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Análisis del libro "MI vida (parte II)" de Williams Bill Clinton (página 3)



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El presidente Bush estaba en Moscú para firmar el
tratado START II con Yeltsin. Eran buenas noticias, aunque como
todos los gestos progresistas que Yeltsin emprendía,
había despertado una fuerte oposición en la Duma.
Le dije a Strobe que las circunstancias cambiaban tan
rápidamente en Rusia que no podíamos tener una
estrategia exclusivamente defensiva; debíamos colaborar
para que los cambios positivos se asentaran y se aceleraran,
especialmente los que podían mejorar la economía
rusa.

En febrero, fui a casa de Strobe una noche para visitar
a su familia y hablar de Rusia. Strobe me informó de un
reciente encuentro que había mantenido con Richard Nixon,
durante el cual el ex presidente le había instado a que
apoyáramos firmemente a Yeltsin. El paquete de medidas de
ayuda de 24.000 millones de dólares que el presidente Bush
había anunciado la primavera anterior no se había
materializado, pues las instituciones financieras internacionales
no querían enviar el dinero hasta que Rusia hubiera
reestructurado su economía. Nosotros teníamos que
hacer algo concreto, ya.

A principios de marzo, Yeltsin y yo acordamos reunirnos
el 3 y el 4 de abril en Vancouver, Canadá. El 8 de marzo,
Richard Nixon me visitó en la Casa Blanca para insistir
personalmente en que debía apoyar a Yeltsin.
Después de un breve encuentro con Hillary y Chelsea,
durante el que me recordó que él era un
cuáquero, y que sus hijas, como Chelsea, también
asistieron a la escuela Sidwell Friends, fue al grano y me dijo
que mi trayectoria de presidente se recordaría sobre todo
por lo que hiciera en Rusia, más que por mi
política económica. Más tarde, aquella
noche, llamé a Strobe para informarle de la
conversación que había mantenido con Nixon, y para
hacer hincapié de nuevo en la importancia de que
hiciéramos algo en Vancouver para ayudar a Rusia; fuera lo
que fuera debía tener consecuencias de peso en la cumbre
anual del G7 que se celebraría en julio en la ciudad de
Tokio. Durante todo el mes de marzo, a medida que recibía
informes regularmente de nuestro equipo de política
exterior, y de Larry Summers y su ayudante David Lipton, en el
Tesoro, les presionaba para que se plantearan metas más
ambiciosas y obtuvieran más resultados.

Mientras, en Moscú, la Duma reducía el
margen de maniobra de Yeltsin y aprobaba las inútiles
políticas inflacionistas del Banco Central ruso. El 20 de
marzo, Yeltsin contraatacó en un discurso que anunciaba un
referéndum para el 25 de abril, con objeto de determinar
quién dirigía el país, si él o la
Duma. Hasta entonces, dijo, sus decretos presidenciales
seguirían vigentes, sin importar lo que dijera la
Duma.

Escuché el discurso desde uno de los dos
televisores de mi comedor privado, al lado del Despacho Oval. El
otro televisor mostraba el partido del campeonato de baloncesto
de las ligas universitarias entre los Razorbacks de Arkansas y la
St. John's University. Tenía un ojo puesto en cada
aparato.

Todo mi equipo de política exterior
debatió a fondo cómo debía responder al
discurso de Yeltsin. Como un solo hombre, todos me aconsejaron
prudencia, porque Yeltsin estaba forzando los límites de
su autoridad constitucional, y porque quizá
perdería. Yo no estaba de acuerdo; Yeltsin estaba en medio
de la batalla de su vida, contra los ex comunistas y otros
sectores reaccionarios. Estaba planteando un referéndum a
su pueblo, y a mí no me importaba que perdiera;
recordé a mi gente que yo mismo había perdido
muchas veces en mi vida. No me interesaba en absoluto cubrirme
las espaldas, así que di instrucciones a Tony Lake para
que redactara un borrador en el que expresaba mi más
rotundo apoyo. Cuando me lo trajo lo retoqué para poner
aún más de relieve mi postura; luego, se lo
entregué a la prensa. En este caso, me guié por mis
instintos y aposté a que Rusia se decantaría por
Yeltsin y, con ello, se quedaría en la orilla adecuada de
la historia. Mi optimismo se reforzó cuando Arkansas
logró remontar el partido de baloncesto y acabó
venciendo.

Finalmente, en marzo, llegó el programa de ayudas
que yo podía aprobar; incluía 1.600 millones de
dólares en ayudas para que Rusia pudiera estabilizar su
economía. Entre otras cosas, el dinero se destinó a
proporcionar una casa a los oficiales militares desmovilizados; a
crear verdaderos programas de empleo para los científicos
nucleares, que estaban subempleados y a menudo no cobraban
ningún sueldo; a ofrecer más colaboración
durante el proceso de desmantelación de arsenales
nucleares, según el programa NunnLugar, que acababa de
entrar en vigor; en proveer de alimentos y medicinas a los que
sufrían de escasez; en ayudas a la pequeña y
mediana empresa, a los medios de comunicación
independientes, a las organizaciones no gubernamentales, a los
partidos políticos y a los sindicatos, y para un programa
de intercambio que llevara a decenas de miles de estudiantes y
jóvenes profesionales a Estados Unidos. El paquete de
ayudas cuadriplicaba los de la anterior administración y
era tres veces mayor que el que yo había recomendado
originalmente.

Aunque una encuesta dijo que el 75 por ciento de
norteamericanos se oponía a entregar más dinero a
Rusia, y a pesar de que nuestro plan de reducción del
déficit hacía que fuera muy difícil que
pudiéramos prescindir de capitales, sentí que no
tenía otra elección que seguir adelante. Estados
Unidos se había gastado billones de dólares en
defensa para ganar la Guerra Fría y ahora no
podíamos arriesgarnos a que, por menos de 2.000 millones
de dólares y una encuesta negativa, toda aquella
inversión hubiera sido en vano.

Para sorpresa de mi equipo, los principales miembros del
Congreso, incluidos los republicanos, estuvieron de acuerdo
conmigo. En una reunión que convoqué para impulsar
la propuesta, el senador Joe Biden, presidente del Comité
de Relaciones Exteriores, se mostró muy a favor del
paquete de ayudas. Hasta Bob Dole acabó convencido, con el
argumento de que no debíamos estropear la era posterior a
la Guerra Fría, como habían hecho los vencedores de
la Primera Guerra Mundial; su falta de visión
política contribuyó poderosamente al estallido de
la Segunda Guerra Mundial, en la que Dole había
participado heroicamente. Newt Gingrich estaba apasionadamente a
favor de ayudar a Rusia; decía que era «un momento
decisivo» para Estados Unidos y que debíamos hacer
lo correcto. Como le dije a Strobe, Newt trataba de «ser
más ruso que yo», respecto a lo cual yo no
tenía ningún problema, antes bien al
contrario.

Cuando Yeltsin y yo nos reunimos el 3 de abril, los
primeros momentos fueron un poco incómodos, pues Yeltsin
explicó que tenía que ir con cuidado: una cosa era
recibir ayuda norteamericana para que Rusia pudiera realizar una
transición hacia la democracia, y otra era parecer que
estaba a las órdenes de Estados Unidos. Nos centramos en
los detalles del paquete de ayudas. Dijo que le parecían
bien, pero que necesitaba más viviendas para los militares
que estaban licenciando y cuyo último destino
habían sido las repúblicas bálticas; muchos
de aquellos soldados estaban viviendo en tiendas de
campaña. Después de resolver esta cuestión,
Yeltsin se lanzó abruptamente a la ofensiva y
exigió que revocara la enmienda Jackson-Vanik, una ley de
1974 que condicionaba el comercio estadounidense a la libertad de
inmigración de los rusos y a que dejara de celebrar la
Semana de las Naciones Cautivas, que recordaba la
dominación soviética de países como Polonia
y Hungría, ahora libres. Ambas leyes eran en gran medida
simbólicas, y no tenían un impacto real en nuestras
relaciones. Yo no podía gastar el capital político
necesario para modificarlas y al mismo tiempo proporcionar ayuda
real a Rusia.

Después de la primera sesión, a mi equipo
le preocupó que hubiera permitido que Yeltsin me
aleccionara de la misma forma como Jruschov había
intimidado a Kennedy en su famoso encuentro en Viena, en 1961. No
querían que diera una impresión de debilidad. A
mí eso no me preocupaba, porque la analogía
histórica no era válida. Yeltsin no trataba de
dejarme en tan mal lugar como Jruschov intentó con
Kennedy; sencillamente quería quedar bien con los enemigos
que tenía en casa y que trataban de acabar con él.
Durante la semana anterior a nuestra cumbre, habían
intentado expulsarle del cargo en la Duma, y aunque habían
fracasado, la moción obtuvo muchos votos. Yo podía
soportar cierta cantidad de gestos grandilocuentes de cara a la
galería, si eso servía para que Rusia siguiera el
camino correcto.

Por la tarde, acordamos un sistema para
institucionalizar nuestra cooperación; crearíamos
una comisión encabezada por el vicepresidente Gore y el
primer ministro ruso Viktor Chernomirdin. La idea se les
ocurrió a Strobe y a Georgi Mamedov, el adjunto al
ministro de Exteriores ruso, y funcionó mejor de lo que
nos esperábamos, en gran medida gracias al esfuerzo
denodado y constante que invirtieron en la comisión, a lo
largo de muchos años, Al Gore y sus homólogos
rusos, durante los que tuvieron que superar un sinfín de
problemas complejos y polémicos.

