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Análisis del libro "MI vida (parte II)" de Williams Bill Clinton (página 22)



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El 3 de enero, me senté en el Senado con Chelsea
y el resto de la familia de Hillary, mientras Al Gore tomaba
juramento a la nueva senadora por Nueva York. Estaba tan contento
que casi salté por encima de la verja. Durante diecisiete
días más, los dos estaríamos en un cargo
oficial, la primera pareja que ejercía su deber en la Casa
Blanca y en el Senado de toda la historia de Estados Unidos. Pero
ahora Hillary estaba sola. Todo lo que podía hacer era
pedirle a Trent Lott que no se pasara con ella y ofrecerme a ser
el asistente de Hillary por el condado de Westchester.

Al día siguiente, celebramos un acto en la Casa
Blanca que para mí trataba sobre todo de Madre: era una
conmemoración de la Ley de Tratamiento y Protección
del Cáncer de Pecho y Cervical, del 2000, que
permitía a las mujeres sin cobertura sanitaria a las que
se les diagnosticaba estas enfermedades que pudieran acogerse
totalmente a Medicaid para obtener atención
médica.

El día 5, anuncié que protegeríamos
doscientos cuarenta y dos mil millones de hectáreas de
bosques nacionales no contaminados en treinta y nueve estados de
la construcción de carreteras y la tala de árboles,
incluyendo el Bosque Nacional de Tongass en Alaska, la
última gran selva tropical templada del continente. Los
intereses madereros estaban en contra de la iniciativa, y
pensé que quizá la administración Bush
trataría de deshacerla aduciendo motivos
económicos, pero solo el 5 por ciento de la madera de la
nación procede de los bosques nacionales, y nada
más el 5 por ciento de esa cantidad viene de áreas
sin carreteras. Podíamos pasarnos sin esa pequeña
cantidad de madera con tal de preservar otro tesoro nacional de
inestimable valor.

Después del anuncio, conduje hasta Fort Myer para
recibir el tradicional tributo de despedida de las fuerzas
armadas, una hermosa ceremonia militar que incluye la ofrenda de
una bandera estadounidense, de otra con el sello presidencial y
medallas de cada uno de los cuerpos del ejército.
También le dieron una medalla a Hillary. Bill Cohen
destacó que, al nombrarle, yo me convertí en el
único presidente que le había pedido a un
funcionario elegido por el partido contrario que se convirtiera
en secretario de Defensa.

No hay mayor honor en el cargo de Presidente que ser el
comandante en jefe de los hombres y mujeres de todas las razas y
religiones cuyos antepasados se reparten por todos los rincones
de la Tierra. Son la viva encarnación de nuestro credo
nacional: E pluribus unum. Había sido testigo de
la bienvenida que recibieron en los campos de refugiados, de
cómo ayudaron a las víctimas de los desastres en
Centroamérica y de su lucha contra los narcotraficantes en
Colombia y en el Caribe. En los antiguos países comunistas
de Europa Central les habían recibido con los brazos
abiertos, habían dirigido centros alejados en Alaska,
montado guardia en los desiertos de Oriente Próximo y
patrullado el Pacífico.

Los ciudadanos son informados de nuestras fuerzas cuando
van a la batalla. Jamás habrá un informe completo
de las guerras que no se libraron, las bajas que jamás se
sufrieron, y las lágrimas no derramadas porque los hombres
y las mujeres norteamericanos hicieron guardia por la paz.
Quizá empecé con mal pie con el ejército,
pero me esforcé mucho en ser un buen comandante en jefe, y
confiaba en que dejaba a nuestro ejército mucho mejor de
como lo había encontrado.

El sábado, 6 de enero, después de una
visita al Zoo Nacional para ver a los pandas, Hillary y yo
ofrecimos una fiesta de despedida en el Jardín Sur con Al
y Tipper para todas las personas que habían trabajado o
sido voluntarias en la Casa Blanca durante aquellos ocho
años. Vinieron cientos de personas, muchas desde lejos.
Hablamos y recordamos historias durante horas. Al obtuvo una
cálida bienvenida cuando le presenté como la
elección del pueblo en las recientes elecciones. Cuando
él pidió que levantara la mano toda la gente que se
había casado o tenido hijos durante nuestra etapa en la
Casa Blanca, me sorprendió el número de manos que
se alzó. No importaba lo que dijeran los republicanos,
éramos un partido a favor de la familia.

La secretaria social de la Casa Blanca, Capricia
Marshall, que me había apoyado desde 1991 y que
había estado con Hillary desde principios de nuestra
primera campaña, había arreglado una sorpresa
especial para mí. La cortina a nuestras espaldas se
levantó, y reveló al grupo Fletwood Mac cantando
«Don't Stop (Thinkin' About Tomorrow)», una vez
más.

El domingo, Hillary, Chelsea y yo fuimos a la iglesia
Metodista Unida Foundry, donde el reverendo Phil Wogaman nos
invitó a Hillary y a mí para que
pronunciáramos algunas frases de despedida para la
congregación que nos había acogido durante ocho
años. Chelsea había hecho buenos amigos
allí, y aprendido mucho trabajando en un lejano valle del
Kentucky rural durante el Proyecto de Servicio Apalache de la
iglesia. Los miembros de la iglesia procedían de muchas
razas y naciones, eran ricos y pobres, heterosexuales y
homosexuales, viejos y jóvenes. Foundry había
apoyado a la población de los sin techo de Washington y de
los refugiados en algunas partes del mundo en las que yo
había tratado de lograr la paz.

Yo no sabía qué iba a decir, pero Wogaman
le había contado a la congregación que les
hablaría de cómo esperaba que sería mi nueva
vida. Así que les dije que pondría a prueba mi fe
volviendo a utilizar los vuelos comerciales y que me
desorientaría un poco cuando entrase en una estancia
amplia y no hubiera ninguna banda tocando «Hail to the
Chief». También les dije que me esforzaría
por ser un buen ciudadano, por levantar el ánimo y mejorar
la fortuna de los que se merecían más suerte de la
que les había tocado, que seguiría trabajando por
la paz y la reconciliación. A pesar de mis esfuerzos
durante los últimos ocho años, parecía haber
mucha demanda para ese tipo de trabajo.

