Monografias.com > Sin categoría
Descargar Imprimir Comentar Ver trabajos relacionados

Análisis del libro Guerra y Paz, de León Tolstoi (página 12)



Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14, 15, 16

– Está , bien, está bien, y
¿dónde se encuentra el regimiento del
príncipe Bolkonski? ¿Podría
indicármelo? – preguntó Pedro.

– ¿De Andrés Nicolaievich? Pasaremos por
allí. Le llevaré a su casa.

Además de Kaisserov, ayudante de campo de
Kutuzov, otros amigos fueron a saludar a Pedro, tantos, que no
tenía tiempo para contestar a todas las preguntas que
sobre Moscú se le hacían ni para oír todos
los relatos que quería oír. En todos los rostros se
reflejaba la animación y la preocupación. Mas a
Pedro le pareció que la animación de aquellos
rostros se refería al posible éxito individual, no
apartándose de su memoria la expresión que
había visto a veces en otros rostros que no hablaban de
cuestiones personales, sino de las grandes cuestiones generales
de la vida y de la muerte. Kutuzov vio a Pedro y al grupo que le
rodeaba.

– Hagan que se acerque – dijo Kutuzov.

Un ayudante de campo transmitió el deseo del
Serenísimo y Pedro se dirigió a su
banco.

En aquel momento, Boris, con su habilidad de cortesano,
se colocó al lado de Pedro, cerca del jefe y, con el aire
más natural del mundo y en un tono distraído, como
si continuara una conversación, dijo a Pedro:

-Los milicianos, como quien no hace la cosa, se han
vestido sus camisas blancas y limpias, dispuestos para la muerte.
¡Qué heroísmo, Conde!

Boris decía evidentemente todo esto a Pedro para
que el Serenísimo le oyera. Sabía que Kutuzov
escuchaba sus palabras. Efectivamente, el Serenísimo se
dirigió a él:

– ¿Qué cuentas de los
milicianos?

– Que preparándose, Excelencia, para morir, se
han vestido sus camisas limpias.

– ¡Ah, son hombres admirables, no existen otros
como ellos! – dijo Kutuzov, que cerró los ojos e
inclinó la cabeza -. Esa gente es incomparable –
repitió suspirando.

– ¿Quiere usted oler la pólvora? –
preguntó a Pedro -. Echa muy buen olor. Tengo el honor de
ser un adorador de su esposa. ¿Sigue bien? Mi campamento
está a su disposición.

Y, como ocurre frecuentemente a los viejos, Kutuzov
empezó a mirar distraídamente a su alrededor, como
si hubiera olvidado lo que tenía que hacer o
decir.

Boris dijo algo a su General, y el conde Benigsen,
dirigiéndose a Pedro, le propuso que fuera con ellos a la
línea de fuego.

– Lo encontrará todo muy interesante – le
dijo.

– ¡Oh, sí, sí, ya lo creo, muy
interesante! – repitió Pedro.

Media hora después, Kutuzov marchó hacia
Tatarinovo, y Benigsen, con su séquito, en el que se
encontraba también Pedro, se dirigió a las
avanzadas.

XIII

La tarde del 25 de agosto, clara y soleada, el
príncipe Andrés se hallaba echado, recostada la
cabeza sobre una mano, en una choza medio hundida de Kanizakovo,
en los confines de la posición de su regimiento. Por el
agujero del muro agrietado miraba la línea de viejos
árboles, sus ramas cortadas, la cabaña, con las
gavillas de cebada y los matorrales, por encima de los cuales
divisaba la humareda de las hogueras en que los soldados
hacían su comida.

A pesar de que su vida le parecía bastante
mezquina, inútil y penosa, el príncipe
Andrés se sentía tan emocionado y nervioso como,
siete años atrás, la víspera de la batalla
de Austerlitz.

Había recibido y transmitido las órdenes
para el día siguiente, no quedándole ya nada que
hacer, pero los pensamientos más sencillos, los más
claros y, por ende, los más terribles, no le dejaban
tranquilo. Sabía que la batalla del día siguiente
sería la más espantosa de cuantas había
participado, y la posibilidad de la muerte, por primera vez en su
vida, sin ninguna relación con todos los vivos, sin pensar
en lo que sentirían los otros, no sólo hacia
él mismo, sino hacia su alma, se le presentó casi
cierta, con una certidumbre simple y descorazonadora. El objetivo
de toda esa representación, todo aquello que le preocupaba
y le atormentaba, se aclaraba súbitamente, con una
claridad fría, blanca, sin sombras, sin perspectivas y sin
diferenciación de planos. Toda la vida se le presentaba
como una linterna mágica, a través de la cual, como
a través de un cristal color de rosa, había mirado
durante mucho tiempo las cosas. Pero ahora, de pronto,
veía sin ningún cristal interpuesto y a la clara
luz del día todas aquellas imágenes mal coloreadas.
«Sí, aquí estáis, falsas
imágenes que me habéis conmovido, atormentado y
entusiasmado – se decía recordando los cuadros de la
linterna mágica de su vida, que en aquel momento
veía a la claridad fría y blanca del día-.
Aquí estás, idea de la muerte. He aquí esas
figuras pintadas groseramente que se presentan como algo viejo y
misterioso, la gloria, el bien público, el amor de la
mujer, la patria misma. ¡Qué grandes parecían
estos cuadros! ¡De qué sentido tan profundo les
creía llenos! Y todo es simple, pálido y grosero a
la luz fría de esta mañana que siento que amanece
en mí.» Tres dolores de su vida retuvieron
particularmente su atención: su amor por la mujer, la
muerte de su padre y la invasión francesa que había
conquistado media Rusia. «¡El amor…! Aquella
muchacha me parecía llena de una dulce fuerza misteriosa.
¿Y qué? La amaba, hacía poéticos
planes sobre el amor y sobre la felicidad que gozaría con
ella. ¡Buen chico! – pronunció en alta voz,
colérico -. ¡Y yo que creía en un amor ideal
que debía conservarme toda su fidelidad durante el
año de mi ausencia! Igual que la tierna paloma de la
fábula, ella debía morir al separarse de
mí… Sí, todo es muy sencillo. ¡Todo esto es
horriblemente sencillo y feo!»

«Mi padre construía Lisia-Gori, que
consideraba como su tierra, como su país. Llega
Napoleón y, sin conocer ni su existencia, lo aparta de su
camino y destruye Lisia-Gori y toda su vida. ¡Mientras, la
princesa María dice que esto es una prueba enviada por el
cielo! ¿Y por qué esta prueba cuando él ya
no está allí y nunca más estará? Si
ya no existe, ¿de qué ha de servir esta prueba? La
patria, la pérdida de Moscú…, y mañana me
matarán, y a lo mejor no será un francés el
que lo haga, sino uno de los nuestros, como aquel soldado que
disparó ayer su fusil cerca de mi cabeza; los franceses
vendrán y, cogiéndome por la cabeza y por los pies,
me echarán en una fosa común para que no haya
epidemia. Después se formarán nuevas condiciones de
vida, que se harán habituales para los demás y que
yo no conoceré porque no me encontraré
allí.»

Miró las copas de los árboles, que
tenían un tono amarillento e inmóvil, miró
su propia piel blanca que brillaba al sol. «¡Morir!
¡Que me maten mañana…! ¡Que deje de
existir…! ¡Que abandone todo esto y que me vaya para
siempre!» Se representaba vivamente su ausencia de esta
vida. Aquellos árboles, con su juego de luces y sombras,
aquellas nubes y aquellas humaredas de las hogueras del
campamento, todo se transformaba para él,
pareciéndole que algo terrible le amenazaba. Sintió
frío en la espalda y empezó a pasearse. Por
detrás del cobertizo se oían voces.

– ¿Quién es? – preguntó el
príncipe Andrés.

El capitán Timokhin, el de la nariz roja,
comandante de la compañía en la que se hallaba
Dolokhov y que ahora, por falta de oficiales, era comandante de
batallón, entró tímidamente en el cobertizo.
El ayudante de campo y el cajero entraron a continuación.
El príncipe Andrés saludó
rápidamente, oyó lo que le comunicaban los
oficiales sobre el servicio, dióles alguna nueva orden y
se disponía a despedirlos cuando oyó una voz
conocida que chillaba:

– ¡Diablo!

En aquel instante, un hombre chocaba con
algo.

El príncipe Andrés miró al interior
del cobertizo y vio que se acercaba Pedro, quien se había
enganchado con un tronco de leña. En general, al
príncipe Andrés le era muy desagradable ver gente
de su mundo y especialmente a Pedro, que le recordaba todos los
momentos penosos por que había atravesado durante su
última estancia en Moscú.

– ¡Ah, eres tú! ¿Qué viento
te trae? Te aseguro que no te aguardaba – dijo.

Mientras pronunciaba estas palabras, en sus ojos y en
toda la expresión de su rostro existía algo
más que sequedad; era hostilidad lo que manifestaba. Pedro
se dio cuenta enseguida. Se acercaba al cobertizo con una
disposición de espíritu más animada, pero al
observar la expresión de la cara del príncipe
Andrés sintióse cortado y sin saber qué
decir.

– He venido…, pues… ¿Sabes?, he venido…
porque esto me interesa – dijo Pedro, que aquel día
había repetido muchas veces: «Esto me
interesa» -. He querido ver la batalla.

XIV

Los oficiales querían retirarse, pero el
príncipe Andrés, como si temiera quedarse solo con
su amigo, les propuso que tomaran el té con él.
Trajeron las tazas y el té. Los oficiales miraban algo
extrañados a la persona enorme de Pedro y escuchaban lo
que decía sobre Moscú y sobre la disposición
del campamento que acababa de recorrer. El príncipe
Andrés callaba y ponía tal cara que Pedro se
dirigía con preferencia al buen comandante del
batallón, Timokhin.

– Así, pues, ¿has entendido toda la
disposición de las tropas? – le interrumpió el
príncipe Andrés.

– Sí; es decir, no siendo de la profesión
no puedo asegurar que lo haya entendido absolutamente todo, pero
sí en líneas generales.