El domingo 4 de abril, en un marco más formal
para debatir temas de seguridad, nos reunimos con Yeltsin y sus
asesores, sentados a una mesa frente a mí y a mi equipo.
Como ya había hecho anteriormente, Yeltsin empezó
de forma agresiva; reclamó que modificáramos
nuestra postura sobre el control de armamento y abriéramos
el mercado norteamericano a los productos rusos, como los cohetes
que ponían satélites en órbita, sin exigir
los controles de exportación que prohibirían a los
rusos vender tecnología militar a los enemigos de Estados
Unidos, como Irán e Irak. Con ayuda de nuestra dura
experta, Lynn Davis, me mantuve firme respecto a los controles,
me limité a rechazar sus peticiones y encargué a
nuestros expertos que analizaran la situación.

El ambiente se animó cuando nos centramos en el
tema económico. Yo le hablé del paquete de medidas
como un gesto de «cooperación», no de
«ayuda», y luego pedí a Lloyd Bentsen que
resumiera las propuestas que plantearíamos en la cumbre
del G7 en Tokio. Yeltsin se alarmó cuando vio que no
podríamos enviarle fondos antes del referéndum del
25 de abril. Aunque yo no podía darle a Boris el cheque
por 500 millones de dólares que él quería,
en la conferencia de prensa que siguió a nuestra
última sesión de trabajo, dejé claro que iba
a recibir una fuerte inyección de dinero, pues Estados
Unidos apoyaba la democracia y las reformas de Rusia, y
también a su líder.

Cuando me fui de Vancouver, confiaba más en
Yeltsin y conocía mejor la magnitud de los retos a los que
se enfrentaba, así como su visceral determinación
de lograrlo. Además, él me cayó bien; era un
hombretón, parecía un gran oso, lleno de
contradicciones. Había crecido en unas condiciones tan
primitivas que hacían que mi niñez pareciera la de
un Rockefeller. Podía ser muy rudo, pero su mente era
capaz de entender todos los matices de una situación; en
un momento dado atacaba, y al siguiente abrazaba. Su
comportamiento parecía oscilar entre la frialdad
calculadora y las emociones sinceras, la mezquindad y la
generosidad, la rabia frente al mundo y una alegría
plena.

Una vez, paseábamos por mi hotel los dos juntos y
un periodista ruso le preguntó si estaba contento con el
resultado de nuestra reunión; rápidamente
replicó: «¿Contento? Uno no puede estar
contento si no es en presencia de una mujer hermosa. Pero estoy
satisfecho».

Como todo el mundo sabe, Yeltsin era muy aficionado al
vodka, pero en general, en todos nuestros encuentros se mantuvo
alerta, preparado, y fue eficiente como representante de su
nación. Comparado con las otras alternativas que
había, Rusia era afortunada por tenerlo a él al
timón. Amaba a su país, despreciaba el comunismo y
quería que Rusia fuera buena y grande al mismo tiempo.
Cuando alguien hacía algún comentario malicioso
acerca de la afición de Yeltsin a la bebida me acordaba de
una frase atribuida a Lincoln, cuando los esnobs de Washington
formularon la misma crítica contra el general Grant, su
comandante más agresivo y victorioso durante la guerra de
la Independencia: «Descubran qué bebe y
dénselo a los demás generales».

A mi regreso a Washington, aumenté nuevamente el
paquete de ayudas: propuse ofrecer 2.500 millones de
dólares para todos los ex miembros de la Unión
Soviética, de los cuales dos tercios serían para
Rusia. El 25 de abril, una amplia mayoría de votantes
rusos respaldaron a Yeltsin, sus medidas políticas y
también su deseo de una nueva Duma. Después de poco
más de cien días de mandato, habíamos dado
un paso de gigante en nuestro apoyo a Yeltsin y a una Rusia
democrática. Desafortunadamente, no se podía decir
lo mismo de nuestros esfuerzos por poner fin a la matanza y a la
limpieza étnica en Bosnia.

En 1989, mientras la Unión Soviética se
tambaleaba. y el comunismo desaparecía en Europa, la
pregunta de qué filosofía política
ocuparía su lugar recibía respuestas distintas
según los países. La parte más occidental
del ex imperio soviético claramente se decantaba por la
democracia, una causa que habían defendido durante
décadas los inmigrantes que llegaban a Estados Unidos
procedentes de Polonia, Hungría, Checoslovaquia y las
repúblicas bálticas. En Rusia, Yeltsin y otros
demócratas formaban una especie de retaguardia que luchaba
contra los comunistas y los ultranacionalistas. En Yugoslavia,
mientras la nación luchaba por reconciliar las exigencias
encontradas de sus grupos étnicos y religiosos, el
nacionalismo serbio se imponía a la democracia, bajo el
control de la dominante figura política del país,
Slobodan Milosevic.

Hacia 1991, las provincias más al oeste de
Yugoslavia, Eslovenia y Croacia, ambas de mayoría
católica, habían declarado su independencia de
Yugoslavia. Se desencadenó un conflicto entre Serbia y
Croacia que se extendió hasta territorio bosnio, la
provincia étnicamente más diversa de todo el
país, donde los musulmanes constituían un 45 por
ciento de la población, los serbios eran poco más
del 30 por ciento y los croatas el 17 por ciento. Las supuestas
diferencias étnicas de Bosnia eran en realidad diferencias
políticas y religiosas. Bosnia había sido el punto
de encuentro de tres expansiones imperiales: el sacro imperio
romano germánico desde el oeste, el movimiento cristiano
ortodoxo desde el este, y el imperio otomano musulmán en
el sur. En 1991, Bosnia estaba gobernada por una coalición
de unidad nacional, dirigida por el principal político
musulmán, Alia Izetbegovic, y en el que también se
incluía el líder nacionalista serbio militante
Radovan Karadzic, un psiquiatra de Sarajevo.

Al principio Izetbegovic quería que Bosnia fuera
una provincia yugoslava autónoma, multiétnica y en
la que hubiera libertad religiosa. Cuando Eslovenia y Croacia
recibieron el reconocimiento de la comunidad internacional como
naciones independientes, Izetbegovic decidió que la
única forma para que Bosnia pudiera escapar del dominio
serbio era buscar también la independencia. Karadzic y sus
aliados, estrechamente relacionados con Milosevic, tenían
intenciones muy distintas. Estaban a favor del proyecto de
Milosevic de convertir la mayor extensión posible de
territorio yugoslavo, incluida Bosnia, en una Gran Serbia. El
1º. de marzo de 1992, se celebró un referéndum
sobre si Bosnia debía o no convertirse en una
nación independiente donde todos los ciudadanos, de todos
los grupos, fueran iguales. El resultado fue casi unánime
a favor de la independencia, pero solo dos tercios del electorado
participaron en el referéndum. Karadzic había
ordenado a los serbios que no acudieran a las urnas, y la
mayoría le obedeció. En aquel momento, las fuerzas
paramilitares serbias ya habían empezado a matar a
musulmanes desarmados y los habían expulsado de sus
hogares en las zonas de población serbia mayoritaria, con
la esperanza de dividir a Bosnia en distintos enclaves
étnicos, o «cantones», por la fuerza. Esta
cruel estrategia se dio a conocer con un término
curiosamente antiséptico: limpieza
étnica.

El enviado de la Comunidad Europea, Lord Carrington,
trató de convencer a las partes enfrentadas de que
dividieran el país en regiones étnicas, de manera
pacífica. Fracasó porque no había forma de
lograrlo sin dejar a mucha gente de ambos grupos en el territorio
controlado por los demás, y porque muchos bosnios
querían conservar un país unido, donde las
distintas etnias pudieran convivir en paz, como habían
hecho satisfactoriamente durante los anteriores quinientos
años.

En abril de 1992, la Comunidad Europea reconocía
que Bosnia era un estado independiente, por primera vez desde el
siglo XV. Mientras, las fuerzas paramilitares serbias
seguían aterrorizando a las comunidades musulmanas y
matando a civiles, al tiempo que utilizaban a los medios de
comunicación para convencer a los serbios de la zona que
eran ellos quienes sufrían un ataque por parte de los
musulmanes y que tenían que defenderse. El 27 de abril,
Milosevic anunció un nuevo estado yugoslavo que
comprendía a Serbia y a Montenegro. Luego retiró
ostentosamente su ejército de Bosnia, pero dejó
armamento, provisiones y a los soldados serbo-bosnios bajo el
mando de un comandante cuidadosamente seleccionado, Ratko Mladic.
Los combates y las matanzas se sucedieron ininterrumpidamente a
lo largo de 1992, mientras los dirigentes de la Comunidad Europea
pugnaban por contenerlos y la administración Bush dudaba,
pues no estaba dispuesta a hacerse cargo de otro problema en
año de elecciones, por lo que se contentaba con dejar
aquella cuestión en manos europeas.

En honor a la verdad, la administración Bush
instó a Naciones Unidas para que impusiera sanciones
económicas a Serbia, una medida a la que inicialmente el
secretario general Boutros Boutros-Ghali, los franceses y los
británicos se opusieron, aduciendo que querían
darle a Milosevic una oportunidad para detener la violencia que
él mismo había desatado. Finalmente, se impusieron
las sanciones a finales de mayo, pero tuvieron poco efecto, pues
las provisiones seguían llegando a los serbios a
través de los países vecinos amigos. Naciones
Unidas también mantenía el embargo de armas contra
el gobierno bosnio, que originalmente se había impuesto a
toda Yugoslavia a finales de 1991. El problema del embargo era
que los serbios tenían suficientes armas y municiones para
seguir luchando durante años; por lo tanto, la
única consecuencia del embargo era hacer que a los bosnios
les resultara virtualmente imposible defenderse por sí
solos. De algún modo se las arreglaron para resistir
durante 1992: se hacían con armas que requisaban del
ejército serbio, o mediante pequeños envíos
desde Croacia que lograban eludir el bloqueo de la OTAN en la
costa croata.

