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Análisis del libro "MI vida (parte II)" de Williams Bill Clinton (página 9)



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El salario mínimo era uno de los temas preferidos
de la mayor parte de los demócratas, pero gran
número de republicanos se oponía a subirlo;
afirmaban que hacerlo costaba empleos, pues aumentaba los costes
de las empresas. Existían pocas pruebas documentales de su
posición. De hecho, recientemente, algunos jóvenes
economistas especializados en el trabajo habían llegado a
la conclusión de que una subida moderada del salario
mínimo quizá podía tener como consecuencia
un modesto aumento –y no una disminución– del
empleo. Hacía poco tiempo, había visto por
televisión una entrevista a una trabajadora que cobraba el
salario mínimo en una empresa del sudoeste de Virginia.
Cuando le preguntaron acerca de los rumores de que el aumento
quizá empujaría a su empleador a despedirla a ella
y a otros compañeros, e invertir más en maquinaria,
la mujer sonrió y respondió: «Cariño,
me arriesgaré».

Durante la cuarta semana de febrero, Hillary y yo fuimos
en visita oficial de dos días a Canadá, donde nos
alojamos en la residencia del embajador norteamericano Jim
Blanchard y su esposa, Janet. Jim y yo nos habíamos hecho
amigos en los ochenta, cuando él era gobernador de
Michigan. Canadá es nuestro primer socio comercial y
nuestro aliado más próximo. Compartimos la mayor
frontera no vigilada de todo el mundo. En 1995,
colaborábamos en los temas de Haití, en las ayudas
a México y en la OTAN, el TLCAN, la Cumbre de las
Américas y la APEC. Aunque ocasionalmente
discrepábamos acerca del comercio del maíz y de la
madera y sobre los derechos de pesca del salmón, nuestra
amistad era profunda.

Pasamos mucho tiempo con el primer ministro, Jean
Chrétien, y con su mujer, Aline. Chrétien se
convirtió en uno de mis mejores amigos entre los
dirigentes mundiales, un aliado fuerte y confiado con el que
compartí no pocos partidos de golf.

También pronuncié un discurso ante al
parlamento canadiense, para agradecer nuestros acuerdos
comerciales y de seguridad, y las enriquecedoras contribuciones
culturales de los canadienses a la vida norteamericana, como
Oscar Peterson, mi pianista de jazz preferido; la cantautora Joni
Mitchell, que escribió «Chelsea Morning», y
Yousuf Karsh, el gran fotógrafo que había saltado a
la fama por su retrato de Churchill frunciendo el ceño
después de que Karsh le arrancara el omnipresente cigarro
de la mano, y que nos había fotografiado a Hillary y a
mí en situaciones menos amenazadoras.

Marzo empezó con buen pie, al menos desde mi
punto de vista, cuando el Senado no logró hacerse con la
mayoría de dos tercios, necesaria para aprobar la enmienda
del equilibrio presupuestario, por solo un voto. Aunque la
enmienda era popular, casi todos los economistas pensaban que era
mala idea porque limitaba la capacidad del gobierno para
gestionar el déficit según las circunstancias; por
ejemplo, durante una recesión o una emergencia nacional.
Antes de 1981, Estados Unidos no había tenido grandes
problemas de déficit; solo después de los doce
años de «economías de cascada», durante
los que se había cuadruplicado la deuda nacional, los
políticos empezaron a afirmar que jamás
podrían tomar decisiones económicas responsables a
menos que estuvieran obligados a ello por una enmienda
constitucional.

Mientras el debate proseguía, exhorté a la
nueva mayoría republicana que impulsaba la enmienda para
que dijera exactamente de qué forma pensaba equilibrar el
presupuesto. Yo había terminado una propuesta
presupuestaria en menos de un mes durante mi mandato; ellos
habían tenido el control del Congreso durante casi dos
meses y aún no habían presentado ninguna. Les
resultaba complicado transformar su retórica de
campaña en medidas específicas.

Pronto, los republicanos empezaron a apuntar por
dónde irían los tiros del presupuesto que iban a
presentar, pues propusieron un paquete de recortes, a los que
llamaron rescisiones, del presupuesto del año en vigor. El
tipo de recortes que proponían demostraba que los
demócratas habían acertado de lleno con sus
críticas sobre el contrato durante la campaña
electoral. Las rescisiones del GOP incluían la
eliminación de 15.000 puestos de AmeriCorps, 1,2 millones
de empleos de verano para los jóvenes y 1.700 millones de
fondos para la educación, entre ellos casi la mitad de
nuestros fondos de prevención a la drogadicción en
un momento en que el consumo de drogas entre los jóvenes
empezaba a aumentar. Y peor todavía, querían
recortar el programa de almuerzos escolares y el WIC, el programa
nutricional para mujeres, bebés y niños menores de
cinco años, que hasta entonces había recibido un
gran respaldo, tanto de republicanos como de demócratas.
La Casa Blanca y los demócratas se pusieron las botas
luchando contra esos recortes.

Otra propuesta del GOP que recibió una firme
oposición fue su intento de eliminar el Departamento de
Educación, el cual, como el programa de almuerzos
escolares, siempre había gozado de un gran apoyo entre
ambos partidos. Cuando el senador Dole dijo que el departamento
había hecho más mal que bien, bromeé
diciendo que quizá tenía razón porque, desde
su creación, el departamento había estado casi la
mayor parte del tiempo en manos de secretarios de
Educación republicanos. Por el contrario, Dick Riley
sí estaba haciendo más cosas buenas que
malas.

Mientras tratábamos de rechazar las propuestas
republicanas, también promoví nuestro programa por
todos aquellos medios que no exigieran aprobación del
Congreso, y demostré que había entendido el mensaje
de las últimas elecciones. A mediados de marzo,
anuncié una posible reforma legal. La reforma la
había diseñado Al Gore en su proyecto de
Reinvención del Gobierno, y se centraba en la mejora de
nuestras iniciativas de protección medioambiental:
proporcionaríamos incentivos de mercado al sector privado,
en lugar de imponer regulaciones demasiado detalladas; el 25 por
ciento de la reducción de burocracia administrativa
ahorraría a las empresas veinte millones de horas
laborales anuales.

La iniciativa «Rego» estaba funcionando. Ya
habíamos reducido la plantilla federal en más de
cien mil puestos de trabajo y habíamos eliminado
más de diez mil páginas de los manuales federales
de personal. Pronto ganaríamos más de 8.000
millones de dólares subastando tramos de ancho de banda
por primera vez, y al final eliminamos más de
dieciséis mil páginas de regulaciones federales sin
perjudicar el interés general. Todos los cambios fruto de
Rego se desarrollaron siguiendo unas pautas sencillas: proteger a
la gente en lugar de la burocracia; impulsar resultados en lugar
de reglas y actuar en lugar de instalarse en la retórica.
El proyecto de Al Gore, que tuvo mucho éxito,
confundió a nuestros adversarios, encantó a
nuestros aliados y pasó desapercibido entre la mayor parte
del público porque no era ni sensacionalista ni
polémico.

En mi tercer Día de San Patricio como presidente,
la festividad se había convertido en una oportunidad anual
para Estados Unidos de avanzar en el proceso de paz de Irlanda
del Norte. Ese año expresé la tradicional
bienvenida irlandesa, ciad mile fdilte, «cien mil
bienvenidas», al nuevo primer ministro irlandés,
John Bruton, que proseguía la labor de paz de su
predecesor. A las doce, conocí a Gerry Adams en el
Capitolio, en el almuerzo del portavoz Newt Gingrich con motivo
del día de San Patricio. Le había concedido un
segundo visado a Adams después de que el Sinn Fein
aceptara negociar con el gobierno británico el abandono de
las armas por parte del IRA, y también le había
invitado, junto con John Hume y otros representantes de los
principales partidos políticos de Irlanda del Norte, tanto
unionistas como republicanos, a la recepción del
Día de San Patricio que se celebró en la Casa
Blanca esa noche.

Cuando Adams apareció en el almuerzo, John Hume
me animó a acercarme y estrechar su mano, y así lo
hice. En la recepción de la Casa Blanca, los invitados
tuvieron oportunidad de escuchar a un soberbio tenor
irlandés, Frank Patterson. Adams se lo estaba pasando tan
bien que terminó cantando un dúo con
Hume.

Todo esto quizá suene a algo muy habitual hoy en
día, pero en su momento representó un golpe de
timón en la política norteamericana, a la que
muchos en el gobierno británico y en nuestro propio
Departamento de Estado aún se oponían. Ahora
tenía trato no solo con John Hume, un pionero defensor del
cambio pacífico, sino también con Gerry Adams, al
cual los británicos aún consideraban un terrorista.
Físicamente, Adams contrastaba profundamente con el
aspecto de catedrático de Hume, amable y algo arrugado.
Tenía barba, era más alto, joven y delgado, y
estaba endurecido por los años de destrucción. Pero
Adams y Hume compartían rasgos importantes. Detrás
de las gafas, sus ojos traslucían inteligencia,
convicción y esa mezcla típicamente irlandesa de
tristeza y de humor, fruto de esperanzas a menudo rotas, pero
jamás abandonadas. Con todas las probabilidades en contra,
ambos intentaban liberar a sus pueblos de las cadenas del pasado.
No pasó mucho tiempo antes de que David Trimble, que
lideraba el más amplio Partido Unionista, se sumara a
ellos en la Casa Blanca para celebrar el Día de San
Patricio y para ir en busca de la paz.