Esa noche, más tarde, en Nueva York, hablé
frente al Foro Político de Israel, cuya tendencia era a
favor de la paz. En ese momento aún albergábamos
esperanzas de llegar a la paz. Arafat había dicho que
aceptaba los parámetros con reservas. El problema era que
sus reservas, a diferencia de las de Israel, no estaban dentro de
los parámetros, al menos respecto a los refugiados y el
Muro de las Lamentaciones, pero yo traté la
aceptación como si fuera real, basándome en su
promesa de que él quería la paz antes de que yo
dejara mi cargo. La comunidad judía norteamericana
había sido muy buena conmigo. Algunos, como mis amigos
Haim Saban y Danny Abraham, estaban profundamente implicados con
Israel, y me habían brindado consejos útiles a lo
largo de los años. Muchos otros simplemente estaban a
favor de mi labor en pro de la paz. Sin importar lo que
sucediera, pensaba que les debía una explicación de
mi propuesta.

Al día siguiente, tras entregar la Medalla
Ciudadana a veintiséis norteamericanos que se la
merecían, incluyendo a Muhammad Alí, me fui a la
sede general del Partido Demócrata, para dar las gracias a
los presidentes, el alcalde Ed Rendell de Filadelfia y Joe
Andrew, y también para hacerle algo de propaganda a Terry
McAuliffe, que tanto había hecho por Al Gore y por
mí, y ahora estaba haciendo campaña para ser el
nuevo presidente del partido. Después de todo lo que
había trabajado, no podía creer que Terry quisiera
ese puesto, pero si lo quería, yo estaba a su lado.
También le dije a toda la gente que se había
deslomado trabajando, sin recibir ninguna gloria ni
reconocimiento a cambio, lo mucho que yo les valoraba y se lo
agradecía.

El día 9, empecé un recorrido de despedida
por los lugares que habían sido especialmente buenos
conmigo: Michigan e Illinois, donde las victorias en las
primarias del día de San Patricio en 1992
prácticamente me habían garantizado la
nominación. Dos días más tarde, fui a
Massachusetts, donde conseguí el porcentaje estatal
más alto en 1996, y a New Hampshire, que me había
convertido en el «Comeback Kid» a principios de 1992.
Mientras, inauguré una estatua de Franklin Roosevelt en su
silla de ruedas en el Monumento a FDR en el Mall. La comunidad de
discapacitados llevaba tiempo impulsando la iniciativa, y la
mayor parte de la familia de Roosevelt la había apoyado.
De las más de diez mil fotos de FDR que había en
sus archivos, solo cuatro le mostraban en silla de ruedas. Los
norteamericanos con discapacidades habían mejorado
sustancialmente su situación desde entonces.

Me despedí de New Hampshire en Dover, donde casi
nueve años antes prometí estar con ellos
«hasta que el barco se hunda». Muchos de mis antiguos
seguidores estaban entre el público. Llamé a muchos
de ellos por su nombre, les agradecí su apoyo y les
enumeré una por una todas las medidas legislativas que su
trabajo duro en ese invierno tan lejano habían hecho
posible. Y les pedí que no se olvidaran jamás de
que «aunque ya no seré presidente, seguiré
estando a vuestro lado hasta que el barco se
hunda».

Desde el 11 al 14, celebré fiestas para el
gabinete, el personal de la Casa Blanca y los amigos en Camp
David. La noche del 14, Don Henley nos obsequió con un
maravilloso concierto solista después de cenar, en la
capilla de Camp David.

La mañana siguiente fue la última de
nuestra familia en esa hermosa capilla, donde habíamos
compartido tantos servicios con los jóvenes marinos y los
excelentes soldados que trabajaban en el campo, y sus familias.
Incluso me habían dejado cantar en el coro, y siempre me
dejaban las partituras en Aspen, nuestra cabaña familiar,
el viernes o el sábado, para que pudiera
aprendérmelas con antelación.

El lunes hablé en la celebración de la
festividad de Martin Luther King Jr., en la Universidad del
Distrito de Columbia. Generalmente, recordaba ese día
haciendo algún tipo de trabajo para la comunidad, pero
quería aprovechar esa oportunidad para agradecerle al
Distrito de Columbia que hubiera sido mi hogar durante ocho
años. La representante del distrito en el Congreso,
Eleanor Holmes Norton, y el alcalde, Tony Williams, eran buenos
amigos míos, al igual que varios miembros del
ayuntamiento. Había trabajado para ayudarles a conseguir
la tan necesaria legislación en el Congreso y para evitar
que se aprobaran leyes innecesariamente entrometidas. El distrito
todavía tenía muchos problemas, pero estaba en
muchas mejores condiciones que ocho años antes, cuando
realicé mi paseo preinaugural bajando por la avenida
Georgia.

También envié mi último mensaje al
Congreso: «El trabajo inacabado de construir una
América». Se basaba en buena parte en el informe
final de la Comisión sobre la Raza e incluía un
amplio abanico de recomendaciones: más medidas para acabar
con las diferencias raciales en la educación, sanidad,
empleo y el sistema de justicia penal; un esfuerzo especial para
ayudar a los padres ausentes de bajos ingresos a que tuvieran
éxito; más inversiones para las comunidades nativas
indiasa-mericanas; mejores políticas de
información; aprobación de la propuesta de ley
sobre crímenes de odio; la reforma de las leyes
electorales y la continuación de AmeriCorps y de la
Oficina de la Casa Blanca para Una América.
Habíamos avanzado mucho en ocho años, pero Estados
Unidos seguía siendo cada vez más diversa y
todavía quedaba mucho trabajo por hacer.

El diecisiete celebré mi última ceremonia
en la Sala Este, cuando Bruce Babbit y yo anunciamos ocho
monumentos nacionales más, dos de ellos a lo largo de la
línea por la que Lewis y Clark se abrieron camino junto
con su guía, Sacagawea, y un esclavo llamado York. Para
entonces habíamos protegido más tierra en los
cuarenta y ocho estados inferiores que ninguna
administración desde la de Roosevelt.

Después del anuncio, dejé la Casa Blanca
para el último viaje de mi presidencia, y regresé a
mi hogar, Little Rock, para pronunciar un discurso frente a la
asamblea estatal de Arkansas. Algunos de mis viejos amigos
aún estaban en la Cámara estatal o en el Senado,
igual que la gente que había empezado en la
política colaborando para mí, y unos pocos que lo
hicieron en contra. Más de veinte oriundos de Arkansas que
en ese momento trabajaban o que habían trabajado con
anterioridad en Washington conmigo se sumaron a la
reunión, así como tres de mis compañeros de
instituto que vivían en la zona de Washington y varias
personas más de Arkansas que habían sido mis
contactos con la asamblea estatal cuado fui gobernador. Chelsea
tambien vino conmigo. Pasamos por delante de dos de sus escuelas
yendo desde el aeropuerto, y pensé en lo mucho que
había crecido desde que Hillary y yo asistíamos a
sus programas de arte escolar en la escuela concertada Booker
Arts.

