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Análisis del libro "MI vida (parte II)" de Williams Bill Clinton (página 6)



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Yo sabía que el éxito de la reunión
se debía a algo más que a química personal.
Assad había recibido grandes ayudas económicas de
la ex Unión Soviética; ahora que esta ya no estaba,
tenía que solicitarlas a Occidente. Para ello,
debía dejar de apoyar el terrorismo en la zona, lo cual
sería sencillo si lograba un acuerdo con Israel para que
devolviera a Siria los Altos del Golán, perdidos durante
la guerra de 1967.

Regresé a Washington a una larga serie de esos
días, demasiado habituales, en que todo sucede a la vez.
El día 17, Los Angeles sufrió el terremoto
más costoso de la historia de Estados Unidos; causó
miles de millones de dólares en daños a hogares,
hospitales, escuelas y negocios. Volé hacia allí el
día 19, con James Lee Witt, director de la Agencia Federal
de Gestión de Emergencias (AFGE), para valorar los
daños, que incluían un largo tramo de carretera
interestatal que se había partido por completo. Al
día siguiente, casi todo el gabinete y yo nos reunimos con
el alcalde, Dick Riordan, y otros dirigentes estatales y locales
en el hangar de un aeropuerto, en Burbank, para diseñar el
plan de emergencias.

Gracias a un excelente trabajo en equipo, la
recuperación se llevó a cabo con rapidez. La
autopista principal se reconstruyó en tres meses; la AFGE
proporcionó ayudas financieras a más de 600.000
familias y empresas y se reconstruyeron miles de hogares y de
negocios gracias a los préstamos de la Agencia la
Pequeña y Mediana Empresa.

Todo el esfuerzo costó más de 16.000
millones de dólares en ayudas directas. Yo me
sentía angustiado por los californianos; había sido
una de las zonas más castigadas por la recesión y
por el recorte de gastos militares, sufría graves
incendios y ahora el terremoto. Uno de los funcionarios locales
bromeó diciendo que solo le faltaba una plaga de
langostas. Su sentido del humor me recordó la famosa
observación de la Madre Teresa, cuando dijo que
sabía que Dios jamás le daría una carga tan
pesada que no pudiera llevarla, pero que a veces desearía
que Él no tuviera tanta confianza en ella.

Regresé a Washington para una entrevista con
Larry King, en el primer aniversario del inicio de mi mandato, y
le dije que me gustaba el trabajo, aun en los días malos.
Después de todo, no estaba allí para
pasármelo bien; me había comprometido a cambiar el
país.

Unos días más tarde, el hijo mayor del
presidente Assad, al que había educado para que le
sucediera, murió en un accidente automovilísico.
Cuando le llamé para expresarle mis condolencias, Assad
estaba obviamente destrozado, un recordatorio de que lo peor que
le puede pasar a uno es perder a un hijo.

Esa semana nombré a Bill Perry adjunto al
secretario de Defensa, para que sucediera a Lee Aspin, que
había dimitido de su cargo poco después de lo del
Black Hawk Derribado. Habíamos realizado una
búsqueda exhaustiva y, durante todo ese tiempo, el mejor
candidato había estado frente a nuestras narices. Perry
había dirigido varias organizaciones relacionadas con
Defensa y era profesor de matemáticas e ingeniería;
había realizado una espléndida labor en el
Pentágono, impulsando la tecnología Stealth, la
reforma del sistema de adquisiciones de material y la
formulación de presupuestos realistas. Era un hombre de
voz suave y carácter modesto, pero de una sorprendente
dureza. Resultó ser uno de mis mejores nombramientos,
probablemente el mejor secretario de Defensa desde el general
George Marshall.

El día 25 pronuncié mi discurso del Estado
de la Unión. Es la única vez en todo el año
que el presidente tiene la oportunidad de hablar con el pueblo
norteamericano, sin filtros, durante una hora entera, y
quería aprovecharla al máximo. Después de un
tributo al fallecido portavoz de la Cámara, Tip O'Neill,
que había muerto un día antes que Madre,
repasé brevemente la larga lista de éxitos
parlamentarios de 1993: la economía había generado
más puestos de trabajo; millones de norteamericanos
habían ahorrado dinero financiando sus casas a tipos de
interés más bajos; solo el 1,2 por ciento de los
ciudadanos norteamericanos había visto que aumentaran sus
impuestos sobre la renta; el déficit sería un 40
por ciento más bajo del fijado por las estimaciones
anteriores y podríamos disminuir la nómina federal
en más de 250.000 puestos, en lugar de los 100.000 que
había prometido inicialmente.

El resto del discurso se centró en mi programa
para 1994, empezando con la educación. Pedí al
Congreso que aprobara mi iniciativa Objetivos 2000 para
ayudar a las escuelas públicas a alcanzar los
estándares nacionales educativos que los gobernadores y la
administración Bush habían fijado, a través
de reformas como la elección de las escuelas, las escuelas
concertadas y el acceso a Internet para todas ellas para el
año 2000. También proponía que
midiéramos a la antigua el progreso de las escuelas
respecto a sus objetivos: comprobando si los estudiantes
aprendían o no lo que tenían que saber.

Igualmente, solicitaba más inversiones en nuevas
tecnologías que generasen puestos de trabajo, y en
proyectos de conversión de las instalaciones que antes
trabajaban para Defensa. Exhorté a que se aprobara la ley
contra el crimen y la prohibición sobre las armas de
asalto, y propuse tres nuevas leyes medioambientales: la Ley para
Agua Potable, una ley revitalizada de Agua Limpia y un programa
reformado de Superfondos.

El Superfondo era una iniciativa conjunta del sector
público y del sector privado para limpiar lugares
contaminados abandonados o degradados, que representaban un
peligro para la salud pública. Era importante para
mí y para Al Gore; cuando dejé la presidencia,
habíamos limpiado tantos emplazamientos con el Superfondo
como las administraciones Reagan y Bush juntas.

Luego pedí al Congreso que en 1994 aprobara tanto
la reforma de la asistencia social como la reforma sanitaria. Un
millón de personas había escogido percibir ayudas
sociales porque era la única forma de obtener cobertura
sanitaria para sus hijos. Cuando la gente abandonaba la
asistencia social para trabajar en empleos con salarios bajos y
sin seguro médico, se encontraban en la increíble
posición de pagar impuestos para financiar el programa
Medicaid, que proporcionaba atención sanitaria a las
familias que seguían dependiendo de la asistencia
social.

En algún momento del año siguiente, casi
sesenta millones de norteamericanos se encontraron sin cobertura
sanitaria. Más de ochenta millones tenía
«enfermedades preexistentes», problemas de salud que
implicaban que pagarían más por el seguro, si lo
obtenían, y a menudo no podían cambiar de empleo
sin perderlo. Tres de cada cuatro norteamericanos tenía
pólizas con «límites de por vida»
respecto a la cantidad de sus gastos médicos que su seguro
cubría. Eso quería decir que podían perder
su seguro médico justo cuando más lo
necesitaran.

El sistema también perjudicaba a la
pequeña y mediana empresa: las primas que tenían
que abonar eran un 35 por ciento más altas que las que
pagaban las grandes empresas y el gobierno. Para controlar los
costes, más y más norteamericanos se veían
obligados a recurrir a las compañías de seguros
médicos, que limitaban la libertad del paciente de elegir
un médico, y a este le restringía las opciones del
campo en que ejercer. También obligaban a los
profesionales sanitarios a dedicar más tiempo a la
burocracia y menos a sus pacientes. Todos estos problemas
surgían de un único hecho fundamental:
teníamos un sistema de cobertura irracional, hecho a
retazos, en el que mandaban las compañías
aseguradoras.

Dije al Congreso que sabía lo dificil que era
cambiar el sistema. Roosevelt, Truman, Nixon y Carter, todos lo
habían intentado y habían fracasado. El esfuerzo
casi acabó con la presidencia de Truman, y su
índice de popularidad descendió en picado hasta
menos del 30 por ciento, lo que ayudó a los republicanos a
recuperar el control del Congreso. Esto sucedió porque, a
pesar de todos los problemas, la mayoría de
norteamericanos disponía de algún tipo de
cobertura, le gustaban sus médicos y sus hospitales y
sabía que tenían un buen sistema de atención
sanitaria. Todo eso aún era cierto. Pero todos aquellos
que se aprovechaban del sistema de financiación de la
sanidad gastaban grandes cantidades de dinero para convencer al
Congreso y a la gente de que arreglar lo que no funcionaba de
aquel sistema estropearía lo que iba bien.

Yo pensaba que mi argumentación había sido
eficaz, excepto por una cosa: al final del apartado sobre sanidad
de mi discurso, levanté una pluma y dije que la
utilizaría para vetar cualquier ley que no garantizara una
cobertura sanitaria universal. Lo hice porque un par de mis
asesores dijeron que la gente no creería que mis
convicciones eran firmes a menos que demostrara que no
cedería ni pactaría. Fue como agitar un trapo rojo
frente a mis adversarios del Congreso, un gesto innecesario. La
política consiste en pactar, y la gente espera que el
presidente gane, no que haga gestos. La reforma sanitaria era la
montaña más difícil de escalar. Yo no
podía hacerlo solo; necesitaba llegar a acuerdos. Sin
embargo, mi error no tuvo importancia, pues Bob Dole había
decidido de antemano impedir que saliera adelante cualquier tipo
de reforma sanitaria.

A corto plazo, el discurso del Estado de la Unión
aumentó espectacularmente el apoyo del público
hacia mi programa. Newt Gingrich me dijo más adelante que
después de escuchar el discurso dijo a los republicanos de
la Cámara que si yo podía convencer a los
demócratas del Congreso de que aceptaran mis propuestas,
nuestro partido conservaría la mayoría mucho
tiempo. Newt sin duda no quería que eso sucediera,
así que, al igual que Bob Dole, se aseguró de que
se aprobaran el menor número posible de iniciativas antes
de las elecciones de mitad de mandato.