– Pues sabes más que nadie – replicó el
príncipe Andrés.

– ¿Cómo? – dijo Pedro, extrañado,
mirando a su amigo por encima de los lentes -. ¿Y
qué me dices del nombramiento de Kutuzov?

– Me ha satisfecho mucho – respondió el
príncipe Andrés.

Cuando los dejaron solos, Pedro preguntó al
príncipe Andrés si creía que se
ganaría la batalla del día siguiente.

– Sí, sí – respondió
distraídamente el Príncipe -. La única cosa
que haría yo, si pudiera, sería no coger
prisioneros. ¿Para qué sirven los prisioneros? Es
cuestión de caballerosidad. Los franceses han saqueado mi
casa, devastarán Moscú, me han ofendido y me
ofenden a cada instante, son mis enemigos; para mí son
unos criminales, y Timokhin y todo el ejército piensa lo
mismo. Es preciso ejecutarlos. Si son mis enemigos, no pueden ser
mis amigos.

– Sí, soy completamente de tu opinión –
dijo Pedro mirando al príncipe Andrés con los ojos
brillantes. La cuestión que todo aquel día, desde
su ida a Mojaisk, preocupaba a Pedro parecíale ahora
definitivamente clara y resuelta.

Comprendía todo el sentido y la importancia de
esta guerra y de la futura batalla. Todo lo que había
visto durante aquel día, la expresión solemne y
severa de las caras que había observado al pasar, todo se
aclaró en su mente con una nueva luz. Comprendía
aquel fuego latente de patriotismo que veía y aquello le
explicaba que todos se preparasen a morir con tanta calma y al
mismo tiempo con tanta frivolidad.

– Ni un prisionero – continuaba el príncipe
Andrés -esto sólo cambiaría el
carácter de la guerra, haciéndola menos cruel.
Nosotros hemos sido magnánimos, y éste es el mal,
hemos jugado a la guerra. Esta magnanimidad y esta sensibilidad
son, en la guerra, las de una señora que se pone mala al
ver matar a un becerrito: es tan buena que no puede ver sangre,
pero se come el becerrito con buen apetito cuando se lo sirven
guisado. Se nos habla del derecho de la guerra, de la
caballerosidad, del parlamentarismo, de los sentimientos humanos
para con los desgraciados, etcétera.
¡Tonterías! ¡En mil ochocientos cinco vi la
caballerosidad y el parlamentarismo! Nos hemos engañado,
nos hemos engañado. Te roban la casa, ponen en
circulación billetes falsos, matan a mis hijos y a mi
padre y se habla del derecho de la guerra y de magnanimidad para
con los enemigos. ¡Ni un prisionero, sólo matar a ir
o la muerte! El que como yo ha llegado a estas conclusiones, por
lo mismo que ha padecido…

El príncipe Andrés, que creía que
le era indiferente que Moscú fuera o no tomado como lo
había sido Smolensk, se interrumpió bruscamente y
un sollozo inesperado le agarrotó la garganta.
Quedó un momento silencioso, pero sus ojos brillaban de
fiebre y los labios le temblaban cuando volvió a
hablar.

– Si en la guerra no hubiera magnanimidad, sólo
marcharíamos cuando fuera necesario, como hoy, ir a la
muerte. No habría guerra únicamente porque Pablo
Ivanich hubiera ofendido a Pedro Ivanich. De este modo, todos los
westfalianos y hessianos que Napoleón lleva consigo no le
seguirían a Rusia y nosotros no hubiéramos ido a
batirnos a Austria y a Prusia sin saber por qué. La guerra
no es una cosa graciosa, sino muy fea y desagradable, por lo que
es preciso comprenderla y no convertirla en juego, aceptando
seria y serenamente esta terrible necesidad. La cuestión
reside en esto: apartad la mentira, y la guerra será la
guerra y no un juego; de otro modo, la guerra se convierte en la
diversión predilecta de la gente ociosa y ligera… – Y
después de una breve pausa dijo de pronto el
príncipe Andrés-: ¡Eh!, ¿Duermes?
También es la hora para mí. Vete a
Gorki.

– ¡Oh, no! – replicó Pedro mirándole
con ojos tiernos y espantados.

– Vete, vete. Antes de la batalla hay que dormir –
repitió el príncipe Andrés. Se acercó
rápidamente a Pedro y le besó -. Adiós, vete
– le gritó -. Nos veremos… No…

Y volviéndose rápidamente entró en
el cobertizo.

Era ya de noche, por lo que Pedro no pudo distinguir si
la expresión del rostro del príncipe Andrés
era dura o tierna.

Pedro quedó unos instantes inmóvil,
preguntándose si debería seguirle o irse a casa.
«No – decidió Pedro -. Sé que es nuestra
última entrevista.» Suspiró profundamente y
se volvió a Gorki.

El príncipe Andrés entró en su
cobertizo; se echó sobre una alfombra, pero no pudo
dormirse. Cerró los ojos. Las imágenes
sucedían a las imágenes; en una se detuvo mucho
rato. Recordaba vivamente una velada en San Petersburgo; Natacha,
con el rostro animado y emocionado, le contaba que en el verano
anterior, yendo a buscar setas, se había perdido en un
gran bosque. Le describía desordenadamente la profundidad
de la selva, sus caminitos, la conversación que mantuvo
con un abejero que había encontrado. A cada momento de su
narración se interrumpía diciendo: «No, no
puedo, no sé contarlo. No lo comprendes.» Y
él tuvo que tranquilizarla y decirle que lo
comprendía todo perfectamente, y, en efecto,
comprendía todo lo que ella le quería
decir.

Natacha estaba disgustada con su narración,
porque comprendía que no daba la sensación viva y
poética que había sentido aquel día y que
quería expresar.

«Aquel viejo era encantador y el bosque era tan
oscuro…, y tenía tal dulzura aquel hombre…, no, no lo
sé contar», decía emocionada y
sonrojándose. El príncipe Andrés
sonreía ahora con la misma sonrisa alegre con que entonces
miraba a los ojos de ella. «La comprendía – pensaba
el príncipe Andrés -. No sólo la
comprendía, sino que era aquella fuerza de
espíritu, aquella franqueza y aquella frescura de alma que
el cuerpo parecía rodear lo que amaba en ella. Lo amaba
todo… Era tan feliz…»

De pronto recordó el final de la novela. Para
«él», nada de todo aquello era necesario;
«él» no veía nada ni comprendía
nada. «Él» veía una muchacha bonita y
«fresca» a la que no se dignaba unir a su destino.
«Y hoy «él» todavía se encuentra
vivo y está alegre…»

Como si acabara de quemarse, el príncipe
Andrés se puso en pie de un salto y de nuevo empezó
a pasear por delante del cobertizo.

XV

El 25 de agosto, víspera de la batalla de
Borodino, el prefecto del Palacio Imperial, M. de Beausset, y el
coronel Fabvier encontraron a Napoleón en su campamento de
Valuievo. El primero llegaba de París y el segundo de
Madrid.

M. de Beausset, que vestía el uniforme de la
Corte, ordenó que le trajeran el paquete que llevaba a
Napoleón y entró en la tienda del Emperador, donde
empezó a abrir el paquete mientras hablaba con los
ayudantes de campo que le rodeaban.

Fabvier, sin entrar en la tienda, se detuvo cerca
hablando con los generales que conocía.

El emperador Napoleón todavía no
había salido de su dormitorio y estaba terminando su
aseo.

Soplando y tosiendo, tan pronto volvíase sobre el
pecho carnoso y peludo, como sobre la espalda deformada, bajo el
cepillo con que un criado le frotaba el cuerpo. Otro criado con
el dedo sobre el gollete de la botella iba echando agua de
Colonia sobre el cuerpo bien cuidado del Emperador, lo cual
hacía con una expresión que quería decir que
sólo él podía saber cuándo y
cómo debía echarle el agua de Colonia.

Napoleón tenía sus cortos cabellos mojados
y le caían sobre la frente, pero su cara, amarilla e
hinchada, expresaba el bienestar físico.

– Fuerte, fuerte, sigue – dijo volviéndose,
mientras tosía, hacia el criado que le frotaba. El
ayudante de campo que entró en el dormitorio para dar un
informe sobre el número de prisioneros hechos el
día anterior, después de dar cuenta, se
había quedado cerca de la puerta, aguardando el permiso
para poderse retirar. Napoleón arrugó las cejas y
miró por debajo a su ayudante de campo.

– Ningún prisionero. Se hacen desaparecer. Peor
para el ejército ruso – respondió a las palabras
del ayudante de campo -. Frota, frota fuerte – dijo,
curvándose y presentando sus carnosas espaldas.

– Está bien; haced entrar a M. de Beausset y
también a Fabvier-dijo al ayudante de campo bajando la
cabeza.

– ¡A vuestras órdenes, Sire! – El ayudante
de campo desapareció detrás de la puerta de la
tienda.

Los dos criados vistieron rápidamente a Su
Majestad con el uniforme azul de la guardia. Entró en la
sala de recepciones con paso firme y rápido.

Beausset, aguardando, preparaba deprisa el regalo que le
llevaba de parte de la Emperatriz; lo instaló sobre dos
sillas frente a la puerta por donde entraría el Emperador.
Pero Napoleón se vistió tan aprisa y entró
tan inesperadamente que el efecto no estaba del todo
preparado.

El Emperador no quiso privarle del placer de darle una
sorpresa. Fingió no darse cuenta de M. de Beausset y
llamó a Fabvier. Oyó frunciendo el ceño todo
lo que le explicaba Fabvier sobre el valor y fidelidad de sus
tropas, que, vencidas en Salerno, al otro extremo de Europa, no
tenían más que un pensamiento y un temor: mostrarse
dignas de su soberano y miedo de no complacerle. Los resultados
de la batalla eran tristes. Napoleón hacía
irónicas observaciones durante el relato de Fabvier, como
si no supiera que detrás de él pudiera pasar lo
mismo.