Traté de darles las gracias a todos los que me
habían ayudado a llegar hasta este día, empezando
por dos hombres que ya no vivían, el juez Frank Holt y el
senador Fulbright. Insté a los representantes para que
siguieran pidiéndole al gobierno federal que apoyara a los
estados en los temas de educación, desarrollo
económico, sanidad y reforma de la asistencia social.
Finalmente, les dije a mis viejos amigos que dejaría mi
cargo en tres días, agradecido porque «de
algún modo el misterio de esta gran democracia me ha dado
la posibilidad de ser un joven de South Hervey Street, en Hope,
Arkansas, y llegar a la Casa Blanca… Quizá sea la
única persona jamás elegida que le debe esa
elección única y exclusivamente a sus amigos
personales, sin los cuales jamás podría haber
ganado». Dejé a mis amigos y volé de nuevo a
casa para terminar mi trabajo.

A la noche siguiente, después de un día
dedicado a los asuntos de última hora, pronuncié un
breve discurso de despedida a la nación desde el Despacho
Oval. Tras agradecer al pueblo norteamericano que me diera la
oportunidad de servirle y de repasar rápidamente mi
filosofía y mi trayectoria legislativa, ofrecí tres
observaciones acerca del futuro, afirmando que debíamos
permanecer en el camino de la responsabilidad fiscal; que nuestra
seguridad y prosperidad nos exigían que fuéramos
los líderes en la lucha por el bienestar y la libertad
contra el terrorismo, el crimen organizado, el
narcotráfico, la difusión de armas mortales, la
degradación medioambiental, las enfermedades y la pobreza
global y, finalmente, dije que debíamos continuar
«tejiendo los hilos de nuestro abrigo con muchos colores,
para obtener el tejido de una única
nación».

Le deseé al presidente electo Bush y a su familia
lo mejor y dije que «dejaba la presidencia más
idealista, y más lleno de esperanza que el día en
que llegué, y confiado en que los mejores días de
Estados Unidos están aún por
llegar».

El día 19, mi último día como
presidente, emití una declaración sobre minas
antipersonales en la que decía que desde 1993 Estados
Unidos había eliminado más de 3,3 millones de
nuestras propias minas antipersonales, gastado 500 millones de
dólares para eliminar minas en treinta y cinco
países y que estábamos realizando un
enérgico esfuerzo para hallar alternativas sensatas que
también protegieran a nuestras tropas. Le pedí a la
nueva administración que prosiguiera nuestro esfuerzo por
limpiar de minas el mundo durante otros diez
años.

Cuando regresé a la residencia era tarde, y
aún no habíamos terminado de hacer las maletas.
Había cajas por todas partes, y yo aún tenía
que decidir a dónde enviar qué ropa: si a Nueva
York, Washington o Arkansas. Hillary y yo no queríamos
dormir, solo ansiábamos pasear de habitación en
habitación. Nos sentimos tan honrados de vivir en la Casa
Blanca durante esa última noche como cuando
habíamos regresado allí después de nuestros
bailes de investidura. Todo aquello jamás dejó de
asombrarme; parecía casi increíble que hubiera sido
nuestro hogar durante ocho años. Ahora casi había
terminado.

Volví al dormitorio Lincoln y leí la copia
manuscrita de Lincoln del discurso de Gettysburg por
última vez, y contemplé la litografía de
él firmando la Proclama de Emancipación, en el
mismísimo lugar en donde yo estaba de pie. Fui a la Sala
de la Reina y pensé en Winston Churchill, que se
había pasado tres semanas allí durante los
difíciles días de la Segunda Guerra Mundial. Me
senté a la Mesa de Tratados de mi despacho, observando las
estanterías vacías y las paredes desnudas, pensando
en todas las reuniones y llamadas que había celebrado
entre aquellas paredes, sobre Irlanda del Norte, Oriente
Próximo, Rusia, Corea y problemas nacionales. Era en esta
habitación donde leía mi Biblia, mis libros y mis
cartas, y donde rezaba en busca de la fuerza y la guía
necesarias para sobrevivir durante todo el año
1998.

A primera hora de ese día, había
pregrabado mi último discurso por radio, que debía
emitirse poco antes de que tuviera que dejar la Casa Blanca para
ir a la ceremonia de investidura. En él agradecía
al personal de la Casa Blanca y de la residencia, al servicio
secreto, al gabinete y a Al Gore todo lo que habían hecho
para que mi labor pública fuera posible. Y mantuve mi
promesa de trabajar hasta la última hora del último
día, pues garanticé 100 millones de dólares
más para la financiación de agentes de
policía; los mismos que habían colaborado para que
Estados Unidos tuviera las tasas de criminalidad más bajas
en un cuarto de siglo.

Bien entrada la medianoche, regresé al Despacho
Oval de nuevo para asearme, recoger mis enseres y contestar
algunas cartas. Mientras estaba sentado a solas en mi mesa,
pensé en todo lo que había sucedido durante
aquellos ocho años, y lo rápidamente que
terminarían. Pronto se cumpliría el traspaso de
poderes, y yo me despediría. Hillary, Chelsea y yo
subiríamos a bordo del Air Force One para realizar un
último vuelo con la excelente tripulación que nos
había acompañado hasta los confines del mundo,
junto con los miembros más cercanos de nuestro equipo; mi
nuevo equipo del servicio secreto; algunos miembros del personal
militar como Glen Maes, el ayudante naval que se encargaba de
hornear todos mis pasteles de cumpleaños especialmente
decorados, y Glenn Powell, el sargento de las fuerzas
aéreas que se aseguraba de que jamás
perdiéramos una maleta; así como unos pocos amigos
que me habían «sacado a bailar»: los Jordan,
los McAuliffe, los McLarty y Harry Thomason.

También estaba previsto que me acompañasen
varios miembros de la prensa en ese último viaje. Uno de
ellos, Mark Knoller de la radio CBS, llevaba ocho años
ejerciendo de corresponsal en la Casa Blanca, y se había
encargado de muchas de las entrevistas de cierre que yo
había concecido durante las semanas anteriores. Mark me
había preguntado si tenía miedo de que «la
mejor parte de mi vida hubiera terminado». Le dije que
había disfrutado de cada una de las partes de mi vida, y
que en cada etapa «había estado absorto, interesado,
y había hallado una tarea útil a la cual
dedicarme».