Durante la última semana de enero, mantuvimos un
encendido debate en el seno de nuestro equipo de política
exterior sobre si debíamos conceder un visado a Gerry
Adams, líder del Sinn Fein, el brazo político del
Ejército Republicano Irlandés, el IRA. Estados
Unidos tenía gran importancia en ambos lados del conflicto
irlandés. Durante años, ardientes norteamericanos
que apoyaban al IRA proporcionaron financiación para sus
violentas actividades. El Sinn Fein tenía muchos
partidarios entre los católicos irlandeses que rechazaban
el terrorismo pero querían el fin de la
discriminación contra sus correligionarios y más
autonomía política, con participación
católica, en Irlanda del Norte. Los británicos y
los protestantes irlandeses también tenían sus
seguidores, que deploraban cualquier trato con el Sinn Fein a
causa de sus lazos con el IRA, y que creían que no
teníamos que entremeternos en los asuntos del Reino Unido,
nuestro aliado más importante. Ese argumento había
marcado la actitud de todos mis predecesores, incluidos los que
comprendían las legítimas quejas de los
católicos de Irlanda del Norte. Ahora, con la
Declaración de Principios, había llegado el momento
de revisar nuestra postura.

En la declaración, por primera vez, el Reino
Unido se comprometía a respetar los deseos de los
habitantes de Irlanda del Norte sobre su estado político,
e Irlanda renunciaba a su reivindicación histórica
respecto de los seis condados del norte hasta que una
mayoría de ciudadanos votara para cambiar su estado. Los
unionistas más moderados y los partidos nacionalistas
irlandeses apoyaban el tratado con cautela. El reverendo Ian
Paisley, líder el Partido Unionista Democrático, de
tendencias extremistas, creía que el acuerdo era un
ultraje. Gerry Adams y el Sinn Fein estaban decepcionados porque
los principios no concretaban la forma en que se
desarrollaría el proceso de paz y qué papel
tendría el Sinn Fein. A pesar de las respuestas ambiguas,
los gobiernos británicos e irlandés claramente
estaban presionando a todos los partidos para que colaboraran con
ellos en el camino hacia la paz.

Desde el momento en que se hizo la declaración,
los aliados de Adams en Estados Unidos me pidieron que le
concediera un visado para que visitara el país. Dijeron
que aumentaría su prestigio y su capacidad para implicarse
en el proceso y presionar al IRA para que abandonara las armas.
John Hume, líder del moderado Partido Social
Demócrata Laborista, cuya carrera estaba dedicada a la
acción no violenta, dijo que había cambiado de
opinión respecto al visado de Adams. Ahora creía
que sería un avance para el proceso de paz. Un grupo de
activistas norteamericanos de origen irlandés estaban de
acuerdo, entre ellos mi amigo Bruce Morrison, que había
organizado nuestra iniciativa para contactar con la comunidad
irlandesa en 1992, y también nuestra embajadora en
Irlanda, Jean Kennedy Smith.

En el Congreso también había gente a
favor, como su hermano, el senador Ted Kennedy, y los senadores
Chris Dodd, Pat Moynihan y John Kerry, al igual que los
congresistas por Nueva York, Peter King y Tom Manton. El portavoz
de la Cámara, Tom Foley, que llevaba tiempo dedicado a los
temas irlandeses, seguía oponiéndose firmemente a
la concesión del visado.

A principios de enero, el primer ministro
irlandés, Albert Reynolds, nos informó de que, al
igual que John Hume, ahora estaba a favor del visado porque Adams
estaba trabajando para la paz y pensaba que el visado le
daría poder de negociación para presionar al IRA,
alejarlo de la violencia y acercarlo al proceso de paz. El
gobierno británico seguía categóricamente en
contra del visado, a causa del largo historial de actos de terror
del IRA y porque Adams no había renunciado a la violencia
ni había expresado su apoyo a la Declaración de
Principios, como base para empezar a resolver el
conflicto.

Le dije a Albert Reynolds que consideraría lo del
visado si Adams recibía una invitación formal para
participar en algún acto en Estados Unidos. Poco
después, Adams, junto con los líderes de los
demás partidos de Irlanda del Norte, fue invitado a una
conferencia de paz en Nueva York organizada por un grupo de
política exterior norteamericano. Esto puso el tema del
visado sobre el tapete, y se convirtió en el primer tema
de importancia sobre el que mi equipo de asesores en
política exterior no pudo ponerse de acuerdo.

Warren Christopher, el Departamento de Estado y nuestro
embajador en Gran Bretaña, Ray Seitz, se oponían
categóricamente a la concesión del visado;
argumentaban que, puesto que Adams no quería renunciar a
la violencia, nos haría parecer débiles frente al
terrorismo y perjudicaría irreparablemente nuestra tan
cacareada «relación especial» con Gran
Bretaña, incluidas la posibilidades que tendríamos
para obtener la cooperación británica en el tema de
Bosnia y otros asuntos de importancia. El Departamento de
Justicia, el FBI y la CIA estaban de acuerdo con el Departamento
de Estado. Su unánime opinión ciertamente
tenía un peso muy importante.

Había tres personas trabajando en el tema
irlandés en el Consejo de Seguridad Nacional: Tony Lake;
la directora de gabinete del Consejo, Nancy Soderberg, y nuestra
encargada de temas europeos, la mayor de la armada, Jane Holl.
Con mi apoyo, estudiaban desde un punto de vista independiente la
cuestión del visado, al tiempo que trataban de alcanzar un
consenso con el Departamento de Estado cooperando con el
subsecretario, Peter Tarnoff. El equipo del Consejo de Seguridad
Nacional pronto estuvo seguro de que Adams estaba a favor de que
el IRA depusiera las armas, de la plena participación del
Sinn Fein en el proceso de paz, y de un futuro democrático
para Irlanda del Norte. Su análisis parecía
lógico. Los irlandeses empezaban a prosperar
económicamente, toda Europa estaba avanzando hacia una
mayor integración económica y política y la
tolerancia entre los irlandeses respecto al terrorismo
había caído en picado.

Por otra parte, el IRA era un hueso duro de roer,
formado por hombres curtidos que habían llevado una vida
de odio hacia los británicos y los unionistas del Ulster;
para ellos la idea de una coexistencia pacífica, y seguir
formando parte del Reino Unido, era un anatema. Puesto que en los
condados del norte había un 10 por ciento más de
población protestante que católica, y la
Declaración de Principios obligaba tanto a Irlanda como al
Reino Unido a un futuro democrático basado en la voluntad
de la mayoría, Irlanda del Norte probablemente
seguiría formando parte del Reino Unido durante bastante
tiempo. Adams lo sabía, pero también creía
que el terror no traería ninguna victoria; parecía
sincero cuando decía que su deseo era que el IRA depusiera
las armas a cambio del fin de la discriminación y del
aislamiento que sufrían los católicos.

Basándose en este análisis, el CSN
determinó que debíamos conceder el visado, pues
impulsaría el margen de maniobra de Adams en el Sinn Fein
y con el IRA, respaldado por la creciente influencia
norteamericana. Esto era importante, pues a menos que el IRA
renunciara a la violencia y el Sinn Fein participara en el
proceso de paz, el conflicto irlandés no podría
resolverse.

El debate se prolongó hasta unos días
antes de que la conferencia se iniciara, con los aliados del
gobierno británico y de Adams en el Congreso, y la
comunidad irlandesa de Estados Unidos subiendo el tono de sus
declaraciones. Escuché cuidadosamente a ambas partes,
incluidos una apasionada súplica de última hora de
Warren Christopher de que no lo hiciéramos y un mensaje de
Adams diciendo que el pueblo irlandés se estaba
arriesgando por la paz y que yo también debía
arriesgarme. Nancy Soderberg dijo que se había
reconciliado con la idea del visado porque había llegado a
la convicción de que Adams hablaba en serio respecto al
proceso de paz y que, en el momento actual, no podía ser
más claro de lo que ya había sido sobre su deseo de
abandonar la violencia, sin perjudicar su posición dentro
del Sinn Fein y de cara al IRA. Nancy había sido mi
asesora de política exterior desde los días de la
campaña electoral, y yo tenía un gran respeto por
su juicio.

También me impresionó que Tony Lake
estuviera de acuerdo con ella. En tanto que asesor de seguridad
nacional, Tony tenía que negociar con los
británicos muchos otros temas que podían verse
afectados negativamente por el visado. También me daba
cuenta de las implicaciones de esta decisión en el marco
de nuestros esfuerzos globales por luchar contra el terrorismo.
El vicepresidente Gore también sabía que el
contexto que rodeaba la cuestión del visado era más
amplia, e igualmente estaba a favor. Decidí emitir el
visado, pero restringirlo de forma que Adams no pudiera recaudar
fondos ni salir de Nueva York durante su estancia de tres
días.

Los británicos se pusieron furiosos. Pensaban que
Adams solo era un charlatán mentiroso que no tenía
ninguna intención de abandonar la violencia. Gran
Bretaña había padecido un intento de asesinato
contra Margaret Thatcher y habían muerto en atentados
miles de ciudadanos británicos, entre ellos niños
inocentes, funcionarios gubernamentales y un miembro de la
familia real, Lord Mountbatten, que se había encargado de
supervisar el fin del imperio británico en India. Los
partidos unionistas boicotearon la conferencia a causa de la
presencia de Adams. Durante algunos días, John Major se
negó a contestar a mis llamadas telefónicas. La
prensa británica estaba repleta de artículos y
columnas de opinión que afirmaban que había
perjudicado la especial relación que existía entre
nuestras naciones. Un titular memorable decía: «La
repugnante serpiente de Adams escupe su veneno a los
yanquis».