– He de arreglar esto en Moscú – dijo
Napoleón -Hasta pronto – añadió.
Llamó a Beausset, que después de preparar la
sorpresa sobre dos sillas la había cubierto con un
velo.

Beausset se inclinó profundamente, con reverencia
de la Corte francesa, con la que sólo sabían
saludar los viejos cortesanos de los Borbones, y se acercó
mientras le entregaba un pliego cerrado.

Napoleón dirigiósele alegremente,
cogiéndole por las orejas.

-Habéis corrido mucho. Estoy muy contento.
¿Y qué se dice por París? – preguntó,
cambiando de pronto su severa expresión por otra
extraordinariamente cariñosa.

-Sire, todo París siente vuestra ausencia –
respondió hábilmente Beausset. Napoleón
sabía de sobra que Beausset le respondería esto u
otra cosa por el estilo, y sabía además que no era
cierto, pero le era muy agradable oírlo. Otra vez
dignóse tirar de la oreja a Beausset.

– Siento haberos obligado a hacer un camino tan largo
-le dijo.

– Sire, suponía encontraros ya a las puertas de
Moscú -dijo Beausset.

Napoleón sonrió, levantó
distraídamente la cabeza y miró a la derecha. El
ayudante de campo, con paso de pato, se acercó con una
tabaquera de oro que tendió a Napoleón.

– Si esto es bueno para vos, que os gusta viajar – dijo
Napoleón acercando el rapé a la nariz -, dentro de
tres días veréis Moscú. Seguramente no
esperabais ver la capital del Asia. Haréis un agradable
viaje.

Beausset saludó, agradecido por esta
atención a su amor – hasta entonces ignorado – por los
viajes.

– ¿Qué es eso? – dijo Napoleón
observando que todos los cortesanos miraban algo tapado con una
gasa.

Beausset, con solicitud de cortesano, sin volver la
espalda, dio media vuelta y dos pasos atrás, al tiempo
que, quitando la gasa, decía:

-Un regalo para Vuestra Majestad de parte de la
Emperatriz.

Era un retrato pintado por Girard, con colores claros,
del niño nacido de Napoleón y de la hija del
Emperador de Austria, al que todo el mundo llamaba, sin saberse
la razón, Rey de Roma.

Era un muchacho muy guapo, de pelo rizado, con una
mirada semejante a la del Jesús de la Madona Sixtina, que
estaba representado jugando al bilboquet. La bola era el
mundo, y la varita que sostenía con la otra mano
representaba el cetro. Aunque la intención del pintor, que
había representado al Rey de Roma agujereando al mundo con
una varilla, no fuera muy clara, aquella alegoría
gustó extraordinariamente tanto a los que habían
visto el cuadro en París como a
Napoleón.

– ¡El Rey de Roma! – dijo señalando con un
gracioso gesto el cuadro -. ¡Admirable!

Con la capacidad propia de los italianos para cambiar de
expresión según la voluntad, se acercó al
cuadro adoptando un aire de ternura pensativa.

Sabía que lo que diría y haría en
aquel momento pasaría a la Historia. Le pareció que
lo mejor que podía hacer ante su hijo, que jugaba al
bilboquet con el mundo, gracias a su grandeza, era
demostrar la más sencilla ternura paternal. Los ojos se le
llenaron de lágrimas. Se acercó, buscó una
silla, que le acercaron enseguida, sentóse delante del
retrato, hizo un gesto y todos salieron, dejando al gran hombre
solo con él mismo y con sus sentimientos.

Quedóse de aquel modo un buen rato y, sin saber
por qué, tocó con el dedo la bola y se
levantó luego, llamando a Beausset y al oficial de
servicio. Ordenó que colocaran el cuadro delante de la
tienda para no privar a la vieja guardia – que rodeaba la tienda
– del placer de ver al Rey de Roma, hijo y heredero de su adorado
Emperador.

Tal como esperaba, durante el desayuno con M. de
Beausset, que sintióse muy honrado por esta
distinción, se oyeron los gritos entusiastas de los
soldados y de los oficiales de la vieja guardia, que
habían corrido a ver el retrato.

– ¡Viva el Emperador! ¡Viva el Rey de Roma!
¡Viva el Emperador! – gritaban las voces.

Después de desayunarse, Napoleón, en
presencia de Beausset, dictó una proclama a su
ejército.

– Corta y enérgica – dijo cuando leyó la
siguiente proclama, escrita de una plumada y sin una
falta:

– «Soldados: la batalla que tanto esperasteis ha
llegado. La victoria depende de vosotros. Es necesario para
todos. Ella nos proporcionará todo lo que precisamos:
estancia cómoda y el pronto regreso a la patria.
Conducíos como os condujisteis en Austerlitz, en
Friedland, en Vitebsk y en Smolensk. Que la posteridad recuerde
con orgullo vuestros actos de este día. Que se diga de
cada uno de vosotros: estuvo en la batalla del
Moscova.»

– Del Moscova – repitió Napoleón. E,
invitando a M. de Beausset, al que tanto gustaba viajar, a dar un
paseo, salió de la tienda y se dirigió hacia los
caballos ensillados.

– Vuestra Majestad tiene demasiadas bondades conmigo –
dijo Beausset para agradecer la invitación del
Emperador.

Quería dormir y no sabía montar a caballo,
lo que, además, le causaba mucho miedo.

Pero Napoleón inclinó la cabeza y Beausset
tuvo que seguirle.

Cuando Napoleón salió de la tienda, los
gritos de la guardia delante del retrato de su hijo crecieron.
Napoleón frunció el ceño.

– Retiradlo – dijo con gesto gracioso y real
señalando el retrato -. Es muy pronto todavía para
que él vea campos de batalla.

Beausset cerró los ojos, inclinó la
cabeza, suspiró profundamente, demostrando con todos sus
gestos que sabía apreciar y comprender las palabras del
Emperador.

XVI

Al volver de Gorki, después de dejar al
príncipe Andrés, Pedro ordenó a su lacayo
que le preparara los caballos y le despertase a primera hora de
la mañana. Después de dar estas órdenes se
durmió detrás de un biombo, en un rinconcito que
Boris le había habilitado.

Cuando a la mañana siguiente Pedro se
despertó, en la isba no había nadie. Los cristales
del ventanillo temblaban y el lacayo, de pie ante él, le
sacudía.

– ¡Excelencia! ¡Excelencia!
¡Excelencia! – decía el lacayo sacudiendo a Pedro
por la espalda con insistencia, sin mirarlo y evidentemente sin
esperanza de poderlo despertar.

– ¿Qué? ¿Ya ha empezado?
¿Hace mucho? – dijo Pedro desvelándose.

– Escuche como tiran – dijo el lacayo, que era un
soldado retirado -. Todos los señores ya se han marchado,
incluso el propio Serenísimo ha pasado hace mucho
rato.

Pedro vistióse aprisa, y corriendo, salió
disparado al portal. En el patio, el día era claro, fresco
y alegre. El sol, que acababa de salir por detrás de una
nube que lo tapaba, entre los tejados de la calle, proyectaba sus
rayos, cortados por las nubes, sobre el polvo de la carretera
húmeda de rocío, sobre las paredes de las casas,
sobre las aberturas del cercado y sobre los caballos que se
encontraban cerca de la isba. En el patio se oía
más claro el retumbar de los cañones. Un ayudante
de campo, acompañado de un cosaco, pasaba al trote por
allí delante.

– ¡Ya es hora, Conde, ya es hora! – gritóle
el ayudante.

Pedro ordenó seguir al caballo, y calle abajo se
dirigió a la fortificación, desde la cual, el
día anterior, miraba el campo de batalla. Allí se
encontraban muchos militares, se oían conversaciones en
francés de los oficiales del Estado Mayor y se veía
la cabeza casi blanca de Kutúzov, con gorra blanca
ribeteada de rojo; con la nuca gris hundida entre los hombros,
Kutuzov oteaba la gran carretera con unos gemelos.

Pedro, al subir los escalones de la entrada de la
fortificación, miraba ante sí y quedó
maravillado de la belleza del espectáculo. Era el mismo
panorama que había admirado el día anterior desde
la fortificación, pero ahora todo el terreno se encontraba
cubierto de tropas, del humo de los cañonazos y de los
rayos oblicuos del sol claro, que se levantaba por detrás
y a la izquierda de Pedro y le echaba encima, en el aire puro de
la mañana, la luz cegadora de un resplandor dorado y rosa
y largas sombras negras.

Los lejanos bosques que limitaban el panorama le
parecían una recortada piedra preciosa de color
verde-amarillo; se los veía en el horizonte con sus
ondulantes líneas, y entre ellos, detrás de
Valuievo, se descubría la gran carretera de Smolensk,
llena de tropas. Más cerca brillaban los bosquecillos y
los dorados campos. Pero lo que particularmente impresionó
a Pedro fue la vista del campo de batalla de Borodino, con los
torrentes del Kolocha a ambos lados.

La niebla se fundía y se alargaba, transparente,
bajo un cielo claro, que teñía de una manera
mágica todo lo que se veía a través de sus
rayos. A la niebla se unía el humo de los disparos. En
aquella niebla y humareda brillaban por todas partes los
relámpagos de la luz matutina, tan pronto sobre el agua,
como sobre el rocío, como sobre las bayonetas de las
tropas que se concentraban en las márgenes del río
y en Borodino. A través de aquella niebla se veía
la iglesia blanca y a los dos lados los tejados del pueblo;
más lejos, una masa compacta de soldados; en otro sitio,
más cajones verdes y más cañones, y todo
aquello se removía o parecía que se moviera, porque
la niebla y el humo se extendían por encima de todo aquel
espacio. De igual manera junto a Borodino que abajo, en los
torrentes llenos de niebla, que más arriba y a la
izquierda, como sobre toda la línea de los bosques, por
encima de los campos, bajo el collado o encima de los picos,
aparecían sin descanso masas de humo – venidas de no se
sabe dónde o de los cañones -, tan pronto aisladas
como amontonadas, a veces raras y otras frecuentes; y estas
nubes, hinchándose, ensanchándose, daban vueltas y
llenaban todo el espacio. Aquellas humaredas, aquellos
cañonazos, aquel estrépito, aunque pueda parecer
extraño, constituían la principal belleza
del espectáculo.