Tenía ganas de empezar mi nueva vida, de
dedicarme a construir mi biblioteca y a la labor pública a
través de mi fundación, de apoyar a Hillary y de
disponer de más tiempo para la lectura, el golf, la
música y los viajes sin prisas. Yo sabía que me lo
pasaría bien, y creía que si conservaba la salud
aún podía hacer mucho bien. Pero Mark Knoller
había acertado en un punto delicado con su pregunta. Iba a
echar de menos mi viejo trabajo. Había disfrutado mucho
siendo Presidente, incluso en los días malos.

Reflexioné sobre la nota que iba a escribirle al
presidente Bush, para dejársela en el Despacho Oval, al
igual que su padre había hecho conmigo ocho años
atrás. Quería ser generoso y lleno de
ánimos, como en su nota lo fue George Bush. Pronto, George
W. Bush sería presidente de todos los ciudadanos, y yo le
deseaba lo mejor. Había prestado atención a lo que
Bush y Cheney habían dicho durante la campaña.
Sabía que veían el mundo de una forma muy distinta
a la mía, y que querrían deshacer mucho de lo que
yo había logrado, especialmente en el campo del medio
ambiente y de la política económica. Pensaba que
aprobarían su gran rebaja fiscal, y que dentro de poco
tiempo volveríamos a estar con los grandes déficits
de la década de los ochenta, y a pesar de los alentadores
comentarios de Bush sobre la educación y los AmeriCorps,
pronto sentiría la presión para recortar todos los
gastos interiores, entre ellos educación, asistencia a la
infancia, programas extraescolares, patrullas policiales,
investigación innovadora y el entorno. Pero ya no me
correspondía a mí tomar esas decisiones.

Pensé que la coalición internacional que
habíamos desarrollado después de la Guerra
Fría podría verse amenazada por el enfoque
más unilateral de los republicanos, pues se oponían
al tratado de prohibición de armas, al tratado del cambio
climático, al tratado en contra de los misiles
balísticos y al Tribunal Penal Internacional.

Yo había observado a los republicanos de
Washington durante ocho años, y me imaginaba que desde el
principio de su mandato, el presidente Bush recibiría
presiones para abandonar su conservatismo compasivo, sobre todo
desde los líderes de derechas y los grupos de
interés que ahora controlaban su partido. Ellos
tenían unas convicciones tan profundamente arraigadas como
yo las mías, pero mi opinión era que la realidad, y
el peso de la historia, estaban de nuestro lado.

Ya no podría controlar lo que sucediera con mis
medidas políticas y mis programas; hay pocas cosas
permanentes en la política. Tampoco podría influir
en las tempranas valoraciones sobre mi llamado legado. La
trayectoria de Estados Unidos desde el fin de la Guerra
Fría hasta el inicio del milenio sería escrita y
reescrita una y otra vez. Lo único que me importaba de mi
presidencia era si yo había hecho una buena labor para el
pueblo norteamericano en una era nueva y muy distinta de
interdependencia global.

¿Había colaborado para formar una
«unión más perfecta», ampliando el
círculo de oportunidades, profundizando en el significado
de la libertad y reforzando los lazos de la comunidad? Desde
luego yo había tratado de hacer de Estados Unidos la
fuerza líder del siglo XXI a favor de la paz y la
prosperidad, de la libertad y de la seguridad. Había
tratado de ponerle un rostro más humano a la
globalización, animando a las demás naciones a
unirse a nosotros para construir un mundo más integrado,
de responsabilidades y beneficios y valores compartidos. Y
había tratado de conducir a Estados Unidos por la
transición hacia esa nueva era, con un sentido de
esperanza y optimismo acerca de lo que éramos capaces de
lograr, y con plena conciencia de lo que las fuerzas de la
destrucción podían hacernos a nosotros.

Finalmente, había tratado de construir una nueva
política progresista, basada en nuevas ideas y valores
tradicionales, y apoyar los movimientos de tendencia similar en
todo el mundo. No importaba cuántas medidas
específicas podrían eliminar la nueva
administración y su mayoría en el Congreso; yo
creía que si seguíamos en el lado adecuado de la
historia, la dirección que yo había marcado para
nuestra entrada en el milenio terminaría por
prevalecer.

En mi última noche en el ahora desnudo Despacho
Oval, pensé en la caja de cristal que conservaba en la
mesita de café que había entre los dos
sofás, a unos metros de distancia. Contenía una
pedazo de roca que Neil Armstrong se había traído
de la Luna en 1969. Cuando las discusiones en el Despacho Oval se
ponían tensas, yo interrumpía y decía,
«¿Ven esa roca? Tiene 3.600 millones de años
de antigüedad. Nosotros solo estamos de paso. Vamos a
calmarnos y volver al trabajo».

Esa roca lunar me dio una perspectiva completamente
distinta sobre la historia y el proverbial «largo
plazo». Nuestra labor es vivir lo mejor y tanto tiempo como
podamos, y ayudar a los demás a hacer lo mismo. Lo que
sucede después de eso, y cómo nos perciben los
demás, es algo que escapa a nuestro control. El río
del tiempo nos arrastra a todos, y solo tenemos el momento
presente. Era tarea de otros juzgar si yo había
aprovechado al máximo el mío. Casi amanecía
cuando volví a la residencia para acabar de hacer la
maleta y compartir algunos momentos privados con Hillary y
Chelsea.

A la mañana siguiente, volví al Despacho
Oval para escribir mi nota al presidente Bush. Hillary
también vino. Contemplamos la vista desde las ventanas,
admirando largamente el bello paisaje en donde habíamos
compartido tantos momentos memorables y yo había lanzado
incontables pelotas de tenis a Buddy. Luego me dejó a
solas para que escribiera mi carta. Cuando puse la misiva en la
mesa, llamé a mi equipo para despedirme. Nos abrazamos,
sonreímos, derramamos algunas lágrimas y nos
hicimos algunas fotografías. Luego salí del
Despacho Oval por última vez.