Parte de la prensa insinuaba que había emitido el
visado para ganarme el voto irlandés en Estados Unidos y
porque aún estaba enfadado con Major por sus intentos de
ayudar al presidente Bush durante la campaña electoral. No
era cierto. Jamás había estado tan molesto con
Major como los británicos creían y le admiraba por
la forma en que se la jugaba defendiendo la Declaración de
Principios; tenía una escasa mayoría en el
Parlamento y necesitaba los votos de los unionistas irlandeses
para conservarla. Además, despreciaba el terrorismo, como
el pueblo norteamericano; políticamente, la
decisión conllevaba muchos más problemas que
beneficios.

Concedí el visado porque pensaba que era la mejor
posibilidad que teníamos de poner fin a la violencia.
Recordé lo que solía decir Yitzhak Rabin: uno no
acuerda la paz con sus amigos.

Gerry Adams viajó a Estados Unidos el 31 de
enero, y los norteamericanos de origen irlandés favorables
a la causa le dieron una cálida bienvenida. Durante la
visita prometió trabajar dentro del Sinn Fein para que se
tomaran decisiones positivas concretas. Poco después, los
británicos aceleraron sus esfuerzos para establecer
negociaciones con los partidos de Irlanda del Norte, y el
gobierno irlandés aumentó su presión sobre
el Sinn Fein para que cooperase. Siete meses después, el
IRA declaró una tregua. La decisión del visado
había funcionado. Fue el principio de mi profunda
implicación en la larga, emocionante y compleja
búsqueda de la paz en Irlanda del Norte.

El 3 de febrero, empecé el día con mi
segundo Desayuno Nacional de Oración. La Madre Teresa era
la oradora invitada, y yo declaré que debíamos
tratar de emularla y aportar más humildad y un
espíritu de reconciliación a la política.
Esa tarde me puse manos a la obra en el tema de la
reconciliación y levanté nuestro antiguo embargo
comercial sobre Vietnam, después de la notable
colaboración que había prestado el gobierno
vietnamita para solucionar los casos de los prisioneros de guerra
y de los desaparecidos en combate que aún estaban
pendientes, y en la devolución a Estados Unidos de los
restos de los oficiales muertos.

Mi decisión recibió el firme apoyo de los
veteranos del Vietnam del Congreso, en particular de los
senadores John Kerry, Bob Kerrey y John McCain y del congresista
Pete Peterson, de Florida, que había sido prisionero de
guerra en Vietnam durante más de seis
años.

Durante la segunda semana de febrero, después del
brutal bombardeo del mercado de Sarajevo por parte de los serbios
de Bosnia en el que habían muerto docenas de inocentes, la
OTAN finalmente votó, con la aprobación del
secretario general de Naciones Unidas, a favor de un ataque
aéreo contra los serbios si no retiraban su armamento
pesado a más de veinte kilómetros de distancia de
la ciudad. Llegaba tarde, pero aun así era un voto
arriesgado para los canadienses, cuyas fuerzas en Srebrenica
estaban rodeadas por los serbios, o para los franceses,
británicos, españoles y holandeses, que
tenían un número reducido, y vulnerable, de tropas
en el territorio.

Poco después, el armamento pesado se
retiró o quedó bajo el control de Naciones Unidas.
El senador Dole aún presionaba para obtener un
levantamiento unilateral del embargo de armas, pero por el
momento a mí me bastaba con lo que habíamos
obtenido, pues por fin teníamos luz verde para los ataques
aéreos de la OTAN; además, no quería que se
utilizara nuestro abandono unilateral del embargo en Bosnia como
excusa para no respetar los embargos que apoyábamos en
Haití, Libia e Irak.

A mitad de mes, Hillary y Chelsea se fueron a
Lillehammer, Noruega, para representar a Estados Unidos en los
Juegos Olímpicos de Invierno, y yo volé a Hot
Springs para ver a Dick Kelley. Habían pasado cinco
semanas desde el funeral de Madre y quería comprobar
cómo estaba. Dick se sentía solo en su casa, donde
la presencia de Madre aún se hacía sentir en cada
habitación, pero el viejo veterano de la marina estaba
recuperando su carácter activo y ya pensaba en la forma de
seguir adelante con su vida.

Pasé las dos semanas siguientes promoviendo la
reforma sanitaria y la ley contra el crimen en distintos foros
por todo el país, y ocupándome de la
política exterior. Recibimos una excelente noticia cuando
Arabia Saudí aceptó comprar aviones norteamericanos
por valor de 6.000 millones de dólares, después de
las intensas negociaciones de Ron Brown, Mickey Kantor y el
secretario de Transporte, Federico Peña.

También nos sorprendió muchísimo
cuando el FBI arrestó al veterano agente de la CIA Aldrich
Ames, que llevaba más de treinta y un años en la
agencia, y a su esposa, y desveló uno de los casos de
espionaje más importantes de toda la historia de Estados
Unidos. Durante nueve años, Ames había ganado una
fortuna entregando información que había provocado
la muerte de más de diez de nuestros informadores en Rusia
y que había perjudicado seriamente la capacidad de
maniobra de nuestros servicios secretos. Después de
años tratando de atrapar al doble agente, que
tenían la certeza que estaba actuando desde dentro,
finalmente el FBI, con la colaboración de la CIA,
logró cazarle.

El caso Ames planteó muchos interrogantes acerca
de la vulnerabilidad de nuestro servicio de inteligencia y de
nuestra política hacia Rusia: si nos estaban espiando,
¿acaso no debíamos cancelar o suspender nuestras
ayudas económicas? En una sesión bipartidista del
Congreso, y en respuesta a las preguntas de la prensa, me
declaré contrario a la suspensión de las ayudas. En
Rusia había una lucha interna entre el ayer y el
mañana: la Rusia del ayer nos espiaba, pero nuestra ayuda
estaba apoyando a la Rusia del mañana, reforzando la
reforma democrática y económica y localizando y
eliminando su armamento nuclear. Además, los rusos no eran
los únicos que tenían espías.

Hacia finales de mes, un colono militante
israelí, ultrajado por la perspectiva de devolver
Cisjordania a los palestinos, disparó contra varios
creyentes en la Mezquita de Abraham, en Hebrón. El asesino
actuó durante el mes santo de Ramadán, en un lugar
sagrado tanto para los musulmanes como para los judíos,
donde se creía que estaba la tumba de Abraham y de su
mujer, Sarah. Parecía claro que su intención era
desencadenar una reacción violenta que desbaratase el
proceso de paz. Para evitarlo, le pedí a Warren
Christopher que se pusiera en contacto con Rabin y Arafat y les
invitara a enviar negociadores a Washington tan pronto como fuera
posible, y que se quedaran allí hasta que se hubieran
fijado pasos concretos para poner en práctica el
acuerdo.

El 28 de febrero, unos cazas de la OTAN abatieron cuatro
aviones serbios por violar la zona de exclusión
aérea, la primera acción militar en los cuarenta y
cuatro años de la historia de la alianza. Yo esperaba que
los ataques aéreos, junto con nuestro éxito al
forzar el levantamiento del sitio de Sarajevo,
convencerían a los aliados para que adoptaran una postura
más enérgica frente a la agresión serbia en
los pueblos de Tuzla, Srebrenica y en las zonas
colindantes.

Uno de estos aliados, John Major, se encontraba en
Estados Unidos ese día para hablar de Bosnia e Irlanda del
Norte. Le llevé a Pittsburgh, donde su abuelo había
trabajado en las fábricas de acero del siglo XIX. Major
pareció disfrutar por reencontrarse con sus raíces
en el corazón industrial de Estados Unidos. Esa noche se
quedó en la Casa Blanca, el primer líder extranjero
que lo hacía durante mi mandato.

Al día siguiente dimos una conferencia de prensa,
que no fue muy destacable, excepto por el mensaje general que
mandaba, que nuestro desacuerdo sobre el visado de Adams no
entorpecería la relación angloamericana ni nos
impediría colaborar estrechamente en Bosnia y en otros
temas. Major me pareció un hombre serio, inteligente y,
como ya he dicho, profundamente entregado a resolver el problema
irlandés, a pesar de que el propio esfuerzo amenazaba su
situación en el Parlamento, ya de por sí precaria.
Pensé que era mejor dirigente de lo que a menudo reflejaba
la prensa, y después de pasar aquellos dos días
juntos mantuvimos una buena y productiva relación de
trabajo.

Treinta y
ocho

Mientras yo me esforzaba en mi labor en política
exterior, la nueva situación creada por Whitewater
empezaba a tomar forma en casa. En marzo, Robert Fiske
comenzó a trabajar con energía; mandó
citaciones a diversos miembros del equipo de la Casa Blanca,
entre ellos a Maggie Williams y a Lisa Caputo, que trabajaban
para Hillary y eran amigas de Vince Foster. Mack McLarty
organizó un equipo de respuesta a Whitewater, dirigido por
Harold Ickes, para coordinar las réplicas a las preguntas
de Fiske y de la prensa, y para que el resto del equipo, y yo
mismo, pudiéramos dedicarnos a la función
pública que habíamos ido a cumplir a Washington. De
esa forma también reducíamos al mínimo las
conversaciones sobre Whitewater entre los miembros del equipo,
con Hillary o conmigo. Esas conversaciones solo servirían
para que los más jóvenes se expusieran al riesgo de
que los citaran a declarar, o a que lanzasen contra ellos ataques
políticos o procesos legales que comportarían
elevadas facturas de abogados. Había muchos intereses
creados para descubrir cualquier sombra de delito. Si no
había nada ilegal en aquel lejano negocio inmobiliario,
quizá pudieran descubrir algo negativo en la forma en que
nos enfrentábamos a ese problema.

