
sumó a nosotros.

Me reuní con el líder del Partido
Comunista, el presidente, el primer ministro y el alcalde de
Ciudad Ho Chi Minh. Cuanto más alto era el cargo,
más aumentaban las probabilidades de que el dirigente se
expresara en un lenguaje parecido al viejo estilo comunista. El
líder del partido, Le Kha Phieu, trató de utilizar
mi oposición a la guerra de Vietnam para condenar lo que
Estados Unidos había hecho, calificándolo de acto
imperialista. Eso me disgustó, especialmente porque lo
dijo en presencia de nuestro embajador, Pete Peterson, que
había sido prisionero de guerra. Le dije al dirigente en
términos inequívocos que a pesar de que estaba en
desacuerdo con nuestra política en Vietnam, los que la
habían impulsado no eran imperialistas ni colonialistas,
sino buena gente convencida de que luchaba contra el comunismo.
Le señalé a Pete y dije que él no se
había pasado seis años y medio en la prisión
conocida como Hanoi Hilton porque quisiera colonizar Vietnam.
Habíamos empezado una nueva página con relaciones
normalizadas, acuerdos comerciales y una cooperación
bilateral sobre soldados desaparecidos en combate. Ahora no era
el momento de reabrir viejas heridas. El presidente, Tran Duc
Luong, era un hombre solo ligeramente menos
dogmático.

El primer ministro, Phan Van Khai, y yo habíamos
desarrollado una buena relación en las reuniones de la
APEC; un año antes me había dicho que
agradecía mi oposición a la guerra. Cuando le dije
que los norteamericanos que no estaban de acuerdo conmigo y que
habían apoyado la guerra eran buena gente que
quería la libertad para los vietnamitas, respondió:
«Lo sé». Khai estaba interesado en el futuro y
esperaba que Estados Unidos proporcionara a Vietnam ayuda para
atender a las víctimas del agente naranja y para el
desarrollo de su economía. El alcalde de Ciudad Ho Chi
Minh, Vo Viet Thanh, era como los buenos alcaldes agresivos de
Estados Unidos que yo conocía. Se llenó la boca
hablando del equilibrio presupuestario, de la reducción
del funcionariado y de obtener más inversiones
extranjeras.

Además de los funcionarios, también vi y
estreché la mano a un montón de gente que se
había reunido espontáneamente para saludarnos
después de un almuerzo informal en un restaurante local.
También querían construir un futuro en
común.

El viaje al emplazamiento de los desaparecidos en
combate fue una experiencia que ninguno de nosotros
olvidaría jamás. Recordé mis años en
el instituto y los compañeros que habían muerto en
Vietnam y recordé el hombre al que le presté ayuda
cuando estaba en Moscú en 1970, buscando
información acerca de su hijo desaparecido. Los
norteamericanos que trabajaban con el equipo vietnamita
creían, basándose en información de los
habitantes locales, que un piloto de caza desaparecido, el
teniente coronel Lawrence Evert, se había estrellado
allí más de treinta años atrás.
Ahora, sus hijos ya adultos nos acompañaron al lugar.
Hundidos hasta las rodillas en el fango, nuestros soldados
trabajaban codo con codo con los vietnamitas cortando el barro en
grandes pedazos, apartándolo a un lugar cercano, y
tamizándolo. Ya habían logrado recuperar fragmentos
de un avión y un uniforme, y estaban cerca de contar con
material suficiente como para realizar una identificación.
La operación era supervisada por un arqueólogo
norteamericano que también eran veterano del Vietnam. Dijo
que era la excavación que más le compensaba en todo
el mundo. El cuidado y el detalle que invertían en su
labor eran asombrosos, así como los esfuerzos para
colaborar por parte de los vietnamitas. Pronto, los Evert
encontraron a su padre.

De vuelta a casa desde Vietnam, me enteré de que
Chuck Ruff, mi abogado de la Casa Blanca durante el proceso de
impeachment, había fallecido repentinamente. Cuando
aterricé, fui a ver a su esposa, Sue; Chuck fue un hombre
extraordinario que había sabido dirigir nuestro equipo
defensor en el Senado con habilidad y valentía.

El resto del mes de noviembre lo dediqué a
Oriente Próximo y al recuento de votos de Florida, que se
quedó a medias, con miles de votos sin contar en tres
condados grandes, lo cual era una injusticia para Gore, puesto
que era obvio, en función de los votos anulados debido a
errores como consecuencia de papeletas electorales confusas y
máquinas de perforación defectuosas, que
había muchos miles de ciudadanos más en Florida que
tenían intención de votar a Gore en lugar de a
Bush. Gore presentó una apelación en los tribunales
contra el resultado de las elecciones. Al mismo tiempo, Barak y
Arafat volvían a reunirse. Yo tampoco tenía claro
si íbamos a ganar o a perder la batalla por Florida ni la
lucha por la paz.

El 5 de diciembre, Hillary fue a Capitol Hill para
estrenarse como senadora. La noche antes, le tomé el pelo
sobre su primer día de la «Escuela de
Senadores», diciéndole que tenía que
descansar mucho y llevar un bonito vestido. Estaba muy animada y
yo me sentía verdaderamente feliz por ella.

Tres días más tarde, viajé a
Nebraska, el único estado que aún no había
visitado como presidente, para hablar en la universidad de
Nebraska en Kearney. De hecho fue un discurso de despedida
dirigido al interior del país, para animar a sus
ciudadanos a conservar el liderazgo norteamericano en el mundo
más allá de nuestras fronteras. Mientras, el
tribunal supremo de Florida ordenó la inclusión de
más votos procedentes del recuento en los condados de Palm
Beach y Dade, así como el recuento de 45.000 votos
más según el criterio de la legislación de
Florida: una papeleta solo valía si la intención
del votante era clara. El margen de Bush se redujo a 154
votos.