Al salir por la puerta con mis brazos abiertos, me
saludaron los miembros de la prensa que estaban allí para
captar el momento. John Podesta me acompañó por la
columnata para sumarse a Hillary, Chelsea y los Gore en el piso
principal, donde pronto recibiríamos a nuestros sucesores.
Todo el personal de la residencia se había reunido para
decirnos adiós: los trabajadores de intendencia, de la
cocina, los floristas, los jardineros, los ujieres, los
mayordomos y mi ayuda de cámara. Muchos de ellos eran casi
como de la familia. Contemplé sus rostros y guardé
sus recuerdos, sin saber cuándo volvería a verlos,
y consciente de que si sucedía, ya no sería
exactamente lo mismo. Ellos pronto tendrían una nueva
familia que les necesitaría tanto como nosotros lo
habíamos hecho.

Una pequeña banda de música de la Marina
estaba tocando en el vestíbulo principal. Me senté
al piano con el sargento primero Charlie Corrado, que
había tocado para los Presidentes durante cuarenta
años. Charlie siempre había estado allí
cuando le necesitamos, y su música nos había
alegrado en muchas ocasiones. Hillary y yo compartimos un
último baile, y hacia las diez y media, los Bush y los
Cheney llegaron. Tomamos café y charlamos durante unos
minutos, y luego los ocho nos subimos a las limusinas, y yo fui
en el coche con George W. Bush por Pennsylvania Avenue hasta el
Capitolio.

En una hora, el pacífico traspaso de poder que
había conservado la libertad de nuestro país
durante más de doscientos años ya había
tenido lugar. Mi familia se despidió de la nueva primera
familia, y fuimos a la base aérea de Andrews para un
último vuelo en el avión presidencial que para
mí ya no era el Air Force One. Después de ocho
años como presidente, y la mitad de una vida en
política, volvía a ser un ciudadano normal, pero
uno que rebosaba agradecimiento, seguía luchando por mi
país y seguía pensando en el
mañana.

Epílogo

Escribí este libro para contar mi historia y para
contar la historia de Estados Unidos en la segunda mitad del
siglo XX; para describir tan bien como pudiera las fuerzas que
competían por hacerse con el corazón y la mente de
la nación; para explicar los desafíos del nuevo
mundo en el que vivimos y cómo creo que nuestro gobierno y
nuestros ciudadanos pueden responder a ellos, y para dar a la
gente que nunca ha participado en la vida pública una idea
de lo que representa ocupar un cargo público y muy
especialmente de lo que representa ser Presidente.

Mientras escribía, me descubrí viajando
hacia atrás en el tiempo, reviviendo los acontecimientos
conforme los contaba, sintiéndome como me sentí
entonces y escribiendo lo que sentía. Durante mi segundo
mandato, mientras las batallas partidistas que yo había
intentado abolir seguían implacables, traté de
entender también cómo encajaba mi etapa en la
presidencia en la corriente de la historia de Estados
Unidos.

La historia es básicamente la historia de
nuestros esfuerzos para honrar el encargo de nuestros fundadores
de formar «una unión más perfecta». En
tiempos más tranquilos, a nuestra nación le ha
bastado nuestro sistema bipartito, con progresistas y
conservadores debatiendo qué debía cambiar y
qué debía preservarse. Pero cuando los
acontecimientos nos imponen los cambios, todos nos enfrentamos a
un desafío y volvemos a nuestra misión fundamental
de ampliar el círculo de oportunidades, profundizar en el
significado de la libertad y reforzar los lazos que unen a
nuestra comunidad. Para mí, eso es lo que quiere decir
hacer nuestra unión más perfecta.

En todos los momentos decisivos hemos elegido la
unión frente a la división: en los primeros
días de la República, construyendo un sistema legal
y económico nacional; durante la Guerra Civil, preservando
la Unión y poniendo fin a la esclavitud; a principios del
siglo XX, conforme pasábamos de ser una sociedad
agrícola a una industrial, haciendo a nuestro gobierno
más fuerte para que pudiera garantizar la competencia,
impulsar las medidas de protección básicas para los
trabajadores y adoptar iniciativas para ayudar a los pobres, los
ancianos y los enfermos, y para evitar el saqueo de nuestros
recursos naturales y en los años sesenta y setenta,
abogando por la causa de los derechos civiles y de las mujeres.
En cada uno de esos casos, mientras ayudábamos a definir,
defender y expandir nuestra unión, las fuerzas
conservadoras subsistían, y mientras el resultado era
incierto, los conflictos personales y políticos eran
intensos.

En 1993, cuando llegué al cargo, nos
encontrábamos inmersos en otro de los cambios
históricos de la Unión, pues se trataba del paso de
la era industrial a la era de la información global. El
pueblo estadounidense se enfrentaba a grandes cambios en la forma
en que vivía y trabajaba y con grandes preguntas que
necesitaban respuesta: ¿Escogeríamos la
vinculación con la economía global o el
nacionalismo económico? ¿Usaríamos nuestro
poder militar, político y económico sin rival para
difundir los beneficios y enfrentarnos a las nacientes amenazas
del mundo interdependiente o convertiríamos Estados Unidos
en una fortaleza? ¿Abandonaríamos nuestra
política de la era industrial, con sus compromisos con la
igualdad de oportunidades y la justicia social, o la
reformaríamos para conservar sus éxitos, al tiempo
que le dábamos a la gente las herramientas necesarias para
triunfar en una nueva era? ¿Fracturaría o
reforzaría a nuestra comunidad su creciente diversidad
étnica y religiosa?

Como Presidente, traté de responder a estas
preguntas de modo que siguiéramos avanzando hacia una
unión más perfecta, enriqueciendo la visión
del futuro de la gente y uniéndola para crear un nuevo
centro vital de la política norteamericana en el siglo
XXI. Dos tercios de nuestros ciudadanos apoyaban mi enfoque
general, pero en las polémicas cuestiones culturales y en
las siempre tentadoras bajadas de impuestos, el electorado estaba
mucho más dividido. Con el resultado en duda, los ataques
personales partidistas se recrudecieron, de forma
sorprendentemente parecida a lo que sucedió en los
primeros tiempos de la República.

Sea mi análisis histórico correcto o no,
juzgo mi presidencia primordialmente en función del
impacto que ha tenido en la vida de la gente. Así es como
llevo la cuenta: todos los millones de personas con nuevos
empleos, nuevos hogares y ayudas para la universidad; los
niños que obtuvieron cobertura sanitaria y programas
extraescolares; la gente que salió de la asistencia social
y consiguió un trabajo; las familias a las que
ayudó la ley de baja familiar; los habitantes de barrios
que se volvieron más seguros… Toda esa gente
tenía historias, y ahora eran mejores historias. La vida
se había vuelto mejor para todos los norteamericanos
porque el aire y el agua estaban más limpios y
conservábamos mejor nuestro legado natural. Además,
llevamos más esperanzas de paz, libertad, seguridad y
prosperidad a gente de todo el mundo. Y esa gente también
tiene sus historias.

