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Análisis del libro Guerra y Paz, de León Tolstoi (página 14)



Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14, 15, 16

Por vez primera, el Príncipe, se dio cuenta del
lugar en que se hallaba y de lo que le había ocurrido.
Recordó que había sido herido, dónde y
cómo; que cuando se detuvo el coche en Mitistchi
rogó que se le trasladase a la isba y que allí
volvió a encontrarse mal y que de nuevo había
recobrado el conocimiento después de tomar un poco de
té. Y siguió pasando revista a todo lo que le
había sucedido. Se representaba con singular clarividencia
la ambulancia y cómo al presenciar los sufrimientos de un
hombre al que detestaba brotaron en su mente ideas nuevas que le
prometían la felicidad. Y, aunque vagas y confusas, estas
ideas se apoderaron de nuevo de su alma. Recordaba que era
dueño de una felicidad que nunca había
poseído y que ésta tenía algo de
común con el Evangelio. Por eso lo había pedido.
Pero su nueva postura, desfavorable para la herida,
confundió sus ideas nuevamente, y, más tarde,
despertó por tercera vez a la vida, ya en medio del
silencio de la noche. Todos dormían a su alrededor. Los
grillos cantaban en el vestíbulo. Alguien vociferaba y
reía en la calle. Las cucarachas corrían por encima
de las mesas, sobre los iconos, por las paredes; una gruesa mosca
revoloteaba alrededor de la bujía, cerca de él.
Pero su alma no se hallaba en estado normal. El hombre que goza
de buena salud piensa, siente, se acuerda simultáneamente
de infinidad de cosas y posee la facultad de escoger una serie de
ideas o de fenómenos y de prestarles toda su
atención. El hombre que goza de buena salud puede, en
medio de las reflexiones más profundas, salir de ellas
para decir una palabra de cortesía a la persona que acaba
de llegar, y luego vuelve a asir el hilo de sus pensamientos en
el punto en que lo ha soltado. Mas el alma del príncipe
Andrés se hallaba en un estado anormal. Las fuerzas de su
espíritu eran más activas, más claras que
nunca, pero actuaban independientemente de su voluntad. Las
ideas, las representaciones más diversas, se apoderaban de
él, todas a un tiempo. A veces su pensamiento comenzaba a
trabajar con un vigor, con una clarividencia, con una profundidad
que en su estado normal no conseguía, y, de pronto, en
mitad de su trabajo, sus ideas se desvanecían y eran
reemplazadas por una imagen cualquiera, una visión mental
imprecisa, y ya no podía reanudar sus
meditaciones.

«Sí – pensaba acostado en la isba, casi a
oscuras y mirando ante sí con ojos febriles y muy
abiertos-, se me ha revelado una dicha nueva: la que se encuentra
fuera de las fuerzas físicas, de las influencias externas;
la dicha del alma, la dicha del amor. Pero ¿cómo
presenta Dios esta ley? ¿Por qué el
hijo…?»

De súbito se interrumpió el curso de sus
reflexiones, y el Príncipe aguzó el oído
Ignoraba si era delirio o realidad, pero oía el murmullo
de una voz que repetía sin cesar, con una
entonación muy dulce: «Beber…, beber… eer…
eer…» Y otra vez: «Beber…, beber… eer…
eer…» Al mismo tiempo veía levantarse un edificio
en el aire, sobre su misma frente, una construcción
extraña, aérea, que parecía hecha de finas
agujas. Y aunque le resultaba penoso, se daba cuenta de que
tenía que conservar el equilibrio para que el edificio no
se derrumbase. Pero se derrumbó. Y luego volvió a
levantarse poco a poco, al son de una música cadenciosa.
«He de estarme quieto, muy quieto», se decía
mientras escuchaba aquel murmullo y experimentaba la
sensación de que se formaba aquel edificio. A la roja luz
de la bujía, veía las cucarachas, oía el
zumbido del moscardón que revoloteaba cerca de la
almohada, sobre su cabeza. Al propio tiempo le maravillaba que no
echara abajo con sus alas el edificio erigido sobre su frente. Un
objeto blanco colocado cerca de la puerta le asfixiaba con su
aspecto de esfinge.

