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Análisis del libro "MI vida (parte II)" de Williams Bill Clinton (página 7)



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Berlusconi era, en muchos aspectos, el primer
político italiano de la era de la televisión:
carismático, con una fuerte voluntad y decidido a
implantar su propio estilo de disciplina y de dirección en
la vida política italiana, conocida por su inestabilidad.
Sus detractores le acusaban de tratar de imponer un orden
neofascista en Italia, una acusación que él
rechazaba enérgicamente. Me tranquilizaron las
garantías de Berlusconi de que estaba comprometido a
preservar la democracia y los derechos humanos, a mantener la
histórica relación entre Italia y Estados Unidos y
a cumplir las responsabilidades de Italia en la OTAN en lo
relativo a Bosnia.

El 3 de junio, pronuncié un discurso en el
cementerio norteamericano de Nettuno, en un tiempo escenario de
una desgarradora contienda y ahora repleto de pinos y cipreses.
Fila tras fila, las lápidas de mármol mostraban los
nombres de los 7.862 soldados que yacían allí. Los
nombres de otros 3.000 soldados norteamericanos cuyos cuerpos
jamás se recuperaron están inscritos en una capilla
cercana. Todos murieron demasiado jóvenes, por la
liberación de Italia. Este fue el teatro de operaciones en
el que participó mi padre.

Al día siguiente fuimos a Inglaterra, a la base
de las fuerzas aéreas de Mildenhall, cerca de Cambridge,
donde visitamos otro cementerio norteamericano, éste con
los nombres de 3.812 pilotos, soldados y marinos que estaban
destacados allí, y otro Muro de los Ausentes con
más de 5.000 nombres, entre ellos dos que jamás
volvieron de sus vuelos por encima del canal: Joe Kennedy Jr., el
mayor de los hijos de Kennedy, que todo el mundo pensaba que se
convertiría en el político de la familia; y Glenn
Miller, el director de orquestra de las bigbands, cuya
música causó furor durante la década de los
cuarenta. En el acto, la banda de las fuerzas aéreas
tocó la canción más característica de
Miller, «Moonlight Serenade».

Después de una reunión con John Major en
Chequers, la residencia de campo, del siglo XV, del primer
ministro británico, Hillary y yo asistimos a una colosal
cena en Portsmouth, donde me sentaron junto a la reina. Me
cautivaron su gracia, su inteligencia y la agudeza que desplegaba
cuando comentaba temas de interés público, mientras
me tanteaba para obtener información y descubrir mis
puntos de vista, sin aventurarse demasiado a expresar sus
opiniones políticas, algo prohibido para el jefe de estado
británico. Me dio la impresión de que, de no haber
sido por las circunstancias de su nacimiento, su majestad
quizá se hubiera convertido en un político o en un
diplomático de éxito. En su caso, tenía que
ser ambas cosas sin parecer ninguna de ellas.

Después de la cena, la familia real nos
invitó a su yate, el HMS Britannia, donde tuvimos el
placer de pasar un rato con la reina madre, que a sus noventa y
tres años estaba llena de vitalidad y era encantadora, con
unos ojos luminosos y penetrantes. A la mañana siguiente,
el día antes del día D, asistimos todos a la misa
militar, la ceremonia religiosa en recuerdo de las «fuerzas
entregadas» a la batalla. La princesa Diana, que estaba
separada pero no divorciada del príncipe Carlos,
también asistió. Después de saludarnos a
Hillary y a mí, se fue hacia la multitud para estrechar la
mano de sus conciudadanos, que estaban obviamente muy contentos
de verla. Durante el poco tiempo que pasé con Carlos y
Diana, ambos me gustaron mucho y deseé que la vida les
hubiera tratado de un modo distinto.

Cuando la misa terminó, subimos a bordo del
Britannia para almorzar; zarpamos para cruzar el canal de la
Mancha, rodeados de una enorme flota de barcos. Después de
navegar durante un rato, nos despedimos de la familia real y
subimos a bordo de un pequeño barco tripulado por los
SEAL, que nos llevó hasta el portaaviones George
Washington, en el que hicimos el resto del viaje. Hillary y yo
disfrutamos de la cena acompañados de algunos de los seis
mil marineros y marines que formaban la tripulación del
barco, y yo me dediqué a pulir mis discursos.

El día D, hablé en Pointe du Hoc, en la
playa de Utah, y en el cementerio norteamericano de
Collevillesur-Mer. Cada uno de estos lugares estaba lleno de
veteranos de la Segunda Guerra Mundial.

También di un paseo por la playa de Utah con tres
veteranos, uno de los cuales había ganado una Medalla de
Honor por su heroísmo en ese día aciago, cincuenta
años atrás. Era la primera vez que regresaba a
aquel lugar. Me dijo que estábamos caminando casi en el
sitio exacto en el que él había desembarcado en
1944. Luego señaló más allá de la
playa y me dijo que su hermano había caído unos
metros más lejos. Dijo: «Es curioso como es la vida,
¿no? Yo gané la Medalla de Honor y mi hermano
murió en combate». «¿Aún le echa
de menos, verdad?», le pregunté. Jamás
olvidaré su respuesta: «Cada día de mi vida,
durante cincuenta años».

En la ceremonia me presentó Joe Dawson, de Corpus
Christi, Texas, que cuando era un joven capitán fue el
primer oficial en alcanzar con éxito la cima de los
imponentes acantilados de Normandía bajo un implacable
fuego alemán. Casi 9.400 norteamericanos murieron en
Normandía, entre ellos treinta y tres pares de hermanos,
un padre y su hijo y once hombres de la pequeña
población de Bedford, Virginia. Reconocí que los
que habían sobrevivido y regresado al escenario de su
triunfo «quizá caminaban con menos empuje y eran
cada vez menos. Pero cuando eran jóvenes, estos hombres
salvaron al mundo».

Al día siguiente fui a París para reunirme
con el alcalde Jacques Chirac, pronunciar un discurso frente a la
Asamblea Nacional Francesa en el Palais Bourbon y asistir a una
cena organizada por el presidente Francois Mitterrand en el
palacio del Elíseo. Al término de la misma, hacia
medianoche, me sorprendí cuando Mitterrand me
preguntó si a Hillary y a mí nos gustaría
ver el «Nuevo Louvre», la magnífica
creación de un arquitecto norteamericano de origen chino,
I. M. Pei. Mitterrand tenía unos setenta años y no
gozaba de buena salud, pero tenía muchas ganas de
mostrarnos la más reciente obra maestra de
Francia.

Cuando Francois, la embajadora norteamericana Pamela
Harriman, Hillary y yo llegamos al emplazamiento del edificio,
descubrimos que nuestro guía durante la visita
sería precisamente el propio Pei. Durante al menos hora y
media, admiramos la magnífica pirámide de vidrio,
los antiguos edificios restaurados y adaptados y las ruinas
romanas excavadas. Mitterrand demostró su energía
mientras complementaba las explicaciones de Pei para asegurarse
de que no nos perdíamos detalle.

El último día del viaje fue personal, un
regreso a Oxford para recibir un título honorífico.
Fue uno de aquellos días perfectos de la primavera
inglesa. El sol brillaba, soplaba la brisa y los árboles,
las glicinias y las flores estaban exuberantes. Hice algunos
breves comentarios sobre la conmemoración del día
D; luego dije: «La historia no siempre nos concede grandes
cruzadas como aquella, pero nos da oportunidades».
Teníamos muchas, tanto en Estados Unidos como en el mundo:
restaurar el crecimiento económico, extender la democracia
a más países, poner fin a la destrucción del
medio ambiente, construir una nueva seguridad en Europa y detener
la «proliferación de armas nucleares y del
terrorismo». Hillary y yo pasamos una semana inolvidable,
pero ya era hora de volver a esas
«oportunidades».

El día después de mi regreso, el
Comité de Recursos Humanos y de Trabajo del senador
Kennedy devolvió la propuesta de ley de reforma sanitaria.
Era la primera vez que una legislación que contemplaba la
cobertura sanitaria universal había sobrevivido a un
comité del Congreso. Un republicano, Jim Jeffords, de
Vermont, había votado a favor. Jeffords me animó a
seguir tratando de convencer a los republicanos. Dijo que con un
par de enmiendas más que no desvirtuaran la ley,
podríamos conseguir algunos votos más.

Nuestra dicha duró poco. Dos días
más tarde, Bob Dole, pese a sus anteriores palabras acerca
de que llegaríamos a un acuerdo sobre aquella
cuestión, anunció que bloquearía cualquier
legislación sanitaria que se propusiera y que haría
de mi programa uno de los ejes de las elecciones al Congreso de
noviembre. Unos días más tarde, Newt Gingrich
afirmó que la estrategia republicana era que se impidiera
la aprobación de la reforma sanitaria, votando en contra
de las enmiendas que la mejoraran. Cumplió su palabra. El
30 de junio el Comité de Medios y Arbitrios
devolvió la propuesta de la cobertura universal sin un
solo voto republicano a favor.

Los líderes republicanos habían recibido
un memorándum de William Kristol, ex jefe de gabinete del
vicepresidente Dan Quayle, en el que les exhortaba a impedir por
todos los medios que se aprobara la reforma sanitaria. Kristol
decía que los republicanos no podían
permitírselo: un éxito en la sanidad
representaría una «grave amenaza política
para el Partido Republicano», mientras que su fracaso
sería «un duro revés para el
presidente».