El 25 de marzo, Hillary emprendió su primer largo
viaje al extranjero sin mí: una visita de doce días
por Pakistán, India, Nepal, Bangladesh y Sri Lanka. Se
llevó a Chelsea con ella, para lo que sería un
importante esfuerzo para Estados Unidos y una odisea personal
para ambas. Mientras el resto de mi familia estaba lejos, yo hice
un viaje un poco más corto; fui a Haití para
visitar a las tropas, reunirme con el presidente Aristide e
instar a la gente de Haiti a que optara por un futuro
democrático y pacífico, y también para
participar en el traspaso de autoridad de nuestra fuerza
multinacional a Naciones Unidas. En seis meses, las fuerzas de
treinta naciones habían colaborado, bajo el liderazgo
norteamericano, para eliminar más de treinta mil armas y
explosivos que circulaban por las calles y para entrenar a un
cuerpo de policía permanente. Habían puesto fin a
la violencia represiva, detenido la marea de inmigración
haitiana, pues ahora los refugiados volvían a casa, y
habían protegido la democracia en nuestro hemisferio.
Ahora la misión de Naciones Unidas contaba con más
de 6.000 soldados y personal militar, 900 oficiales de
policía y docenas de asesores económicos,
políticos y legales, que se harían cargo de la
gestión del país durante once meses, hasta las
elecciones y la investidura de un nuevo presidente. Estados
Unidos desempeñaría un papel, pero las tropas
destacadas allí, así como nuestros gastos, se
reducirían drásticamente, pues otras treinta y dos
naciones tomarían el relevo.

En 2004, después de que el presidente Aristide
dimitiera y se exiliara cuando se declararon nuevos violentos
disturbios, volví a pensar en lo que Hugh Shelton, el
comandante de las fuerzas norteamericanas, me había dicho:
«Los haitianos son buena gente y merecen una
oportunidad». Aristide sin duda cometió errores y a
menudo él mismo fue su peor enemigo, pero la
oposición política jamás colaboró con
él en realidad. Además, después de que los
republicanos se hicieran con el control del Congreso en 1995, se
mostraron reacios a darle la ayuda financiera que quizá
hubiera contribuido a que las cosas fueran distintas.

Haití jamás se convertirá en una
democracia estable si no recibe más ayuda de Estados
Unidos. Aun así, nuestra intervención salvó
vidas y dio la oportunidad a los haitianos de conocer por primera
vez la democracia por la que habían votado. A pesar de los
graves problemas de Aristide, los ciudadanos de Haití lo
hubieran pasado mucho peor bajo Cédras y su cruento golpe
de estado. Sigo alegrándome de que diéramos esa
oportunidad a Haití.

La intervención haitiana también
contribuyó a destacar el acierto de las respuestas
multilaterales en los lugares conflictivos del mundo. Las
naciones que cooperan, con la mediación de Naciones
Unidas, se dividen los costes y las responsabilidades durante
dichas operaciones, minimizan el resentimiento contra Estados
Unidos y sientan las bases de valiosas pautas de
colaboración. En un mundo cada vez más
interdependiente, deberíamos optar por esa vía
siempre que sea posible.

Cuarenta y
tres

Pasé las dos semanas y media de principios de
abril en una reunión con algunos dirigentes mundiales que
vinieron a verme, entre ellos el primer ministro John Major, el
presidente Hosni Mubarak y dos mujeres inteligentes y muy
modernas que gobernaban en países musulmanes: la primera
ministra Benazir Bhutto, de Pakistán, y la primera
ministra Tansu Ciller, de Turquía.

Mientras, Newt Gingrich dio un discurso sobre sus cien
primeros días de portavoz. Si se escuchaban bien sus
palabras, daba la sensación de que los republicanos
habían revolucionado Estados Unidos de la noche a la
mañana y que, en el proceso, nuestra forma de gobierno
había pasado del sistema parlamentario original a uno en
el que él, como primer ministro, fijaba las directrices de
la política interior mientras que yo, como presidente, me
dedicaba a la política exterior.

Por el momento, la presencia republicana dominaba los
medios de comunicación y las noticias, gracias a la
novedad del hecho de que cotrolaran el Congreso y a sus
aseveraciones de que realizaban grandes cambios. En realidad,
solo llegaron a cumplir tres puntos relativamente menores de su
contrato, con los que yo estaba de acuerdo. Las decisiones
difíciles aún quedaban para el futuro.

En un discurso frente a la Sociedad Americana de
Editores de Periódicos, especifiqué los puntos del
contrato con los que estaba de acuerdo, en cuáles
buscaría un compromiso y a cuáles me
opondría y vetaría. El 14 de abril, cuatro
días después de que el senador Bob Dole anunciara
su candidatura a la presidencia, yo también me
presenté discretamente a la reelección. El
día 18, celebré una conferencia de prensa, y me
hicieron más de veinte preguntas sobre una gran variedad
de temas, tanto de política interior como exterior. Al
día siguiente, todo quedó en el olvido y solo
había dos palabras en los labios de los ciudadanos
norteamericanos: Oklahoma City.

A última hora de la mañana me
enteré de que había explotado un camión
bomba en el exterior del edificio federal Alfred P. Murrah, en
Oklahoma; el edificio había quedado en ruinas y un
número sin determinar de personas habían muerto.
Inmediatamente declaré el estado de emergencia y
envié a un equipo de investigación al emplazamiento
de la explosión. Cuando se puso de manifiesto la magnitud
del esfuerzo de recuperación, empezaron a llegar desde
todo el país bomberos y otras fuerzas de apoyo para
colaborar y ayudar a Oklahoma a cavar entre los escombros en un
intento desesperado por hallar supervivientes.

Estados Unidos quedó destrozado y hundido por la
tragedia, que se cobró las vidas de 168 personas,
incluidos diecinueve niños que se encontraban en la
guardería del edificio cuando la bomba explotó. La
mayor parte de los fallecidos eran empleados federales que
trabajaban para las diversas agencias con oficinas en el edificio
Murrah. Mucha gente supuso que había sido obra de
militantes islámicos, pero yo pedí prudencia antes
de pronunciarse acerca de la identidad de los autores del
atentado.

Poco después de la explosión, los
oficiales de policía de Oklahoma detuvieron a Timothy
McVeigh, un ex militar enajenado que había llegado a odiar
al gobierno federal. El día 21, se puso a McVeigh bajo la
custodia del FBI y compareció ante el juez. Había
escogido el 19 de abril para hacer explotar el edificio federal
porque era el aniversario del asalto del FBI al rancho de la
secta de los davidianos en Waco, un suceso que para los
fanáticos de la extrema derecha representaba la más
alta expresión del ejercicio de un poder gubernamental
abusivo y arbitrario. La paranoia antigubernamental había
ido creciendo en Estados Unidos durante años, a medida que
más y más personas pasaban de un escepticismo
histórico respecto al gobierno a un odio declarado. Esta
animadversión provocó la formación de grupos
de milicias armadas que rechazaban la legitimidad de la autoridad
federal y afirmaban su derecho a su propia justicia.

El ambiente de hostilidad se intensificaba por culpa de
los presentadores de programas de radio de extrema derecha, cuya
venenosa retórica invadía las ondas diariamente, y
también por las páginas web que animaban a la gente
a levantarse contra su gobierno; incluso ofrecían
asistencia práctica y daban fáciles instrucciones
para fabricar una bomba.

Tras los acontecimientos de Oklahoma, traté de
consolar y dar aliento a los que habían perdido a sus
seres queridos, y a todo el país, y aumentar nuestros
esfuerzos para proteger a los norteamericanos del terrorismo. En
más de dos años que habían transcurrido
desde la bomba en el World Trade Center, yo había ampliado
los recursos para contraterrorismo del FBI y de la CIA y les
había dado instrucciones para que colaboraran más
estrechamente. Nuestras iniciativas para proteger el orden
habían tenido éxito, pues habíamos logrado
la extradición de diversos terroristas con el fin de
traerlos a Estados Unidos y juzgarlos después de que
huyeran al extranjero. También pudimos impedir ataques
terroristas contra Naciones Unidas, en los túneles Holland
y Lincoln, en Nueva York y en aviones que salían desde las
islas Filipinas hacia la costa oeste de Estados
Unidos.

Dos meses antes de la explosión en Oklahoma,
había enviado una propuesta de legislación
antiterrorista al Congreso solicitando, entre otras

cosas, mil agentes de policía más para
luchar contra el terrorismo, así como un nuevo centro de
contraterrorismo bajo la dirección del FBI, para coordinar
nuestros esfuerzos. También pedía aprobación
para utilizar a expertos militares, que normalmente tienen
prohibido participar en acciones para imponer el cumplimiento de
la ley en el interior del país, con el fin de que nos
ayudaran con las amenazas terroristas y los incidentes en el
territorio nacional en que estuvieran implicadas armas nucleares,
biológicas y químicas.

Después de lo sucedido, pedí a los
líderes del Congreso que estudiaran mi propuesta de ley
con más rapidez; el 3 de mayo, añadí algunas
enmiendas para reforzarla: mayor acceso a información
financiera por parte de las agenciás y organismos que se
encargaban de garantizar la ley y el orden; autorización
para realizar vigilancia electrónica de presuntos
terroristas en sus desplazamientos, sin necesidad de obtener un
nuevo mandato judicial cada vez que cambian de
localización; endurecimiento de las penas por proporcionar
armas o explosivos a sabiendas de que son para actos terroristas
contra empleados federales, actuales o pasados, y contra sus
familias y la obligación de colocar marcadores, llamados
identificativos, en todo material explosivo, con objeto de poder
localizar su origen. Algunas de estas medidas sin duda
serían polémicas, pero como dije a un periodista el
4 de mayo, el terrorismo «es una amenaza grave para la
seguridad de los norteamericanos». Ojalá me hubiera
equivocado.