Este sistema funcionó bastante bien para
mí. Después de todo, yo había aprendido a
llevar vidas paralelas de pequeño; la mayor parte del
tiempo, era capaz de dejar a un lado todas las acusaciones y las
insinuaciones y concentrarme en mi trabajo. Sabía que
resultaría más duro para los que jamás han
vivido bajo la amenaza permanente de ataques arbitrarios y
destructivos, especialmente en un ambiente en que cualquier
acusación comporta la presunción de culpabilidad.
Desde luego, había algunos expertos legales, como Sam
Dash, que hablaban de lo mucho que cooperábamos –en
comparación con las administraciones de Reagan y de
Nixon– porque no nos resistíamos a las citaciones y
porque entregamos todos nuestros archivos, primero al
Departamento de Justicia y luego a Fiske. Pero las reglas del
juego habían cambiado: a menos que Hillary y yo
fuéramos capaces de demostrar nuestra inocencia de
cualquier cargo del que pudieran acusarnos, la mayoría de
preguntas y noticias estaban envueltas en un tono de intensa
sospecha; el subtexto era que sin duda teníamos que haber
hecho algo malo.

Por ejemplo, cuando nuestra documentación
financiera salió publicada en la prensa, el New York Times
informó de que, a partir de una

inversión de mil dólares, Hillary
había ganado cien mil en el mercado de futuros en 1979,
con la ayuda de Jim Blair. Blair era uno de mis amigos más
cercanos, y aunque es cierto que prestó ayuda a Hillary y
a algunos amigos en la compraventa de bienes, ella corrió
sus propios riesgos y le pagó más de 18.000
dólares por sus servicios de intermediario; luego, fue
ella quien, siguiendo su propio instinto, lo dejó antes de
que el mercado se hundiera. Leo Melamed, un republicano que
había sido presidente de la Bolsa Mercantil de Chicago,
donde se compran y venden futuros sobre productos
agrícolas, revisó todas las transacciones de
Hillary y dijo que eran correctas. Pero aquello no importaba.
Durante años, nuestros detractores se refirieron a los
beneficios en los futuros que consiguió Hillary como una
supuesta prueba de corrupción.

La presunción de delito se reflejaba
también en un reportaje de Newsweek que afirmaba que
Hillary no había invertido su propio dinero en aquel
«afortunado negocio». El análisis de aquel
artículo decía estar basado en la experta
opinión del profesor Marvin Chirelstein de la Facultad de
Derecho de Columbia, una de las autoridades nacionales en derecho
mercantil y contratos, que me había dado clases en Yale y
al que nuestro abogado había pedido que revisara nuestras
declaraciones de renta de 1978-1979, el período de la
inversión en Whitewater. Chirelstein cuestionó la
historia de Newsweek; dijo que «yo jamás he dicho
nada parecido» y que se sentía «ultrajado y
humillado».

Por la misma época, la revista Time
publicó una fotografía en portada que
pretendía mostrar a George Stephanopoulos mirando por
encima de mi hombro mientras yo estaba sentado a mi mesa,
nervioso por lo de Whitewater. En realidad, la foto
correspondía a una anterior reunión de agenda
diaria en la que había más gente presente; al menos
había dos personas más en la fotografía
original. Time simplemente se limitó a
borrarlos.

En abril, Hillary dio una conferencia de prensa para
responder a las preguntas sobre sus inversiones de futuros y
sobre Whitewater. Lo hizo muy bien, y yo me sentí
orgulloso de ella. Incluso logró arrancar una carcajada de
los periodistas cuando reconoció que su creencia en que
existía una «zona de privacidad» quizá
fuera el motivo por el cual no había reaccionado tan bien
como hubiera debido cuando la prensa le preguntaba por hechos
personales de su pasado, pero que «después de
resistirme durante un tiempo, esa zona había sido
recalificada».

La presunción de culpabilidad que cayó
sobre nosotros también se hizo extensiva a otras personas.
Por ejemplo, Roger Altman y Bernie Nussbaum recibieron fuertes
críticas por sus comentarios sobre las acusaciones que la
Corporación de Resolución de Fondos (CRF)
había hecho contra Madison Guaranty, pues la CRF formaba
parte del Departamento del Tesoro, y Altman lo estaba
supervisando temporalmente. Presumiblemente, sus detractores
pensaron que Nussbaum podía estar tratando de influir en
las investigaciones de la CRF. De hecho, los comentarios se
hicieron en respuesta a las preguntas de la prensa sobre unas
filtraciones de la investigación sobre Madison, y el
comité ético del Departamento del Tesoro las
había aprobado.

Edwin Yoder, un columnista progresista de la vieja
escuela, dijo que Washington estaba siendo tomado por
«limpiadores étnicos». En una columna sobre la
reunión NussbaumAltman, dijo:

Me gustaría que alguien me explicara por
qué es tan retorcido que el equipo de la Casa Blanca
quiera obtener información procedente de otras ramas del
Ejecutivo sobre acusaciones y rumores que afectan al
presidente…

Robert Fiske consideró que los contactos entre la
Casa Blanca y el Departamento del Tesoro fueron legales, pero eso
no detuvo la campaña difamatoria contra Nussbaum y Altman.
Por esa época, a todos nuestros asesores políticos
tenían que leerles sus derechos unas tres veces al
día. Bernie Nussbaum dimitió a principios de marzo;
jamás superó mi insensata decisión de
solicitar un fiscal independiente y no quería ser una
fuente de más problemas. Altman dejó el gobierno
unos meses más tarde. Ambos eran funcionarios honestos y
capaces.

En marzo, Roger Ailes, un veterano partidario de los
republicanos que se había convertido en presidente de la
CNBC, acusó a la administración de
«encubrimiento del caso Whitewater que incluye… fraude
inmobiliario, contribuciones ilegales, abuso de poder…
encubrimiento de un suicidio… posible asesinato». Ya no
quedaba mucho de los criterios de «pruebas
verosímiles de delito».

William Safire, el columnista del New York Times que
había sido redactor para Nixon y Agnew y parecía
decidido a demostrar que todos sus sucesores eran realmente
malos, fue especialmente ferviente en sus afirmaciones infundadas
de que la muerte de Vince estaba relacionada con la conducta
ilegal de Hillary y mía. Por supuesto, la nota de suicido
de Vince decía exactamente lo contrario –que no
habíamos hecho nada malo– pero eso no impidió
a Safire especular con la posibilidad de que Vince hubiera
guardado indebidamente en su despacho archivos que
contenían información perjudicial para
nosotros.

Ahora sabemos que gran parte de la supuesta
información que alimentaba las erróneas pero
hirientes noticias que se publicaban procedía de David
Hale y de los conservadores de extrema derecha que se sirvieron
de él. En 1993, se acusó a Hale, el juez municipal
republicano de Little Rock, de defraudar a la Agencia para la
Pequeña y Mediana Empresa la cantidad de 900.000
dólares de fondos federales que tendrían que
haberse utilizado para conceder préstamos a
pequeños negocios a través de su
compañía, Capital Management Services (una
auditoría posterior de la Oficina General de Contabilidad,
el OGC, desveló que el fraude ascendía finalmente a
3,4 millones de dólares). En lugar de eso, se
entregó el dinero a sí mismo a través de una
serie de empresas fantasma.

Hale habló de sus apuros con el juez Jim Johnson,
el viejo racista de Arkansas que se había presentado a
gobernador contra Win Rockefeller en 1966 y contra el senador
Fulbright en 1968. Johnson tomó a Hale bajo su ala, y en
agosto lo puso en contacto con un grupo conservador llamado
Ciudadanos Unidos, cuyos dirigentes eran Floyd Brown y
David Bossie. Brown era el que, en 1988, había producido
los infames anuncios de Willie Horton contra Mike Dukakis. Bossie
le había ayudado a escribir un libro para la
campaña de 1992, titulado Slick Willie: Why America
Cannot Trust Bill Clinton
, en el cual el autor expresaba sus
agradecimientos «especiales» al juez Jim
Johnson.

Hale afirmó que yo le había presionado
para que prestara 300.000 dólares de Capital Management a
una compañía propiedad de Susan McDougal, con
objeto de entregárselos a los representantes
demócratas de Arkansas. A cambio, McDougal le
prestaría a Hale más de 800.000 dólares de
Madison Guaranty y le permitiría obtener otro
millón de dólares más de la Agencia para la
Pequeña y Mediana Empresa. Era una historia absurda y
falsa, pero Brown y Bossie se lo trabajaron mucho; la vendieron
de puerta en puerta. Aparentemente, Sheffield Nelson
también ayudó, pasándosela a su contacto en
el New York Times, Jeff Gerth.

Hacia marzo de 1994, los medios de comunicación
se frotaban las manos acerca de algunos documentos que
había destruido el bufete Rose; una de las cajas llevaba
las iniciales de Vince Foster. El bufete explicó que se
había destruido material no relacionado con Whitewater y
que era un procedimiento habitual para los documentos que ya no
eran necesarios. Nadie en la Casa Blanca sabía nada de las
destrucciones rutinarias de documentos prescindibles no
relacionados con Whitewater que se producían en el bufete
Rose. Además, no teníamos nada que ocultar, y
seguía sin haber la menor prueba que indicase lo
contrario.

La cosa empeoró tanto que incluso el prestigioso
periodista David Broder calificó a Bernie Nussbaum de
«desafortunado» por haber tolerado conductas
arrogantes y abusos de poder que hicieron que «las palabras
ya demasiado familiares de investigación, citación,
gran jurado, dimisión, resonaran por todo Washington
durante la pasada semana». Broder incluso llegó a
comparar las «salas de guerra» que gestionaban
nuestras campañas para el plan económico y el TLCAN
con las listas de enemigos de Nixon.