A finales de mayo, durante la pausa del Día de
los Caídos, los líderes republicanos del Congreso
decidieron adoptar la postura de Kristol. A mí no me
sorprendió que Gingrich siguiera la línea dura
marcada por Kristol; su objetivo era hacerse con el control de la
Cámara y empujar al país hacia la derecha. Por el
contrario, a Dole le interesaba de veras la sanidad y
sabía que necesitábamos una reforma en el sistema.
Pero se presentaba candidato a la presidencia. Todo lo que
tenía que hacer para hundirnos era conseguir cuarenta y un
compañeros de partido para una maniobra
obstruccionista.

El 21 de junio, envié al Congreso una reforma de
la asistencia social redactada por Donna Shalala, Bruce Reed y
los principales miembros de su equipo político para hacer
de la asistencia «una segunda oportunidad, no un modo de
vida». La ley era fruto de meses de consultas con todos los
grupos de interés afectados, desde gobernadores hasta
personas que dependían de las ayudas. La
legislación requería que la gente que estuviera
capacitada para ello volviera a trabajar después de dos
años de subsidio; durante este tiempo el gobierno le
proporcionaría educación y formación. Si no
había empleos disponibles en el sector privado, al
receptor del subsidio se le pediría que aceptara uno en la
administración.

Se incluían algunas medidas para garantizar que
la situación económica de los receptores del
subsidio no se viera perjudicada al incorporarse a la
población activa, entre ellas más fondos para
ayudas a la infancia y cobertura sanitaria y de alimentos
permanente durante un período de transición,
proporcionadas por Medicaid y el programa de cupones de
alimentos. Estos cambios, además de la gran rebaja fiscal
sobre el impuesto de la renta para trabajadores con salarios
reducidos, que se había aprobado en 1993, serían
más que suficientes para hacer que incluso los empleos con
menor sueldo fueran más atractivos que la asistencia
social. Por supuesto, si lográbamos que se aprobase la
reforma sanitaria, los trabajadores con menores sueldos
disfrutarían de una cobertura sanitaria permanente, y no
temporal, y la reforma de la asistencia social tendría
todavía más éxito.

También propuse poner fin al perverso incentivo
del sistema vigente, según el cual las madres adolescentes
recibían más ayuda si vivían solas que si se
quedaban con sus padres y seguían estudiando. E
insté al Congreso a que endureciera las medidas que
garantizaban la plena responsabilidad de los padres en el cuidado
de sus hijos, para obligar a los progenitores que no vivieran en
el hogar a pagar una parte más alta de la
astronómica cantidad de treinta y cuatro mil millones de
dólares de atención infantil y guarderías,
cifra fijada por sentencias judiciales que aún no se
había pagado. La secretaria Shalala ya había
concedido a diversos estados «exenciones» respecto a
algunas legislaciones federales existentes para llevar a cabo
algunas de estas reformas, y se obtenían resultados: los
subsidios de asistencia social se reducían
notablemente.

Junio fue un mes importante para los asuntos
internacionales. Endurecí las sanciones económicas
contra Haití. Hillary y yo celebramos una Cena de Estado
para el emperador y la emperatriz de Japón, dos personas
muy amables e inteligentes, que repartían buena voluntad
en nombre de su país allá dónde iban. Me
reuní con el rey Hussein de Jordania, y también vi
a los presidentes de Hungría, Eslovaquia y Chile. Sin
embargo, la cuestión más importante en
política exterior era Corea del Norte.

Como he dicho antes, Corea del Norte puso fin a las
inspecciones de la ALEA, que trataba de asegurarse de que las
barras de combustible usadas no se transformaran en plutonio para
armas nucleares. En marzo, cuando las inspecciones se detuvieron,
yo me comprometí a impulsar sanciones de Naciones Unidas
contra Corea del Norte y me negué a descartar una
intervención militar. La cosa empeoró
después de eso. En mayo, Corea del Norte empezó a
descargar combustible de un reactor de forma que los inspectores
no podían supervisar adecuadamente su funcionamiento ni
determinar qué uso se haría del combustible
usado.

El presidente Carter me llamó el 1º. de
junio y me dijo que le gustaría ir a Corea del Norte para
tratar de resolver el problema. Envié al embajador Bob
Gallucci, que estaba llevando aquel tema, hasta Plains, Georgia,
para que informara a Carter de la gravedad de las violaciones de
Corea del Norte. Aun así insistió en ir;
después de consultarlo con Al Gore y mi equipo de
seguridad nacional, decidí que valía la pena
intentarlo.

Hacía unas tres semanas había recibido una
estimación de las terribles pérdidas que ambos
bandos sufrirían si estallaba un conflicto, y me
había hecho reflexionar muy seriamente. Yo me encontraba
en Europa durante el día D, de modo que Al Gore
llamó a Carter y le dijo que yo no tenía objeciones
sobre su viaje a Corea del Norte, siempre que el presidente Kim
Il Sung comprendiera que yo no aceptaría una
suspensión de las sanciones a menos que Corea del Norte
dejara trabajar a los inspectores, aceptara congelar su programa
nuclear y se comprometiera a una nueva ronda de negociaciones con
Estados Unidos para sentar las bases de un futuro no
nuclear.

El 16 de junio, el presidente Carter llamó desde
Pyongyang y luego realizó una entrevista en directo para
la CNN en la que afirmó que Kim no expulsaría a los
inspectores de sus complejos nucleares siempre que se hicieran
esfuerzos de buena fe para resolver las diferencias existentes
acerca de las inspecciones internacionales. A continuación
Carter dijo que gracias a este «paso tan positivo»,
nuestra administración debía suavizar las sanciones
económicas y empezar a negociar al más alto nivel
con Corea del Norte. Yo respondí que si Corea del Norte
estaba dispuesta a congelar su programa nuclear,
retomaríamos las conversaciones, pero que no tenía
la seguridad que Corea del Norte hubiera aceptado eso.

Basándome en la experiencia, no confiaba
demasiado en Corea del Norte, así que decidí dejar
que las sanciones económicas actuaran como una amenaza
permanente hasta que recibiéramos confirmación
oficial del cambio en su política. En una semana la
obtuvimos, recibí una carta del presidente Kim en la que
confirmaba lo que le había dicho a Carter y aceptaba
nuestras condiciones previas para entablar negociaciones.
Agradecí al presidente Carter sus esfuerzos y
anuncié que Corea del Norte había aceptado todas
nuestras condiciones, y que Corea del Norte y del Sur
habían aceptado plantear una posible reunión entre
sus presidentes. A cambio, dije que Estados Unidos estaba
dispuesto a empezar a negociar con Corea del Norte en Ginebra el
mes siguiente y que durante la ronda de negociaciones se
suspenderían las sanciones.

A finales de junio, anuncié algunos cambios en el
equipo; esperaba que nos permitieran enfrentarnos mejor a nuestro
amplio programa legislativo y a las elecciones, para las que
apenas faltaban unos meses. Unas semanas antes, Mack McLarty me
había dicho que pensaba que había llegado el
momento de que cambiara de empleo. Había soportado muchos
golpes por lo de la Oficina de Viajes y había tenido que
leer incontables reportajes periodísticos que criticaban
nuestro proceso de toma de decisiones. Mack propuso que nombrara
jefe de gabinete a Leon Panetta, porque conocía bien el
Congreso y a la prensa y sabría llevar el timón con
firmeza. Cuando se hizo público lo de Mack, hubo otros que
también se pronunciaron a favor de Leon para el puesto.
Mack dijo que le gustaría intentar tender puentes entre
los republicanos moderados y los demócratas conservadores
en el Congreso y supervisar nuestros preparativos para la Cumbre
de las Américas, que se celebraría en Miami, en
diciembre.

En mi opinión Mack hizo un trabajo mucho mejor de
lo que la gente le reconoció, pues gestionó la Casa
Blanca con menos personal y más carga de trabajo de la que
nunca hasta entonces había tenido, y
desempeñó un papel clave en nuestras victorias del
plan económico y del TLCAN. Como Bob Rubin solía
decir a menudo, Mack había creado un ambiente
universitario en la Casa Blanca y el gabinete que muchas de las
anteriores administraciones jamás consiguieron. Este
entorno nos había ayudado a conseguir mucho, tanto en el
Congreso como en las agencias gubernamentales. Ese clima
también propiciaba el tipo de debate libre y abierto que
tantas críticas generó sobre nuestro proceso de
toma de decisiones, pero que, dado lo complejo y novedoso de
muchos de nuestros retos, también nos ayudó a
decidir mejor.

Además, dudaba que pudiéramos hacer
demasiado, aparte de reducir las filtraciones, para evitar la
cobertura informativa negativa que recibíamos. El profesor
Thomas Patterson, una autoridad en el papel de los medios de
comunicación en las elecciones, acababa de publicar un
importante libro, Out of Order, que me ayudó a
comprender mejor lo que sucedía, y a no tomármelo
tan personalmente. La tesis de Patterson era que la cobertura
periodística de las campañas presidenciales,
progresivamente, ha ido adquiriendo tintes más negativos
durante los últimos veinte años aproximadamente, a
medida que la prensa se ha visto como un «mediador»
entre los candidatos y el público, con la responsabilidad
de decir a los votantes la forma en que deben ver a los
candidatos y lo que hay de malo en ellos. En 1992, Bush, Perot y
yo recibimos los tres más cobertura informativa negativa
que positiva, en conjunto.

En el epílogo de la edición de 1994,
Patterson afirmaba que, después de las elecciones de 1992,
por primera vez los medios de comunicación trasladaron el
enfoque negativo de campaña a su cobertura del trabajo del
gobierno. Ahora, decía, la cobertura de prensa que reciba
un presidente «depende menos de su gestión real
durante el mandato que del sesgo cínico de los medios de
comunicación. La prensa casi siempre magnifica lo malo y
subestima lo positivo». Por ejemplo, el Centro para Medios
de Comunicación y Asuntos Públicos, un organismo
imparcial, dijo que la cobertura informativa respecto a mi
gestión de los temas de política interior
había sido negativa en un 60 por ciento y que se
había centrado sobre todo en promesas electorales
incumplidas.