En verano de 1992, a medida que las televisiones y la
prensa finalmente mostraban el horror de un campo de detenidos
serbio en el norte de Bosnia a los hogares europeos y
norteamericanos, me incliné públicamente por
realizar ataques aéreos coordinados por la OTAN, con
participación de Estados Unidos. Más tarde, cuando
se demostró que los serbios estaban procediendo a la
matanza sistemática de los musulmanes bosnios, y sobre
todo al exterminio de los líderes locales, propuse que se
levantara el embargo de armas. En lugar de eso, los europeos se
concentraron en poner fin a la violencia. El primer ministro
británico John Major trató de que los serbios
abandonaran el asedio de las ciudades bosnias y pusieran su
armamento pesado bajo la supervisión de Naciones Unidas.
Al mismo tiempo, diversas misiones humanitarias, tanto
públicas como privadas, se organizaron para llevar
alimentos y medicinas a la zona, y Naciones Unidas envió
ocho mil soldados para proteger los convoyes de ayuda
humanitaria.

A finales de octubre, justo antes de nuestras
elecciones, Lord David Owen, el nuevo negociador europeo, y Cyrus
Vance, su homólogo en Naciones Unidas y antiguo secretario
de Estado norteamericano, plantearon la propuesta de convertir a
Bosnia en un conjunto de provincias autónomas que
serían responsables de todas las funciones de gobierno,
excepto defensa y asuntos exteriores, que se gestionarían
desde un gobierno central. Había suficientes cantones, con
grupos étnicos mayoritarios divididos
geográficamente, de manera que Vance y Owen pensaron que
sería imposible que las zonas controladas por los serbios
se fusionaran con la Yugoslavia de Milosevic para formar una Gran
Serbia. Su plan planteaba diversos problemas: los dos más
graves eran, por un lado que el poder en los gobiernos de los
cantones cambiaba de manos constantemente y por otro, que los
musulmanes no podían volver a sus hogares con total
seguridad si se hallaban en zonas controladas por los serbios.
Asimismo, la indefinición de los límites de los
cantones daba pie a que los serbios siguieran atacando, con la
esperanza de extender el territorio controlado, así como
el permanente, aunque mucho menos grave, conflicto entre croatas
y musulmanes.

Cuando llegué a ser presidente, el embargo de
armas y el apoyo europeo al plan Vance-Owen había
debilitado la resistencia musulmana contra los serbios, incluso
mientras salían a la luz pruebas de las matanzas de
civiles musulmanes y las continuas violaciones de los derechos
humanos en los campos de detenidos. A principios de febrero,
decidí no apoyar el plan Vance-Owen. El día cinco,
me reuní con el primer ministro de Canadá, Brian
Mulroney, y me agradó oír que a él tampoco
le gustaba el plan. Unos días más tarde,
finalizamos un análisis de la situación
política bosnia; Warren Christopher anunció que
Estados Unidos querría negociar un nuevo acuerdo y que
estaríamos dispuestos a cooperar para que se cumplieran
los términos del mismo.

El 23 de febrero, el secretario general BoutrosGhali se
puso de acuerdo conmigo para iniciar un plan de emergencia con el
fin de lanzar ayuda humanitaria por avión en la zona
bosnia. Al día siguiente, en mi primera reunión con
John Major, él también estuvo a favor de los
envíos de suministros. Sin embargo, aunque los alimentos y
medicinas lanzados en paracaídas ayudarían a mucha
gente a seguir viva, no atacaban las causas de la
crisis.

Hacia el mes de marzo, parecía que
hacíamos progresos. Las sanciones económicas se
habían reforzado y daba la impresión de que estaban
perjudicando a los serbios, que también estaban
preocupados acerca de una posible intervención militar de
la OTAN. Pero aún nos faltaba mucho para llegar a una
política unificada. El día 9, durante mi primera
reunión con el presidente francés Francois
Mitterrand, me dejó claro que, pese a que había
enviado cinco mil soldados a Bosnia como parte de las fuerzas
humanitarias de Naciones Unidas, para colaborar en el reparto de
ayuda y para contener la violencia, se inclinaba más por
los serbios y no estaba muy dispuesto a ver nacer una Bosnia
unificada y dirigida por los musulmanes.

El día 26, me reuní con Helmut Kohl, el
cual deploraba todo lo que estaba sucediendo y, como yo, estaba a
favor de levantar el embargo sobre las armas. Pero no
íbamos a convencer a los británicos y a los
franceses, que opinaban que levantar el embargo solo
contribuiría a prolongar la guerra y poner en peligro las
fuerzas de Naciones Unidas sobre el terreno, a las que ellos
habían aportado soldados y nosotros no. Izetbegovic
también estuvo en la Casa Blanca el día 26, para
entrevistarse con Al Gore, cuyo adjunto de Seguridad Nacional,
Leon Fuerth, era responsable de garantizar que el embargo se
respetara con más eficacia. Kohl y yo le dijimos a
Izetbegovic que haríamos todo lo posible para que los
europeos adoptaran una postura más firme a su
favor.

Cinco días más tarde, logramos que
Naciones Unidas declarara una zona de exclusión
aérea sobre todo el territorio bosnio, para que al menos
los serbios no se beneficiaran de su monopolio aéreo. Era
una medida positiva, pero no detuvo las matanzas.

En abril, un equipo de personal humanitario,
diplomático y militar norteamericano volvió de
Bosnia y nos exhortó a lanzar una intervención
militar que pusiera fin al sufrimiento del que habían sido
testigos. El dieciséis, Naciones Unidas aceptó
nuestra recomendación para que se declarara una
«zona de seguridad» alrededor de Srebrenica, una
ciudad en el este de Bosnia donde la carnicería y la
limpieza étnica serbia habían sido especialmente
atroces. El día 22, durante la inauguración del
Museo en Memoria del Holocausto, el sobreviviente Elie Wiesel me
rogó públicamente que hiciera más para
detener la violencia. Hacia finales de mes, mi equipo de
política exterior me recomendó que si no
podíamos garantizar un alto al fuego serbio,
debíamos suspender el embargo de armas contra los
musulmanes y lanzar ataques aéreos contra objetivos
militares serbios. Cuando Warren Christopher fue a Europea
en.busca de apoyo para esta iniciativa, el líder
serbio-bosnio, Radovan Karadzic, que esperaba así detener
los ataques aéreos, aceptó firmar por fin el plan
de paz de Naciones Unidas, aunque su asamblea lo había
rechazado apenas seis días atrás. Ni por un momento
creí que esa firma fuera una señal de que sus
objetivos a largo plazo habían cambiado.

Al término de nuestros primeros cien días,
no estábamos mucho más cerca de una solución
satisfactoria a la crisis bosnia. Los británicos y los
franceses rechazaron de plano el acercamiento de Warren
Christopher y reafirmaron su derecho a tomar las riendas de la
situación. El evidente problema de esta postura era que
mientras los serbios aguantaran la presión
económica de las durísimas sanciones, podían
continuar con su política agresiva de limpieza
étnica, sin temor a ser castigados. La tragedia bosnia se
prolongó durante más de dos años y
dejó 250.000 muertos y obligó a dos millones y
medio de personas a huir de sus hogares, hasta que los ataques
aéreos de la OTAN, ayudados por las pérdidas
militares serbias en tierra, desembocaron en la iniciativa
diplomática norteamericana que puso fin a la
guerra.

Yo me había encontrado en medio de lo que Dick
Holbrooke llamó «el fracaso colectivo de seguridad
más grave en Occidente desde la década de
1930». En su libro Para acabar una guerra,
Holbrooke atribuye el fracaso a cinco factores: en primer lugar,
una interpretación errónea de la historia de los
Balcanes, que sostenía que las divisiones étnicas
eran demasiado antiguas y estaban tan enraizadas que nadie de
fuera podía evitar el conflicto. En segundo lugar, la
aparente pérdida de importancia estratégica de
Yugoslavia tras el final de la Guerra Fría. El tercer
factor era el triunfo del nacionalismo por encima de la
democracia, como ideología dominante en la Yugoslavia
poscomunista. La cuarta razón era la reticencia de la
administración Bush a lanzarse a otra intervención
militar, cuando aún estaba muy reciente la guerra contra
Irak de 1991. Y finalmente, la decisión de Estados Unidos
de dejar aquella cuestión en manos de Europa, en lugar de
en las de la OTAN, y la reacción confusa y pasiva de los
europeos. A la lista de Holbrooke, yo le añadiría
un sexto factor: a algunos líderes europeos no les
entusiasmaba la idea de tener un estado musulmán en el
corazón de los Balcanes, pues temían que se
convirtiera en una base para exportar extremismos, una
posibilidad que su negligencia no hizo sino
fortalecer.

Mis propias opciones estaban restringidas por las
posiciones atrincheradas que descubrí cuando llegué
al cargo. Por ejemplo, yo era reacio a unirme al senador Dole
para proponer el levantamiento unilateral del embargo sobre las
armas, por miedo a debilitar a Naciones Unidas (aunque más
tarde lo hicimos de facto, al negarnos a hacernos cargo de su
cumplimiento). No quería dividir la alianza de la OTAN
bombardeando unilateralmente los objetivos militares serbios,
especialmente puesto que los soldados que se encontraban en la
zona no eran norteamericanos, sino europeos, y pertenecían
a las fuerzas de Naciones Unidas. Tampoco quería enviar
tropas norteamericanas allí y arriesgar su seguridad, bajo
una resolución de Naciones Unidas que yo estaba seguro de
que iba a fracasar. En mayo de 1993 aún había que
recorrer un largo camino para alcanzar una solución al
conflicto.