Cuando me convertí en Presidente, Estados Unidos
se adentraba en aguas desconocidas, en un mundo lleno de fuerzas
positivas y negativas aparentemente desconectadas. Puesto que yo
había pasado toda la vida tratando de conciliar mis
propias vidas paralelas, me habían educado para valorar a
todos. Como gobernador, había visto tanto la mejor como la
peor cara de la globalización, y estaba convencido de que
comprendía, sentía que sabía en qué
situación estaba mi país y lo que
necesitábamos para avanzar hacia el siglo siguiente.
Sabía cómo hacer que las cosas encajasen y lo
difícil que sería hacerlo.

El 11 de septiembre, todo pareció derrumbarse
cuando alQaida aprovechó las posibilidades de la
interdependencia —fronteras abiertas, inmigración y
viajes fáciles, acceso fácil a la
información y a la tecnología— para asesinar
a casi tres mil personas de más de setenta países,
en Nueva York, Washington y Pensilvania. El mundo entero se
unió alrededor del pueblo estadounidense en nuestro dolor
y en nuestra determinación de luchar contra el terrorismo.
En los años que han pasado desde entonces, la batalla se
ha intensificado, con diferencias de opinión comprensibles
y honestas, tanto en casa como en el resto del mundo, sobre
cuál es el mejor camino de continuar la guerra contra el
terrorismo.

El mundo interdependiente en el que vivimos es inestable
por naturaleza; está lleno de oportunidades y de fuerzas
destructivas. Y seguirá siendo así hasta que
logremos hallar el camino que nos lleve de la interdependencia a
una comunidad global más integrada que comparta
responsabilidades, beneficios y valores. No podemos construir ese
mundo ni derrotar al terrorismo rápidamente; será
el gran reto de la primera mitad del siglo XXI. Creo que hay
cinco cosas que Estados Unidos debería hacer para abrir el
camino: luchar contra el terrorismo y la proliferación de
armas de destrucción masiva y mejorar nuestras defensas
contra ellas; hacer más amigos y menos terroristas
ayudando a la mitad del mundo que no recibe ningún
beneficio de la globalización a superar la pobreza, la
ignorancia, la enfermedad y el mal gobierno; reforzar las
instituciones de cooperación global y trabajar a
través de ellas para impulsar la seguridad y la
prosperidad y para luchar contra nuestros problemas comunes,
desde el terrorismo y el SIDA al calentamiento global; continuar
haciendo de Estados Unidos un modelo mejor de cómo
queremos que funcione el mundo y trabajar para acabar con el
prejuicio tan enraizado en nosotros desde tiempo inmemorial que
afirma que nuestras diferencias son más importantes que la
humanidad que todos compartimos.

Creo que el mundo continuará su marcha desde el
aislamiento hasta la interdependencia y de ahí a la
cooperación, pues no hay ninguna otra salida. Hemos
avanzado mucho desde que nuestros antepasados se irguieron por
primera vez en la sabana africana, hace más de cien mil
años. En solo los quince años que han transcurrido
desde el final de la Guerra Fría, Occidente se ha
reconciliado con sus viejos adversarios, Rusia y China; por
primera vez en la historia, más de la mitad de la gente
del mundo vive bajo gobiernos que ellos mismos han escogido; se
ha producido una cooperación sin precedentes en la lucha
contra el terrorismo y en el reconocimiento de que debemos hacer
más para luchar contra la pobreza, la enfermedad y el
calentamiento global y para hacer que todos los niños
vayan a la escuela; Estados Unidos y muchas otras sociedades
libres han demostrado, en fin, que gente de todo tipo de razas y
religiones pueden convivir en armonía y
respeto.

El terrorismo no podrá con nuestra nación.
Lo derrotaremos, pero debemos cuidarnos de que al hacerlo no
comprometamos el carácter de nuestro país ni el
futuro de nuestros hijos. Nuestra misión de formar una
unión más perfecta es ahora una misión
global.

Por lo que a mí respecta, todavía sigo
trabajando en aquella lista de objetivos que me propuse siendo
joven. Convertirse en una buena persona es el esfuerzo de toda
una vida y requiere liberarse de la ira hacia los demás y
aceptar la responsabilidad por los errores que se han cometido.
Después del perdón que he recibido de Hillary,
Chelsea, mis amigos y de millones de personas en Estados Unidos y
por todo el mundo, es lo menos que puedo hacer. Cuando, siendo un
político joven, comencé a frecuentar iglesias
negras, oí por primera vez a la gente referirse a los
funerales como «viajes a casa». Todos regresamos a
casa, y yo quiero estar preparado.

Mientras tanto, disfruto mucho asistiendo a la vida que
Chelsea construye para sí, al magnífico trabajo de
Hillary en el Senado y los constantes esfuerzos de mi
fundación para que las comunidades pobres de Estados
Unidos y de todo el mundo disfruten de mayores oportunidades
económicas, educativas y de servicio; para luchar contra
el SIDA y llevar medicinas a bajo precio a aquellos que las
necesitan y para continuar con mi firme compromiso para conseguir
la reconciliación racial y religiosa.

¿Me arrepiento de algo? Por supuesto, tanto de
cosas públicas como privadas, como he contado en este
libro. Dejo a otros el papel de juzgar hacia dónde se
decanta la balanza.

He tratado de contar la historia de mis alegrías
y mis penas, de mis sueños y mis miedos, de mis triunfos y
mis fracasos. Y he tratado de explicar la diferencia entre mi
forma de ver el mundo y la de aquellos de la extrema derecha
contra los que me enfrenté. En esencia, ellos creen
honestamente que están en posesión de la verdad, de
toda la verdad. Yo veo las cosas de forma distinta. Creo que san
Pablo tenía razón cuando dijo que en esta vida
«vemos a través de un espejo, en enigma» y que
«conocemos de un modo parcial». Por eso alabó
las virtudes de la «fe, la esperanza y el
amor».

