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Análisis del libro "MI vida (parte II)" de Williams Bill Clinton (página 4)



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Yo era optimista acerca del G7, porque acudía a
la reunión con mis objetivos bien definidos y creía
que los demás líderes eran suficientemente listos
para entender que la mejor manera de resolver los problemas de su
país era alcanzar un resultado positivo en Tokio. Apenas
se inauguró la conferencia, ya superamos un
obstáculo, pues todos los ministros de Comercio acordaron
reducir a cero los aranceles en diez sectores industriales
distintos, con lo que se abrían mercados al comercio por
valor de cientos de miles de millones de dólares. Fue la
primera victoria de Mickey Kantor, nuestro embajador comercial.
Había demostrado ser un negociador duro y eficiente; sus
habilidades ayudaron a que al final se concretaran más de
doscientos acuerdos que pusieron en marcha una expansión
comercial que representó casi el 30 por ciento de nuestro
crecimiento económico durante los siguientes ocho
años.

Después de llegar a un acuerdo acerca de un
generoso paquete de medidas de ayuda, la reunión del G7
también despejó cualquier duda respecto al
compromiso de las naciones ricas con Rusia. En lo referente a la
coordinación de nuestras políticas interiores, los
resultados fueron más ambiguos. Yo estaba
esforzándome por reducir el déficit, y el Banco
Central alemán acababa de bajar los tipos de
interés, pero la voluntad de Japón de estimular su
economía y abrir sus fronteras al comercio exterior y a la
competencia era más dudosa. Eso tendría que esperar
a mis conversaciones bilaterales con los japoneses, que empezaron
justo después de la cumbre del G7.

En 1993, dado que Japón se enfrentaba a un
estancamiento económico y a la incertidumbre
política, sabía que me resultaría
difícil obtener cambios en su política comercial,
pero tenía que intentarlo. Nuestro déficit
comercial con Japón era muy grande, en buena parte debido
a su proteccionismo. Por ejemplo, no querían comprar
nuestros esquís porque afirmaban que no eran
suficientemente anchos. Yo tenía que encontrar un modo de
abrir las puertas del mercado japonés sin perjudicar
nuestra importante alianza de seguridad, que era esencial para
construir un futuro estable en Asia. Mientras comentaba estos
tres aspectos durante un discurso frente a los estudiantes
japoneses de la Universidad de Waseda, Hillary se lanzó a
su propia ofensiva de amabilidad en Japón, y halló
una cálida bienvenida especialmente entre el creciente
número de jóvenes profesionales
japonesas.

El primer ministro Miyazawa aceptó, en principio,
mi propuesta de que pactáramos un plan de trabajo y nos
comprometiéramos a realizar pasos concretos y
cuantificables para que mejorara nuestra relación
comercial. También aceptó el Ministerio de Asuntos
Exteriores japonés, cuyo funcionario principal, el padre
de la nueva princesa heredera japonesa, estaba decidido a
alcanzar un acuerdo. El gran obstáculo era el Ministerio
de Industria y Comercio Internacional, cuyos responsables
pensaban que sus políticas comerciales habían hecho
de Japón una potencia de primer orden y no veían
motivo para cambiar. Un día, a última hora de la
noche, al cierre de nuestras negociaciones, los representantes de
ambos ministerios terminaron, literalmente, gritándose sus
argumentos en el vestíbulo del hotel Okura. Nuestros
equipos llegaron a lo más parecido a un acuerdo que
pudimos conseguir, y Charlene Barshefsky, la adjunta a Mickey
Kantor, llevó con tanta firmeza las riendas de la
negociación que los japoneses la llamaban «Muro de
Piedra». Luego Miyazawa y yo nos reunimos para degustar una
comida tradicional japonesa en el hotel Okura e intentar resolver
los flecos pendientes. Así lo hicimos, en lo que
más tarde se bautizó como «la Cumbre del
Sushi», aunque Miyazawa siempre bromeó diciendo que
el sake que bebimos contribuyó mucho más al
resultado final que el sushi.

El plan de trabajo comprometía a Estados Unidos a
reducir su déficit comercial, y a Japón a tomar las
medidas necesarias durante los años siguientes para abrir
sus mercados en los sectores del automóvil y los
componentes, la informática, las telecomunicaciones, los
satélites, el equipamiento médico, los servicios
financieros y los seguros, con estándares objetivos para
medir el éxito del proceso según un calendario
previamente fijado. Yo estaba convencido de que este acuerdo
sería económicamente beneficioso tanto para Estados
Unidos como para Japón, y que ayudaría a los
reformistas japoneses a llevar, con éxito, a su
extraordinaria nación a la siguiente era de grandeza. Como
muchos acuerdos de este tipo, no aportó todos los
beneficios que eran de esperar para cada uno de los
países, pero aun así fue bueno.

Cuando abandoné Japón para dirigirme a
Corea, los informes de prensa que llegaban de Estados Unidos
decían que mi primera cumbre del G7 había sido un
triunfo de mi diplomacia personal con los demás dirigentes
y de mi capacidad de llegar al pueblo japonés. Era
agradable que se publicaran artículos positivos, y
aún era mejor haber cumplido los objetivos que nos fijamos
para el G7 y para las negociaciones con los japoneses.
Había disfrutado conociendo y colaborando con los
demás dirigentes. Después de aquella cumbre
gané confianza en mi capacidad de hacer progresar los
intereses de Estados Unidos en el mundo y comprendí por
qué muchos presidentes preferían la política
exterior a las frustraciones que les acechaban en el frente
interior.

En Corea del Sur, visité a nuestras tropas en la
zona desmilitarizada que había dividido al país en
dos desde el armisticio que puso fin a la guerra de Corea.
Caminé por el Puente Sin Retorno, me detuve a unos diez
metros de la raya de pintura blanca que separaba a los dos
países y contemplé al joven soldado norcoreano que
vigilaba su lado en aquel último y solitario reducto de la
Guerra Fría. En Seúl, Hillary y yo fuimos los
invitados del presidente Kim YongSam en la residencia oficial de
huéspedes, que tenía una piscina cubierta. Cuando
fui a nadar un poco, la música llenó repentinamente
el aire. Me encontré nadando al ritmo de algunos de mis
temas preferidos, desde Elvis hasta jazz, un bonito ejemplo de la
famosa hospitalidad coreana. Después de una reunión
con el presidente y de un discurso frente al Parlamento,
dejé Corea del Sur, agradecido por nuestra larga alianza y
decidido a mantenerla.

Treinta y
cuatro

Volví a los rigores de Washington. La tercera
semana de julio, siguiendo las recomendaciones de Janet Reno,
prescindí de los servicios del director del FBI, William
Sessions, después de que se negara a dimitir a pesar de
los numerosos problemas que tenía su agencia.
Teníamos que encontrar rápidamente a un sustituto.
Bernie Nussbaum me apremió a escoger a Louis Freeh, un ex
agente del FBI a quien el presidente Bush había nombrado
juez federal en Nueva York tras una carrera estelar de fiscal
federal. Cuando me reuní con Freeh, le pregunté
qué pensaba de la afirmación del FBI de que en Waco
habían realizado el asalto porque era un error mantener
todos aquellos recursos en un solo lugar durante tanto tiempo.
Sin saber qué pensaba yo, me dijo directamente que no
compartía ese punto de vista: «Les pagan para
esperar». Eso me impresionó. Sabía que Freeh
era republicano, pero Nussbaum me aseguró que era un
profesional y un hombre fiel a sus superiores, que no
usaría el FBI con objetivos políticos. Programamos
el anuncio de su designación para el día veinte. La
víspera, cuando corrió el rumor de su nombramiento,
un agente retirado del FBI que era amigo mío llamó
a Nancy Heinreich, que dirigía las operaciones del
Despacho Oval, para decirme que no siguiera adelante. Dijo que
Freeh era demasiado político e interesado para los tiempos
que corrían. Me hizo reflexionar, pero le contesté
que era demasiado tarde: ya se lo habíamos ofrecido y
él había aceptado. Tendría que confiar en el
juicio de Bernie Nussbaum.

Cuando anunciamos la designación de Freeh,
durante un acto matutino en el Jardín de las Rosas, me di
cuenta de que Vince Foster estaba en pie al fondo, junto a uno de
los grandes y viejos magnolios que había plantado Andrew
Jackson. Vince sonreía, y recuerdo haber pensado que
debía sentirse aliviado ahora que él y la oficina
de abogados se dedicaban a la Corte Suprema y a los nombramientos
del FBI en lugar de responder a una serie interminable de
preguntas sobre la Oficina de Viajes. Toda la ceremonia fue
perfecta, casi demasiado buena para ser verdad. Y así fue,
en más de un sentido.

Esa noche aparecí en el programa de Larry King,
desde la biblioteca de la planta baja de la Casa Blanca, para
hablar sobre mi batalla por el presupuesto y sobre cualquier otra
cosa que quisieran preguntar los telespectadores. A mí me
gustaba Larry King, como a casi todo el mundo. Tenía
sentido del humor y sabía darle un toque humano a sus
entrevistas, incluso cuando hacía preguntas bastante
duras. Cuando llevábamos tres cuartos de hora de programa,
las cosas estaban yendo tan bien que Larry me preguntó si
estaría dispuesto a seguir media hora más para que
pudiéramos dejar entrar más preguntas de los
televidentes. Inmediatamente le dije que sí, pues
tenía muchas ganas de hacerlo, pero durante la siguiente
pausa para la publicidad, Mack McLarty entró en la
biblioteca y dijo que tendríamos que haber acabado la
entrevista tras la primera hora. Al principio me irrité,
pues creía que mi equipo tenía miedo de que pudiera
cometer algún error si me dejaban más tiempo en
antena, pero la mirada de Mack bastó para convencerme de
que había sucedido algo.

