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Análisis del libro "MI vida (parte II)" de Williams Bill Clinton (página 8)



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Los demócratas pensaban que los republicanos
habían cometido un gran error al anunciar el contrato;
procedieron a atacarlo y a demostrar los grandes recortes en
educación, sanidad y protección del medio ambiente
que serían necesarios para compensar las bajadas de
impuestos, aumentar el gasto en defensa y equilibrar el
presupuesto. Incluso le cambiaron el nombre al plan de Newt, al
que pasaron a llamar «Contrato impuesto a
América». Tenían toda la razón, pero
no funcionó. Las encuestas postelectorales revelaron que
la gente solo sabía dos cosas sobre el contrato: que los
republicanos tenían un plan y que equilibrar el
presupuesto formaba parte de él.

Más que atacar a los republicanos, los
demócratas estaban decididos a ganar las elecciones al
estilo antiguo, estado por estado, distrito a distrito. Yo les
ayudé en un montón de actos de recaudación
de fondos, pero ni uno solo para organizar una campaña
nacional que explicara todo lo que habíamos conseguido o
que anunciara cuál sería nuestro programa para el
futuro y en qué se diferenciaba del contrato
republicano.

El 30 de septiembre, el último día del
año fiscal, culminamos otro año muy productivo en
legislación: aprobamos las trece leyes de asignaciones
presupuestarias a tiempo, algo que no había sucedido desde
1948. Las asignaciones representaban los primeros dos años
consecutivos de reducción de déficit en dos
décadas, reducían la plantilla de funcionarios
federales en 272.000 personas y aun así lograban aumentar
las inversiones en educación y otras áreas
importantes. Eran unos logros impresionantes, pero no llamaban
tanto la atención como la enmienda del presupuesto
equilibrado.

Yo entré en octubre cojeando, con un
índice de popularidad de más o menos el 40 por
ciento, pero ese mes iban a pasar cosas positivas que
mejorarían mi nota y aparentemente favorecerían las
esperanzas de reelección de los demócratas. Lo
único triste fue la dimisión del secretario de
Agricultura, Mike Espy. Janet Reno había pedido que un
fiscal independiente nombrado por un juzgado estudiara las
acusaciones contra Espy, como aceptar entradas a
espectáculos deportivos y viajes. El tribunal del juez
Sentelle nombró a Donald Smaltz, otro activista
republicano, para que investigara a Espy. A mí me
parecía nauseabundo. Mike Espy me había apoyado en
lo bueno y en lo malo en 1992. Había abandonado un
escaño seguro en el Congreso, donde incluso los votantes
blancos de Mississippi le apoyaban, para convertirse en el primer
secretario de Agricultura negro, y había hecho un trabajo
excelente, entre otras muchas cosas elevando los
estándares de seguridad alimentaria.

Las noticias en octubre fueron en su mayor parte
positivas. El día 4, Nelson Mandela vino a la Casa Blanca
en visita de Estado. Su sonrisa alumbraba incluso los días
más oscuros, y me hizo feliz verle. Anunciamos la
creación de una comisión conjunta para promover la
mutua cooperación, que encabezarían el
vicepresidente Gore y el presidente adjunto Thabo Mbeki, el
más que probable sucesor de Mandela. La comisión
conjunta estaba funcionando tan bien en Rusia que
queríamos probarla con otra nación que fuera
importante para nosotros, y Sudáfrica ciertamente lo era.
Si el gobierno de reconciliación de Mandela tenía
éxito, podría inspirar a toda Africa a seguir el
mismo camino y mejorar la situación en lugares
problemáticos por todo el mundo. También
anuncié ayudas para vivienda, electricidad y sanidad para
los densamente poblados antiguos distritos segregados; un paquete
de iniciativas económicas rurales y un fondo de
inversiones bajo la dirección de Ron Brown.

Mientras estaba reunido con Mandela, el Senado
siguió el ejemplo de la Cámara de representantes y
aprobó, con el amplio apoyo de ambos partidos, la
última parte de la legislación que
permitiría cumplir el programa educativo que había
anunciado durante la campaña: la Ley de Educación
Elemental y Secundaria. La ley acabó con la costumbre de
ofrecer a los niños pobres una educación de segundo
orden; demasiado a menudo, los niños de los barrios pobres
acababan en clases de educación especial, no porque no
tuvieran una capacidad normal para aprender, sino porque se
habían quedado atrás en sus escuelas y en casa no
les apoyaban. Dick Riley y yo estábamos convencidos de que
con clases más pequeñas y un poco más de
atención por parte de los maestros, podrían ponerse
al día. La ley también contenía incentivos
para aumentar la implicación de los padres en la
educación de sus hijos: daba ayudas federales para
permitir a los estudiantes y a sus padres escoger una escuela
pública distinta a la que les correspondía por su
localización y financiaba escuelas independientes
diseñadas para impulsar la innovación y permitir
que operaran con libertad respecto a las características
del distrito que ahogaran la creatividad. En solo dos
años, además de la LEPS, la colaboración de
los dos partidos en el Congreso había promulgado la
reforma de Head Start; había convertido en ley los
objetivos de la Asociación Nacional de Educación;
había reformado el programa de créditos
estudiantiles; había creado el programa de servicio
nacional; había aprobado el programa de la escuela al
trabajo para crear puestos de aprendizaje para graduados del
instituto que no iban a la universidad y había
incrementado considerablemente nuestro compromiso con la
educación para adultos y la formación
continuada.

El paquete de medidas educativas fue uno de los logros
más importantes de mis dos primeros años en el
cargo. Sin embargo, aunque mejoraría la calidad del
aprendizaje y aumentarían las oportunidades

económicas para millones de norteamericanos, casi
nadie lo conocía. Puesto que las reformas educativas
tenían amplio apoyo en ambos partidos, los esfuerzos para
aprobarlas generaban relativamente poca controversia y, en
consecuencia, no se consideraban particularmente dignos de
aparecer en las noticias.

Acabamos la primera semana del mes con buen pie: el paro
bajó hasta el 5,9 por ciento, el más bajo desde
1990 (y un gran descenso comparado con el 7 por ciento que
había cuando accedí al cargo), con 4,6 millones de
nuevos empleos. Más adelante durante ese mismo mes, el
crecimiento económico durante el tercer cuarto del
año se fijó en el 3,4 por ciento, con la
inflación solo al 1,6 por ciento. El TLCAN estaba
contribuyendo al crecimiento. Las exportaciones totales a
México habían subido un 19 por ciento en solo un
año, y las exportaciones de coches habían subido un
600 por ciento.

 El 7 de octubre, Irak
concentró a un gran número de tropas a solo cuatro
kilómetros de la frontera de Kuwait, e hizo resurgir la
amenaza de una nueva guerra del Golfo. La comunidad internacional
me dio todo su apoyo cuando desplegué rápidamente a
36.000 soldados en Kuwait, apoyados por una flota de portaviones
y de cazas de combate. También ordené que se
elaborara una lista actualizada de objetivos para los misiles
Tomahawk. Los británicos anunciaron que también
reforzarían su presencia. El día 9 los
kuwaitíes trasladaron a la mayor parte de su
ejército de dieciocho mil hombres a la frontera. Al
día siguiente, los iraquíes, sorprendidos por la
rapidez y la contundencia de nuestra respuesta, anunciaron que
retirarían sus fuerzas; en menos de un mes el parlamento
iraquí reconoció la soberanía de Kuwait, sus
fronteras y su integridad territorial. Un par de días
después de que terminara la crisis de Irak, los grupos
paramilitares protestantes de Irlanda del Norte anunciaron que se
unían al alto el fuego del IRA.

Siguieron llegando buenas noticias durante la tercera
semana de octubre. El día 15 el presidente Aristide
regresó a Haití. Tres días más tarde
yo anuncié que, tras dieciséis meses de intensas
negociaciones, habíamos llegado a un acuerdo con Corea del
Norte para acabar con la amenaza de la proliferación
nuclear en la península de Corea. El 21 de octubre, en
Ginebra, nuestro negociador, Bob Gallucci, y los norcoreanos
firmaron el acuerdo marco por el que Corea del Norte se
comprometía a congelar toda la actividad en sus actuales
reactores nucleares y a permitir las inspecciones; se
comprometía a sacar del país ocho mil barras de
combustible descargadas; a desmantelar sus instalaciones
nucleares y, en definitiva, a dar cuenta del combustible gastado
que había producido en el pasado. A cambio, Estados Unidos
organizaría un consorcio internacional que
construiría reactores ligeros refrigerados por agua, que
no producían cantidades significativas de material
utilizable con fines armamentísticos; garantizaría
quinientas mil toneladas de aceite pesado al año;
reduciría las barreras al comercio, la inversión y
la diplomacia y ofrecería su protección si alguien
usaba o amenazaba con usar armas nucleares contra Corea del
Norte.

Tres sucesivas administraciones norteamericanas
habían tratado de poner bajo control el programa nuclear
norcoreano. El pacto era un tributo al duro trabajo de Warren
Christopher y el embajador Bob Gallucci, y a nuestra clara
determinación de no permitir que Corea del Norte se
convirtiera en una potencia nuclear o en un país
exportador de armas y materiales nucleares.

Después de que yo abandonara el cargo, Estados
Unidos recibió información de que, en 1998, Corea
del Norte había comenzado a violar el espíritu, si
no la letra, del acuerdo al producir uranio enriquecido en un
laboratorio –quizá el suficiente para hacer una o
dos bombas–. Algunos dijeron que estos hechos ponían
en cuestión la validez de nuestro acuerdo de 1994. Pero el
programa de plutonio al que pusimos fin era mucho más
peligroso que el de los laboratorios que se inició
después. El programa de reactores nucleares de Corea del
Norte, de haber seguido adelante, hubiera producido suficiente
plutonio de uso militar como para construir bastantes armas
nucleares al año.