Nussbaum, desde luego, no tuvo suerte. No habría
habido investigación, citaciones ni gran jurado si le
hubiera escuchado y me hubiera negado a ceder en lo de solicitar
un fiscal independiente para «despejar el ambiente».
La única ofensa real de Bernie consistió en que
creía que yo debía actuar según la ley y los
criterios establecidos y apropiados, en lugar de plegarme a los
constantes cambios de reglas de los medios de comunicación
acerca de lo de Whitewater, cuyo único fin era conseguir
los mismos resultados que afirmaban deplorar.

El sucesor de Nussbaum, un veterano abogado de
Washington, Lloyd Cutler, se había ganado una muy buena
reputación en el establishment de Washington. Durante los
siguientes meses, su presencia y sus consejos nos ayudaron mucho,
pero ya no pudo revertir la marea de Whitewater.

Rush Limbaugh se lo estaba pasando en grande con su
espectáculo, revolcándose en el barro de
Whitewater. Afirmó que habían asesinado a Vince en
un apartamento propiedad de Hillary y que habían
trasladado su cuerpo al parque de Fort Marcy. Yo no podía
ni imaginarme qué efecto tendría aquello en la
esposa y en los hijos de Vince, ni en cómo se
sentirían. Más tarde, Limbaugh hizo una falsa
acusación según la cual «periodistas y otras
personas que están implicadas en lo de Whitewater han sido
apaleadas y acosadas en Little Rock. Algunos incluso han
muerto».

Como no era cuestión de que Limbaugh lo superara,
el ex congresista republicano Bill Dannemeyer reclamó la
convocatoria de sesiones del Congreso acerca del
«preocupante» número de personas relacionadas
conmigo que habían muerto «en circunstancias poco
habituales». La espeluznante lista de Dannemeyer
incluía a mi copresidente financiero de campaña,
Vic Raiser, y a su hijo, que habían muerto
trágicamente en un accidente de aviación en un
viaje a Alaska en 1992, y a Paul Tully, el director
político del Partido Demócrata, que había
fallecido de un ataque al corazón mientras trabaja en la
campaña en Little Rock. Yo había pronunciado los
panegíricos en ambos funerales y, más tarde,
nombré a la viuda de Vic, Molly, jefe de
protocolo.

Jerry Falwell aún superó a Dannemeyer,
emitiendo Circle of Power, un video acerca de las
«incontables personas que murieron misteriosamente»
en Arkansas; el programa insinuaba que yo era de algún
modo responsable de aquellas muertes. Luego llegó la
secuela de Falwell, The Clinton Chronicles, que
promocionó en su programa televisivo The Old Time
Gospel Hour
. En el vídeo, Dannemeyer y el juez Jim
Johnson me acusaban de estar implicado en el tráfico de
cocaína, de hacer asesinar a los testigos y de ordenar los
asesinatos de un investigador privado y de la esposa de un
policía estatal. Muchos de los «testigos»
cobraban por sus testimonios y Falwell vendió
muchísimas de esas cintas.

A medida que Whitewater se desarrollaba, yo trataba de
conservar la perspectiva y recordar que no todo el mundo era
presa de la histeria colectiva. Por ejemplo, USA Today
publicó una noticia positiva sobre Whitewater, que
incluía entrevistas con Jim McDougal, en la que afirmaba
que Hillary y yo no habíamos cometido ningún
delito, y con Chris Wade, el agente inmobiliario del norte de
Arkansas que supervisó los terrenos de Whitewater y que
también declaró que estábamos diciendo la
verdad acerca de nuestra mínima implicación en la
propiedad.

Podía entender por qué los conservadores
de extrema derecha como Rush Limbaugh, Bill Dannemeyer, Jerry
Falwell y un periódico como el Washington Times
decían esas cosas. El Washington Times era declaradamente
de derechas, estaba financiado por el reverendo Sun Myung Moon y
editado por Wes Pruden Jr., cuyo padre, el reverendo Wesley
Pruden, había sido capellán del Consejo de
Ciudadanos Blancos
en Arkansas y un aliado del juez Jim
Johnson en su cruzada fracasada contra los derechos civiles de
los negros. A lo que no daba crédito era que el New York
Times, el Washington Post y algunas personas y publicaciones que
yo siempre había respetado, y en los que había
confiado, se hubieran dejado tomar el pelo por tipos de la
calaña de Floyd Brown, David Bossie, David Hale y Jim
Johnson.

Por esas fechas ofrecí una cena en la Casa Blanca
como muestra de respeto del Mes de Historia Negra. Entre los
asistentes estaban mi viejo profesor de la facultad de derecho
Burke Marshall y su amigo Nicholas Katzenbach, que tanto
había hecho por el avance de los derechos civiles desde el
Departamento de Justicia de Kennedy. Nick se me acercó y
me dijo que estaba en la junta directiva del Washington Post, y
que se avergonzaba de la cobertura que el rotativo estaba
haciendo de lo de Whitewater, y del «terrible
perjuicio» que yo y mi presidencia estábamos
sufriendo por cargos que no tenían la menor importancia.
«¿De qué va todo esto?
–preguntó–. Porque desde luego no va del
interés del público.»

No importaba de qué iba, pero estaba funcionando.
Una encuesta en marzo indicó que la mitad de la
población pensaba que Hillary y yo mentíamos acerca
de Whitewater, y un tercio opinaba que habíamos hecho algo
ilegal. Tengo que confesar que Whitewater, y especialmente los
ataques contra Hillary, se cobraron un precio más alto de
lo que creí en un principio. Las acusaciones eran
infundadas y no había la menor prueba que las corroborase.
Yo tenía otros problemas, pero exceptuando algunas
muestras de tozudez, Hillary estaba por encima de todo reproche.
No podía soportar ver que la herían con una
acusación falsa tras otra, además teniendo en
cuenta que yo lo había empeorado todo, cediendo frente a
la ingenua idea de que un fiscal independiente aclararía
las cosas.

Tenía que esforzarme muchísimo para
controlar mi ira, y no siempre lo lograba. El gabinete y el
equipo parecían comprenderlo y toleraban mis ocasionales
estallidos, y Al Gore me ayudó a superarlos. Aunque
seguí trabajando duro y seguía disfrutando con mi
trabajo, mi estado de ánimo habitualmente alegre y mi
optimismo innato tuvieron que pasar duras pruebas, una tras
otra.

Reírse de ello ayudaba. Cada primavera se
celebraban tres cenas de prensa, que organizan el Gridiron Club,
los corresponsales de la Casa Blanca y los corresponsales de
radio y de televisión. Son una oportunidad para que la
prensa pueda reírse del presidente y de otros
políticos, y ofrecen al presidente la posibilidad de
replicar. Yo esperaba estas ocasiones con ilusión, porque
nos permitían a todos bajar un poco la guardia. Me
recordaban que la prensa no era un monolito y que la
mayoría de las personas que trabajaban en los medios era
gente buena que trataba de ser justa. También, como dicen
los Proverbios, «Un corazón feliz es una buena
medicina, pero un espíritu roto seca los
huesos
».

Me encontraba de bastante buen humor el 12 de abril en
la cena de los corresponsales de radio y televisión, y
tuve ocasión de soltar algunas frases ingeniosas, como:
«Realmente estoy encantado de estar aquí esta noche.
No sé si se lo creerán pero tengo unas tierras en
el noroeste de Arkansas que me gustaría
enseñarles»; «Algunos dicen que mis relaciones
con la prensa han estado marcadas por la autocompasión. Me
gusta pensar en ello como los límites exteriores de mi
empatía. Siento mi propio dolor»; «Faltan tres
días para el 15 de abril, y la mayoría de ustedes
tienen que estar más pendiente de mis impuestos que de los
suyos» y «¡Aún creo en un lugar llamado
Ayuda!».

La trama que más tarde Hillary calificaría
como una «gran conspiración de extrema
derecha» ha sido relatada con todo detalle en el libro de
Sidney Blumenthal The Clinton Wars, y en el de Joe
Conason y Gene Lyons, The Hunting of the President.
Hasta donde yo sé, ninguna de sus afirmaciones objetivas
ha sido refutada. Cuando esos libros se publicaron, la gente de
los medios de comunicación no especializados que
habían participado en la obsesión de Whitewater
ignoraron las acusaciones que contenían, desecharon a los
autores por considerar que eran demasiado comprensivos con
Hillary y conmigo o nos culparon por la forma en que se
llevó el problema de Whitewater y por quejarnos. Estoy
seguro de que podríamos haberlo llevado mejor, pero desde
luego ellos también.

Al principio del caso de Whitewater, se obligó a
uno de mis amigos a dimitir de su puesto en el gobierno a causa
de un delito que había cometido antes de llegar a
Washington. El bufete Rose presentó una demanda contra
Webb Hubbell ante el Colegio de Abogados de Arkansas porque,
supuestamente, había hinchado las facturas de sus clientes
y había exagerado sus dietas. Webb dimitió del
Departamento de Justicia, pero le aseguró a Hillary que no
había nada cierto en las acusaciones; afirmó que el
problema era que su suegro, Seth Ward, un hombre rico pero
irascible, se había negado a pagar al bufete Rose la
factura de un caso de violación de patentes que
habían perdido. Parecía plausible, pero no era
cierto

Resultó que Webb sí había cobrado
de más a sus clientes y, al hacerlo, había
perjudicado al bufete Rose y reducido los ingresos de todos los
socios, incluida Hillary. Si su caso se hubiera desarrollado
normalmente, posiblemente habría llegado a un acuerdo con
el bufete para devolverle el importe que habían tenido que
reembolsar a los clientes y hubiera perdido su licencia durante
un par de años. El colegio de abogados quizá
hubiera pasado su caso al fiscal del estado, o quizá no.
En todo caso, si lo hubiera hecho, Hubbell probablemente hubiera
podido evitar ir a la prisión reembolsando al bufete. En
lugar de eso, lo que sucedió es que Webb quedó
atrapado en la red del fiscal independiente.