El domingo, Hillary y yo volamos a Oklahoma para asistir
a un funeral en el recinto ferial de Oklahoma. El servicio lo
organizó Cathy Keating, la esposa del gobernador Frank
Keating, al cual yo había conocido hacía más
de treinta años, cuando estudiábamos juntos en
Georgetown. Frank y Cathy estaban visiblemente afectados, pero
tanto ellos como el alcalde de Oklahoma, Ron Norick,
habían estado a la altura de las circunstancias y de las
operaciones de búsqueda y recuperación de
supervivientes, y también supieron atender las necesidades
de sus conciudadanos durante su duelo. En el oficio, la gente se
puso en pie y aplaudió cuando el reverendo Billy Graham
dijo: «El espíritu de esta ciudad y de esta
nación no será derrotado». Con emotivas
palabras, el gobernador dijo que si alguien creía que los
norteamericanos habían perdido el valor, la capacidad de
amar y de preocuparse par su prójimo solo tenían
que ir a Oklahoma.

Traté de dirigirme a la nación cuando
dije: «Han perdido demasiado, pero no lo han perdido todo.
Y sin duda no han perdido a Norteamérica, pues estaremos a
su lado durante tantas mañanas como sea necesario».
Compartí una carta que había recibido de una joven
viuda y madre de tres pequeños, cuyo esposo había
muerto en el avión Pan Am 103 que unos terroristas
estrellaron en Lockerbie, Escocia, en 1988. Pedía a los
que habían perdido a los suyos que no convirtieran su
dolor en odio y que, en su lugar, hicieran las cosas que sus
seres queridos «habían dejado sin hacer, para
así asegurarse de que no vivieron en vano».
Después de que Hillary y yo estuviéramos con
algunas de las familias de las víctimas, también yo
necesité recordar aquellas sabias palabras. Uno de los
agentes del servicio secreto que había muerto era Al
Whicher, que había estado en mi equipo antes de irse a
Oklahoma; su mujer y sus tres hijos estaban entre aquellas
familias.

A menudo despreciados con el término
«burócratas federales», los empleados
asesinados murieron porque estaban a nuestro servicio; ayudaban a
los más ancianos y a los discapacitados, a los granjeros y
a los veteranos, y hacían cumplir nuestras leyes. Eran
miembros de una familia; tenían amigos, vecinos;
pertenecían a la asociación de padres y trabajaban
en sus comunidades. De algún modo los consideraban
parásitos sin corazón que chupaban el dinero de los
impuestos y que abusaban de su poder; no solamente las mentes
enfermas de Timothy McVeigh y de sus seguidores, sino
también los que los criticaban a cambio de poder y de
beneficios. Me prometí a mí mismo que jamás
volvería a emplear irreflexivamente ese término,
«burócrata federal», y que haría lo que
estuviera en mi mano por cambiar la atmósfera de amargura
y fanatismo de la que procedía aquella locura.

El caso Whitewater no se detuvo a pesar de lo sucedido
en Oklahoma. El día antes de que Hillary y yo
partiéramos hacia el funeral, Ken Starr y tres ayudantes
suyos vinieron a la Casa Blanca para interrogarnos. Durante la
sesión en la Sala del Tratado me acompañaron Ab
Mikva y Jane Sherburne, de la oficina legal de la Casa Blanca, y
mis abogados personales, David Kendall y su socia Nicole
Seligman. La entrevista transcurrió sin incidentes y
compareció ante el juez. Había escogido el 19 de
abril para hacer explotar el edificio federal porque era el
aniversario del asalto del FBI al rancho de la secta de los
davidianos en Waco, un suceso que para los fanáticos de la
extrema derecha representaba la más alta expresión
del ejercicio de un poder gubernamental abusivo y arbitrario. La
paranoia antigubernamental había ido creciendo en Estados
Unidos durante años, a medida que más y más
personas pasaban de un escepticismo histórico respecto al
gobierno a un odio declarado. Esta animadversión
provocó la formación de grupos de milicias armadas
que rechazaban la legitimidad de la autoridad federal y afirmaban
su derecho a su propia justicia.

El ambiente de hostilidad se intensificaba por culpa de
los presentadores de programas de radio de extrema derecha, cuya
venenosa retórica invadía las ondas diariamente, y
también por las páginas web que animaban a la gente
a levantarse contra su gobierno; incluso ofrecían
asistencia práctica y daban fáciles instrucciones
para fabricar una bomba.

Tras los acontecimientos de Oklahoma, traté de
consolar y dar aliento a los que habían perdido a sus
seres queridos, y a todo el país, y aumentar nuestros
esfuerzos para proteger a los norteamericanos del terrorismo. En
los más de dos años que habían transcurrido
desde la bomba en el World Trade Center, yo había ampliado
los recursos para contraterrorismo del FBI y de la CIA y les
había dado instrucciones para que colaboraran más
estrechamente. Nuestras iniciativas para proteger el orden
habían tenido éxito, pues habíamos logrado
la extradición de diversos terroristas con el fin de
traerlos a Estados Unidos y juzgarlos después de que
huyeran al extranjero. También pudimos impedir ataques
terroristas contra Naciones Unidas, en los túneles Holland
y Lincoln, en Nueva York y en aviones que salían desde las
islas Filipinas hacia la costa oeste de Estados
Unidos.

Dos meses antes de la explosión en Oklahoma,
había enviado una propuesta de legislación
antiterrorista al Congreso solicitando, entre otras cosas, mil
agentes de policía más para luchar contra el
terrorismo, así como un nuevo centro de contraterrorismo
bajo la dirección del FBI, para coordinar nuestros
esfuerzos. También pedía aprobación para
utilizar a expertos militares, que normalmente tienen prohibido
participar en acciones para imponer el cumplimiento de la ley en
el interior del país, con el fin de que nos ayudaran con
las amenazas terroristas y los incidentes en el territorio
nacional en que estuvieran implicadas armas nucleares,
biológicas y químicas.

Después de lo sucedido, pedí a los
líderes del Congreso que estudiaran mi propuesta de ley
con más rapidez; el 3 de mayo, añadí algunas
enmiendas para reforzarla: mayor acceso a información
financiera por parte de las agenciás y organismos que se
encargaban de garantizar la ley y el orden; autorización
para realizar vigilancia electrónica de presuntos
terroristas en sus desplazamientos, sin necesidad de obtener un
nuevo mandato judicial cada vez que cambian de
localización; endurecimiento de las penas por proporcionar
armas o explosivos a sabiendas de que son para actos terroristas
contra empleados federales, actuales o pasados, y contra sus
familias y la obligación de colocar marcadores, llamados
identificativos, en todo material explosivo, con objeto de poder
localizar su origen. Algunas de estas medidas sin duda
serían polémicas, pero como dije a un periodista el
4 de mayo, el terrorismo «es una amenaza grave para la
seguridad de los norteamericanos». Ojalá me hubiera
equivocado.

El domingo, Hillary y yo volamos a Oklahoma para asistir
a un funeral en el recinto ferial de Oklahoma. El servicio lo
organizó Cathy Keating, la esposa del gobernador Frank
Keating, al cual yo había conocido hacía más
de treinta años, cuando estudiábamos juntos en
Georgetown. Frank y Cathy estaban visiblemente afectados, pero
tanto ellos como el alcalde de Oklahoma, Ron Norick,
habían estado a la altura de las circunstancias y de las
operaciones de búsqueda y recuperación de
supervivientes, y también supieron atender las necesidades
de sus conciudadanos durante su duelo. En el oficio, la gente se
puso en pie y aplaudió cuando el reverendo Billy Graham
dijo: «El espíritu de esta ciudad y de esta
nación no será derrotado». Con emotivas
palabras, el gobernador dijo que si alguien creía que los
norteamericanos habían perdido el valor, la capacidad de
amar y de preocuparse par su prójimo solo tenían
que ir a Oklahoma.

Traté de dirigirme a la nación cuando
dije: «Han perdido demasiado, pero no lo han perdido todo.
Y sin duda no han perdido a Norteamérica, pues estaremos a
su lado durante tantas mañanas como sea necesario».
Compartí una carta que había recibido de una joven
viuda y madre de tres pequeños, cuyo esposo había
muerto en el avión Pan Am 103 que unos terroristas
estrellaron en Lockerbie, Escocia, en 1988. Pedía a los
que habían perdido a los suyos que no convirtieran su
dolor en odio y que, en su lugar, hicieran las cosas que sus
seres queridos «habían dejado sin hacer, para
así asegurarse de que no vivieron en vano».
Después de que Hillary y yo estuviéramos con
algunas de las familias de las víctimas, también yo
necesité recordar aquellas sabias palabras. Uno de los
agentes del servicio secreto que había muerto era Al
Whicher, que había estado en mi equipo antes de irse a
Oklahoma; su mujer y sus tres hijos estaban entre aquellas
familias.

A menudo despreciados con el término
«burócratas federales», los empleados
asesinados murieron porque estaban a nuestro servicio; ayudaban a
los más ancianos y a los discapacitados, a los granjeros y
a los veteranos, y hacían cumplir nuestras leyes. Eran
miembros de una familia; tenían amigos, vecinos;
pertenecían a la asociación de padres y trabajaban
en sus comunidades. De algún modo los consideraban
parásitos sin corazón que chupaban el dinero de los
impuestos y que abusaban de su poder; no solamente las mentes
enfermas de Timothy McVeigh y de sus seguidores, sino
también los que los criticaban a cambio de poder y de
beneficios. Me prometí a mí mismo que jamás
volvería a emplear irreflexivamente ese término,
«burócrata federal», y que haría lo que
estuviera en mi mano por cambiar la atmósfera de amargura
y fanatismo de la que procedía aquella locura.