¡Puf! Y enseguida se veía una humareda
redonda, compacta, que se irisaba en tonos grises y blancos. Y
¡bum!, se oye de nuevo entre aquella humareda. ¡Puf!
¡Puf! Dos humaredas se levantan juntas y se confunden;
¡bum!, ¡bum!, y el sonido confirma lo que el ojo ve.
Pedro miraba la primera humareda, que se levantaba como un globo,
y ya en su sitio otras humaredas se arrastraban y ¡puf!,
¡puf!, otras humaredas y, con los mismos intervalos,
¡bum!, ¡bum!, ¡bum!, respondían con
sonido agradable, limpio y preciso. Las humaredas tan pronto
parecía que corrían como que se detenían y
que ante ellas pasaran los bosques, los campos y las brillantes
bayonetas. De la izquierda, de los campos y de los matorrales
salían continuamente grandes remolinos con ecos solemnes,
y, más cerca, al pie de la colina y de los bosques, se
encendían las humaredas de los fusiles, sin tiempo de
redondearse, que producían unos pequeños ecos.
¡Ta!, ¡ta!, ¡ta! Los fusiles chisporroteaban
con mucha frecuencia, pero sin regularidad, y su estallido era
muy débil comparado con el de los
cañones.

Pedro hubiera querido encontrarse donde estaban las
humaredas y las brillantes bayonetas, el movimiento y el
estrépito. Miró a Kutuzov y a su séquito
para contrastar su impresión con la de los demás.
Todos, igual que él y con el mismo sentimiento,
según le parecía, miraban hacia el campo de
batalla. En todos los rostros aparecía aquel ardor latente
del sentimiento que Pedro había observado el día
anterior y que había comprendido perfectamente
después de su conversación con el príncipe
Andrés.

– ¡Ve, hijo mío, y que Cristo te
acompañe! – dijo Kutuzov, sin apartar los ojos del campo
de batalla, a un general que tenía cerca.

Después de recibir la orden, el general
pasó por delante de Pedro y descendió por el glacis
de la fortificación. – Cerca del torrente –
respondió el general fría y severamente a un
oficial del Estado Mayor que le preguntó adónde se
dirigía.

«Y yo», pensó Pedro. Y siguió
al general.

El general montó un caballo que le
presentó un cosaco. Pedro se acercó al lacayo que
guardaba los suyos. Le preguntó cuál era el
más manso y le montó. Cogióse a las crines y
apretó los talones contra el vientre del caballo.
Sentía que le caían los lentes; pero no
quería soltar ni las crines ni las riendas: galopó
detrás del general, provocando la risa entre los oficiales
del Estado Mayor, que desde la fortificación le
miraban.

XVII

El general tras del cual galopaba Pedro torció
bruscamente a la izquierda, y Pedro, que le perdió de
vista, se lanzó sobre las líneas de soldados de
infantería que marchaban ante él. Trataba de salir
tan pronto hacia delante como hacia la derecha o hacia la
izquierda, pero por todas partes encontraba soldados con caras
que expresaban la misma preocupación, ocupados en algo que
no se descubría al primer golpe de vista, pero que
evidentemente era muy importante.

Todos, con mirada inquisitiva y disgustada, miraban a
aquel hombre de la gorra blanca que no sabían por
qué les pisaba con su caballo.

– ¿Por qué pasa por entre el
batallón? – gritó uno.

Otro empujó al caballo de Pedro con la culata de
su fusil, mientras Pedro, encogido sobre la silla, casi no
podía contener al caballo, que saltó por delante de
los soldados hacia el espacio libre.

Delante de Pedro se encontraba un puente y cerca del
puente soldados que disparaban. Sin saberlo, Pedro había
llegado al puente del Kolocha, entre Gorki y Borodino, que en la
primera acción de la batalla – después de haber
ocupado Borodino – los franceses atacaron. Pedro veía el
puente delante de él; a los lados de los prados de heno
recién cortado, que Pedro no había distinguido a
través del humo el día anterior, los soldados
hacían algo, pues, a pesar de las continuas descargas que
sonaban en aquel lugar, no creía encontrarse en el campo
de batalla. No oía el silbido de las balas procedentes de
los cuatro puntos cardinales ni el de las granadas que
detrás de él estallaban. No veía al enemigo,
que se encontraba a la otra parte del río, y durante mucho
rato no vio a los muertos y heridos, a pesar de caer muchos
soldados cerca de donde él se encontraba.

Miraba a su alrededor con una sonrisa que se
petrificó en su rostro.

– ¿Qué hace aquél delante de la
línea? – gritó alguien nuevamente.

– ¡Vete hacia la izquierda! ¡Tira hacia la
derecha! -le gritaban.

Pedro tiró hacia la izquierda y de pronto
vióse ante un ayudante de campo del general Raiewsky,
conocido suyo. El ayudante de campo miró a Pedro con
mirada de descontento; aquel oficial también sentía
deseos de abroncar a Pedro, pero al reconocerlo inclinó la
cabeza.

– ¿Usted? ¿Pero cómo es que se
encuentra aquí? – le dijo, y se alejó
galopando.

Pedro sentíase desplazado y comprendía que
no servía para nada; temeroso de que sólo sirviera
como estorbo, siguió al ayudante de campo.

– ¿Qué pasa? ¿Puedo ir con usted? –
preguntó.

– ¡Un momento! ¡Un momento! – replicó
el ayudante, que se acercó a un coronel que estaba
allí, transmitiendo alguna orden, y después
dirigióse a Pedro.

– ¿Por qué se encuentra usted aquí,
Conde? ¿Siempre curioso? – le dijo con una
sonrisa.

– Sí, sí – repuso Pedro. El ayudante de
campo hizo caracolear su caballo, apartándose un
poco.

– Aquí no pasa nada, a Dios gracias – dijo el
ayudante de campo -, pero en el flanco izquierdo, donde se
encuentra Bagration, la batalla es espantosa.

– ¡Caramba! ¿Y dónde está
eso? – preguntó Pedro.

– Venga conmigo al espolón. Desde allí se
ve bien y aún es posible permanecer en el lugar – dijo el
ayudante de campo.

– Sí, le acompaño – repuso Pedro mirando a
su alrededor buscando al lacayo.

Entonces, por primera vez, Pedro dióse cuenta de
los heridos, que andaban penosamente o eran conducidos en
literas.

En aquel mismo campo de gavillas de perfumado heno que
había atravesado el día anterior, un soldado
permanecía echado, inmóvil, con la gorra en el
suelo, junto a él, y la cabeza inclinada de un modo
extraño.

– ¿Y por qué no se lo han llevado? –
empezó Pedro. Pero al ver la cara severa del ayudante de
campo, que miraba hacia el mismo lugar, se
calló.

Pedro no encontró a su lacayo y marchó con
el ayudante de campo a la fortificación de Raiewsky. Su
caballo, al que pegaba a intervalos regulares, seguía al
del ayudante de campo.

– Parece que no está usted muy acostumbrado a
montar a caballo, Conde – le dijo el ayudante de
campo.

– No, pero no importa. Este salta mucho – repuso Pedro,
un poco confundido.

– ¡Ah! Vea usted que está herido en la pata
izquierda, por encima de la rodilla. Debe haber sido una bala. Le
felicito, Conde, ése es el bautismo de fuego – dijo el
ayudante.

Atravesando la humareda del sexto cuerpo, detrás
de la artillería, que avanzaba haciendo fuego y
ensordeciendo con sus detonaciones, llegaron a un bosquecillo.
Hacía fresco, estaba en calma y se notaba la presencia del
otoño. Pedro y el ayudante de campo apeáronse de
los caballos y emprendieron la subida de la cuesta a
pie.

– ¿Está aquí el General? –
preguntó el ayudante de campo al acercarse a la
fortificación.

– Ha estado hasta hace un momento. Ha pasado por
allí – le respondieron señalando a la
derecha.

El ayudante de campo volvióse hacia Pedro, como
si no supiera qué hacer de él en aquel
instante.

– No se preocupe usted por mí, ya iré yo
solo hasta la fortificación. ¿Puede
irse?-preguntó Pedro.

– Sí, vaya; desde allí se ve todo y no hay
tanto peligro. Ya iré yo a buscarle luego.

Pedro se fue hacia la batería y el ayudante de
campo alejóse de allí. No volvieron a verse y,
mucho tiempo después, Pedro supo que aquel mismo
día una bala había arrancado el brazo al
ayudante.

La cuesta por la que subía Pedro era el
célebre lugar conocido por los rusos con el nombre de
«batería del espolón» o
«batería de Raiewsky», y por los franceses con
el nombre de «gran reducto», «reducto
fatal» o «reducto del centro» y alrededor del
cual cayeron una decena de miles de hombres. Dicho lugar era
considerado por los franceses como la clave de la
posición.

Aquel reducto estaba formado por la eminencia, alrededor
de la cual, por tres lados, habíanse abierto
fosos.

En aquel lugar, rodeado por los fosos, había diez
cañones asomando por las aberturas de los
muros.

En la misma línea del reducto y a cada lado
había cañones que también disparaban sin
descanso. Las tropas de infantería se encontraban un poco
más atrás. Al subir hacia aquella
fortificación, Pedro no pensaba ni por asomo que aquel
lugar, rodeado de pequeños fosos, en el que estaban
situados y disparaban algunos cañones, pudiera ser el
más importante de la batalla; por el contrario, a
él le parecía que aquel sitio – precisamente porque
él se encontraba allí -era el más
insignificante.

Una vez llegó arriba, Pedro sentóse en el
extremo de una empalizada que rodeaba a la batería y, con
una sonrisa alegre e inconsciente, miró lo que a su
alrededor se hacía. De vez en cuando, y siempre con la
misma sonrisa, se levantaba y, cuidando de no molestar a los
soldados que cargaban los cañones y que corrían por
delante de él con sacos y cargas, se paseaba por la
batería. Los cañones de la batería, uno tras
otro, disparaban sin cesar, ensordeciéndole con sus
detonaciones y cubriendo todo el lugar de humo y
pólvora.