El gobernador Bush apeló de inmediato al Tribunal
Supremo de Estados Unidos para detener el recuento. Varios
abogados me dijeron que el alto tribunal no aceptaría la
demanda; la mecánica electoral era una cuestión de
legislación estatal a menos que se utilizara para
discriminar a un grupo de ciudadanos, como las minorías
raciales. Además, resulta difícil obtener una orden
judicial contra lo que de otro modo es una acción
completamente legal, como un recuento electoral o derribar un
edificio si el propietario acepta. Para ello, una de las partes
debe demostrar que se produciría un daño
irreparable a menos que la actividad se detuviera. En una
sentencia de 5 votos contra 4, el juez Scalia redactó una
sentencia sorprendentemente honesta concediendo la orden
judicial. ¿Cuál era el daño irreparable?, se
preguntaba Scalia. Pues que contar los votos podía
«arrojar dudas sobre lo que [Bush] afirma es la legitimidad
de su elección». Bueno, la verdad es que
tenía razón al respecto. Si Gore obtenía
más votos que Bush en Florida, le iba a resultar
más difícil al Tribunal Supremo darle a Bush la
presidencia.

Celebramos una fiesta de Navidad en la Casa Blanca esa
noche, y le pregunté a cada abogado que asistió,
durante la línea de recepción, si él o ella
se habían encontrado jamás con una sentencia
parecida. A nadie le había sucedido. El Tribunal
tenía que entregar otra sentencia en breve, esta vez
pronunciándose sobre el fondo de la cuestión, es
decir, si el recuento en sí era constitucional. Ahora
sabíamos que cerrarían el tema con un voto de 5 a
4. Le dije a Hillary que no le dejarían volver a redactar
una segunda opinión a Scalia; había sido demasiado
franco en la primera.

El 11 de diciembre, Hillary, Chelsea y yo volamos a
Irlanda, el país de mis antepasados y el escenario de
tantas gestiones por la paz que yo había impulsado. Nos
detuvimos en Dublín para ver a Bertie Ahern, y luego
fuimos a Dundalk, cerca de la frontera, para un multitudinario
mitin en una ciudad que antaño era un hervidero de
actividad del IRA y ahora era una fuerza de la paz. Las calles
brillaban con la iluminación navideña, mientras el
gentío vitoreaba alegremente y me cantaba «Danny
Boy». Seamus Heaney dijo una vez de Yeats: «Su
interés era dejar un espacio en la mente y en el mundo
para lo milagroso». Agradecí a los irlandeses que
llenaran ese espacio con el milagro de la paz.

Nos dirigimos a Belfast, donde me reuní con los
líderes de Irlanda del Norte, entre ellos David Trimble,
Seamus Mallon, John Hume y Gerry Adams. Luego fuimos con Tony y
Cherie Blair, Bertie Ahern y George Mitchell a una gran
reunión de católicos y protestantes en la Odyssey
Arena. Aún era poco habitual para ellos estar juntos en
Belfast. Quedaban algunas fuertes discrepancias en
relación con la nueva fuerza policial, y el calendario y
la metodología que seguirían para deponer las
armas. Les pedí que siguieran trabajando en todos esos
puntos y que recordaran que los enemigos de la paz no necesitaban
su aprobación. «Solo necesitan vuestra
apatía». Le recordé al público que el
acuerdo del Viernes Santo había dado esperanzas y aliento
a los que ansiaban y luchaban por la paz en todo el mundo, y
cité el recién anunciado acuerdo que ponía
fin al sangriento conflicto entre Eritrea y Etiopía que
Estados Unidos había propiciado. Terminé diciendo
lo mucho que había disfrutado trabajando con ellos para
conseguir la paz, «pero la cuestión no es lo que
sienta yo; es la vida que tendrán vuestros
hijos».

Después del acto, mi familia regresó a
Inglaterra para pasar unos días con los Blair en Chequers,
y escuchar a Al Gore pronunciar su discurso de aceptación
de los resultados. A las 10 de la noche anterior, el Tribunal
Supremo había sentenciado por 7 votos contra 2 que el
recuento de Florida era anticonstitucional porque no
existían criterios uniformes que pudieran definir la
intención clara del votante a efectos de un recuento, y
por lo tanto distintos miembros de la junta de recuento
quizá podrían contar o interpretar las mismas
papeletas de forma distinta. Por lo tanto, continuaba, admitir
que cualquiera de los votos en disputa pasara el recuento, sin
importar lo clara que fuera la intención del votante,
negaría la protección igualitaria de la ley a
aquellas papeletas que no entraran en el recuento. Yo estaba muy
en desacuerdo con esa decisión, pero me animó el
hecho de que los jueces Souter y Breyer quisieran devolver el
caso al tribunal supremo de Florida para fijar un criterio y
proceder al recuento lo más rápidamente posible. El
colegio electoral se reuniría pronto. Los otros cinco
jueces de la mayoría no estaban de acuerdo. Por 5 contra
4, los mismos cinco jueces que habían detenido el recuento
tres días antes ahora decían que tenían que
conceder las elecciones a Bush porque, de todos modos,
según la ley de Florida, el recuento debía
terminarse antes de las doce de la noche del mismo
día.

Fue una decisión vergonzosa. Una reducida
mayoría conservadora que había hecho
prácticamente un fetiche de los derechos de los estados
acababa de negar a Florida una clara función estatal: el
derecho al recuento de votos, una función que siempre
había realizado. Los cinco jueces que no querían
que se hiciera un recuento bajo ningún criterio afirmaron
que estaban protegiendo la igualdad de derechos, mientras
privaban a miles de personas de su derecho constitucional a que
sus votos contaran, aun si sus intenciones eran tan claras como
el agua. Decían que había que darle la presidencia
a Bush porque no podían contarse los votos en las dos
horas siguientes cuando, después de detener casi tres
días de recuentos, habían retrasado la
emisión de su opinión judicial hasta las 10 de la
noche para asegurarse por todos los medios de que el recuento no
pudiera completarse a tiempo. La mayoría de cinco votos no
trató de ocultar lo que intentaba: la opinión
establecía claramente que esa sentencia no podría
ser utilizada en futuros casos relacionados con la
legislación electoral. Su razonamiento se limitaba
«a las circunstancias actuales, pues el problema de la
protección igualitaria en los procesos electorales suele
presentar muchas complejidades». Si Gore hubiera ido por
delante en el recuento y Bush por detrás, no tengo la
menor duda de que el mismo Tribunal Supremo habría votado
9 contra 0 para activar el recuento de votos. Y yo habría
apoyado esa decisión.

