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Análisis del libro "MI vida (parte II)" de Williams Bill Clinton (página 5)



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Los Rangers asaltaron el edificio y capturaron a los
lugartenientes de Aidid y a algunos otros jefes menos
importantes. Pero luego el asalto se torció. Las fuerzas
de Aidid contraatacaron y abatieron a dos Black Hawks. El piloto
del primer helicóptero quedó atrapado en los restos
del aparato. Los Rangers no querían abandonarle:
jamás abandonan a sus hombres en el campo de batalla,
vivos o muertos. Cuando volvieron a entrar, empezaron los fuegos
artificiales de verdad. Al poco rato, noventa soldados
norteamericanos rodeaban el helicóptero y se enfrentaban a
cientos de somalíes que les disparaban sin cesar.
Finalmente, la fuerza de despliegue rápido del general
Montgomery entró en combate, pero la resistencia
somalí fue suficientemente fuerte para impedir que la
operación de rescate pudiera completarse a lo largo de
toda una noche. Cuando la batalla terminó, habían
muerto diecinueve norteamericanos y había docenas de
heridos. El piloto de Black Hawk, Mike Durant, había sido
capturado. Más de quinientos somalíes murieron y
más de mil fueron heridos. Un grupo de somalíes
enfurecido arrastró el cuerpo sin vida del jefe de
tripulación del Black Hawk por las calles de
Mogadiscio.

Los ciudadanos norteamericanos se sentían
ultrajados y atónitos. ¿Cómo era posible que
nuestra misión humanitaria se hubiera convertido en una
lucha obsesiva contra Aidid? ¿Por qué
obedecían las fuerzas norteamericanas las órdenes
de Boutros-Ghali y del almirante Howe? El senador Robert Byrd
reclamó el final de las «operaciones de
policías y ladrones». El senador John McCain dijo:
«Clinton debe traerlos de vuelta a casa». El
almirante Howe y el general Garrison querían perseguir a
Aidid; de acuerdo con sus fuentes en Mogadiscio, muchos de sus
aliados tribales habían huido de la ciudad, y no faltaba
demasiado para completar la misión.

El día 6, convoqué a nuestro equipo de
seguridad nacional en la Casa Blanca. Tony Lake también
trajo a Robert Oakley, que había sido el civil
norteamericano de más alto rango en Mogadiscio desde
diciembre hasta marzo. Oakley creía que Naciones Unidas, y
también su viejo amigo el almirante Howe, habían
cometido un error aislando a Aidid del proceso político y
obsesionándose con su captura. Por extensión,
estaba en desacuerdo con nuestra decisión de tratar de
apresar a Aidid para Naciones Unidas.

Yo comprendía al general Garrison y a los hombres
que querían volver para terminar su misión. Las
bajas de nuestros soldados me ponían enfermo y
quería que Aidid pagara por lo que había hecho. Si
intentar capturarle había costado diecinueve muertos y
ochenta y cuatro heridos norteamericanos, ¿no valía
la pena terminar lo que habíamos empezado? El problema de
esa argumentación era que si volvíamos y
capturábamos a Aidid, vivo o muerto, entonces
seríamos nosotros quienes estaríamos a cargo de
Somalia, y no había ninguna garantía de que
pudiéramos reconstruirla políticamente mejor de lo
que Naciones Unidas lo había hecho. El desarrollo de los
acontecimientos demostró la validez de esa
reflexión: Aidid murió de causas naturales en 1996,
y Somalia siguió dividida. Además, el Congreso no
apoyaba que desempeñáramos un papel más
importante en Somalia, como descubrí durante una
reunión con algunos de sus miembros en la Casa Blanca. La
mayoría me pidieron que retirara nuestras fuerzas. Yo no
estaba en absoluto de acuerdo y al final llegamos al compromiso
de un período de transición de seis meses. No me
importaba enfrentarme al Congreso, pero tenía que pensar
en las consecuencias de cualquier acción que pudiera
dificultar la obtención de la autorización del
Congreso para enviar tropas norteamericanas a lugares como Bosnia
y Haití, donde teníamos muchos más intereses
en juego.

Al final, acepté enviar a Oakley con la
misión de que negociara con Aidid la liberación de
Mike Durant, el piloto capturado. Sus instrucciones eran claras:
Estados Unidos no tomaría represalias si se liberaba
inmediata e incondicionalmente a Durant. No lo
intercambiaríamos por los prisioneros que
acabábamos de capturar. Oakley entregó el mensaje y
Durant fue liberado. Reforcé nuestros efectivos,
fijé una fecha para su retirada y di seis meses más
a Naciones Unidas para que estableciera un sistema de control en
la zona o reconstruyera una organización política
somalí eficaz. Después de la liberación de
Durant, Oakley entabló negociaciones con Aidid y
finalmente obtuvo una tregua provisional.

La batalla de Mogadiscio me atormentaba. Creía
saber cómo se sintió el presidente Kennedy
después de lo sucedido en la Bahía de Cochinos. Era
responsable de una operación que había aprobado en
general, pero de la que desconocía los detalles. A
diferencia de la Bahía de Cochinos, no era un fracaso en
el sentido estrictamente militar. El equipo de Rangers
había arrestado a los lugartenientes de Aidid
después de aterrizar en mitad de Mogadiscio a plena luz
del día, de realizar una misión compleja y
difícil y de soportar bajas inesperadas con valor y
habilidad. Pero esas bajas conmocionaron a Estados Unidos, y la
batalla en la que se produjeron no era coherente con los
objetivos más amplios de nuestra misión humanitaria
y la de Naciones Unidas.

Lo que más me torturaba era que cuando di mi
aprobación para que se emplearan fuerzas norteamericanas
en la captura de Aidid, jamás me imaginé que
asaltarían de día un barrio habitado y hostil.
Supuse que trataríamos de apresarlo cuando estuviera
desplazándose, lejos de un gran número de civiles y
de la cobertura que eso proporcionaría a sus mercenarios.
Pensé que aprobaba una acción policial hecha por
soldados norteamericanos que tenían mejor entrenamiento,
capacidad y equipamiento que sus homólogos de Naciones
Unidas. Aparentemente, también era eso lo que Colin Powell
pensaba que me estaba pidiendo que aprobara. Cuando hablé
con él sobre este tema, después de salir de la Casa
Blanca y cuando él ya era secretario de Estado, Powell me
dijo que jamás habría aprobado una operación
así a menos que se llevara a cabo de noche. Pero nosotros
no habíamos tratado ese aspecto, y aparentemente nadie
había impuesto ningún parámetro a la gama de
opciones de las que disponía el general Garrison. Colin
Powell se retiró tres días antes del asalto y
aún no se había confirmado a su sustituto, John
Shalikashvili. La operación no la aprobó ni el
general Hoar, en el CentCom, ni el Pentágono. En
consecuencia, en lugar de autorizar una operación policial
agresiva, había dado luz verde a un ataque militar en un
territorio hostil.

En una carta manuscrita que me envió el
día después de la batalla, el general Garrison
asumió plena responsabilidad por su decisión de
seguir adelante con el ataque y explicó las razones que
habían motivado aquella decisión: los informes de
los que disponía eran excelentes; los soldados
tenían experiencia; la capacidad del enemigo era conocida,
y las tácticas apropiadas; se habían tenido en
cuenta los imprevistos; una fuerza de reacción armada
quizá habría ayudado, pero no habría
reducido el número de bajas norteamericanas, porque los
soldados del equipo no querían dejar atrás a sus
camaradas caídos en combate, uno de los cuales
había quedado atrapado en los restos del aparato abatido.
Garrison terminaba su carta diciendo: «La misión fue
un éxito. Los objetivos fueron capturados y retirados del
edificio… El presidente Clinton y el secretario Aspin deben ser
excluidos de la lista de responsables».

Yo respetaba a Garrison y compartía lo que
decía en su carta, exceptuando ese último punto. No
había ninguna forma de que yo pudiera, o debiera,
apartarme de la «lista de responsables». Creo que el
asalto fue un error, porque, al realizarse durante el día,
subestimó la fuerza y la determinación de las
fuerzas de Aidid y la consiguiente posibilidad de perder uno o
más helicópteros. En tiempo de guerra, quizá
los riesgos habrían sido aceptables. En una misión
de paz, no lo eran, porque el objetivo no era suficientemente
importante como para correr el riesgo de sufrir bajas
significativas y cambiar la naturaleza de nuestra misión a
los ojos tanto de los somalíes como de los
norteamericanos. Arrestar a Aidid y a sus lugartenientes porque
las fuerzas de Naciones Unidas no podían hacerlo,
tenía que ser una prioridad secundaria en nuestras
actividades en la zona, no el principal objetivo. Valía la
pena intentarlo en las circunstancias adecuadas, pero cuando di
mi consentimiento a la recomendación del general Powell,
también debería haber solicitado una
aprobación previa por parte del Pentágono y de la
Casa Blanca para una operación de esta magnitud. Desde
luego, no culpo al general Garrison, un excelente soldado cuya
carrera se vio injustamente perjudicada. La decisión que
tomó, dadas sus instrucciones, era defendible. Las
implicaciones más amplias de la misma deberían
haberse determinado a niveles más altos del
escalafón.