«Debe de ser mi camisa que alguien ha dejado sobre
la mesa – pensó -. Éstas son mis piernas,
aquélla es la puerta, pero ¿por qué tiene
que desaparecer todo eso? Beber…, beber…, beber…, beber…
¡Oh, basta, por el amor de Dios! », suplicó
sin saber a quién.

De improviso, las ideas y los sentimientos renacieron en
él con una claridad, con una intensidad
sorprendente.

«Sí, el amor – pensó -, pero no ese
amor que se siente por cualquier cosa, sino el que sentí
por vez primera cuando vi y amé a un enemigo moribundo. Yo
he experimentado ese amor, que es esencia misma del alma y que no
necesita objetivos. Ahora mismo tengo una sensación de
beatitud: deseo amar al prójimo, a los enemigos; deseo
amarlo todo, amar a Dios en todas sus manifestaciones. Se puede
amar con amor humano a una persona querida; sólo a un
enemigo se le puede amar con un amor divino. Por eso
experimenté tanta dicha cuando me di cuenta de que amaba a
aquel hombre. ¿Qué habrá sido de él?
¿Vivirá todavía?»

«El amor humano puede convertirse en odio, el amor
divino no puede modificarse: nada, ni siquiera la muerte, es
capaz de destruirlo. Es el sentido del alma. He aborrecido a
muchas personas en la vida, pero a nadie he aborrecido tanto ni
he amado tanto como a ella.»

Y recordó vívidamente a Natacha, pero no
se imaginó solamente sus encantos como otras veces, sino
que pensó en su alma por vez primera. Comprendía
ahora sus sentimientos, sus sufrimientos, su vergüenza, su
arrepentimiento. Por primera vez se dio cuenta de toda la
crueldad de su ruptura con ella. ¡Ah, si pudiera verla una
sola vez! Mirarla a la cara y decirle: «Beber…, beber…,
beber…, beber…»

La mosca cayó. De repente le llamó la
atención algo extraordinario que sucedía en aquel
mundo mezcla de delirio y de realidad en que se
hallaba.

En él se reconstruían incesantemente
edificios que no habían sido destruidos… Algo se
alargaba…; la bujía ardía rodeada de su circulo
rojo… Cerca de la puerta seguía viéndose la
camisa-esfinge. De pronto algo chirrió, y entonces
penetró en la isba un vientecillo fresco, y una nueva
esfinge blanca apareció en el umbral. Esta nueva esfinge
tenía un rostro pálido, blanco y unos ojos
brillantes parecidos a los de aquella Natacha en quien
Andrés estaba pensando.

«¡Este delirio es terrible!, se dijo
tratando de alejar aquel rostro de su imaginación. Pero el
rostro estaba ante él con toda la fuerza de la realidad y
se le acercaba. El príncipe Andrés quería
volver al mundo del pensamiento puro, pero no podía: el
delirio le arrastraba a sus dominios. La voz dulce continuaba sus
murmullos… El Príncipe reunió todas sus fuerzas
para resistir. Al hacer un movimiento, sus oídos se
llenaron de pronto de sonidos, sus ojos se oscurecieron y, como
hombre que cae al fondo del agua, perdió el
conocimiento. Cuando volvió en sí,
Natacha, la misma Natacha, viva, a la que quería amar con
el amor puro, divino, que acababa de revelársele, se
encontraba arrodillada junto a su lecho.

Comprendió en seguida que era una Natacha viva,
pero, en vez de sorprenderse, experimentó una dicha muy
dulce.

Natacha, de rodillas aún (no podía
moverse), le miraba asustada, reteniendo los sollozos. Su
pálido semblante permanecía inmóvil;
sólo su labio inferior temblaba.

El príncipe Andrés suspiró y le
tendió la mano sonriendo.

– ¡Usted! ¡Qué felicidad! –
exclamó.

Natacha se acercó más al herido, andando
de rodillas, le cogió con suavidad una mano, se
inclinó y la rozó con los
labios.

– Perdón – dijo luego levantando la cabeza y
mirándole -. Perdóneme.

– ¡La amo! – repuso el Príncipe.

– Perdóneme…

– ¿De qué?

– Siento… el mal que… le hice… – profirió
Natacha con voz entrecortada y apenas perceptible.