Al final de los cien primeros días de una nueva
presidencia, la prensa siempre realiza una valoración
sobre la nueva administración, concretamente si ha
cumplido sus promesas electorales y la forma en que ha gestionado
los demás problemas que han surgido hasta la fecha. La
opinión generalizada era que el principio de mi
gestión era desigual. En el lado positivo de la balanza,
había creado un Consejo Económico Nacional en la
Casa Blanca y había presentado un ambicioso programa
económico para revertir doce años de
economía de cascada, que de momento seguía adelante
en el Congreso. Había aprobado la Ley de Licencia Familiar
y la Ley del «Votante Conductor» para facilitar el
registro del censo electoral. También había
revocado la legislación sobre el aborto de la era
Reagan-Bush, incluida la prohibición de investigar con
tejidos fetales y la ley que impedía dar
información sobre el aborto en las clínicas de
planificación familiar. Había reducido la plantilla
de la Casa Blanca, a pesar de la creciente carga de trabajo que
el personal tenía que asumir; por ejemplo, recibimos
más correo en los tres primeros meses y medio que todo el
que había llegado a la Casa Blanca durante el año
1992. También ordené una reducción de
100.000 puestos de trabajo federales y encargué al
vicepresidente Gore que encontrara nuevas formas de recortar
gastos y optimizar el servicio al público, con medidas de
«reinvención del gobierno», cuyos notables
resultados demostraron al final que los escépticos estaban
equivocados. Había enviado propuestas de ley al Congreso
para crear mi programa de servicio nacional, para doblar la
rebaja fiscal sobre el impuesto de la renta y para promover el
crecimiento de las «zonas de desarrollo» en las
comunidades pobres, así como para recortar
espectacularmente el coste de los préstamos universitarios
y ahorrar miles de millones de dólares tanto a los
estudiantes como a los contribuyentes. La propuesta de la reforma
sanitaria tenía absoluta prioridad y, en el plano de la
política exterior, había impulsado firmes medidas
para reforzar la democracia y el avance de las reformas en Rusia.
Además, tenía la bendición de contar con un
equipo trabajador y muy preparado, y un gabinete que, aparte de
las filtraciones, mantenía una buena colaboración
interna, sin las rencillas y los enfrentamientos que
habían caracterizado a muchas administraciones
anteriores.

Después de un arranque un poco lento,
había efectuado más nombramientos presidenciales en
mis cien primeros días que el presidente Reagan o el
presidente Bush durante el mismo período de tiempo, lo
cual no estaba nada mal teniendo en cuenta lo engorroso y
excesivamente molesto que resultaba el propio proceso de
nombramiento. En un momento determinado, el senador Alan Simpson,
un ingenioso republicano de Wyoming y jefe de disciplina de su
partido en el Congreso, bromeó diciendo que el sistema era
tan exageradamente pesado que él «ni siquiera
querría cenar con un candidato a ser confirmado por el
Senado estadounidense».

En el otro plato de la balanza, pesaba en mi contra
haber abandonado temporalmente la idea de impulsar la rebaja
fiscal para la clase media, dado el creciente déficit.
También había perdido mi paquete de medidas de
impacto rápido por culpa de una maniobra obstruccionista
republicana, y mantenía la política Bush de
repatriar por la fuerza a los refugiados haitianos, aunque
estábamos aceptando a más haitianos por otros
medios. Perdí mi lucha por los gays en el ejército,
y mi plan de reforma sanitaria se presentó con retraso,
después de la fecha límite de los cien días
que yo mismo había fijado. Tampoco supe gestionar bien el
ataque a Waco, al menos no la comunicación con el
público, y no pude convencer a Europa para que se sumara a
nuestra postura de firmeza respecto al problema de Bosnia, aunque
pudimos aumentar las ayudas humanitarias y las sanciones contra
Serbia, así como una zona de exclusión
aérea.

Una razón por la que mis resultados eran tan
desiguales era que trataba de hacer muchas cosas
enfrentándome a determinados sectores opositores
republicanos y a los sentimientos encontrados del pueblo
norteamericano respecto al grado de intervención
gubernamental que debía emprender. Después de todo,
la gente llevaba oyendo durante doce años que el gobierno
era el origen de todos nuestros males y que era tan incompetente
que no podía ni siquiera organizar un desfile de dos
coches. Estaba claro que yo había sobreestimado la
cantidad de cosas que podría poner en marcha
rápidamente. El país había ido en una
dirección durante más de una década, se
había acostumbrado a la política de la
división, a las frases manidas y tranquilizadoras sobre la
grandeza de Estados Unidos y a la comodidad ilusoria, y fugaz, de
gastar más y pagar menos impuestos hoy sin preocuparse de
las consecuencias para el futuro. Cambiar las cosas me
llevaría más de cien días.

Además de la velocidad de actuación,
quizá fui demasiado optimista respecto a la cantidad de
cambios que podía hacer. Quizá también lo
fui sobre lo que el pueblo norteamericano estaría
dispuesto a asumir. En un análisis de los cien días
de gobierno, un politólogo de la Universidad de
Vanderbilt, Erwin Hargrove, comentó: «Me pregunto si
el presidente no está tratando de abarcar
demasiado». Probablemente tenía razón, pero
había tanto que hacer, que yo no dejé de intentarlo
hasta que los votantes me dieron un serio toque de
atención durante las elecciones de mitad de mandato, en
1994. Mis prisas me habían hecho olvidar otra de mis leyes
de la política: en general, todo el mundo está a
favor del cambio en general, pero cuando el cambio es particular
y son ellos los que tienen que cambiar están en
contra.

Las refriegas políticas de los primeros cien
días no sucedían dentro de una burbuja: al mismo
tiempo, mi familia trataba de asimilar un cambio radical en
nuestras costumbres y, además, hacer frente a la
pérdida del padre de Hillary. Yo disfrutaba mucho con mis
labores presidenciales y Hillary se dedicaba intensamente a su
trabajo en sanidad. A Chelsea le gustaba su escuela y estaba
haciendo nuevos amigos. Nos gustaba vivir en la Casa Blanca;
ofrecíamos recepciones o invitábamos a nuestros
amigos a que nos visitaran.

El personal de la Casa Blanca se fue acostumbrando
progresivamente a una familia presidencial que tenía unos
horarios más dilatados y se quedaba en pie hasta
más tarde. Aunque llegué a depender de ellos y a
valorar muchísimo sus servicios, me llevó un tiempo
acostumbrarme a toda la ayuda con la que contaba en la Casa
Blanca. Cuando era gobernador, vivía en una casa con un
personal excelente y el equipo de guardaespaldas me llevaba en
coche a cualquier lugar del estado, pero durante los fines de
semana, Hillary y yo solíamos cocinar nosotros mismos, y
los domingos yo me ponía al volante para ir en coche hasta
la iglesia. Ahora disponía de ayudas de cámara que
me preparaban la ropa cada mañana, me hacían la
maleta cuando me iba de viaje y venían conmigo para
deshacer la maleta y planchar la ropa arrugada. Había
mayordomos que se quedaban hasta tarde, llegaban pronto,
trabajaban durante los fines de semana y me servían comida
y me traían café y bebidas light; mayordomos
navales que cumplían la misma función cuando yo me
encontraba en el Despacho Oval o viajando; un equipo de cocina
que nos preparaba comida incluso durante los fines de semana;
ujieres que me acompañaban arriba y abajo en el ascensor y
me traían papeles para firmar y memorándums para
leer a todas horas; asistencia médica las veinticuatro
horas y, finalmente, el Servicio Secreto, que ni siquiera dejaba
que me sentara en el asiento delantero, y mucho menos que
condujera.

Una de las cosas que más me gustaba de vivir en
la Casa Blanca era que la residencia y la zona de oficinas estaba
repleta de flores frescas; siempre había preciosos ramos
de flores por toda la casa. Es una de las cosas que más
eché de menos después de irme.

Cuando nos mudamos a la Casa Blanca, Hillary
remodeló la pequeña cocina para que
pudiéramos cenar allí por las noches, cuando solo
estuviéramos nosotros tres. El comedor de la planta
superior era precioso, pero demasiado espacioso y formal para
nuestro gusto, a menos que tuviéramos invitados. Hillary
también arregló el solárium del tercer piso,
una estancia luminosa que da a un balcón y al techo de la
Casa Blanca. Lo convertimos en un salón para la familia.
Cuando teníamos familiares o amigos que se quedaban a
pasar la noche, siempre terminábamos en el
solárium, para charlar, mirar la televisión y jugar
a las cartas o a juegos de mesa. Me hice adicto al Master Boggle
y a un juego llamado UpWords; es, básicamente, un Scrabble
tridimensional, en el que se obtienen más puntos cuando se
forman palabras sobre palabras, en lugar de utilizar letras poco
comunes o tener que ocupar determinadas casillas. Intenté
que mi familia y mis amigos también se aficionaran a
UpWords, con más o menos fortuna. Mi cuñado Hugh
jugó incontables partidas de UpWords conmigo, y a Roger le
gustaba. Pero Hillary, Tony y Chelsea preferían nuestro
viejo juego de reserva, el pinacle. Yo seguía jugando a
corazones con mi plantilla, y todos nos enganchamos a un nuevo
juego de cartas que Steven Spielberg y Kate Capshaw nos
enseñaron durante su visita. Tenía un nombre ideal
para la vida política de Washington: «Oh
Hell».

El Servicio Secreto me había acompañado
desde las primarias de New Hampshire, pero cuando me
instalé en la Casa Blanca, tuvieron que enfrentarse al
reto de mis carreras matutinas. Yo solía hacer varios
recorridos: a veces conducía hasta Haines Point, donde
había una ruta de 5 kilómetros alrededor de un
circuito de golf. Era terreno llano, pero podía ser
bastante duro en invierno, cuando soplaban fuerte los vientos que
llegaban del Potomac. De vez en cuando también
corría en Fort McNair, que era una ruta oval en los
terrenos de la Universidad de Defensa Nacional. Mi recorrido
preferido, de lejos, era simplemente correr hasta la puerta
suroeste de la Casa Blanca, hasta el Mall, y luego subir hasta el
monumento a Lincoln, dar la vuelta hacia el Capitolio y volver a
casa.