Contrariamente al espanto experimentado entre los
soldados de infantería de la cobertura, allí, en la
batería, donde los pequeños grupos de hombres
ocupados en su trabajo estaban muy unidos, separados del resto
por la empalizada, se sentía una animación igual,
solidaria y común a todos. La persona tan poco marcial de
Pedro, con su gorra blanca, de momento chocó
desagradablemente a aquellos hombres. Los soldados, al pasar
delante de él, le miraban extrañados y casi con
miedo. Un oficial superior de artillería, picado de
viruelas, alto y de piernas muy largas, se acercó a Pedro
fingiendo examinar el último cañón, y le
miró con curiosidad.

Un oficial muy joven, de cara redonda, un adolescente
casi, que probablemente hacía muy poco había salido
de la Academia, sin descuidar los dos cañones que se le
habían confiado, se dirigió severamente a
Pedro:

– Señor, permítame que le ruegue que se
aleje; no puede permanecer aquí

Los soldados, mirando a Pedro, bajaban la cabeza en
señal de desaprobación; pero cuando todos se
hubieron convencido de que aquel hombre de la gorra blanca no
solamente no hacía daño a nadie, sino que tan
pronto se sentaba en el glacis de la muralla como con
tímida sonrisa se apartaba cortésmente de los
soldados, o bien se paseaba por encima de la batería, bajo
los cañones, con la misma calma que si se paseara por un
bulevar, entonces, poco a poco, el sentimiento de hostilidad
hacia él transformóse en simpatía
cariñosa y burlona, igual que la que los soldados sienten
para con los animales: perros, gallos, corderos, etc., que viven
cerca de los campamentos.

En el acto fue adoptado Pedro por los soldados; le
adoptaron, poniéndole un mote: «el
señor», y entre ellos se rieron y se burlaron
afectuosamente de él.

Una bala arañó la tierra a dos pasos de
Pedro, que miraba sonriente a todas partes mientras se
sacudía el polvo que la bala le había echado
encima.

– ¿Cómo, señor? ¿De verdad
no siente miedo? – dijo a Pedro un soldado ancho de espaldas y
rojo de cara, luciendo unos magníficos dientes blancos y
fuertes.

– Y tú, ¿tienes miedo? – replicó
Pedro.

– ¡Cómo no! ¡«Él»
no nos perdonará! Acabará por darnos y nos
arrancará las entrañas. ¿Cómo quiere
usted que no tenga miedo? – repuso riendo.

Algunos soldados con rostro alegre y bondadoso se
acercaron a Pedro. Parecía como si hubieran creído
que no hablaba como todo el mundo y la comprobación de su
error los alegrara.

– ¡Nuestra obligación es la del soldado!
Pero «el señor» sí que es raro.
¡Qué señor!

– ¡A vuestros puestos! – gritó el oficial
joven a los soldados que se habían agrupado alrededor de
Pedro.

Saltaba a la vista que aquel oficial ejercía sus
funciones por primera o segunda vez, por lo que se mostraba tan
formalista y tan exacto con los soldados y los jefes.

El fuego seguido de los cañones y de los fusiles
aumentaba en todo el campo de batalla, especialmente hacia la
izquierda, allí donde se encontraban las avanzadas de
Bagration; pero, a causa del humo de los cañonazos, desde
el lugar donde se hallaba Pedro casi no podía verse nada.
Aparte de que las observaciones de aquel pequeño
círculo de personas, separadas de todas las demás,
que atendían la batería, absorbían toda la
atención de Pedro.

La primera emoción, inconsciente y alegre,
producida por el aspecto y los sonidos del campo de batalla,
ahora dejaba paso a otro sentimiento. Sentado sobre la muralla,
observaba a las personas que movíanse en torno
suyo.

Hacia las diez ya se habían llevado a una
veintena de hombres de la batería; dos cañones
habían sido destruidos y las balas disparadas desde lejos,
saltando y silbando, caían muy frecuentemente sobre el
reducto.

– ¡Eh, granada! – gritó un soldado a una
bala que se acercaba silbando.

– ¡Pasa de largo! ¡Vete hacia la
infantería! – añadió otro con una gran
risotada al observar que la granada les había pasado por
encima y caía entre las filas de las tropas de
cobertura.

– ¿Le conoces? – gritó un soldado a un
campesino que se inclinaba ante un proyectil que le pasaba por
encima.

Algunos soldados acercábanse a la muralla y
miraban lo que ocurría en el exterior.

-Han variado la línea, ¿no lo ves? Se han
vuelto – decía otro mostrando el espacio más
allá de las murallas.

– ¿Cuándo conocerás el oficio? –
gritó un viejo cabo -Han pasado atrás; esto quiere
decir que atrás es donde hay trabajo.

Y el cabo, cogiendo al soldado por los hombros, le dio
un puntapié.

Estalló una risotada general.

– Al quinto cañón – gritaron desde un
lado.

– ¡Tiremos todos, compañeros! ¡Venga
a tirar! – gritaban alegremente los que sustituían el
cañón.

– Un poco más y se lleva la gorra del
«señor» – exclamó el fresco de la cara
colorada luciendo su dentadura e indicando a Pedro.

– ¡Qué poca habilidad! – dijo con tono de
reproche ante la mala puntería de la bala, que tocó
una rueda y la pierna de un hombre.

– ¡Eh, zorros! – decía otro designando a
los milicianos que, agachados, entraban en la batería para
retirar los heridos-. ¿No os gusta este
trabajo?

– ¡Eh, cuervos! – gritaban los milicianos junto al
soldado al que la bala habíase llevado la pierna -. Parece
que no os gusta ese baile – decían burlándose de
los campesinos.

Pedro observaba que después de cada bala,
después de cada baja, la animación era más
viva.

Como una nube tempestuosa que se acerca, los rayos de un
fuego escondido, que crecían y se inflamaban
frecuentemente, se mostraban cada vez en los rostros de todos
aquellos hombres.

Pedro ya no miraba al campo de batalla ni le interesaba
nada de lo que allí sucedía. Estaba completamente
absorto en la contemplación de aquellos fuegos que cada
vez brillaban más y que a él – se daba perfecta
cuenta de ello – también inflamábanle el
alma.

A las diez, los soldados de infantería que se
hallaban delante de la batería, entre los matorrales,
cerca del Kamenka, retrocedieron. Desde la batería
veíaselos correr hacia delante y hacia atrás,
transportando a los heridos sobre los fusiles dispuestos en forma
de parihuelas. Un general, con todo su séquito,
subió a la fortificación; hablaba con un coronel.
Después de mirar severamente a Pedro, descendió,
mientras ordenaba a las tropas de infantería que se
hallaban detrás que se tendieran sobre el suelo para mejor
evitar los tiros. Después de esto, de entre las
líneas de la infantería de la derecha de la
batería se oyeron voces de mando y redobles de tambor,
viéndose avanzar a la infantería en
formación. Pedro miraba por encima de la muralla. Un
militar le llamaba la atención particularmente: era un
oficial joven, que marchaba de espaldas, con la espada baja y que
se volvía con inquietud.

Las líneas de la infantería
desaparecían entre el humo. Se oían gritos
prolongados y frecuentes descargas de fusiles. A los pocos
minutos retiraron una cantidad de heridos en literas. Sobre la
batería, las bombas empezaban a caer con mucha mayor
frecuencia. Algunos soldados estaban tendidos en el suelo.
Alrededor de los cañones, los soldados maniobraban con
animación. Nadie se acordaba de Pedro. Dos o tres veces le
gritaron indignados porque les estorbaba el paso.

El oficial superior de la cara arrugada iba de un
cañón al otro dando largas zancadas. El oficial
joven y pequeño, cuyo color había subido de punto,
dirigía a los soldados con la más rigurosa
exactitud. Los soldados pasábanse las municiones,
trabajando con un valor admirable. Cuando andaban lo
hacían a saltos, como movidos por resortes
invisibles.

Se acercaba una tempestad, y aquel fuego, cuyos
progresos seguía Pedro con tanta atención,
brillaban en todos los rostros. Pedro se hallaba al lado del
oficial superior. El oficial joven se dirigió corriendo
hacia éste con la mano en la visera.

– Tengo el honor de anunciarle, mi coronel, que no
quedan más que ocho cargas. ¿Quiere usted que
continúe el fuego?

– ¡Metralla! – gritó casi sin responderle
el oficial superior, que miraba más allá de la
muralla.

De pronto sucedió algo: el pequeño oficial
dejó escapar un «¡ay!» y,
doblándose, se desplomó como un pájaro
herido.

A los ojos de Pedro todo se volvió
extraño, vago y sombrío.

Las balas silbaban una detrás de otra y
caían sobre la muralla, sobre los soldados y sobre los
cañones. Pedro, que un rato antes no oía aquel
silbido, era la única cosa que ahora percibía. De
la parte de la batería de la derecha, con un grito
de«¡hurra!», los soldados corrían,
aunque, según le pareció a Pedro, no iban hacia
delante, sino que corrían hacia atrás.

Una bala chocó contra la muralla, delante de
donde se hallaba Pedro, y arrancó mucha tierra; una bala
negra pasó por delante de sus ojos y en aquel momento algo
cayó al suelo.

Los milicianos que entraban en la batería
volviéronse hacia atrás corriendo.

– ¡Metralla en todos los cañones! –
gritó el oficial.

El cabo corrió hacia el oficial superior y con un
murmullo de espanto – igual que un maitre d'hotel informa al
hostelero que se ha terminado el vino que piden-le dijo que no
tenían más cargas.

– ¡Ladrones! ¿Qué hacen entonces? –
gritó el oficial volviéndose hacia Pedro. La cara
del oficial ardía; mojada por el sudor, sus hundidos ojos
brillaban como ascuas.