Sin embargo, Patterson también señalaba
que yo había cumplido «docenas» de compromisos
electorales y que era un presidente que «debería
haber tenido la reputación de que cumplía con sus
promesas», en parte porque me había impuesto en el
Congreso en 88 disputadas votaciones, una marca solo superada por
Eisenhower en 1953 y por Johnson en 1965. Patterson
concluía diciendo que la cobertura informativa de signo
negativo no solo provocó la caída de mi
índice de popularidad, sino también la del apoyo
del público hacia mis programas, entre ellos la reforma
sanitaria, y así «se impuso una pesada carga en
la presidencia de Clinton y en los intereses de la
nación».

En verano de 1994, el libro de Thomas Patterson me
ayudó a comprender que quizá no había nada
que yo pudiera hacer para cambiar el comportamiento de la prensa
y los medios de comunicación. Si eso era cierto,
tenía que aprender a llevarlo mejor. Mack McLarty
jamás había querido ser jefe de gabinete, sin
embargo Leon Panetta estaba dispuesto a enfrentarse a aquel reto.
Ya se había ganado una muy buena reputación en la
Oficina de Gestión y Presupuestos que sería dificil
superar, pues nuestros dos presupuestos eran los primeros que el
Congreso había aprobado cumpliendo los plazos establecidos
en diecisiete años, y además garantizaban tres
años seguidos de reducción del déficit por
primera vez desde que Truman fue presidente. Por si fuera poco,
presentaban la primera reducción en gasto interior
discrecional de la administración en veinticinco
años, y a la vez garantizaban el aumento de la inversiones
en educación, programas de Head Start, formación
laboral y nuevas tecnologías. Quizá, en tanto que
jefe de gabinete, Leon Panetta podría comunicar con
más claridad qué habíamos logrado y
qué seguiríamos logrando para América. Le
designé para el cargo y nombré a Mack asesor
presidencial, encomendándole las tareas que él me
había indicado.

Treinta y
nueve

En junio se produjo la primera acción real por
parte de Robert Fiske. Decidió realizar una
investigación independiente sobre la muerte de Vince
Foster, dado que se habían planteado muchas preguntas al
respecto tanto en los medios de comunicación como entre
los republicanos del Congreso. Me tranquilizó que Fiske se
dedicara a aclararlo. La máquina del escándalo
trataba de exprimir sangre de una piedra, y quizá esto
ayudaría a hacerlos callar y llevaría a la familia
de Vince un poco de alivio.

Algunas de las acusaciones y de las payasadas que
tuvieron lugar esos días habrían tenido gracia, si
no fuera por la tragedia que lo envolvía todo. Uno de los
miembros más escandalosos y mojigatos de la panda que
sostenía que «Foster fue asesinado» era el
congresista republicano Dan Burton, de Indiana. En un intento por
demostrar que Vince no podía haberse suicidado, Burton fue
a su patio y disparó su revólver contra una
sandía. Era de locos. Jamás pude entender
qué trataba de demostrar.

Fiske se entrevistó con Hillary y conmigo. Fue
una sesión directa y profesional, después de la
cual tuve la seguridad de que sería minucioso, y
creí que cerraría la investigación al cabo
de un tiempo razonable. El 30 de junio emitió sus
conclusiones preliminares sobre la muerte de Vince, así
como las relacionadas con las conversaciones entre Bernie
Nussbaum y Rogert Altman, criticadas a bombo y platillo. Fiske
dijo que la muerte de Vince había sido un suicidio y que
no había hallado ninguna prueba de que estuviera en
absoluto relacionado con Whitewater. También
declaró que en su opinión Nussbaum y Altman se
habían comportado de modo correcto.

A partir de ese momento, Fiske fue objeto del
menosprecio de los republicanos conservadores y de sus aliados de
los medios de comunicación. El Wall Street journal ya
había empujado a la prensa a ser más agresiva en
sus noticias y reportajes críticos contra Hillary y contra
mí, sin importar lo mucho que más tarde «los
hechos les superaran». Algunos comentaristas conservadores
y miembros del Congreso empezaron a exigir la dimisión de
Fiske. El senador Lauch Faircloth, de Carolina del Norte, fue uno
de los más vehementes, atizado por un nuevo miembro de su
equipo, David Bossie, que había participado con Floyd
Brown en Ciudadanos Unidos, el grupo conservador de extrema
derecha que ya había difundido rumores falsos sobre
mí.

El mismo día que Fiske hizo público su
informe, terminé de remachar otro clavo en mi propio
ataúd; firmé la nueva ley del fiscal independiente.
La ley admitía que Fiske volviera a ser nombrado, pero la
«División Especial» del tribunal del circuito
de Washington de la Corte de Apelaciones también
podía retirarlo del caso y designar a otro fiscal que
empezara el proceso desde cero. Según los estatutos, a los
jueces de la División Especial los seleccionaría el
presidente del tribunal Rehnquist, que había sido un
activista republicano extremadamente conservador antes de llegar
a la Corte Suprema.

Yo quería asegurarme de que se incorporara a
Fiske en el nuevo esquema de funcionamiento, pero mi nueva
responsable de asuntos legislativos, Pat Griffin, dijo que a
algunos demócratas les parecería que causaba mala
impresión si lo hacíamos. Lloyd Cutler dijo que no
había de qué preocuparse, porque Fiske era
claramente independiente y no había modo de que lo
reemplazaran. Le dijo a Hillary que si sucedía, «se
comería su sombrero».

A principios de julio, volví a Europa para
asistir a la cumbre del G7 en Nápoles. De camino hacia
allí, me detuve en Riga, Letonia, para reunirme con los
líderes de las repúblicas bálticas y
celebrar la retirada de las tropas rusas de territorio lituano y
letonio, un paso que habíamos contribuido a acelerar
cuando proporcionamos un gran número de cupones de
alojamiento para los oficiales rusos que querían volver a
casa. Aún quedaban tropas rusas en Estonia, y el
presidente Lennart Meri, un cineasta que siempre se había
opuesto a la dominación rusa en su país, estaba
decidido a que se fueran lo antes posible. Después de la
reunión hubo una emocionante celebración en la
Plaza de la Libertad de Riga, donde más de cuarenta mil
personas agitaron banderas en señal de gratitud por el
firme apoyo de Estados Unidos a su recién reencontrada
libertad.

La siguiente parada era Varsovia, para reunirme con el
presidente, Lech Walesa y hacer hincapié en mi compromiso
de hacer de Polonia un miembro de la OTAN. Walesa se había
convertido en un héroe y en la elección natural
como presidente de la Polonia libre, pues había liderado
la revuelta de los obreros de los astilleros de Gdansk contra el
comunismo hacía más de una década.
Desconfiaba mucho de Rusia, y quería que Polonia entrara
en la OTAN lo antes posible. También quería atraer
más inversiones norteamericanas en Polonia y afirmaba que
el futuro de su país necesitaba más generales
norteamericanos, «empezando con el General Motors y el
General Electric».

Esa noche Walesa ofreció una cena a la que
invitó a los líderes de todo el espectro
político. Escuché fascinado un apasionado debate
entre la señora Walesa, una vivaz madre de ocho hijos, y
un líder legislativo que además cultivaba patatas.
Ella despotricaba contra el comunismo, mientras que él
argumentaba que los agricultores habían vivido mejor bajo
el comunismo. Pensé que iban a llegar a las manos.
Traté de ayudar recordando al legislador que, incluso
durante el comunismo, las granjas polacas estaban en manos
privadas; todo lo que habían hecho los comunistas polacos
era comprar los alimentos y venderlos en Ucrania y en Rusia. Me
dio la razón en ese punto, pero dijo que él siempre
había encontrado mercado y un buen precio para sus
cosechas. Le dije que él jamás había estado
en un sistema completamente comunista como el de Rusia, donde las
propias granjas estaban colectivizadas. Luego le expliqué
cómo era el sistema norteamericano y de qué forma
todos los sistemas de libre mercado que funcionaban bien
también habían llegado a algún tipo de
marketing cooperativo, y de precios subvencionados. El granjero
seguía teniendo sus dudas; la señora Walesa
siguió categóricamente convencida de su
posición. Si la democracia se basa en el debate libre y
sin trabas, sin duda había echado raíces en
Polonia.

Mi primer día en la cumbre de Nápoles lo
dediqué a Asia. Kim II Sung había muerto el
día anterior, justo cuando se reanudaban en Ginebra
nuestras negociaciones con Corea del Norte, lo que arrojó
ciertas dudas sobre el futuro de nuestros acuerdos. El otro
miembro del G7 que tenía gran interés en esta
cuestión era Japón; había habido tensiones
entre los japoneses y los coreanos durante décadas, mucho
antes de la Segunda Guerra Mundial. Si Corea del Norte
poseía armas nucleares, Japón se vería
sometido a mucha presión y tendría que desarrollar
su propio programa de armas nucleares disuasorias, un paso que,
dada su propia y dolorosa experiencia, los japoneses no
querían dar. El nuevo primer ministro japonés,
Tomiichi Murayama, que se había convertido en el primer
dirigente socialista japonés, unido en coalición
con el Partido Liberal, me garantizó que nuestra
solidaridad respecto a Corea del Norte permanecería
intacta. Por respeto a la muerte de Kim Il Sung, las
negociaciones de Ginebra se suspendieron durante un
mes.