Conocía a mucha gente interesante durante esas
carreras, y jamás me cansaba de correr a través de
la historia de Estados Unidos. Cuando finalmente el servicio
secreto me pidió que dejara de hacerlo, por motivos de
seguridad, lo hice, pero lo eché de menos. Para mí,
aquellas carreras en público eran una forma de seguir en
contacto con el mundo que había más allá de
la Casa Blanca. Para ellos –que tenían siempre
presente el intento de asesinato del presidente Reagan, por John
Hinckley– y que conocían mejor que yo las cartas
amenazadoras que recibía, mis contactos con el
público eran una preocupante fuente de peligro de la que
debían encargarse.

Al Gore me ayudó mucho durante aquellos primeros
tiempos; me animaba a seguir tomando decisiones dificiles, y a
dejarlas atrás. También me dio un cursillo
acelerado y permanente sobre el funcionamiento de Washington.
Parte de nuestra rutina era almorzar juntos a solas, en mi
comedor privado, una vez a la semana. Nos turnábamos para
bendecir la mesa y luego hablábamos de todo, desde
nuestras familias hasta deportes, libros y películas, y
sobre los últimos acontecimientos de su agenda o de la
mía. Mantuvimos nuestra cita para almorzar durante ocho
años, excepto cuando uno de los dos estaba fuera. Aunque
teníamos mucho en común, también
éramos muy distintos, y las comidas nos ayudaron a
mantener una relación más cercana de lo que hubiera
sido posible en esa olla a presión que es Washington;
además me ayudaron a asimilar y a adaptarme a mi nueva
vida.

En conclusión, me siento bastante satisfecho,
personal y políticamente, de los primeros cien días
de mandato. Aun así, estuve sometido a mucha
presión, y también lo estuvo Hillary. A pesar de
toda nuestra vitalidad y compromiso, cuando nos instalamos
estábamos cansados, pues no nos habíamos tomado
unas vacaciones de verdad después de las elecciones.
Luego, también nos negaron la luna de miel de la que
tradicionalmente disfrutan los nuevos presidentes, en parte
debido a lo temprano que salió a la luz, y al modo en que
lo hizo, la cuestión de los gays en el ejército, y
quizá también porque molestamos a la prensa cuando
restringimos su acceso al Ala Oeste.

La muerte del padre de Hillary representó una
pérdida muy dolorosa para ella. Yo también echaba
de menos a Hugh y, durante un tiempo, nos resultó
difícil a ambos rendir al máximo de nuestras
capacidades. Aunque disfrutábamos mucho de nuestro
trabajo, el precio emocional y físico que tuvimos que
pagar durante los primeros cien días fue
considerable.

Treinta y
tres

A pesar de que la reducción del déficit
era esencial para mi estrategia económica, no era
suficiente para sentar las bases de una recuperación
económica sostenida que beneficiara a todos los
ciudadanos. Durante los primeros meses, completamos nuestro
programa con medidas para expandir el comercio, aumentar la
inversión en educación y formación, y
promovimos una gran cantidad de iniciativas empresariales,
dirigidas a solucionar problemas específicos o a
aprovechar oportunidades concretas. Por ejemplo, propuse ayudar
al personal civil y militar que había perdido su puesto de
trabajo como consecuencia de la reducción del gasto
militar después de la Guerra Fría. Insté a
nuestros principales laboratorios de investigación
federales —Los Alamos y Sandia, en Nuevo México, y
Livermore, en California— a que utilizaran los ingentes
recursos tecnológicos y científicos que nos
habían ayudado a ganar la Guerra Fría, para
desarrollar nuevas tecnologías con aplicaciones
comerciales. Anuncié un programa de créditos
destinado a apoyar a los emprendedores en ciernes, incluidos los
que cobraban subsidios y tenían ganas de abrirse camino
para no depender más de la asistencia social, y que a
menudo tenían buenas ideas pero no cumplían los
requisitos tradicionales para que un banco les concediera un
préstamo. Con el mismo objetivo, aumenté el volumen
de los préstamos de la Agencia para el Desarrollo de la
Pequeña y Mediana Empresa, especialmente los destinados a
las mujeres y a las minorías; también nombré
una Comisión Nacional, presidida por el ex gobernador de
Virginia Jerry Baliles, para que se encargara de que nuestra
industria aérea fuera fuerte y competitiva. Los
fabricantes de aviones y las compañías
aéreas estaban en apuros debido a la recesión
económica, a la disminución de pedidos de aviones
militares y a la mayor competencia del fabricante europeo
Airbus.

También propuse planes para ayudar a las
comunidades a desarrollar fines comerciales para las
instalaciones militares que se cerrarían una vez se
redujera el gasto militar. Cuando era gobernador había
tenido que ocuparme del cierre de una base de las fuerzas
aéreas, y estaba decidido a ayudar más a los que
ahora tenían que enfrentarse a esa situación.
Puesto que California era, en sí misma, la sexta
economía más importante del mundo y los recortes en
defensa y otros problemas la habían afectado de forma
especialmente dura, desarrollamos un plan especial para impulsar
la recuperación de la zona. John Emerson era responsable
de que el proyecto saliera adelante, y también se ocupaba
de otros problemas relativos a su estado natal. Era tan
implacable llevando a cabo su labor que, en la Casa Blanca, le
apodaban «el secretario de California».

Una de las medidas más efectivas que tomamos fue
reformar las regulaciones por las que se regían las
instituciones financieras, según la Ley de
Reinversión Comunitaria de 1977. La ley exigía que
las entidades de crédito con garantía federal
hicieran un esfuerzo suplementario para conceder préstamos
a personas con ingresos bajos o reducidos, pero antes de 1993
este requisito no tenía un impacto significativo.
Después de los cambios que emprendimos entre 1993 y 2000,
los bancos ofrecieron más de 800.000 millones de
dólares en hipotecas, préstamos a la pequeña
y mediana empresa y préstamos de desarrollo comunitario
para prestatarios amparados por la ley, una cifra pasmosa que
representaba un poco más del 90 por ciento de todos los
préstamos realizados durante los veintitrés
años que llevaba en vigor la Ley de Reinversión
Comunitaria.

Mayo fue un mes interesante, y muy valioso para mi
continuo aprendizaje político. El día 5,
otorgué mi primera medalla presidencial de la Libertad a
mi viejo mentor, el senador Fulbright, en su ochenta y ocho
cumpleaños. El padre de Al Gore se encontraba en la
ceremonia y cuando le recordó a Fulbright que él
solo tenía ochenta y cinco, este le respondió:
«Albert, si te portas bien, tú también lo
conseguirás». Admiraba a aquellos dos hombres por lo
que habían hecho por Estados Unidos. Me preguntaba si
sería tan longevo como ellos; de ser así, esperaba
poder llevar los años igual de bien.

En la tercera semana del mes, fui a California para
hacer hincapié en las inversiones del plan
económico para la educación y el desarrollo de la
zonas urbanas deprimidas. Tuve una reunión en el
ayuntamiento de San Diego; en un instituto comunitario en Van
Nuys, con un alto número de estudiantes hispanos, y en una
tienda de material deportivo en Los Angeles South Central, donde
se habían producido disturbios el año anterior.
Disfruté especialmente del tercer acto. La tienda
deportiva, llamada Playground, tenía una pista de
baloncesto, en la parte de atrás, que se había
convertido en un punto de encuentro para muchos jóvenes.
Ron Brown estaba conmigo, y junto con algunos de los chicos
organizamos espontáneamente un partido de baloncesto,
después del cual hablé de las posibilidades de las
zonas de desarrollo, donde se podían abrir negocios de
éxito como Playground, en comunidades deprimidas por todo
Estados Unidos. Estoy prácticamente seguro de que era la
primera vez que un presidente jugaba a baloncesto con chicos de
los barrios deprimidos, en un patio trasero, y esperaba que las
fotografías de aquel partido enviaran un mensaje al
país acerca de las prioridades de la nueva
administración, y a la gente joven en concreto, para que
supieran que ellos y su futuro me importaban.

Lamentablemente, la mayoría de ciudadanos no se
enteraron del partido de baloncesto, porque poco después
me corté el pelo. Aún no había encontrado
una peluquería en Washington, y no podía ir a
Arkansas cada tres semanas para ver a Jim Miles, así que
llevaba el pelo demasiado largo. A Hillary le había
cortado el pelo un hombre de Los Angeles que le caía muy
bien, Cristophe Schatteman, que era amigo de los Thomason. Le
pregunté a Cristophe si querría venir a cortarme el
pelo. Aceptó, y nos encontramos en mi habitación
privada en el Air Force One. Antes de empezar, pregunté al
servicio secreto no una, sino dos veces, si no
provocaríamos ningún retraso en los despegues o
aterrizajes si postergaba mi salida durante unos minutos. Lo
comprobaron con el personal del aeropuerto, y estos dijeron que
no había ningún problema. Luego le pedí a
Cristophe que me pusiera presentable lo más
rápidamente posible. Así lo hizo; tardó unos
diez minutos y luego despegamos.

Lo siguiente que sucedió fue que se
publicó una noticia en la que se afirmaba que había
bloqueado dos pistas de aterrizaje durante una hora y
había causado molestias a miles de personas, mientras un
peluquero de moda, conocido únicamente por su nombre de
pila, me hacía un corte de pelo de 200 dólares.
Olvidemos el partido de baloncesto con los chicos de los barrios
pobres; la noticia irresistible era que había abandonado
mis raíces de Arkansas y la política populista a
cambio de un costoso capricho. Era una excelente historia, pero
no era cierta. En primer lugar, no pagué 200
dólares porque me cortaran el pelo en diez minutos.
Segundo, no hice esperar a nadie que tuviera que despegar o
aterrizar, y los registros de la Agencia Federal de
Aviación lo demostraron, cuando finalmente se hicieron
públicos unas semanas después. Estaba consternado
porque alguien pudiera pensar que yo haría algo
así. Quizá era el presidente, pero Madre me hubiera
dado una buena tunda si hubiera hecho esperar a un puñado
de gente durante una hora mientras me cortaban el pelo, y con
más motivo si el corte costaba 200
dólares.