-. ¡Corre a las reservas, trae los cajones! –
gritó al soldado, mientras lanzaba una mirada irritada a
Pedro.

– ¡Ya iré yo! – dijo Pedro.

Sin responderle, el oficial empezó a ir de una
parte a otra dando grandes zancadas.

– ¡No tires…, aguarda! –
gritó.

El soldado que recibió la orden chocó con
Pedro.

-¡Eh, señor! ¡Que estorba!-le dijo, y
emprendió la bajada corriendo.

Pedro echó a correr detrás de él,
dando una vuelta para no pasar por donde había
caído el joven oficial.

Una bala, otra, otra, pasaban por encima de él o
caían delante, al lado o detrás. Pedro
corría hacia abajo. «¿Dónde voy
ahora?», se dijo de pronto, extenuado, cerca de las cajas
verdes. Paróse indeciso y se preguntó si era
conveniente seguir adelante o volverse atrás. De pronto,
un choque terrible le derribó.

En aquel momento, una gran llamarada le iluminó y
un ruido como de trueno, seguido de un silbido ensordecedor,
estalló en sus oídos. Cuando Pedro volvió en
sí se encontró sentado en el suelo, apoyado en sus
manos. La caja cerca de la cual había llegado ya no
existía. Por encima de la hierba sólo se
veían trozos de madera pintada de verde quemados y
astillas encendidas; un caballo, pasando por encima de los restos
de las camillas, huía, y otro, tendido en el suelo,
relinchaba de un modo penetrante.

XVIII

Pedro, demasiado espantado para darse cuenta de lo que
acababa de ocurrir, levantóse de un salto y corrió
otra vez hacia la batería, como al único refugio
contra todos los horrores que le rodeaban.

Cuando entró observó que no se oían
los cañonazos y que alguien hacía alguna cosa.
Pedro no tuvo tiempo para comprender quiénes eran aquellas
gentes. Divisó al coronel, que estaba echado sobre la
muralla, vuelto de espaldas a él, como si examinara alguna
cosa situada abajo, y a un soldado que, haciendo esfuerzos para
librarse de unos hombres que le tenían sujeto por los
brazos, gritaba: «¡Hermanos!», y todavía
vio otra cosa extraña.

Pero no había tenido tiempo de darse cuenta de
que el coronel había muerto y que aquel que gritaba
«¡hermanos!» era un prisionero, cuando sus ojos
descubrieron, delante de él, a otro soldado, muerto por
una bayoneta que le salía por la espalda.

Acababa de llegar a la trinchera cuando un hombre
delgado, de tez blanca, cubierto de sudor, con uniforme azul y
con la espada en la mano, corrió hacia él gritando
algo. Pedro, por un instintivo movimiento de defensa, sin ver del
todo a su adversario, cerró contra él, le
cogió – era un oficial francés – y con la otra mano
le apretó la garganta. El oficial soltó la espada,
cogiendo a Pedro por el cuello de su traje.

Durante unos cuantos segundos, los dos se miraron con
ojos desorbitados, perplejos; parecía como si no supieran
exactamente lo que hacían y lo que debían hacer.
«¿Soy yo el prisionero o soy yo quien le ha hecho
prisionero?», pensaban los dos. Pero, evidentemente, el
oficial francés se inclinaba ante la idea de que el
prisionero era él, porque la vigorosa mano de Pedro,
movida por el miedo, involuntariamente le iba apretando la
garganta cada vez más fuerte. El francés
quería decir algo, cuando, de pronto, una bala
silbó de un modo siniestro casi al nivel de sus cabezas, y
a Pedro le pareció que la bala se había llevado la
cabeza del oficial francés, tal fue lo rápido que
éste inclinó la cabeza. Pedro también
inclinó la suya y abrió las manos. Sin preguntarse
quién había hecho un prisionero, el francés
volvióse a la batería y Pedro emprendió el
descenso, tropezando con muertos y heridos, pareciéndole
que éstos se cogían a sus piernas.

Todavía no había llegado abajo cuando
tropezó con una masa compacta de soldados rusos que
subían corriendo, cayendo, empujándose y
profiriendo gritos de alegría y que bravamente se
dirigían hacia la batería.

Los franceses que ocupaban la batería
huyeron.

Las tropas rusas, con gritos de
«¡hurra!», internáronse tanto entre las
baterías francesas que fue difícil
contenerlas.

En las baterías fue hecho prisionero, entre
otros, un general francés herido, al que rodeaban sus
oficiales. Una multitud de heridos rusos y franceses, con los
rostros deformados por el dolor, marchaban, se arrastraban y eran
sacados de la batería sobre parihuelas. Pedro subió
la cuesta, donde estuvo más de una hora, y de todo aquel
pequeño círculo que tan amistosamente le recibiera
no pudo reconocer a nadie. Había muchos muertos que no
sabía quiénes eran, entre los cuales, sin embargo,
reconoció a alguno. El joven oficial continuaba sentado,
doblado del mismo modo, sobre un lago de sangre, cerca de la
muralla. El soldado del rostro colorado aún se
movía, pero lo dejaron. Pedro corrió hacia
abajo.

«Ahora acabarán, sentirán horror de
lo que han hecho», pensaba Pedro, sin saber dónde
iba, siguiendo a una multitud de camillas que se alejaban del
campo de batalla.

El sol, todavía muy alto, estaba cubierto de
humo. Por delante, hacia Semeonovskoie, algo se movía
entre el humo y las detonaciones. No sólo los
cañonazos y las descargas continuaban, sino que aumentaban
desesperadamente, igual que un hombre que hace su último
esfuerzo.

XIX

Kutuzov estaba sentado, con la cabeza baja, y su pesado
cuerpo yacía sobre un montón de alfombras, en el
mismo lugar donde Pedro le había visto por la
mañana. No daba ninguna orden, limitándose a
aceptar o no lo que le proponían.

– Sí, sí, háganlo –
respondía a diversas proposiciones -. Sí, ve, hijo
mío – decía a uno y a otro de sus subalternos; o
bien: No, no es preciso, es preferible atacar.

Escuchaba los informes que se le daban, daba
órdenes cuando sus subordinados se las pedían; pero
cuando oía los informes parecía no interesarle el
sentido de las palabras que le decían, sino alguna otra
cosa, como la expresión del rostro y el tono de la voz de
los que le hablaban.

A las once de la mañana le dieron la noticia de
que las avanzadas ocupadas por los franceses habían sido
tomadas de nuevo, pero que Bagration estaba herido. Kutuzov
exclamó: «¡Ah!», e inclinó la
cabeza.

– Vete a ver al príncipe Pedro Ivanovich y
entérate con detalle de lo que ocurre – dijo a uno de sus
ayudantes de campo; después se dirigió al
príncipe de Wurtemberg, que se encontraba detrás de
él.

– ¿No desea Vuestra Alteza tomar el mando del
primer cuerpo de ejército?

Poco después de haber partido el Príncipe,
el ayudante de campo, que no había tenido tiempo de llegar
a Semeonovskoie, volvió y anunció al
Serenísimo que el Príncipe pedía
refuerzos.

Kutuzov arrugó las cejas y dio a Dokhturov la
orden de encargarse del mando del primer ejército y
pidió hicieran volver al Príncipe, del cual,
según decía, no podía prescindir en aquellos
importantes momentos.

Cuando, procedente del flanco izquierdo, llegó
Chibinin corriendo con la noticia de que los franceses
habían tomado las avanzadas y Semeonovskoie, Kutuzov,
adivinando por los rumores llegados del campo de batalla y por la
cara de Chibinin, que la situación no era buena, se
levantó como si lo hiciera para estirar las piernas y,
cogiendo a Chibinin por el brazo, se lo llevó
aparte.

– Ve allí, querido, y mira si puede hacerse algo
– le dijo.

Kutuzov se encontraba en Gorki, en el centro de la
posición del ejército ruso. El ataque de
Napoleón contra el flanco izquierdo había sido
rechazado muchas veces. El centro de los franceses no
había pasado de Borodino, y en el flanco izquierdo la
caballería de Uvarov había hecho retroceder al
enemigo.

A las tres cesaron los ataques de los franceses. Por las
caras de los que llegaban del campo de batalla y por las de los
que le rodeaban, Kutuzov comprendía que la tensión
había llegado al máximo.

Kutuzov estaba satisfecho del inesperado éxito de
aquel día, pero sus fuerzas le abandonaban. La cabeza se
le inclinaba frecuentemente hacia delante y se dormía. Le
sirvieron la comida. El ayudante de campo del Emperador,
Volsogen, se acercó a Kutuzov durante la comida.
Venía de parte de Barclay para darle cuenta de la marcha
de las cosas en el flanco izquierdo. El prudente Barclay, viendo
una multitud de heridos que huían y que las líneas
de atrás se dislocaban, pesando todas las circunstancias
del asunto, había decidido que la batalla estaba perdida y
enviaba esta noticia al General en jefe por conducto de su
favorito.

Kutuzov mascaba dificultosamente un pollo asado mientras
miraba con su pequeño y vivo ojo a Volsogen. Este, con
paso negligente y una sonrisa casi desdeñosa, se
acercó a Kutuzov, tocándose apenas la visera.
Delante del Serenísimo afectaba una especie de negligencia
que tenía por objeto mostrar que él, militar
instruido, dejaba a los rusos el trabajo de convertir en un
ídolo a aquel viejo inútil, aunque sabía
perfectamente con quién había de habérselas.
«Der alte Herr-como llamaban los alemanes entre ellos a
Kutuzov-mach es sich ganz begue, pensaba Volsogen mientras
lanzaba una mirada severa a los platos que Kutuzov tenía
delante. Empezó por recordar al «viejo
señor» la situación de la batalla en el
flanco izquierdo, tal como Barclay le había ordenado que
hiciera y tal como él mismo la veía y la
comprendía.

– Todos los puntos de nuestra posición
están en manos del enemigo; no sabemos qué hacer
para retroceder, porque no tenemos bastantes tropas y
éstas todavía huyen, siendo imposible
detenerlas.