Después de que Larry despidiera la entrevista y
yo diera la mano a su equipo, Mack me acompañó al
piso de arriba de la residencia. Conteniendo las lágrimas,
me dijo que Vince Foster había muerto. Vince había
salido del Jardín de las Rosas tras la ceremonia de
nombramiento de Louis Freeh, había conducido hasta el
parque Fort Marcy y se había pegado un tiro con un viejo
revólver que había pasado de generación en
generación en su familia. Vince y yo habíamos sido
amigos prácticamente toda la vida. Cuando vivía con
mis abuelos, en Hope, nuestros patios de atrás se tocaban;
jugábamos juntos ya antes de que Mack y yo
comenzáramos a ir a la guardería. Yo sabía
que Vince estaba molesto por la polémica de la Oficina de
Viajes y que se consideraba responsable de las críticas
dirigidas a la oficina de abogados. También se
sentía herido por las dudas sobre su competencia e
integridad que habían apuntado algunos editoriales del
Wall Street Journal.

Justo la noche anterior, yo había llamado a Vince
para invitarlo a ver una película conmigo; quería
animarlo un poco, pero ya se había ido a casa y me dijo
que necesitaba pasar tiempo con su mujer, Lisa. Hice lo que pude
durante nuestra conversación telefónica para
intentar que no le afectaran los editoriales del
Journal. Era un periódico muy bueno, pero poca
gente leía sus editoriales, y la mayoría de los que
los leían eran, al igual que quienes los escribían,
eran conservadores a los que nada de lo que hiciéramos les
iba a parecer bien de todas formas. Vince escuchó, pero
pude ver que no le había convencido. Nunca hasta entonces
le habían criticado públicamente de aquella forma
y, como mucha gente cuando la prensa arremete contra ellos por
primera vez, pensaba que todo el mundo había leído
las cosas malas que se habían dicho sobre él y las
había creído.

Después de que Mack me contara lo que
había pasado, Hillary llamó desde Little Rock. Ya
se había enterado y estaba llorando. Vince había
sido su mejor amigo en el bufete Rose. Hillary trataba
desesperadamente de encontrar una respuesta a por qué
había sucedido aquello, una respuesta que jamás
llegaríamos a tener por completo. Hice cuanto pude por
convencerla de que ella no podría haber hecho nada,
mientras no cesaba de preguntarme qué podría haber
hecho yo. Entonces, Mack y yo fuimos a casa de Vince para estar
con su familia. Webb y Suzy Hubbell estaban allí,
así como los muchos amigos que Vince había dejado
en Arkansas y en la Casa Blanca. Traté de consolar a todo
el mundo, pero yo también estaba herido y me
sentía, igual que cuando se suicidó Frank Aller,
enfadado con Vince por lo que había hecho y enfadado
conmigo mismo por no haberlo visto venir y hacer algo, cualquier
cosa, para tratar de impedirlo. También lo sentía
por todos mis amigos de Arkansas que habían venido a
Washington sin otro objetivo que servir al pueblo y hacer el
bien, y que, en cambio, solo veían cómo se
criticaban todos y cada uno de sus actos. Ahora Vince, el hombre
alto, fuerte, seguro de sí mismo y al que todos
consideraban el más estable de todos ellos, se
había ido. Por la razón que fuera, Vince
llegó al límite de su resistencia. En su
maletín, Bernie Nussbaum encontró una nota que
había roto en pedacitos muy pequeños.

Cuando los reunimos, vimos que decía: «Yo
no estaba hecho para un trabajo aquí, bajo los focos de la
vida pública en Washington. Aquí, arruinar la vida
de la gente se considera un deporte… El público nunca
creerá en la inocencia de los Clinton y de su leal
equipo». Vince estaba abrumado, exhausto y se sentía
vulnerable a los ataques de gente que no jugaba con las mismas
reglas que él. Se había criado con los valores del
honor y del respeto, pero la gente que valoraba más el
poder y el ataque personal acabó con él. La
depresión que había sufrido sin recibir
ningún tipo de tratamiento le había privado de las
defensas que, al resto de nosotros, nos permiten
sobrevivir.

Al día siguiente hablé al equipo. Les dije
que había cosas en la vida que no podíamos
controlar y misterios que no podíamos comprender. Les dije
que quería que se cuidaran más, que cuidaran a sus
amigos y a sus familias, y que no podíamos «matar
nuestra sensibilidad trabajando demasiado». Siempre me
había resultado más fácil dar este
último consejo que practicarlo.

Fuimos todos al funeral por Vince en la catedral
católica de St. Andrew, en Little Rock, luego conduje
hasta casa, hasta Hope, para dar el último adiós a
Vince en el cementerio donde estaban enterrados mis abuelos y mi
padre. Vino mucha gente con la que había ido a la
guardería y a la escuela. Para entonces ya había
dejado de intentar entender la depresión y el suicidio de
Vince y había comenzado a aceptarlos y a estarle
agradecido por todo lo que había hecho por nosotros. En mi
panegírico en el funeral traté de describir todas
las maravillosas cualidades de Vince, qué había
significado para todos nosotros, lo mucho que había hecho
en la Casa Blanca y su profunda honestidad. Cité la
conmovedora «A Song for You» de Leon Russell:
«Te amo donde no hay espacio ni tiempo. Te amo porque en mi
vida tú eres mi amigo».

Era verano y se empezaba a recoger la cosecha de
sandías. Antes de marcharme de la ciudad, me detuve en
casa de Carter Russell y probé tanto las sandías
como los melones. Luego hablé de las grandes virtudes del
principal producto de Hope con la prensa que nos
acompañaba; sabían que necesitaba un respiro para
recuperarme del dolor y, ese día, fueron
extraordinariamente amables conmigo. Volé a Washington
pensando que Vince había vuelto a casa, al lugar donde
pertenecía, y di gracias a Dios de que tantas personas le
amasen.

Al día siguiente, 24 de julio, di la bienvenida a
la Casa Blanca a la promoción de aquel año de la
Nación de los Muchachos de la Legión Americana,
cuando se cumplían treinta años del día en
que yo fui al Jardín de las Rosas para conocer al
presidente Kennedy. Algunos de los que habían sido
delegados en la misma promoción en la que lo fui yo
también acudieron a la reunión. Al Gore estaba muy
ocupado presionando a un montón de gente para tratar de
sacar adelante nuestro plan económico, pero aun así
tuvo un par de minutos para venir y hablar con los chicos.
«Solo les voy a dar un consejo —les dijo—. Si
consiguen haceros una foto dándole la mano al presidente
Clinton es muy posible que luego les sea útil.» Di
la mano a todos ellos y ni uno se fue sin su foto; lo hice en
seis de mis ocho años en la Casa Blanca, tanto para la
Nación de los Muchachos como para la de las Muchachas.
Espero que algún día esas fotos aparezcan en
algún anuncio de campaña.

Pasé el resto del mes y los primeros días
de agosto presionando a senadores y miembros de la cámara
de representantes para que dieran su apoyo a nuestro plan
económico. La sala de guerra de Roger Altman intentaba
convencer al público; me organizaba conferencias de prensa
telefónicas en aquellos estados cuyos miembros del
Congreso podían decidirse en un sentido u otro. Al Gore y
el gabinete estaban haciendo literalmente cientos de llamadas y
visitas. El resultado todavía estaba en el alero, pero se
iba alejando de nosotros por dos motivos. La primera era la
propuesta del senador David Boren de eliminar el impuesto sobre
la energía; mantener la mayoría, pero no todos, de
los impuestos sobre los norteamericanos con rentas altas y
compensar la diferencia eliminando la mayor parte de la rebaja
fiscal del impuesto sobre la renta; reducir los ajustes al coste
de la vida de la Seguridad Social y de las pensiones militares y
civiles y situar el límite de gastos para Medicare y
Medicaid por debajo de las estimaciones de nuevos ingresos y
aumentos de coste. Boren no tenía ninguna posibilidad de
que su propuesta fuese más allá del comité,
pero dio a los demócratas de los estados moderados una
bandera bajo la que refugiarse. También recibió el
apoyo del senador demócrata Bennett Johnston, de
Louisiana, y de los senadores republicanos John Danforth, de
Missouri, y Bill Cohen, de Maine.

El presupuesto se aprobó por 50 a 49, gracias a
que Al Gore rompió el empate con su voto de calidad;
Bennett Johnston había votado en contra, junto con Sam
Nunn; Dennis DeConcini, de Arizona; Richard Shelby, de Alabama;
Richard Bryan, de Nevada y Frank Lautenberg, de New Jersey.
Shelby ya se escoraba hacia el partido republicano, en un estado
que cada vez se volvía más republicano; Sam Nunn
era un «no» tajante; DeConcini, Bryan y Lautenberg
estaban preocupados por la opinión contraria a los
impuestos de la gente de sus estados. Como he dicho, la primera
vez pude pasar sin ellos porque dos senadores, uno republicano y
uno demócrata, no votaron. La siguiente vez se iban a
presentar todos. Con todos los republicanos contra nosotros, si
Boren votaba que no y ninguno de los otros cambiaba,
perderíamos por 51 a 49. Además de esos seis, el
senador Bob Kerrey decía que quizá también
él votaría contra el programa. Nuestra
relación se había vuelto tensa desde la
campaña presidencial, y Nebraska era un estado
profundamente republicano. Aun así yo era optimista
respecto a Kerrey, pues sabía que estaba realmente
decidido a reducir el déficit y porque estaba muy
próximo al presidente del Comité de Finanzas del
Senado, Pat Moynihan, que era uno de los principales valedores de
mi plan.