La noticia del corte de pelo fue una locura. No lo
llevé bien; me puse furioso, y eso siempre es un error.
Pero gran parte del atractivo era que Cristophe era un peluquero
de Hollywood. Mucha gente del establishment de la prensa y de la
política de Washington mantienen una relación de
amor y odio con Hollywood. Les gusta mezclarse con las estrellas
del cine y la televisión, pero tienden a pensar que los
intereses de la gente del espectáculo son un poco menos
auténticos que los suyos propios. De hecho tienen mucho en
común, y la mayoría de todos ellos son buenos
ciudadanos. Alguien dijo una vez que la política es el
mundo del espectáculo para los que son feos.

Unas semanas más tarde, Newsday, un
periódico de Long Island, obtuvo los registros de las
actividades de vuelo de la Agencia Federal de Aviación en
el aeropuerto de Los Ángeles de aquel día y
demostró que los retrasos que se habían mencionado
no habían tenido lugar. USA Today y otros
periódicos también publicaron una
rectificación.

Una de las cosas que probablemente avivó la
historia del corte de pelo y contribuyó a que no se
corrigiera fue algo que no tuvo nada que ver con ella. El 19 de
mayo, por consejo de David Watkins, que era el director de la
gestión y administración en la Casa Blanca, y de
acuerdo con la oficina legal, Mack McLarty despidió a
siete empleados de la Oficina de Viajes de la Casa Blanca. La
oficina se encarga de todas las gestiones para los
desplazamientos de la prensa cuando viajan con el presidente y
factura a sus empresas en concepto de gastos. Hillary y yo
habíamos pedido a Mack que se ocupara de la oficina de
viajes porque a ella le habían contado que la oficina no
admitía licitaciones en la concesión de sus vuelos
chárter y a mí me había llegado una queja de
un periodista de la Casa Blanca que decía que la comida
era mala y los viajes caros. Tuvimos que despedir a aquellos
empleados después de que una auditoria de la
compañía KMPG Peat Marwick descubriera que
había una doble contabilidad y que faltaban por justificar
debidamente 18.000 dólares, entre otras
irregularidades.

Una vez le hube mencionado la queja del periodista a
Mack, me olvidé de todo el asunto de la oficina de viajes
hasta que se anunciaron los despidos. La reacción de la
prensa fue extremadamente negativa. Resultó que les
gustaba la forma en que les trataban, especialmente en los viajes
al extranjero. Conocían a la gente de la oficina de viajes
desde hacía años y no podían creer que
hubieran hecho algo ilegal. Muchos periodistas se sentían
literalmente como si el personal de la oficina de viajes
trabajara prácticamente para ellos, no para la Casa
Blanca, y pensaban que al menos les deberían haber
notificado, ya que no consultado, la apertura de la
investigación. A pesar de las críticas, la
remodelada oficina de viajes ofreció los mismos servicios
a la prensa, con menos empleados federales y a unos precios
más bajos.

El asunto de la Oficina de Viajes fue un ejemplo
particularmente ilustrativo del choque cultural entre la nueva
Casa Blanca y la prensa política establecida. Más
tarde, se acusó al director de la Oficina de Viajes de
desfalco, pues se encontraron en su cuenta personal fondos
transferidos directamente de la oficina. Según la prensa,
ofreció declararse culpable de un cargo menor y pasar unos
meses en la cárcel; sin embargo, el fiscal insistió
en ir a juicio y acusarle de haber cometido un delito grave.
Después de que algunos famosos periodistas testificaran a
su favor como testigos de carácter, se le declaró
inocente. A pesar de las investigaciones que hicieron sobre la
oficina de viajes la Casa Blanca, la Oficina General de
Contabilidad, el FBI y la Oficina del Fiscal Independiente, no se
halló ninguna prueba de mala fe, conflictos de intereses o
criminalidad de ningún miembro de la Casa Blanca, y nadie
discutió la veracidad de los problemas financieros y la
mala gestión de la oficina de viajes descubiertos en la
auditoría de Peat Marwick.

No podía creer que el pueblo americano me viera a
través del prisma de un corte de pelo, la Oficina de
Viajes y los gays en el ejército. En lugar de un
presidente que luchaba por mejorar Estados Unidos, me retrataban
como a un hombre que había abandonado sus raíces
por el lujo de clase alta y un progresista radical encubierto al
que le habían arrancado su máscara de
moderación. Recientemente había hecho una
entrevista por televisión en Cleveland, y un hombre dijo
que ya no me apoyaba porque me pasaba todo el tiempo con la
cuestión de los gays en el ejército y con lo de
Bosnia. Le respondí que acababa de realizar un
análisis de la forma en que había empleado mi
tiempo durante aquellos primeros cien días: el 55 por
ciento en economía y sanidad, el 25 por ciento en
política exterior y el 20 por ciento en otros temas de
política interior. Cuando me preguntó cuánto
tiempo me había pasado en lo de los gays y el
ejército y le contesté que apenas unas horas,
sencillamente replicó: «No le creo». Todo lo
que aquel hombre sabía era lo que leía en los
periódicos y veía por televisión.

Los fiascos de Cleveland, del corte de pelo y de la
Oficina de Viajes demostraban a la perfección lo poco que
nosotros, los forasteros, sabíamos acerca de lo que
realmente importaba en Washington, y cómo esa falta de
comprensión podía borrar de un plumazo nuestros
esfuerzos para comunicar lo que estábamos haciendo para
solucionar lo que realmente le importaba a la gente de Estados
Unidos. Unos años más tarde, Doug Sosnik, uno de
mis empleados más ingeniosos, acuñó una
expresión que captaba a la perfección la sierra
mecánica con la que nos habíamos pillado los dedos.
Estábamos a punto de irnos a Oslo, en un viaje para
impulsar el proceso de paz de Oriente Próximo. Sharon
Farmer, mi alegre fotógrafa afroamericana, dijo que no le
apetecía viajar hasta la fría Noruega.
«Tienes razón, Sharon —replicó
Dough—. No es un partido en casa. A nadie le gusta jugar
fuera». A mediados de 1993, yo solo esperaba que todo mi
mandato no fuera un largo «partido fuera».

Reflexioné seriamente acerca de la tesitura en
que me encontraba. En mi opinión las raíces del
problema eran las siguientes: el personal de la Casa Blanca no
tenía excesiva experiencia ni muchos contactos en los
centros de poder de Washington. Tratábamos de hacer muchas
cosas a la vez, lo que creaba una sensación de
desorganización e impedía que la gente se enterara
de lo que realmente habíamos logrado. La falta de un
mensaje claro hacía que los temas de segundo orden
transmitieran la sensación de que gobernaba desde la
izquierda cultural y política, y no desde el centro
dinámico, como había prometido. Esa
impresión se reforzaba a causa del persistente y
repetitivo ataque republicano, que se concentraba en afirmar que
mi plan presupuestario no era sino un gran aumento de los
impuestos. Finalmente, no había sabido ver los
considerables obstáculos políticos a los que me
enfrentaba. Me habían elegido con el 43 por ciento de los
votos y había subestimado lo difícil que
sería transformar Washington después de doce
años de seguir un curso muy distinto, y la
crispación política, e incluso psicológica,
que esos cambios provocarían en los principales pesos
pesados de Washington. Muchos republicanos pensaron, ya de
entrada, que mi presidencia no era legítima, y actuaron en
consecuencia; el Congreso, con una mayoría
demócrata muy desunida y una minoría republicana
cohesionada y decidida a demostrar que me equivocaba en todo y
que era incapaz de gobernar, no iba a aprobar mis propuestas de
ley tan rápido como a mí me hubiera
gustado.

Sabía que tenía que cambiar pero, como le
pasa a todo el mundo, descubrí que era más
difícil llevarlo a cabo que recomendárselo a los
demás. Aun así, conseguí hacer dos cambios
que eran particularmente útiles. Convencí a David
Gerben, un amigo del fin de semana del Renacimiento y veterano de
tres administraciones republicanas, de que viniera a la Casa
Blanca en calidad de asesor presidencial, para ayudarnos con la
organización y la comunicación. En su columna del
U.S. News & World Report, David había ofrecido atentos
consejos, algunos de ellos bastante críticos, con los que
yo coincidía. A David le caía bien Mack McLarty, y
le respetaba. Era un auténtico miembro del establishment
de Washington, que pensaba y reaccionaba como ellos y que, por el
bien del país, deseaba que tuviéramos éxito.
Durante los meses siguientes, David tuvo un efecto
balsámico sobre la Casa Blanca; se puso en marcha de
inmediato para mejorar las relaciones con la prensa y los
devolvió el acceso directo a la oficina de comunicaciones,
algo que deberíamos haber hecho mucho antes.

Además del nombramiento de Gerben, realizamos
otros cambios de personal: Mark Gearan, el capaz y popular
adjunto al jefe de gabinete de Mack McLarty, reemplazaría
a George Stephanopoulos como director de comunicación y
Dee Dee Myers seguiría como secretaria de Prensa y se
haría cargo de los informes diarios a los periodistas.
Ascendí a George a un puesto de nuevo cuño, el de
asesor principal, para que me ayudara a coordinar la
política, la estrategia y las decisiones cotidianas. Al
principio le decepcionó no encargarse de los informes de
prensa diarios, pero pronto dominó una labor muy parecida
a la que había desarrollado durante la campaña, y
lo hizo tan bien que aumentó su influencia y su peso
dentro de la Casa Blanca.