Kutuzov dejó de masticar y, extrañado,
como si no entendiera bien lo que le decía, fijó su
mirada en Volsogen, el cual, al observar la emoción del
«viejo señor», dijo con una
sonrisa:

– Creo que no tengo derecho a ocultar a Vuestra
Excelencia lo que he visto: las tropas están completamente
desorganizadas.

– ¿Lo ha visto usted? ¿Usted? –
exclamó Kutuzov frunciendo el ceño,
levantándose y acercándose a Volsogen -.
¿Usted…? ¿Cómo se atreve…?-gritó
haciendo un gesto amenazador con su temblorosa mano, mientras
resollaba -. ¿Cómo se atreve usted a
decírmelo a mí? Usted no sabe nada. Diga de mi
parte al general Barclay que sus informaciones son falsas y que
yo, el General en jefe, conozco mejor que él la marcha de
la batalla.

Volsogen quiso decir algo, pero Kutuzov le
interrumpió:

– El enemigo ha sido rechazado en el flanco izquierdo y
vencido en el derecho. Si usted lo ha visto mal, no le permito
que diga lo que no sabe. Hágame el favor de regresar al
lado del general Barclay y transmitirle para mañana la
orden terminante de atacar al enemigo – dijo severamente
Kutuzov.

Todos callaban; únicamente se oía el
resollar del viejo General.

-Son rechazados por todas partes, por lo que doy gracias
a Dios y a nuestro viejo ejército. ¡El enemigo
está vencido y mañana le echaremos de nuestra santa
Rusia! – dijo Kutuzov persignándose; de pronto se
echó a llorar.

Volsogen encogióse de hombros, hizo una mueca y
sin decir una palabra se retiró a un lado, admirado
ueber diese Eingenommenheit des alten Herr.

– ¡Ah! ¡He aquí a mi héroe! –
exclamó Kutuzov al ver al General, buen mozo, muy gordo,
de negra cabellera, que en aquel momento subía la cuesta.
Era Raiewsky, que durante todo el día habíase
encontrado en el puente principal del campo de
Borodino.

Raiewsky explicaba que las tropas aguantaban firmes en
las posiciones y que los franceses no se atrevían a
atacarles.

Después de escucharle, Kutuzov dijo:

-Así, pues, ¿no piensa usted, «como
los demás», que estamos obligados a
retirarnos?

– Al contrario, Alteza, en las batallas indecisas
siempre el más terco es el que vence, y mi parecer
es…

Kutuzov llamó a su ayudante de campo.

– Kaissarov, siéntate y escribe la orden del
día para mañana. Y tú-dijo a otro-, ve a la
línea y diles que mañana atacaremos.

Durante esta conversación con Raiewsky, y
mientras Kutuzov dictaba la orden, Volsogen regresó de
hablar con Barclay y dijo que el General deseaba tener por
escrito la confirmación de la orden del General en
jefe.

Kutuzov, sin mirar a Volsogen, ordenó escribir la
orden que pedía el antiguo General en jefe para evitarse,
y con razón, la responsabilidad personal. Y, por lazo
misterioso indefinible, que extendía por todo el
ejército la misma impresión, y que se llama el
espíritu del ejército y que es el nervio principal
de la guerra, las palabras de Kutuzov fueron transmitidas
momentáneamente a todos los puntos del ejército. No
eran las mismas palabras, no era la orden que se
transmitía hasta los últimos eslabones de aquella
cadena, pues en los relatos transmitidos de un punto a otro del
ejército no había nada que se pareciese a lo que
dijera Kutuzov, pero el sentido de sus palabras se comunicaba por
todas partes, porque las palabras de Kutuzov no venían de
consideraciones hábiles, sino del sentimiento que era el
alma del General en jefe, como lo era de toda la
Rusia.

Al saber que al día siguiente atacarían al
enemigo, mientras aguardaban de las esferas superiores del
ejército la afirmación de lo que les era grato de
creer, los hombres, agotados, se rehicieron y adquirieron nuevo
valor.

XX

El regimiento del príncipe Andrés estaba
en la reserva; hasta las dos se mantuvo inactivo detrás
del pueblo de Semeonovskoie, bajo el vivo fuego de la
artillería. A las dos, el regimiento, que había
perdido más de doscientos hombres, fue puesto en
movimiento, avanzando por los campos de centeno pisoteados, en el
espacio comprendido entre el pueblo y la batería de la
colina, donde durante la mañana millares de hombres
habían muerto y ahora se dirigía el fuego
concentrado de algunos centenares de cañones
enemigos.

Sin moverse de aquel lugar y sin disparar un solo
cañonazo, el regimiento perdió un tercio de sus
soldados. Delante, y particularmente a la derecha, donde la
humareda no se disipaba, los cañones retumbaban y por
encima de la extensión misteriosa que el humo
cubría volaban las balas y las granadas sin descanso, con
estridentes silbidos.

Por dos veces, y como para descansar, las balas y las
granadas, durante un cuarto de hora, pasaron de largo. Por el
contrario, otras veces los proyectiles ocasionaban muchas bajas
en un solo minuto, y a cada instante debían retirar a los
muertos y recoger a los heridos.

A cada nuevo tiro, los que todavía no
habían muerto perdían las probabilidades de salir
vivos. El regimiento estaba formado en columnas, por batallones,
a intervalos de trescientos pasos, pero a pesar de ello todos los
hombres se hallaban bajo la misma impresión.

Todos permanecían igualmente silenciosos y
herméticos. Casi no se oía ninguna
conversación entre las filas y éstas
deteníanse cada vez que estallaba un disparo y se
oía el grito de: «¡Camilla!». La mayor
parte del tiempo los soldados lo pasaban sentados en el suelo,
según la orden. Uno, quitándose la gorra, la
desplegaba con mucho cuidado y otra vez volvía a rehacer
sus pliegues; otro, después de deshacer algunos terrones
de tierra húmeda, frotaba con ella la bayoneta; un tercero
se desceñía el cinto y arreglaba la hebilla; otro
se arreglaba atentamente las polainas, calzándose de
nuevo. Algunos construían casitas con tierra o barraquitas
y pequeños pajares. Todos parecían absortos por sus
ocupaciones. Cuando había muertos o heridos, cuando
aparecían las camillas, cuando los rusos volvían,
cuando a través del humo se veían grandes masas
enemigas, nadie prestaba atención, pero cuando la
caballería y la artillería pasaban delante,
allá donde se advertían los movimientos de la
infantería rusa, de todas partes se escuchaban reflexiones
animosas. Pero lo que merecía la mayor atención
eran los acontecimientos completamente extraños y sin
ninguna relación con la batalla. El interés de
aquella gente, moralmente dormida, parecía que se apoyara
en las cosas ordinarias de la vida. La batería de
artillería pasó delante del regimiento. Un caballo
se enredó las bridas con las cajas. «¡Eh!
Carretero, arréglalo. ¿No ves que va a
caerse?», gritaban de todas las líneas del
regimiento. Otra vez la atención general fue
atraída por un perrito negro, de cola tiesa, venido de
Dios sabe dónde, que corriendo, asustado, apareció
delante de los soldados y que después, de pronto,
espantado por una bala que cayó muy cerca de él,
aulló y, con el rabo entre piernas, se dejó caer de
lado. Pero estas distracciones duraban pocos minutos y los
hombres ya hacía ocho horas que estaban allí sin
comer, inactivos, bajo el horror incesante de la muerte, y sus
caras amarillas y sombrías empalidecían y se
oscurecían cada vez más.

El príncipe Andrés, como todos los hombres
de su regimiento, estaba pálido y tenía las cejas
fruncidas. Con las manos detrás de la espalda y la cabeza
baja se paseaba de acá para allá por un campo de
centeno. No tenía nada que hacer, ninguna orden que dar.
Todo marchaba por sí solo. Los muertos eran conducidos
detrás del frente, se retiraba a los heridos y las
líneas se rehacían. Si los soldados se apartaban,
volvían corriendo. El príncipe Andrés,
convencido, de momento, de que su deber entonces era excitar el
valor en sus soldados y darles ejemplo, no tardó en
convencerse de que no debía enseñar nada a nadie.
Todas las fuerzas de su alma, como las de sus soldados, se
concentraban conscientemente en el esfuerzo continuo de no
contemplar el horror de la situación. Marchaba por el
campo arrastrando los pies, pisaba la hierba y miraba el polvo
que le cubría las botas. A veces paseaba a grandes pasos,
tratando de pisar sobre las huellas que habían dejado los
segadores; otras veces contaba los pasos, calculaba
cuántas veces habría de pasar de un surco a otro
para andar una versta, o bien arrancaba una brizna de absenta que
crecía en el margen de un surco, se frotaba con ella las
manos y aspiraba su amargo y fuerte perfume. De todo el cansancio
del día anterior no quedaba nada. No pensaba, escuchaba
los mismos sonidos con el oído cansado, distinguía
el silbido del paso de los proyectiles y examinaba la cara de los
soldados del primer batallón, que conocía muy bien,
y esperaba. «He aquí otra…, ¡ésta es
para nosotros!», pensó al oír el silbido de
algo envuelto en humo que se acercaba. «Una, dos.
¡Ah! ¡Ya está!»; se detuvo, miró
a las filas. «No. Ha pasado por encima. ¡Ésta
sí que caerá!» Y volvió a andar dando
largas zancadas para llegar al surco en dieciséis pasos.
Un silbido…, una detonación. Cinco pasos más
allá, la tierra había sido removida y la bala
había desaparecido. Sintió un escalofrío que
le recorrió la espalda y volvióse para mirar a las
filas. Debía de haber muchos muertos. Una gran muchedumbre
se amontonaba alrededor del segundo batallón.

– ¡Señor ayudante de campo! – gritó
-. ¡Dé orden de que no se amontonen! – El ayudante
de campo ejecutó la orden y se acercó al
príncipe Andrés. El comandante del batallón
también se acercaba a caballo.