En la Cámara de Representantes tenía un
problema distinto. Todos los demócratas sabían que
sus votos eran decisivos, así que muchos trataban de
aprovecharse de ello para negociar conmigo algunos detalles del
plan o para pedir ayuda sobre otros temas. Muchos de los
demócratas que procedían de distritos muy
contrarios a los impuestos estaban bastante asustados por tener
que votar otro aumento del impuesto sobre la gasolina apenas tres
meses después de que el Congreso lo hubiera subido por
última vez. Además del portavoz y su equipo, mi
mejor baza era el poderoso presidente del Comité de Medios
y Arbitrios, el poderoso congresista de Illinois, Dan
Rostenkowski. Rostenkowski era un legislador excelente que
combinaba una inteligencia muy aguda con las habilidades que se
desarrollan en la calles de Chicago, pero le estaban investigando
por convertir fondos públicos para usos políticos,
y se creía que esa investigación reduciría
su influencia sobre otros miembros. Cada vez que me reunía
con miembros del Congreso, la prensa me preguntaba por
Rostenkowski. Hay que decir, en defensa de Rosty, que no
retrocedió ni para tomar impulso y se lanzó a
reunir los votos necesarios y a decir a sus colegas que
debían hacer lo correcto. Todavía era muy efectivo.
Y tenía que serlo, pues el menor paso en falso
podría costarnos un voto o dos, y darnos el empujón
que nos sacaría del filo de la navaja y nos
precipitaría a la derrota.

A principios de agosto, a medida que el drama del
presupuesto iba acercándose a su clímax, Warren
Christopher consiguió por fin el acuerdo de los
británicos y los franceses para realizar ataques
aéreos en Bosnia, pero éstos solo podrían
producirse si la OTAN y Naciones Unidas los aprobaban, siguiendo
el mecanismo que se conocía como de doble llave. Yo estaba
preocupado por si no podíamos conseguir las dos llaves,
pues Rusia tenía derecho de veto en el Consejo de
Seguridad y estaba muy unida a los serbios. La doble llave fue un
obstáculo que frustró una y otra vez los intentos
de proteger a los bosnios, pero marcó otro paso en el
largo y tortuoso proceso de hacer que Europa y Naciones Unidas
adoptaran una postura más agresiva.

Hacia el 3 de agosto ya habíamos acordado un plan
presupuestario final, con 255.000 millones de dólares en
recortes presupuestarios y 241.000 millones en aumentos de
impuestos. Algunos demócratas todavía estaban
preocupados por si el aumento del impuesto sobre la gasolina nos
costaba el voto de la clase media, que ya estaba molesta porque
no habíamos hecho el recorte de impuestos que
habíamos prometido. Los demócratas conservadores
decían que para reducir el déficit, no bastaba con
recortar los gastos de los programas de ayuda social de Medicare,
Medicaid y de la Seguridad Social. Más del 20 por ciento
de nuestros ahorros ya procedían de reducir los pagos que
se harían en el futuro a médicos y hospitales bajo
Medicare, más otro gran pedazo que sometía a
impuestos a un tramo mayor de los ingresos por Seguridad Social
de los jubilados con mayor poder adquisitivo. Eso es todo lo que
pude lograr sin arriesgarme a que los cambios me hicieran perder
más votos de los que me otorgaban.

Esa noche, en un discurso televisado desde el Despacho
Oval, hice un último llamamiento para que el
público apoyara el plan y dije que crearía ocho
millones de puestos de trabajo en los siguientes cuatro
años. También anuncié que firmaría un
decreto presidencial al día siguiente para crear un fondo
de reserva para la reducción del déficit, donde
iría todo el dinero de los nuevos impuestos y los recortes
de gastos, para asegurarnos de que se emplearía solo con
el objetivo de reducir el déficit. El fondo de reserva era
especialmente importante para el senador Dennis DeConcini, de
Arizona, y le concedí el mérito de la idea en el
discurso televisado. De los seis senadores que habían
votado en contra del plan la primera vez, DeConcini era mi
única esperanza. Había cenado con los demás,
me había reunido con ellos y les había llamado por
teléfono; también hice que sus mejores amigos en la
administración intentaran convencerles para que cambiaran
de opinión, pero sin éxito. Si DeConcini no
cambiaba su voto, estaríamos perdidos.

Al día siguiente, lo hizo; dijo que
votaría a favor porque el fondo de reserva le había
convencido. Ahora, si Bob Kerrey se mantenía a nuestro
lado, obtendríamos los cincuenta votos del Senado y Al
Gore podría volver a romper el empate. Pero, antes de
llegar ahí, la Cámara de Representantes
debía aprobar el presupuesto. Solo teníamos un
día más para conseguir la mayoría de 218
votos, y todavía no los teníamos. Más de
treinta demócratas dudaban. Tenían miedo de los
impuestos, a pesar de que habíamos impreso listados para
cada uno de lo miembros en los que les mostrábamos
cuánta gente en sus distritos pagaría menos gracias
a la rebaja fiscal del impuesto sobre la renta, comparando la
lista con la de aquellos a los que se les subiría. En
general, la proporción era de diez a uno, o más
todavía, y en solo apenas una docena de casos a los
electores les iban tan bien las cosas que en su distrito
habría más subidas que bajadas de impuestos. Aun
así, a los miembros de la Cámara de Representantes
les preocupaba el impuesto sobre la gasolina. Podría haber
aprobado fácilmente el plan si hubiera descartado el
impuesto sobre la gasolina y hubiera compensado la pérdida
de ingresos desechando también el gasto que suponía
el recorte de impuestos. Para mí, hubiera sido mucho menos
dañino, políticamente. La gente pobre y trabajadora
no tenía cabilderos en Washington y nunca se hubiera
enterado. Pero yo sí lo sabría. Además, si
íbamos a cargar de impuestos a los ricos, el mercado de
obligaciones no vería mal que salpicáramos un poco
también a la clase media.

Esa tarde, Leon Panetta y el líder de la
mayoría de la Cámara de Representantes, Dick
Gephardt, que trabajaba a destajo en el presupuesto,
habían cerrado un trato con el congresista Tim Penny, de
Minnesota, que encabezaba a un grupo de demócratas
conservadores que querían más recortes de gastos, y
les había prometido otro voto durante el proceso de
asignaciones presupuestarias del otoño para recortar los
gastos todavía más. Penny se mostró
satisfecho, y su aprobación nos dio siete u ocho votos
más.

Perdimos dos de los anteriores votos a favor cuando
Billy Tauzin, de Louisiana, que más adelante se
convirtió en un republicano, y Charlie Stenholm, de Texas,
que representaba a un distrito donde la mayoría de los
votantes eran republicanos, anunciaron que votarían no.
Rechazaban absolutamente el impuesto sobre la gasolina y
decían que la oposición republicana al plan
había convencido a sus electores de que no era más
que un aumento de impuestos.

Menos de una hora antes de la votación
hablé con el congresista Bill Sarpalius, de Amarillo,
Texas, que había votado contra el plan en mayo. En nuestra
cuarta conversación telefónica aquel día
Bill dijo que había decidido votar a favor del plan, pues
la inmensa mayoría de sus electores pagaría menos
impuestos y porque la secretaria de Energía, Hazel
O'Leary, se había comprometido a pasar más trabajo
del gobierno a la planta Pantex que había en su distrito.
Hicimos muchos acuerdos como ese. Alguien dijo que las dos cosas
cuyo proceso de fabricación la gente nunca debería
ver son las leyes y las salchichas. Fue un proceso feo y de
desenlace incierto.

Cuando comenzaron las votaciones, no sabía si
íbamos a ganar o a perder. Después de que David
Minge, que representaba a un distrito rural en Minnesota, dijera
que votaría no, todo acabó dependiendo de tres
personas: Pat Williams, de Montana; Ray Thornton, de Arkansas, y
Marjorie Margolies-Mezvinsky, de Pennsylvania. En realidad no
quería que Margolies-Mezvinsky tuviera que votar con
nosotros. Ella era una de los pocos demócratas en cuyo
distrito habría más electores que con el nuevo plan
pasarían a pagar más impuestos, y en su
campaña había prometido no votar a favor de
ningún aumento de impuestos. Era también una
decisión muy difícil para Pat Williams. Lo cierto
es que muchos más de sus electores salían
beneficiados que perjudicados por el plan, pero Montana era un
estado inmenso y escasamente poblado en que la gente tenía
que conducir grandes distancias, de modo que el impuesto sobre la
gasolina les iba a afectar más que a la mayoría de
los norteamericanos. Pero Pat Williams era un buen
político y un populista duro de batir que detestaba lo que
la economía de cascada había hecho a su gente. Al
menos tenía posibilidades de sobrevivir a un voto
positivo.

Comparado con Williams y Margolies-Mezvinsky, Thornton
lo tenía fácil. Representaba al centro de Arkansas,
donde una amplia mayoría de la gente pagaría menos
impuestos con el nuevo plan. Era popular y no le hubieran podido
sacar de su escaño ni con un cartucho de dinamita. Era mi
congresista, y mi presidencia estaba en juego. Además,
tenía buena cobertura, pues los dos senadores de Arkansas,
David Pryor y Dale Bumpers, apoyaban a fondo el plan. Pero al
final Thornton dijo que no. Nunca antes había votado por
un aumento de los impuestos sobre la gasolina y no iba a comenzar
ahora, ni siquiera para salvar mi presidencia o la carrera de
Marjorie Margolies-Mezvinsky.

Al final, Pat Williams y Margolies-Mezvinsky bajaron de
sus escaños, votaron sí y nos dieron la victoria
por un solo voto. Los demócratas aplaudieron su valor y
los republicanos les abuchearon. Fueron especialmente crueles con
Margolies-Mezvinsky, a la que saludaban con las manos y le
cantaban «Adiós, Margie». Se había
ganado un lugar en la historia, con un voto que no debió
verse obligada a emitir. Dan Rostenkowski estaba tan contento que
se le saltaban las lágrimas. De vuelta a la Casa Blanca,
dejé escapar un grito de alegría y
alivio.