El 17 de octubre, Israel y Jordania anunciaron que
habían llegado a un acuerdo de paz. Yitzhak Rabin y el rey
Hussein me invitaron a presenciar la ceremonia de firma, el 26 de
octubre, en el paso fronterizo de Wadi Araba, en el gran valle
del Rift. Acepté, con la esperanza de aprovechar el viaje
para conseguir que se avanzara también en otras cuestiones
abiertas en Oriente Próximo. Me detuve primero en Cairo,
donde el presidente Mubarak y yo nos reunimos con Yasser Arafat.
Le animamos a que hiciera todavía más para combatir
el terrorismo, especialmente el de Hamas, y nos comprometimos a
ayudarle a resolver sus diferencias con los israelíes
relativas al retraso de la entrega de las zonas que debían
estar bajo control palestino.

Al día siguiente presencié la ceremonia y
di las gracias a los israelíes y a los jordanos por su
valor al permanecer en la vanguardia del proceso de paz.
Hacía calor y el día estaba despejado; el
sobrecogedor paisaje del valle del Rift era el marco perfecto
para la grandeza de aquel acontecimiento, pero el sol se
reflejaba tan claramente en la arena del desierto que me cegaba.
Casi mi desmayé; si mi ayudante presidencial, Andrew
Friendly, no hubiera estado alerto y no hubiera acudido en mi
rescate con unas gafas de sol, puede que hubiera perdido el
conocimiento y estropeado todo el acto.

Después de la ceremonia Hillary y yo fuimos en
auto con el rey Hussein y la reina Noor para cubrir la corta
distancia que nos separaba de su residencia de vacaciones en
Aqaba. Era el cumpleaños de Hillary y sacaron un pastel
con velas de broma que Hillary no lograba apagar, lo que me dio
la oportunidad de bromear, diciendo que con los años
estaba perdiendo capacidad pulmonar. Tanto Hussein como Noor eran
inteligentes, corteses y tenían una gran visión de
futuro. Noor, que se había graduado en Princeton, era hija
de un distinguido árabe americano y de madre sueca.
Hussein era un hombre bajo, pero de constitución fuerte,
que tenía una sonrisa ganadora, un porte muy digno y unos
ojos que traslucían sabiduría. Había
sobrevivido a muchos intentos de asesinato durante su largo
reinado y sabía bien que «arriesgarse por conseguir
la paz» era algo más que una frase que sonaba bien.
Hussein y Noor se convirtieron en verdaderos amigos nuestros. Nos
reímos mucho juntos; siempre que podíamos,
olvidábamos nuestros deberes y nos contábamos
historias sobre nuestras vidas, nuestros niños y nuestros
intereses en común, entre ellos los caballos y las
motocicletas. En los años posteriores, Noor se unió
a nuestras vacaciones karaoke en Wyoming; yo iba a su casa, en
Maryland, a las fiestas de cumpleaños del rey Hussein, y
Hillary y Noor hablaban a menudo. Eran una bendición en
nuestras vidas.

Más tarde ese mismo día me convertí
en el primer presidente estadounidense en hablar ante el
parlamento jordano, en Ammán. Las frases del discurso que
mejor acogida tuvieron fueron aquellas dirigidas al mundo
árabe en general: «Estados Unidos se niega a aceptar
que nuestras civilizaciones deban enfrentarse. Respetamos el
Islamlos valores tradicionales del Islam, la devoción
a la fe y al trabajo, a la familia y a la sociedad, están
en armonía con los mejores ideales norteamericanos.
Así pues, sabemos que nuestra gente, nuestras creencias y
nuestras culturas pueden convivir en
armonía».

A la mañana siguiente volé hasta Damasco,
la ciudad habitada ininterrumpidamente desde hace más
tiempo en todo el mundo, para ver al presidente Assad.
Ningún presidente norteamericano había estado
allí en los últimos veinte años debido al
apoyo que Siria prestaba al terrorismo y a su dominación
de Líbano. Yo quería que Assad supiera que estaba
realmente decidido a conseguir la paz entre Siria e Israel de
acuerdo con las resoluciones 343 y 338 de Naciones Unidas, y que
si llegabábamos a un acuerdo, trabajaría duro para
mejorar nuestras relaciones con su país. Recibí
algunas críticas por haber ido a Siria, puesto que era un
país que apoyaba a Hezbollah y a otros grupos violentos
antiisraelíes, pero yo sabía que jamás
podríamos conseguir seguridad y estabilidad en la
región a menos que Siria e Israel se reconciliasen. Mi
reunión con Assad no produjo ningún gran avance,
pero me dio algunas ideas esperanzadoras sobre la forma en que
podríamos seguir adelante. Estaba claro que Assad
quería la paz, pero cuando le dije que tendría que
ir a Israel, tender la mano a los ciudadanos israelíes y
presentar su caso en la Knesset, al igual que lo

había hecho Anuar al Sadat, pude ver que estaba
hablando con una pared. Assad era un hombre brillante, pero
carente de imaginación y extremadamente cauteloso. Se
sentía seguro en su precioso palacio de mármol y
con su rutina diaria en Damasco; no podía ni siquiera
concebir la idea de aceptar el riesgo político que
suponía volar a Tel Aviv. Tan pronto como nuestra
reunión y la obligatoria conferencia de prensa hubieron
terminado, volé a Israel a contarle a Rabin lo que
había descubierto. En un discurso en la Knesset, el
parlamento de Israel, elogié y di las gracias a
Rabin;también aseguré a los miembros de la Knesset
que, si Israel seguía avanzando hacia la paz, Estados
Unidos trabajaría para aumentar su seguridad y garantizar
su progreso económico. Fue un mensaje muy oportuno, porque
Israel acababa de sufrir un nuevo ataque terrorista mortal. A
diferencia del acuerdo con los palestinos, al que muchos
israelíes se oponían, el acuerdo de paz de Jordania
tenía el apoyo de casi todo el mundo en la Knesset,
incluido el líder del Likud, el partido en la
oposición, Benjamin Netanyahu. Los israelíes
admiraban y confiaban en el rey Hussein, pero seguían
sospechando de Arafat.

El día veintiocho, después de una emotiva
visita a Yad Vashem, el impresionante monumento al Holocausto de
Israel, Hillary y yo nos despedimos de Yitzhak y Leah Rabin y
volamos a Kuwait a ver al emir y a dar las gracias a nuestras
tropas, que gracias a su rápido despliegue en la zona,
habían obligado a que Irak retirara a su ejército
de la frontera kuwaití. Después de Kuwait,
volé a Arabia Saudí para ver al rey Faud durante
unas horas. Me había impresionado la llamada que
había recibido del rey Faud a principios de 1993 en la que
me pedía que detuviera la matanza étnica de los
musulmanes bosnios. En esta ocasión, Faud me
recibió con calidez y me dio las gracias por lo
rápido que Estados Unidos se había movido para
desactivar la crisis con Irak. Había sido una visita
exitosa y prometedora, pero tenía que volver a casa y
bailar al son que tocaran

las elecciones.

Cuarenta y
uno

En octubre, las encuestas que recibíamos no
parecían demasiado malas, pero el ambiente de la
campaña seguía sin ser bueno. Antes de partir hacia
Oriente Próximo, Hillary había llamado a nuestro
encuestador, Dick Morris, y le había pedido su
opinión. Dick realizó un estudio para nosotros, y
los resultados fueron decepcionantes. Dijo que la mayoría
de la gente no creía que la economía fuera mejor o
que el déficit estuviera bajando, que no sabían
nada sobre las cosas buenas que los demócratas y yo
habíamos hecho y que los ataques contra el contrato de
Gingrich no estaban funcionando.

Mi índice de aprobación había
subido a más del 50 por ciento por primera vez en bastante
tiempo, y los votantes respondían positivamente cuando les
hablaban de la ley de baja familiar, los cien mil nuevos
policías de la ley contra el crimen, los estándares
educativos, la reforma escolar y nuestros demás logros.
Dick dijo que podríamos mejorar si los demócratas
dejaban de hablar de la economía, del déficit y del
contrato, y se concentraban en sus populares éxitos
legislativos. Me recomendó que, cuando volviera a
Washington, me mantuviera fuera de la campaña y adoptara
una actitud «presidencial»; que dijera e hiciera
cosas que reforzaran mi alto índice de aprobación.
Morris creía que eso ayudaría más a los
demócratas que si yo regresaba a la arena de la
campaña electoral. No seguí ninguna de estas
recomendaciones.

Los demócratas no tenían ningún
modo de transmitir la nueva consigna con rapidez hasta el
último rincón y distrito electoral en disputa,
donde las cosas podrían cambiar realmente; a pesar de que
yo había hecho muchos actos de recaudación de
fondos para candidatos individuales y para los comités de
campaña de la Cámara y el Senado, habían
querido gastarse el dinero de la forma tradicional.

Llamé a la Casa Blanca desde Oriente
Próximo y dije que creía que, a mi vuelta,
debería quedarme en Washington trabajando y generando
noticias, en vez de volver a la campaña. Cuando
regresé me sorprendió ver que mi agenda estaba
llena de viajes a Pennsylvania, Michigan, Ohio, Rhode Island,
Nueva York, Iowa, Minnesota, California, Washington y Delaware.
Por lo visto, cuando mi índice de popularidad
comenzó a subir, demócratas de todo el país
comenzaron a pedir que hiciera campaña a su lado. Ellos me
habían apoyado en los momentos duros y ahora yo
debía hacer lo mismo.