«Bush contra Gore» pasará a la
historia como una de las peores decisiones judiciales que el
Tribunal Supremo ha tomado jamás, junto con el caso
«Dred Scott», que decía que un esclavo que
huía para ser libre aún era un objeto que
debía ser devuelto a su propietario. O como «Plessy
contra Ferguson», que defendía la legalidad de la
segregación racial, e igual de pésima que los casos
de las décadas de los veinte y los treinta que invalidaban
la protección legal de los trabajadores –como los
salarios mínimos y las leyes de jornada semanal
máxima– por considerarse violaciones de los derechos
de propiedad de los empleadores. Y pareja al caso
«Korematsu», en el cual la Corte Suprema
aprobó el internamiento sistemático de los
estadounidenses de origen japonés en campamentos de
detención después de Pearl Harbor. Habíamos
vivido y rechazado las premisas de todas esas decisiones
reaccionarias anteriores. Yo sabía que Estados Unidos
también superaría ese día oscuro en el que
cinco jueces republicanos robaron a miles de sus conciudadanos su
derecho al voto solo porque podían hacerlo.

Al Gore pronunció un maravilloso discurso de
aceptación. Fue auténtico, elegante y
patriótico. Cuando le llamé para felicitarle, me
dijo que un amigo suyo, cómico de profesión, le
había dicho en broma que se llevaba lo mejor de ambos
mundos: había ganado la votación popular y no
tenía que hacer el trabajo.

Al día siguiente, después de que Tony
Blair y yo conversáramos un poco, salí al exterior,
elogié a Al y prometí colaborar con el presidente
electo Bush. Luego Tony y Cherie nos acompañaron a
Hillary, Chelsea y a mí a la universidad de Warwick, donde
volví a pronunciar otro de mis discursos de despedida,
esta vez sobre el enfoque de la globalización que nuestro
grupo de la Tercera Vía había elegido: el comercio,
más un contrato global para el desarrollo y la
capacitación económica, la educación, la
sanidad y la gobernabilidad democrática. El discurso
también me dio la oportunidad de agradecer
públicamente a Tony su amistad y su colaboración.
Recordaba con afecto los momentos que habíamos vivido
juntos y los echaría de menos.

Antes de irnos de Inglaterra, fuimos al palacio de
Buckingham, aceptando la gentil invitación de la reina
Isabel para tomar el té. Fue una visita muy
plácida, en la que hablamos de las elecciones y del estado
del mundo. Luego Su Majestad dio el poco frecuente paso de
acompañarnos hasta la planta baja del palacio y
escoltarnos hasta el coche para despedirse. Ella también
había sido cortés y amable conmigo durante los
anteriores ocho años.

El 15 de diciembre, llegué a un acuerdo
presupuestario global con el Congreso, la última gran
victoria legislativa de mis ocho años. El presupuesto de
educación fue un logro especialmente positivo. Finalmente,
obtuve más de mil millones de dólares para reparar
las escuelas, además del mayor incremento de
financiación de la historia de los programas Head Start, y
suficiente dinero para que 1,3 millones de estudiantes pudieran
asistir a programas extraescolares después del horario
lectivo. La ley incluía un 25 por ciento de incremento del
fondo para la contratación de 100.000 profesores,
así como más fondos para las becas Pell, para
nuestros programas de fomento de la enseñanza superior
entre los alumnos de rentas bajas, como el GEAR UP y para
nuestros esfuerzos de reforma de las escuelas con bajos
rendimientos de aprendizaje. En la ley también
aparecía la iniciativa Nuevos Mercados, un drástico
incremento de la investigación biomédica, cobertura
sanitaria para los receptores de la asistencia social y los
discapacitados que se reincorporasen a la población activa
y la Reducción de la Deuda del Milenio.

John Podesta, Steve Ricchetti, mi ayudante legislativo
Larry Stein y todo nuestro equipo había hecho una labor
fantástica. Mi último año de mandato, que se
suponía que no contaría para nada, había
terminado con la aprobación de un sorprendente
número de recomendaciones incluidas en el Estado de la
Unión. Además de las que he mencionado más
arriba, el Congreso había aprobado la ley de comercio
afrocaribeño, la ley de comercio con China, la iniciativa
Legado Territorial y un notable aumento de las ayudas a la
infancia para las familias trabajadoras.

Me sentía profundamente decepcionado por el
resultado de las elecciones, y preocupado por Oriente
Próximo, pero después de la visita a Irlanda e
Inglaterra y las victorias presupuestarias, finalmente estaba
empezando a sentir el espíritu de la Navidad.

El día 18, Jacques Chirac y Romano Prodi vinieron
a la Casa Blanca para mi última reunión con los
dirigentes de la Unión Europea. Para entonces ya
éramos viejos amigos, y me alegró recibirles por
última vez. Jacques me agradeció mi apoyo al
desarrollo de la UE y las relaciones transatlánticas. Le
respondí que habíamos sabido solucionar muy bien
tres cuestiones esenciales: el crecimiento y expansión de
la UE; la ampliación de la OTAN y la nueva relación
con Rusia y los problemas en los Balcanes.

Mientras yo me reunía con Chirac y Prodi, los
equipos de negociación de Oriente Próximo iniciaron
nuevas negociaciones en la base aérea de Bolling, en
Washington; Hillary recibió a Laura Bush en la Casa Blanca
y nuestra familia se fue de compras en Washington. La gente de
Nueva York había decidido que no se iba a ir de la ciudad
después de todo. Al final, encontramos una casa
encantadora al lado del parque Rock Creek, en la zona de las
embajadas, por Massachusetts Avenue.

Al día siguiente, el presidente electo Bush vino
a la Casa Blanca para la misma reunión que yo había
mantenido con su padre ocho años antes. Hablamos de la
campaña, de las actividades de la Casa Blanca y de la
seguridad nacional. El estaba reuniendo a un experimentado equipo
procedente de las antiguas administraciones republicanas, que
creían que los temas de seguridad más importantes
eran el sistema de defensa con misiles e Irak. Yo le dije que
pensaba que sus problemas de seguridad serían, por orden
de importancia, Osama bin Laden y al-Qaeda; la falta de paz en
Oriente Próximo; el pulso entre las potencias nucleares de
India y Pakistán; los lazos entre los paquistaníes,
los talibanes y al-Qaeda; Corea del Norte y, finalmente, Irak. Le
dije que mi mayor decepción era no haber podido atrapar a
Bin Laden, que aún estábamos a tiempo de lograr un
acuerdo de paz en Oriente Próximo y que casi
habíamos alcanzado un acuerdo con Corea del Norte para
poner fin a su programa de misiles, pero que probablemente
él tendría que desplazarse al país para
cerrarlo.