Las decisiones más importantes que tomamos en
Nápoles consistieron en proporcionar un paquete de ayudas
a Ucrania e incluir a Rusia en el área política de
las siguientes cumbres. La entrada de Rusia en ese prestigioso
círculo representaba un gran impulso para Yeltsin y los
demás reformistas que trataban de estrechar lazos con
Occidente; también era una garantía de que nuestras
futuras reuniones serían más interesantes. Yeltsin
siempre era divertido.

Nápoles nos encantó a Chelsea, a Hillary y
a mí, y después de las sesiones, nos tomamos un
día para visitar Pompeya, ciudad en la que los italianos
han hecho una excelente labor de recuperación del pasado,
rescatándola de las cenizas del volcán que
devoró la urbe en el año 79 d.C. Vimos las pinturas
con los colores originales que habían conservado su rica
textura, entre ellas lo que podrían ser versiones del
siglo 1 de nuestros carteles políticos; vimos
también paradas de alimentos al aire libre, que eran
tempranas precursoras de los restaurantes de comida
rápida. También observamos los restos de varios
cuerpos sorprendentemente bien conservados por las cenizas, entre
ellos el de un hombre con la mano sobre el rostro de su mujer,
obviamente embarazada, con dos niños tendidos a su lado.
Era un intenso recordatorio de la frágil y efímera
naturaleza de la vida.

El trayecto europeo concluyó en Alemania. Helmut
Kohl nos llevó de visita a su pueblo natal, Ludwigshafen,
antes de que yo volara a la base Ramstein de las fuerzas
aéreas para ver a nuestros soldados, muchos de los cuales
pronto abandonarían aquel lugar, ahora que se
reducían los efectivos con el final de la Guerra
Fría. Los oficiales y soldados de Ramstein, al igual que
sus homólogos de la marina que había conocido en
Nápoles, solo me hablaron de una cosa: la sanidad. La
mayoría de ellos tenían niños y en el
ejército disfrutaban de atención sanitaria
garantizada. Ahora les preocupaba que, a causa de los recortes en
defensa, volverían a un país que ya no
podría proporcionar cobertura sanitaria a sus
hijos.

Berlín estaba en plena expansión, lleno de
grúas constructoras, mientras la ciudad se preparaba para
retomar su papel de capital de una Alemania unificada. Hillary y
yo salimos del Reichstag con los Kohl y paseamos a lo largo de la
línea donde había estado el Muro de Berlín,
y a través de la magnífica Puerta de Brandenburgo.
El presidente Kennedy y el presidente Reagan habían
pronunciado memorables discursos justo frente a la puerta, del
lado occidental del muro. Ahora yo estaba en una tribuna en el
lado oriental del Berlín unificado, frente a una multitud
entusiasta de cincuenta mil alemanes, muchos de ellos
jóvenes inquietos por su futuro en un mundo muy distinto
del que habían conocido sus padres.

Animé a los alemanes a liderar Europa hacia una
mayor unidad. Si lo hacían, prometí en
alemán que «Amerika steht an Ihrer Seite jetzt und
für immer» (América está a vuestro lado,
ahora y siempre). La Puerta de Brandenburgo había sido
durante largo tiempo un símbolo de su época, a
veces un monumento a la tiranía y una torre de la
conquista, pero ahora era lo que sus constructores habían
querido que fuera: una puerta de entrada al futuro.

Cuando volví a casa, el trabajo en
política exterior continuó. La creciente
represión en Haití había provocado nuevas
oleadas de inmigrantes venidos en barco y la suspensión de
todo el tráfico aéreo comercial. Hacia finales de
mes, el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas había
aprobado la invasión para derrocar a la dictadura, una
intervención que parecía cada vez más
inevitable.

El 22 de julio, anuncié un gran aumento en los
paquetes de ayuda humanitaria urgente para los refugiados de
Ruanda, y las fuerzas del ejército norteamericano
establecieron una base en Uganda para apoyar los envíos
que se hacían, las veinticuatro horas, de suministros de
auxilio para el enorme número de refugiados hacinados en
los campamentos cerca de la frontera ruandesa. También
ordené al ejército que garantizara el suministro de
agua potable y que distribuyera toda la que pudiera entre
aquellos que corrían más riesgo de contraer el
cólera u otras enfermedades. Igualmente, declaré
que Estados Unidos entregaría veinte millones de unidades
de terapia de rehidratación oral durante los dos
siguientes días, para ayudar a frenar el brote de
cólera que se estaba produciendo. En una semana,
habíamos aportado más de 1.300 toneladas de
alimentos, medicinas y otros suministros; generábamos y
distribuíamos más de cuatrocientos mil litros de
agua potable diarios. El esfuerzo total requeriría unos
4.000 soldados y costaría casi 500 millones de
dólares, pero a pesar de la horrible matanza que se
había producido, todavía pudimos salvar muchas
vidas.

El 25 de ese mismo mes, el rey Hussein y el primer
ministro Rabin vinieron a la ciudad para firmar la
declaración de Washington, que daba oficialmente por
cerrado el estado de beligerancia entre Jordania e Israel y por
el que se comprometían a negociar un acuerdo de paz total.
Habían mantenido conversaciones en secreto durante
algún tiempo, y Warren Christopher había trabajado
mucho para facilitar su acercamiento y este acuerdo. Al
día siguiente, los dos dirigentes hablaron ante una
sesión conjunta del Congreso y, a continuación, los
tres ofrecimos una conferencia de prensa para reafirmar nuestro
compromiso con un proceso de paz integral en el que participaran
todas las partes implicadas en el conflicto de Oriente
Próximo.

El acuerdo entre Israel y Jordania era un duro contraste
con los recientes ataques terroristas contra un centro
judío en Buenos Aires, y otros que tuvieron lugar en
Panamá y Londres, de los que se creía que Hezbollah
era responsable. Hezbollah recibía armas de Irán y
ayuda de Siria para llevar a cabo todas sus operaciones contra
Israel desde el sur de Líbano. Puesto que el proceso de
paz no podía completarse sin un tratado entre Israel y
Siria, las actividades de Hezbollah constituían un serio
obstáculo. Llamé al presidente Assad para hablarle
del acuerdo entre Israel y Jordania, pedirle que lo apoyara y
asegurarle que Israel y Estados Unidos querían seguir
manteniendo negociaciones amistosas con su país. Rabin
dejó la puerta abierta a unas conversaciones con Siria,
pero afirmó que los sirios podían poner un
límite, pero no fin, a las actividades de Hezbollah.
Hussein reaccionó declarando que no solamente Siria, sino
todo el mundo árabe, debía seguir el ejemplo de
Jordania y reconciliarse con Israel.

Cerré la conferencia de prensa diciendo que
Hussein y Rabin sin duda habían «traído la
paz a todo el mundo». Boris Yeltsin acababa de informarme
de que 61 y el presidente Meri habían acordado la completa
retirada de las tropas rusas de Estonia para el 31 de
agosto.

En agosto hace mucho calor en Washington y el Congreso
generalmente se toma un descanso. En 1994, el Congreso se
quedó hasta casi final de mes para trabajar en las
propuestas de sanidad y de la ley contra el crimen. Tanto el
Senado como la Cámara habían aprobado revisiones de
la ley contra el crimen, que garantizaba el despliegue de 100.000
policías de barrio más, instauraba penas más
duras para los reincidentes y aportaba más fondos tanto
para la construcción de prisiones como para los programas
de prevención que evitaban que los jóvenes se
metieran en líos.

Cuando el comité de conferencia se reunió
para resolver las diferencias entre las propuestas de ley contra
el crimen del Senado y de la Cámara, los demócratas
incluyeron la prohibición de las armas de asalto en la ley
de compromiso. Como ya he dicho, esa prohibición se
había aprobado en la Cámara por separado, por una
diferencia de solo dos votos y con la furiosa oposición de
la Asociación Nacional del Rifle. La ANR ya había
perdido la batalla contra la Ley Brady y, esta vez, estaba
decidida a vencer, para que los norteamericanos pudieran
conservar su derecho a «poseer y llevar» armas de
repetición con grandes cargadores diseñadas con un
único propósito: matar al mayor número de
personas lo más deprisa posible. Estas armas funcionaban;
las víctimas de delitos que reciben disparos procedentes
de ellas tienen tres veces más posibilidades de morir que
las que reciben disparos de pistolas normales.

La conferencia decidió combinar la
prohibición de armas con la ley contra el crimen, porque
aunque teníamos una clara mayoría a favor de la
prohibición en el Senado, no contábamos con los
sesenta votos necesarios para romper la maniobra obstruccionista
que a ciencia cierta preparaban los seguidores de la ANR. Los
demócratas de la conferencia sabían que
resultaría mucho más difícil obstruir toda
la ley contra el crimen en lugar de la prohibición contra
las armas únicamente. El problema de esta estrategia es
que obligaba a los demócratas de la Cámara
procedentes de distritos rurales, que estaban a favor de la
tenencia de armas, a votar de nuevo para la prohibición de
armas de asalto, con lo que nos arriesgábamos a que la
propuesta de ley fracasara por completo y poníamos en
peligro sus escaños si votaban a favor.

El 11 de agosto, la Cámara rechazó la ley
contra el crimen por 225 contra 210 votos, en una votación
de procedimiento, con 58 demócratas en contra y solo 11
republicanos a favor. Algunos de los votos negativos
demócratas eran progresistas que se oponían a la
ampliación de la pena de muerte que contemplaba la ley,
pero la mayoría de nuestros desertores votaban con la ANR.
Un notable número de republicanos dijeron que
querían apoyar la ley, incluida la prohibición de
las armas de asalto, pero que creían que representaba un
gasto demasiado grande en conjunto, y concretamente en los
programas de prevención. Estábamos en apuros para
cumplir una de las promesas electorales más importantes de
mi campaña, y tenía que hacer algo para cambiar la
situación.