Y, sólo rozándola con los labios,
volvió a besar repetidas veces la mano del príncipe
Andrés.

– Te amo más ahora que antes – dijo él
levantando la cabeza para mirarla de frente. Tenía los
ojos llenos de lágrimas de alegría. La mirada de
ella le llenaba de dicha y de compasión. El pálido
y delgado rostro de Natacha, sus labios hinchados, la afeaban
horriblemente, pero el Príncipe no veía aquella
cara; no veía más que los ojos brillantes,
hermosos…

A sus espaldas se oyeron voces.

Pedro, el ayuda de cámara, se despertó y
despertó al doctor. Timokhin, que no podía pegar
los ojos a causa del dolor que sentía en la pierna, lo
había presenciado todo y se apretaba contra el banco,
cubriéndose cuidadosamente con una bandera.

– ¿Qué es eso? – preguntó el
médico levantándose de su yacija -. Señora,
márchese, por favor.

En este instante llamó a la puerta una doncella,
enviada por la Condesa, que había advertido la ausencia de
su hija.

Natacha salió de la habitación como una
sonámbula a la que se acaba de despertar de su
sueño, entró sollozando en su isba y se dejó
caer en el lecho.

A partir de aquel día, y durante todo el viaje,
Natacha aprovechó los relevos y todos los altos en el
camino para correr junto a Bolkonski. Y el doctor tuvo que
confesar que no esperaba hallar en una joven tanta firmeza ni
tanta habilidad para cuidar a un herido.

A pesar de que la horrorizaba la idea de que el
Príncipe pudiera morir (el doctor estaba convencido de que
no se salvaría) en los brazos de su hija, la Condesa no
osó hacer ninguna observación a Natacha. No
dejó de decirse que en el caso de que Andrés se
curase y en vista de las relaciones que con él
mantenía entonces su hija, podrían volver a hacerse
proyectos matrimoniales, pero nadie, ni siquiera Natacha, hablaba
de esto. El problema sin resolver de vida o muerte suspendido no
sólo sobre la cabeza de Bolkonski, sino de Rusia entera,
absorbía por entero la mente de todos.

XI

Pedro se levantó tarde el día 3 de
septiembre. Le dolía la cabeza; le pesaba el traje con que
había dormido. El reloj de pared señalaba las once
de la mañana, pero la calle estaba sumida en sombras.
Pedro se levantó, se frotó los ojos y miró
la pistola que el criado había colocado sobre el
escritorio. Entonces recordó dónde se hallaba y lo
que pensaba hacer.

«¿No me habré retrasado? – se dijo
-. No, probablemente no entrará en Moscú antes del
mediodía.»

Pedro no quiso detenerse a reflexionar en lo que iba a
hacer; no pensó más que en actuar con la mayor
rapidez posible.

Se había alisado el traje, tenía ya la
pistola en la mano y se disponía a salir, cuando, por vez
primera, se preguntó cómo llevaría el arma
por la calle. Desde luego, en la mano no. Bajo el largo
caftán le parecía también difícil
ocultar una pistola tan grande. Tampoco podría disimularla
colocándola en su cintura ni debajo de la silla del
caballo. Además, tenia que llevarla descargada y
había que contar con que necesitaba tiempo para
cargarla.

«Quizá me sirva el puñal… »,
pensó, aunque repetidas veces, al reflexionar en el modo
de poner en práctica su proyecto, se había dicho
que el error principal del estudiante, en 1809, fue querer matar
con un puñal a Napoleón. Al parecer, el objetivo
principal de Pedro consistía no en la realización
de su idea, sino en demostrar que no renunciaba a ella y
haría todo lo posible para ponerla en práctica.
Cogió, pues, el puñal mohoso, encerrado en su vaina
verde, que había comprado en Sukharevo, y lo introdujo
debajo de su chaleco.

Después de sujetarse con un cinturón el
caftán y de ponerse el sombrero, Pedro avanzó por
el corredor, procurando no hacer ruido, y salió a la
calle. El incendio que la víspera por la tarde
contempló con indiferencia, se había agravado de
manera considerable durante la noche. Moscú ardía
por diversos puntos: la calle Karietnaia, Zamoskvoretché.
Gostinni-Dvor, la calle Poverskaia, las embarcaciones del
Moscova, los mercados de madera, próximos al puente
Dragomilov, ardían a la vez.