Cuando los hechos salieron a relucir, me quedé
asombrado. Webb y yo habíamos sido amigos y
compañeros de golf durante años y pensaba que le
conocía bien. Aún creo que es un buen hombre que
cometió un error por el que tuvo que pagar un precio
demasiado alto, porque se negó a convertirse en un
peón en el juego de Starr.

Mientras todo esto sucedía, yo seguía
concentrado en la otra vía de mis vidas paralelas, para la
que había ido a Washington. En marzo, dediqué mucho
tiempo a impulsar dos leyes que pensaba que ayudarían a
los trabajadores sin título universitario. La
mayoría de las personas no podían conservar un
empleo, y ni siquiera quedarse en el mismo puesto durante el
resto de su vida, y el agitado mercado laboral las trataba de
formas muy distintas. Nuestra tasa de desempleo del 6,5 era
engañosa: en realidad era de un 3,5 por ciento para gente
con titulación universitaria; más del 5 por ciento
para los que habían cursado dos años en la
universidad; más del 7 por ciento para los que
tenían el bachillerato y se situaba por encima del 11 por
ciento para los que habían abandonado sus estudios en el
instituto.

En actos celebrados en Nashua y Keene, en New Hamsphire,
dije que quería convertir el programa del subsidio de
desempleo en un programa de reinserción laboral que
tuviera más variedad de programas de formación
mejor diseñados. Quería que el Congreso aprobara un
programa de escuelas profesionales para ofrecer de uno a dos
años de formación de calidad para los
jóvenes que no querían estudiar durante cuatro
años para sacar un título universitario. Hacia
finales de mes, pude firmar la ley Objetivos 2000.
Finalmente, teníamos un compromiso legislativo para
cumplir los objetivos nacionales de educación en los que
había trabajado en 1989, para medir el progreso de los
estudiantes y animar a los distritos escolares locales para que
adoptaran las reformas más prometedoras. Fue un buen
día para el secretario Dick Riley.

El 18 de marzo, el presidente Alja Izetbegovic, de
Bosnia, y el presidente Franjo Tudjman, de Croacia, estuvieron en
la Casa Blanca para firmar un acuerdo que se había
negociado con la ayuda de mi enviado especial, Charles Redman;
según ese pacto, se establecía una
federación en las zonas de Bosnia en las que la gente de
su etnia era mayoría y se fijaba un calendario para
avanzar hacia la confederación con Croacia. La lucha entre
musulmanes y croatas no había sido tan grave como la que
ambas partes habían librado contra los serbios bosnios,
pero aun así el acuerdo era un paso importante hacia la
paz.

Los últimos días de marzo marcaron el
principio de una grave crisis con Corea del Norte. Después
de que en febrero se aceptara que entraran los inspectores de la
Agencia Internacional para la Energía Atómica
(AIEA) y verificaran las instalaciones nucleares declaradas, el
15 de marzo Corea del Norte les impidió seguir realizando
su trabajo. Los reactores que estaban analizando funcionaban con
barras de combustible. Una vez las barras se habían
desgastado y habían cumplido su función original,
el combustible usado podía transformarse en plutonio, en
cantidades suficientes para fabricar armas nucleares.
Además, Corea del Norte planeaba construir dos reactores
más grandes, que podrían haber producido muchas
más barras de combustible usadas. Las barras eran un
activo peligroso en manos del país más aislado del
mundo, una nación pobre que ni siquiera podía
alimentar a su pueblo y podía tener la tentación de
vender el plutonio al comprador equivocado.

En una semana decidí enviar misiles Patriot a
Corea del Sur y pedir a Naciones Unidas que impusiera sanciones
económicas contra Corea del Norte. Como Bill Perry dijo a
un grupo de editores y periodistas, yo estaba decidido a impedir
que Corea del Norte fabricara un arsenal nuclear, incluso a
riesgo de entrar en guerra. Con el fin de asegurarnos
completamente de que los norcoreanos sabían que
íbamos en serio, Perry siguió haciendo
declaraciones categóricas durante los siguientes tres
días en las que afirmaba que incluso no
descartábamos un ataque militar preventivo.

Mientras, Warren Christopher se aseguró de que
nuestro mensaje mantuviera el equilibrio adecuado. El
Departamento de Estado dijo que preferíamos una
solución pacífica y nuestro embajador en Corea del
Sur, Jim Laney, describió nuestra posición como de
«vigilancia, firmeza y paciencia». Yo creía
que si Corea del Norte era realmente consciente de nuestra
posición, así como de los beneficios
políticos y económicos de abandonar su programa
nuclear a favor de la cooperación con sus vecinos y con
Estados Unidos, podríamos arreglarlo. Si no, Whitewater
pronto parecería el espectáculo de segunda que en
realidad era.

El 26 de marzo, me encontraba en Dallas para tomarme un
feliz fin de semana de descanso y ser el padrino en la boda de mi
hermano con Molly Martin, una hermosa mujer que conoció
cuando, tras pasar unos años en Nashville, se mudó
a Los Angeles con la esperanza de relanzar su carrera musical.
Estaba verdaderamente contento por Roger. El día
después de la boda, todos fuimos a ver a los Arkansas
Razorbacks vencer a la Universidad de Michigan en los cuartos de
final de la liga de baloncesto universitaria. Esa semana
salí en la portada de Sports Illustrated con un
chándal de los Razorbacks; en las páginas
interiores había una fotografía mía botando
una pelota de baloncesto. Después de la cobertura
informativa que había recibido en los últimos
tiempos, el reportaje fue como maná caído del
cielo. Una semana más tarde estaba en el pabellón
de Charlotte, Carolina del Norte, cuando Arkansas se hizo con el
campeonato nacional tras vencer a Duke por 76 a 72.

El 6 de abril, el juez Harry Blackmun anunció que
se jubilaba de la Corte Suprema. Hillary y yo nos habíamos
hecho amigos del juez Blackmun y de su esposa, Dotty, durante los
fines de semana del Renacimiento. Era un buen hombre, un juez
excelente y una voz moderada en la Corte Rehnquist. Sabía
que le debía al país un sustituto digno. Mi primera
opción fue el senador George Mitchell, que, un mes
atrás, había anunciado que dejaba el Senado. Era un
buen líder de la mayoría, había sido muy
leal conmigo y me había ayudado mucho, pero no estaba nada
claro que pudiéramos conservar el escaño en las
elecciones de noviembre.

No quería que dejara el Senado, pero me animaba
la perspectiva de nombrar a George para la Corte Suprema.
Había sido juez federal antes de ir al Senado, y
sería una personalidad de peso en la Corte, alguien capaz
de mover votos y cuya voz sería escuchada, incluso aunque
solo fuera para discrepar con él. Por segunda vez en cinco
semanas, Mitchell rechazó mi propuesta. Dijo que si dejaba
el Senado en ese momento, las pocas posibilidades que
teníamos de aprobar la reforma sanitaria se
evaporarían, con lo que perjudicaría al pueblo
norteamericano, a los demócratas que se presentaban a la
reelección y a mi presidencia.

Pronto me decidí por otros dos candidatos: el
juez Stephen Breyer, que ya había sido vetado, y el juez
Richard Arnold, presidente del octavo circuito de la Corte de
Apelación, cuya sede está en St. Louis y que
comprende a Arkansas dentro de su jurisdicción. Arnold era
un ex ayudante de Dale Bumpers y procedía de una larga
estirpe de distinguidos abogados de Arkansas. Probablemente era
el hombre más brillante de la judicatura federal. Se
graduó el primero de su promoción en Yale y en la
Facultad de Derecho de Harvard, y había aprendido
latín y griego, en parte para poder leer textos
bíblicos primitivos. Le habría nominado de no ser
por el hecho de que estaba sometido a un tratamiento contra el
cáncer y el pronóstico no estaba claro.

Mis predecesores republicanos habían llenado los
tribunales federales con jóvenes conservadores que
durarían mucho tiempo, y yo no quería arriesgarme a
entregarles un cargo más. En mayo, tomé la
decisión de nominar al juez Breyer. Estaba igualmente
cualificado y me había impresionado durante nuestra
anterior entrevista, cuando el juez White dimitió. Breyer
sería confirmado fácilmente. Me complace decir que
Richard Arnold sigue ejerciendo con buena salud en el octavo
distrito y que aún jugamos al golf de vez en
cuando.

A principios de abril, la OTAN volvió a
bombardear Bosnia, esta vez para poner fin al sitio de Gorazde.
El mismo día, la violencia en masa se desató en
Ruanda. Un accidente de avión en el que fallecieron el
presidente de Ruanda y el presidente de Burundi fue la chispa que
entregó al país a una horrible matanza, con la que
los líderes de la mayoría hutu pretendían
exterminar a la tribu de los tutsis y a sus simpatizantes hutus.
Los tutsis solo constituían el 15 por ciento de la
población, pero tenían fama de tener en sus manos
un desproporcionado poder económico y político.
Ordené la evacuación de todos los civiles
norteamericanos y envié tropas para garantizar su
seguridad. Al cabo de cien días, más de ochocientas
mil personas habían sido asesinadas, la mayoría con
machetes, en un país con tan solo ocho millones de
habitantes. Nos preocupaba tanto Bosnia y teníamos tan
cercano el recuerdo de lo sucedido en Somalia apenas seis meses
atrás –además de que el Congreso se
oponía a despliegues militares en zonas distantes que no
fueran vitales para nuestros intereses nacionales–, que ni
yo ni nadie de mi equipo de política exterior se
concentró adecuadamente en el envío de tropas para
detener aquella carnicería. Con unos miles de soldados y
la ayuda de nuestros aliados, incluso teniendo en cuenta el
tiempo que nos llevaría el despliegue, podríamos
haber salvado muchas vidas. El fracaso en detener la tragedia de
Ruanda se convirtió en uno de los grandes pesares de mi
presidencia.