Al día siguiente, el drama se trasladó al
Senado. Gracias a George Mitchell, a su equipo y a nuestro propio
trabajo, habíamos logrado conservar a todos los senadores
de la primera votación, excepto a David Boren. Dennis
DeConcini había ocupado valientemente su lugar, pero el
resultado todavía estaba en el aire, pues Bob Kerrey
seguía sin comprometerse en un sentido u otro. El viernes,
Kerrey se reunió conmigo durante noventa minutos y luego,
más o menos una hora y media antes de la votación,
habló en el mismo Senado dirigiéndose directamente
a mí: «No debo, y no puedo, emitir un voto que acabe
con su presidencia».

Aunque iba a votar sí, dijo que tendría
que mejorar el control de los gastos en programas de ayuda
social. Le prometí que trabajaría con él
para que así fuera. Le satisfizo mi respuesta, así
como también que hubiera aceptado la propuesta de Tim
Penny para que en octubre se votaran más
recortes.

El voto de Kerrey llevó a un empate a cincuenta
votos. Entonces, igual que en la primera votación el 25 de
junio, Al Gore, como presidente del Senado, emitió el voto
decisivo. En una declaración tras la votación, di
las gracias a George Mitchell y a todos los senadores que
habían «votado por el cambio» y a Al Gore por
su «inquebrantable contribución al progreso».
A Al le gustaba bromear diciendo que cuando él votaba,
siempre ganábamos.

Firmé la ley el 10 de agosto. Con ella
poníamos fin a doce años en los que la deuda
nacional se había cuadruplicado, a un déficit
resultado de unas previsiones de ingresos excesivamente
optimistas y a una creencia casi teológica en que los
impuestos bajos y los elevados gastos lograrían de
algún modo aportar el suficiente crecimiento
económico para equilibrar el presupuesto. En la ceremonia
di las gracias especialmente a aquellos senadores y miembros de
la Cámara cuyo apoyo no desfalleció desde el
principio hasta el fin y que, por lo tanto, no se les
había mencionado en las noticias. Cada uno de los miembros
de ambas cámaras del Congreso que hubiera votado sí
tenía todo el derecho a decir que si no fuera por
él o por ella, no lo habríamos
conseguido.

Habíamos avanzado mucho desde aquellos acalorados
debates en la mesa del comedor, en Little Rock, el diciembre
anterior. Los demócratas, y solo ellos, habían
reemplazado una teoría económica absurda pero muy
arraigada en nuestra sociedad, por otra que tenía sentido.
Habíamos convertido en realidad nuestra idea de una nueva
economía.

Por desgracia, los republicanos, cuyas políticas
erróneas habían sido el origen del problema,
habían conseguido hacer creer a la gente que el plan
económico no era más que un aumento de impuestos.
Era cierto que la mayoría de las rebajas se iban a iniciar
después de los aumentos, pero lo mismo podía
decirse del presupuesto alternativo que había presentado
el senador Dole. De hecho, su plan aplicaba el porcentaje mayor
de sus recortes de impuestos en los dos últimos
años, en vez de los cinco que abarcaba el mío.
Simplemente sucede que lleva tiempo reducir los gastos de defensa
y de sanidad; no puedes simplemente cortarlo todo de golpe.
Más aún, nuestras inversiones de
«futuro» en educación, formación,
investigación, tecnología y medioambiente eran ya
inaceptablemente reducidas, después de que se hubieran
mantenido bajas durante los años ochenta, mientras
aumentaban las rebajas de impuestos, el presupuesto de defensa y
los costes de la sanidad. Mi presupuesto comenzaba a invertir esa
tendencia.

Como era predecible, los republicanos dijeron que mi
plan económico haría que el cielo cayera sobre las
cabezas de los estadounidenses. Dijeron que era un
«exterminador de empleos» y «un billete de ida
a la recesión». Estaban equivocados. Nuestra apuesta
con el mercado de obligaciones funcionó mucho mejor de lo
que nos hubiéramos atrevido a soñar y nos trajo
tipos de interés bajos, espectaculares subidas en la bolsa
y un boom económico. Como había predicho Lloyd
Bentsen, los norteamericanos más ricos recuperaron, con
creces, el dinero que habían pagado en las subidas de
impuestos con los beneficios sobre sus inversiones. La clase
media recuperó, de sobras, el dinero del impuesto de la
gasolina, en forma de hipotecas más baratas y tipos de
interés más bajos para las compras de coches, los
créditos estudiantiles o las compras con tarjeta de
crédito. Y las familias trabajadoras con ingresos modestos
se beneficiaron de inmediato de la rebaja fiscal del impuesto
sobre la renta.

Durante los años siguientes me preguntaron a
menudo cuál había sido la mejor idea que mi equipo
económico y yo habíamos aportado a la
política económica. Más que dar una
respuesta complicada sobre la estrategia de reducción del
déficit y la potenciación del mercado de
obligaciones, siempre daba una respuesta de una sola palabra:
«aritmética». Durante más de una
década, le habían explicado al pueblo
norteamericano que su gobierno era un leviatán
glotón que tragaba sus impuestos sin ofrecer gran cosa a
cambio. Luego, los mismos políticos que habían
dicho esto, y que habían dispuesto recortes de impuestos
para matar de hambre a la bestia, darían un giro de ciento
ochenta grados, se gastarían el dinero de los
contribuyentes para conseguir salir reelegidos y darían a
los votantes la impresión de que podían
beneficiarse de programas gubernamentales que no pagaban y que la
única razón por la que teníamos un enorme
déficit era que tirábamos demasiado dinero en
ayudas al extranjero, asistencia social y otros programas para
los pobres, que en realidad eran solo una pequeña parte
del presupuesto. Gastar en «ellos» era malo; gastar y
recortarnos impuestos a «nosotros» era bueno. Como mi
amigo el senador Dale Bumpers, que era muy conservador en lo
fiscal, solía decir: «Si a mí me dejaran
firmar cheques sin fondos por un valor de doscientos mil millones
al año, yo también me lo pasaría en
grande».

Habíamos devuelto la aritmética al
presupuesto, y habíamos librado a Estados Unidos de un mal
hábito. Por desgracia, aunque los beneficios comenzaron a
verse de inmediato, la gente no los sintió durante
algún tiempo. Mientras tanto, mis colegas
demócratas y yo nos llevamos el impacto del
síndrome de abstinencia que sufrían los ciudadanos.
No podía esperar gratitud. Aunque se tenga una caries, a
nadie le gusta ir al dentista

Treinta y
cinco

Después de aprobar el presupuesto, el Congreso
comenzó su receso de agosto. Yo tenía muchas ganas
de llevarme durante dos semanas a mi familia de vacaciones, que
buena falta nos hacían, a Martha's Vineyard. Vernon y Ann
Jordan habían dispuesto que nos alojáramos en el
extremo de Oyster Pond, en una casita que había
pertenecido a Robert McNamara.

Pero antes de poder partir, tuve una semana muy movida.
El día 11, nombré al general del ejército
John Shalikashvili, para que sustituyera a Colin Powell como
presidente de la Junta de Jefes del Estado Mayor cuando
terminó el mandato de Colin a finales de septiembre.
"Shali", como todos le llamaban, había entrado en el
ejército como recluta y había ascendido hasta su
actual cargo de comandante de la OTAN y de las fuerzas
norteamericanas destacadas en Europa. Había nacido en
Polonia, en el seno de una familia procedente de Georgia, en la
ex Unión Soviética. Antes de la Revolución
Rusa, su abuelo había sido general en el ejército
del zar, y su padre también fue oficial. Cuando Shali
tenía dieciséis años, su familia se
trasladó a Peoria, Illinois, donde aprendió
inglés mirando las películas de John Wayne. Yo
pensaba que era el hombre adecuado para dirigir nuestras fuerzas
en el mundo posterior a la Guerra Fría, especialmente
teniendo en cuenta todos los problemas que había en
Bosnia.

A mediados de mes, Hillary y yo volamos a St. Louis,
donde aprobé la legislación sobre asistencia para
los daños causados por las inundaciones del río
Mississippi, después de que una enorme crecida en el tramo
superior del río desbordara sus orillas por todo Minnesota
y los dos estados de Dakota, hasta Missouri. La ceremonia de
aprobación de la ley supuso la tercera vez que visitaba
las tierras inundadas. Las empresas y las granjas estaban
destruidas, y algunos pueblecitos que se encontraban en la
llanura cercana al río, y que apenas se inundaban una vez
cada cien años, habían quedado completamente
borrados del mapa. En cada viaje, me maravillaba el número
de ciudadanos que acudían de todo el país,
sencillamente para ofrecer su ayuda.

Luego volamos hacia Denver, donde dimos la bienvenida a
Estados Unidos al papa Juan Pablo II. Mantuve una reunión
muy fructífera con su santidad, que apoyaba nuestra
misión en Somalia y mi deseo de hacer más por el
problema de Bosnia. Cuando terminamos, tuvo la deferencia de
recibir a todo el personal católico de la Casa Blanca y a
mi equipo de protección del servicio secreto, que
habían podido viajar a Denver para acompañarme. Al
día siguiente también firmé la Ley de la
Naturaleza de Colorado, mi primera ley medioambiental importante,
que protegía más de 2,5 millones de
kilómetros cuadrados de bosques nacionales y terrenos
públicos, en el marco del Sistema Nacional de
Protección de la Naturaleza.

Luego seguí hasta Tulsa, Oklahoma, para dar un
discurso frente a mis antiguos colegas de la Asociación
Nacional de Gobernadores sobre sanidad. Aunque la tinta del plan
presupuestario todavía no se había secado,
quería empezar a trabajar en la sanidad; pensaba que los
gobernadores podrían ayudarme, pues los crecientes costes
de Medicaid, de los seguros médicos para los empleados
federales y de la cobertura sanitaria para los que no contaban
con seguros privados constituían una pesada carga en los
presupuestos estatales.