El caso Whitewater no se detuvo a pesar de lo sucedido
en Oklahoma. El día antes de que Hillary y yo
partiéramos hacia el funeral, Ken Starr y tres ayudantes
suyos vinieron a la Casa Blanca para interrogarnos. Durante la
sesión en la Sala del Tratado me acompañaron Ab
Mikva y Jane Sherburne, de la oficina legal de la Casa Blanca, y
mis abogados personales, David Kendall y su socia Nicole
Seligman. La entrevista transcurrió sin incidentes y
cuando terminó, le pedí a Jane Sherburne que
mostrara a Starr y a sus ayudantes el Dormitorio Lincoln, que
contenía los muebles traídos a la Casa Blanca por
Mary Todd Lincoln y una copia del Discurso de Gettysburg, que
Lincoln había escrito de su propio puño,
después de aquel acontecimiento, de modo que se subastara
con objeto de recaudar dinero para los veteranos de guerra.
Hillary pensaba que yo era demasiado amable con ellos, pero solo
me comportaba como me habían educado y aún no
había abandonado la esperanza de que la
investigación acabaría por seguir, al final, un
curso legítimo.

Durante la misma semana, mi amigo de toda la vida, el
senador David Pryor, anunció que no se presentaría
a la reelección en 1996. Nos conocíamos desde
hacía casi treinta años. David Pryor y Dale Bumpers
eran mucho más que los senadores de mi estado natal;
habíamos servido consecutivamente como gobernadores y
juntos habíamos contribuido a que Arkansas siguiera siendo
un estado demócrata progresista, cuando casi todo el Sur
se hizo republicano. Pryor y Bumpers habían sido de una
ayuda inestimable para mi labor y mi paz de espíritu, no
solamente porque me apoyaron en temas difíciles, sino
también porque eran amigos míos, hombres que me
conocían desde hacía tiempo. Podían hacerme
escuchar sus palabras y hacerme reír, pero también
recordaban a sus colegas que yo no era la persona que retrataban
los artículos que leían. Después de que
David se retirara, tuve que llevármelo a jugar a golf para
obtener el consejo y la perspectiva que tan a mano tenía
cuando estuvo en el Senado.

El 29 de abril, en la cena de corresponsales de la Casa
Blanca, mis comentarios fueron breves y, exceptuando un par de
frases, no traté de ser gracioso. En lugar de eso,
agradecí a la prensa allí reunida su emocionante y
conmovedora cobertura informativa de la tragedia de Oklahoma y
del hercúleo esfuerzo de recuperación; les
aseguré que «vamos a salir adelante y, cuando lo
consigamos, seremos aún más fuertes» y
terminé con las palabras de W. H. Auden:

Que de los desiertos del corazón La fuente
curativa pueda manar

El 5 de mayo, en la ceremonia de graduación de la
Universidad Estatal de Michigan, hablé no solo para los
licenciados, sino también para los grupos de milicias
armadas, muchos de los cuales se movían por las zonas
remotas del Michigan rural. Dije que sabía que muchos
miembros de las milicias, durante sus excursiones uniformadas en
las que efectuaban ejercicios militares, no violaban ninguna ley,
y expresé mi agradecimiento a los que habían
condenado el atentado. Luego ataqué a los que
habían ido más allá de las palabras duras y
defendían la violencia contra los oficiales, los agentes
de la ley y otros empleados del gobierno, mientras se comparaban
con las milicias coloniales «que lucharon por la democracia
contra la que ahora claman».

Durante las siguientes semanas, además de seguir
denunciando a los que aprobaban la violencia, pedí a todos
los norteamericanos, incluidos los presentadores de programas de
radio, que sopesaran sus palabras con cuidado, para asegurarse de
que no incitaban a la violencia a personas mentalmente más
inestables que ellos.

Los acontecimientos de Oklahoma impulsaron a millones de
norteamericanos a reconsiderar sus propias palabras y actitudes
hacia el gobierno y también hacia la gente con la que no
estaban de acuerdo. Al hacerlo, empezó un proceso lento
pero inexorable que les alejó de la corriente de condena
ciega que se había convertido en el rasgo dominante de
nuestra vida política. Los que rezumaban odio y los
extremistas no desaparecieron, pero estaban a la defensiva, y
durante el resto de mi mandato jamás volvieron a recuperar
la misma posición de la que habían gozado antes de
que Timothy McVeigh llevara la demonización del gobierno
más allá de los límites de la
humanidad.

En la segunda semana de mayo, volé en el Air
Force One hacia Moscú para celebrar el cincuenta
aniversario del final de la Segunda Guerra Mundial en Europa.
Aunque diversos dirigentes mundiales tenían previsto
asistir, como Helmut Kohl, Francois Mitterrand, John Major, Jiang
Zeming y otros, mi decisión fue polémica porque
Rusia estaba enzarzada en una lucha sangrienta contra los
separatistas de la república con mayoría musulmana
de Chechenia, y las bajas civiles crecían sin parar.
Muchos observadores externos creían que Rusia había
hecho un uso excesivo de la fuerza y no había agotado las
opciones diplomáticas.

Hice el viaje porque nuestras naciones fueron aliadas en
la Segunda Guerra Mundial, conflicto que se había cobrado
la vida de uno de cada ocho ciudadanos soviéticos;
veintisiete millones de personas murieron en combate o a causa de
enfermedades, desnutrición o congelación.
Además, volvíamos a ser aliados y nuestra
colaboración era esencial para el progreso político
y económico de Rusia, y para la localización y
eliminación de armas nucleares. También
necesitábamos cooperar para garantizar una
ampliación ordenada de la OTAN y de la Asociación
por la Paz así como para luchar contra el terrorismo y el
crimen. Finalmente, Yeltsin y yo teníamos que resolver dos
cuestiones espinosas: el problema de la cooperación de
Rusia en el programa nuclear de Irán y la cuestión
de cómo planificar la ampliación de la OTAN de
forma que Rusia pudiera entrar en la Asociación por la Paz
sin que le costara a Yeltsin la reelección de
1996.

El 9 de mayo, asistí junto a Jiang Zemin y otros
dirigentes a un desfile militar en la plaza Roja en el que los
viejos veteranos caminaron hombro con hombro, a menudo
asiéndose las manos y apoyándose entre ellos para
mantenerse erguidos mientras desfilaban por última vez
para la Madre Rusia. Al día siguiente, después de
las ceremonias conmemorativas, Yeltsin y yo nos reunimos en la
Sala de Santa Catalina, en el Kremlin. Empecé la
reunión con la cuestión de Irán. Dije a
Yeltsin que habíamos trabajado los dos juntos para sacar
todas las armas nucleares de Ucrania, Bielorrusia y
Kazajstán; ahora teníamos que asegurarnos de que
los estados que podían ser una amenaza, como Irán,
tampoco se convirtieran en potencias nucleares. Yeltsin ya estaba
preparado para eso; inmediatamente me dijo que no
venderían aparatos centrífugos y propuso que
pasáramos a la cuestión de los reactores, que
Irán sostenía que solo quería para fines
pacíficos, y se hablara de ello en la comisión
GoreChernomyrdin. Yo acepté, siempre que Yeltsin se
comprometiera a decir públicamente que Rusia no
entregaría tecnología militar a Irán que
pudiera utilizarse para objetivos militares. Boris dijo que
sí, y nos dimos un apretón de manos para sellar el
acuerdo. También fijamos el calendario de visitas a las
plantas de armas biológicas de Rusia, que
empezarían en abril como parte de un esfuerzo más
amplio para reducir la amenaza de la proliferación de
armas biológicas y químicas.

Respecto a la ampliación de la OTAN,
después de que le dijera a Yeltsin indirectamente que no
insistiríamos en el tema antes de sus elecciones de 1996,
finalmente aceptó entrar en la Asociación por la
Paz. Aunque no aceptó anunciar su decisión
públicamente, por temor a que se pensara que cedía
demasiado, prometió que Rusia firmaría los
documentos hacia el 25 de mayo, y eso fue suficiente para
mí. El viaje había sido un éxito.

De vuelta a casa, me detuve en Ucrania para asistir a
otra ceremonia en conmemoración de la Segunda Guerra
Mundial, para pronunciar un discurso ante unos estudiantes
universitarios y para realizar una emotiva visita a Babi Yar, el
inquietante y hermoso barranco poblado de árboles donde,
casi cincuenta y cuatro años atrás, los nazis
asesinaron a más de cien mil judíos y a unos miles
de nacionalistas ucranianos, prisioneros de guerra
soviéticos y gitanos. Apenas el día anterior,
Naciones Unidas había votado a favor de ampliar
permanentemente el Tratado de No Proliferación Nuclear,
que había sido el cimiento de nuestros esfuerzos contra la
proliferación nuclear durante más de veinticinco
años. Dado que algunas naciones aún pugnaban por
desarrollar armas nucleares, la extensión del TNP era uno
de mis objetivos más importantes contra la
proliferación. Babi Yar y Oklahoma eran inquietantes
recordatorios de la capacidad humana para el mal y para la
destrucción, y ponían de relieve la importancia del
TNP y del acuerdo que había cerrado con Rusia para
restringir sus ventas de material nuclear a
Irán.

A mi regreso a Washington, los republicanos
habían empezado a impulsar sus propuestas; pasé
gran parte del mes tratando de impedir que avanzaran, amenazando
con vetar su paquete de rescisiones y sus intentos por debilitar
nuestro programa de agua potable, así como las amplias
reducciones que proponían en educación, sanidad y
ayudas al exterior.