Durante las semanas siguientes, visité a algunos
de los heridos en el hospital militar Water Reed, y mantuve dos
emotivos encuentros con las familias de los soldados que
habían perdido la vida. En uno de ellos, dos padres,
atormentados, me hicieron preguntas muy duras, Larry Joyce y Jim
Smith, un ex Ranger que había perdido una pierna en
Vietnam. Querían saber en nombre de qué
habían muerto sus hijos y por qué habíamos
cambiado de opinión. Cuando concedí la Medalla de
Honor póstuma a los francotiradores de los Delta, Gary
Gordon y Randy Shugart, por su heroísmo tratando de salvar
a Mike Durant y a su tripulación del helicóptero,
sus familias aún estaban transidas por el dolor. El padre
de Shugart estaba furioso conmigo y me dijo, enfadado, que no
estaba calificado para ser Comandante en Jefe. Después del
precio que había pagado, podía decir lo que
quisiera por lo que a mí respectaba. Ignoraba si opinaba
aquello porque yo no había ido a Vietnam, porque
había dado luz verde a la operación o porque me
había negado a perseguir a Aidid después del 3 de
octubre. A pesar de todo, yo no creía que los beneficios
estratégicos, políticos o emocionales de capturar o
matar a Aidid justificaran más pérdidas de vidas
humanas de ninguno de ambos lados o una transferencia de mayor
responsabilidad en el futuro de Somalia de Naciones Unidas a
Estados Unidos.

Después de Black Hawk Derribado, siempre que
aprobaba un despliegue de fuerzas, exigía más
información de los riesgos que comportaba y dejé
mucho más claro qué clase de operaciones
tenían que aprobarse en Washington. La lección de
Somalia no cayó en saco roto para los estrategas militares
que planearon nuestras acciones en Bosnia, Kosovo,
Afganistán y otros puntos conflictivos del mundo que
había nacido tras la Guerra Fría; un mundo en el
que Estados Unidos recibía a menudo peticiones de detener
una violencia atroz, y demasiadas veces se esperaba que lo
hiciera sin pérdida de vidas humanas de nuestras fuerzas o
de nuestros adversarios. El reto de enfrentarse a problemas
delicados como Somalia, Haití y Bosnia inspiró una
de las mejores frases de Tony Lake: «A veces echo mucho de
menos la Guerra Fría».

Treinta y
seis

Pasé casi todo el resto de octubre haciendo
frente a las repercusiones del incidente de Somalia y esquivando
los intentos del Congreso de limitar mi capacidad para enviar
tropas norteamericanas a Haití y a Bosnia.

Por fin, el día 26 tuvimos un momento alegre con
la celebración del primer cumpleaños de Hillary en
la Casa Blanca. Fue una fiesta de disfraces sorpresa. Su equipo
lo había organizado todo para que nos vistiéramos
como James y Dolley Madison. Cuando volvió, después
de una larga jornada dedicada a su trabajo en la reforma
sanitaria, la llevaron al piso superior, en una Casa Blanca
totalmente a oscuras, donde descubrió su traje. Cuando
bajó a la planta principal, maravillosa con su traje de
época y su peluca, me encontró también
ataviado con una peluca y unas medias coloniales, y a algunos
miembros de su equipo vestidos como ella en todas sus variantes:
con distintos peinados y en distintos papeles, desde la defensora
de la sanidad hasta el ama de casa con sus galletas y su
té. Como yo ya tenía el pelo canoso, la peluca me
quedaba muy bien, pero tenía un aspecto un poco
ridículo con las medias.

Al día siguiente, vestidos con ropa normal,
entregamos personalmente nuestro proyecto de ley sobre la sanidad
al Congreso. Hillary había estado informando a miembros
del Congreso de ambos partidos, y sus reacciones habían
sido espléndidas. Muchos republicanos habían
alabado nuestros esfuerzos, y el senador John Chafee de Rhode
Island, representante de los republicanos en el Senado, dijo que
pese a que discrepaba en algunos aspectos de nuestro plan,
pensaba que podíamos trabajar juntos para lograr un
compromiso satisfactorio. Empezaba a creer que realmente
podríamos tener un debate honesto del que podría
salir algo muy parecido a la cobertura universal.

Nuestros detractores se lo pasaron en grande con la
extensión de la propuesta, que era de 1.342
páginas. Cada año el Congreso aprueba leyes de
más de mil páginas que tratan temas mucho menos
complejos y profundos. Además, las leyes y reglamentos que
nuestra propuesta derogaría sumaban muchas más
páginas todavía. Todo el mundo en Washington lo
sabía, pero el pueblo norteamericano no. La
extensión de la ley añadió credibilidad a
los eficaces anuncios que las compañías de seguros
médicos ya emitían en contra de nuestro plan. En
ellos se veía a dos actores, que representaban a una
pareja normal llamados Harry y Louise, y que hablaban,
resignados, de su temor acerca de que el gobierno les
«obligara a elegir entre unos pocos seguros médicos
diseñados por burócratas». Los anuncios eran
absolutamente engañosos, pero astutos, y los vio mucha
gente. De hecho, los costes burocráticos que las
compañías de seguros médicos imponían
eran una de las razones por las que los norteamericanos pagaban
más por la sanidad, pero aún no disfrutaban de la
cobertura sanitaria universal que los ciudadanos de todas las
demás naciones prósperas consideraban como un
derecho garantizado. Las compañías de seguros
médicos querían conservar los beneficios de un
sistema injusto e ineficaz, y explotar el conocido escepticismo
de los norteamericanos acerca de cualquier iniciativa
gubernamental de importancia era la mejor manera de
lograrlo.

A principios de noviembre, el Congressional
Quarterly
informó de que yo tenía el
índice más alto de éxitos en el Congreso que
cualquier presidente durante su primer año desde
Eisenhower, en 1953. Habíamos aprobado el plan
económico, reducido el déficit y puesto en
práctica muchas de mis promesas electorales, incluido el
aumento de la rebaja fiscal del impuesto sobre la renta, las
zonas de desarrollo, una rebaja fiscal para las rentas de capital
de las pequeñas y medianas empresas, la iniciativa de la
inmigración infantil y la reforma de los sistemas de
préstamos estudiantiles. El Congreso también
había aceptado el servicio nacional, el paquete de ayudas
a Rusia, la ley del «votante conductor» y la ley de
baja médica y familiar. Ambas cámaras habían
aprobado mi ley contra la criminalidad, que empezaría a
financiar el despliegue de más de 100.000 agentes
comunitarios, los que había prometido durante la
campaña. Con las reformas económicas, se
habían conseguido ya más nuevos puestos de trabajo
en el sector privado que el total de empleos creados en los
últimos cuatro años juntos. Los tipos de
interés seguían bajos y las inversiones
aumentaban.

El lema de campaña de Al Gore se estaba
convirtiendo en realidad. Ahora todo lo que tenía que
estar alto lo estaba, y todo lo que tenía que estar bajo
también lo estaba, con una gran excepción: a pesar
de estos éxitos, mi índice de popularidad
seguía bajo. El 7 de noviembre, en un especial de Meet
the Press
con motivo del cuarenta y seis aniversario del
programa, concedí una entrevista a Tim Russert y Tom
Brokaw. Russert me preguntó por qué mi popularidad
había descendido. Le dije que no lo sabía, aunque
tenía algunas ideas al respecto.

Unos días atrás, había leído
una lista de nuestros éxitos a un grupo de Arkansas que me
visitaba en la Casa Blanca. Cuando terminé, uno de mis
conciudadanos de estado dijo: «Pues debe de haber una
conspiración para que esto quede en secreto, porque
nosotros no nos enteramos de nada». Parte del error era
mío. Tan pronto como terminaba algo, me ponía manos
a la obra en la siguiente tarea, sin hacer ningún tipo de
seguimiento sobre la información que recibía el
público. En política, si tú no haces sonar
la trompeta, nadie lo hace por ti. Otra parte del problema era la
constante intromisión de crisis, como la de Haití y
Somalia. También estaba, claro, la propia naturaleza de la
cobertura periodística que me habían dado. El corte
de pelo, la Oficina de Viajes, las noticias acerca del personal
de la Casa Blanca y de nuestro proceso de toma de decisiones se
transmitían, en mi opinión, de forma errónea
o exagerada.

Hacía unos meses, una encuesta nacional
mostró que yo había recibido una cobertura
periodística negativa inusitadamente alta. Parte del
problema me lo había buscado yo, por no haber sabido
llevar bien las relaciones con la prensa al principio. Y
quizá la prensa, que tan a menudo se considera
progresista, era de hecho más conservadora que yo, al
menos en lo relativo a cambiar el modo en que se suponía
que funcionaban las cosas en Washington. Sin duda tenía
otro concepto de qué era importante. Además, muchos
de los periodistas que cubrían la información de la
Casa Blanca eran muy jóvenes; trataban de abrirse paso en
un sistema de cobertura periodística que está en
marcha las veinticuatro horas del día, en el que cada
noticia debe tener un enfoque político agresivo y en un
entorno en el que los compañeros no te felicitan por las
noticias positivas. Esto era casi inevitable en un sector donde
la prensa escrita y las cadenas de noticias se enfrentaban a la
competencia de los canales por cable, y donde las diferencias
entre prensa tradicional, tabloides, publicaciones partidistas y
programas sobre política en radio y televisión se
confundían.

También había que reconocerles a los
republicanos su parte de mérito en el hecho de que mi
índice de popularidad fuera peor que mi gestión:
habían sido muy eficaces en sus constantes ataques y
habían impuesto sus opiniones negativas sobre la reforma
sanitaria y el plan económico. Además,
habían explotado a fondo mis errores. Desde que
había salido elegido, los republicanos habían
ganado las elecciones especiales al Senado en Texas y en Georgia,
los puestos de gobernador en Virginia y en New Jersey y las
alcaldías de Nueva York y Los Angeles. En cada caso, el
resultado se debió a factores locales decisivos, pero sin
duda mi influencia no era precisamente positiva. La gente
todavía no notaba la recuperación de la
economía, y la vieja retórica antigubernamental y
contra los impuestos aún daba mucho juego. Finalmente,
algunas de las cosas que tratábamos de sacar adelante, y
que ayudarían a millones de norteamericanos, eran o bien
demasiado complejas para entenderlas fácilmente, como la
rebaja fiscal del impuesto sobre la renta, o demasiado
polémicas para evitar que fueran políticamente
perjudiciales, incluso cuando eran buenas medidas
políticas.