El otro cambio a mejor que hicimos fue despejar mi
agenda diaria, de modo que me quedaran dos horas libres a mitad
de la mayoría de los días para leer, pensar,
descansar y hacer llamadas. Este cambio ayudó mucho a
mejorar mi vida.

Las cosas parecían ir mejor hacia finales de mes,
cuando el Congreso aprobó mi presupuesto, por 219 a 213
votos. Entonces pasó al Senado, donde inmediatamente
eliminaron el impuesto sobre la energía y lo sustituyeron
por un aumento del impuesto de la gasolina de 4,3 centavos el
galón e hicieron más recortes de gastos. La mala
noticia era que el impuesto sobre la gasolina no supondría
tanto ahorro de energía como el que había saltado;
la buena noticia era que costaría menos dinero a los
norteamericanos de clase media, solo unos 33 dólares al
año.

El 31 de mayo, mi primer Día de los Caídos
como presidente, después de la ceremonia tradicional en el
cementerio nacional de Arlington, asistí a otra ceremonia
en una sección recién inaugurada del monumento a
los Veteranos del Vietnam, una larga pared de mármol negro
con los nombres de todos los miembros de las fuerzas armadas
estadounidenses que habían muerto en acto de servicio o
habían desaparecido en combate en aquella guerra. A
primera hora de la mañana había corrido hasta el
muro desde la Casa Blanca, para mirar los nombres de mis amigos
de Hot Springs. Me arrodillé frente al nombre de mi amigo
Bert Jeffries, lo toqué y recé una
oración.

Sabía que sería un acontecimiento duro;
estaría lleno de gente para quien la guerra de Vietnam
seguía siendo el momento que había definido sus
vidas, y para los cuales la idea de que alguien como yo fuera
comandante en jefe era una aberración. Pero estaba
decidido a ir, a enfrentarme a todos aquellos que todavía
me reprochaban mis puntos de vista sobre Vietnam, a decir a todos
los veteranos que respetaba el servicio que habían
prestado a la patria, así como el de sus camaradas
caídos, y que trabajaría para resolver los casos,
aún abiertos, de los prisioneros de guerra y de los
soldados que aún figuraban como desaparecidos en
combate.

Colin Powell me presentó con convicción y
elegancia, y señaló con firmeza el respeto que en
su opinión yo debía recibir como comandante en
jefe. Aun así, cuando me levanté para hablar, unos
ruidosos manifestantes trataron de acallar mi voz. Les
hablé directamente a ellos:

A todos los que están gritando, quiero que sepan
que les he oído. Ahora les pido que me escuchen a
mí… Algunos han insinuado que yo no debo estar
aquí hoy con ustedes, porque hace un cuarto de siglo que
no estuve de acuerdo con la decisión de enviar a los
jóvenes a luchar a Vietnam. Bien, pues mucho mejor…
Igual que la guerra es el precio de la paz, el desacuerdo es el
privilegio de la libertad, y aquí estamos hoy,
precisamente para honrar eso… El mensaje de este monumento es
bastante sencillo: estos hombres y mujeres lucharon por la
libertad, trajeron honor a sus comunidades, amaron a su
país y murieron por él… No hay ni una persona hoy
entre nosotros que no conociera a alguien de los que está
en ese muro. Cuatro de mis compañeros de instituto
están ahí… Sigamos en desacuerdo, si así
debe ser, acerca de la guerra. Pero que eso no nos divida
más como pueblo.

El acto empezó de manera un poco brusca, pero
terminó bien. La predicción de Robert McNamara de
que mi elección había puesto fin a la guerra del
Vietnam no era exacta del todo, pero quizá habíamos
avanzado un poco en esa dirección.

Junio empezó con una decepción que era
tanto personal como política, pues tuve que retirar a mi
candidata Lani Guinier, una profesora de la Universidad de
Pennsylvania, veterana abogada del Fondo de Defensa Legal de la
NAACP y, además, ex compañera mía en la
facultad de derecho. Quería que fuera la primera abogada
especializada en los derechos civiles que encabezara la
División de Derechos Civiles. Después de anunciar
su nombre en abril, los conservadores fueron contra Guinier sin
piedad; la tacharon de «reina de las cuotas» y la
acusaron de querer eliminar el principio constitucional de
«un hombre, un voto», porque se había
pronunciado a favor de un sistema de votación acumulada,
en el cual cada votante tendría a su disposición
tantos votos como escaños hubiera en juego en el cuerpo
legislativo y podría otorgar todos los votos a un solo
candidato. En teoría, la votación acumulada
aumentaba considerablemente las posibilidades de que los
candidatos minoritarios fueran elegidos.

Al principio, no presté demasiada atención
a las quejas de la derecha; pensé que lo que de verdad les
molestaba de Guinier era su larga trayectoria de luchadora por
los derechos civiles y sus numerosos éxitos, y que cuando
llegara al Senado, su candidatura se haría con suficientes
votos para confirmarla fácilmente.

Me equivoqué. Mi amigo el senador David Pryor
vino a verme y me exhortó a retirar la candidatura de
Lani; afirmó que sus entrevistas con los senadores no iban
nada bien y me recordó que aún tenía que
aprobarse el programa económico y que no podía
permitirme perder ni un solo voto. El líder de la
mayoría, George Mitchell, que había sido juez
federal antes de llegar al Senado, estaba totalmente de acuerdo
con David; dijo que no confirmarían a Lani y que
teníamos que cerrar aquella cuestión lo antes
posible. Me informaron de que los senadores Ted Kennedy y Carol
Moseley Braun, la única senadora afroamericana, opinaban
lo mismo.

Decidí que más valía que leyera los
artículos de Lani. Defendía convincentemente su
posición, pero entraba en conflicto con mi apoyo a la
discriminación positiva y mi oposición a las
cuotas; parecía desechar el «un hombre, un
voto» a favor de «un hombre, muchos votos», y a
que los repartiera como le pareciera.

Le pedí que viniera a verme, para que
pudiéramos hablarlo. Mientras debatíamos el
problema en el Despacho Oval, Lani estaba comprensiblemente
ofendida por las críticas que habían llovido sobre
ella, y asombrada de que alguien considerara las cavilaciones
académicas de sus artículos un obstáculo
serio para su confirmación. No dio demasiada importancia a
las dificultades que su nominación planteaba a los
senadores cuyos votos necesitaría y no le
concederían. O quizá se opusieran a la
nominación mediante maniobras obstruccionistas. Mi equipo
me había dicho que no teníamos los votos
suficientes para confirmarla, pero ella rechazó la idea de
retirarse, pues creía que tenía derecho a que se
celebrara la votación. Finalmente, le dije que me
veía obligado a retirar su nominación, que
lamentaba hacerlo, pero que íbamos a perder y que, aunque
era un magro consuelo, su retirada la convertiría en una
heroína en la comunidad de los derechos
civiles.

Posteriormente, me criticaron con dureza por abandonar a
una amiga ante la presión política, pero en gran
parte, procedían de gente que no sabía qué
había sucedido en realidad. Finalmente, propuse a Deval
Patrick, otro brillante abogado afroamericano con una
sólida trayectoria en la defensa de los derechos civiles,
para que se encargara de la División de Derechos Civiles,
e hizo una labor excelente. Aún admiro a Lani Guinier y
lamento haber perdido su amistad.

Pasé la mayor parte de las dos primeras semanas
de junio escogiendo una Corte Suprema. Unas semanas atrás,
Byron «Whizzer» White había anunciado su
jubilación después de treinta y un años en
el tribunal. Como he dicho antes, mi primera elección fue
el gobernador Mario Cuomo, pero él no estaba interesado en
el cargo. Después de revisar a más de cuarenta
candidatos, me decidí por tres: mi secretario de Interior,
Bruce Babbitt, que había sido fiscal general de Arizona
antes de convertirse en gobernador; el juez Stephen Breyer,
presidente del Primer Circuito del Tribunal de Apelación
de Boston, que tenía un historial acumulado impresionante
como juez, y la juez Ruth Bader Ginsburg, del Tribunal de
Apelación del Distrito de Columbia, una mujer brillante
con una historia personal apasionante, y cuya trayectoria pasada
era interesante, independiente y progresista. Me reuní con
Babbitt y Breyer y vi que ambos serían buenos jueces, pero
lamentaba perder a Babbitt en su cargo de interior, igual que los
muchos activistas del medioambiente que llamaron a la Casa Blanca
para rogarme que le conservara en su puesto. Breyer tenía
un pequeño «problema de niñera», aunque
el senador Kennedy, que le defendía a capa y espada, me
aseguraba que conseguiría la
confirmación.

Como todo lo que sucedió en la Casa Blanca
durante los primeros meses, mis entrevistas con ambos hombres se
filtraron, de modo que decidí entrevistarme con Ginsburg
en mi despacho privado en la residencia de la Casa Blanca, un
domingo por la noche. Me impresionó enormemente.
Pensé que tenía todo lo necesario para convertirse
en una gran juez, y que era capaz de hacer, al menos, las tres
cosas que en mi opinión debía hacer un magistrado
en la Corte Rehnquist, que estaba estrechamente dividida entre
moderados y conservadores: decidir los casos por sus
circunstancias, y no por la ideología o la identidad de
las partes; trabajar con los jueces conservadores republicanos
para alcanzar el consenso cuando este fuera posible, y
enfrentarse a ellos de ser necesario. En uno de sus
artículos, Ginsburg había escrito: «Las
más importantes figuras de la judicatura en Estados Unidos
han sido personas con una opinión independiente, con
mentes abiertas pero no vacías; dispuestas a escuchar y a
aprender. Han demostrado que no temen reexaminar sus propias
premisas, progresistas o conservadoras, tan meticulosamente como
las de los demás».