Durante la campaña traté de poner
énfasis en nuestros logros: habíamos firmado la Ley
de Protección del Desierto de California, que
protegía más de tres millones de hectáreas
de magníficas tierras vírgenes y de parques
nacionales; subrayé los grandes beneficios del nuevo
programa de créditos directos en la Universidad de
Michigan y hablé sobre lo que habíamos hecho en
tantas entrevistas de radio como pude. Pero también
asistí a algunos grandes mítines con rugientes
multitudes, donde tenía que gritar para que me oyeran. Mis
esfuerzos en campaña eran útiles para los fieles al
partido, pero no para la gran audiencia que los veía por
televisión; la retórica acalorada de la
campaña hacía que un presidente con aspecto de
hombre de Estado les volviera a parecer a los electores un
político del que no podían fiarse. Volver a hacer
campaña fue un error, aunque un error comprensible y
quizá inevitable.

El 8 de noviembre nos dieron una soberana paliza:
perdimos ocho escaños en el Senado y cincuenta y cuatro en
la Cámara, la mayor derrota de nuestro partido desde 1946,
cuando los demócratas perdieron después de que el
presidente Truman tratara de conseguir cobertura sanitaria para
todos los norteamericanos. Los republicanos recogían los
beneficios de dos años de constantes ataques contra
mí y de su solidaridad sobre el contrato. Los
demócratas obtuvieron un castigo por gobernar demasiado
bien, pero sin prestar atención a las reglas de la
política. Yo había contribuido a la hecatombe por
permitir que mis primeras semanas se definieran por el tema de
los gays en el ejército, por no concentrarme en la
campaña hasta que fue demasiado tarde y por tratar de
hacer demasiadas cosas demasiado rápido, en un clima
periodístico en el que se minimizaban mis victorias, se
magnificaban mis derrotas y se fomentaba la impresión
general de que yo no era más que otro progresista a favor
de unos impuestos altos y un gobierno intrusivo, no el Nuevo
Demócrata que había ganado la presidencia. Es
más, la gente todavía estaba preocupada; no
sentían que sus vidas estuvieran mejorando y estaban
hartos de las constantes luchas en Washington. Aparentemente
creían que un gobierno dividido nos obligaría a
trabajar juntos.

Irónicamente, yo había perjudicado a los
demócratas tanto con mis victorias como con mis derrotas.
El fracaso de la reforma sanitaria y la aprobación del
TLCAN desmoralizaron a muchos de nuestros votantes de base y
redujeron su participación. Las victorias del plan
económico, con los aumentos de impuestos sobre los
norteamericanos más adinerados, la Ley Brady y la
prohibición de armas de asalto enfurecieron a los votantes
de base republicanos y fomentaron su participación.
Probablemente esa diferencia en la asistencia a las urnas era
responsable de la mitad de las derrotas, y colaboró en que
los republicanos se hicieran con once cargos de gobernador
más. Mario Cuomo perdió en Nueva York, donde hubo
muy escasa participación demócrata. En el Sur,
gracias principalmente a un extraordinario esfuerzo de la
Coalición Cristiana, los republicanos lograron en todas
partes resultados que iban cinco o seis puntos más arriba
de sus posiciones en las encuestas preelectorales. En Texas,
George W. Bush derrotó a la gobernadora Ann Richards, a
pesar de que un 60 por ciento de los texanos aprobaba su
gestión.

La ANR se lo pasó en grande aquella noche.
Habían vencido tanto al portavoz Tom Foley como a Jack
Brooks, dos de los miembros más capaces del Congreso, que
me habían prevenido de que esto sucedería. Foley
era el primer portavoz en ser derrotado en más de un
siglo. Jack Brooks había apoyado a la ANR durante
años y había liderado la lucha en la Cámara
contra la prohibición de las armas de asalto, pero como
presidente del Comité Judicial había votado a favor
de la ley contra el crimen incluso después de que se
incluyera la prohibición. La ANR era un amo que no
perdonaba: un solo fallo y estabas fuera. El grupo de
presión a favor de las armas declaró que
había derrotado a diecinueve de los veinticuatro miembros
que aparecían en su lista de objetivos. Causaron al menos
ese daño, y pudieron enorgullecerse de haber convertido a
Gingrich en el portavoz de la Cámara. En Oklahoma, el
congresista Dave McCurdy, un dirigente del CLD, perdió las
elecciones al Senado por, en sus propias palabras, «Dios,
los gays y las armas».

El 29 de octubre, un hombre llamado Francisco Duran, que
había conducido desde Colorado, protestó por la ley
contra el crimen abriendo fuego contra la Casa Blanca con un arma
de asalto. Logró disparar treinta ráfagas antes de
que pudieran reducirle. Afortunadamente, nadie salió
herido. Puede que lo de Duran fuera una aberración, pero
reflejaba el odio casi patológico que yo despertaba entre
los propietarios de armas paranoicos con la Ley Brady y la
prohibición contra las armas de asalto. Tras las
elecciones, tuve que asumir el hecho de que los grupos a favor
del cumplimiento de la ley y otros grupos que apoyaban una
legislación responsable sobre las armas, aunque
representaban a la mayoría de los norteamericanos,
simplemente no podían proteger de la ANR a sus amigos en
el Congreso. El lobby armamentístico estaba mejor
organizado, disponía de más fondos, luchaba
más a fondo y gritaba más alto que
ellos.

Las elecciones tuvieron algunos momentos de
alegría. Ted Kennedy y la senadora Dianne Feinstein
vencieron en unas elecciones muy disputadas. También lo
hizo mi amigo el senador Chuck Robb, de Virginia, que
derrotó al presentador de tertulias Oliver North, famoso
por el asunto Irán-Contra, con la ayuda del apoyo de su
colega republicano el senador John Warner, a quien le gustaba
Robb y no podía aguantar la idea de que North llegara al
Senado.

En la parte superior de la península de Michigan,
el congresista Bart Stupak, un ex agente de policía,
sobrevivió al reto de unas elecciones en su conservador
distrito pasando a la ofensiva para defenderse de la
acusación de que su voto por el nuevo plan
económico había perjudicado a sus electores. Stupak
publicó anuncios que comparaban la cifra exacta de gente
que pagaría más impuestos con la cifra de los que
pagarían menos. Había diez veces más de
estos últimos que de los primeros.

El senador Kent Conrad y el congresista Earl Pomeroy
fueron reelegidos en Dakota del Norte, un estado republicano y
conservador, porque ellos, como Stupak, defendieron de forma
enérgica sus posiciones y se aseguraron de que los
votantes supieran las cosas buenas que habían conseguido
para ellos. Quizá era más sencillo contrarrestar el
efecto de los anuncios negativos en un estado pequeño o en
un distrito rural. De todas formas, si otros miembros del
Congreso hubieran hecho lo que hicieron Stupak, Conrad y Pomeroy,
habríamos ganado más escaños.

Los dos héroes de la batalla presupuestaria en la
Cámara se encontraron con destinos distintos. Marjorie
Margolies-Mezvinsky perdió su rico y residencial distrito
de Pennsylvania, pero Pat Williams sobrevivió en la
Montana rural.

Me sentí profundamente afligido por las
elecciones de mitad de mandato, mucho más de lo que
jamás dejé entrever en público.
Probablemente no habríamos perdido ni la Cámara ni
el Senado si no hubiera incluido en el plan económico ni
el impuesto sobre la gasolina ni el impuesto sobre los receptores
de beneficios de la Seguridad Social con más ingresos, y
si hubiera escuchado los consejos de Tom Foley, Jack Brooks y
Dick Gephardt sobre la prohibición de las armas de asalto.
Pero, por supuesto, si hubiera actuado así no
habría podido incluir la rebaja fiscal del impuesto sobre
la renta a las familias trabajadoras con menos ingresos, o me
hubiera visto obligado a aceptar una menor reducción del
déficit, con el subsiguiente riesgo de que el mercado de
obligaciones no respondiera favorablemente a mi plan;
también habría tenido que vivir con la
responsabilidad de dejar a más policías y
niños a merced de las armas de asalto. Seguía
convencido de que aquellas decisiones, por difíciles que
hubieran sido, eran buenas para Estados Unidos. Aun así,
había demasiados demócratas que habían
pagado un precio muy alto en manos de votantes que, sin embargo,
luego recibirían los beneficios de su valentía en
forma de mayor prosperidad y calles más
seguras.

Puede que no hubiéramos perdido ninguna de las
dos cámaras si, tan pronto como quedó claro que el
senador Dole obstruiría cualquier propuesta de reforma
sanitaria, hubiera anunciado que la postergaba hasta que la
consensuáramos los dos partidos, y en su lugar hubiera
propuesto y aprobado la reforma de la asistencia social. Eso
hubiera resultado más popular entre los norteamericanos de
clase media que votaban en manada por los republicanos y, a
diferencia de otras decisiones del plan económico y de la
ley de prohibición de las armas de asalto, este tipo de
acción hubiera ayudado a los demócratas sin
perjudicar al pueblo norteamericano.

Gingrich había demostrado ser mejor
político que yo. Comprendió que podía llevar
a escala nacional unas elecciones de mitad de mandato usando como
palanca el contrato, atacando sin cesar a los demócratas y
argumentado que todos los conflictos y partidismos enconados de
Washington que habían generado los republicanos
debían de ser culpa de los demócratas, puesto que
nosotros controlábamos tanto el Congreso como la Casa
Blanca. Dado que me había ocupado de la presidencia, no me
había preocupado de organizar, financiar y forzar a los
demócratas a adoptar un mensaje de respuesta efectivo a
escala nacional. El hecho de que las elecciones de mitad de
mandato se convirtieran en unas elecciones nacionales fue la
principal contribución de Gingrich al proceso electoral
moderno. Desde 1994 en adelante, si un partido lo hacía y
el otro no, el bando que no ofrecía un mensaje en el
ámbito nacional sufría pérdidas
innecesarias. Volvió a suceder de nuevo en 1998 y
2002.