La tercera semana de mayo anuncié que, por
primera vez desde la fundación de la República, las
dos manzanas de Pennsylvania Avenue situadas frente a la Casa
Blanca quedarían cerradas al tráfico de
vehículos. Acepté esta decisión con
reticencias después de que un grupo de expertos del
Servicio Secreto, del Tesoro y de anteriores administraciones,
tanto republicanas como demócratas, me dijeran que era
necesario para proteger a la Casa Blanca de un atentado con
explosivos. Teniendo en cuenta el reciente suceso de Oklahoma y
el atentado en el metro japonés, pensé que
debía seguir su recomendación, aunque no me
gustaba.

A finales de mes, Bosnia volvió a ocupar los
titulares. Los serbios habían estrechado su bloqueo de
Sarajevo y sus francotiradores volvían a matar a
niños inocentes. El 25 de mayo, la OTAN lanzó
ataques aéreos sobre la zona de Pale, dominada por los
serbios, y éstos, en represalia, secuestraron a miembros
de las fuerzas de paz de Naciones Unidas y los encadenaron a
depósitos de municiones en Pale como blancos humanos, para
evitar futuros bombardeos. También mataron a dos soldados
de Naciones Unidas, de nacionalidad francesa, cuando asaltaron
uno de sus puestos de vigilancia.

Nuestra fuerza aérea se había utilizado
ampliamente en Bosnia para llevar a cabo la misión
humanitaria de mayor duración en la historia, así
como para proteger las zonas de exclusión aérea,
que impedían a los serbios bombardear a los musulmanes
bosnios. También manteníamos una zona de tregua
alrededor de Sarajevo y otras áreas habitadas. Junto con
los miembros de Naciones Unidas y el embargo, nuestros pilotos
lograron marcar la diferencia: las bajas habían descendido
de ciento treinta mil víctimas en 1992, a tres mil en
1994. Aun así, se seguía librando una guerra y
habría que hacer mucho más para que llegara a su
fin.

Los demás acontecimientos de importancia en
política exterior que se produjeron en junio tuvieron
lugar en la cumbre del G7 organizada por Jean Chrétien, en
Halifax, Nueva Escocia. Jacques Chirac, que acababa de ser
elegido presidente de Francia, se detuvo para visitarme de camino
a Canadá. Chirac sentía cariño por Estados
Unidos. De joven, había pasado mucho tiempo en nuestro
país, incluido un breve período como empleado en un
restaurante Howard Johnson, en Boston. Tenía una
insaciable curiosidad respecto a una gran variedad de temas. Me
cayó muy bien; además, me gustaba el hecho de que
su mujer también tuviera una carrera política
propia.

A pesar de la buena química que había
entre ambos, nuestras relaciones eran un poco tensas a causa de
su decisión de reemprender las pruebas nucleares de
Francia mientras yo trataba de obtener apoyos por todo el mundo
para el tratado de prohibición de pruebas, un objetivo de
todos los presidentes norteamericanos desde Eisenhower.
Después de que Chirac me asegurara que cuando terminara
las pruebas respaldaría el tratado, nos centramos en el
tema de Bosnia; él se decantaba por ser más duro
con los serbios de lo que Mitterrand había sido. Chirac y
John Major defendían la creación de una fuerza de
respuesta rápida para actuar contra los ataques contra los
miembros de las fuerzas de paz de Naciones Unidas; yo
prometí apoyo militar norteamericano para ayudarles, a
ellos y a las otras fuerzas, a entrar y salir de Bosnia si se
veían obligados a retirarse. Sin embargo, también
le dije a Chirac que si aquello no funcionaba y las tropas de
Naciones Unidas se retiraban de Bosnia, tendríamos que
suspender el embargo sobre las armas.

Tenía tres objetivos en la cumbre del G7: obtener
una mayor cooperación entre nuestros aliados frente al
terrorismo, el crimen organizado y el narcotráfico.
Quería identificar rápidamente las crisis
financieras graves y coordinar una mejor respuesta, con
información más precisa y anticipada, más
fondos y más inversiones en los países en
desarrollo para reducir la pobreza e impulsar el crecimiento
responsable con el medio ambiente. Finalmente, también
había ido para solucionar un grave conflicto comercial con
Japón.

Obtuve los dos primeros con bastante facilidad; el
tercero era un verdadero problema. En dos años y medio,
habíamos logrado muchos progresos con Japón, con la
firma de quince acuerdos comerciales separados. Sin embargo,
hacía dos años que Japón se había
comprometido a abrir sus mercados a los automóviles y
componentes norteamericanos, el sector que representaba
más de la mitad de nuestro déficit bilateral, y
apenas habíamos avanzado en ese sentido. El 80 por ciento
de los concesionarios de automóviles en Estados Unidos
vendían coches japoneses, pero solo el 7 por ciento de los
japoneses vendía coches de otros países, y la
rígida regulación gubernamental impedía que
nuestros componentes entraran en el mercado de reparaciones
japonés. Mickey Kantor había llegado al
límite de su paciencia y había recomendado fijar un
arancel del cien por cien en los coches de lujo japoneses. En una
reunión con el primer ministro Murayama, le dije que,
debido a nuestra relación de seguridad y a la deprimida
economía japonesa, Estados Unidos seguiría
negociando con Japón, pero que teníamos que recibir
pronto algo a cambio. Hacia finales de mes lo obtuvimos.
Japón aceptó que doscientos concesionarios
ofrecieran coches norteamericanos con efectos inmediatos, y mil
más en cinco años; también se avino a
modificar las regulaciones que impedían la entrada a
nuestros componentes, a que los fabricantes de automóviles
japoneses aumentaran su producción en Estados Unidos y a
que utilizaran más componentes de fabricación
norteamericana.

Durante todo el mes de junio, estuve atareado en la
batalla que se estaba desarrollando contra los republicanos
acerca del presupuesto. El primer día del mes, fui a una
granja en Billings, Montana, para destacar las diferencias entre
mi enfoque de la agricultura y el de los republicanos del
Congreso. El programa de ayudas a la agricultura debía
recibir, en 1995, una autorización que lo confirmara, y
por lo tanto formaba parte del debate presupuestario. Dije a las
familias de la granja que, aunque yo estaba a favor de una
reducción modesta del gasto total para la agricultura, los
republicanos planeaban recortar las ayudas demasiado brutalmente
y harían muy poco por los granjeros familiares. Durante
algunos años, los republicanos habían obtenido
mejores resultados que los demócratas en las zonas rurales
del país porque eran más conservadores
culturalmente hablando, pero cuando se trataba de ponerse manos a
la obra, a los republicanos les importaban más las
industrias agropecuarias que las pequeñas granjas
familiares.

También fui a montar a caballo, sobre todo porque
me gustaba y podía disfrutar de la bella variedad del
paisaje de Montana, pero también porque quería
demostrar que no era un extraterrestre cultural al que los
norteamericanos del campo no pudieran apoyar. En el acto que se
organizó en la granja, el encargado de la avanzadilla,
Mort Engleberg, había preguntado a uno de nuestros
anfitriones qué pensaba de mí. El granjero
contestó: «Está bien. Y no se parece en nada
a como dicen que es». En 1995 oí esta frase muchas
veces, y solo esperaba no tener que corregir la percepción
que los votantes tenían de mí uno por
uno.

Nuestro paseo a caballo adquirió tintes
aventureros cuando uno de mis agentes del Servicio Secreto
cayó de su montura. El agente no se hizo daño, pero
el caballo salió disparado como un cohete a campo
traviesa. Para sorpresa de la prensa y de los nativos de Montana
que estaban ahí, mi adjunto al jefe de gabinete, Harold
Ickes, cabalgó a toda velocidad tras el rocín
huido, le persiguió hasta detenerlo y lo trajo de vuelta a
su propietario. La hazaña de Harold estaba en total
contradicción con su imagen de activista liberal y
nervioso urbanita. De joven, había trabajado en los
ranchos del oeste y no había olvidado montar a
caballo.

El 5 de junio, Henry Cisneros y yo desvelamos una
«Estrategia Nacional de Propiedad Inmobiliaria», con
cien iniciativas para que la vivienda de propiedad llegara hasta
dos tercios de la población. La gran reducción del
déficit había mantenido las tasas de las hipotecas
bajas incluso durante la recuperación económica y,
en un par de años, alcanzaríamos el objetivo de
Henry por primera vez en la historia de Estados
Unidos.

Al final de la primera semana de junio, veté por
primera vez una propuesta de ley: el paquete de rescisiones de
dieciséis mil millones de dólares del GOP;
eliminaba demasiados fondos en educación, servicio
nacional y medio ambiente, sin afectar partidas innecesarias como
proyectos de «manifestación en autopistas»,
tribunales y otros edificios federales que a los miembros
republicanos les interesaba más impulsar. Quizá no
soportaban al gobierno en general, pero como muchos cargos
electos, querían gastar hasta la reelección. Me
ofrecí a trabajar con los republicanos para recortar
aún más gastos, pero dije que tendría que
salir de las asignaciones de fondos estatales para los grupos de
presión, u otros gastos no esenciales, y no de las
inversiones en nuestros hijos y nuestro futuro. Un par de
días más tarde, tuve otra razón para luchar
por esas inversiones cuando el hermano de Hillary, Tony, y su
esposa, Nicole, nos dieron un nuevo sobrino, Zachary Boxer
Rodham.

Yo aún trataba de hallar el punto justo entre la
confrontación y el acuerdo cuando fui a Claremont, en el
sudoeste de New Hampshire, para una reunión popular con
Newt Gingrich. Había dicho que en mi opinión
sería bueno para Newt que hablara con la gente de New
Hampshire, como yo lo había hecho en 1992, y me
tomó la palabra. Ambos hicimos unos comentarios iniciales
positivos acerca de la necesidad de un debate honesto y de
cooperación, en lugar de las descalificaciones e
improperios que terminan saliendo en las noticias de la noche.
Gingrich incluso bromeó, diciendo que había seguido
mi ejemplo de campaña y que se había detenido en un
Dunkin' Donuts para comprar algo, de camino a la
reunión.