Noviembre ofreció dos ejemplos de medidas
políticas sólidas y estilos de política
cuestionables. Después de que Al Gore superara claramente
a Ross Perot en un debate televisivo que tuvo una gran audiencia,
sobre el TLCAN, el Congreso aprobó la propuesta por 234 a
200 votos. Tres días más tarde, el Senado
siguió sus pasos y votó a favor por 61 contra 38.
Mark Gearan informó a la prensa de que Al y yo
habíamos llamado o visto a más de doscientos
miembros del Congreso y que el gabinete había hecho unas
novecientas llamadas. El presidente Carter también
colaboró y estuvo llamando a los miembros del Congreso
todo el día durante una semana. También tuvimos que
pactar en una serie de cuestiones; el esfuerzo para presionar a
favor del TLCAN se parecía mucho más a cómo
se hace una salchicha de lo que ya lo había parecido la
batalla por el presupuesto. Bill Daley y todo nuestro equipo
habían logrado una gran victoria política y
económica para Estados Unidos pero, como en el
presupuesto, costó muy caro, pues dividió a nuestro
partido en el Congreso y enfureció a muchos de nuestros
seguidores más fieles en los sindicatos.

La Ley Brady también se aprobó en
noviembre, después de que los republicanos del Senado
retiraran una maniobra obstruccionista impulsada por la
Asociación Nacional del Rifle. Cuando firmé la ley,
Jim y Sarah Brady estaban presentes. Desde que Jim salió
herido cuando John Hinckley Jr. intentó asesinar al
presidente Reagan, Jim y Sarah se habían embarcado en una
cruzada para aprobar leyes sensatas acerca de la posesión
de armas. Se habían dedicado durante siete años a
impulsar una ley que exigiera un período de espera para
todas las compras de armas, de modo que se pudiera realizar una
verificación del historial del comprador, para detectar
problemas mentales o antecedentes penales. El presidente Bush
había vetado una anterior versión de la Ley Brady a
causa de la fuerte oposición de la ANR, que afirmaba que
violaba el derecho constitucional de poseer y llevar armas. La
ANR creía que ese breve período de espera era una
condición inaceptable para los compradores
legítimos de armas y declaró que se podía
conseguir el mismo resultado aumentando las penalizaciones sobre
las armas ilegalmente adquiridas. La mayoría de
norteamericanos estaban a favor de la Ley Brady, pero una vez se
aprobó, ya no era un tema importante para ellos. Por el
contrario, la ANR estaba decidida a defenestrar a tantos miembros
del Congreso que hubieran votado en contra de sus intereses como
fuera posible. Cuando dejé la presidencia, las
comprobaciones de historial de la Ley Brady habían evitado
que más de 600.000 delincuentes, fugitivos y acosadores
compraran armas, y se habían salvado innumerables vidas.
Pero, como en el caso del presupuesto, puso en peligro a muchos
de los que eran suficientemente valientes para votar a favor,
pues les valió duros ataques que, en algunos casos,
consiguieron el efecto deseado y les hicieron perder el
cargo.

No todas las cosas buenas que hice eran
polémicas. El día 16 firmé la Ley de
Restauración de la Libertad Religiosa, que estaba pensada
para proteger una variedad razonable de expresiones de fe
religiosa en zonas públicas, como escuelas y lugares de
trabajo. La ley revocaba la decisión de 1990 de la Corte
Suprema, que concedía más autoridad a los estados
para regular las expresiones de religiosidad en dichos lugares.
Estados Unidos está lleno de gente profundamente
comprometida con una gran diversidad de creencias. Yo pensaba que
la ley era el punto medio adecuado entre la protección de
los derechos de los creyentes y la necesidad de respetar el orden
público. La impulsaron en el Senado Ted Kennedy y el
republicano Orrin Hatch, de Utah, y se aprobó por 97
contra tres; en el Congreso se aprobó con una
votación de viva voz. Aunque más tarde la Corte
Suprema la revocó, sigo convencido de que era una ley
buena y necesaria.

Siempre pensé que proteger la libertad religiosa
y hacer que la Casa Blanca fuera accesible a todas las
confesiones era una parte importante de mi trabajo. Asigné
un miembro del personal del departamento de comunicación
de la Casa Blanca para que hiciera de puente con las diversas
comunidades religiosas. Asistí a todos y cada uno de los
Desayunos Nacionales de Oración, que se celebran cada
año cuando el Congreso empieza su calendario laboral.
Pronunciaba unas palabras y me quedaba durante todo el acto;
así podía conocer a gente de distintas religiones y
partidos políticos que acudían a rezar para que
Dios nos guiara en nuestra labor. Cada año, cuando el
Congreso reanudaba sus sesiones después del receso de
agosto, celebraba en el comedor oficial un desayuno
multiconfesional que me permitía escuchar las
preocupaciones de los líderes religiosos y compartir las
mías con ellos. Quería mantener las líneas
de comunicación abiertas, incluso con aquellos que estaban
en desacuerdo conmigo, y trabajar con ellos siempre que pudiera
sobre los problemas sociales que teníamos en el
país y sobre las crisis humanitarias que había en
todo el mundo.

Creo firmemente en la separación entre Iglesia y
Estado, pero también creo que ambos hacen valiosas
contribuciones a la fortaleza de nuestra nación, y que en
ocasiones pueden cooperar para el bien común, sin violar
la Constitución. El gobierno es por definición
imperfecto y experimental, siempre un trabajo en permanente
desarrollo. La fe habla a nuestra vida interior, a la
búsqueda de la verdad y a la capacidad del espíritu
para cambiar profundamente y crecer. Los programas
gubernamentales no funcionan tan bien en una cultura que
devalúa la familia, el trabajo y el respeto mutuo. Resulta
difícil vivir según la fe y no seguir las
amonestaciones de las Escrituras de cuidar a los pobres y a los
desamparados, y de «amar al prójimo como a ti
mismo».

Pensé en el papel de la fe en nuestra vida
nacional a mediados de noviembre, cuando viajé a Memphis
para dirigirme a la asamblea del sínodo de la Iglesia de
Dios en Cristo, en la iglesia de Mason Temple. Se habían
producido una serie de noticias sobre la creciente violencia
contra menores en los barrios afroamericanos, y quería
hablar con los ministros y la gente de a pie para ver qué
podíamos hacer. Era obvio que existían poderosas
fuerzas económicas y sociales tras la falta de empleos en
los centros deprimidos de las ciudades, como también tras
la desintegración de la familia, tras los problemas
escolares y tras el aumento de la gente que dependía de la
asistencia social. Lo mismo podría decirse de la violencia
y de los nacimientos fuera del matrimonio. Pero la demoledora
combinación de todas estas dificultades había dado
a luz a una cultura que aceptaba como normal la violencia, el
paro y la ruptura de la familia tradicional. Yo estaba convencido
de que el gobierno solo no sería capaz de modificar esa
cultura. Muchas iglesias negras ya empezaban a tratar esos
problemas y yo quería alentarlas para que hicieran
más cosas.

Cuando llegué a Memphis, me encontré entre
amigos. La Iglesia de Dios en Cristo era la confesión
afroamericana que más había crecido. Su fundador,
Charles Harrison Mason, recibió la inspiración para
el nombre de su iglesia en Little Rock, en un lugar donde yo
había ayudado a poner una placa dos años
atrás. Su viuda estaba en la iglesia ese día. El
obispo encargado de la ceremonia, Louis Ford, de Chicago,
había desempeñado un papel clave en la
campaña presidencial.

Mason Temple es tierra sagrada en la historia de los
derechos civiles. Martin Luther King Jr. predicó su
último sermón allí, la noche antes de que le
mataran. Evoqué el espíritu de King y su asombrosa
predicción de que su vida quizá no duraría
mucho, para pedirles a mis amigos que examinaran con honestidad
«la gran crisis espiritual de la que hoy es víctima
Estados Unidos».

Luego dejé a un lado mis notas y pronuncié
lo que muchos comentaristas dirían más tarde que
fue el mejor discurso en mis ocho años de presidencia;
hablé con sencillez y desde el fondo de mi corazón,
con el lenguaje de nuestra herencia común:

Si Martin Luther King reapareciera hoy a mi lado y nos
diera su valoración de los últimos veinticinco
años, ¿qué diría? Han hecho un buen
trabajo, diría, votando y eligiendo a la gente que antes
no podía serlo por el color de su piel… Han hecho un
buen trabajo, diría, por dejar que la gente que puede vaya
a vivir allí donde le plazca, en este gran país…
Diría, han hecho un buen trabajo porque han creado una
clase media negra… y han abierto oportunidades para
todos.

Pero, también diría, no he vivido ni he
dado mi vida para ver a la familia americana destruida. No he
vivido ni he dado mi vida para ver a chicos de trece años
empuñar armas automáticas y matar a niños de
nueve solo por el placer de verlos morir. No he vivido ni he dado
mi vida para que los jóvenes destrocen sus propias vidas
con las drogas y luego amasen fortunas destruyendo las de los
demás. No vine aquí para eso. Yo luché por
la libertad, diría, pero no por la libertad de matarse
entre sí con insensato frenesí, no por la libertad
de los niños para tener niños ni por la libertad de
que los padres de los niños les dejen a un lado y les
abandonen como si no importaran nada. Luché para que la
gente tuviera derecho al trabajo, pero no para que se abandonen
comunidades enteras, ni para que se abandone a la gente. No es
por eso por lo que viví ni por lo que di mi
vida.