A pesar de que una gran mayoría de
norteamericanos pagaban menos impuestos que antes, y de que
habíamos reducido la administración a un
tamaño mucho menor del que tenía bajo Reagan y
Bush, los republicanos también habían ganado con
las mismas viejas propuestas de impuestos más bajos y
menor gobierno. Incluso les habían recompensado por los
problemas que ellos mismos habían creado: habían
acabado con la sanidad, la reforma de la financiación de
las campañas y la reforma de los grupos de presión
a través de maniobras obstruccionistas en el Senado. En
ese sentido Dole merece que le concedan buena parte del
mérito de la arrolladora victoria republicana; la
mayoría de la gente no podía creer que una
minoría de cuarenta y un senadores pudiera acabar con casi
cualquier propuesta excepto los presupuestos. Todo lo que los
votantes sabían era que no se sentían más
prósperos o más seguros; había demasiadas
luchas en Washington, nosotros estábamos al mando y los
demócratas eran partidarios de gobiernos
grandes.

Sentí algo muy parecido a cuando perdí la
reelección a gobernador en 1980: había hecho muchas
cosas buenas, pero nadie lo sabía. Puede que el electorado
sea operacionalmente progresista, pero filosóficamente es
moderadamente conservador y desconfía profundamente del
gobierno. Incluso si hubiera disfrutado de una cobertura
más justa por parte de la prensa, los votantes
probablemente hubieran tenido dificultades para saber qué
es lo que había logrado con todo aquel despliegue de
actividad. De alguna forma, había olvidado la dolorosa
lección que me enseñó mi derrota en 1980: se
puede tener una buena política sin buenas tácticas
políticas, pero no puedes darle a la gente un buen
gobierno sin ambas. No lo volvería a olvidar, pero nunca
me recobré del golpe de que toda aque11a buena gente
hubiera perdido sus escaños por ayudarme a sacar a Estados
Unidos del pozo en que los habían metido las
«Reaganomics», por hacer de nuestras calles
un lugar más seguro y por tratar de dar cobertura
sanitaria a todos los norteamericanos.

El día después de las elecciones
traté de ver el aspecto más positivo de una
situación bastante mala, y prometí trabajar con los
republicanos. Les pedí que «se unieran a mí
en el centro del debate público, de donde deben partir las
mejores ideas para la siguiente generación de progreso
norteamericano». Propuse que trabajáramos juntos en
la reforma de la sanidad y en el veto parcial, que yo apoyaba.
Por el momento, no había nada más que yo pudiera
hacer.

Muchos de los expertos políticos comenzaron a
predecir que no sería reelegido en 1996, pero yo
tenía esperanzas. Los republicanos habían
convencido a demasiados norteamericanos de que los
demócratas y yo éramos excesivamente progresistas y
estábamos demasiado ligados a la idea de un gobierno
grande e intrusivo, pero el tiempo jugaba a mi favor por tres
motivos: gracias a nuestro plan económico el
déficit se mantendría bajo y nuestra
economía seguiría creciendo; el nuevo Congreso,
especialmente la Cámara, estaba mucho más a la
derecha de lo que estaba el pueblo norteamericano y, a pesar de
sus promesas electorales, los republicanos pronto
comenzarían a proponer recortes en educación, en
sanidad y en protección al medio ambiente para costear sus
recortes de impuestos y sus aumentos del gasto en defensa. Eso es
lo que sucedería porque eso es lo que los
ultraconservadores querían hacer y porque yo estaba
decidido a mantenerlos bajo el imperio de la ley de la
aritmética.

Cuarenta y
dos

Una semana después de las elecciones,
volvía a estar enfrascado en mi trabajo, al igual que los
republicanos. El 10 de noviembre designé a Patsy Fleming
directora nacional de iniciativas sobre el SIDA, en
reconocimiento a su destacada labor en el desarrollo de nuestra
política sobre dicha enfermedad, que incluía un
aumento global del 30 por ciento en la recaudación de
fondos para el SIDA. También propuse una serie de nuevas
medidas para combatir dicha enfermedad. El anuncio estaba
dedicado a la estrella que había guiado la lucha contra el
SIDA, Elizabeth Glaser, que estaba gravemente enferma;
falleció tres semanas después.

Ese mismo día, anuncié que Estados Unidos
ya no impondría el cum-plimiento del embargo de armamento
sobre Bosnia. Esta decisión contaba con bastante apoyo en
el Congreso y era necesaria porque los serbios habían
reanudado sus ataques con el asalto al pueblo de Bihac. A finales
de noviembre la OTAN bombardeó emplazamientos de misiles
serbios en la zona. El día 12 fui a Indonesia para la
reunión anual de líderes de la APEC, donde las
dieciocho naciones del Pacífico asiático se
comprometieron a crear una zona de libre comercio asiática
para 2020; los países más ricos adelantaban el
proceso al año 2010.

En el frente interior, Newt Gingrich, todavía con
la resaca de su gran victoria, seguía lanzando
sistemáticamente sus ataques personales, que tan
eficientes habían demostrado ser durante la
campaña. Justo antes de las elecciones, había usado
contra mí uno de los insultos de su cuaderno de
descalificaciones: me llamó «el enemigo de los
norteamericanos normales». El día después de
las elecciones, nos tildó a Hillary y a mí de
«McGovernistas contraculturales», su máxima
condena. El calificativo que Gingrich nos aplicó era
correcto en algunos aspectos. Habíamos apoyado a McGovern
y no formábamos parte de la cultura que Gingrich
quería que dominara en Estados Unidos: la cara más
oscura del conservadurismo sureño blanco, que
poseía la Verdad Absoluta, condenaba a quienes eran
distintos y vivía segura de su superioridad moral. Yo era
un bautista sureño blanco, orgulloso de mis raíces
y confirmado en mi fe. Pero conocía demasiado bien el lado
oscuro. Desde que era niño, había sido testigo de
la forma en que la gente afirmaba que su piedad y su superioridad
moral eran suficiente justificación para reclamar su
derecho al poder político y para satanizar a quienes
discreparan de ellos, generalmente respecto a los derechos
civiles. Yo creía que en Estados Unidos podíamos
construir una unión más perfecta, ampliar el
círculo de la libertad y de las oportunidades y reforzar
los lazos de la comunidad por encima de las divisiones que nos
separaban.

Aunque Gingrich me intrigaba, y me impresionaba su
habilidad polí-tica, no creía que sus ideas
representaran los mejores valores de Estados Unidos. A mí
me habían educado para no menospreciar a nadie, para no
culpar a los demás de mis propios problemas o defectos.
Sin embargo, eso era exactamente lo que se desprendía del
mensaje de la «Nueva Derecha». No obstante, gozaba de
un enorme atractivo político, porque ofrecía una
certeza psicológica y, al mismo tiempo, la posibilidad de
huir de las responsabilidades: «ellos» siempre
tenían razón, y «nosotros» siempre
estábamos equivocados; «nosotros»
éramos culpables de todos los problemas, aun cuando
«ellos» habían estado en la presidencia
durante veinte de los últimos veintiséis
años. Todos somos vulnerables a los argumentos que nos
liberan de toda responsabilidad y, en las elecciones de 1994, en
un país donde las familias de clase media trabajadora
estaban atenazadas por la ansiedad económica y les
preocupaba la omnipresencia del crimen, las drogas y la
desestructuración familiar, había gente que
prestaba oídos al mensaje de Gingrich, sobre todo porque
nosotros no pusimos ningún mensaje propio sobre el tapete
para contrarrestarlo. Gingrich y la derecha republicana nos
habían retrotraído a los años sesenta; Newt
decía que Estados Unidos había sido un gran
país hasta esa década, cuando los demócratas
subieron al poder y reemplazaron las nociones absolutas sobre el
bien y el mal con valores más relativos. Prometía
devolvernos a la moralidad de los años cincuenta, con el
fin de «renovar la civilización
norteamericana». Si bien es cierto que hubo excesos
personales y políticos en los años sesenta, aquella
década, y el movimiento que alumbró, también
consiguió avances en los derechos civiles y los derechos
de la mujer, progresos medioambientales, seguridad laboral y
más oportunidades para los pobres. Los demócratas
creían en aquellas reformas y luchaban por conseguirlas.
Pero también había algunos republicanos
tradicionales que pensaban igual, incluidos muchos de los
gobernadores con los que yo había colaborado a finales de
los setenta y durante los años ochenta. Al concentrarse
únicamente en los excesos de la década de los
sesenta, la Nueva Derecha me recordaba sobremanera a las quejas
de los blancos del Sur en contra de la Reconstrucción,
durante todo el siglo posterior al final de la guerra de la
Independencia. En mi niñez aún nos enseñaban
la mezquindad que habían demostrado con nosotros los
soldados del Norte durante la Reconstrucción y la nobleza
del Sur, incluso en la derrota. Aunque había algo de
cierto en aquello, las quejas más vehementes siempre
pasaban por encima del bien que Lincoln y los republicanos
nacionales habían hecho al abolir la esclavitud y
preservar la Unión. En los grandes temas, la esclavitud y
la Unión, el Sur se equivocó.

Ahora la historia se repetía, pues la derecha
utilizaba los excesos de los sesenta para oscurecer los avances
positivos en los derechos civiles y en otras áreas. Su
tajante condena me recordaba a una historia que el senador David
Pryor solía contar acerca de una conversación que
había mantenido con un hombre de ochenta y cinco
años; este le dijo que había sobrevivido a dos
guerras mundiales, a la Depresión, a la guerra de Vietnam,
al movimiento de los derechos civiles y a todos los demás
grandes conflictos del siglo xx. Pryor le dijo: «A buen
seguro habrá sido usted testigo de muchos cambios».
«Sí –replicó el anciano–.
¡Y estaba en contra de todos y cada uno de
ellos!»