Cuando anunciamos su nombramiento, no se habían
producido filtraciones. La prensa había escrito que mi
intención era designar a Breyer, pero se basaron en un
soplo de un informante que no sabía lo que decía.
Después de que la juez Ginsburg hiciera su breve pero
emotiva declaración de aceptación del cargo, uno de
los periodistas afirmó que su nombramiento en lugar de
Breyer reflejaba cierta «cualidad zigzagueante» de mi
proceso de toma de decisiones en la Casa Blanca. A
continuación me preguntó si podía refutar
esa impresión. Yo no sabía si reír o llorar;
le repliqué: «Hace tiempo que he abandonado la idea
de poder convencer a algunos de ustedes de que no conviertan
cualquier decisión importante en algo que no sea un
proceso político». Aparentemente, en lo relativo a
nombramientos, el lema del juego no era «sigue al
líder», sino «sigue a la
filtración». Tengo que confesar que sentí
casi tanto placer por sorprender a la prensa como por la
elección que había hecho.

En la última semana de junio, el Senado
finalmente aprobó mi presupuesto, por solo 50 votos a 49,
con la abstención de un demócrata y de un
republicano. Al Gore rompió el desempate con su voto de
calidad. Ningún republicano votó a favor, y
perdimos a seis demócratas conservadores. El senador David
Boren, de Oklahoma, al que conocía desde 1974, cuando
él se presentó por primera vez a gobernador y yo al
Congreso, nos dio su voto para evitar la derrota, pero
indicó que se opondría a la ley final a menos que
hubiera más recortes de gastos y menos
impuestos.

Ahora que el Senado y el Congreso habían aprobado
los planes presupuestarios, tendrían que reconciliar sus
diferencias y, luego, nosotros deberíamos volver a luchar
por conseguir la aprobación en ambas cámaras de
nuevo. Puesto que habíamos ganado por muy poco margen,
cualquier concesión de una de las cámaras a la otra
significaba perder uno o dos votos, que bastarían para que
se rechazara todo el paquete. Roger Altman vino del departamento
del Tesoro, con su jefe de gabinete, Josh Steiner, para organizar
una «sala de guerra» y preparar la campaña
para la aprobación final. Necesitábamos saber
adónde iría a parar cada uno de los votos y
qué podíamos argumentar u ofrecer a los miembros
indecisos para obtener la mayoría. Después de toda
la sangre que habíamos derramado por cuestiones menores,
esta era por fin una batalla que valía la pena librar.
Durante las seis semanas y media siguientes, el futuro
económico del país, por no mencionar el de mi
presidencia, pendía de un hilo.

Al día siguiente de que el Senado aprobara el
presupuesto, ordené por primera vez que el ejército
efectuara una operación ofensiva y disparara
veintitrés misiles Tomahawk contra el cuartel general de
los servicios secretos iraquíes, en represalia por un
complot para asesinar al presidente George H. W. Bush durante un
viaje que había realizado a Kuwait. Más de una
docena de implicados en la conspiración habían sido
arrestados en Kuwait el 13 de abril, el día anterior de
que el entonces presidente tuviera previsto aterrizar. La
investigación del material hallado en su posesión,
reveló que procedían de la inteligencia
iraquí; el 19 de mayo, uno de los detenidos
iraquíes confirmó al FBI que el servicio secreto
iraquí estaba detrás del complot. Pedí al
Pentágono que recomendara qué acciones
debíamos emprender, y el general Powell me propuso el
ataque con misiles al cuartel general de la inteligencia, que
cumplía los requisitos de ser una respuesta proporcional y
un gesto disuasorio. Yo creía que teníamos
justificación suficiente para atacar con más dureza
a Irak, pero Powell me convenció de que el ataque al
cuartel general haría desistir al terrorismo iraquí
de futuras acciones y que, en cambio, si lanzábamos bombas
sobre otros objetivos, por ejemplo sobre palacios presidenciales,
sería muy improbable que consiguiéramos eliminar a
Sadam Husein y casi con toda certeza mataríamos a
más inocentes. La mayoría de los Tomahawk dieron en
el blanco, pero cuatro de ellos pasaron de largo; tres impactaron
en un barrio de la clase alta de Bagdad y murieron ocho civiles.
Fue un duro recordatorio de que, no importa lo cuidadosa que sea
la planificación ni qué precisión tenga el
armamento, cuando ese tipo de potencia de ataque se desata,
habitualmente siempre se producen consecuencias no
deseadas.

El 6 de julio, me encontraba en Tokio para mi primera
reunión internacional, la decimosexta cumbre del G7.
Normalmente, en estas reuniones solo se hablaba; no se alcanzaban
muchos compromisos en cuanto a medidas políticas y no se
llevaba a cabo prácticamente ningún seguimiento de
los acuerdos una vez terminada la cumbre. Ya no podíamos
permitirnos el lujo de otra reunión sin consecuencias. La
economía mundial estaba estancada; el crecimiento de
Europa era el más bajo en más de una década,
y Japón tenía las peores cifras en casi veinte
años. Nosotros estábamos haciendo progresos en el
frente económico; en los últimos cinco meses,
más de 950.000 norteamericanos habían encontrado un
puesto de trabajo, casi la misma cifra de empleos que se
habían generado durante los tres años
anteriores.

Fui a Japón con diversos objetivos: obtener un
acuerdo con los dirigentes europeos y japoneses de modo que
coordinaran sus políticas económicas interiores con
la nuestra, aumentar el crecimiento global y convencer a Europa y
a Japón de que redujeran los aranceles sobre los productos
manufacturados, lo que ayudaría a crear empleos en todos
nuestros países y aumentaría las posibilidades de
terminar antes del plazo fijado, el 15 de diciembre, la Ronda
Uruguay de conversaciones, que duraba ya siete años.
También quería enviar una señal clara e
inequívoca de mi apoyo político y financiero a
Yeltsin y a la democracia en Rusia.

Las probabilidades de éxito de cualquiera de
estos objetivos, y no digamos de los tres, no eran demasiado
grandes, en parte porque ninguno de los dirigentes venía a
la reunión con una posición particularmente fuerte.
Entre la dura medicina de mi plan económico y la mala
prensa que habían originado los diversos problemas que
habíamos tenido, tanto reales como imaginarios, mi
popularidad había caído en picado desde la
investidura. John Major aguantaba en Inglaterra, pero le
perjudicaban las constantes comparaciones con su predecesora,
Margaret Thatcher, algo que la Dama de Hierro no hacía
demasiado por evitar. Francois Mitterrand era un hombre
fascinante y brillante, un socialista que se encontraba en su
segundo mandato de siete años. Sin embargo, tenía
poco margen de maniobra, pues el presidente francés y la
coalición que estaba al frente del gobierno, que
controlaba la política económica, eran de partidos
políticos distintos y enfrentados. Carlo Ciampi, el
presidente italiano, era el ex gobernador del Banco Central
italiano, y un hombre modesto, conocido por su costumbre de ir a
trabajar en bicicleta. A pesar de su inteligencia y de su gancho
político, el entorno político italiano, fracturado
e inherentemente inestable, representaba un serio
obstáculo para él. Kim Campbell, la primera mujer
que era elegida primer ministro en Canadá, era una persona
impresionante, totalmente entregada a su trabajo, al que se
había incorporado recientemente, tras la dimisión
de Brian Mulroney. De hecho, estaba cerrando la larga etapa de
Mulroney al frente del país, pues las encuestas mostraban
un creciente apoyo para el líder de la oposición,
Jean Chrétien. Nuestro anfitrión, Kiichi Miyazawa,
se hallaba en los últimos meses de su mandato y era poco
probable que lo reeligieran; el largo monopolio del Partido
Democrático Liberal llegaba a su fin. Miyazawa
quizá tenía poco futuro, pero era un hombre de
talento y tenía una sutil percepción del mundo.
Hablaba un inglés coloquial tan bien como yo, y
también era un patriota que quería que la cumbre
del G7 hiciera quedar bien a su país.

Se decía que el canciller alemán Helmut
Kohl, que llevaba mucho tiempo en el cargo, también estaba
en un aprieto; según las encuestas, su popularidad bajaba,
y su partido, la Unión Cristiano Demócrata,
había sufrido recientemente algunas derrotas en las
elecciones municipales. Sin embargo, yo opinaba que a Kohl
aún le quedaban muchos años de dirigente. Era un
hombre inmenso, de mi altura pero pesaba más de 130 kilos.
Hablaba con mucha convicción y era muy directo, a menudo
brusco; sabía contar anécdotas de primera, con un
gran sentido del humor. Era la mayor figura política que
el continente europeo había tenido en décadas, y no
solo a causa de su peso. Había reunificado las dos
Alemanias y había desviado enormes cantidades de dinero de
la Alemania occidental a la oriental, para aumentar los ingresos
de los que habían vivido bajo el comunismo y ganaban mucho
menos. La Alemania de Kohl se había convertido en el
principal apoyo financiero de la democracia rusa. También
era la fuerza impulsora que había detrás de la
emergente Unión Europea, y estaba a favor de admitir a
Polonia, a Hungría y a la República Checa tanto en
ella como en la OTAN. Finalmente, a Kohl le preocupaba
profundamente la pasividad europea en el tema de Bosnia y
pensaba, como yo, que Naciones Unidas debía suspender el
embargo de armas porque era injusto para los musulmanes bosnios.
Siempre estaba en el lado correcto en lo referente a todas las
grandes disyuntivas a las que se enfrentaba Europa, y
defendía con firmeza sus puntos de vista. Pensaba que si
hacía bien las cosas importantes, las encuestas
terminarían reflejándolo. Helmut Kohl me
cayó muy bien. Durante los siguientes años, a lo
largo de muchas comidas, visitas y llamadas telefónicas,
forjamos una relación política y personal que
aportó importantes frutos a los europeos y a los
norteamericanos por igual.

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