No luché por el derecho de los negros a asesinar
a otros negros con insensato desenfreno…

Hay cambios que podemos hacer desde el exterior; ese es
el cometido del Presidente y del Congreso, y de los gobernadores
y los alcaldes y de la asistencia social. Y luego hay algunos
cambios que tendremos que hacer desde el interior, o todos los
demás no valdrán para nada… A veces no hay
respuestas desde el exterior; a veces todas las respuestas tienen
que nacer de los valores y de las emociones que nos conmueven y
de las voces que nos hablan desde dentro…

Donde no hay familias, donde no hay orden, donde no hay
esperanza… ¿quién vendrá para dar
estructura, disciplina y amor a estos niños? Tienen que
hacerlo ustedes. Y es nuestra labor ayudarles.

Así que desde este púlpito, en este
día, déjenme que les pida a todos ustedes que digan
en su corazón: honramos la vida y la labor de Martin
Luther King… De algún modo, con la gracia de Dios,
cambiaremos las cosas. Daremos un futuro a estos niños.
Les quitaremos sus armas y les daremos libros. Les quitaremos su
desesperación y les daremos esperanza. Reconstruiremos las
familias, los barrios y las comunidades. No dejaremos que todo el
trabajo que ha llegado hasta aquí beneficie a unos pocos.
Lo haremos juntos, por la gracia de Dios.

El discurso de Memphis era un himno de alabanza a una
filosofía pública enraizada en mis valores
religiosos personales. Había demasiadas cosas que se
estaban desmoronando; yo trataba de unirlas.

El 19 y el 20 de noviembre, de nuevo traté de
unir más cosas, cuando volé a Seattle para la
primera reunión de los líderes de la
organización Cooperación Económica
Asia-Pacífico. Antes de 1993, la CEAP había sido un
foro para que los ministros de finanzas discutieran temas
económicos. Yo había propuesto que los propios
jefes de estado se reunieran anualmente para hablar de sus
intereses comunes, y quería utilizar nuestro primer
encuentro en la isla de Blake, frente a la costa de Seattle, para
lograr tres objetivos: un área de libre comercio entre
Estados Unidos y las naciones del Pacífico
asiático; un debate informal sobre temas de
política y de seguridad, y la creación de un
hábito de cooperación, que claramente sería
más importante que nunca en el siglo XXI. Las naciones
asiáticas del Pacífico concentraban más de
la mitad de la producción mundial y tenían grandes
retos, políticos y de seguridad. En el pasado, Estados
Unidos jamás se había relacionado con aquella zona
con el mismo enfoque integral que utilizábamos con Europa.
Yo pensaba que había llegado el momento de
hacerlo.

Disfruté de mi encuentro con el nuevo primer
ministro japonés, Morihiro Hosokawa, un reformista que
había roto el monopolio del poder del Partido Liberal y
que había seguido abriendo Japón
económicamente. También me alegré de la
oportunidad de hablar largamente con el presidente de China,
Jiang Zemin, en un marco más informal. Aún
manteníamos nuestras diferencias sobre los derechos
humanos, el Tíbet y la economía, pero
teníamos el interés común de construir una
relación que no aislara a China de la comunidad global,
antes bien que la integrara. Tanto Jiang como Hosokawa
compartían mi inquietud acerca de la crisis que se
avecinaba con Corea del Norte, que parecía decidida a
convertirse en una potencia nuclear, algo que yo quería
impedir y para lo cual necesitaría su ayuda.

De vuelta a Washington, Hillary y yo celebramos nuestra
primera cena oficial, en honor del presidente de Corea del Sur,
Kim Yong-Sam. Siempre disfrutaba con las visitas de Estado. Eran
los actos más protocolarios que tenían lugar en la
Casa Blanca, empezando por la ceremonia oficial de bienvenida.
Hillary y yo esperábamos de pie en el Pórtico Sur
de la Casa Blanca para recibir a nuestros invitados en cuanto
bajaran del coche. Después de darles la bienvenida,
caminábamos hasta el Jardín Sur para una breve fila
de saludos de recepción, y luego el dignatario visitante y
yo nos quedábamos en la tarima, frente a un impresionante
grupo de hombres y mujeres con el uniforme de nuestras fuerzas
armadas. La banda militar tocaba el himno nacional de los dos
países, después de lo cual yo escoltaba a mi
invitado a pasar revista a las tropas. Luego volvíamos a
la tarima para pronunciar unas palabras; a menudo nos
deteníamos por el camino para saludar a una multitud de
escolares, ciudadanos de la nación visitante que
vivían en Estados Unidos, y norteamericanos que
procedían de dicha nación.

Antes de la cena oficial, Hillary y yo ofrecíamos
una pequeña recepción para la delegación
visitante en la Sala Oval Amarilla, en la planta residencial. Al
y Tipper, el secretario de Estado y el de Defensa y algunas
personas más se unían a nosotros para conocer a los
invitados extranjeros. Después de la recepción, un
guardia de honor militar, hombre o mujer, nos escoltaba por la
escalera, mientras pasábamos ante los retratos de mis
predecesores, hasta una fila de recepción para los
invitados. Durante la cena, que generalmente se servía en
el Comedor Oficial (para los grupos más numerosos, la cena
se celebraba en la Sala Este o fuera, bajo una carpa), la
orquesta de cuerda del Cuerpo de los Marines, o sus
homólogos de las fuerzas aéreas, nos obsequiaban
con música. Siempre me emocionaba verlos entrar en la
sala. Después de la cena, había alguna
actuación musical, a menudo seleccionada según los
gustos de nuestro invitado. Por ejemplo, Václav Havel
quería escuchar a Lou Reed, cuya potente música
había inspirado a los partisanos de Havel en la
Revolución de Terciopelo de Checoslovaquia.
Aproveché todas las oportunidades que tuve de traer a todo
tipo de músicos a la Casa Blanca. A lo largo de los
años, vinieron Earth, Wind and Fire; Yo-Yo Ma;
Plácido Domingo; Jessye Norman y muchos otros
músicos clásicos, de jazz, de blues, de Broadway y
de gospel, así como bailarines de distintos
estilos. Para los espectáculos, generalmente
podíamos invitar a más personas de las que
habían acudido a la cena. Después, todo el que
quisiera quedarse volvía al vestíbulo de la Casa
Blanca para un baile de última hora. Generalmente, los
invitados estaban cansados y se iban pronto a la Blair House, la
residencia oficial de huéspedes. Hillary y yo nos
quedábamos durante un par de bailes y luego nos
retirábamos arriba mientras los juerguistas se quedaban
durante una hora más aproximadamente.

A finales de noviembre, tomé parte en la
tradición anual, que se remontaba al presidente Coolidge,
de indultar al pavo de Acción de Gracias, después
de lo cual Hillary, Chelsea y yo nos fuimos durante un largo fin
de semana a Camp David. Tenía mucho por lo que estar
agradecido. Mi índice de popularidad volvía a subir
y American Airlines había anunciado la resolución
de la huelga que llevaba cinco días en marcha. La huelga
podría haber perjudicado seriamente a la economía y
se solucionó gracias a la intensa y hábil
implicación de Bruce Lindsey en las negociaciones. Estaba
contento porque mis conciudadanos podrían volar de vuelta
a sus hogares para pasar la fiesta con su familia.

Pasar el día de Acción de Gracias en Camp
David se convirtió en una tradición anual; nos
acompañaban nuestras familias y unos pocos amigos. Siempre
celebrábamos la comida de Acción de Gracias en
Laurel, la cabaña más grande del terreno, pues
tenía una gran sala de conferencias, un espacioso comedor,
una amplia zona abierta con una chimenea y televisión y un
despacho privado para mí. Íbamos al refectorio
general para saludar al personal naval y de los marines y a sus
familias, pues ellos se encargaban de que el campamento
funcionara. De noche mirábamos películas y
jugábamos a los bolos. Y al menos una vez en todo el fin
de semana, sin importar el frío que hiciera o la lluvia
que cayera, los hermanos de Hillary, Roger y yo, nos
íbamos a jugar al golf con quienquiera que tuviese el
valor suficiente para ir con nosotros. Sorprendentemente, Dick
Kelley siempre se apuntaba, aunque en 1993 tenía casi
ochenta años.

Disfruté intensamente de todos y cada uno de los
días de Acción de Gracias que pasé en Camp
David, pero el primero fue especial, porque fue el último
de Madre. Hacia finales de noviembre, el cáncer se
había extendido y había infectado la sangre.
Tenían que hacerle transfusiones diarias solo para que
siguiera viva. Yo no sabía cuánto tiempo
viviría, pero las transfusiones le daban un aspecto
engañosamente sano y ella estaba decidida a vivir cada
día al máximo. Se lo pasaba bien mirando los
partidos de fútbol americano por la televisión,
saboreando la comida y departiendo con los jóvenes
oficiales, hombres y mujeres, que iban al bar de Camp David. Lo
último que quería hacer era hablar de la muerte.
Estaba demasiado llena de vida para perder el tiempo con
eso.

El 4 de diciembre, fui de nuevo a California para
asistir a una conferencia económica sobre las permanentes
dificultades del estado. Hablé con un gran número
de personas del mundo del espectáculo, en las oficinas de
la Creative Artists Agency, para pedirles que cooperaran conmigo
para reducir la cantidad de violencia en los medios de
comunicación que se dirigían a los jóvenes,
así como para impedir el ataque de la cultura contra la
familia y el trabajo. Durante las dos semanas siguientes,
cumplí dos de los compromisos de mi batalla
presupuestaria: fui al distrito de Marjorie Margolies-Mezvinsky
para dar una conferencia sobre ayuda social, y nombré a
Bob Kerrey copresidente, junto con el senador John Danforth, de
Missouri, de una comisión para analizar la Seguridad
Social y otras iniciativas de asistencia social.