Sin embargo, yo no quería satanizar a Gingrich y
a su pandilla, como habían hecho ellos con nosotros. El
tenía algunas ideas interesantes, especialmente en el
campo de la ciencia, la tecnología y la iniciativa
empresarial, y era un internacionalista comprometido en
política exterior. Además, yo pensaba desde
hacía años que el Partido Demócrata
debía modernizar su enfoque: centrarse menos en conservar
los éxitos de la era industrial que el partido
había obtenido, y más en los retos de la era de la
información que nos esperaban; también creía
que debíamos clarificar nuestro compromiso con las
preocupaciones y los valores de la clase media. Me parecía
positivo comparar nuestras ideas de Nuevos Democratas sobre los
problemas económicos y sociales con las que
contenía el «Contrato con América». La
política alcanza su máxima expresión cuando
admite la competencia entre las mejores ideas e
iniciativas.

Pero Gingrich no se detenía ahí. El
núcleo de su argumento era que no solo sus ideas eran
mejores que las nuestras; afirmaba que sus valores también
lo eran, pues los demócratas tenían un programa
débil respecto a la familia, el trabajo, la asistencia
social, el crimen y la defensa, y porque, a causa de la
indulgencia con la que nos tratábamos a nosotros mismos
desde los sesenta, no podíamos distinguir entre el bien y
el mal.

El poder político de su teoría era que
confirmaba firme y claramente los estereotipos negativos de los
demócratas que los republicanos habían estado
intentando inculcar en la conciencia de la nación desde
1968. Nixon lo había hecho, Reagan lo había hecho y
George Bush también lo hizo cuando convirtió la
elección de 1988 en un referéndum sobre Willie
Horton y el juramento a la Constitución. Ahora Newt
había elevado el arte de la «cirugía
plástica invertida» a un grado superior de
complejidad y dureza.

El problema de esta teoría era que no encajaba
con los hechos. La mayor parte de demócratas eran muy
duros contra el crimen, apoyaban la reforma de la asistencia
social y un ejército nacional fuerte y habían
demostrado más responsabilidad fiscal que muchos
republicanos de la Nueva Derecha. También eran ciudadanos
trabajadores y respetuosos de la ley que amaban a su país,
se esforzaban por sus comunidades y trataban de educar lo mejor
posible a sus hijos. Aparentemente, todo eso no importaba.
Gingrich tenía muy claro su discurso y lo soltaba siempre
que podía.

No muchó después me acusó, sin
ninguna prueba, de que el 25 por ciento de mis asesores en la
Casa Blanca habían consumido drogas recientemente. Luego
afirmó que los valores demócratas eran responsables
de un gran número de embarazos extramatrimoniales de
adolescentes, a los que habría que quitarles los
niños para ingresarlos en orfanatos. Cuando Hillary
cuestionó la bondad de una medida que separaba a los
niños de sus madres, le dijo que debería ver la
película de 1938 La ciudad de los muchachos, en la que se
educaba a niños pobres en un orfanato católico,
mucho antes de que los temibles años sesenta arruinaran el
país.

Gingrich incluso culpaba a los demócratas y sus
valores «permisivos» de crear el clima moral que
llevó a Susan Smith, una mujer trastornada de Carolina del
Sur, a ahogar a sus dos hijos pequeños en octubre de 1994.
Cuando se descubrió que Smith podría haber sufrido
aquel desequilibrio mental porque su padrastro ultraconservador
–que estaba en el consejo local de la Coalición
Cristiana– había abusado de ella cuando era
niña, Gingrich ni se inmutó. Todos los pecados,
incluso los cometidos por los conservadores, se debían al
relativismo moral que los demócratas habían
impuesto en Estados Unidos desde los años
sesenta.

Seguí esperando que Gingrich explicara de
qué forma había influido la bancarrota moral
demócrata en la corrupción de las administraciones
de Nixon y de Reagan, y cómo había provocado los
crímenes del Watergate y el caso IránContra. Seguro
que habría encontrado alguna respuesta. Cuando estaba
inspirado, a Newt no había quien lo parara.

Cuando nos adentramos en el mes de diciembre se
deslizó de nuevo un poco de cordura en la vida
política cuando la Cámara y el Senado aprobaron el
Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio (GATT), con
amplias mayorías en ambos partidos. El acuerdo
reducía los aranceles mundiales a la asombrosa cifra de
740.000 millones de dólares, con lo que abría
mercados hasta entonces cerrados a los productos y servicios
norteamericanos y ofrecía a los países en
desarrollo una oportunidad de vender productos a consumidores
más allá de sus fronteras; también
preveía que la Organización Mundial de Comercio
pudiera elaborar legislaciones uniformes de comercio y decidir en
las disputas entre países. Ralph Nader y Ross Perot
hicieron una intensa campaña en contra del pacto;
declaraban que las consecuencias serían terribles, desde
la pérdida de soberanía de Estados Unidos hasta el
aumento del trabajo infantil y de la explotación. Su
vehemente oposición tuvo poco efecto; los sindicatos
estaban mucho menos en contra del GATT de lo que habían
estado respecto al TLCAN, y Mickey Kantor había hecho una
gran labor defendiendo el GATT en el Congreso.

La ley de la Protección a la Jubilación de
1994 pasó casi desapercibida entre la legislación
que incluía el GATT. La primera vez que oí hablar
del problema de la financiación de las pensiones fue
gracias a un ciudadano, en un debate en Richmond, durante la
campaña. La ley exigía a las corporaciones con
planes de pensiones excesivamente amplios y mal financiados que
aumentaran sus contribuciones. Además, estabilizaba el
sistema nacional de seguros de pensiones y proporcionaba mejor
protección a cuarenta millones de norteamericanos. La ley
de Protección a la Jubilación y el GATT fueron los
últimos de una larga lista de importantes éxitos
legislativos durante mis dos primeros años de mandato que,
teniendo en cuenta el resultado que habíamos obtenido en
las elecciones, me dejaron un sabor agridulce.

A principios de diciembre, Lloyd Bentsen dimitió
de secretario del Tesoro; nombré a Bob Rubin para que
ocupara el cargo. Bentsen había hecho una extraordinaria
labor, y yo no quería que se fuera, pero él y su
mujer, B.A., querían recuperar su vida privada. La
elección de un sucesor fue sencilla: Bob Rubin
había convertido el Consejo Económico Nacional en
la innovación más importante del proceso de toma de
decisiones en la Casa Blanca en décadas, le respetaban en
Wall Street y quería que la economía fuera bien
para todos los norteamericanos. Poco después,
nombré a Laura Tyson para que ocupara el puesto de Bob en
el Consejo Económico Nacional.

Después de ofrecer una cena de Estado para el
nuevo presidente de Ucrania, Leonid Kuchma, volé a
Budapest, Hungría, para pasar allí solo ocho horas
durante las que asistí a la cumbre de la Conferencia sobre
Seguridad y Cooperación en Europa y firmé una serie
de acuerdos de desnuclearización con el presidente
Yeltsin, el primer ministro Major y los presidentes de Ucrania,
Kazajstán y Bielorrusia. Acordamos reducir nuestros
arsenales en varios miles de cabezas nucleares y evitar la
proliferación de armas nucleares en otras naciones. Esos
acuerdos deberían haber sido acogidos de forma positiva
por la prensa, pero la noticia que salió de Budapest fue
que, en su discurso, Yeltsin me criticaba por pasar de la Guerra
Fría a una «paz fría», al precipitar la
ampliación de la OTAN para que incluyera a las naciones de
la Europa Central. De hecho, yo había hecho todo lo
contrario: había establecido la Asociación por la
Paz como un paso previo a la inclusión de un número
mucho mayor de países, había fijado un proceso por
etapas para la inclusión de nuevos miembros en la OTAN y
había cooperado al máximo para establecer una
colaboración entre la OTAN y Rusia.

Dado que no tenía ni idea de qué iba a
decir Yeltsin en su discurso, y

que habló después de mi
intervención, me quedé asombrado y enfadado, pues
no sabía qué había provocado aquella
reacción, y no tuve oportunidad de replicarle.
Aparentemente, los asesores de Yeltsin le habían
convencido de que la OTAN admitiría a Polonia,
Hungría y la República Checa en 1996, justo el
año en que él se presentaba a las reelecciones
contra los ultranacionalistas, que estaban en contra de la
expansión de la OTAN, y yo me presentaría contra
los republicanos, que estaban a favor.

Aquel suceso de Budapest constituyó un momento
embarazoso y poco común, en el que a la gente de ambos
bandos se les fue la cosa de las manos, pero yo sabía que
lo superaríamos. Unos días más tarde, Al
Gore fue a ver a Yeltsin mientras se encontraba en Moscú
con motivo de la cuarta reunión de la Comisión Gore
Chernomyrdin para la Cooperación Técnica,
Científica y Económica. Boris le dijo que él
y yo todavía éramos socios, y Al garantizó a
Yeltsin que nuestra política respecto a la OTAN no
había cambiado. Yo no pretendía meterle en un
aprieto por motivos políticos domésticos, pero
tampoco estaba dispuesto a dejar que cerrara las puertas de la
OTAN indefinidamente.