Al día siguiente, frente a la Asociación
Nacional de Oficiales de Policía de Minneapolis, con el
alcalde Rudy Giuliani, de Nueva York, y el alcalde Ed Rendell, de
Filadelfia, traté de plantearlo como una elección
entre la policía y la gente de un lado, y la ANR del otro.
Desde luego todavía no habíamos llegado al punto en
que la única forma de mantener a nuestros cargos en el
Congreso era dejar que el pueblo norteamericano y los oficiales
de policía corrieran mayor peligro.

Tres días más tarde, en una ceremonia en
el Jardín de Rosas, aquel tema fue expuesto de forma
todavía más cruda por Steve Sposato, un empresario
republicano cuya esposa había sido asesinada cuando un
demente con un arma de asalto mató a todo el que se le
puso por delante en el edificio de oficinas de San Francisco
donde ella trabajaba. Sposato, que había traído a
su joven hija Megan con él, hizo un conmovedor y
convincente alegato a favor de la prohibición de las armas
de asalto.

Más tarde, ese mes, la ley contra el crimen
volvió a someterse a votación. A diferencia de lo
que sucedía con la sanidad, en esta cuestión los
dos partidos cooperamos de buena fe y negociamos. Esta vez
ganamos, 235 contra 195, mediante la recuperación de 20
votos republicanos, que obtuvimos pactando un sustancial recorte
de gastos en la ley. A algunos progresistas demócratas les
convencimos de que cambiaran sus votos en razón de la
solidez de los programas de prevención incluidos en la
ley; otros, procedentes de distritos a favor de las armas, se
jugaron su escaño. Cuatro días más tarde, el
senador Joe Biden logró que el Senado también
votase a favor, por 61 a 38; 6 republicanos aportaron los votos
necesarios para romper la maniobra obstruccionista. La
legislación contra el crimen tuvo un impacto muy positivo,
y contribuyó al descenso constante del índice de
criminalidad más importante que jamás se hubiera
visto.

Justo antes del voto en la Cámara, el portavoz,
Tom Foley, y el líder de la mayoría, Dick Gephardt,
habían hecho un intento desesperado para convencerme de
que retirara la prohibición de armas de asalto de la ley.
Argumentaron que muchos demócratas que representaban a
distritos divididos por un estrecho margen ya habían
emitido un voto muy dificil a favor del programa
económico, y que ya habían desafiado a la ANR una
vez con la Ley Brady. Dijeron que si les hacíamos caminar
por la cuerda floja otra vez con lo de la prohibición,
quizá no se aprobaría la ley íntegramente, y
si lo conseguía, muchos demócratas que
habían votado por ella no superarían las elecciones
de noviembre. Jack Brooks, de Texas, el presidente del
Comité Judicial de la Cámara, me dijo lo mismo.
Brooks había estado en la Cámara durante más
de cuarenta años, y era uno de mis congresistas
preferidos. Era el representante de un distrito en el que
había muchos miembros de la ANR, y había abanderado
los esfuerzos por derrotar la prohibición de armas de
asalto cuando ésta se planteó originalmente. Jack
estaba convencido de que, si no nos olvidábamos de la
prohibición, la ANR echaría a muchos
demócratas de sus escaños, aterrorizando a los
propietarios de armas.

Me preocupaba lo que Foley, Gephardt y Brooks
habían dicho, pero estaba convencido de que
podíamos ganar un debate contra la ANR sobre el tema,
incluso en su terreno. Dale Bumpers y David Pryor sabían
cómo explicárselo a los votantes de Arkansas. El
senador Howell Heflin, de Alabama, al que conocía desde
hacía casi veinte años, tenía una ingeniosa
explicación para justificar su apoyo a la ley contra el
crimen. Decía que jamás había votado a favor
del contrOl de armas, pero que la ley solo prohibía
diecinueve tipos de armas de asalto y él no conocía
a nadie que poseyera esas armas. Por otro lado, la ley
prohibía expresamente cualquier restricción en la
posesión de cientos de otras armas, incluidas «todas
con las que estoy familiarizado».

Era un argumento convincente, pero no todos
podían salir del paso como Howell Heflin. Foley, Gephardt
y Brooks tenían razón y yo estaba equivocado. El
precio de una Norteamérica más segura fueron las
duras bajas que sufrieron las filas de sus defensores.

Quizá estaba presionando demasiado al Congreso,
al país y a la administración. En mi conferencia de
prensa del 19 de agosto, un periodista me hizo una pregunta muy
perspicaz: «Me preguntaba si ha pensado en que, como
presidente al que le ha votado un 43 por ciento de la
población, quizá está tratando de hacer
muchas cosas, y muy deprisa… abusando de su mandato» al
exigir que se aprobaran tantas leyes nuevas con tan poco respaldo
por parte de los republicanos. Aunque habíamos logrado
mucho, yo también me lo preguntaba, pero no tendría
que preguntármelo durante mucho más
tiempo.

Mientras ganábamos en la ley contra el crimen,
seguíamos perdiendo en la sanidad. A principios de agosto,
George Mitchell introdujo un proyecto de ley de compromiso para
aumentar el porcentaje de población asegurada, sin
autorización del empleador, hasta el 95 por ciento; pero
dejaba la puerta abierta a que ascendiera al ciento por ciento,
mediante otra propuesta que se haría más adelante,
si es que los procedimientos voluntarios establecidos en el
actual proyecto no la situaban ya en esa cifra. Anuncié mi
apoyo al proyecto de Mitchell al día siguiente, y
empezamos a vendérselo a los republicanos moderados, pero
no hubo nada que hacer. Dole estaba firmemente decidido a
defenestrar cualquier reforma importante; era una buena
táctica política por su parte. El día que se
aprobó la ley contra el crimen, el Senado entró en
un receso de dos semanas sin tomar ninguna decisión
respecto a la sanidad. Dole había fracasado en sus
esfuerzos por evitar que se aprobara la ley contra el crimen,
pero había logrado hacer que la reforma sanitaria no
saliera adelante.

La otra gran noticia de agosto tuvo lugar en el mundo
paralelo de Whitewater. Después de que firmara la ley del
estatuto del fiscal independiente, el presidente del tribunal
Rehnquist designó al juez David Sentelle para que
encabezara la División Especial, responsable de nombrar a
los fiscales independientes según la nueva ley. Sentelle
era un ultraconservador, protegido del senador Jesse Helms, que
ya había denunciado, indignado, la influencia de los
«herejes de izquierdas» que querían que
Estados Unidos se convirtiera en un «estado socialmente
permisivo, hipersecular, consciente de la raza, materialista,
igualitarista y colectivista». El tribunal de tres miembros
también contaba con la presencia de otro juez conservador,
de modo que Sentelle tenía las manos libres para hacer lo
que quisiera.

El 5 de agosto, el tribunal de Sentelle despidió
a Robert Fiske y nombró a Kenneth Starr como su sustituto.
Este había sido juez de corte de apelación y
abogado gubernamental bajo la administración Bush. A
diferencia de Fiske, Starr no tenía experiencia como
fiscal, pero tenía algo mucho más importante: era
mucho más conservador y partidista que Fiske. En un
escueto comunicado, el juez Sentelle dijo que reemplazaba a Fiske
por Starr para garantizar «la apariencia de
independencia», una prueba que Fiske no pudo superar porque
estaba «relacionado con la actual
administración». Era un argumento absurdo. Fiske era
un republicano cuya única relación con la
administración era que Janet Reno le había
designado para que se encargara de un trabajo que él no
había pedido. Si la División Especial le hubiera
confirmado en su puesto, se hubiera acabado cualquier tipo de
relación.

En su lugar, el tribunal del juez Sentelle nombró
a alguien que tenía no la apariencia, sino un obvio y
patente conflicto de intereses. Starr había sido un
destacado defensor del derecho de Paula Jones a presentar su
demanda; había aparecido en televisión para
comentarlo y hasta se había ofrecido a redactar un informe
de apoyo en su nombre. Cinco ex presidentes del Colegio de
Abogados de Estados Unidos criticaron el nombramiento de Starr a
causa de su aparente sesgo político. También lo
hizo el New York Times, después de que saliera a la luz
que el juez Sentelle había comido con el mayor detractor
de Fiske, el senador Lauch Faircloth, y con Jesse Helms, apenas
dos semanas antes del reemplazo de Fiske por Starr. Los tres
dijeron que solo hablaron de sus problemas de
próstata.

Por supuesto, Starr no tenía ninguna
intención de retirarse a un lado. Su prejuicio en mi
contra era la propia razón por la que le habían
escogido y por la que aceptó el encargo. Nos
hallábamos frente a una estrambótica
definición de un fiscal «independiente»:
tenía que ser independiente respecto a mí, pero no
era ningún problema que estuviera estrechamente
relacionado con mis enemigos políticos y mis adversarios
legales.

El nombramiento de Starr fue un hecho sin precedentes.
En el pasado, se había hecho un esfuerzo para garantizar
que los fiscales especiales no fueran solamente independientes,
sino también justos y respetuosos con la
institución de la presidencia. Leon Jaworski, el fiscal
especial del caso Watergate, era un demócrata conservador
que había apoyado la reelección del presidente
Nixon en 1972. Lawrence Walsh, el fiscal del caso
IránContra, era un republicano de Oklahoma que
había apoyado al presidente Reagan. Aunque jamás
quise que la investigación de Whitewater se asemejara a un
«partido en casa», en palabras de Doug Sosnik,
pensaba que al menos tenía derecho a jugar en campo
neutral. Pero no iba a ser así. Puesto que no había
ningún caso Whitewater, la única forma de utilizar
la investigación en mi contra era convirtiéndolo en
un largo «partido fuera de casa». Robert Fiske era
demasiado justo y demasiado rápido para la tarea. Tuvo que
desaparecer.