El 15 de diciembre, saludé con
satisfacción la declaración conjunta del primer
ministro británico, John Major, y del primer ministro
irlandés, Albert Reynolds, que sentaba las bases de un
marco de trabajo para la resolución pacífica del
conflicto de Irlanda del Norte. Era un maravilloso regalo de
Navidad, que esperaba me diera la oportunidad de
desempeñar un papel contribuyendo a solucionar un problema
que me había interesado por primera vez durante mi etapa
estudiantil en Oxford. El mismo día, designé a mi
viejo amigo de los días de McGovern, John Holum,
responsable de la Agencia de Desarme y Control de Armas, y
aproveché la ocasión para destacar mi programa de
no proliferación: incluía la ratificación de
la convención de control de armas químicas,
alcanzar un tratado de prohibición de pruebas nucleares
global, obtener una ampliación permanente del Tratado de
No Proliferación Nuclear (TNPN), que había expirado
en 1995, y financiar íntegramente el programa Nunn-Lugar
para localizar y destruir el armamento y material nuclear
ruso.

El 20 de diciembre, firmé una ley especialmente
importante para Hillary y para mí. La Ley de
Protección Nacional de la Infancia ofrecía una base
de datos nacional que cualquier responsable de una
guardería o centro de atención infantil
podía consultar para comprobar el historial de los
candidatos a un puesto en esos lugares de trabajo. La idea era
del escritor Andrew Vachss, en respuesta a las historias de
niños sometidos a atroces abusos en los centros
preescolares o las guarderías. Muchos padres tenían
que ir a trabajar y por lo tanto tenían que dejar a sus
hijos en edad preescolar en guarderías. Tenían
derecho a saber si sus hijos estaban a salvo y bien
cuidados.

La Navidad nos dio a Hillary y a mí la
oportunidad de ver a Chelsea actuar dos veces: en El
Cascanueces
, con la Compañía de Ballet de
Washington, donde asistía diariamente a clase
después de la escuela, y en una obra de Navidad en la
iglesia que habíamos elegido, la Iglesia Metodista Unida
Foundry, en la calle Dieciséis, no lejos de la Casa
Blanca. Nos gustaba el pastor de Foundry, Phil Wogaman, y el
hecho de que la iglesia aceptaba gente de diversas razas,
culturas, ingresos, afiliaciones políticas y
también daba la bienvenida a los gays.

La Casa Blanca es un lugar especial en Navidad. Cada
año se trae un gran abeto y se coloca en la Sala Azul
Oval, en el piso principal. Lo decoran, igual que todas las salas
abiertas al público, de acuerdo con el tema del
año. Hillary decidió que la artesanía
norteamericana fuera el tema de nuestra primera Navidad. Los
artesanos de todo el país nos regalaron decoraciones
navideñas y otras obras de cristal, madera y metal. Cada
año, en el Comedor Oficial se coloca una enorme Casa
Blanca de pan de jengibre que especialmente a los niños
les encanta contemplar. En 1993, unas 150.000 personas vinieron a
visitar la Casa Blanca durante las fiestas, para admirar la
decoración.

También pusimos otro gran árbol de Navidad
en la Sala Amarilla Oval, en la planta de la residencia, y lo
llenamos de adornos que Hillary y yo hemos acumulado desde la
primera Navidad que pasamos juntos. Tradicionalmente, Chelsea y
yo colocamos la mayoría de los adornos; es una costumbre
que empezamos cuando ella se hizo suficientemente mayor. Entre
Acción de Gracias y Navidad, ofrecimos una gran cantidad
de recepciones y fiestas para el Congreso, la prensa, el servicio
secreto, el personal de la residencia, el equipo y el gabinete de
la Casa Blanca, otros funcionarios de la administración y
los seguidores que nos apoyaban desde todo el país, aparte
de para la familia y nuestras amistades. Hillary y yo nos
pasábamos horas de pie saludando a la gente y tomando
fotografías, mientras los coros y otros grupos musicales
tocaban por toda la casa. Era una forma agotadora pero feliz de
dar las gracias a la gente que hacía que nuestro trabajo
fuera posible y nuestras vidas fueran más
ricas.

Nuestra primera Navidad fue especialmente importante
para mí porque, como el primer día de Acción
de Gracias que pasamos en Camp David, era casi sin lugar a dudas
el último que pasaría con Madre. La convencí
a ella y a Dick de que vinieran a pasar una semana con nosotros,
a lo cual se avino cuando le prometí que la
llevaría de vuelta a casa a tiempo de prepararse para ir a
Las Vegas a ver actuar a Barbra Streisand en su
anunciadísimo concierto de Fin de Año. Barbra
realmente quería que Madre asistiera y Madre estaba
decidida a ir. Quería mucho a Barbra y además, en
su opinión, Las Vegas era lo más parecido que
había visto al paraíso terrenal. No sabía
qué haría si resultaba que no había juego o
espectáculos alegres en el más
allá.

Mientras disfrutábamos de la Navidad, Whitewater
volvió a convertirse en un tema de actualidad. Durante las
semanas anteriores, el Washington Post y el New York
Times
habían publicado rumores que apuntaban a que
Jim McDougal podía ser acusado de nuevo. En 1990 le
habían juzgado y declarado inocente de los cargos
derivados de la bancarrota de Madison Guaranty. Aparentemente, la
Corporación de Resolución de Fondos estaba
estudiando la posibilidad de que McDougal hubiera realizado
contribuciones ilegales a las campañas de
políticos, entre ellas a la mía. Durante la
campaña, habíamos encargado un informe que
demostró que perdimos dinero en la inversión de
Whitewater. Mis contribuciones de campaña estaban en un
registro público y ni Hillary ni yo habíamos
aceptado jamás ningún préstamo de McDougal.
Sabía que todo el asunto de Whitewater solo era un intento
de mis enemigos para desacreditarme y reducir mi capacidad para
cumplir con mis funciones presidenciales.

No obstante, Hillary y yo decidimos que
deberíamos contratar a un abogado. David Kendall
había estado en la facultad de derecho con los dos.
Había representado a clientes en casos de préstamos
y ahorros, y sabía cómo organizar y sintetizar
documentos y materiales complejos aparentemente sin
conexión entre sí. Tras la modesta actitud
cuáquera de David, había una mente brillante y la
voluntad de luchar contra la injusticia. Le habían
encarcelado por su defensa de los derechos civiles en Mississippi
durante el Verano de la Libertad, en 1964, y había
defendido casos de pena de muerte para el Fondo de Defensa Legal
de la NAACP. Y lo mejor de todo era que David Kendall era un
magnífico ser humano, que nos acompañó en
los momentos más duros de los años posteriores con
fuerza, sensatez y un gran sentido del humor.

El 18 de diciembre, Kendall nos dijo que el American
Spectator
, una revista mensual de derechas,
publicaría un artículo de David Brock en el que
cuatro oficiales de la policía estatal de Arkansas
afirmarían que me habían conseguido mujeres durante
mi etapa de gobernador. Solo dos de los cuatro policías
aceptaron ser entrevistados por la CNN. Había algunas
acusaciones en la historia que podían refutarse
fácilmente y los dos policías tenían sus
propios problemas de credibilidad, pues les habían
investigado por fraude de póliza de seguros en
relación a un vehículo que destrozaron en 1990.
David Brock más tarde se disculpó con Hillary y
conmigo por toda aquella historia. Si quieren saber más,
lean su valiente autobiografía, Blinded by the
Right
, donde revela los extraordinarios esfuerzos que
hicieron para desacreditarme ciertos millonarios de extrema
derecha relacionados con Newt Gingrich y algunos de mis
adversarios en Arkansas. Brock reconoce que permitió que
le utilizaran en una campaña de calumnias personales a las
que no les importaba si la información negativa por la que
pagaban era cierta o no.

La historia de los policías era ridícula,
pero hacía daño. Para Hillary fue un golpe duro
porque ella creía que habíamos dejado todo aquello
atrás, en la campaña. Ahora sabía que
quizá no terminaría jamás. Por el momento,
no podíamos hacer nada excepto seguir adelante y esperar
que la noticia pasara. Cuando aún estaba en pleno apogeo,
fuimos una noche al Kennedy Center para asistir a un concierto
del Mesías, de Handel. Cuando Hillary y yo
aparecimos en la tribuna presidencial, en la galería, el
numeroso público se levantó y nos jaleó. Nos
conmovió ese gesto amable y espontáneo. No
sabía lo mucho que me había disgustado todo aquello
hasta que me di cuenta de que tenía lágrimas de
gratitud en los ojos.

Después de una memorable semana de Navidad,
Hillary, Chelsea y yo acompañamos a Madre y a Dick de
vuelta a Arkansas. Hillary y Chelsea se quedaron con Dorothy en
Little Rock, mientras yo llevé en coche a Madre y a Dick
hasta Hot Springs. Fuimos todos a cenar con algunos de mis amigos
del instituto a Rocky's Pizza, uno de los antros preferidos de
Madre, frente al hipódromo. Después de la cena,
Madre y Dick querían ir a descansar, así que les
acompañé a casa y luego me fui a la bolera con mis
amigos. Después, volví a la casita del lago
Hamilton para echar una partida de cartas y charlar hasta altas
horas de la madrugada.

Al día siguiente, Madre y yo nos sentamos a solas
para tomar una taza de café en lo que resultó ser
la última visita que le hice. Estaba animada como siempre
y decía que la única razón por la que
salía a relucir de nuevo la historia de los
policías era porque mi índice de popularidad se
había recuperado durante el mes pasado; había
llegado al nivel más alto desde mi investidura. Luego se
rió entre dientes y dijo que sabía que los dos
policías no eran precisamente «las lumbreras
más brillantes del firmamento», pero que desde luego
deseaba que «aquellos chicos encontraran otra forma de
ganarse la vida».