Mientras respondíamos a las preguntas de los
ciudadanos, acordamos trabajar juntos en la reforma de la
financiación electoral, e incluso nos dimos la mano en
señal de acuerdo. También hablamos de otras
cuestiones en las que teníamos opiniones enfrentadas y
sostuvimos discrepancias de forma civilizada e interesante sobre
la sanidad. Tampoco estábamos de acuerdo en la utilidad de
Naciones Unidas y respecto a si el Congreso debía
financiar los AmeriCorps.

El debate con Gingrich fue bien recibido por un
país cansado del enfrentamiento partidista. Dos de mis
agentes del Servicio Secreto, que casi nunca me comentaban nada
de política, me dijeron que se alegraron de vernos
enzarzados en una discusión positiva. Al día
siguiente, en la Conferencia de Pequeña y Mediana Empresa,
en la Casa Blanca, algunos republicanos me expresaron el mismo
sentir. Si hubiéramos sido capaces de continuar por esa
vía, creo que el portavoz y yo habríamos resuelto
la mayor parte de nuestras divergencias de un modo positivo para
Estados Unidos. En sus mejores momentos, Newt Gingrich era
creativo y flexible y desbordaba nuevas ideas. Pero no fue eso lo
que le convirtió en portavoz, sino sus hirientes ataques
contra los demócratas. Es difícil tratar de limitar
la fuente de tu poder, como le recordaron a Newt al día
siguiente, cuando Rush Limbaugh y el conservador Manchester Union
Leader le criticaron por mostrarse demasiado agradable conmigo.
Fue un error que no volvería a cometer en el futuro, al
menos no en público.

Después de la reunión fui a Boston para un
acto de recaudación de fondos para el senador John Kerry,
que se presentaba a la reelección y era probable que
tuviera que enfrentarse a un difícil oponente, el
gobernador Bill Weld. Yo tenía buena relación con
'Weld, quizá el más progresista de todos los
gobernadores republicanos, pero no quería que Kerry
perdiera su cargo en el Senado. Era una de las autoridades del
Senado en medio ambiente y tecnología punta, y
también dedicaba una extraordinaria cantidad de tiempo al
problema de la violencia juvenil, un tema que le había
preocupado desde sus días como fiscal. Preocuparse por un
tema que no atrae votos hoy, pero que tendrá un gran
impacto en el futuro, es una cualidad muy buena en un
político.

El 13 de junio, en un discurso televisado desde el
Despacho Oval, ofrecí un plan para equilibrar el
presupuesto en diez años. Los republicanos habían
propuesto hacerlo en siete, con grandes recortes en
educación, sanidad y medio ambiente, y con grandes rebajas
fiscales. Por el contrario, mi plan no contemplaba ninguna
reducción de fondos para la educación, ni para los
servicios de atención sanitaria a los ancianos o las
ayudas familiares necesarias para que la reforma de la asistencia
social funcionara, ni tampoco en las regulaciones esenciales
sobre el medio ambiente. Incluía una reducción de
las rebajas fiscales para las rentas medias, con un
énfasis en las medidas de ayuda a los ciudadanos para que
pudieran hacer frente a los crecientes costes de una
educación universitaria. Igualmente, al extender mi plan
diez años en lugar de siete hasta alcanzar el equilibrio,
el impacto negativo anual de mi propuesta sería menor y
reduciría así el riesgo de ralentizar el
crecimiento económico.

La oportunidad y el contenido de mi discurso recibieron
críticas por parte de muchos demócratas del
Congreso y de algunos miembros de mi gabinete y de mi equipo, que
pensaban que era demasiado pronto para lanzarse al debate
presupuestario con los republicanos. Su popularidad estaba
bajando ahora que tomaban decisiones en lugar de limitarse a
criticar las mías, y muchos demócratas
creían que no era prudente meterse por medio con un plan
propio antes de que fuera absolutamente necesario presentar una
alternativa. Después de la lluvia de palos que nos
había caído durante nuestros dos primeros
años, pensaban que los republicanos tenían que
aguantar su propia medicina, al menos durante un
año.

Era un argumento convincente. Por otra parte, yo era el
presidente, y se suponía que tenía que dirigir el
país; además, habíamos logrado reducir un
tercio el déficit sin ayuda de los republicanos. Si
más tarde tenía que vetar la propuesta
presupuestaria republicana, quería hacerlo después
de haber demostrado con un esfuerzo de buena fe que estaba
dispuesto a establecer compromisos honorables. Además, en
New Hampshire el portavoz y yo habíamos dicho que
trabajaríamos juntos. Yo quería mantener mi parte
del trato.

Mi decisión presupuestaria fue respaldada por
Leon Panetta, Erskine Bowles, la mayor parte de mi equipo
económico, los halcones demócratas del
déficit en el Congreso y Dick Morris, que llevaba
asesorándome desde las elecciones de 1994. A la
mayoría de mi equipo no le gustaba Dick porque
tenía un carácter difícil, le gustaba
saltarse los procedimientos establecidos en la Casa Blanca y
había trabajado para los republicanos. De vez en cuando
tenía ideas algo estrafalarias y quería politizar
demasiado nuestra política exterior, pero yo había
trabajado con él el tiempo suficiente para saber
cuándo aceptar y cuándo rechazar sus
consejos.

El consejo principal de Dick era que yo tenía que
practicar una politica de «triangulación»,
acortando la distancia entre republicanos y demócratas y
quedándome con las mejores ideas de ambos bandos. Para
muchos progresistas y algunos miembros de la prensa, la
triangulación era un compromiso sin convicción, una
treta cínica para ganar la reelección. De hecho,
solo era otra manera de articular lo que ya había hecho
como gobernador, con el CLD y durante la campaña de 1992.
Yo siempre había tratado de sintetizar las nuevas ideas y
los valores tradicionales, y cambiar la política del
gobierno a medida que cambiaban las condiciones de la sociedad.
No estaba eliminando la diferencia entre las posturas
progresistas y las conservadoras; en lugar de eso, trataba de
construir un nuevo consenso. Y, como se demostraría en el
enfrentamiento que se avecinaba contra los republicanos acerca
del presupuesto, a mi enfoque no le faltaba en absoluto
convicción. Finalmente, el papel de Dick salió a la
luz, y se convirtió en un miembro habitual de nuestras
sesiones de estrategia semanales, que normalmente se celebraban
cada miércoles por la noche. También trajo a Mark
Penn y a su socio Doug Schoen para que hicieran encuestas para
nosotros. Penn y Schoen formaban un buen equipo y
compartían mi filosofía de Nuevo Demócrata;
se quedaron conmigo durante el resto de mi presidencia. Pronto
también se sumaría a nosotros el veterano consultor
de los medios de comunicación Bob Squier y su socio Bill
Knapp, que conocía y le importaba la política y
también la promoción.

El 29 de junio finalmente alcancé un acuerdo con
los republicanos sobre la propuesta de ley de rescisiones, una
vez se habían recuperado más de 700 millones de
dólares para educación, AmeriCorps y nuestro
programa de agua potable. El senador Mark Hatfield, el presidente
del Comité de Apropiaciones del Senado, y un progresista
republicano chapado a la antigua, había trabajado
estrechamente con la Casa Blanca para lograr que el compromiso
fuera posible.

Al día siguiente, en Chicago, ante oficiales de
policía y ciudadanos que habían resultado heridos
por disparos de armas de asalto, defendí la
prohibición sobre dichas armas y pedí al Congreso
que apoyara la propuesta de legislación del senador Paul
Simon para eliminar una gran laguna en la ley que prohibía
las balas asesinas de policías. El agente que me
presentó dijo que había sobrevivido a duros
combates en Vietnam sin un rasguño, pero que casi le
mató un criminal que utilizó un arma de asalto para
intentar acribillarle a balazos. La ley actual ya prohibía
las balas diseñadas para perforar los chalecos antibalas
que llevaban los agentes de policía, pero la
munición ilegal no se definía por su capacidad de
perforación, sino por el material de que estaba hecha.
Así, los ingeniosos empresarios del crimen habían
descubierto otros elementos, no mencionados en el texto de la
ley, que también podían utilizarse para fabricar
balas que perforasen chalecos y matasen a los
policías.

La Asociación Nacional del Rifle sin duda
lucharía contra la propuesta, pero ya no eran tan
populares como en 1994. Después de que su director
ejecutivo hubiera tildado a los agentes del gobierno federal de
«matones nazis», el ex presidente Bush había
dimitido de la organización en protesta por dichas
declaraciones. Unos meses atrás, en un acto celebrado en
California, el cómico Robin Williams había
satirizado la oposición de la ANR a prohibir balas
asesinas de policías con una frase ingeniosa: «Por
supuesto que no podemos prohibirlas. Los cazadores las necesitan.
¡En algún lugar de la montaña, hay un ciervo
que lleva un chaleco antibalas!». Cuando nos adentramos en
la segunda mitad de 1995, esperaba que la broma de Robin y la
reacción del presidente Bush presagiaran un cambio de
tendencias hacia el sentido común en el tema del control
de armas.

En julio, los enfrentamientos partidistas se calmaron un
poco. El día 12, en el instituto James Madison, en Vienna,
Virginia, proseguí mis esfuerzos para unir al pueblo
norteamericano, esta vez en el tema de la libertad
religiosa.