El 9 de diciembre me encontraba en Miami para inaugurar
la Cumbre de las Américas, la primera reunión de
todos los dirigentes del hemisferio desde 1967. Los treinta y
tres presidentes democráticamente elegidos de
Canadá, Centroamérica, América del Sur y el
Caribe se encontraban allí, incluidos el presidente de
cuarenta y un años Aristide, de Haití, y su vecino,
el presidente Joaquín Balaguer de la República
Dominicana, que tenía ochenta y ocho años; estaba
ciego y enfermo, pero su mente seguía funcionando a la
perfección.

Había convocado la cumbre para promover una zona
de libre comer-cio en todas las Américas, desde el
Círculo Artico hasta Tierra del Fuego; también para
reforzar la democracia y el gobierno eficaz por toda la
región y para demostrar que Estados Unidos estaba decidido
a ser un buen vecino. La reunión fue un gran éxito.
Nos comprometimos a establecer una zona de libre comercio en las
Américas para el año 2005 y sentimos que nos
adentrábamos en el futuro juntos, un futuro en el que, en
las palabras del gran poeta chileno Pablo Neruda, «No hay
lucha ni esperanzas solitarias».

El 15 de diciembre, pronuncié un discurso
televisado con objeto de presentar mi propuesta de la rebaja
fiscal para la clase media, que se incluiría en los
siguientes presupuestos. Algunas personas de la
administración se mostraron contrarias a este paso, y
algunos medios de comunicación lo criticaron como un
intento de copiar a los republicanos, o como un último
esfuerzo de mantener la promesa de la campaña de 1992, por
la que los votantes me habían castigado por no cumplir.
Tanto por razones de estrategia política como de programa,
yo trataba de volver al debate de la rebaja fiscal contra los
republicanos antes de que el nuevo Congreso se reuniera. El
contrato del GOP contenía propuestas fiscales que en mi
opinión no podíamos permitirnos y que decantaban la
balanza a favor de los norteamericanos de rentas más
altas. Por otro lado, Estados Unidos aún padecía
los resultados de dos décadas de estancamiento de los
ingresos de la clase media, y ese estancamiento era la principal
causa de que la gente aún no percibiera la mejoría
económica. Habíamos atacado seriamente el problema,
doblando la rebaja fiscal sobre el impuesto de la renta. Ahora,
si se aprobaban las adecuadas rebajas fiscales, se podrían
aumentar los ingresos de la clase media sin poner en peligro la
reducción del déficit o nuestra capacidad para
invertir en el futuro, y podría cumplir totalmente mi
promesa electoral de 1992.

En el discurso, propuse una Declaración de
Derechos de la Clase Media, en la que incluía una rebaja
fiscal de 500 dólares por niño para familias con
ingresos de como máximo 75.000 dólares; una
desgravación fiscal de los gastos de matrícula de
universidad; la ampliación de las cuentas de
jubilación individuales (CJI), y la conversión de
los fondos que el gobierno empleaba en docenas de programas de
formación laboral en cupones de dinero en efectivo que
fueran directamente a las manos de los trabajadores, para que
ellos pudieran elegir su propio programa de formación.
Dije al pueblo norteamericano que podíamos financiar el
paquete fiscal gracias al creciente ahorro que la iniciativa de
Reinvensión del Gobierno de Al Gore estaba generando y, al
mismo tiempo, seguir con nuestras previsiones de reducción
del déficit.

Justo antes de Navidad, Al Gore y yo anunciamos la
designación de las primeras ciudades y comunidades rurales
que recibirían la calificación de «zonas de
desarrollo», con lo cual se convertirían en
candidatas, según el plan económico de 1993, a
recibir incentivos fiscales y fondos federales para impulsar la
creación de empleo en aquellas zonas que se hubieran
quedado atrás durante las recuperaciones económicas
anteriores.

El 22 de diciembre fue el último día de
Dee Dee Myers como secretaria de prensa. Había hecho un
buen trabajo en circunstancias muy difíciles. Dee Dee
llevaba conmigo desde las nieves de New Hamsphire;
habíamos capeado muchas tormentas desde entonces y jugado
muchas partidas de cartas juntos. Yo sabía que
tendría éxito hacia dondequiera que encaminara su
vida, y así fue.

Después de nuestro viaje anual de Año
Nuevo a los fines de semana del Renacimiento, Hillary y yo nos
tomamos un par de días de vacaciones para ir a casa, a ver
a su madre y a Dick Kelley. Aproveché también para
ir a cazar patos con algunos amigos en el este de Arkansas. Cada
año, durante el invierno, cuando los patos vuelan hacia el
sur desde Canadá, siguen uno de los dos canales
aéreos principales; uno de ellos es el río
Mississippi. Muchos descienden sobre las plantaciones de arroz y
los estanques en el Delta de Arkansas; en los últimos
años, algunos granjeros habían montado cotos de
caza de patos en sus tierras, tanto para entretenerse como para
complementar sus ingresos.

Es maravilloso ver volar a los patos en los primeros
albores de la mañana. También vimos grandes ocas
volando por encima, en una perfecta formación en V.
Aquella nublada mañana, solo dos patos descendieron lo
suficiente como para ponerse a tiro, y los amigos que me
acompañaban me dejaron que disparara a los dos. Ellos
disfrutarían de más días de caza que yo.
Señalé a los reporteros que estaban con nosotros
que todas nuestras armas estaban protegidas por la ley contra el
crimen y que no necesitábamos armas de asalto para cazar
patos, incluido uno al que le di con un afortunado disparo desde
una distancia de casi sesenta y cinco metros.

Al día siguiente, Hillary y yo asistimos a la
inauguración de la escuela pública de primaria
William Jefferson Clinton, en Sherwood, en las afueras al norte
de Little Rock. Eran unas instalaciones preciosas; tenía
un auditorio que habían bautizado con el nombre de mi
madre y una biblioteca en honor de Hillary. Confieso que me
gustaba que una escuela nueva llevara mi nombre; nadie
debía más a sus profesores que yo.

Necesitaba aquel viaje a casa. Había trabajado
como un esclavo durante dos años y había logrado
muchas cosas, pero «los árboles no me dejaban ver el
bosque». El siguiente año traería consigo
nuevos retos y, para poder hacerles frente, necesitaba más
oportunidades para recargar mis baterías y recuperar mis
raíces.

Cuando volví a Washington, tenía ganas de
ver qué harían los republicanos para tratar de
cumplir sus promesas electorales. También deseaba librar
la batalla por conservar, poner en marcha y hacer cumplir toda la
legislación aprobada durante los dos años
anteriores. Cuando el Congreso aprueba una nueva ley, la tarea
del Ejecutivo apenas ha empezado. Por ejemplo, la ley contra el
crimen garantizaba financiación para 100.000 nuevos
policías en nuestras comunidades. Teníamos que
organizar una oficina en el Departamento de Justicia para
distribuir los fondos, establecer los requisitos de idoneidad,
crear y gestionar el proceso de selección y supervisar la
forma en que se gastaba el dinero, de modo que pudiéramos
emitir informes de seguimiento para el Congreso y para el pueblo
norteamericano.

El 5 de enero celebré mi primera reunión
con los nuevos líderes del Congreso. Además de Bob
Dole y Newt Gingrich, el equipo republicano incluía al
senador Trent Lott, de Mississippi, y a dos texanos, el
congresista Dick Armey, líder de la mayoría en la
Cámara, y el congresista Tom DeLay, el jefe de disciplina
de la mayoría republicana de la Cámara. Los nuevos
líderes demócratas eran el senador Tom Daschle, de
Dakota del Sur, y el congresista Dick Gephardt, así como
el jefe de disciplina demóccrata del Senado, Wendell Ford,
de Kentucky, y su homólogo en la Cámara, David
Bonior, de Michigan.

Aunque el encuentro con los líderes del Congreso
fue cordial, y había algunas cuestiones del contrato del
GOP en las que podíamos cooperar, yo sabía que
sería imposible evitar una acalorada confrontación
en diverrsos temas de importancia sobre los que
manteníamos profundas y serias diferencias. Estaba claro
que todo mi equipo y yo debíamos concentrarnos mucho y
actuar disciplinadamente, tanto en nuestros actos como en nuestra
estrategia de comunicación. Cuando un periodista me
preguntó si nuestras relaciones estarían marcadas
«por el compromiso o por el combate», le dije:
«Mi respuesta a esto es que el señor Gingrich
susurrará en su oreja derecha, y yo lo haré en su
oreja izquierda».

Cuando los congresistas se fueron, entré en la
sala de prensa para anunciar que Mike McCurry sería el
nuevo secretario de prensa. Hasta entonces, Mike había
sido el portavoz de Warren Christopher en el Departamento de
Estado. Durante la campaña electoral, cuando era
secretario de prensa de Bob Kerrey, había hecho algunos
comentarios bastante duros contra mí, pero yo no se lo
reprochaba. Se suponía que yo era su adversario durante
las primarias; además, había hecho un buen trabajo
en el Departamento de Estado explicando y defendiendo nuestra
política exterior.

Teníamos más sangre nueva en nuestro
equipo. Erskine Bowles llegaba a la Casa Blanca, desde la Agencia
para la Pequeña y Mediana Empresa, para ser adjunto al
jefe de gabinete, después de intercambiar su cargo con
Phil Lader. Erskine estaba especialmente capacitado para la
mezcla de cuidadoso compromiso y guerra de guerrillas que
caracterizaría nuestras relaciones con el Congreso; era un
empresario de éxito y un negociador de primera
categoría que sabía cuándo apretar y
cuándo ceder. Fue un gran apoyo para Panetta, y sus
habilidades se complementaban muy bien con el alto voltaje del
otro adjunto de Leon, Harold Ickes.