Durante un breve instante, hice que pensara en ese reloj
de arena cuyo contenido se deslizaba para no volver. Estaba
trabajando en sus memorias con un excelente colaborador de
Arkansas, James Morgan, y ya había grabado cintas con toda
su historia, pero aún había varios capítulos
en proceso de borrador. Le pregunté qué
quería que hiciéramos si ella no podía
terminarlo. Sonrió y dijo: «Por supuesto lo
terminarás tú». Le pregunté:
«¿Cómo debo hacerlo?». Dijo que
debía comprobar los hechos, cambiar todo lo que estuviera
equivocado y aclarar lo que fuera confuso. «Pero quiero que
sea mi historia, con mis palabras. Así que no cambies nada
a menos que pienses que he sido demasiado dura con alguien que
aún vive.» Dicho esto, volvió a hablar de
política y de su viaje a Las Vegas.

Más tarde ese mismo día me despedí
de Madre, conduje hasta Little Rock para recoger a Hillary y a
Chelsea y volamos a Fayetteville para ver al líder de la
clasificación, los Arkansas Razorbacks, jugar al
baloncesto; luego fuimos al fin de semana del Renacimiento con
nuestros amigos Jim y Diane Blair. Después de un
año repleto de acontecimientos y lleno de altibajos, fue
bueno pasar unos días entre viejos amigos. Paseé
por la playa, fui a los debates y en general disfruté de
la compañía.

Pero mis pensamientos no se alejaban de Madre. Era una
mujer maravilla, aún bella a los setenta, incluso
después de la mastectomía, los tratamientos de
quimioterapia que la dejaron sin pelo y la obligaron a usar
peluca, y las transfusiones sanguíneas diarias que
hubieran postrado en cama a la mayoría de la gente.
Terminaba su vida como la había empezado, yendo a por
todas, agradecida por lo que tenía, sin un ápice de
autocompasión por su dolor y su enfermedad y esperando con
ilusión las aventuras que cada nuevo día
podía traer. Estaba tranquila porque la vida de Roger
estaba encarrilada de nuevo, y convencida de que yo
aprendía a dominar mi trabajo. Le hubiera encantado llegar
a los cien, pero si su tiempo se había acabado, que le
íbamos a hacer, así era la vida. Había hecho
las paces con Dios. El podía llamarla a su lado, pero
antes tendría que echar una carrera para
atraparla.

Treinta y
siete

El año 1994 fue uno de los más dificiles
de toda mi vida, en el que hubo importantes éxitos en
política interior y exterior que quedaron eclipsados por
la desestimación de la reforma sanitaria y por una
obsesión por los escándalos fantasma. Empezó
con un profundo dolor personal y terminó en desastre
político.

La noche del 5 de enero, Madre me llamó a la Casa
Blanca. Acababa de regresar a casa de su viaje a Las Vegas. Le
dije que la había llamado a su habitación de hotel
varios días, y que no la había encontrado nunca. Se
río, y me dijo que había salido día y noche,
que se lo había pasado de fábula en su ciudad
preferida y que no tenía tiempo de quedarse esperando a
que sonara el teléfono. Le había encantado el
concierto de Barbra Streisand, y le había gustado mucho
que Barbra la presentara al público y le dedicara una
canción. Madre estaba muy animada y parecía fuerte;
solo quería decirme que estaba bien y que me
quería. No fue una conversación muy distinta de las
muchas que habíamos compartido a lo largo de los
años, generalmente las noches de domingo.

Hacia las dos de la madrugada, el teléfono
volvió a sonar y nos despertó a Hillary y a
mí. Era Dick Kelley, llorando. Dijo: «Se ha ido,
Bill». Después de una semana perfecta pero
agotadora, Madre sencillamente se había ido a dormir y
había muerto. Yo sabía que el final estaba cerca,
pero no estaba preparado para dejarla ir. Ahora nuestra
última conversación telefónica
parecía demasiado rutinaria, llena de cháchara;
habíamos hablado como personas convencidas de que tienen
todo el tiempo del mundo para hablar con el otro. Ansiaba volver
a revivir esa conversación, pero todo lo que podía
hacer era decirle a Dick que le quería, que le
agradecía que la hubiera hecho feliz durante los
últimos años de su vida y que iría a casa
tan pronto como pudiera. Hillary supo qué había
pasado por lo que me oía decir. La abracé y
lloré. Dijo algo acerca de Madre y su amor por la vida, y
comprendí que esa llamada era justamente el tipo de
conversación que Madre habría querido que fuera la
última. Madre siempre estuvo por la vida, no por la
muerte.

Llamé a mi hermano. Sabía que la noticia
le destrozaría. Idolatraba a Madre, porque ella
jamás dejó de creer en él. Le dije que
tenía que aguantar por ella y seguir adelante con su vida.
Luego llamé a mi amiga Patty Howe Criner, que había
formado parte de nuestras vidas durante más de cuarenta
años, y le pedí que nos ayudara a Dick y a
mí con los preparativos del funeral. Hillary
despertó a Chelsea y se lo dijimos. Ya había
perdido a un abuelo, y ella y Madre, a la cual llamaba Ginger,
mantenían una relación muy estrecha y tierna. En la
pared de su estudio, tenía un fantástico retrato a
pluma de Madre realizado por un artista de Hot Springs, Gary
Simmons, titulado Chelsea's Ginger. Era conmovedor ver a mi hija
tratando de aceptar su propio dolor y mantener la compostura,
dejándose ir y conteniéndose. Chelsea's Ginger
está hoy colgado en la pared de su habitación en
Chappaqua.

Más tarde, esa mañana emitimos un
comunicado anunciando la muerte de Madre, que inmediatamente fue
noticia. Por casualidad, Bob Dole y Newt Gingrich estaban en un
programa de noticias matutino. Sin inmutarse por lo que
había sucedido, los entrevistadores preguntaron acerca de
Whitewater, y Dole dijo que «clamaba al cielo» que
debía nombrarse a un fiscal independiente. Yo estaba
aturdido; creí que hasta la prensa y mis adversarios se
tomarían una pausa el día de la muerte de mi madre.
En honor a Dole, años más tarde se disculpó
conmigo. Para entonces, yo comprendía mejor lo que
había sucedido. La droga preferida de Washington es el
poder. Atonta los sentidos y confunde el juicio. Dole ni siquiera
era de los más adictos. Agradecí su
disculpa.

Ese mismo día, Al Gore fue a Milwaukee para
pronunciar en mi lugar un discurso sobre política exterior
que yo me había comprometido a dar, y yo volé a
casa. El hogar de Dick y de Madre estaba lleno de amigos, familia
y la comida que la gente de Arkansas suele traer para mitigar el
dolor colectivo. Todos nos reímos, contando historias
sobre ella. Al día siguiente llegaron Hillary y Chelsea, y
algunos de los amigos de Madre de fuera del estado, entre ellos
Barbra Streisand y Ralph Wilson, el propietario de los Buffalo
Bills, que había invitado a Madre a la Super Bowl el
año anterior, cuando descubrió que era una gran
seguidora de los Bills.

No había una iglesia suficientemente grande para
acomodar a todos los amigos de Madre, y hacía demasiado
frío para celebrar la misa fúnebre en su lugar
preferido, el hipódromo, así que la organizamos en
el Centro de Convenciones. Asistieron unas tres mil personas,
entre ellas el senador Pryor, el gobernador Tucker y todos mis
compañeros de la universidad. Pero la mayoría de
personas que vino era gente de a pie, trabajadores que Madre
había conocido y con los que había entablado
amistad a lo largo de los años. Todas las mujeres de su
«club de cumpleaños» también vinieron.
Había doce miembros, y cada una celebraba el
cumpleaños en un mes distinto. Los celebraban juntas, con
un almuerzo mensual. Después de que Madre muriera, tal y
como pidió, las demás mujeres eligieron una
sustituta; rebautizaron su grupo con el nombre de el Club de
Cumpleaños de Virginia Clinton Kelley.

El reverendo John Miles ofició la misa y se
refirió a Madre como «una genuina americana».
«Virginia –dijo–, era como una pelota de goma;
cuanto más la golpeaba la vida, más alto
rebotaba.»

El hermano John recordó a la multitud la
respuesta automática de Madre a cualquier problema:
«Eso es pan comido».

Durante la ceremonia sonaron sus himnos preferidos.
Todos cantamos «Amazing Grace» y «Precious
Lord, Take My Hand». Su amiga Malvie Lee Giles, que una vez
perdió la voz y luego la recuperó «de
Dios» con una octava de más, cantó «His
Eye Is on the Sparrow», y la preferida de Madre, «A
Closer Walk with Thee». Nuestra amiga pentecostal Janice
Sjostrand cantó un bello himno que Madre había
oído en la misa de mi investidura, «Holy
Ground». Cuando Barbra Streisand, que estaba sentada
detrás de mí, oyó a Janice, me tocó
el hombro y agitó la cabeza asombrada. Al término
de la misa, preguntó: «¿Quién es esa
mujer y cuál es esa canción? ¡Son
magníficas!». A Barbra le inspiró tanto la
música del funeral de Madre que hizo su propio
álbum de himnos y canciones espirituales, entre ellas una
escrita en memoria de Madre, «Leading with Your
Heart».

Después del funeral llevamos a Madre a Hope en
coche. A lo largo de todo el camino, la gente se quedaba de pie
al lado de la carretera en señal de respeto. La enterramos
en el cementerio situado al otro lado de la calle donde
había estado la tienda de su padre, en una parcela que
llevaba tiempo esperándola, al lado de sus padres y de mi
padre. Fue el 8 de enero, el día del cumpleaños de
su hombre favorito fuera de la familia, Elvis Presley.