Había mucha polémica acerca de
cuánta libertad religiosa debía permitirse en las
escuelas públicas. Algunos funcionarios escolares y
profesores pensaban que la Constitución prohibía
totalmente cualquier expresión. Eso no era así. Los
estudiantes eran libres de rezar individualmente o juntos; las
agrupaciones religiosas tenían derecho a ser tratadas como
cualquier otra organización de actividades
extracurriculares. En su tiempo libre, los estudiantes
podían leer textos religiosos e incluir sus puntos de
vista religiosos en sus deberes siempre que fueran relevantes
para los mismos, y podían ponerse camisetas promocionando
su opción religiosa si también se les
permitía llevar camisetas a favor de otras
causas.

Pedí al secretario Riley y a la fiscal general
Reno que preparasen una explicación detallada de la
variedad de expresiones religiosas permitidas en las escuelas y
que distribuyeran copias en cada distrito escolar del país
antes del principio de curso escolar del año siguiente.
Cuando el folleto se repartió, redujo sustancialmente los
conflictos y las demandas, y al hacerlo se ganó el apoyo
de todo el espectro político y religioso.

Yo llevaba tiempo trabajando en ese tema, pues desde la
Casa Blanca había mantenido contactos con las comunidades
religiosas y había firmado la Ley de Restauración
de la Libertad Religiosa. Hacia finales de mi segundo mandato, el
profesor Rodney Smith, un experto en la Primera Enmienda, dijo
que mi administración había hecho más para
proteger y hacer avanzar la libertad religiosa que nadie desde
James Madison. No sé si era exactamente así, pero
lo intenté.

Una semana después del acto sobre libertad
religiosa, me enfrenté al mayor reto actual para la
construcción de una comunidad norteamericana unida: la
discriminación positiva. El término se refiere a la
preferencia que se da a las minorías raciales o a las
mujeres en las entidades gubernamentales en la
contratación de sus empleados, las adquisiciones de
productos o servicios, el acceso a préstamos para la
pequeña y la mediana empresa y las plazas de
admisión a las universidades. El objetivo de los programas
de discriminación positiva es reducir el impacto que la
exclusión sistemática ha tenido a largo plazo en
nuestra sociedad. La medida política empezó con
Kennedy y Johnson, y se amplió con la
administración Nixon. Gozó de un amplio respaldo en
ambos partidos, que reconocieron que las consecuencias de la
discriminación ejercida en el pasado no podían
superarse sencillamente con la penalización de dicha
discriminación de cara al futuro, a la vez que abrigaron
el deseo de no exigir cuotas estrictas, que podrían
provocar que los beneficios fueran a parar a gente con baja
cualificación y por lo tanto causarían una
discriminación a la inversa contra los hombres
blancos.

Hacia principios de los noventa existía cierta
oposición contra la discriminación positiva: desde
conservadores que decían que cualquier preferencia basada
en la raza equivalía a una discriminación inversa y
que por lo tanto era inconstitucional, hasta blancos que
habían perdido contratos o plazas universitarias a favor
de negros u otras minorías, pasando por los que
creían que los programas de discriminación
positiva, aunque bienintencionados, a menudo eran motivo de
abuso, o bien que habían cumplido con su objetivo y ya no
tenían sentido. También había algunos
progresistas que no se sentían cómodos con las
preferencias basadas en la raza y que instaban a que se
redefiniesen los criterios de preferencias en términos de
desventajas sociales y económicas.

El debate se intensificó cuando los republicanos
se hicieron con el Congreso en 1994. Muchos de ellos
habían prometido poner fin a la discriminación
positiva y, después de veinte años de que las
rentas de la clase media estuvieran estancadas, su discurso
apelaba a los blancos de clase media y a la gente que
poseía pequeños negocios, así como a los
estudiantes blancos y a sus padres, que se sentían
decepcionados cuando la universidad de su elección les
rechazaba.

Las cosas se pusieron aún peor en junio de 1995,
cuando la Corte Suprema decidió el caso de «Adarand
Constructores contra Peña», en el cual un
contratista blanco demandó al secretario de Transporte por
invalidar un contrato concedido a una empresa propiedad de
minorías según el programa de discriminación
positiva. La Corte dictaminó que el gobierno podía
seguir actuando contra «los persistentes efectos de la
discriminación racial», pero que, de ahora en
adelante, los programas basados en criterios raciales
estarían sometidos a unos elevados estándares de
supervisión llamados «escrutinio estricto»,
que exigía al gobierno que demostrara que tenía un
interés real en resolver el problema y que este no
podía solucionarse eficazmente con ninguna otra medida de
menor alcance y no basada en criterios raciales. La
decisión de la Corte Suprema nos obligaba a que
revisáramos los programas federales de
discriminación positiva. Los líderes de los
derechos civiles querían que siguieran siendo
sólidos y exhaustivos, mientras que muchos republicanos
instaban a que se abandonasen por completo.

El 19 de julio, después de intensas consultas
tanto con los defensores como con los detractores de la
política de discriminación positiva, ofrecí
mi respuesta a la sentencia «Adarand», y a aquellos
que querían eliminar por completo dicha medida, en un
discurso en los Archivos Nacionales. Para prepararme,
había ordenado una completa revisión de nuestros
programas de discriminación positiva, que concluía
que dicha política para mujeres y minorías nos
había dado el mejor y más integrado ejército
del mundo, con doscientos sesenta mil puestos disponibles para
las mujeres solo en los dos últimos años y medio.
La Agencia para la Pequeña y Mediana Empresa había
aumentado espectacularmente sus préstamos a las mujeres y
a las minorías, sin reducir por ello la concesión
de préstamos a los hombres blancos, ni tampoco
dándolos a solicitantes que no cumplieran los requisitos
adecuados.

Las grandes empresas privadas con programas de
discriminación positiva informaron de que la mayor
diversidad en su plantilla había aumentado su
productividad y su competitividad en el mercado global. Las
políticas de adquisición de suministros
habían ayudado a las mujeres y a los miembros de las
minorías a convertirse en propietarios de las
compañías proveedoras, pero en ciertos casos se
habían producido abusos en uno y otro sentido. Finalmente,
establecía que los programas de discriminación
positiva aún eran necesarios a causa de las continuas
diferencias raciales y de sexo en empleo, ingresos y propiedad de
las empresas.

A partir de estas conclusiones, propuse que
fuéramos más duros con el fraude y el abuso en los
programas de suministros, y que lo hiciéramos mejor,
retirando a las empresas de los programas una vez estuvieran
listas para competir en el mercado. También me
comprometí a acatar la sentencia «Adarand» y a
concentrar los programas que beneficiaban a las empresas de
minorías en las zonas donde tanto el problema como la
necesidad para la discriminación positiva fueran
demostrables; asimismo, prometí hacer más para
ayudar a las comunidades deprimidas y a los desfavorecidos, sin
que importara su raza o su sexo. Seguiríamos comprometidos
con el principio de la discriminación positiva, pero
reformaríamos la práctica para asegurarnos de que
no hubiera cuotas, preferencias por personas o empresas menos
cualificadas, ni discriminación inversa hacia los blancos;
los programas de discriminación positiva que hubieran
alcanzaado su objetivo de igualdad de oportunidades se
cerrarían. En una frase, mi política era:
«Arréglalo, pero no te lo cargues».

El discurso fue bien recibido por las comunidades a
favor de los derechos civiles, por las empresas y por el
ejército, pero no convenció a todo el mundo. Ocho
días después, el senador Dole y el congresista
Charles Canady, de Florida, presentaron propuestas para revocar
todas las leyes federales de discriminación positiva. Newt
Gingrich tuvo una reacción menos negativa y dijo que no
quería eliminar la discriminación positiva hasta
que se le ocurriera algo que pudiera reemplazarla, que
también «echase una mano».

Mientras yo iba en busca de puntos en común, los
republicanos se pasaron casi todo el mes de julio tratando de
impulsar sus propuestas presupuestarias en el Congreso.
Querían realizar importantes recortes en la
educación y la formación. Las reducciones de fondos
en Medicare y Medicaid eran tan enormes que aumentaban
considerablemente los desembolsos directos de los usuarios
más mayores que, debido a la inflación de las
facturas por parte de los médicos, ya estaban dedicando un
elevado porcentaje de su renta a la sanidad, más que
cuando se crearon los programas, en los años sesenta.
Propusieron reducir la Agencia de Protección
Medioambiental tan drásticamente que los recortes, en la
práctica, eliminarían el cumplimiento de las leyes
de Agua Potable y Aire Limpio. Votaron a favor de la
abolición de los AmeriCorps y de reducir a la mitad las
ayudas a Ios sin techo. Lograron poner fin al programa de
planificación familiar que anteriormente habían
apoyado tanto demócratas como republicanos, un medio para
la prevención de embarazos no deseados y abortos.
Querían rebajar el presupuesto de ayuda exterior, que solo
ascendía al 1,3 por ciento del gasto federal total, con lo
que se debilitaría nuestra capacidad para luchar contra el
terror y la proliferación de armas nucleares, así
como la posibilidad de abrir nuevos mercados para las
exportaciones de Estados Unidos y prestar apoyo a las fuerzas de
la paz, la democracia y los derechos humanos en todo el
mundo.