Escuchó mis palabras sin hacer demasiados
comentarios; luego cambió de tema y me preguntó
cómo hacía el trabajo. Mi único consejo fue
que reuniera un buen equipo y tratara de hacer lo mejor para el
país. Luego hablamos un poco más de
política.

Bush había sido un político muy
hábil en el año 2000 al construir una
coalición con retórica moderada y propuestas
dirigidas a los conservadores. La primera vez que le vi hablando
de su «conservatismo compasivo» en Iowa pensé
que tenía una oportunidad de ganar. Después de las
primarias partió desde una mala posición, muy a la
derecha y por detrás en las encuestas, pero había
sabido encontrar el camino hacia el centro moderando su
retórica, instando al Congreso republicano a que no
equilibrara el presupuesto a costa de los desfavorecidos e
incluso apoyando mi postura en un par de temas de política
exterior. Cuando era gobernador, su conservatismo se había
suavizado a fuerza de tener que cooperar con una asamblea estatal
demócrata y a causa del apoyo del teniente del gobernador
demócrata, Bob Bullock, que ejercía mucho poder en
el día a día del gobierno bajo el sistema tejano.
Ahora gobernaría con un Congreso republicano conservador,
y tendría libertad para elegir su propio camino.
Después de nuestra reunión, comprendí que
era totalmente capaz de encontrar esa opción personal,
pero no podía adivinar si sería el camino que
había seguido como gobernador o el que había
elegido para derrotar a John McCain en las primarias de Carolina
del Sur.

El 23 de diciembre fue un día aciago para el
proceso de paz de Oriente Próximo. Después de que
ambas partes estuvieran negociando durante varios días en
la base aérea de Bolling, mi equipo y yo nos convencimos
de que, a menos que estrecháramos la serie de temas que
nos ocupaban, lo que de hecho pondría sobre el tapete los
compromisos relevantes, jamás alcanzaríamos un
acuerdo. Arafat tenía miedo de que los demás
líderes árabes le criticaran; Barak estaba
perdiendo terreno frente a Sharon en su país. De modo que
llevé a los equipos israelí y palestino a la Sala
del Gabinete y les leí mis «parámetros»
para seguir adelante. Habían sido desarrollados
después de largas y detalladas conversaciones con las
partes, por separado, desde lo de Camp David. Si aceptaban esos
parámetros en cuatro días, avanzaríamos. Si
no, estábamos acabados.

Las leí lentamente de modo que ambas partes
pudieran tomar nota cuidadosamente. Respecto al territorio,
recomendé que entre el 94 y el 96 por ciento de
Cisjordania pasara a manos palestinas, con un cambio de
territorios del 1 al 3 por ciento y el entendimiento de que la
tierra que Israel conservara incluiría el 80 por ciento de
los colonos en bloques. Sobre la seguridad, dije que el
ejército israelí debería retirarse a lo
largo de un período de tres años, a la vez que se
introducía gradualmente una fuerza internacional, con la
condición de que quedara un pequeño destacamento
israelí en el Valle del Jordán durante otros tres
años bajo la autoridad de fuerzas internacionales. Los
israelíes también podrían conservar su
puesto de avanzadilla en Cisjordania con la presencia de un
coordinador palestino. En el caso de que se produjera «una
amenaza inminente y demostrada para la seguridad de
Israel», existía una cláusula que
permitía el despliegue de fuerzas de emergencia en
Cisjordania.

El nuevo estado de Palestina sería «no
militarizado», pero poseería una buena fuerza de
seguridad, soberanía sobre su espacio aéreo, con
acuerdos especiales para garantizar las necesidades operativas y
de entrenamiento de los israelíes y contaría con
una fuerza internacional para asegurar las fronteras y actuar
como elemento disuasorio.

En el tema de Jerusalén, recomendé que los
barrios árabes se quedaran en la zona palestina, y los
judíos en la de Israel, y que los palestinos debían
tener soberanía sobre el Monte del Templo/Haram al-Sharif;
propuse la soberanía israelí sobre el Muro de las
Lamentaciones y el «espacio sagrado» del cual forma
parte, sin ninguna excavación alrededor del muro ni debajo
del Monte, al menos no sin el consentimiento mutuo.

Respecto a los refugiados, dije que el nuevo estado de
Palestina debería ser la patria para los refugiados
expulsados a partir de la guerra de 1948, sin descartar la
posibilidad de que Israel aceptara algunos de los refugiados
según sus propias leyes y decisiones soberanas, dando
prioridad a las poblaciones refugiadas procedentes del
Líbano. Recomendé un esfuerzo internacional para
compensar a los refugiados y ayudarles a encontrar casas en el
nuevo estado de Palestina, en las zonas de intercambio que
serían transferidas a Palestina, en sus actuales
países de acogida, en otras naciones dispuestas a
recibirles o en Israel. Ambas partes debían acordar que
esta solución significaría el cumplimiento de la
Resolución 194 del Consejo de Seguridad de la
ONU.

Finalmente, el acuerdo debía marcar claramente el
final del conflicto y poner fin a toda violencia. Sugerí
que se aprobase una nueva resolución del Consejo de
Seguridad de la ONU, afirmando que este acuerdo, junto con la
liberación final de prisioneros palestinos,
equivaldría a cumplir los requisitos de las Resoluciones
242 y 338.

Declaré que estos parámetros no eran
negociables, y que eran lo mejor que podía hacer, y
quería que ambas partes negociaran un acuerdo de status
definitivo en el marco de los mismos.