Después de una recepción en Sizzlin'
Steakhouse, fuimos al aeropuerto para volar de vuelta a
Washington. No hubo tiempo para llorar; tenía que regresar
y arreglar unas cuantas cosas. Tan pronto como dejé a
Hillary y a Chelsea, me fui a Europa, en un viaje previsto desde
hacía tiempo para establecer un proceso de apertura en la
OTAN que permitiera a las naciones de Europa Central entrar en la
alianza, sin que ello le causara a Yeltsin demasiados problemas
en Rusia. Yo estaba decidido a hacer todo lo posible para crear
una Europa unida, libre, democrática y segura, por primera
vez en la historia. Tenía que garantizar que la
expansión de la OTAN no se limitaba simplemente a
trasladar la línea divisoria de Europa más hacia el
este.

En Bruselas, después de un discurso en el
ayuntamiento frente a un grupo de jóvenes europeos,
recibí un regalo especial. Bélgica celebraba el
cien aniversario de la muerte de mi belga favorito, Adolphe Sax,
el inventor del saxo, y el alcalde de Dinant, la ciudad natal de
Sax, me regaló un precioso saxo tenor Selmer hecho en
París.

Al día siguiente los dirigentes de la OTAN
aprobaron mi propuesta de una Asociación por la Paz para
aumentar la seguridad y la cooperación con las nuevas
democracias de Europa hasta que pudiéramos completar la
propia expansión de la OTAN.

El 11 de enero, estaba en Praga con Václav Havel,
veinticuatro años después de mi primer viaje como
estudiante. Havel, un hombre pequeño y de hablar suave,
con ojos vivaces y un agudo ingenio, era un héroe para las
fuerzas de la libertad en todo el mundo. Había estado
encarcelado durante algunos años y, mientras estuvo en
prisión, se dedicó a escribir libros elocuentes y
provocativos. Cuando fue liberado, supo liderar Checoslovaquia
durante la pacífica Revolución de Terciopelo, y
luego supervisó la ordenada división del
país en dos estados. Ahora era el presidente de la
República Checa y estaba ansioso por construir una
economía de mercado que funcionase y solicitar la
protección que entrañaba pertenecer a la OTAN.
Havel era un buen amigo de nuestra embajadora en la ONU,
Madeleine Albright, nacida en Checoslovaquia, y que aprovechaba
todas las ocasiones en las que podía hablar con él
en su lengua materna.

Havel me llevó a uno de los clubs de jazz que
habían sido un hervidero de apoyo para su
Revolución de Terciopelo. Después de que el grupo
tocara un par de melodías, Havel me llevó a conocer
a la banda y me regaló otro saxo nuevo. Este lo
había hecho en Praga una compañía que, en la
época comunista, fabricaba saxos para las bandas militares
de todas las naciones del Pacto de Varsovia. Me invitó a
probarlo con la banda. Tocamos «Summertime» y
«My Funny Valentine»; Havel se sumó,
entusiasta, con la pandereta.

De camino a Moscú, me detuve brevemente en Kiev
para conocer al presidente de Ucrania, Leonid Kravchuk, y
agradecerle el acuerdo que él, Yeltsin y yo
firmaríamos el viernes siguiente, por el que Ucrania se
comprometía a destruir 176 misiles balísticos
intercontinentales y 1.500 cabezas nucleares que apuntaban a
Estados Unidos. Ucrania era un gran país, con sesenta
millones de habitantes y un gran potencial. Como Rusia, batallaba
con el problema de qué tipo de futuro quería.
Kravchuk se enfrentaba a una fuerte oposición en el
Parlamento por lo de la eliminación de sus armas
nucleares, y yo quería mostrarle mi apoyo.

Hillary se reunió conmigo en Moscú. Se
trajo también a Chelsea, porque no queríamos
dejarla sola justo después de la muerte de Madre. Estar
juntos en la residencia de invitados del Kremlin y ver
Moscú en pleno invierno sería una buena
distracción para todos nosotros. Yeltsin sabía que
yo estaba pasándolo mal, porque él también
había perdido recientemente a su madre, a la que
adoraba.

Siempre que podíamos nos lanzábamos a la
calle; comprábamos recuerdos de Rusia y pan en una
pequeña panadería. Encendí una vela por
Madre en la catedral de Kazan, ahora totalmente restaurada de los
destrozos del estalinismo, y visité al patriarca de la
Iglesia Ortodoxa Rusa en el hospital.

El 14 de enero, después de una impresionante
ceremonia de bienvenida en la Sala de San Jorge del Kremlin, una
enorme estancia blanca con arcadas y altas columnas con los
nombres estampados en oro de todos los héroes de guerra
rusos desde hace más de doscientos años, Yeltsin y
yo firmamos el tratado sobre armas nucleares con el presidente
ucraniano Kravchuk y celebramos reuniones sobre iniciativas
económicas y de seguridad.

En la conferencia de prensa posterior, Yeltsin
expresó su agradecimiento por el paquete de ayudas
norteamericano y por el que se había aprobado en la cumbre
del G7 en Tokio, que aportaría mil millones más de
dólares en cada uno de los dos siguientes años,
así como por nuestra decisión de reducir los
aranceles sobre cinco mil productos rusos. Dio su apoyo a la
Asociación por la Paz, condicionándolo a la firmeza
de mi compromiso para diseñar un acuerdo de
cooperación especial entre la OTAN y Rusia. También
fue satisfactorio que acordáramos, a partir del 30 de
mayo, no apuntar nuestros misiles nucleares contra nuestros
respectivos países, ni contra ningún otro, y que
Estados Unidos compraría a Rusia uranio altamente
enriquecido, durante los siguientes veinte años, por valor
de 12.000 millones de dólares, para así eliminar
gradualmente la posibilidad de que se utilizara para fabricar
armas.

Yo pensaba que todas estas acciones eran positivas tanto
para Estados Unidos como para Rusia, pero no todo el mundo estaba
de acuerdo. Yeltsin tenía algunos problemas en su nuevo
parlamento, especialmente con Vladimir Zirinovsky, el
líder de un importante bloque de nacionalistas militantes
que querían devolver a Rusia su gloria imperial y que
estaban convencidos de que yo sólo quería limitar
su poder y su influencia. Para calmar un poco los ánimos,
yo repetí mi mantra de que el pueblo ruso debía
definir su grandeza en términos relevantes para el futuro,
no basándose en el pasado.

Después de la conferencia de prensa, fui a una
reunión pública con jóvenes en la cadena de
televisión Ostankino. Me hicieron preguntas sobre todo
tipo de temas de actualidad, pero también querían
saber si los estudiantes norteamericanos podían aprender
algo de Rusia, cuántos años tenía cuando se
me ocurrió ser presidente, qué consejos
podía darle a un joven ruso que quisiera entrar en
política y cómo quería que me recordaran.
Esos estudiantes me hicieron sentir esperanza por el futuro de
Rusia. Eran inteligentes, idealistas y estaban profundamente
comprometidos con la democracia.

El viaje iba bien; se avanzaba en los intereses
norteamericanos de construir un mundo más libre y
más seguro, pero eso no se notaba en Estados Unidos, donde
lo único de lo que querían hablar los
políticos y la prensa era de Whitewater. Incluso los
periodistas que me acompañaban me hicieron algunas
preguntas sobre ese tema durante el viaje. Aun antes de que me
fuera, el Washington Post y el New York Times se habían
sumado a los republicanos para reclamar que Janet Reno nombrara
un fiscal independiente.

El único nuevo desarrollo en los últimos
meses era que David Hale, un republicano que había sido
acusado de fraude a la Agencia de la Pequeña y Mediana
Empresa, afirmaba que yo le había pedido que concediera un
préstamo a Susan McDougal, cuando ella no reunía
los requisitos exigidos. Yo no había hecho tal
cosa.

El criterio para designar a un fiscal independiente
tanto según la antigua legislación, que
había expirado, como según la nueva, que estaba
estudiándose en el Congreso, era la existencia de
«pruebas verosímiles» de mala fe. En su
editorial del 5 de enero, en el que solicitaba un fiscal
independiente para Whitewater, el Washington Post
reconocía explícitamente «que no existen
cargos verosímiles en este caso de que ni el presidente ni
la señora Clinton hayan hecho algo malo». No
obstante, el Post seguía diciendo que el interés
público exigía un fiscal independiente, pues
Hillary y yo habíamos sido socios en el negocio
inmobiliario de Whitewater (en el que perdimos dinero), antes de
que McDougal comprara Madison Guaranty (de la que jamás
recibimos ningún préstamo). Aún peor,
resultaba que por lo visto no habíamos solicitado la
desgravación fiscal completa que podíamos pedir por
nuestras pérdidas. Aquella era, probablemente, la primera
vez en la historia en que el escándalo se cernía
sobre un político a causa del dinero que había
perdido, de los préstamos que no había recibido y
de la desgravación fiscal que no había solicitado.
El Post dijo que el Departamento de Justicia estaba dirigido por
cargos nombrados por el presidente, en los que no se podía
confiar para que me investigaran o para decidir si alguien
más debía investigarme.

La ley del fiscal independiente fue aprobada en
respuesta al despido por parte del presidente Nixon de Archibald
Cox, fiscal especial del Watergate, que había sido
nombrado por el fiscal general de Nixon, y por lo tanto era un
empleado del Ejecutivo, sujeto a cese. El Congreso
reconoció la necesidad de que pudieran llevarse a cabo
investigaciones independientes de presuntos delitos por parte del
presidente y sus cargos principales, pero también
comprendió el peligro de conceder un poder sin
límites a un fiscal que no respondía ante nadie y
que disponía de recursos ilimitados. Por esa razón
la ley exigía que hubiera pruebas verosímiles de
que se había cometido un delito. Ahora la prensa
decía que el presidente debía aceptar un fiscal
independiente sin la existencia de dichas pruebas, cada vez que
alguien con el que hubiera estado relacionado fuera objeto de una
investigación.