El día 19, en mi cuarenta y siete
cumpleaños, anuncié que Bill Daley, de Chicago,
sería el presidente de nuestro equipo de trabajo sobre el
Tratado de Libre Comercio de América del Norte. Seis
días atrás, junto con Canadá y
México, habíamos completado los acuerdos
bilaterales del TLCAN sobre derechos laborales y
medioambientales, tal y como había prometido en mi
campaña electoral, así como otro acuerdo para
proteger a nuestros mercados de los repentinos aumentos en las
importaciones. Ahora que ya habíamos ultimado los
acuerdos, yo estaba dispuesto a presentar todas las medidas
relacionadas con el TLCAN en el Congreso. Pensé que Bill
Daley era la persona ideal para encargarse de impulsar la
propuesta. Era un abogado demócrata, y procedía de
la familia política más famosa de Chicago. Su
hermano era el alcalde de la ciudad, y su padre lo había
sido antes que él; mantenía muy buenas relaciones
con algunos líderes sindicales. El TLCAN sería una
batalla muy distinta a la del presupuesto. Muchos republicanos
estarían a favor, pero teníamos que encontrar a
suficientes demócratas que lo apoyaran a pesar de las
objeciones del AFL-CIO, la federación nacional de
sindicatos.

Después del nombramiento de Daley, por fin
volamos de regreso a Martha's Vineyard. Esa noche los Jordan
celebraron una fiesta de cumpleaños para mí, con
viejos amigos y algunos nuevos. Jackie Kennedy Onassis y su
pareja, Maurice Tempelsman, también vinieron, junto con
Bill y Rose Styron y Katharine Graham, la editora del Washington
Post y una de las personas a las que yo más admiraba en
Washington. Al día siguiente fuimos a navegar y a nadar
con Jackie y Maurice, Ann y Vernon, Ted y Vicki Kennedy y Ed y
Caroline Kennedy Schlossberg. Caroline y Chelsea se subieron a
una plataforma bastante alta en el yate de Maurice, y se lanzaron
al agua, desafiando a Hillary a que las imitara. Ted y yo
también la animamos; solo Jackie le dijo que tomara un
camino más seguro hasta el agua. Con su habitual buen
juicio, Hillary hizo caso del consejo de Jackie.

Me pasé los siguientes diez días paseando
por Oyster Pond. Cogí cangrejos con Hillary y Chelsea,
caminé por la playa que bordeaba la laguna y el
océano Atlántico, entablé amistad con la
gente que vivía en la zona durante el resto del año
y leí mucho.

Las vacaciones terminaron demasiado aprisa, y regresamos
a Washington para el inicio del primer curso en el instituto de
Chelsea. También nos reencontramos con la campaña
por la reforma sanitaria de Hillary, con las primeras
recomendaciones de Al Gore para recortar gastos según su
análisis del rendimiento nacional y con un Despacho Oval
recién redecorado. Me encantaba trabajar ahí.
Siempre era luminoso y abierto, incluso en los días
nublados, gracias a los altos ventanales y a las puertas de
cristal orientadas al sur y al este. Por la noche, la luz
indirecta se reflejaba en el techo ovalado, lo que aumentaba la
iluminación y hacía más cómodo
trabajar en casa. La estancia era elegante pero acogedora;
siempre me sentí muy bien allí, ya estuviera solo o
con mucha gente. Kaki Hockersmith, una decoradora amiga nuestra
de Arkansas, nos ayudó a darle un aspecto más
alegre y actual: cortinas doradas ribeteadas de azul, sillas con
respaldos dorados y sofás con la tapicería a rayas
doradas y rojas. También añadió una preciosa
alfombra de color azul oscuro, con el sello presidencial en el
centro, como un reflejo del que había en el techo. Ahora
me gustaba aún más.

Septiembre también fue el mes más intenso
en política exterior de toda mi presidencia. El 8 de
septiembre, el presidente bosnio Izetbegovic vino a la Casa
Blanca. La amenaza de los ataques aéreos de la OTAN
había logrado contener a los serbios y reactivar las
negociaciones de paz. Izetbegovic me aseguró que él
quería alcanzar un acuerdo pacífico, siempre que
fuera justo para los musulmanes bosnios. Si lo lograban,
quería que yo me comprometiera a enviar a Bosnia tropas de
la OTAN, con participación norteamericana para garantizar
su cumplimiento. Reafirmé mi intención de hacerlo
así.

El 9 de septiembre, Yitzhak Rabin me llamó para
decirme que Israel y la OLP habían alcanzado un acuerdo de
paz. Se había logrado mediante unas conversaciones
secretas entre las partes celebradas en Oslo, de las que se nos
informó poco después de que tomara posesión
del cargo. En un par de ocasiones, cuando las conversaciones
corrían el riesgo de romperse, Warren Christopher se
había encargado, y muy bien, de que continuasen. Las
conversaciones fueron confidenciales, lo que ayudó a los
negociadores a tratar con franqueza los temas más
delicados y a acordar una serie de principios que ambas partes
podían aceptar. La mayor parte del trabajo aún
quedaba para el futuro: colaborar en la tarea inmensamente
difícil de solucionar las cuestiones más espinosas;
insistir en los plazos de la implementación y obtener
dinero para financiar los costes del acuerdo, que iban desde
proporcionar mayor seguridad a Israel hasta fondos para el
desarrollo económico y el traslado de los refugiados,
pasando por compensaciones para los palestinos. Yo había
recibido señales alentadoras de apoyo financiero por parte
de otros países, entre ellos Arabia Saudí, donde el
rey Fand, aunque aún estaba furioso con Yasser Arafat por
su apoyo a Irak durante la guerra del Golfo, estaba a favor del
proceso de paz.

Estábamos aún lejos de una solución
definitiva, pero la Declaración de Principios
constituyó un enorme paso adelante. El 10 de septiembre,
anuncié que los líderes israelí y palestino
firmarían el acuerdo en el Jardín Sur de la Casa
Blanca el lunes 13, y que puesto que la OLP había
renunciado a la violencia y había reconocido el derecho a
la existencia de Israel, Estados Unidos retomaría el
diálogo con ellos. Un par de días antes, la prensa
me preguntó si Arafat sería bienvenido en la Casa
Blanca. Dije que dependía de las partes directamente
implicadas decidir quién sería su representante en
la ceremonia. De hecho, yo quería, sin ninguna duda, que
Rabin y Arafat asistieran en persona, y les exhorté a que
lo hicieran. Si no, nadie en la región creería en
su compromiso de implementar los principios del acuerdo; en
cambio, si lo hacían, mil millones de personas en todo el
mundo les verían por televisión, y ellos
abandonarían la Casa Blanca aún más
comprometidos con la paz de lo que lo estaban a su llegada.
Cuando Arafat dijo que asistiría, le volví a pedir
a Rabin que viniera. Aceptó, aunque con
reservas.

En retrospectiva, la decisión de ambos
líderes de asistir puede parecer fácil. En aquel
momento, era una apuesta tanto para Rabin como para Arafat, que
no podían estar seguros de la reacción de sus
respectivos pueblos. Aun si una mayoría del electorado les
apoyaba, los extremistas en ambos lados por fuerza se
enfurecerían ante los compromisos que se habían
adoptado en la Declaración de Principios sobre algunos
temas fundamentales. Rabin y Arafat demostraron ambos tener una
gran visión política y mucho valor, cuando
aceptaron asistir y pronunciar algunas palabras. El acuerdo lo
firmarían el Ministro de Asuntos Exteriores, Shimon Peres,
y Mahmoud Abbas, más conocido como Abu Mazen; ambos
habían estado estrechamente implicados en las
negociaciones de Oslo. El secretario Christopher y el Ministro de
Asuntos Exteriores ruso, Andrei Kozyrev, serían testigos
del acuerdo.

La mañana del día en cuestión, la
atmósfera de la Casa Blanca estaba impregnada de
animación así como de tensión.
Habíamos invitado a más de dos mil quinientas
personas al acto, de cuya organización se habían
encargado George Stephanopoulos y Rahm Emanuel. Me alegraba
especialmente que Rahm estuviera colaborando en esto, pues
él había estado en el ejército
israelí. El presidente Carter, que había negociado
los acuerdos de Camp David entre Egipto e Israel, estaría
presente; también el presidente Bush, que había
sido el impulsor, junto con Gorbachov, de las conversaciones de
Madrid en 1991, en las que participaron Israel, los palestinos y
los estados árabes. También se invitó al
presidente Ford, pero no pudo llegar a Washington hasta la noche,
y se nos unió durante la cena de celebración. Todos
los ex secretarios de Estado y asesores de seguridad nacional que
habían trabajado por la paz durante los últimos
veinte años fueron invitados. Chelsea se tomó la
mañana libre en la escuela, y también los hijos de
los Gore. Era algo que no querían perderse.

La noche anterior, me había ido a dormir a las
diez, una hora temprana para mí, pero a las tres de la
madrugada me desvelé. Incapaz de conciliar el
sueño, abrí mi Biblia y leí todo el libro de
Josué. Eso me inspiró para reescribir algunos
pasajes de mi discurso y para ponerme una corbata azul con
cuernos de oro, que me recordó a las trompetas que
Josué había soplado para derrumbar las murallas de
Jericó. Ahora esas trompetas anunciarían la llegada
de una paz que devolvería Jericó a los
palestinos.

Tuvimos dos incidentes menores durante la mañana.
Cuando me dijeron que Arafat tenía intención de
aparecer con su atuendo habitual, la kufiya y un uniforme verde
oliva, al que quería añadirle un último
toque con el revólver que solía llevar colgado a la
cintura, me planté y le envié un mensaje en el que
le prohibía que trajera el arma. Estaba allí para
la paz, y una pistola enviaría un mensaje totalmente
equivocado. Le garanticé que estaría a salvo sin
ella. Aceptó venir desarmado. Cuando los palestinos vieron
que en el tratado recibían el nombre de
«delegación palestina», y no OLP,
también se plantaron. Israel estuvo de acuerdo en aceptar
el término que preferían.