Después de que me fuera, Dennis Ross y otros
miembros de nuestro equipo se quedaron atrás para
clarificar cualquier malentendido, pero se negaron a escuchar las
quejas. Yo era consciente de que se trataba de un plan
difícil para los dos, pero ya era hora –más
que eso– de jugársela o de callarse. Los palestinos
tendrían que renunciar a su reivindicación del
derecho de retorno; siempre habían sabido que
tendrían que hacerlo, pero jamás lo habían
admitido. Los israelíes renunciarían a
Jerusalén Oriental y a partes de la Ciudad Vieja, pero sus
emplazamientos religiosos y culturales serían protegidos;
desde hacía algún tiempo era obvio que para
alcanzar la paz, tendrían que ceder en eso. Los
israelíes también entregarían una
porción mayor de Cisjordania, y probablemente se
produciría un intercambio de tierras más grande que
el incluido en la mejor oferta de Barak, pero conservarían
una zona suficiente como para acoger al menos a un 80 por ciento
de colonos. Y obtendrían un final formal al conflicto. Era
un trato duro, pero si querían la paz, yo pensaba que era
justo para ambas partes.

De inmediato, Arafat empezó a andarse con rodeos,
pidiendo «aclaraciones». Pero los parámetros
estaban muy claros: o bien negociaba dentro de los límites
fijados, o no. Como siempre, trataba de ganar tiempo.

Llamé a Mubarak y a él también le
leí la lista de puntos. Dijo que eran un hito
histórico y que animaría a Arafat a que los
aceptara.

El día 27, el gabinete de Barak refrendó
los parámetros con reservas, pero todas ellas estaban
dentro de los parámetros, y por lo tanto sujetas a
negociación inmediata. Era histórico: un gobierno
israelí había aceptado que para que hubiera paz,
debía existir un estado palestino en aproximadamente el 97
por ciento de Cisjordania, contando el intercambio territorial, y
todo Gaza, donde Israel también tenía colonias. La
pelota estaba en el campo de Arafat.

Yo llamaba a los demás líderes
árabes diariamente para exhortarles a que presionaran a
Arafat para que dijera que sí. Todos estaban muy
impresionados por la afirmativa de Israel y me dijeron que
creían que Arafat debía aceptar el trato. Yo no
tenía manera de saber lo que le decían a él,
aunque el embajador saudí, el príncipe Bandar, me
dijo más tarde que él y el príncipe real
Abdullah tenían la impresión clara de que Arafat
estaría dispuesto a aceptar los
parámetros.

El día 29, Dennis Ross se reunió con Abu
Ala, al que todos respetábamos, para asegurarnos de que
Arafat comprendía las consecuencias de rechazar los
parámetros. Yo ya no estaría, ni Ross tampoco.
Barak perdería las próximas elecciones frente a
Sharon. Y Bush no querría tocar el tema después de
que yo hubiera invertido tantos esfuerzos y fracasara.

Aún así, yo no podía creer que
Arafat fuera a cometer un error tan monumental. El día
anterior, anuncié que no viajaría a Corea del Norte
para cerrar el acuerdo de prohibición de
fabricación de misiles de largo alcance, afirmando que
estaba convencido de que la próxima administración
consumaría el acuerdo en base a la buena labor que se
había llevado a cabo. Odiaba tener que dejar a un lado el
final del programa de misiles de Corea del Norte. Habíamos
detenido sus programas de plutonio y de pruebas de misiles y nos
habíamos negado a negociar con ellos otros temas sin
implicar a Corea del Sur, haciendo que Kim Dae Jung pudiera poner
en práctica su «política del sol
radiante». El valiente paso hacia el diálogo de Kim
ofrecía más esperanzas para la
reconciliación que en ningún otro momento posterior
a la guerra de Corea, y acababan de concederle el Premio Nobel de
la Paz por ello. Madeleine Albright había realizado un
viaje a Corea del Norte y estaba convencida de que si yo iba,
podíamos lograr el acuerdo sobre los misiles. Aunque
quería dar el siguiente paso, sencillamente no
podía arriesgarme a irme a viajar hacia la otra punta del
mundo cuando estábamos tan cerca de la paz en Oriente
Próximo, especialmente después de que Arafat me
asegurara de que estaba ansioso por cerrar un trato y me
había rogado que no fuera.

Además de Oriente Próximo y del
presupuesto, durante los últimos treinta días se
produjeron una sorprendente cantidad de acontecimientos.
Celebré el séptimo aniversario de la Ley Brady con
el anuncio que hasta la fecha había impedido a 611.000
delincuentes, fugitivos y acosadores comprar armas de fuego.
Asistí al Día Mundial del SIDA en la universidad
Howards con representantes de veinticuatro países
africanos, y declaré que habíamos rebajado la tasa
de mortalidad en más del 70 por ciento en Estados Unidos,
aunque ahora nos quedaba mucho por hacer en Africa y otras zonas
en donde se extendía velozmente. Desvelé el
diseño de mi biblioteca presidencial, un largo y estrecho
«puente hacia el siglo XXI» de acero y de vidrio que
sobresalía por encima del río Arkansas.
También anuncié un esfuerzo para incrementar la
inmunización entre los niños de las áreas
urbanas deprimidas, cuyas tasas de vacunación
seguían muy por debajo de la media nacional. Firmé
mi último veto contra una ley de reforma de las
bancarrotas, que era mucho más dura con los deudores de
ingresos bajos que con los más ricos, y emití
severas regulaciones para proteger la privacidad de los
historiales médicos. Saludé con alegría la
decisión de India de mantener el alto el fuego en
Cachemira, y la próxima retirada de tropas de
Pakistán de la Línea de Control. Anuncié
nuevas regulaciones para reducir las emisiones contaminantes de
diesel procedente de camiones y autobuses. Junto con los
criterios de emisiones para coches y 4×4 que habíamos
aprobado hacía un año, la nueva
reglamentación garantizaba que hacia finales de la
década los nuevos vehículos serían un 95 por
ciento más limpios que los que ahora estaban en
circulación, impidiendo muchos miles de casos de
enfermedades respiratorias y muertes prematuras.

Tres días antes de Navidad, concedí un
indulto ejecutivo o conmutación de la pena a sesenta y dos
personas. No había dado muchos indultos durante mi primer
mandato y tenía ganas de recuperar el retraso. El
presidente Carter había concedido 566 indultos en cuatro
años, y el presidente Ford 409 en dos años y medio.
El total del presidente Reagan ascendió a 406 en sus ocho
años de mandato. El presidente Bush solo concedió
77, incluyendo los polémicos indultos para los implicados
del caso IránContra y la liberación de Orlando
Bosch, un cubano anticastrista al que el FBI creía
culpable de varios asesinatos.