Lloyd Cutler no se comió su sombrero, pero menos
de una semana después del nombramiento de Starr él
también se fue, una vez cumplió con su compromiso
de hacer su cometido en la oficina legal. Le sustituí con
Abner Mikva, un ex congresista de Illinois y juez de la corte de
apelación con una reputación impecable y una
visión muy lúcida de las fuerzas a las que nos
enfrentábamos. Lamenté que, después de una
carrera tan larga y distinguida, Lloyd tuviera que aprender que
la gente que él creía conocer y en quien confiaba
estaban jugando según unas reglas distintas.

Cuando el Congreso se disolvió, nos fuimos a
Martha's Vineyard de nuevo. Hillary y yo necesitábamos un
tiempo de descanso. También Al Gore. Unos días
atrás se había desgarrado el tendón de
Aquiles jugando a baloncesto. Era una lesión muy dolorosa
y requería una larga recuperación; sin embargo, Al
volvió más fuerte que antes, pues durante su
forzosa inmovilidad se dedicó a hacer pesas. Mientras
tanto, con las muletas, viajó por cuarenta estados y
cuatro países extranjeros, incluido Egipto, donde
negoció un acuerdo sobre el delicado tema del control de
la natalidad en la Conferencia sobre Desarrollo Sostenible de El
Cairo. También siguió supervisando la iniciativa de
Reinvención del Gobierno. Hacia mediados de septiembre, ya
habíamos ahorrado 47.000 millones de dólares,
suficientes para pagar todo el coste de la ley contra el crimen.
Nos lanzamos a una iniciativa conjunta con los fabricantes de
automóviles para desarrollar un «coche
limpio»; también redujimos la extensión del
documento de solicitud de un préstamo de la Agencia para
la Pequeña y Mediana Empresa de cien páginas a solo
una. Reformamos la Agencia Federal de Gestión de
Emergencias de modo que ya no fuera la agencia federal más
impopular entre el público, sino la más admirada,
gracias a James Lee Witt, y ahorramos más de mil millones
de dólares cancelando proyectos de construcción
innecesarios, bajo la dirección de Roger Johnson, en la
Administración de Servicios Generales. Al Gore
hacía mucho, teniendo en cuenta que iba a la pata
coja.

Nuestra semana en el Vineyard fue interesante por
diversas razones. Vernon organizó una partida de golf con
Warren Buffett y Bill Gates, los hombres más ricos de
Estados Unidos. Me cayeron bien los dos, aunque me
impresionó particularmente que Buffett fuera un
demócrata de pro, que creía en los derechos
civiles, un sistema impositivo justo y el derecho de la mujer a
elegir.

La velada más memorable para mí fue una
cena en casa de Bill y Rose Styron, en la que los invitados de
honor fueron el espléndido escritor mexicano Carlos
Fuentes y mi héroe literario, Gabriel García
Márquez. García Márquez era amigo de Fidel
Castro, el cual, en un esfuerzo por exportarnos alguno de sus
problemas, estaba dejando partir un éxodo en masa de
cubanos hacia Estados Unidos que recordaba al secuestro del barco
Mariel, que tantos problemas me había causado allá
en 1980. Miles de cubanos, con gran riesgo para sus vidas, se
habían lanzado al mar en pequeños botes y balsas
para cubrir un viaje de ciento cuarenta y cinco kilómetros
hasta Florida.

García Márquez se oponía al embargo
que Estados Unidos mantenía sobre Cuba y trató de
convencerme de que lo levantara. Le dije que no lo haría,
pero que apoyaba la Ley de Democracia Cubana, que otorgaba al
presidente la autoridad de mejorar las relaciones con Cuba a
cambio de un mayor avance hacia la libertad y la democracia.
También le pedí que le dijera a Castro que, si el
flujo de refugiados cubanos seguía llegando,
recibiría una respuesta de Estados Unidos muy distinta de
la que había recibido en 1980, del presidente Carter.
«Castro ya me ha costado una elección –le
dije–. No puede costarme dos.» Le hice llegar el
mismo mensaje a través del presidente Salinas, de
México, que mantenía una buena relación de
cooperación con Castro. Poco después, Estados
Unidos y Cuba llegaron a un acuerdo por el cual Castro se
comprometía a poner freno al éxodo y nosotros
prometíamos aceptar veinte mil cubanos más al
año por las vías habituales. Castro respetó
fielmente el acuerdo durante el resto de mi mandato. Tiempo
después, García Márquez bromeaba diciendo
que era el único hombre que era a la vez amigo de Fidel
Castro y de Bill Clinton.

Después de hablar de Cuba, García
Márquez prodigó casi toda su atención a
Chelsea, que le dijo que había leído dos de sus
libros. Más tarde él me confió que no
había creído posible que una chica de catorce
años pudiera comprender sus obras, así que se
lanzó a una profunda discusión con ella acerca de
Cien años de soledad. Se quedó tan impresionado que
más adelante le envió todas sus novelas.

El único trabajo al que me dediqué durante
las vacaciones estuvo relacionado con Irlanda. Concedí un
visado a Joe Cahill, un hombre de setenta y seis años que
era un héroe para los irlandeses republicanos. En 1973,
condenaron a Cahill por tráfico de armas en Irlanda, y
siguió promoviendo la violencia durante años. Le di
el visado porque ahora quería promover la paz entre los
norteamericanos que apoyaban al IRA, como parte de un acuerdo
según el cual el IRA por fin anunciaría una tregua.
Cahill llegó a Estados Unidos el 30 de agosto; al
día siguiente, el IRA anunció el cese total de la
violencia, con lo que abría un camino para que el Sinn
Fein participara en las negociaciones de paz. Fue una victoria
para Gerry Adams y para el gobierno irlandés.

Al la vuelta de nuestras vacaciones, nos mudamos a Blair
House durante tres semanas, mientras reparaban el sistema de aire
acondicionado de la Casa Blanca. También estaba en marcha
una gran restauración, iniciada durante la
administración Reagan, de la zona exterior, piedra por
piedra, pues tenía ya casi doscientos años. Durante
todo mi primer mandato, una parte de la Casa Blanca siempre
estuvo cubierta de andamios.

Nuestra familia disfrutaba de los momentos que
pasábamos en Blair House, y esta prolongada estancia no
fue una excepción, aunque provocó que nos
perdiéramos un dramático incidente al otro lado de
la calle. El 12 de septiembre, un hombre borracho que estaba
decepcionado con su vida robó una pequeña avioneta,
despegó y se dirigió al centro de Washington y
hacia la Casa Blanca. Trataba de matarse chocando contra el
edificio, o quizá quería aterrizar
espectacularmente en el Jardín Sur, imitando al joven
piloto alemán que había descendido sobre la plaza
Roja de Moscú unos años atrás.
Lamentablemente, su pequeña unidad Cessna tocó
tierra demasiado tarde, rebotó por encima del seto y bajo
el magnolio gigante que está al oeste de la entrada y
luego se incrustó en la amplia base de piedra de la Casa
Blanca; murió instantáneamente. Unos años
más tarde, otro hombre con problemas psicológicos y
armado con una pistola saltó por encima de la valla de la
Casa Blanca; los oficiales de la División Uniformada del
servicio secreto le hirieron y le detuvieron. La Casa Blanca era
un imán para más gente aparte que para
políticos ambiciosos.

En septiembre, la crisis en Haití llegó al
límite. El general Cédras y sus matones
habían intensificado su reino del terror; ejecutaban a
niños huérfanos, violaban a mujeres jóvenes,
asesinaban a curas, mutilaban a gente y dejaban los cuerpos en
medio de las calles para aterrorizar a los demás y
destrozaban los rostros de las madres con machetes, en presencia
de sus hijos. En aquel momento, ya llevaba dos años
tratando de alcanzar una solución pacífica y estaba
harto. Hacía más de un año, Cédras
había firmado un acuerdo para traspasar el poder, pero
cuando llegó el momento de irse, sencillamente se
negó.

Era hora de echarlo, pero la opinión
pública y la tendencia del Congreso eran contrarias a esa
idea. Aunque el caucus negro del Congreso, el senador Tom Harkin
y el senador Chris Dodd me apoyaban, los republicanos se
oponían firmemente a cualquier acción; la
mayoría de demócratas, incluido George Mitchell,
pensaban que trataba de arrastrarlos a otro precipicio sin el
apoyo de la ciudadanía ni la autorización del
Congreso. Incluso había una división interna en la
administración. Al Gore, Warren Christopher, Bill Gray,
Tony Lake y Sandy Berger estaban a favor. Bill Perry y el
Pentágono estaban en contra, pero habían preparado
un plan de invasión por si yo daba orden de
atacar.

Yo creía que debíamos actuar. Estaban
asesinando a gente inocente en nuestras narices, y ya
habíamos gastado una pequeña fortuna para atender a
los refugiados haitianos. Naciones Unidas apoyó
unánimemente la expulsión de
Cédras.