Luego estaba la cuestión de si Rabin y Arafat se
darían la mano. Yo sabía que Arafat quería
hacerlo. Antes de llegar a Washington, Rabin dijo que
también lo haría, «de ser necesario»,
pero era evidente que no tenía muchas ganas. Cuando
llegó a la Casa Blanca, saqué a relucir el tema.
Evitó comprometerse y me habló de todos los
jóvenes israelíes que había tenido que
enterrar por culpa de Arafat. Le dije a Yitzhak que si realmente
quería la paz, tendría que estrechar la mano de
Arafat para demostrarlo. «Todo el mundo les estará
observando y esperan ese apretón de manos.» Rabin
suspiró, y con su voz profunda y hastiada, dijo:
«Supongo que uno no acuerda la paz con sus amigos».
«Entonces, ¿lo hará?», le
pregunté. Me replicó casi al instante: «De
acuerdo, de acuerdo. Pero sin besos». El saludo tradicional
árabe era dar un beso en la mejilla, y no quería ni
oír hablar de eso.

Yo sabía que Arafat era muy teatral y que
quizá querría darle un beso a Rabin después
de estrecharle la mano. Habíamos decidido que primero yo
les daría la mano a cada uno y, a continuación,
haría un gesto para acercarles y que se estrecharan la
mano. Estaba seguro de que si Arafat no trataba de besarme,
tampoco lo intentaría con Rabin. Mientras me encontraba en
el Despacho Oval comentándolo con Hillary, George
Stephanopoulos, Tony Lake y Martin Indyk, Tony dijo que
sabía una manera de darle la mano a Arafat y evitar el
beso. Describió el gesto y practicamos. Yo hice de Arafat,
y Tony de mí; me mostró qué debía
hacer. Cuando le di la mano y me adelanté para besarle,
puso su mano izquierda en mi brazo derecho, en el codo doblado, y
apretó; me detuvo instantáneamente. Luego
intercambiamos los papeles y se lo hice a él. Practicamos
un par de veces hasta que me aseguré de que la mejilla de
Rabin permanecería intacta. Todos nos reímos mucho
con eso, pero yo sabía que evitar el beso era algo
tremendamente serio para Rabin.

Minutos antes de la ceremonia, las tres delegaciones se
reunieron en la amplia Sala Oval Azul, en el piso principal de la
Casa Blanca. Los israelíes y los palestinos aún no
se hablaban en público, así que los norteamericanos
iban de un grupo al otro, mientras recorrían la estancia
circular. Parecíamos una pandilla de chicos torpes subidos
a un carrusel que se movía lentamente.

Gracias a Dios, aquello terminó
rápidamente y fuimos al piso de abajo para dar comienzo a
la ceremonia. Todo el mundo salió según el orden
que habíamos establecido y nos dejaron solos a Arafat, a
Rabin y a mí durante un instante. Arafat saludó a
Rabin y le tendió la mano. Las de Yitzhak estaban
firmemente sujetas a su espalda. Dijo lacónicamente:
«Fuera». Arafat se limitó a sonreír y a
asentir para indicar que lo comprendía. Luego Rabin dijo:
«Sabes, vamos a tener que esforzarnos mucho para que esto
funcione». Arafat respondió: «Lo sé, y
estoy dispuesto a hacer mi parte».

Caminamos hacia el exterior; hacía un hermoso
día de finales de verano. Empecé la ceremonia con
una breve bienvenida y unas palabras de agradecimiento, apoyo y
aliento para ambos líderes y su determinación de
alcanzar la «paz de los valientes». Después,
Peres y Abbas pronunciaron un breve discurso y luego se sentaron
para firmar el acuerdo. Warren Christopher y Andrei Kozyrev
actuaron como testigos mientras Rabin, Arafat y yo permanecimos
de pie a la derecha, un poco retirados. Cuando la firma hubo
concluido, todos los ojos se clavaron en ambos líderes,
Arafat a mi izquierda y Rabin a mi derecha. Estreché la
mano de Arafat, con la maniobra de bloqueo que había
practicado. Luego me giré y le di la mano a Rabin,
después de lo cual di un paso hacia atrás,
dejé libre el espacio que había ocupado y
extendí los brazos para acercarlos. Arafat tendió
su mano hacia Rabin, que aún seguía algo reacio.
Cuando Rabin extendió la suya, pudo oírse
cómo la multitud profería una discreta
exclamación de asombro, seguida por un estruendoso
aplauso, cuando el apretón de manos, sin beso,
terminó. Todo el mundo lo celebró, excepto los
manifestantes del núcleo duro en Oriente Próximo,
que incitaban a la violencia, y algunos delante de la Casa Blanca
que afirmaban que estábamos poniendo en peligro la
seguridad de Israel.

Después del apretón de manos, Christopher
y Kozyrev hicieron unos breves comentarios y luego Rabin se
acercó al micrófono. Sonaba como un profeta del
Antiguo Testamento cuando habló en inglés,
dirigiéndose a los palestinos: «Estamos destinados a
convivir en el mismo suelo y en la misma tierra. Nosotros, los
soldados que hemos regresado de las batallas teñidos de
sangre…, os decimos hoy, con voz alta y clara: basta ya de
sangre y de lágrimas. ¡Bastal… Nosotros somos
personas, igual que lo sois vosotros, gente que quiere construir
un hogar, plantar un árbol, amar y vivir a vuestro lado
con dignidad, con nuestras afinidades como seres humanos, y como
hombres libres». Luego, citando el libro de Koheleth, que
los cristianos llaman Eclesiástes, Rabin dijo: «Hay
un momento oportuno para todo y un tiempo para cada cosa bajo el
sol… un tiempo para nacer y un tiempo para morir; un tiempo
para matar y un tiempo para sanar; un tiempo para la guerra y un
tiempo para la paz. Ha llegado el tiempo para la paz». Fue
un discurso magnífico. Lo había utilizado para
tender la mano a sus adversarios.

Cuando llegó el turno de Arafat, él
utilizó otro enfoque. Ya había tendido su mano a
los israelíes, con sonrisas, gestos amigables y su ansioso
apretón de manos. Ahora, con su voz rítmica y
cantarina, habló a su gente en árabe, contando
cuáles eran sus esperanzas respecto al proceso de paz y
reafirmando la legitimidad de sus aspiraciones. Como Rabin,
promovía la paz, pero con matices: «Nuestro pueblo
no considera que ejercer su derecho a la autodeterminación
constituya una violación de los derechos de nuestros
vecinos o un ataque a su seguridad. Más bien pensamos que
poner fin al sentimiento de haber sido maltratados y de sufrir
una injusticia histórica es la garantía más
fuerte de alcanzar la coexistencia y la transparencia en las
relaciones entre nuestros pueblos y las futuras
generaciones».

Arafat había optado por hacer gestos generosos
para dirigirse a los israelíes, y emplear palabras duras
para tranquilizar a los escépticos que había entre
los suyos. Rabin lo había hecho a la inversa. Había
sido sincero y auténtico en su discurso para los
palestinos y ahora utilizaba el lenguaje corporal para
tranquilizar a los que, en Israel, dudaban del proceso. Durante
todo el tiempo que duró el discurso de Arafat,
parecía incómodo y escéptico, tan inquieto
que daba la impresión de estar realmente impaciente por
irse. Sus distintas tácticas, yuxtapuestas, fueron
fascinantes y muy reveladoras; tomé nota, mentalmente,
para tenerlo en cuenta en mis futuras negociaciones con ellos.
Pero no debería haberme preocupado. Al poco tiempo, Rabin
y Arafat desarrollaron una extraordinaria relación de
colaboración, un tributo del respeto que Arafat
sentía por Rabin y una muestra de la asombrosa capacidad
del dirigente israelí para comprender el funcionamiento de
la mente de Arafat.

Cerré la ceremonia rogando a los descendientes de
Isaac e Ismael, ambos hijos de Abraham, «Shalom, salaam,
paz», e instándoles a «irse como
artífices de la paz». Después del acto tuve
un breve encuentro con Arafat y un almuerzo privado con Rabin.
Yitzhak estaba agotado tras la larga negociación y la
emotiva ceremonia. Era un giro sorprendente en su azarosa vida,
gran parte de la cual la había pasado vestido de uniforme,
luchando contra los enemigos de Israel, entre ellos Arafat. Le
pregunté por qué había decidido apoyar las
conversaciones de Oslo y el acuerdo resultante. Me
contestó que se había dado cuenta de que el
territorio que Israel llevaba ocupando desde la guerra de 1967 ya
no era necesario para su seguridad, es más, era una fuente
de peligros. Dijo que la intifada que se había desatado
hacía algunos años demostró que ocupar un
territorio lleno de gente furiosa no era ninguna garantía
para la seguridad de Israel, sino que la hacía más
vulnerable a los ataques desde el interior. Luego, durante la
guerra del Golfo, cuando Irak atacó a Israel con misiles
Scud, comprendió que, con el armamento moderno, la tierra
no era ninguna garantía de seguridad contra los ataques
desde el exterior. Finalmente, prosiguió, si Israel
quería quedarse en Cisjordania de forma permanente,
tendría que decidir si debía dejar a los
árabes votar en las elecciones israelíes, como lo
habían hecho los que vivían dentro de las fronteras
anteriores a 1967. Si los palestinos obtenían el derecho
al voto, dada su tasa de natalidad más alta, en unas
décadas Israel ya no sería un estado judío.
Y si se les negaba el derecho al voto, Israel ya no sería
una democracia, sino un estado de apartheid. Por lo tanto,
concluyó, Israel debía abandonar ese territorio,
pero solo si al hacerlo conseguía la paz real y la
normalización de las relaciones con sus vecinos, entre
ellos Siria. Rabin pensaba que podría llegar a un acuerdo
con el presidente sirio Hafez al-Assad más pronto o
más tarde, una vez hubiera terminado el proceso de paz
palestino. Yo también pensaba lo mismo, a tenor de mis
conversaciones con Assad.