Como tantos otros meses, enero estuvo lleno de buenas y
malas noticias: el paro descendió por debajo del 5,4 por
ciento, y se crearon 5,6 millones de nuevos puestos de trabajo.
Kenneth Starr hizo gala de su «independencia» cuando,
increíblemente, declaró que iba a reabrir la
investigación sobre la muerte de Vince Foster. El gobierno
de Yitzhak Rabin estuvo en peligro cuando dos bombas puestas por
terroristas asesinaron a diecinueve israelíes, un atentado
que debilitó el apoyo por sus esfuerzos de paz.
Firmé la primera ley del nuevo Congreso, que había
defendido decididamente, que obligaba a los legisladores
nacionales a cumplir todos los requisitos laborales que ellos
habían impuesto a los empleadores privados.

El 24 de enero pronuncié el discurso del Estado
de la Unión ante el primer Congreso republicano en
cuarenta años. Era un momento delicado; debía ser
conciliador sin parecer débil y fuerte sin dar la
impresión de ser hostil. Empecé pidiéndole
al Congreso que dejara a un lado «el partidismo, las
nimiedades y el orgullo», y propuse que
colaboráramos en la reforma de la asistencia social, no
para penalizar a los pobres, sino para darles más
oportunidades. Luego, presenté quizá el mejor
ejemplo del potencial de los receptores de asistencia social de
Estados Unidos, personificado en Lynn Woolsey, una mujer que
había luchado por salir de la asistencia social y que
había llegado a convenirse en miembro de la Cámara
de Representantes por California.

También reté a los republicanos en varios
frentes. Si iban a votar una enmienda para el equilibrio
presupuestario, deberían decir cómo pensaban
equilibrarlo; si para conseguirlo se planteaban un recorte en la
Seguridad Social. Les pedí que no abolieran los
AmeriCorps, como habían amenazado con hacer. Si
querían reforzar la ley contra el crimen, yo
colaboraría gustoso con ellos, pero me opondría a
rechazar programas de prevención de eficacia probada, como
el plan de poner 100.000 policías más en las
calles, o la prohibición de las armas de asalto. Dije que
jamás haría nada que violase el derecho
legítimo de posesión y uso de armas, «pero
que mucha gente perdió su puesto en el Congreso para que
los oficiales de policía y los chicos no tuvieran que
perder la vida bajo la lluvia de balas de un arma de asalto, y no
dejaré que se revoque esa medida».

Terminé mi discurso tendiendo puentes hacia los
republicanos; hablé a favor de mis rebajas fiscales para
la clase media, pero afirmé que colaboraría con
ellos en aquel tema. También admití que, respecto a
la reforma sanitaria, «tratamos de abarcar
demasiado», pero les pedí que trabajáramos
estrechamente para asegurarnos de que la gente no perdiera su
seguro médico cuando cambiara de empleo o cuando un
miembro de su familia se enfermara; también
solicité su apoyo para avanzar en un programa de
política exterior consensuado.

El discurso del Estado de la Unión no es
únicamente la ocasión que tiene el presidente cada
año de hablar durante una hora directamente al pueblo
norteamericano; también es uno de los rituales más
importantes en la política nacional. La prensa destacaba
multitud de detalles, en los que los ciudadanos también se
fijaban durante la retransmisión televisiva. Por ejemplo,
cuántas veces interrumpen al presidente con aplausos,
especialmente aquellas interrupciones en que los representantes
se ponen en pie; qué hace aplaudir a los demócratas
o a los republicanos, y en que parecen estar de acuerdo y en que
no. Todo el mundo se fija en la reacción de los senadores
y representantes más destacados, y se analiza incluso el
significado simbólico de las personas elegidas para
sentarse en la tribuna de la primera dama. Para este discurso del
Estado de la Unión preparé una intervención
destinada a durar cincuenta minutos y dejé diez para los
aplausos. Debido a que hubo mucha conciliación, así
como sana confrontación, las interrupciones para los
aplausos, más de noventa, alargaron el discurso hasta los
ochenta y un minutos.

Por las fechas del discurso del Estado de la
Unión, llevábamos dos semanas inmersos en una de
las mayores crisis de mi primer mandato. La tarde del 10 de
enero, después de que Bob Rubin hiciera su juramento como
secretario del Tesoro en el Despacho Oval, él y Larry
Summers se quedaron conmigo y con algunos de mis asesores para
debatir la crisis financiera de México. El valor del peso
había descendido repentinamente, y había minado la
capacidad de México para pedir préstamos y hacer
frente a sus deudas. El problema se exacerbaba porque,
según el estado de México empeoraba, había
emitido con el fin de recaudar dinero unos instrumentos
financieros de deuda a corto plazo llamados tesobonos, que se
devolvían en dólares; pero éstos, a medida
que el valor del peso bajaba, eran más y más
necesarios para financiar el valor en dólares de la deuda
a corto plazo de México. Ahora, con solo 6.000 millones de
moneda norteamericana en sus reservas, México tenía
que abonar un pago de 30.000 millones de dólares en 1995,
de ellos 10.000 millones durante los tres primeros meses del
año.

Si México no cumplía con sus obligaciones,
el «colapso» económico, tal y como Bob Rubin
trató de evitar referirse a ello, podía acelerarse
y provocaría un aumento del desempleo, una
inflación galopante y, muy probablemente, una
recesión severa y prolongada, ya que las instituciones
financieras internacionales, los demás gobiernos y los
inversores privados serían reacios a arriesgar más
dinero en el país.

Como Rubin y Summers explicaron, el colapso
económico de México podría tener
consecuencias muy graves para Estados Unidos. En primer lugar,
México era el tercer principal mercado de nuestras
exportaciones. Si no podía adquirir nuestros productos,
las empresas y los trabajadores norteamericanos se verían
perjudicados. En segundo lugar, los problemas económicos
de México podían provocar un aumento del 30 por
ciento de la inmigración ilegal, es decir medio
millón más de personas al año. Tercero, un
México empobrecido se convertiría, casi sin lugar a
dudas, en una zona más vulnerable al aumento de actividad
por parte de los carteles de droga, que ya enviaban grandes
cantidades de narcóticos hacia Estados Unidos a
través de la frontera. Y finalmente, la suspensión
de pagos de México podía tener un impacto negativo
en otros países, pues inquietaría a los inversores
y reduciría su confianza en los mercados emergentes del
resto de Latinoamérica, Europa Central, Rusia,
Sudáfrica y otros países que tratábamos de
ayudar a modernizarse y prosperar. Puesto que el 40 por ciento de
las exportaciones norteamericanas se destinaba a países en
vías de desarrollo, nuestra economía podía
salir gravemente perjudicada.

Rubin y Summers recomendaron que solicitáramos al
Congreso la aprobación de veinticinco mil millones de
dólares en préstamos para permitir que
México pagara su deuda a tiempo y conservara la confianza
de los acreedores y de los inversores, a cambio de su compromiso
de emprender reformas financieras y de informar a tiempo de su
situación económica, con el fin de que esto no
volviera a suceder. Sin embargo, me advirtieron de los riesgos
que comportaba su recomendación. Quizá
México fracasaría de todos modos, con lo que
podíamos perder el dinero que le habíamos
adelantado. Si la medida tenía éxito, podía
dar lugar al problema que los economistas llaman «riesgo
moral». México estaba al borde del colapso no solo a
causa de las erróneas políticas gubernamentales y
de la debilidad institucional, sino también porque los
inversores habían seguido financiando sus operaciones
más allá del límite de la prudencia. Al
entregar fondos a México para que devolviera el dinero a
los inversores que se habían enriquecido por sus
decisiones equivocadas, quizá estuviéramos creando
la expectativa de que dichas decisiones estaban libres de
riesgos.

La amenaza se agravaba debido a que la mayor parte de
ciudadanos estadounidenses no comprendían las
consecuencias que un retraso en el pago de la deuda de
México tendría en la economía de Estados
Unidos. La mayor parte de demócratas pensaría que
el rescate demostraba que, de entrada, el TLCAN había sido
una mala idea; además, muchos de los republicanos
recién elegidos, especialmente en la Cámara, no
compartían el entusiasmo del portavoz por los asuntos
internacionales. Un sorprendente número de ellos ni
siquiera tenía pasaporte. Querían restringir la
inmigración procedente de México, y no enviarles
miles de millones de dólares en ayudas.

Después de escuchar su presentación, hice
un par de preguntas, y luego dije que debíamos seguir
adelante con el préstamo. Pensaba que la decisión
estaba clara, pero no todos mis asesores estaban de acuerdo. Los
que querían acelerar mi recuperación
política después de la desastrosa derrota de mitad
de mandato pensaban que estaba loco, o como decimos en Arkansas,
«que le faltan tres ladrillos para tener el cargamento
completo». Cuando George Stephanopoulos oyó la cifra
que el Tesoro barajaba para el préstamo, 25.000 millones
de dólares, al principio creyó que Rubin y Summers
querían decir en realidad 25 millones de dólares.
Pensó que yo estaba a punto de cometer una imprudencia.
Panetta estaba a favor del préstamo, pero advertía
que si México no nos pagaba, me costaría la
reelección de 1996.

Nos jugábamos mucho, pero yo confiaba en el nuevo
presidente de

México, Ernesto Zedillo, un economista doctorado
por Yale que estaba en la brecha desde que el candidato original
de su partido para la presidencia, Luis Colosio, fue asesinado.
Si alguien podía recuperar a México, era
Zedillo.