El 16 de septiembre, en un intento de última hora
de evitar una invasión, envié al presidente Carter,
a Colin Powell y a Sam Nunn a Haití para intentar
persuadir al general Cédras y a sus seguidores en el
ejército y en el parlamento de que aceptaran
pacíficamente el regreso de Aristide; Cédras
debía dejar el país. Por distintas razones, todos
se mostraban en desacuerdo con mi decisión de utilizar la
fuerza para devolver el poder a Aristide. Aunque el Centro Carter
había supervisado la arrolladora victoria de Aristide en
las elecciones, el presidente Carter había desarrollado
una relación con Cédras y dudaba del compromiso de
Aristide con la democracia. Nunn estaba en contra de la vuelta de
Aristide hasta que se celebraran elecciones parlamentarias,
porque no confiaba en que Aristide protegiera los derechos de las
minorías si no existía una fuerza de
compensación establecida en el parlamento. Powell pensaba
que solo el ejército y la policía podían
gobernar Haiti, y que estos jamás colaborarían con
Aristide.

Como los acontecimientos posteriores demostraron,
había algo de razón en sus afirmaciones.
Haití estaba profundamente dividido, económica y
políticamente; no poseía ninguna experiencia
democrática previa; no había clase media como tal y
tenía una escasa capacidad institucional para gestionar un
estado moderno. Aunque Aristide volviera sin complicaciones,
quizá no lograría gobernar. Sin embargo, él
era el presidente –había salido elegido por
mayoría aplastante– y Cédras y su panda
estaban matando a gente inocente. Al menos podíamos
detener ese estado de cosas.

A pesar de sus reservas, el distinguido trío se
comprometió a comunicar fielmente mi política.
Querían evitar una entrada norteamericana violenta que
pudiera empeorar las cosas. Nunn habló con los miembros
del parlamento haitiano; Powell contó a los mandos
militares, en términos muy gráficos, qué
sucedería si Estados Unidos invadía la isla y
Carter se dedicó a Cédras.

Al día siguiente fui al Pentágono para
repasar el plan de invasión con el general Shalikashvili y
la Junta del Estado Mayor y, por teleconferencia, con el
almirante Paul David Miller, el comandante de la operación
global, y el teniente general Hugh Shelton, comandante del
Decimoctavo Cuerpo Aerotransportado, que encabezaría
nuestros soldados en la isla. El plan de invasión
requería una operación unificada, en la que estaban
implicados todos los cuerpos del ejército. Dos
portaaviones se encontraban en aguas haitianas; uno transportaba
fuerzas de las Operaciones Especiales, el otro, soldados de la
Décima División de Montaña. Los cazas de las
fuerzas aéreas estaban dispuestos para garantizar el apoyo
aéreo necesario. Los marines tenían la
misión de ocupar Cap Haitien, la segunda ciudad más
grande del país. Los aviones que transportaban a los
paracaidistas de la Octogésimo segunda División
Aerotransportada saldrían de Carolina del Norte y ellos
saltarían sobre la isla justo al inicio del asalto. Los
SEAL entrarían antes para explorar las zonas designadas.
Ya habían realizado un asalto de prueba aquella
mañana; habían salido del agua y arribado a tierra
sin ningún incidente. La mayoría de los soldados y
del equipamiento debía entrar en Haiti para la
operación llamada «RoRo», por «roll on,
roll off». Los soldados y los vehículos
avanzarían en lanchas y navíos de desembarco para
el viaje hacia Haiti y luego se replegarían en la costa
haitiana. Cuando la misión se hubiera cumplido, el proceso
se revertiría. Además de las fuerzas
norteamericanas, contábamos con el apoyo de otros
veinticinco países que se habían sumado a la
coalición de Naciones Unidas.

Cuando faltaba poco para la hora de nuestro ataque, el
presidente Carter me llamó y rogó que le diera
más tiempo para convencer a Cédras de que se fuera.
Carter quería evitar a toda costa una invasión
militar. Y yo también. Haiti no tenía ninguna
capacidad militar; sería como disparar contra una diana
inmóvil. Acepté darle tres horas más, pero
le dejé claro que el acuerdo al que llegara con el general
no podía contemplar ninguna dilación en el traspaso
del poder a Aristide. Cédras no podía disponer de
más tiempo para asesinar a niños, violar a
jóvenes y mutilar a mujeres. Ya nos habíamos
gastado doscientos millones de dólares para proporcionar
refugio a los haitianos que habían dejado su país.
Yo quería que pudieran volver a sus casas.

En PortauPrince, cuando el límite de las tres
horas se agotó, una multitud furiosa se congregó
frente al edificio donde aún se desarrollaban las
negociaciones. Cada vez que yo hablaba con Carter, Cédras
proponía un trato distinto, pero todos ellos le daban
cierto margen de maniobra para ganar tiempo y postergar el
regreso de Aristide. Los rechacé todos. Con el peligro
fuera y el plazo para la invasión a punto de cumplirse,
Carter, Powell y Nunn siguieron esforzándose por convencer
a Cédras, sin éxito. Carter me suplicó
más tiempo. Acepté otro plazo; hasta las 5 de la
tarde. Los aviones con los paracaidistas debían llegar
justo después de que cayera la noche, hacia las seis. Si
los tres seguían negociando para ese entonces,
correrían un peligro mucho mayor a manos de la
multitud.

A las 5.30 seguían allí y la
situación era mucho más peligrosa, porque
Cédras ya estaba enterado de que la operación
había empezado. Había estado vigilando la pista de
aterrizaje de Carolina del Norte, cuando nuestros sesenta y un
aviones con los paracaidistas despegaron. Llamé al
presidente Carter y le dije que él, Colin y Sam
tenían que irse inmediatamente. Los tres hicieron un
último llamamiento al jefe titular del estado de
Haití, el presidente de ochenta y siete años, Emile
Jonassaint, que finalmente dijo que elegiría la paz en
lugar de la guerra. Cuando todos los miembros del gabinete
aceptaron, menos uno, Cédras por fin cedió, menos
de una hora antes de que el cielo de PortauPrince se llenara de
paracaidistas. En lugar de eso, ordené que los aviones
dieran media vuelta y regresaran a casa.

Al día siguiente, el general Shelton
lideró a los primeros quince mil hombres de la fuerza
multinacional hacia Haití, sin que hubiera que disparar un
solo tiro. Shelton era un hombre que llamaba la atención;
medía más de metro ochenta, tenía el rostro
cincelado y un deje sureño ligeramente arrastrado. Aunque
era un par de años mayor que yo, seguía saltando en
paracaídas regularmente, junto con sus soldados.
Tenía aspecto de ser capaz de deponer a Cédras
él solo. Yo había visitado al general Shelton
hacía poco tiempo, en Fort Bragg, después de que en
un accidente de avión, en la base aérea cercana de
Pope, murieran algunos hombres que estaban de servicio. En la
pared del despacho de Shelton había fotografías de
dos grandes generales confederados de la guerra de la
Independencia, Robert E. Lee y Stonewall Jackson. Cuando vi a
Shelton por televisión en el momento de saltar a tierra,
comenté a un miembro de mi equipo que Estados Unidos
había recorrido un largo camino si un hombre que veneraba
a Stonewall Jackson podía convertirse en el libertador de
Haití.

Cédras prometió cooperar con el general
Shelton y abandonar el poder antes del 15 de octubre, tan pronto
como la ley de amnistía general exigida por el acuerdo de
Naciones Unidas se aprobara. Aunque casi tuve que arrancarlos de
Haití, Carter, Powell y Nunn hicieron una valiente labor
en circunstancias muy difíciles y potencialmente
peligrosas. Una combinación de diplomacia obstinada y de
amenaza militar inminente había evitado el derramamiento
de sangre. Ahora era Aristide quien tenía que cumplir con
su compromiso de «no a la violencia, no a la venganza,
sí a la reconciliación». Como tantas otras
declaraciones por el estilo, era más fácil decirlo
que hacerlo.

Puesto que la restauración de la democracia en
Haití se produjo sin incidentes, no produjo el impacto
negativo que los demócratas habían temido.
Deberíamos haber encarado las elecciones en buena forma:
la economía generaba 250.000 puestos de trabajo al mes, la
tasa de desempleo había bajado desde un 7 por ciento a
menos de un 6 por ciento y el déficit se reducía.
Habíamos aprobado importantes medidas legislativas contra
el crimen y para la educación, el servicio nacional, el
comercio y la baja familiar. Yo progresaba en nuestro programa de
política exterior con Rusia, Europa, China, Japón,
Oriente Próximo, Irlanda del Norte, Bosnia y Haití.
Pero a pesar de esta gestión política y de los
resultados obtenidos, teníamos problemas en ese
último tramo de las seis semanas previas a las elecciones,
por una serie de razones: había mucha gente que aún
no notaba la mejora económica y nadie se creía lo
de la reducción del déficit. La mayoría de
la gente no se enteraba de las victorias legislativas y no
sabían, o no les importaban, los progresos en
política exterior. Los republicanos, sus medios de
comunicación y sus grupos de interés aliados
seguían atacándome constante y eficazmente; me
describían como un progresista enloquecido que solo
quería exprimirles con impuestos y quitarle a la gente sus
médicos y sus pistolas. La cobertura periodística
era abrumadoramente negativa.