– ¡Tenga cuidado! – dijo un soldado con voz de
espanto, y como un pájaro que silbando en un rápido
vuelo se posa en el suelo, casi sin ruido, una granada
cayó a los pies del príncipe Andrés, cerca
del comandante del batallón. El caballo del primero, sin
preguntar si estaba bien o no el demostrar miedo,
relinchó, encabritóse, faltando poco para que
tirara al jinete, y saltó a un lado. El miedo del caballo
se contagió a los hombres.

– ¡Al suelo! – gritó la voz del ayudante de
campo dejándose caer sobre la hierba. El príncipe
Andrés permanecía de pie, indeciso. La granada,
humeante, daba vueltas como un trompo entre él y el
ayudante de campo, curvado cerca de una mata de
absenta.

«Es la muerte – pensó el príncipe
Andrés mirando con un ojo nuevo y envidioso la hierba, la
absenta, el humo que se levantaba de la bola negra que
había caído -. ¡No puedo, no quiero morir!
Quiero la vida, amo esta hierba, la tierra, el aire…»,
pensó esto, pero al mismo tiempo recordó que le
miraban, y dijo al ayudante de campo:

– Es una vergüenza, señor oficial,
que…

No terminó. En el mismo momento, un estallido, un
silbido, un ruido como de cristales rotos, el olor sofocante de
la pólvora, y el príncipe Andrés
volvióse sobre sus talones, levantó los brazos y
cayó de bruces al suelo.

Algunos oficiales corrieron; del lado derecho del
abdomen brotaba la sangre y empapaba la hierba.

Los milicianos, provistos de una camilla,
detuviéronse unos pasos más allá. El
príncipe Andrés yacía de bruces sobre la
hierba, respirando muy fatigosamente.

– ¿Por qué os detenéis?
¡Adelante!

Los campesinos se acercaron, le cogieron por debajo de
los sobacos y por las piernas, pero al oírle gemir
dolorosamente se miraron unos a otros y le dejaron.

– Cógele, ponlo aquí. ¡No importa! –
dijo una voz.

Le recogieron de nuevo y le depositaron sobre la
camilla- ¡Dios mío, Dios mío, en el vientre!
¡Ha concluido ¡Dios mío! – se oía entre
los oficiales.

– ¡Me ha pasado rozando la cabeza! ¡Me he
librado por un pelo! – decía el ayudante de
campo.

Los campesinos, después de colocarse la camilla
sobre los hombros, siguieron con paso vivo el camino hacia la
ambulancia.

– ¡Eh, campesinos, al paso! – gritó el
oficial cogiendo por un hombro a los que no andaban con
regularidad y sacudían la camilla.

– ¡Cuida de ir al paso! – dijo el que iba
delante.

– ¡Buena la hemos hecho! – dijo alegremente el que
iba detrás, al tropezar.

– ¡Excelencia! ¡Príncipe! – gritaba
Timokhin corriendo y mirando a la camilla.

El príncipe Andrés abrió los ojos.
Miró fuera de la camilla, para ver quién le
hablaba, pero la cabeza le cayó pesadamente y de nuevo
cerró los ojos.

Los campesinos condujeron al príncipe
Andrés cerca del bosque, donde se encontraban los carros y
las ambulancias.

La ambulancia comprendía tres tiendas que se
abrían sobre la hierba de un bosque de sauces. Los
caballos y las carretas se encontraban en el bosque. Los caballos
comían centeno en los morrales y los gorriones
venían a picar los granos que caían; los cuervos,
que olían la sangre, graznaban atrevidamente y volaban
entre los árboles. En torno a las tiendas, en un espacio
de más de dos deciatinas, se hallaban unos hombres
manchados de sangre, vestidos de diversos modos, que
permanecían tendidos, sentados o de pie. Cerca de los
heridos se estacionaban los soldados que, conducían las
camillas, a los cuales los oficiales daban en vano la orden de
apartarse.

Sin obedecer a los oficiales, los soldados
quedábanse apoyados en las camillas, y con la mirada fija,
como si trataran de comprender la importancia del
espectáculo, miraban lo que ocurría delante de
ellos. De las tiendas salían a veces gemidos agudos e
iracundos, pero otras veces eran plañideros. De vez en
cuando, los enfermeros iban por agua e indicaban cuáles
habían de ser trasladados. Los heridos que aguardaban
turno, cerca de la tienda, gemían, lloraban, gritaban,
pedían aguardiente, y algunos deliraban.

Pasando por encima de los heridos todavía no
curados, condujeron al príncipe Andrés, jefe de
regimiento, al lado de una de las tiendas, y los soldados
quedáronse esperando órdenes. El príncipe
Andrés abrió los ojos, pero durante mucho rato no
pudo comprender qué ocurría a su alrededor: el
campo, la absenta, la tierra, la bala negra dando vueltas y su
anhelo apasionado por la vida volviéronle la memoria. A
dos pasos de él, un suboficial alto y fuerte, de cabellos
negros, con la cabeza vendada, que se apoyaba en un tronco,
hablaba fuerte llamando la atención de todos. Estaba
herido en la cabeza y en la pierna. A su alrededor, una multitud
de heridos y conductores de camillas escuchaban ávidamente
sus palabras.

– ¡Cuando los hemos echado de allí, lo han
abandonado todo, y hemos cogido prisionero al rey! – gritaba el
soldado mirando a su alrededor con ojos brillantes -. Si en aquel
momento hubieran llegado las reservas, te aseguro que no queda ni
rastro. Estoy convencido, yo te digo…

El príncipe Andrés, como todos los
demás que escuchaban al narrador, mirábale con ojos
brillantes y experimentaba un sentimiento consolador: «Pero
¿qué me importa? ¿Qué debe ocurrir
allá abajo? ¿Por qué sentimos tanto el dejar
esta vida…? ¿Existe en la vida algo que no
comprendía y que todavía no comprendo?»,
pensaba.

XXI

Uno de los médicos, con el delantal y las manos
llenos de sangre, salió de la tienda con un cigarro,
cogido, para no mancharlo, entre el dedo pulgar y el auricular.
Levantó la cabeza y miró por encima de los heridos.
Evidentemente, salía a respirar un poco. Después de
volver la vista a derecha y a izquierda, gimió y
bajó la vista.

– ¡Vamos, enseguida! -respondió a las
palabras del enfermero que le señalaba al príncipe
Andrés, ordenando que le condujeran al interior de la
tienda.

De entre la multitud de heridos que aguardaban se
levantó un rumor.

– Por lo que se ve, hasta en el otro mundo los
señores se dan mejor vida – dijo alguien.

El príncipe Andrés fue trasladado a la
tienda y colocado sobre una mesa limpia, de la que el enfermero
hacía escurrir algo. El príncipe Andrés no
podía discernir todo lo que se hacía dentro de la
tienda: los lastimeros gemidos que oía a su alrededor y
los dolores intolerables de su espalda y de su abdomen le
distraían. Todo lo que veía allí
confundíase en una impresión general de cuerpos
humanos desnudos, llenos de sangre, que cubrían el suelo
de la tienda.

En la tienda había tres mesas: dos estaban
ocupadas. Colocaron al príncipe Andrés sobre la
tercera. Le dejaron un momento, y, sin proponérselo, vio
lo que pasaba en las otras mesas. En la que estaba más
cerca veíase extendido un tártaro, probablemente un
cosaco, según se podía deducir por el uniforme que
tenía cerca. Cuatro soldados le sujetaban. El
médico, con lentes, hacía algo en su cuerpo moreno
y musculoso.

– ¡Oh! ¡Oh! ¡Oh! – gritaba el
tártaro. Y de pronto, mostrando su cara musculosa, negra,
de nariz breve y dientes blancos, empezó a debatirse, a
agitarse, a lanzar gritos estridentes. Sobre la otra mesa,
rodeado de muchas personas, con la cabeza echada hacia
atrás – el color del cabello rizado y la forma de la
cabeza le parecían extrañamente conocidos al
príncipe Andrés -, estaba otro hombre. Algunos
enfermeros le aguantaban, apoyándose sobre su pecho. Una
de sus piernas, larga y blanca, se agitaba continuamente en un
temblor convulsivo. Aquel hombre sollozaba febrilmente y se
cubría. Dos médicos silenciosos – el uno estaba
pálido y temblaba – hacíanle algo en la otra
pierna, de un color rojo subido.

Cuando hubieron acabado con el tártaro, sobre el
que extendieron una manta, el doctor de los lentes se
acercó al príncipe Andrés mientras se secaba
las manos.

Al ver la cara del príncipe Andrés se
volvió rápidamente.

– ¡Desnudadlo! ¿Qué hacéis
ahí como unos pasmados? – gritó severamente a los
enfermeros.

La imagen de, su primera infancia apareció en la
memoria del príncipe Andrés cuando el enfermero,
con mano inhábil y subidas las mangas, le
desabrochó el uniforme y le quitó la
ropa.

El doctor se inclinó sobre la herida, la
tocó, dio un profundo suspiro y enseguida llamó a
alguien. El espantoso dolor en el abdomen había hecho
perder el sentido al príncipe Andrés. Cuando
volvió en sí ya tenía fuera los trozos rotos
de fémur, un trozo de carne destrozada, y limpia la
herida; le echaban agua sobre la cara. Así que
abrió los ojos, el doctor se inclinó ante
él, besándole, y se alejó
rápidamente.

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14, 15, 16
 Página anterior Volver al principio del trabajoPágina siguiente 

Nota al lector: es posible que esta página no contenga todos los componentes del trabajo original (pies de página, avanzadas formulas matemáticas, esquemas o tablas complejas, etc.). Recuerde que para ver el trabajo en su versión original completa, puede descargarlo desde el menú superior.

Todos los documentos disponibles en este sitio expresan los puntos de vista de sus respectivos autores y no de Monografias.com. El objetivo de Monografias.com es poner el conocimiento a disposición de toda su comunidad. Queda bajo la responsabilidad de cada lector el eventual uso que se le de a esta información. Asimismo, es obligatoria la cita del autor del contenido y de Monografias.com como fuentes de información.

Categorias
Newsletter