En mi segundo mandato, y después de abandonar la
presidencia, hice lo que estuvo en mi mano por ayudar a los
ruandeses a reconstruir su país y sus vidas. Hoy, por
invitación del presidente Paul Kagame, Ruanda es uno de
los países donde mi fundación trabaja para contener
la epidemia del SIDA.

Richard Nixon murió el 22 de abril, un mes y un
día después de escribirme una notable carta de
siete páginas acerca de su reciente viaje a Rusia,
Ucrania, Alemania e Inglaterra. Nixon dijo que me había
ganado el respeto de los dirigentes que había visitado, y
que no podía dejar que Whitewater o cualquier otro asunto
del plano interior «distrajera mi atención de
nuestra principal prioridad en política exterior: la
supervivencia de la libertad económica y política
en Rusia». Le preocupaba la posición política
de Yeltsin y el auge del antiamerica nismo en la Duma, y me
instó a que conservara mi estrecha relación con
Yeltsin, pero que también entrara en contacto con los
demás demócratas de Rusia. Debía mejorar el
diseño y la gestión de nuestro programa de ayuda
exterior y poner a un empresario al frente de las iniciativas
destinadas a atraer proyectos de inversión para Rusia.
Nixon dijo que debíamos desenmascarar y denunciar al
ultranacionalista Zhirinovsky como «el fraude que es»
en lugar de eliminarlo, y que debíamos tratar de
«mantener divididos a los malos, Zhirinovsky, Rutskoi y los
comunistas, y coaligar en la medida de lo posible a los buenos
–Chernomyrdin, Yavlinski, Shahrai, Travkinen– un
frente común para la reforma responsable».
Finalmente, Nixon dijo que no debía repartir nuestra ayuda
económica por toda la ex Unión Soviética,
sino concentrar nuestros recursos, más allá de
Rusia, en Ucrania: «Es indispensable». La carta era
un tour de force, puro Nixon en su mejor momento, en la octava
década de su vida.

Todos los ex presidentes que estaban vivos asistieron al
funeral del presidente Nixon, en los terrenos de su biblioteca
presidencial, su lugar de nacimiento. Me sorprendió un
poco que su familia me pidiera que dijera unas palabras, junto
con Bob Dole, Henry Kissinger y el gobernador de California, Pete
Wilson, que había trabajado de joven con Nixon. En mi
intervención, expresé mi agradecimiento hacia
él por sus «sabios consejos, especialmente en lo
relativo a Rusia»; destaqué su permanente y
lúcido interés en Estados Unidos y en el mundo y
mencioné su llamada y la carta que me envió un mes
antes de su muerte. Me referí a Watergate indirectamente,
con un ruego de reconciliación: «Hoy es un
día para que su familia, sus amigos y su país
recuerden la vida del presidente Nixon en toda su
extensión… ojalá llegue el día en que ya
no se juzgue al presidente Nixon por otra cosa que no sea toda su
vida y su carrera».

A algunos de los detractores demócratas de Nixon
no les gustó lo que dije. Nixon había hecho muchas
otras cosas aparte de Watergate que yo desaprobaba: la lista de
enemigos, la prolongación de la guerra de Vietnam y los
repetidos bombardeos, la explotación del miedo al
comunismo para vencer a sus oponentes al Congreso y al Senado en
California. Pero también había abierto las puertas
de China; aprobado las leyes que crearon la Agencia de
Protección Medioambiental, la Corporación de
Servicios Legales y la Administración de Sanidad y
Seguridad Laboral y había apoyado la discriminación
positiva. Comparado con los republicanos que se hicieron con el
control del partido en la década de los ochenta y los
noventa, el presidente Nixon era un progresista
fanático.

El día después del funeral, llamé
al programa de Larry King porque estaba entrevistando a Dick
Kelley y James Morgan sobre el libro de Madre, Leading with
My Heart
, que acababa de publicarse. Le dije a Larry que
cuando regresé del viaje al extranjero al que tuve que ir
después de su funeral, me sorprendí a mitad de
camino hacia el teléfono de la cocina antes de darme
cuenta de que ya no podría volver a llamarla ningún
domingo más. Tendrían que pasar meses hasta que ya
no sintiera la necesidad de hacer esa llamada semanal.

El 29 de abril, con la casi totalidad del gabinete
presente, recibí en el Jardín Sur a los jefes
tribales nativos norteamericanos y a los oriundos de Alaska; por
lo visto, entraban a la Casa Blanca por primera vez desde la
década de 1820. Algunos de ellos eran tan ricos gracias al
juego indio, que volaron a Washington en sus aviones
particulares. Otros, que vivían en reservas aisladas, eran
tan pobres que tuvieron que hacer una colecta entre sus tribus
para obtener suficiente dinero para el billete de avión.
Me comprometí a respetar sus derechos a la
autodeterminación, a la soberanía tribal, a la
libertad religiosa y a trabajar para mejorar su relación
con el gobierno federal. También firmé decretos
presidenciales que garantizaban que cumpliríamos nuestros
compromisos. Finalmente, prometí hacer más para
apoyar la educación, la sanidad y el desarrollo
económico de las tribus más pobres.

Hacia finales de abril, estaba claro que habíamos
perdido la batalla de comunicación de la sanidad. Un
artículo del Wall Street journal del 29 de abril ilustra
la campaña de desinformación de 300 millones de
dólares que habían lanzado contra
nosotros:

El llanto del bebé está lleno de
angustia y la voz de la madre está teñida de
desesperación. «Por favor», suplica al
auricular, mientras busca ayuda para su niño
enfermo.

«Lo sentimos; el centro sanitario
gubernamental se encuentra cerrado en estos momentos –dice
la voz grabada en la cinta–. Sin embargo, si se trata de
una emergencia, puede llamar a 1800GOBIERNO.» Así lo
hace, pero solo oye otra grabación: «Lo lamentamos,
todos los representantes sanitarios se encuentran ocupados en
estos momentos. Por favor, siga al teléfono y en cuanto
esté disponible el primer… ».

«¿Por qué se hizo cargo de todo
el gobierno? –pregunta lamentándose–. Necesito
que me devuelvan a mi médico de
familia

El artículo proseguía y decía que
el único problema de este anuncio de radio, producido por
un grupo con sede en Washington denominado Americanos por la
Reforma Fiscal, era que lo que decía no era
cierto.

Otra campaña masiva por correo directo, llevada a
cabo por un grupo llamado Consejo Americano para la Reforma
Sanitaria, sostenía que según el plan Clinton, la
gente corría el riesgo de pasar cinco años en la
cárcel si adquirían más de un seguro
médico. De hecho, nuestro plan afirmaba
explícitamente que la gente tenía absoluta libertad
para hacerse de cuantas pólizas médicas
quisiera.

La campaña se basaba en mentiras, pero
funcionaba. De hecho, una encuesta conjunta del Wall Street
journal y la NBC News publicada el 10 de marzo en un
artículo titulado «Muchos no saben que en realidad
les gusta el Plan Clinton», indicaba que cuando a la gente
le preguntaban por nuestro plan sanitario, la mayoría se
oponía. Pero cuando se les pedía que dijeran
qué deseaban de un plan sanitario, las principales
condiciones que se hallaban en nuestro plan recibían el
apoyo de más del 60 por ciento de la gente. El
artículo proseguía: «Cuando al grupo se les
lee una descripción de la propuesta de ley Clinton sin
identificarla como el plan del presidente, junto con las otras
cuatro principales propuestas del Congreso, el plan Clinton es la
primera elección de todos los
encuestados».

Los autores de la encuesta, un republicano y un
demócrata, afirmaban en el artículo: «La Casa
Blanca debería considerar estos resultados satisfactorios
y preocupantes. Satisfactorios porque las ideas básicas
que han incluido en su plan son las correctas, en opinión
de mucha gente. Pero también preocupantes porque
claramente no han sabido comunicarlo al público, y en ese
sentido han cedido demasiado ante los grupos de
interés».

A pesar de ésto, el Congreso avanzaba
rápidamente. Se había enviado la ley a cinco
comités en el Congreso, tres en la Cámara de
Representantes y dos en el Senado. En abril, el comité de
Trabajo de la Cámara votó una ley de sanidad que,
de hecho, era más extensa que la nuestra. Los otros cuatro
comités estaban trabajando duramente para tratar de
conseguir un consenso.

La primera semana de mayo fue otro ejemplo de
cómo las cosas sucedían todas a la vez.
Respondí a las preguntas de los periodistas
internacionales en el marco de un foro global impulsado por el
centro del presidente Carter en la sede de la CNN, en Atlanta.
Felicité a Rabin y Arafat por su acuerdo respecto al
traspaso de Gaza y Jericó. Promoví frente a la
Cámara de Representantes la aprobación de una
prohibición de armas de asalto, y me alegré de que
fuera aprobada por una ventaja de dos votos, frente a la feroz
oposición de la ANR. Anuncié que Estados Unidos
aumentaría sus ayudas a Sudáfrica en los
días posteriores a sus primeras elecciones
democráticas no segregadas; también dije que Al y
Tipper Gore, Hillary, Ron Brown y Mike Espy encabezarían
nuestra delegación en la ceremonia de investidura del
presidente Mandela.