He llevado una vida imprevisible y maravillosa, llena de
fe, esperanza y amor, además de haber recibido más
gracia y buena fortuna de lo que merecía. Pero por
imprevisible que haya resultado, no hubiera sido posible en
ningún otro país que no fuera Estados Unidos. A
diferencia de muchas otras personas, he tenido el privilegio de
trabajar todos los días de mi vida por las cosas en las
que creía desde que era un niño que pasaba el rato
en la tienda de su abuelo. Crecí con una madre fascinante
que me adoraba, aprendí directamente de grandes maestros,
he hecho una legión de amigos leales, he construido una
vida de amor con la mujer más maravillosa que he conocido
jamás y tengo una hija que sigue siendo la luz de mi
vida.

Como he dicho, creo que es una buena historia; y me lo
he pasado bien contándola.

FIN

AGRADECIMIENTOS

Estoy particularmente en deuda con las muchas personas
sin cuya ayuda este libro nunca se hubiera escrito. Justin Cooper
me diomás de dos años de su joven vida para
trabajar conmigo todos los días y, en muchas ocasiones
durante los últimos seis meses, también toda la
noche. Clasificó y recuperó montañas de
material, investigó datos, corrigió muchos errores
y mecanografió el manuscrito una y otra vez desde los
incomprensibles garabatos con los que yo había llenado
más de veinte gruesos cuadernos. Muchas de las partes se
rescribieron media docena de veces o más. Nunca
perdió la paciencia, nunca desfalleció y, cuando
llegamos a la recta final, a veces parecía conocerme y
saber qué quería decir mejor que yo mismo. A pesar
de que no es responsable de sus defectos, este libro es un
monumento a sus dones y su esfuerzo.

Antes de que empezáramos a trabajar juntos me
dijeron que mi editor, Robert Gottlieb, era el mejor de su
oficio. Resultó que era eso y mucho más. Solo
desearía haberle conocido treinta años antes. Bob
me enseñó a construir momentos mágicos y a
cortar. Sin su criterio y sensibilidad, este libro hubiera sido
el doble de largo y la mitad de bueno. Se leyó mi historia
como una persona interesada, pero no obsesionada, con la
política. Siguió insistiendo en que me adentrara en
la parte más humana de mi vida. Y me convenció de
eliminar los nombres de muchísimas personas que me
habían ayudado durante mi trayectoria, porque el lector
medio se vería desbordado con tantos personajes. Si
tú eres uno de ellos, espero que le perdones a él y
me perdones a mí.

Un libro tan largo y pleno como éste requiere una
labor titánica de comprobación de datos. La parte
del león la realizó Meg Thompson, una joven
brillante que navegó cuidadosamente entre los detalles de
mi vida durante un año más o menos; durante los
últimos pocos meses, recibió la ayuda de Caitlin
Klevorick y otros jóvenes voluntarios. Ahora poseen muchos
ejemplos que demuestran que mi memoria está muy lejos de
ser perfecta. Si ha quedado en estas páginas algún
error factual, desde luego no ha sido porque no se esforzaran en
corregirlos.

Nunca le podré dar suficientemente las gracias a
la gente de Knopf, comenzando con Sonny Mehta, el presidente y
editor jefe. Creyó en el proyecto desde el principio y
puso todo de su parte para hacer que no se parase, incluyendo
mirarme con asombro cada vez que nos cruzamos durante los
últimos dos años; una mirada que quería
decir algo así como, «¿De verdad vas a acabar
a tiempo?» o «¿Por qué estas
aquí en lugar de en casa escribiendo?». La mirada de
Sonny siempre logró el efecto deseado.

También estoy en deuda con la mucha gente que me
ayudó en Knopf. Le estoy agradecido al equipo editorial y
de producción de Knopf, que está tan obsesionado
con la precisión y los detalles como lo estoy yo (incluso
con un libro con un ritmo ligeramente acelerado como era el
mío) y agradezco especialmente los incansables esfuerzos y
meticuloso trabajo de mi editora responsable, Katherine Hourigan;
del noble director de producción, Andy Hughes; de la
incansable editora de producción, Maria Massey; de la
directora de correctores Lydia Buechler, de la correctora
Charlotte Gross y de los lectores de pruebas Steve Messina, Jenna
Dolan, Ellen Feldman, Rita Madrigal y Liz Polizzi; del director
de diseño, Peter Andersen; del director de diseño
de cubierta, Carol Carson; de los siempre serviciales Diana
Tejerina y Eric Bliss, así como de Lee Pentea.

Además, quiero dar las gracias a las muchas otras
personas de Knopf que me han ayudado: Tony Chirico, por sus
valiosos consejos; Jim Johnston, Justine LeCates y Anne Diaz;
Carol Janeway y Suzanne Smith; Jon Fine; y el talento en
promoción y marketing de Pat Johnson, Paul Bogaards, Nina
Bourne, Nicholas Latimer, Joy DallanegraSanger, Amanda Kauff,
Sarah Robinson y AnneLise Spitzer. Y gracias a la gente de North
Market Street Graphics, Coral Graphics y R. R. Donnelley &
Sons.

Robert Barnett, un gran abogado y viejo amigo,
negoció el contrato con Knopf; él y su socio,
Michael O'Connor, trabajaron con el proyecto conforme editoriales
extranjeras fueron uniéndose a nosotros. Les estoy muy
agradecido. También valoro la cuidadosa revisión
técnica y legal que David Kendall y Beth Nolan dieron al
manuscrito.

Cuando estaba en la Casa Blanca, a partir de finales de
1993, me reunía una vez al mes con mi viejo amigo Taylor
Branch para confeccionar una historia oral. Aquellas
conversaciones me ayudaron a recordar momentos particulares de mi
presidencia. Después de que dejara la Casa Blanca, Ted
Widmer, un excelente historiador que trabajaba en la Casa Blanca
como escritor de discursos, realizó una historia oral de
mi vida antes de la presidencia que me ayudó a recuperar y
organizar viejos recuerdos. Janis Kearney, la cronista de la Casa
Blanca, me dejó una gran cantidad de notas que me
permitieron reconstruir los acontecimientos del día a
día.

Seleccionamos las fotografías con la ayuda de
Vincent Virga, quien encontró muchas que captaban algunos
de los momentos más notables de los que se habla en el
libro, y con Carolyn Huber, que estuvo con nuestra familia a lo
largo de todos nuestros años en la mansión del
gobernador y en la Casa Blanca. Mientras fui presidente, Carolyn
se encargó también de organizar todos mis
documentos y cartas privados desde 1974, cuando era niño,
una ardua labor sin la cual buena parte de la primera parte de
este libro hubiera sido imposible.