Mi filosofia sobre los indultos y la conmutación
de sentencias, que desarrollé durante mi etapa de fiscal
general y gobernador de Arkansas, era conservadora cuando se
trataba de reducir las sentencias y progresista en la
concesión de indultos por delitos no violentos, una vez la
gente hubiera cumplido su pena y pasado un tiempo razonable
después como ciudadanos respetuosos de la ley, aunque solo
fuera para devolverles su derecho al voto.

Había una oficina de indultos en el Departamento
de Justicia que revisaba las solicitudes y emitía
recomendaciones. Yo las había recibido durante ocho
años y había aprendido dos cosas: la gente del
Departamento de Justicia se pasaba demasiado tiempo evaluando las
solicitudes y casi siempre recomendaba denegarlas.

Yo comprendía por qué sucedía eso.
En Washington todo era política y casi cada indulto era
una polémica en potencia. Si uno era un funcionario civil,
la única manera de no crearse problemas era decir no. La
oficina de indultos del Departamento de Justicia sabía que
no sufriría ninguna crítica por retrasarse en el
estudio de los casos o por recomendar que no se concediera la
solicitud. Así, una función constitucional otorgada
al Presidente se estaba transfiriendo lentamente a los circuitos
internos del Departamento de Justicia.

Durante los últimos meses, habíamos
presionado a Justicia para que nos enviara más archivos, y
lo estaban haciendo mejor. De las cincuenta y nueve personas que
indulté y de las tres sentencias que conmuté, la
mayoría era de gente que había cometido un error,
cumplido la pena y luego se habían convertido en buenos
ciudadanos. También emití indultos en los casos
conocidos como «de las novias». Las mujeres
implicadas habían sido arrestadas porque sus maridos o
novios cometían un delito, generalmente relacionado con
drogas. Eran amenazadas con largas penas, incluso si ellas no
habían participado directamente en el crimen, a menos que
testificaran en contra de sus parejas. Las que se negaban o no
sabían lo suficiente como para resultar útiles se
pasaban una larga temporada en prisión. En varios casos,
los hombres en cuestión terminaron cooperando con los
fiscales y recibieron penas más reducidas que las que les
habían caído a las mujeres. Habíamos
trabajado durante meses en casos parecidos, y yo había
indultado ya a cuatro el verano anterior.

También indulté al ex presidente del
Comité de Medios y Arbitrios, Dan Rostenkowski. Este
había hecho mucho por su país y había pagado
por sus errores. Archie Schaffer también recibió mi
indulto; Archie era un ejecutivo de Tyson Foods que había
quedado atrapado en la investigación Espy y se enfrentaba
a una sentencia judicial de cárcel por violar una vieja
ley que Schaffer ignoraba que existía, porque había
realizado algunas gestiones organizando un viaje, como le
habían ordenado, para que Espy fuera a un refugio de
Tyson.

Después de las clemencias de Navidad, nos vimos
invadidos con peticiones, muchas procedentes de gente enfadada
por el retraso en los procesos regulares de evaluación.
Durante las siguientes cinco semanas, estudiamos cientos de
solicitudes, rechazamos otras tantas y terminamos concediendo
140, con lo cual mi total de indultos de mis ocho años de
mandato subió a 456, de entre más de 7.000
peticiones de clemencia. Mis abogados de la Casa Blanca, Beth
Nolan y Bruce Lindsey, y mi abogado de indultos, Meredith Cabe,
revisaron tantas como pudieron, con información y
autorización del Departamento de Justicia.

Algunas de las decisiones resultaron más
sencillas, como los casos de Susan McDougal y Henry Cisneros, que
habían sido terriblemente maltratados por los fiscales
independientes. También era fácil tomar una
determinación en los casos de las «novias», y
en un gran número de peticiones rutinarias que
probablemente deberían haberse concedido mucho tiempo
antes. Una de ellas era un error basado en información
inadecuada porque el Departamento de Justicia ignoraba que el
hombre en cuestión estaba siendo investigado en otro
estado. La mayoría de los indultos eran para gente con
pocos medios que no tenía manera de abrirse paso en el
sistema.

Los indultos más polémicos fueron los de
Marc Rich y su socio, Pincus Green. Rich, un empresario
adinerado, había abandonado Estados Unidos para instalarse
en Suiza poco antes de ser acusado de delitos fiscales y otros
cargos por presunta información falsa sobre el precio de
ciertas transacciones de petróleo, con el fin de minimizar
su pasivo. Hubo varios casos parecidos en los años
ochenta, cuando una parte de la producción de
petróleo estaba en régimen de control de precios,
mientras que otra no, lo que invitaba a los granujas a subestimar
sus ingresos o inflar los precios para sus clientes. Durante esa
época, varias personas y compañías fueron
acusadas de violar la ley, pero los individuos generalmente solo
recibían cargos por delitos civiles. Era extremadamente
raro que las acusaciones de delito fiscal se presentaran bajo el
estatuto del crimen organizado, como les sucedió a Rich y
a Green, y después de sus casos el Departamento de
Justicia ordenó a los fiscales de todo el país que
dejaran de hacerlo. Despues de la acusación, Rich se
quedó en el extranjero, sobre todo en Israel y en
Suiza.

El gobierno había permitido que el negocio de
Rich siguiera funcionando una vez él aceptó pagar
los 200 millones de dólares de multa, casi cuatro veces la
cifra de los 48 millones de dólares de impuestos que
según el gobierno había evadido. El profesor Marty
Ginsburg, un experto fiscal y marido de la juez Ruth Bader
Ginsburgh, y el profesor de Derecho de Harvard Bernard Wolfman
habían revisado las transacciones en cuestión y
llegaron a la conclusión de que las
compañías de Rich habían realizado
correctamente sus cálculos impositivos, lo que significaba
que el propio Rich no debía ningún impuesto sobre
las transacciones. Rich aceptó rechazar el estatuto de
limitaciones para que el gobierno pudiera demandarle por lo civil
como todos los demás acusados.

Ehud Barak me pidió tres veces que le indultara a
causa de los servicios de Rich a Israel y su ayuda con los
palestinos, y varias destacadas figuras israelíes de los
dos partidos principales también me pidieron su
liberación. Finalmente, el Departamento de Justicia dijo
que no tenía objeciones y que se inclinaría por el
indulto si eso coadyuvaba a nuestros intereses de política
exterior.