Celebré un acto en la Casa Blanca para llamar la
atención específicamente sobre los problemas de las
mujeres que no contaban con seguro médico ni cobertura
sanitaria. Aumenté las sanciones económicas contra
Haití a causa de la permanente persecución,
asesinato y mutilación de los seguidores de Aristide por
parte del teniente general Raoul Cédras. Nombré a
Bill Gray, jefe del Fondo Escolar de Negros Unidos y ex
presidente del Comité Presupuestario del Congreso, asesor
especial mío y de Warren Christopher sobre Haití. Y
Paula Jones me demandó. Fue una semana de lo más
habitual.

La primera aparición en público de Paula
Jones había tenido lugar el anterior mes de febrero, en la
convención del Comité de Acción
Política Conservadora en Washington, donde Cliff Jackson
la presentó, supuestamente con objeto de «limpiar su
nombre». En el artículo de David Brock en el
American Spectator, basado en las afirmaciones de los
policías estatales de Arkansas, una de sus acusaciones era
que yo había mantenido un encuentro con una mujer en una
suite de un hotel en Little Rock, y que, más tarde, ella
le dijo al policía que la había llevado allí
que quería ser mi «novia fija».

Aunque en el artículo solo aparecía
identificada como Paula, Jones afirmó que su familia y sus
amigos la habían reconocido al leer el artículo.
Declaró que quería limpiar su nombre, pero en lugar
de demandar al Spectator por difamación, me acusó
de acosarla sexualmente y dijo que, después de que ella
rechazara mis insinuaciones no deseadas, le negaron el aumento
anual de sueldo que normalmente reciben los empleados federales.
En esa época era una administrativa que trabajaba en la
Comisión de Desarrollo Industrial de Arkansas.
Inicialmente, el debut de Jones con Cliff Jackson no obtuvo
demasiada publicidad, pero el 6 de mayo, dos días antes de
que el supuesto delito prescribiera, presentó una demanda
contra mí en la que exigía una indemnización
de 700.000 dólares por mi presunto acoso.

Antes de presentar la demanda, el primer abogado de
Jones se puso en contacto con un hombre que yo conocía en
Little Rock. Este llamó a mi oficina; nos informó
de que el abogado le había dicho que su caso no se
sostenía, y que si le pagaba 50.000 dólares y la
ayudaba a ella y a su marido, Steve, que resultó ser un
conservador que me odiaba, a conseguir empleos en Hollywood, no
me demandaría. No pagué un centavo porque no la
había acosado sexualmente y, al contrario de lo que
sostenía en su otra acusación, había
recibido su aumento anual de sueldo. Ahora tenía que
contratar a otro abogado para defenderme: se lo pedí a Bob
Bennett, de Washington.

Pasé el resto del mes de mayo impulsando la Ley
de la Sanidad y la Ley Contra el Crimen por todo el país,
pero siempre había otras cosas en marcha. La mejor de
todas, de lejos, era el nacimiento de nuestro primer sobrino,
Tyler Cassidy Clinton, que Roger y Molly trajeron al mundo el 12
de mayo.

El 18 de ese mismo mes firmé una importante ley
de reforma de los programas Head Start, en la que los
secretarios Shalala y Riley habían trabajado mucho;
aumentaba el número de niños pobres que
podían acogerse al programa preescolar, mejoraba su
calidad y, por primera vez desde que se puso en marcha nuestra
iniciativa Early Head Start, ofrecía servicios
para niños menores de tres años.

Al día siguiente recibí al primer ministro
P.V. Narasimha Rao, de India, en la Casa Blanca. La Guerra
Fría y una diplomacia torpe habían mantenido a
India y a Estados Unidos distanciados durante demasiado tiempo.
Con una población de casi 1.000 millones de habitantes,
India era el mayor país democrático del mundo.
Durante las tres décadas anteriores, las tensiones con
China la habían acercado a la Unión
Soviética, y la Guerra Fría había empujado a
Estados Unidos a acercarse al vecino de India, Paquistán.
Desde su independencia, ambas naciones habían quedado
atrapadas en una disputa cruel y aparentemente interminable por
Cachemira, la región de mayoría musulmana situada
en el norte de India. Con el final de la Guerra Fría,
pensé que tenía la oportunidad, así como la
obligación, de mejorar las relaciones entre India y
Estados Unidos.

El principal escollo era el conflicto entre nuestros
esfuerzos por limitar la proliferación de armas nucleares
y la firme voluntad de India de desarrollar su arsenal, que los
indios veían como un elemento disuasivo necesario frente
al arsenal nuclear de China y un requisito previo para
convertirse en una potencia mundial. Paquistán
también había desarrollado su propio programa
nuclear, con lo que se creaba una peligrosa situación en
el subcontinente indio. Mi opinión era que los arsenales
nucleares aumentaban la inseguridad tanto de India como de
Paquistán, pero los indios no lo veían de esa forma
y estaban decididos a no dejar que Estados Unidos interfiriera en
lo que consideraban su prerrogativa legítima de
desarrollar su programa nuclear. Aun así, los indios
querían mejorar nuestras relaciones tanto como yo. A pesar
de que no resolvimos nuestras diferencias, el primer ministro Rao
y yo rompimos el hielo y empezamos un nuevo capítulo en
las relaciones indonorteamericanas, que siguieron
haciéndose más cálidas durante mis dos
mandatos y posteriormente.

El día que conocí al primer ministro Rao,
Jackie Kennedy Onassis moría después de su batalla
contra el cáncer; solo tenía sesenta y cuatro
años. Jackie era uno de nuestros grandes iconos
públicos más privados; para mucha gente era la
imagen misma de la elegancia, la gracia y el dolor. Para los que
tuvieron la fortuna de conocerla, era lo que parecía ser,
pero mucho más: una mujer animada y llena de vida, una
buena madre y una buena amiga. Yo sabía cuánto la
echarían de menos sus hijos, John y Caroline, y su
compañero, Maurice Tempelsman. También Hillary;
para ella, había sido una fuente de constante aliento,
sensatos consejos y auténtica amistad.

A finales de mayo, debía decidir si quería
extender el estado de Nación Más
Favorecida
(NMF) a China. El término NMF es una
fórmula que desorienta un poco, pero sirve para calificar
unas relaciones comerciales normales sin aranceles
extraordinarios u otras barreras al libre comercio. Estados
Unidos mantenía un considerable déficit comercial
con China, que fue creciendo a lo largo de los años, pues
adquiríamos entre el 35 y el 40 por ciento de las
exportaciones chinas. Después de los disturbios en la
plaza de Tiananmen y la represión subsiguiente contra los
disidentes, los norteamericanos de casi todo el espectro
político pensaban que la administración Bush se
había apresurado al reestablecer relaciones normales con
Pekín.

Durante la campaña electoral yo había
criticado duramente la política del presidente Bush, y en
1993 emití un decreto presidencial en el que exigía
avances en determinados temas, desde la emigración hasta
los derechos humanos, pasando por los prisioneros condenados a
trabajos forzados, antes de extender la calificación de
NMF a China. En mayo, Warren Christopher me mandó un
informe en el que decía que todos los casos de
emigración estaban resueltos; que habíamos firmado
un memorándum de acuerdo sobre la forma de hacer frente a
la cuestión de los trabajos forzados y que, por primera
vez, China había afirmado que se adheriría a la
Declaración Universal de los Derechos Humanos. Por otro
lado, proseguía Christopher, seguía habiendo abusos
contra los derechos humanos: se arrestaba y encarcelaba a los
disidentes políticos pacíficos y se
reprimían las tradiciones culturales y religiosas de
Tíbet.

China era extremadamente sensible respecto a las
«interferencias» de otras naciones en su
política interior. Los dirigentes chinos también
pensaban que ya tenían que hacer frente a suficientes
cambios, con su programa de modernización económica
y los grandes desplazamientos de población desde las
provincias del interior hasta las ciudades de la costa, que
estaban experimentando un importante auge. Puesto que nuestro
compromiso había dado algunos frutos positivos,
decidí, con el apoyo unánime de mi equipo de
política exterior y mis asesores económicos,
extender el estatus de NMF a China y, para el futuro, separar
nuestros esfuerzos en pro de los derechos humanos del tema del
comercio.

Estados Unidos se jugaba mucho al atraer a China a la
comunidad global. Un mayor volumen de intercambio comercial y de
relación llevaría más prosperidad a los
ciudadanos chinos, así como más contacto con el
mundo exterior y más cooperación con problemas como
los de Corea del Norte, cuando fuera necesario. Ese aumento del
comercio también generaría más respeto por
la legislación internacional y, al menos lo
esperábamos, el avance de la libertad personal y de los
derechos humanos.

La primera semana de junio, Hillary y yo fuimos a Europa
para celebrar el cincuenta aniversario del día D, el 6 de
junio de 1944, cuando Estados Unidos y sus aliados cruzaron el
canal de la Mancha y desembarcaron en las playas de
Normandía. Fue la mayor invasión naval de la
historia y marcó el principio del fin de la Segunda Guerra
Mundial en Europa.

El viaje empezó en Roma, con una visita al
Vaticano para ver al papa y al nuevo primer ministro italiano,
Silvio Berlusconi, el mayor propietario de medios de
comunicación del país y que se estrenaba en
política; había formado una curiosa
coalición con un partido de extrema derecha que despertaba
comparaciones con el fascismo. A pesar de su lenta
recuperación de una pierna rota, su santidad el papa Juan
Pablo II estaba lleno de energía cuando hablaba de temas
mundiales, desde si se podía garantizar la libertad
religiosa en China hasta las posibilidades de cooperación
con los países musulmanes moderados, pasando por nuestras
diferencias sobre los mejores métodos para limitar la
explosión de la natalidad y promover el desarrollo
sostenible para las naciones pobres.

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