El Centro para Medios de Comunicación y Asuntos
Públicos emitió un informe en el que decía
que, en mis primeros dieciséis meses, se habían
hecho una media de casi cinco comentarios negativos cada noche en
los programas de los canales de noticias, muchos más que
los que había recibido el presidente Bush en sus primeros
dos años. El director del centro, Robert Lichter, dijo que
yo tuve «la desgracia de ser presidente en el amanecer de
una era que combina el periodismo de perro de presa con las
noticias de los tabloides». Había honrosas
excepciones, por supuesto. Jacob Weisberg escribió que
«Bill Clinton ha sido más fiel a su palabra que
cualquier otro jefe del ejecutivo del pasado reciente»,
pero que «los votantes desconfian de Clinton en parte
porque los medios de comunicación les repiten que no
confien en é1». Jonathan Alter escribió en
Newsweek: «En menos de dos años, Bill Clinton ha
logrado más cosas en política interior que John F.
Kennedy, Gerald Ford, Jimmy Carter y George Bush juntos. Aunque
Richard Nixon y Ronald Reagan a menudo conseguían que se
aprobara lo que querían en el Congreso, el Congressional
Quarterly dice que Clinton es el presidente con más
éxitos legislativos desde Lyndon Johnson. El
parámetro para medir los resultados en el plano interior
no debería ser la coherencia del proceso, sino hasta
qué punto se modifican y se transforman verdaderamente las
vidas de las personas. Y según ese parámetro, lo
está haciendo bien».

Alter quizá tenía razón, pero de
ser así, era un secreto muy bien guardado.

Cuarenta

 Las cosas se pusieron todavía peor conforme
septiembre se acercaba a su fin. El comisionado para el
béisbol, Bud Selig, anunció que no se había
podido llegar a un acuerdo y que, debido a la huelga de los
jugadores, cancelaba el resto de la temporada y las Series
Mundiales, por primera vez desde 1904. Bruce Lindsey, que
había mediado en la huelga de las aerolíneas,
trató de resolver el enfrentamiento. Yo llegué a
invitar a los representantes de los jugadores y de los
propietarios a la Casa Blanca, pero no hubo forma de alcanzar un
compromiso. Las cosas no podían ir bien si se cancelaba el
pasatiempo nacional.

El 26 de septiembre, George Mitchell tiró
oficialmente la toalla en el tema de la reforma sanitaria. El
senador Chafee había seguido trabajando con él,
pero no consiguió arrastrar a suficientes senadores
republicanos para romper las tácticas obstruccionistas del
senador Dole. Los trescientos millones de dólares que las
compañías aseguradoras y otros grupos de
presión se habían gastado para impedir la reforma
sanitaria habían demostrado ser una buena
inversión. Yo emití una breve declaración en
la que dije que volvería a intentarlo al año
siguiente.

Aunque hacía meses que presentía que nos
iban a derrotar, todavía me sentía decepcionado y
estaba preocupado porque Hillary e Ira Magaziner cargaran con las
culpas del fracaso. Era injusto por tres motivos. En primer
lugar, nuestras propuestas no eran la obsesión de un
gobierno intrusivo por manejar la sanidad que las campañas
publicitarias de las compañías de seguros
habían querido dar a entender. En segundo lugar, el plan
era lo mejor que Hillary e Ira habían podido hacer, dadas
las premisas que yo les exigí: cobertura universal sin
aumento de impuestos. Y, en tercer y último lugar, no
fueron Hillary e Ira quienes hicieron fracasar la reforma de la
sanidad, sino la decisión del senador Dole de abortar
cualquier compromiso significativo. Traté de animar a
Hillary diciendo que había errores mucho más graves
en la vida, aparte de que te pillaran «con las manos en la
masa» intentando conseguir que cuarenta millones de
norteamericanos que carecían de seguro médico
tuvieran cobertura sanitaria.

A pesar de nuestra derrota, todo el trabajo de Hillary,
Ira Magaziner y el resto de nuestra gente no fue en vano. Al cabo
de unos años, muchas de nuestras propuestas se
convirtieron en ley y se pusieron en práctica. El senador
Kennedy y la senadora republicana Nancy Kassebaum, de Kansas,
pasaron una propuesta de ley para que los trabajadores no
perdieran su seguro cuando cambiaban de trabajo. También
conseguimos que, en 1997, se aprobara el Programa de Seguro
Médico Infantil (PSMI), que dio cobertura sanitaria a
millones de niños en lo que fue la expansión
más grande de la sanidad desde que se puso en marcha
Medicaid, en 1965. PSMI ayudaría a que por primera vez en
doce años se redujera el número de norteamericanos
sin seguro médico.

Hubo otras muchas victorias sanitarias: una propuesta de
ley que permitía a las mujeres quedarse en el hospital
más de veinticuatro horas, tras el parto, con lo que
pusimos fin a los partos ambulatorios de las
compañías aseguradoras; un aumento de la cobertura
para las mamografias y los chequeos de próstata; un
programa de autogestión de la diabetes que la
Asociación Americana de la Diabetes consideró el
avance más importante en la lucha contra la enfermedad
desde la insulina; grandes mejoras en la investigación
biomédica y en el cuidado y tratamiento del VIHISIDA,
tanto en Estados Unidos como en el extranjero; la
vacunación infantil, por primera vez, llegó a estar
por encima del 90 por ciento y se aplicó por decreto
presidencial una «carta de derechos» del paciente que
garantizaba su derecho a elegir al médico y a disponer de
un tratamiento rápido y adecuado a los ochenta y cinco
millones de norteamericanos que estaban bajo la cobertura de
planes financiados con fondos federales.

Pero todo eso ocurriría más adelante. Por
ahora, nos habían dado una buena paliza. Y esa es la idea
que la gente se llevaría a las elecciones.

 Hacia finales de mes, Newt Gingrich
reunió a más de trescientos cargos y candidatos
republicanos para un acto en la escalera del Capitolio en el que
ofreció un «Contrato con América». Los
detalles del contrato se habían filtrado desde
hacía algún tiempo. Newt los había reunido
para demostrar que los republicanos no se limitaban a decir que
no a todo, sino que tenían un programa de medidas
positivas. El contrato era algo nuevo en la política
norteamericana. Tradicionalmente las elecciones de mitad de
mandato se habían hecho luchando escaño a
escaño. Las condiciones por las que pasaba la
nación y la popularidad del presidente podían ser
un impulso o un lastre, pero el saber popular decía que
los factores locales eran los decisivos. Gingrich estaba
convencido de que el saber popular estaba equivocado. Dando un
paso muy audaz, pidió al pueblo norteamericano que diera a
los republicanos una mayoría, y añadió:
«Si rompemos este contrato, échennos; lo digo en
serio».

El contrato apostaba por presentar una enmienda para
conseguir un presupuesto equilibrado según la
Constitución y por el veto parcial, que permitía
que el presidente eliminara partidas concretas de una ley
presupuestaria sin tener que vetar la ley entera; penas
más duras para los criminales y abolición de los
programas de prevención que aparecían en mi ley
contra el crimen; una reforma de la asistencia social, con un
límite de dos años para los beneficiarios capaces
de trabajar; una desgravación fiscal de quinientos
dólares por niño y otros quinientos por el cuidado
de un padre o abuelo, y el endurecimiento de las medidas para
garantizar el cuidado de los menores; la revocación de los
impuestos que gravaban a los receptores de la Seguridad Social
que tenían más ingresos (que formaban parte del
presupuesto de 1993); un recorte del 50 por ciento en el impuesto
sobre los beneficios del capital y otras rebajas fiscales; poner
fin a los mandatos sin financiación que el gobierno
federal imponía sobre los gobiernos locales y estatales;
un aumento radical del gasto en defensa; reforma de la
responsabilidad extracontractual para limitar los daños
punitivos; un límite de mandatos para los senadores y los
miembros de la Cámara de Representantes; requerimiento de
que el Congreso, como empleador, siguiera todas las leyes que
había impuesto a los demás empleadores; una
reducción de un tercio en las plantillas de los
comités del Congreso y el requisito de que cada una de las
cámaras del Congreso aprobara cualquier futuro aumento de
impuestos por una mayoría cualificada del 60 por
ciento.

Yo estaba de acuerdo con muchos detalles del contrato.
Ya estaba promoviendo la reforma de la sanidad y un
endurecimiento de las medidas para garantizar el cuidado de los
menores; también había defendido el veto parcial y
el fin de los mandatos sin fondos desde hacía mucho
tiempo. Me gustaba la idea de las desgravaciones fiscales
familiares. Aunque algunos de los puntos concretos eran
atractivos, el contrato era, en esencia, un documento simplista e
hipócrita. En los doce años que habían
transcurrido antes de que yo llegara a la presidencia, los
republicanos, con el apoyo de unos pocos demócratas del
Congreso, habían cuadruplicado la deuda nacional. Lo
habían hecho reduciendo los impuestos y aumentando el
gasto; ahora que los demócratas reducían el
déficit, querían que la Constitución
exigiera un presupuesto equilibrado, incluso a pesar de que ellos
mismos proponían un gran aumento del gasto en defensa sin
mencionar qué otras inversiones abandonarían para
costearlo. Igual que habían hecho en la década de
1980 y que harían de nuevo en la de 2000, los republicanos
estaban tratando de abolir la aritmética. Como dijo Yogi
Berra, todo eso ya lo habíamos visto antes, pero ahora nos
lo daban envuelto para regalo.

Además de dar a los republicanos un programa de
ámbito nacional para la campaña de 1994, Gingrich
les aportó una lista de palabras que podían usar
para definir a sus oponentes demócratas. Su comité
de acción política, GOPAC, publicó un
panfleto titulado Lenguaje: Un mecanismo de control clave. Entre
las «palabras de contraste» que Newt proponía
para calificar a los demócratas estaban: traición,
trampa, colapso, corrupción, crisis, decadencia,
destrucción, fracaso, hipocresía, incompetencia,
inseguridad, progresista, mentira, patético, permisivos,
obtusos, escurridizos, traidores. Gingrich estaba convencido de
que si podía institucionalizar ese tipo de insultos,
podría convertir a los demócratas, a base de
definiciones, en un partido que permaneciera en minoría
durante mucho tiempo.

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