La mayoría de la gente pensó que yo me
equivocaba al conceder un indulto a un fugitivo rico cuya ex
mujer me apoyaba y que había conservado a uno de mis
antiguos abogados de la Casa Blanca en su equipo legal, junto con
dos prominentes abogados republicanos. Rich también
había sido representado recientemente por Lewis
«Scooter» Libby, el jefe de gabinete del
vicepresidente electo Cheney. Quizá cometiera un error, al
menos por la forma en que dejé que el caso llegara a mis
oídos, pero tomé la decisión
basándome únicamente en la información. En
mayo de 2004, el Departamento de Justicia aún no
había demandado a Rich, un suceso sorprendente, pues es
más fácil para el gobierno demostrar la
culpabilidad del acusado en un caso civil que en uno
penal.

Aunque más tarde me criticaron por algunos de los
indultos que concedí, me preocupaban más los pocos
que no concedí. Por ejemplo, pensé que el caso de
Michael Milken planteaba serias dudas, a causa del excelente
trabajo que había realizado sobre el cáncer de
próstata cuando fue liberado de la prisión, pero el
Departamento del Tesoro y la Comisión de Intercambio y
Valores estaban firmemente en contra del indulto; afirmaban que
enviaría una señal errónea en un momento en
que trataban de poner en marcha unos criterios de comportamiento
más restrictivos en el sector financiero.

Los dos casos que más lamenté rechazar
fueron los de Webb Hubbell y Jim Guy Tucker. El caso de Tucker
estaba en fase de apelación y Hubbell realmente
había violado la ley y no había pasado tiempo fuera
de la cárcel durante el período habitual antes de
ser considerado candidato al indulto. Pero ambos habían
sufrido el acoso de la oficina de Ken Starr por sus negativas a
mentir. Ninguno de los dos hubiera tenido que pasar ni una
fracción de lo que sufrieron si yo no hubiera sido elegido
presidente, y ellos no hubieran caído en las zarpas de
Starr. David Kendall y Hillary insistieron repetidas veces en que
les indultara. El resto estaba muy en contra de la idea.
Finalmente, cedí frente al duro juicio de mi equipo. Lo he
lamentado desde entonces. Más tarde me disculpé con
Jim Guy Tucker cuando le vi y haré lo mismo con Webb
algún día.

Nuestras Navidades fueron como todas las demás,
pero las saboreamos más a fondo porque sabíamos que
serían las últimas que pasaríamos en la Casa
Blanca. Yo disfruté más de esas últimas
celebraciones y de la oportunidad de ver a tanta gente que
había compartido nuestra etapa en Washington. Ahora
observaba más detenidamente los ornamentos que Chelsea,
Hillary y yo poníamos en nuestro árbol: las
campanas, los libros, los platillos de Navidad, las medias, los
dibujos y las figuritas de Santa Claus con las que llenamos la
Sala Oval Amarilla. Me descubrí tomándome una pausa
para pasear por todas las habitaciones del segundo y el tercer
piso, para mirar más de cerca todas las pinturas y el
mobiliario antiguo. Y finalmente logré que los ujieres de
la Casa Blanca me proporcionaran la historia de todos los relojes
de pie de la Casa Blanca, que utilicé a medida que los fui
estudiando.

Los retratos de mis predecesores y de sus esposas
adquirieron un nuevo significado cuando Hillary y yo comprendimos
que dentro de poco también estaríamos entre ellos.
Los dos escogimos a Simmie Knox para que nos pintara; nos gustaba
el estilo verosímil de Knox, y sería el primer
retratista afroamericano cuyo trabajo colgaría de las
paredes de la Casa Blanca.

La semana después de Navidad firmé algunas
leyes más y nombré a Robert Gregory el primer juez
afroamericano del cuarto circuito del Tribunal de Apelaciones.
Gregory estaba bien calificado, y Jesse Helms ya había
bloqueado la entrada de un juez negro durante bastante tiempo.
Era un nombramiento de «receso», que el presidente
puede efectuar una vez al año, cuando el Congreso no
está reunido en sesión. Apostaba a que el nuevo
presidente no querría un Tribunal de Apelaciones
completamente blanco en el sudeste.

También anuncié que con el presupuesto que
acababa de entrar en vigor habría suficiente dinero como
para reducir en seiscientos mil millones la deuda a lo largo de
cuatro años, y que si seguíamos así
estaríamos libres de deuda hacia el 2010, liberando casi
doce centavos de cada dólar de los contribuyentes para
rebajas fiscales o nuevas inversiones. Gracias a nuestra
responsabilidad fiscal, los tipos de interés a largo plazo
estaban, después de todo el crecimiento económico,
un 2 por ciento más bajos que cuando tomé
posesión del cargo, lo cual reducía el coste de las
hipotecas, de los plazos de los coches, de los préstamos
empresariales y de los créditos estudiantiles. Los bajos
tipos de interés habían puesto más dinero en
el bolsillo de la gente de lo que hubieran conseguido las rebajas
fiscales.

Finalmente, el último día del año
firmé el tratado por el que Estados Unidos se sumaba al
Tribunal Penal Internacional. El senador Lott y la mayoría
de senadores republicanos se oponían, temiendo que los
soldados estadounidenses enviados al extranjero fueran
arrastrados frente a un tribunal por motivos políticos. A
mí eso también me había preocupado, pero la
redacción del tratado había sido modificada de
manera que me convencí de que no sucedería. Yo
había estado entre los primeros dirigentes mundiales que
reclamaron la creación de un tribunal internacional de
crímenes de guerra, y pensaba que Estados Unidos
debía apoyar la iniciativa.

Volvimos a saltarnos el fin de semana del Renacimiento
ese año para que nuestra familia pudiera pasar el
último Fin de Año en Camp David. A todo esto,
aún no había recibido noticias de Arafat. El
Día de Año Nuevo, le invité a venir a la
Casa Blanca al día siguiente. Antes de venir,
recibió al príncipe Bandar y al embajador de Egipto
en su hotel. Uno de los ayudantes más jóvenes de
Arafat nos contó que le habían presionado mucho
para que aceptara los parámetros. Cuando Arafat vino a
verme, me hizo un montón de preguntas sobre mi propuesta.
Aceptaba que Israel se quedara con el Muro de las Lamentaciones,
a causa de su significado religioso, pero se reafirmó en
que los últimos dieciséis metros del Muro
deberían quedar en manos palestinas. Le dije que estaba
equivocado, que Israel tenía que conservar todo el muro
para protegerse de la posibilidad de que alguien utilizara una
entrada para adentrarse por debajo de él y dañar
los restos de los templos que había debajo del
Haram.