Además, sencillamente no podíamos
quedarnos de brazos cruzados mirando cómo México se
hundía. Aparte de los problemas económicos que
causaría a ambos países, estaríamos enviando
un mensaje de egoísmo y de falta de visión
política a toda Latinoamérica. Existía una
larga tradición de resentimiento latinoamericano contra
Estados Unidos; nos consideraban arrogantes e insensibles a sus
intereses y sus problemas. Siempre nos iba mejor cuando nuestros
gestos se basaban en una pura y genuina amistad: con la
política del buen vecino de Franklin Roosevelt, con la
alianza por el progreso de Kennedy y con la devolución del
canal de Panamá por parte del presidente Carter. Durante
la Guerra Fría, cuando apoyamos el derrocamiento de
dirigentes elegidos democráticamente, apoyamos a
dictadores y toleramos sus violaciones de los derechos humanos,
obtuvimos la reacción que nos
merecíamos.

Convoqué a los líderes del Congreso a la
Casa Blanca, les expliqué la situación y
pedí su apoyo. Todos me lo garantizaron, incluidos Bob
Dole y Newt Gingrich, que describieron adecuadamente el problema
de México como «la primera crisis del siglo
xxi». Durante las rondas de Rubin y Summers por Capitol
Hill, obtuvimos el respaldo del senador Paul Sarbanes, de
Maryland; del senador Chris Dodd y del senador republicano Bob
Bennett, de Utah, un conservador chapado a la antigua y muy
inteligente, que rápidamente comprendió las
consecuencias de no hacer nada y estuvo a nuestro lado a lo largo
de toda la crisis. Algunos gobernadores también nos dieron
su apoyo, entre ellos Bill Weld, de Massachusetts, que
tenía gran interés en México, y George W.
Bush, de Texas, cuyo estado, junto con California, sería
uno de los más perjudicados si la economía de
México se hundía.

A pesar de las razones a favor y del respaldo de Alan
Greenspan, hacia finales de mes se hizo obvio que no nos iba
demasiado bien en el Congreso. Los demócratas que estaban
en contra del TLCAN creían que el paquete de ayudas era ir
demasiado lejos, y los nuevos miembros republicanos se
oponían a él abiertamente.

Por ese entonces, Rubin y Summers habían empezado
a considerar una acción unilateral: proporcionar dinero a
México del Fondo de Estabilización de Cambios
(FEC). El fondo se había creado en 1934, cuando Estados
Unidos sacó al dólar del patrón oro, y se
utilizaba para minimizar las fluctuaciones de divisas.
Tenía unos 35.000 millones de dólares, y el
secretario del Tesoro podía emplearlo con la
aprobación del presidente. El día 28, la necesidad
de una intervención de Estados Unidos se volvió
imperiosa, cuando el ministro de finanzas mexicano llamó a
Rubin para decirle que el impago era inminente, con el
vencimiento la semana siguiente de tesobonos por valor de
más de 1.000 millones de dólares.

El asunto llegó a un punto crítico el
lunes 30 de enero por la noche. Las reservas de México
habían bajado hasta 2.000 millones de dólares, y el
peso se había devaluado otro 10 por ciento durante el
día. Esa noche, Rubin y Summers vinieron a la Casa Blanca
para encontrarse con Leon Panetta y Sandy Berger, que llevaba el
tema en el Consejo Económico Nacional. Sin rodeos, Rubin
les dijo: «A México le quedan cuarenta y ocho horas
de vida». Gingrich llamó para decir que no
podía aprobar el paquete de ayudas hasta dentro de dos
semanas, si es que podía hacerse en absoluto. Dole ya
había anunciado lo mismo. Lo habían intentado, como
Tom Daschle y Dick Gephardt, pero la oposición era
demasiado fuerte.

Regresé a la Casa Blanca hacia las 11 de la
noche, después de dejar un acto de recaudación de
fondos al que había asistido. Me fui a la oficina de Leon
para oír el lúgubre mensaje. Rubin y Summers
volvieron a enumerar brevemente las consecuencias de un impago
por parte de México, y luego dijeron que
«solo» necesitábamos 20.000 millones de
dólares en garantías de préstamo, no 25.000
millones, porque el director del Fondo Monetario Internacional,
Michel Camdessus, había reunido casi 18.000 millones en
ayudas que el FMI entregaría si Estados Unidos
también actuaba; combinadas con ayudas más
pequeñas de otros países y del Banco Mundial, eso
situaba el paquete total de ayudas en poco menos de 40.000
millones de dólares.

Aunque estaban a favor de actuar, Sandy Berger y Bob
Rubin reiteraron los riesgos que corríamos. Una encuesta
recientemente publicada en el Los Angeles Times decía que
los norteamericanos se oponían a ayudar a México
por un 79 por ciento contra un 18. Repliqué:
«Así que dentro de un año, cuando tengamos
otro millón de inmigrantes ilegales, estemos inundados de
drogas procedentes de México y haya mucha gente a ambos
lados del Río Grande sin empleo, cuando me pregunten,
"¿Por qué no hizo nada?", ¿yo qué les
digo? ¿Que una encuesta decía que el 80 por ciento
de norteamericanos estaba en contra? Esto es algo que tenemos que
hacer». La reunión duró unos diez
minutos.

Al día siguiente, el 31, anunciamos el paquete de
ayudas financiado por el Fondo de Estabilización de
Cambios. El acuerdo para el préstamo se firmó un
par de semanas después en el edificio del Tesoro, entre
los gritos de protesta del Congreso y no pocas muestras de
descontento entre nuestros aliados del G7, a los que les
disgustó que el director del FMI se hubiera comprometido
con México, y con nosotros, a otorgar un préstamo
de 18.000 millones de dólares sin su aprobación
previa. La primera entrega de dinero se hizo en marzo,
después de la cual seguimos enviando pagos regulares,
aunque en realidad las cosas no mejoraron en México hasta
algunos meses después. Sin embargo, hacia finales de
año, los inversores volvían a entrar en el mercado
mexicano, y las reservas de divisas se reponían. Ernesto
Zedillo, por su parte, realizó las reformas a las que se
había comprometido.

Aunque al principio fue duro, el paquete de ayudas
funcionó. En 1982, cuando la economía mexicana se
hundió, hizo falta casi una década para que
volviera a crecer. Esta vez, después de un año de
grave recesión, la economía mexicana empezó
a mostrar síntomas de recuperación. Después
de 1982, México había tardado siete años en
acceder de nuevo a los mercados de capital. En 1995, solo
tardó siete meses. México devolvió la
totalidad del préstamo, con intereses, en enero de 1997,
más de tres años antes de la fecha fijada para su
reembolso. Había pedido 10.500 millones de dólares
de los 20.000 que pusimos a su disposición, y pagó
un total de 1.400 millones de dólares en intereses, casi
600 millones más de lo que ese dinero hubiera rendido si
se hubiera invertido en letras del Tesoro de Estados Unidos, como
se hacía con el resto del dinero del Fondo de
Estabilización de Cambios. El préstamo
resultó ser una muy buena inversión, además
de una buena medida política.

El columnista del New York Times Tom Friedman
llamó al préstamo «la decisión de
política exterior menos popular y más
incomprendida, pero también la más importante, de
la presidencia Clinton». Quizá tuviera razón.
En cuanto a la oposición popular, el 75 por ciento de la
población también se había opuesto al
paquete de ayudas a Rusia. Mi decisión de devolver el
poder a Aristide, en Haití, también era impopular,
y mis acciones subsiguientes en Bosnia y Kosovo se recibieron con
cierta resistencia inicial. Las encuestas son útiles para
decirle al presidente qué piensan los ciudadanos y
qué argumentos son más convincentes en un
determinado momento, pero no pueden dictar una decisión
que requiere mirar más allá de la esquina. El
pueblo norteamericano contrata a un presidente para que haga lo
correcto para nuestro país a largo plazo. Ayudar a
México era lo mejor para Estados Unidos. Fue la
única acción económica sensata, y al
realizarla, demostramos que éramos, una vez más, un
buen vecino.

El 9 de febrero, Helmut Kohl vino a verme. Acababan de
reelegirle, y predijo con mucha confianza que ese también
sería mi caso. Comentó que vivíamos en
tiempos turbulentos, pero que al final saldría airoso de
todo. En la conferencia de prensa tras nuestra reunión,
Kohl hizo un emocionante homenaje al senador Fulbright, que
había fallecido recientemente, después de
medianoche, a la edad de ochenta y nueve años. Kohl dijo
que él mismo pertenecía a una generación
que, cuando eran estudiantes, «deseaban con todas sus
fuerzas obtener una beca Fulbright» y que en todo el mundo,
el nombre de Fulbright estaba ligado a «una mente abierta,
la amistad y gente luchando codo con codo». En el momento
de su muerte, más de 90.000 norteamericanos y 120.000
estudiantes de otros países habían recibido becas
Fulbright.

Yo había visitado al senador Fulbright en su casa
poco antes de su muerte. Había sufrido un ataque que le
había afectado un poco el habla, pero sus ojos brillaban y
su mente funcionaba; fue un buen último encuentro. La
influencia de Fulbright en la historia de Estados Unidos
sería muy importante. Como dije en su funeral,
«siempre profesor y siempre estudiante».

El 13 de febrero, Laura Tyson y los otros miembros del
Consejo de Asesores Económicos, Joe Stiglitz y Martin
Baily, me dieron un ejemplar del último Informe
Económico del Presidente. Destacaba nuestro progreso desde
1993, así como los persistentes problemas del
estancamiento de la renta y de la desigualdad. Aproveché
la ocasión para impulsar la Declaración de Derechos
de la Clase Media y mi propuesta de aumentar el salario
mínimo en 90 centavos durante dos años, de 4,25 a
5,15 dólares la hora. Esa medida beneficiaría a 10
millones de trabajadores, que verían cómo sus
ingresos anuales aumentaban 1.800 dólares. La mitad de esa
subida era solo para que los trabajadores recuperaran el nivel
que el salario mínimo, teniendo en cuenta la
inflación, tenía en 1991, la última vez que
subió.

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