A lo largo de los años, el análisis de
Rabin de lo que significa Cisjordania para Israel se
convirtió en una tesis ampliamente aceptada entre los
israelíes a favor de la paz, pero en 1993 era novedoso,
perspicaz y valiente. Yo admiraba a Rabin aun antes de conocerle
en 1992, pero ese día, contemplándole mientras
hablaba en la ceremonia, y escuchando sus argumentos a favor de
la paz, pude ver que poseía una grandeza de
espíritu que le convertía en un dirigente
excepcional. Jamás había conocido a nadie como
él y estaba decidido a ayudarle a hacer realidad sus
sueños de paz.

Después del almuerzo, Rabin y los
israelíes volaron hacia su país para celebrar los
Días Sagrados, y para explicar el acuerdo al Knesset, el
parlamento israelí, con una parada en el camino en
Marruecos, para hablar de él también con el rey
Hassan, que desde hacía tiempo mantenía una postura
moderada respecto a Israel.

Esa noche Hillary y yo ofrecimos una cena de
celebración para unas veinticinco parejas, entre ellas el
presidente Carter y su esposa, el presidente y la señora
Ford y el presidente Bush. También asistieron seis de los
nueve secretarios de Estado que aún vivían, y los
líderes republicanos y demócratas del Congreso. Los
presidentes habían aceptado venir no solo para celebrar el
importante avance en el proceso de paz, sino también para
participar en el lanzamiento público de la campaña
para el TLCAN, que tendría lugar al día siguiente.
Durante la velada les llevé a todos a mi despacho en el
piso de la residencia, donde nos hicimos una fotografía
para conmemorar una ocasión tan especial en la historia de
Norteamérica, en la que cuatro presidentes cenaban juntos
en la Casa Blanca. Después de la cena los Carter y los
Bush aceptaron nuestra invitación a quedarse a pasar la
noche. Los Ford declinaron, por una muy buena razón:
habían reservado la suite del hotel de Washington en la
que pasaron su noche de bodas.

Al día siguiente seguimos impulsando la paz, pues
los diplomáticos jordanos e israelíes firmaron un
acuerdo que les acercaba a la paz final y unos cientos de
empresarios judíos y árabeamericanos se reunieron
en el Departamento de Estado para comprometerse, en un esfuerzo
conjunto, a invertir en las zonas palestinas donde las
condiciones fueran lo suficientemente pacíficas como para
que pudiera desarrollarse una economía estable.

Mientras, los demás presidentes se unieron a
mí, en la Sala Este de la Casa Blanca, en una ceremonia en
la que firmamos los acuerdos bilaterales del TLCAN. Yo
defendí que el TLCAN sería beneficioso para las
economías de Estados Unidos, Canadá y
México, pues crearía un mercado gigante de casi 400
millones de personas. Además, reforzaría el
liderazgo de Estados Unidos en la zona y en el mundo entero; si
no se aprobaba, aumentaría la posibilidad de que hubiera
una fuga de puestos de trabajo a México, donde los
salarios eran mucho más reducidos. Los aranceles de
México eran dos veces y media superiores a los nuestros y
aun así, junto con Canadá, era el primer comprador
de productos norteamericanos. La mutua retirada progresiva de
aranceles sería una ganancia añadida para
nosotros.

Luego los presidentes Ford, Carter y Bush hablaron a
favor del TLCAN. Todos lo hicieron muy bien, pero Bush fue
especialmente brillante, e ingeniosamente generoso conmigo. Me
felicitó por mi discurso y dijo: «Ahora comprendo
por qué él está dentro, y mirando hacia
fuera, y yo estoy fuera, mirando hacia dentro». Los
presidentes ofrecieron a esta campaña la seriedad de los
dos partidos del país; y necesitábamos toda la
ayuda que nos pudieran prestar. El TLCAN se enfrentaba a una
intensa oposición por parte de una insólita
coalición de demócratas progresistas y republicanos
conservadores que compartían el temor de que una
relación más abierta con México costara a
Estados Unidos puestos de trabajo de calidad, sin que por ello se
ayudara a los mexicanos de a pie; éstos, a su vez,
creían que seguirían recibiendo salarios más
bajos por una carga laboral más alta, sin importar el
dinero que sus jefes ganaran comerciando con Estados Unidos. Yo
era consciente de que quizá tenían razón en
lo segundo, pero creía que el TLCAN era esencial, no
solamente para nuestras relaciones con México y
Latinoamérica, sino también para nuestro compromiso
de construir un mundo más cooperativo e
integrado.

Aunque cada vez estaba más claro que no se
lograría votar la reforma sanitaria hasta el año
siguiente, aún teníamos que enviar nuestra
propuesta de ley a Capitol Hill para que el proceso legislativo
pudiera comenzar. Al principio, nos planteamos la idea de enviar
únicamente un resumen de la propuesta a los comités
jurisdiccionales y dejar que ellos redactaran el texto en
sí, pero Dick Gephardt y otros insistieron en que
tendríamos más posibilidades de éxito si
empezábamos con una propuesta de legislación
concreta. Después de una reunión con los
líderes del Congreso en la Sala del Gabinete, propuse a
Bob Dole que colaboráramos en esta cuestión. Lo
hice porque a Dole y a su jefe de gabinete, una notable enfermera
llamada Sheila Burke, les importaba de veras la sanidad y, en
cualquier caso, si yo terminaba presentando una propuesta que no
le gustara, él podría obstruirla indefinidamente.
Dole rechazó la idea de trabajar en la redacción de
una propuesta conjunta y me dijo que yo debía preparar mi
propio texto y que ya llegaríamos a un compromiso
más tarde. Quizá lo creía cuando lo dijo,
pero desde luego no fue eso lo que sucedió
después.

Yo tenía que presentar el plan de sanidad en una
sesión conjunta del Congreso el 22 de septiembre. Me
sentía optimista. Esa mañana había firmado
la ley de creación de los AmeriCorps, el programa de
servicio nacional, una de mis prioridades personales más
importantes. También nominé a Eli Segal, que se
había encargado de que la propuesta se aprobara en el
Congreso, el primer presidente ejecutivo de la Corporación
para el Servicio Nacional. Entre los asistentes a la ceremonia de
la firma, en el Jardín Sur de la Casa Blanca, había
jóvenes que habían respondido a mi llamamiento para
dedicarse a los servicios comunitarios ese verano; dos viejos
veteranos del Cuerpo de Conservación Civil de Franklin
Roosevelt, cuyos proyectos aún daban forma al paisaje de
Norteamérica y Sargent Shriver, el primer director de los
Cuerpos de Paz. Sarge tuvo la deferencia de prestarme una de las
plumas estilográficas que el presidente Kennedy
había utilizado treinta y dos años atrás
para firmar la legislación de los Cuerpos de Paz, y yo la
empleé para dar vida a los AmeriCorps. Durante los
siguientes cinco años, casi 200.000 jóvenes
norteamericanos se unieron a las filas de AmeriCorps, una cifra
más alta que los que habían participado en los
cuarenta y cinco años de historia de los Cuerpos de
Paz.

La tarde del día 22 me sentía confiado
mientras avanzaba por el pasillo de la cámara de
representantes. Miré a Hillary, que estaba sentada en la
tribuna con dos de los médicos más famosos de
Estados Unidos, el pediatra T. Berry Brazelton, amigo suyo desde
hacía tiempo, y el doctor C. Everett Koop, que
había sido el Director General de Salud Pública del
presidente Reagan, un cargo desde el que educó a la
nación acerca del SIDA y la importancia de prevenir el
contagio. Tanto Brazelton como Koop eran defensores de la reforma
sanitaria y darían mucha credibilidad a nuestros
esfuerzos.

Mi confianza se esfumó cuando eché un
vistazo al TelePrompTer, donde estaba mi discurso. Es decir,
donde debería haber estado. Pero lo que había en la
pantalla era el principio de mi discurso frente al Congreso sobre
el plan económico, el que había pronunciado en
febrero. El presupuesto ya se había aprobado hacía
un mes, y al Congreso no le hacía ninguna falta volver a
oír aquel discurso. Me volví hacia Al Gore, que
estaba sentado en su puesto, detrás de mí, le
conté el problema y le pedí que llamara a George
Stephanopoulos para que se encargara del solucionarlo. Mientras,
empecé mi discurso. Tenía una copia escrita frente
a mí y sabía qué quería decir, de
modo que no estaba muy preocupado, aunque me distraían un
poco todas aquellas frases irrelevantes pululando por el
TelePrompTer. A los siete minutos, por fin apareció el
texto correcto. No creo que nadie se diera cuenta de la
diferencia, pero a mí me tranquilizó mucho poder
contar con mi muleta electrónica.

Tan sencilla y directamente como pude, expliqué
cuál era el problema (que nuestro sistema sanitario
costaba demasiado y ofrecía cobertura a demasiada poca
gente), y me dispuse a esbozar los principios básicos de
nuestro plan: seguridad, simplicidad, ahorro, elección,
calidad y responsabilidad. Todo el mundo tendría derecho a
cobertura sanitaria, mediante aseguradoras privadas, y ese
derecho no se perdería durante una baja por enfermedad o
por un cambio de trabajo. Se reduciría la burocracia
porque instauraríamos un seguro médico con un
paquete mínimo de condiciones; también
podríamos recortar gastos reduciendo los costes
administrativos, que eran notablemente más elevados que
los de otras naciones industrializadas. Además,
seríamos más duros con el fraude y el abuso.
Según el doctor Koop, eso podía ahorrarnos decenas
de miles de millones de dólares.