La Vieja Ciudad tiene cuatro distritos: el judío,
el musulmán, el cristiano y el armenio. Se suponía
que Palestina se quedaría con el musulmán y el
cristiano, y que Israel obtendría los otros dos. Arafat
argumentó que él debería quedarse con
algunos bloques del distrito armenio porque había iglesias
cristianas allí. No podía creer que realmente me
estuviera hablando de esas cosas.

Arafat también trataba de esquivar la renuncia al
derecho de retorno. Sabía que tenía que hacerlo,
pero temía las críticas que le llegarían si
cedía. Le recordé que Israel había prometido
aceptar a algunos refugiados del Líbano cuyas familias
habían vivido en lo que ahora era el norte de Israel
durante cientos de años, pero que ningún
líder israelí dejaría entrar a tantos
palestinos en su territorio como para que llegaran a amenazar el
carácter del estado judío, al cabo de unas pocas
décadas, debido a la alta tasa de natalidad palestina. No
habría dos estados de mayoría árabe en
Tierra Santa; Arafat así lo había reconocido al
firmar el acuerdo de paz de 1993, con su solución
implícita de los dos estados.

Además, el acuerdo debían aprobarlo los
ciudadanos israelíes en un referéndum. El derecho
de retorno podía constituir un serio obstáculo para
el acuerdo, y a mí ni se me ocurría pedirles a los
israelíes que votaran por ello. Por otra parte, sí
creía que los israelíes votarían por un
acuerdo final en el marco de los parámetros que yo
había establecido. Si había acuerdo, incluso
cabía la posibilidad de que Barak volviera y ganara la
reelección, aunque estaba muy por detrás de Sharon
en las encuestas, con un electorado asustado por la Intifada y
furioso por la negativa de Arafat a hacer las paces.

A veces me parecía que Arafat estaba confuso, y
que no dominaba completamente los hechos. Durante algunos
momentos, me pareció que quizá ya no estaba en su
mejor momento, después de todos aquellos años
pasando la noche en lugares distintos para esquivar las balas de
los asesinos, todas las incontables horas en los aviones y las
noches sin fin de conversaciones llenas de tensión. O
quizá sencillamente no podía dar el último y
definitivo paso que le llevaría de ser un revolucionario a
convertirse en un hombre de estado. Se había acostumbrado
a volar de un sitio a otro, obsequiando a los líderes
mundiales con regalos de nácar hechos por los artesanos
palestinos y apareciendo por televisión a su lado.
Sería muy distinto si el final de la violencia apartaba a
Palestina de los titulares, y en lugar de eso debía
preocuparse de proporcionar trabajo, escuelas y servicios
básicos a su país. La mayoría de la gente
joven del equipo de Arafat quería que aceptara el acuerdo.
Creo que Abu Ala y Abu Mazen también lo hubieran hecho,
pero no querían enfrentarse a Arafat.

Cuando se fue, yo aún no tenía ni idea de
lo que Arafat pensaba hacer. Su lenguaje corporal decía
no, pero el trato era tan bueno que no podía creer que
nadie fuera lo suficientemente imprudente como para dejarlo
pasar. Barak quería que yo viajara a la región,
pero yo quería que primero Arafat les dijera que sí
a los israelíes en los grandes problemas que planteaban
mis parámetros.

En diciembre, las partes se habían reunido en la
base aérea de Bolling para unas conversaciones que no
habían tenido éxito porque Arafat no quiso aceptar
los parámetros que le colocaban en una situación
complicada.

Por fin, Arafat aceptó ver a Shimon Peres el
día 13, después de que Peres se hubiera reunido
primero con Saeb Erekat. No sucedió nada. Como red de
protección, los israelíes trataron de preparar una
carta que contuviera el mayor grado de acuerdo posible con los
parámetros, bajo la suposición de que Barak
perdería las elecciones y que al menos ambas partes
estarían obligadas a seguir un camino que podía
desembocar en un acuerdo. Arafat ni siquiera aceptó eso,
porque no quería que percibieran que estaba cediendo en
nada. Las partes prosiguieron sus conversaciones en Taba, en
Egipto. Estuvieron a punto, pero no lo lograron. Arafat
jamás dijo que no; sencillamente no pudo decir que
sí. El orgullo precede a la caída.

Justo antes de que dejara mi mandato, en una de las
últimas conversaciones con Arafat, éste me
agradeció todos mis esfuerzos y me dijo que yo era un gran
hombre. «Señor presidente –le dije–, no
soy un gran hombre. Soy un fracaso, y usted me ha convertido en
eso.» Advertí a Arafat que la elección de
Sharon sería su única responsabilidad, y que
cosecharía las tempestades que ahora estaba
sembrando.

En febrero de 2001, Ariel Sharon fue elegido primer
ministro con una victoria arrolladora. Los israelíes
habían decidido que si Arafat no aceptaba mi oferta,
tampoco aceptaría nada más, y que si no
tenían socio para la paz, era mejor que los dirigiera el
más agresivo e intransigente que tuvieran. Sharon se
instaló en una línea dura contra Arafat, y Ehud
Barak y Estados Unidos le apoyarían en eso. Casi un
año después de que yo dejara mi cargo, Arafat dijo
que estaba dispuesto a negociar sobre la base de los
parámetros que yo le había presentado. Al parecer,
Arafat pensó que el tiempo de decidir –cinco minutos
antes de la medianoche– había llegado finalmente. Su
reloj llevaba parado mucho tiempo.

El rechazo de Arafat a mi propuesta después de
que Barak la hubiera aceptado fue un error de dimensiones
históricas. Sin embargo, muchos palestinos e
israelíes siguen hoy comprometidos con la paz.
Algún día llegará, y cuando suceda, el
acuerdo final se parecerá mucho a las propuestas que
salieron de las conversaciones de Camp David y de los seis largos
meses posteriores.

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