Estoy profundamente en deuda con todos aquellos que
leyeron todo o parte del libro y me hicieron indicaciones
útiles para añadidos, recortes, reorganizaciones,
contextualizaciones e interpretación, entre ellos Hillary,
Chelsea, Dorothy Rodham, Doug Band, Sandy Berger, Tommy Caplan,
Mary DeRosa, Nancy Hernreich, Dick Holbrooke, David Kendall, Jim
Kennedy, Ian Klaus, Bruce Lindsey, Ira Magaziner, Cheryl Mills,
Beth Nolan, John Podesta, Bruce Reed, Steve Ricchetti, Bob Rubin,
Ruby Shamir, Brooke Shearer, Gene Sperling, Strobe Talbott, Mark
Weiner, Maggie Williams y mis amigos Brian y Myra Greenspun, que
estaban conmigo cuando escribí la primera
página.

Muchos de mis amigos y colegas se tomaron la molestia de
improvisar historias orales conmigo, entre ellos Huma Abedin,
Madeleine Albright, Dave Barram, Woody Bassett, Paul Begala, Paul
Berry, Jim Blair, Sidney Blumenthal, Erskine Bowles, Ron Burlde,
Tom Campbell, James Carville, Roger Clinton, Patty Criner, Denise
Dangremond, Lynda Dixon, Rahm Emanuel, Al From, Mark Gearen, Ann
Henry, Denise Hyland, Harold Ickes, Roger Johnson, Vernon Jordan,
Mickey Kantor, Dick Kelley, Tony Lake, David Leopoulos, Capricia
Marshall, Mack McLarty, Rudy Moore, Bob Nash, Kevin O'Keefe, Leon
Panetta, Betsey Reader, Dick Riley, Bobby Roberts, Hugh Rodham,
Tony Rodham, Dennis Ross, Martha Saxton, Eli Segal, Terry
Schumaker, Marsha Scott, Michael Sheehan, Nancy Soderberg, Doug
Sosnik, Rodney Slater, Craig Smith, Gayle Smith, Steve Smith,
Carolyn Staley, Stephanie Street, Larry Summers, Martha
Whetstone, Delta Willis, Carol Willis y muchos de mis lectores.
Estoy seguro de que hay muchos otros a los que he olvidado; si es
así, lo siento y agradezco también su
ayuda.

Me ayudaron mucho en mi investigación los muchos
libros escritos por miembros de la administración y otros,
y, por supuesto, las memorias de Hillary y de mi
madre.

David Alsobrook y la plantilla del Proyecto de
Materiales Presidenciales de Clinton fueron pacientes y
perseverantes en la recuperación de materiales. Quiero
darles las gracias a todos ellos: Deborah Bush, Susan Collins,
Gary Foulk, John Keller, Jimmie Purvis, Emily Robison, Rob
Seibert, Dana Simmons, Richard Stalcup y Rhonda Wilson. Y al
historiador de Arkansas David Ware. También fueron de gran
ayuda los archiveros y los historiadores de Georgetown y
Oxford.

Mientras yo pasé absorto en la escritura la mayor
parte de los últimos dos años y medio, y muy
especialmente los últimos seis meses, el trabajo de mi
fundación continuó conforme construíamos la
biblioteca y perseguíamos nuestros objetivos: luchar
contra el SIDA en África y en el Caribe y hacer que
hubiera disponibles en todo el mundo pruebas de detección
y medicamentos baratos contra la enfermedad; aumentar las
oportunidades económicas de las comunidades pobres de
Estados Unidos, India y África; impulsar la
educación y el servicio ciudadano entre los
jóvenes, tanto en casa como en el extranjero y promover la
reconciliación religiosa, racial y étnica por todo
el mundo. Quiero dar las gracias a todos aquellos cuyas
donaciones han hecho posible el trabajo de mi fundación y
la construcción de la Biblioteca Presidencial y de la
Escuela Clinton de Servicio Público en la Universidad de
Arkansas. Estoy profundamente en deuda con Maggie Williams, la
jefe de mi equipo, por todo lo que hizo para que las cosas
siguieran avanzando y por toda su ayuda con el libro. Quiero
darles las gracias a los miembros de mi fundación y a su
personal de oficina por todo lo que hicieron para que prosiguiera
el trabajo y los programas de la fundación mientras yo
estaba escribiendo el libro. Un agradecimiento muy especial para
Doug Band, mi orientador, que me ayudó desde el día
en que dejé la Casa Blanca a construir mi nueva vida y que
se esforzó para que siempre tuviera tiempo para escribir
durante nuestros viajes por Estados Unidos y por todo el
mundo.

También estoy en deuda con Oscar Fiores, que hizo
que todo marchara bien en mi hogar de Chappaqua. En las muchas
noches en que Justin Cooper y yo trabajábamos hasta la
madrugada, Oscar se tomaba todo tipo de molestias para que no nos
saltáramos la cena y para que nunca nos faltase
café.

Por último, es imposible mencionar a toda la
gente que ha hecho posible la vida que se narra en estas
páginas: a todos los profesores y mentores de mi juventud;
a la gente que trabajó y contribuyó a todas mis
campañas; a aquellos que trabajaron conmigo en el Consejo
de Liderazgo Demócrata, la Asociación Nacional de
Gobernadores y todas las demás organizaciones que
contribuyeron a formarme como político; a aquellos que
trabajaron conmigo por la paz, la seguridad y la
reconciliación en todo el mundo; a aquellos que hicieron
que la Casa Blanca funcionase y mis viajes salieran bien; a los
miles de personas inteligentes que trabajaron en mis
administraciones como fiscal general, gobernador y presidente sin
cuya dedicación tendría poco que decir sobre mis
años como político; a aquellos que cuidaron de mi
seguridad y la de mi familia y a mis amigos de toda la vida.
Ninguno de ellos es responsable de los fracasos de mi vida, pero
sí merecen buena parte del mérito por todo lo bueno
que haya salido de ella.

A mi madre, que me dio el amor a la
vida

A Hillary, que me dio una vida de
amor

A Chelsea, que le dio sentido y
alegría a todo ello

Y a la memoria de mi abuelo

Que me enseñó a admirar a
las personas que otros despreciaban,

Porque después de todo, no somos
tan distintos

 

 

Autor:

Williams "Bill" Clinton

Enviado por:

Ing.+Lic. Yunior Andrés Castillo
S.

Santiago de los Caballeros,

República Dominicana,

2014.

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14, 15, 16, 17, 18, 19, 20, 21, 22
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