Increíblemente, apenas cinco años
después de que el presidente Bush hubiera firmado la ley
de Ciudadanos Discapacitados, que se había aprobado con
amplia mayoría en ambos partidos, los republicanos incluso
propusieron recortar los servicios y la asistencia necesaria para
que los discapacitados ejercieran sus derechos según la
ley. Después de que se hicieran públicos los
recortes de fondos para discapacitados, una noche me llamó
Tom Campbell, mi compañero de habitación durante
cuatro años en Georgetown. Tom era un piloto comercial que
se ganaba la vida, pero que de ningún modo era rico. Muy
agitado, dijo que le preocupaban los recortes que se
incluían en la propuesta presupuestaria. Su hija Clara
sufría parálisis cerebral; al igual que su mejor
amiga, a la que criaba una madre soltera que trabajaba en un
empleo en el que cobraba el salario mínimo y que viajaba
cada día dos hora en autobús, ida y vuelta, para
desplazarse hasta su trabajo. Tom me hizo algunas preguntas sobre
los recortes presupuestarios, y yo le contesté. Luego me
dijo: «A ver si lo entiendo. ¿A mí me van a
reducir los impuestos y, en cambio, a la amiga de Clara y a su
madre les van a retirar las ayudas con las que su madre cubre los
costes de la silla de ruedas de la niña, los cuatro o
cinco pares de zapatos especiales caros que tiene que llevar cada
año y el coste de desplazamiento a su puesto de trabajo,
en el que cobra el salario mínimo?».
«Así es», le dije. Me respondió:
«Bill, eso es inmoral. Tienes que
impedirlo».

Tom Campbell era un devoto católico y ex marine;
se había criado en un hogar republicano conservador. Si
los republicanos de la Nueva Derecha habían ido demasiado
lejos para alguien como él, yo sabía que
podía vencerles. El último día del mes,
Alice Rivlin anunció que la mejora de la economía
había provocado una mayor reducción del
déficit de lo previsto y que podíamos equilibrar el
presupuesto en nueve años sin los durísimos
recortes del GOP. Me estaba acercando a ellos.

Cuarenta y
cuatro

En julio se produjeron tres acontecimientos positivos en
el terreno internacional que nos favorecieron: normalicé
nuestras relaciones con Vietnam, con un fuerte apoyo de la
mayoría de los veteranos de Vietnam en el Congreso, entre
ellos John McCain, Bob Kerrey, John Kerry, Chuck Robb y Pete
Peterson; después de una enérgica petición
del congresista Bill Richardson, Sadam Husein liberó a.
dos norteamericanos que llevaban prisioneros desde marzo; y, por
último, el presidente de Corea del Sur, Kim Young-Sam, que
estaba en Washington para la inauguración del monumento a
la guerra de Corea, apoyó pública y rotundamente
nuestro acuerdo con Corea del Norte para acabar con su programa
nuclear. Puesto que Jesse Helms y otros habían criticado
el trato, el apoyo de Kim fue muy útil, especialmente
puesto que había sido prisionero político y un
defensor de la democracia mientras luchaba por la libertad cuando
Corea del Sur todavía era un estado
autoritario.

Por desgracia, las buenas noticias quedaban eclipsadas
por lo que sucedía en Bosnia. Después de que la
situación se hubiera mantenido razonablemente tranquila
durante la mayor parte de 1994, las cosas comenzaron a torcerse a
finales de noviembre, cuando aviones de guerra serbios atacaron a
los musulmanes croatas en el oeste de Bosnia. El ataque era una
violación de la zona de exclusión aérea y,
como castigo, la OTAN bombardeó el campo de
aviación serbio pero no lo destruyó, así
como tampoco a los aviones que habían atacado desde
allí.

En marzo, cuando el alto el fuego que había
anunciado el presidente Carter comenzó a resquebrajarse,
Dick Holbrooke, que había dejado su puesto de embajador en
Alemania para convertirse en ayudante del secretario de Estado
para asuntos europeos y canadienses, envió a Bob Frasure,
que había sido nuestro enviado especial en la ex
Yugoslavia, a ver a Milosevic. Tenía la fugaz esperanza de
poner fin a la agresión serbia y de obtener, al menos, que
reconocieran a Bosnia a cambio de levantar las sanciones de
Naciones Unidas sobre Serbia.

Hacia julio, la lucha se había reanudado con
mayor virulencia, y el gobierno bosnio había conseguido
algunas victorias en el centro del país. En lugar de
tratar de recuperar el territorio perdido, el general Mladic
atacó tres ciudades musulmanes aisladas en el este de
Bosnia: Srebrenica, Zepa y Gorazde. Las ciudades estaban
abarrotadas de refugiados musulmanes de las cercanías;
Naciones Unidas las había declarado zonas seguras y las
protegían un número relativamente pequeño de
sus tropas. Mladic quería tomar las tres ciudades para que
todo el este de Bosnia quedara bajo control serbio, y estaba
convencido de que, mientras retuviera como rehenes a los cascos
azules, Naciones Unidas no permitiría a la OTAN que
realizara bombardeos de castigo. Estaba en lo cierto y las
consecuencias fueron devastadoras.

El 10 de julio, los serbios tomaron Srebrenica. Hacia
finales del mismo mes habían conquistado también
Zepa; los refugiados que habían escapado de Srebrenica
comenzaron a explicar al mundo la horrible matanza de musulmanes
que habían realizado allí las tropas de Mladic.
Reunieron a miles de hombres y niños en un campo de
fútbol y los asesinaron en masa. Miles de personas
trataban de escapar a través de los espesos bosques de las
colinas.

Después de la toma de Srebrenica, presioné
a Naciones Unidas para que autorizara la creación de la
fuerza de respuesta rápida que habíamos discutido
en la reunión del G7 en Canadá unas semanas
atrás. Mientras tanto, Bob Dole presionaba para que se
levantara el embargo de armas. Le pedí que pospusiera la
votación y se mostró de acuerdo. Yo todavía
trataba de encontrar una forma de salvar a Bosnia con la que
restaurase la efectividad de Naciones Unidas y de la OTAN, pero
hacia la tercera semana de julio, los serbobosnios se
habían burlado de Naciones Unidas y, por extensión,
de los compromisos de la OTAN y de Estados Unidos. Las zonas
seguras eran cualquier cosa menos seguras, y la acción de
la OTAN estaba muy limitada por la vulnerabilidad de las tropas
europeas, que no podían defenderse a sí mismas, y
mucho menos a los musulmanes. La práctica serbobosnia de
tomar rehenes de Naciones Unidas había puesto de relieve
el principal error de su estrategia. Sus embargos de armas
habían impedido al gobierno bosnio igualar los medios
militares de los serbios. Los cascos azules podían
proteger a los musulmanes bosnios y a los croatas solo mientras
los serbios creyeran que la OTAN castigaría sus
agresiones. Ahora, la toma de rehenes había desvanecido
ese temor y dejaba las manos libres a los serbios en el este de
Bosnia. La situación era ligeramente mejor en Bosnia
central y occidental, pues los croatas y los musulmanes
habían conseguido adquirir armas a pesar del embargo de
Naciones Unidas.

En un intento casi desesperado de recuperar la
iniciativa, los ministros de Asuntos Exteriores y de Defensa de
la OTAN se reunieron en Londres. Warren Christopher, Bill Perry y
el general Shalikashvili fueron a la conferencia decididos a
impedir la retirada de las tropas de Naciones Unidas de Bosnia,
que cada vez contaba con más partidarios, y, en lugar de
ello, aumentar el compromiso y la autoridad de la OTAN para
actuar contra los serbios. Tanto la pérdida de Srebrenica
y Zepa como el movimiento en el Congreso para levantar el embargo
de armas habían aumentado nuestra capacidad de presionar
para emprender acciones más agresivas.

En la reunión, los ministros acabaron por aceptar
una propuesta diseñada por Warren Christopher y su equipo
para «trazar una línea en la arena» alrededor
de Gorazde y para eliminar el sistema de «doble
llave» que había dado a Naciones Unidas el derecho
de veto sobre las acciones de la OTAN. La conferencia de Londres
fue un punto de inflexión: a partir de entonces la OTAN
adoptaría una postura mucho más firme. Poco
después, el comandante de la OTAN, el general George
Joulwan, y nuestro embajador ante la OTAN, Robert Hunter,
lograron extender las reglas de Gorazde a la zona segura de
Sarajevo.

En agosto, la situación dio un giro
dramático. Los croatas lanzaron una ofensiva para
recuperar Krajina, una parte de Croacia que los serbios locales
habían proclamado territorio suyo. Los responsables de
inteligencia y de las fuerzas armadas europeas, y también
algunos norteamericanos, recomendaron no intervenir, pues
creían que si lo hacíamos Milosevic también
lo haría, para salvar a los serbios de Krajina; sin
embargo, yo apoyaba a los croatas. También Helmut Kohl,
que sabía, al igual que yo, que la diplomacia no
tendría la menor oportunidad hasta que los serbios
hubieran sufrido algunos graves reveses sobre el
terreno.

Conscientes de que la propia supervivencia de Bosnia
estaba en juego, no habíamos forzado el cumplimiento
estricto del embargo de armas. Como resultado, tanto los croatas
como los bosnios pudieron hacerse con algunas armas que les
ayudaron a sobrevivir. También autorizamos a una empresa
privada a utilizar personal militar jubilado para mejorar y
entrenar al ejército croata.

Al final, Milosevic no acudió al rescate de los
serbios de Krajina, y las fuerzas croatas la recuperaron con poca
resistencia. Era la primera derrota serbia en cuatro años
y cambió tanto el equilibrio de poder sobre el terreno
como la psicología de ambas partes. Un diplomático
occidental en Croacia afirmó: «Es casi una
señal de apoyo desde Washington. Los norteamericanos han
esperado su oportunidad de atacar a los serbios, y ahora lo
hacen, dejando que sea Croacia quien golpee por ellos». El
4 de agosto, en una visita a Sam Donaldson, el veterano
corresponsal de la ABC, en el Instituto Nacional de Salud, donde
se recuperaba de una operación contra el cáncer,
reconocí que la ofensiva croata podría resultar
útil para resolver el conflicto. Donaldson, que en
ningún momento podía dejar de ser un gran
periodista, envió un artículo con mis comentarios
desde la cama de su hospital.

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