Durante los años de Reagan y Bush, se
condenó a más de veinte personas por delitos en
investigaciones de fiscales independientes. Después de
siete años de investigaciones y del descubrimiento por
parte de la comisión del senador John Tower de que el
presidente Reagan había autorizado la venta ilegal de
armas a los rebeldes de Nicaragua, el fiscal

del caso Irán-Contra, Lawrence Walsh,
acusó a Caspar Weinberger y a cinco personas más,
pero el presidente Bush les concedió un indulto. La
única investigación del fiscal independiente sobre
las actividades de un presidente antes de que tomara
posesión del cargo fue sobre el presidente Carter,
investigado por un polémico préstamo a un
almacén de cacahuetes propiedad suya y de su hermano Bill.
El fiscal especial solicitado por el presidente terminó su
investigación en seis meses y exoneró a los
Carter.

Cuando salí hacia Moscú, algunos senadores
demócratas y el presidente Carter se habían sumado
a los republicanos y a la prensa para exigir un fiscal
independiente, aunque no podían dar ninguna razón
remotamente parecida a la prueba verosímil de un delito.
La mayoría de demócratas no sabían nada de
Whitewater; solo estaban ansiosos por demostrar que ellos no
tenían ningún inconveniente en que se investigara a
un presidente demócrata, y tampoco querían
enfrentarse al Washington Post ni al New York Times.
Probablemente también pensaban que se podía confiar
en que Janet Reno nombraría a un fiscal profesional, que
se haría cargo del tema con celeridad. No obstante, estaba
claro que teníamos que hacer algo, en palabras de Lloyd
Bentsen, para «reventar el grano».

Cuando llegué a Moscú, montamos una
teleconferencia con mi equipo, David Kendall y con Hillary, que
entonces aún estaba en Washington, para comentar
qué debíamos hacer. David Gergen, Bernie Nussbaum y
Kendall estaban en contra de solicitar un fiscal independiente,
porque no había motivos para ello y, si teníamos
mala suerte, un fiscal sin escrúpulos podía llevar
indefinidamente una investigación negativa. Además,
no tendría que durar demasiado para dejarnos en
bancarrota; yo tenía menos recursos que cualquier
presidente de la historia moderna. Nussbaum, un abogado de
primera clase que había trabajado con Hillary en la
investigación del Congreso del Watergate, estaba
categóricamente en contra de pedir un fiscal
independiente. Lo llamó «una institución
maligna», porque concedía a fiscales que no
tenían superiores jerárquicos la capacidad de hacer
lo que les viniera en gana; Bernie dijo que le debía a la
presidencia, y a mí mismo, resistirme a lo del fiscal
independiente con uñas y dientes. Nussbaum también
señaló que el desdén que el Washington Post
había expresado respecto a la investigación del
Departamento de Justicia era infundado, pues mis documentos
estaban siendo revisados por un fiscal profesional al que
había designado para un cargo en el Departamento de
Justicia el presidente Bush.

Gergen estaba de acuerdo, pero también
argumentó con firmeza que yo debía entregar toda
nuestra documentación al Washington Post. Mark Gearan y
George Stephanopoulos también pensaban lo mismo. David
dijo que Len Downie, el director ejecutivo del Post, había
ganado sus espuelas con lo de Watergate, y que estaba convencido
de que ocultábamos algo. El New York Times también
parecía compartir esa opinión. Gergen pensaba que
la única forma de desviar la presión para solicitar
un fiscal especial era sacar a la luz nuestros archivos
privados.

Todos los abogados –Nussbaum, Kendall y Bruce
Lindsey– estaban en contra de entregar los documentos
porque, aunque habíamos aceptado facilitar al Departamento
de Justicia todos los que habíamos encontrado, los
archivos estaban incompletos y repartidos por varios sitios, y
aún estábamos tratando de reunirlo todo. Dijeron
que en cuanto no pudiéramos contestar a una pregunta o
recuperar un documento, la prensa volvería a los tambores
de guerra y solicitaría un fiscal especial. Mientras, solo
se publicarían noticias negativas llenas de insinuaciones
y especulación.

El resto de mi equipo, incluidos George Stephanopoulos y
Harold Ickes, que había sido nombrado en enero adjunto al
jefe de gabinete, pensaban que puesto que los demócratas
optaban por el camino de no oponer la menor resistencia, era
inevitable que hubiera un fiscal independiente, y que
sencillamente lo solicitáramos de una vez para poder
seguir trabajando en lo nuestro. Le pregunté a Hillary
qué opinaba. Dijo que solicitar un fiscal sentaría
un mal precedente, pues modificaría fundamentalmente el
criterio, que era la exigencia de que hubiera pruebas
verosímiles de la comisión de un delito, y a partir
de entonces bastaría con ceder a cualquier tipo de
presión mediática que se desencadenara; sin
embargo, dijo que la decisión tenía que ser
mía. Me di cuenta de que estaba cansada de discutir con mi
equipo.

Dije a todos los que estaban en la teleconferencia que
no me preocupaba una investigación, pues no había
hecho nada malo, ni tampoco Hillary, y tampoco tenía
objeciones a que se hicieran públicos los archivos.
Después de todo, habíamos soportado muchas noticias
irresponsables por lo de Whitewater desde la
campaña.

Mis instintos me decían que debía entregar
los archivos y negarme a lo del fiscal independiente, pero si el
consenso era que hiciéramos lo contrario, podría
vivir con ello. Nussbaum estaba angustiado y predijo que
quienquiera que fuera el fiscal nombrado tendría una
decepción al descubrir que no había nada y que
seguiría ampliando la investigación hasta que
encontrara cualquier falta o delito cometida por alguno de mis
conocidos. Dijo que si yo creía que debíamos hacer
más, sencillamente podía pasar los archivos a la
prensa y ofrecerme a testificar frente al Comité Judicial
del Senado. Stephanopoulos opinaba que eso era una mala idea, a
causa de toda la publicidad que generaría. Dijo que Reno
designaría a un fiscal independiente que
contentaría a la prensa y que todo el asunto
quedaría cerrado en pocos meses. Bernie no estaba de
acuerdo; afirmaba que si el Congreso aprobaba una nueva ley del
fiscal independiente y yo la firmaba, cosa que me había
comprometido a hacer, los jueces de la Corte de Apelaciones de
Washington nombrarían a un nuevo fiscal y todo
volvería a empezar.

George se enfadó, dijo que Bernie era un
paranoico y que eso jamás sucedería. Bernie
sabía que el presidente del tribunal Rehnquist
nombraría la comisión que se encargaría de
eso y que estaría dominada por republicanos conservadores.
Se rió nerviosamente ante el estallido de George y dijo
que quizá la posibilidad de que hubiera un segundo fiscal
era del cincuenta por ciento.

Después de un rato, pedí hablar a solas
con Hillary y David Kendall. Les dije que pensaba que
teníamos que respetar el consenso de los no abogados del
equipo, que creían que debíamos pedir un fiscal
independiente. Después de todo, no tenía nada que
ocultar, y todo aquel clamor estaba desviando la atención
del Congreso y del país de nuestra lista de prioridades.
Al día siguiente la Casa Blanca solicitó a Janet
Reno que nombrara a un fiscal independiente. Aunque yo
había dicho que podría vivir con ello, lo cierto es
que casi no sobrevivo.

Fue la peor decisión presidencial que
jamás he tomado. Fue errónea según los
hechos y según la ley, y mala para la política, la
presidencia y la Constitución. Tal vez lo hice porque
estaba absolutamente agotado y todavía en período
de duelo por Madre; me hizo falta reunir toda la
concentración de que fui capaz para llevar a cabo las
tareas que tuve que atender después de su funeral. Lo que
debería haber hecho era entregar los documentos, negarme
al nombramiento de un fiscal independiente, proporcionar toda la
información a los demócratas que la desearan y
pedirles su apoyo. Por supuesto, quizá no hubiera hecho
que las cosas fueran distintas. En aquel momento, no me
preocupaba porque sabía que no había violado
ninguna ley y aún creía que lo que la prensa
buscaba era solo la verdad.

Al cabo de una semana, Janet Reno nombró a Robert
Fiske, un republicano que había sido fiscal en Nueva York,
y que habría completado la investigación en un
plazo adecuado si le hubieran dejado hacer su trabajo. Por
supuesto, a Fiske no le permitieron terminar, pero me estoy
adelantando. Por ahora, parecía que aceptar un fiscal
especial era como tomarse una aspirina para un resfriado: un
alivio pasajero. Muy pasajero.

Durante mi regreso a casa desde Rusia, después de
una breve parada en Bielorrusia, volé a Ginebra, para
reunirme por primera vez con el presidente Assad, de Siria. Era
un hombre despiadado pero brillante, que una vez arrasó
todo un pueblo para dar una lección a sus oponentes, y
cuyo apoyo a grupos terroristas del Oriente Próximo
había distanciado a Siria de Estados Unidos. Assad
raramente dejaba Siria, y cuando lo hacía casi siempre era
para ir a Ginebra y reunirse con dirigentes
extranjeros.

Durante nuestra visita, me impresionó su
inteligencia y su casi perfecta memoria de detallados
acontecimientos que se remontaban a más de veinte
años atrás. Assad era famoso por sus largas
reuniones; podía aguantar durante seis o siete horas sin
tomarse un descanso. Yo, por el

contrario, estaba cansado y necesitaba beber
café, té o agua para mantenerme despierto.
Afortunadamente, la reunión solo se alargó unas
horas. De nuestra conversación salieron las dos cosas que
yo quería: la declaración explícita de Assad
de que estaba dispuesto a hacer las paces y establecer relaciones
normales con Israel y su compromiso a retirar todas las fuerzas
sirias del Líbano y a respetar su independencia una vez se
alcanzara una paz global en la zona de Oriente
Próximo.

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