Con nuestra reforma, los norteamericanos podrían
elegir su propio seguro médico y conservar sus propios
doctores, una elección que cada vez estaba al alcance de
menos ciudadanos; las organizaciones sanitarias eran las que
gestionaban los seguros, y trataban de contener sus gastos
restringiendo la libertad de elección de los pacientes y
realizando interminables comprobaciones antes de autorizar
tratamientos costosos. La calidad quedaría garantizada
mediante la emisión de boletines de valoración que
se darían a los consumidores de los planes sanitarios;
además, proporcionarían más
información a los médicos. Se exigiría
responsabilidad a todos los niveles. En ese sentido, se
contemplaba emprender las actuaciones pertinentes contra las
compañías aseguradoras que, de mala fe, negaran
tratamientos; contra los médicos y suministradores que
inflaran sus facturas; contra las compañías
farmacéuticas que sobrecargaran el precio de sus
productos; contra los abogados que impulsaran demandas falaces y
contra los ciudadanos cuyas elecciones irresponsables
perjudicaran su salud y generaran costes para todos los
demás.

Propuse que todos los empleadores garantizaran una
cobertura sanitaria, como ya estaban haciendo casi un 75 por
ciento de ellos, y que se aplicara un gran descuento a los
propietarios de pequeñas y medianas empresas que, de otro
modo, no podrían costear el seguro médico de sus
trabajadores. El subsidio se financiaría mediante un
aumento en el impuesto sobre el tabaco. Los trabajadores
autónomos podrían deducir todos los costes de sus
seguros médicos de su base fiscal.

Si se hubiera aprobado el sistema que propuse, se
habría reducido la inflación de los costes
sanitarios, se habría repartido la carga de la
financiación de la sanidad de una forma más justa y
se habría garantizado cobertura sanitaria a millones de
norteamericanos que no la tenían. Además, hubiera
puesto punto final a las terribles injusticias de los casos con
los que yo me había encontrado personalmente, como el de
una mujer que tuvo que abandonar un trabajo con un salario de
50.000 dólares anuales, con el que criaba a sus seis
hijos, porque el más pequeño estaba tan enfermo que
ella perdió su seguro médico; el único modo
para que aquella madre obtuviera cobertura sanitaria para su hijo
era ir a la asistencia social e inscribirse en Medicaid. O el
caso de una pareja joven con un niño enfermo, cuyo
único seguro médico procedía del empleador
de uno de los padres, una pequeña organización no
lucrativa con veinte empleados. El tratamiento del niño
era tan caro que la aseguradora de la organización le dio
a elegir entre despedir a la empleada o subir el coste de los
seguros médicos de los demás empleados en 200
dólares. Francamente, yo creía que Estados Unidos
merecía algo mejor que eso.

Hillary, Ira Magaziner, Judy Feder y todos los que
colaboraron con ellos diseñaron un plan que
podíamos poner en práctica a la vez que
reducíamos el déficit. Y contrariamente a como
más tarde se describió, generalmente los expertos
en sanidad lo elogiaron y lo calificaron de moderado y factible.
Desde luego no era una absorción gubernamental del sistema
sanitario, como algunos críticos llegaron a decir, pero
eso es otra historia y vino luego. La noche del día 22 yo
estaba bastante contento porque el TelePrompTer funcionaba otra
vez.

Hacia finales de septiembre, Rusia volvió a
ocupar los titulares, cuando los miembros del ala dura del
parlamento trataron de deponer a Yeltsin. Su reacción fue
disolver el parlamento y convocar nuevas elecciones para el 12 de
diciembre. Nosotros aprovechamos la crisis para aumentar el
paquete de ayudas a Rusia, que se aprobó el 30 de
septiembre en una votación en el Congreso que ganamos por
321 votos contra 108, y en el Senado, por 87 contra
11.

El domingo 3 de octubre, el conflicto entre Yeltsin y
sus oponentes reaccionarios en la Duma degeneró en una
batalla campal en las calles de Moscú. Grupos armados, con
banderas rojas con la hoz y el martillo y fotografías de
Stalin, dispararon lanzagranadas contra el edificio en el que se
encontraban una serie de televisiones rusas. Otros líderes
reformistas de países ex comunistas, como Václav
Havel, emitieron un comunicado de apoyo a Yeltsin; yo
también hice uno en el que declaraba a los periodistas que
era obvio que los oponentes de Yeltsin habían
desencadenado el estallido de violencia, y que éste se
«había esforzado muchísimo» para evitar
un excesivo uso de la fuerza. También dije que Estados
Unidos le apoyaría a él y a su propuesta de
celebrar unas elecciones parlamentarias libres y justas. Al
día siguiente las fuerzas armadas rusas bombardearon el
edificio parlamentario y amenazaron con asaltarlo, para obligar a
los líderes de la rebelión a entregarse. A bordo
del Air Force One, de camino a California, llamé a Yeltsin
para expresarle mi apoyo.

Los enfrentamientos en las calles de Moscú fueron
la noticia más destacada de aquella noche en los hogares
de todo el mundo, pero en Estados Unidos era una historia
distinta la que ocupaba el interés de los espectadores,
una noticia que marcó uno de los días más
negros de mi presidencia e hizo famosa la expresión
«Black Hawk Derribado».

En diciembre de 1992, el presidente Bush, con mi apoyo,
había enviado tropas norteamericanas a Somalia para ayudar
a Naciones Unidas, después de que más de 350.000
somalíes hubieran muerto en una sangrienta guerra civil
que dejó a su paso hambruna y epidemias. En aquel momento,
el asesor de seguridad nacional de Bush, el general Brent
Scowcroft, le dijo a Sandy Berger que volverían a casa
antes de mi investidura. Pero no fue así, porque en
Somalia no había ningún gobierno al frente del
país y, sin la presencia de nuestras tropas, los matones
armados habrían robado los suministros y la ayuda
humanitaria de Naciones Unidas, lo que habría provocado
aún más hambre. Durante los meses siguientes,
Naciones Unidas envió unos 20.000 efectivos, y redujimos
la presencia norteamericana a un poco más de 4.000
soldados, de los 25.000 que habíamos tenido.
Después de siete meses, los campos volvían a dar
frutos, el hambre había desaparecido, los refugiados
volvían a sus hogares, las escuelas y hospitales
reabrían sus puertas y se había creado una fuerza
policial. Muchos somalíes estaban inmersos en un proceso
de reconciliación nacional que impulsaba a su país
hacia la democracia.

Entonces, en junio, la tribu del señor de la
guerra somalí, Mohammed Aidid, mató a veinticuatro
paquistaníes miembros de las fuerzas de paz. Aidid, cuyos
mercenarios controlaban buena parte de la ciudad de Mogadiscio,
la capital, y al que no le gustaba el proceso de
reconciliación, quería controlar el país y
pensaba que para lograrlo tenía que echar a Naciones
Unidas. Después del asesinato de los paquistaníes,
el secretario general Boutros-Ghali y su representante para
Somalia, un almirante norteamericano retirado llamado Jonathan
Howe, decidieron que había que ir a por Aidid;
creían que la misión de Naciones Unidas no
podría tener éxito a menos que se le llevara ante
un tribunal. Puesto que Aidid estaba fuertemente protegido por un
ejército muy bien armado, Naciones Unidas no podía
capturarle, así que pidió ayuda a Estados Unidos.
El almirante Howe, que había sido adjunto militar de Brent
Scowcroft en la Casa Blanca bajo el mandato de Bush,
pensó, especialmente después de la muerte de los
paquistaníes, que arrestar a Aidid y llevarlo ante un
tribunal era el único modo de poner fin a los conflictos
tribales que mantenían a Somalia en la violencia, el
fracaso y el caos.

Unos días antes de jubilarse de presidente de la
Junta de Jefes del Estado Mayor, Colin Powell fue a verme para
recomendarme que aprobara una ayuda norteamericana para capturar
a Aidid, aunque su opinión era que teníamos un 50
por ciento de posibilidades de apresarlo y un 25 por ciento de
que huyera con vida. Aun así, argumentó, no
podíamos comportarnos como si no nos importara que Aidid
hubiera matado a fuerzas de Naciones Unidas, que estaban en esto
con nosotros. Las repetidas ocasiones en que la
organización había tratado de detener a Aidid
—sin éxito— no habían hecho más
que aumentar el prestigio de éste y empañado la
naturaleza humanitaria de la misión de Naciones Unidas. Yo
estaba de acuerdo con él.

El comandante norteamericano de los Rangers era el
general de división William Garrison. La Décima
División de Montaña del ejército, destacada
en Fort Drum, Nueva York, también tenía soldados en
Somalia, a cargo del comandante general de las fuerzas
norteamericanas que se encontraban allí, el general Thomas
Montgomery. Ambos respondían frente al general de marines
Joseph Hoar, comandante del centro de mando de Estados Unidos en
la base de las fuerzas aéreas de MacDill, en Tampa,
Florida. Yo conocía a Hoar y confiaba mucho en su buen
juicio y su capacidad.

El 3 de octubre, basándose en un soplo que
decía que dos de los ayudantes de confianza de Aidid
estaban en el barrio de Mogadiscio llamado «Mar
Negro», controlado por Aidid, el general de división
Garrison ordenó a los Rangers del ejército que
asaltaran el edificio donde se suponía que estaban los dos
hombres. Volaron hacia Mogadiscio en helicópteros Black
Hawk a plena luz del día, lo cual era mucho más
arriesgado que si se hubiera hecho de noche. Gracias a los
instrumentos de visión nocturna, los helicópteros y
las tropas cuentan con la misma capacidad operativa que durante
el día, pero son menos detectables. Garrison
decidió correr ese riesgo porque sus hombres habían
llevado a cabo tres operaciones anteriores de día sin
mayores problemas.

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