Pedro tuvo que pasar por callejuelas para llegar a la
calle Poverskaia, y de ésta dirigirse al Arbat, en las
cercanías de la iglesia de San Nicolás, donde,
hacía ya mucho tiempo, había decidido ejecutar su
plan.

Lo mismo las puertas cocheras que los huecos de las
casas aparecían cerrados. Calles y callejuelas se hallaban
desiertos. El olor a quemado y el humo saturaban el aire. De vez
en cuando se tropezaba con rusos de rostros tímidos e
inquietos y con franceses nómadas. Unos y otros le miraban
sorprendidos. Los rusos le observaban con atención, no
sólo por su aventajada estatura, su magnífica
presencia y la expresión singular, sombría y
concentrada de su rostro y de toda su persona, sino porque no
acertaban a descubrir a qué clase pertenecía. Los
franceses le seguían, sorprendidos, con la vista, porque
no les hacía el menor caso, en vez de mirarlos, como los
demás rusos, con curiosidad o con miedo. Cerca de la
puerta de una casa, tres franceses, que contaban algo a unos
rusos que no los comprendían, le preguntaron si
sabía hablar en francés.

Pedro hizo un gesto negativo y continuó la
marcha. Un centinela que se hallaba de pie junto a un
cajón pintado de verde le llamó a gritos.
Sólo después de oír repetidamente sus
severas voces y de verle manejar el fusil se dio cuenta de que
debía pasar al otro lado de la calle. Ni oía ni
veía nada de lo que sucedía a su alrededor. Como si
todo lo demás le fuera indiferente, estaba absorto en sus
proyectos y una mezcla deprisa y horror le impulsaba a ponerlos
en práctica, haciéndole temer un fracaso debido a
su inexperiencia. Pero estaba escrito que no llevaría sus
sentimientos intactos al lugar adonde se dirigía.
Además, aun cuando nada le hubiera detenido por el camino,
ya no podía realizar su plan, pues hacia cuatro horas que
por la muralla de Dragomilov y por el Arbat había entrado
Napoleón en el Kremlin, y entonces estaba sentado, con el
más sombrío humor, en el gabinete imperial del
palacio, donde daba órdenes detalladas acerca de las
medidas que debían tomarse inmediatamente para extinguir
el incendio, prevenir el merodeo y tranquilizar a los
habitantes.

Mas Pedro ignoraba estos detalles. Absorto en el hecho
que iba a llevar a cabo, se atormentaba como se atormentan todos
aquellos que emprenden una tarea imposible no sólo por las
dificultades que encierra, sino por su incompatibilidad con el
propio carácter. Temía ceder a la debilidad en el
momento decisivo y perder por esta causa la propia
estimación.

A pesar de que no oía ni veía nada de lo
que a su alrededor sucedía, seguía instintivamente
su camino y no se extraviaba en las callejuelas que
conducían a la calle Poverskaia. A medida que se acercaba
a ella veía disminuir el humo y sentía un aumento
de temperatura debido a la proximidad del fuego. De vez en
cuando, las lenguas de fuego aparecían por encima de las
casas. Las calles estaban animadas y las gentes se mostraban
más inquietas. Pero, aunque notaba que ocurría algo
extraordinario en torno suyo, Pedro no se daba cuenta de que se
acercaba al foco del incendio. Al pasar por unos vastos terrenos
sin edificar, que lindaban por un lado con la calle Poverskaia y
por el otro con los jardines del príncipe Gruzinski,
sonó a su espalda, inesperadamente, un desesperado grito
de mujer. Se detuvo y, como si saliera de un sueño,
levantó la cabeza.

Al borde del camino, sobre la hierba seca y polvorienta,
había un montón de objetos domésticos:
colchones, samovares, iconos, cofres. Una mujer madura, seca, de
dientes largos y proyectados hacia fuera, que llevaba un gorro y
un mantón negros, estaba sentada en el suelo, junto a los
cofres. Esta mujer sollozaba, balanceando el cuerpo y murmurando
palabras incomprensibles. Dos niñas de diez o doce
años, envueltas también en mantones, bajo los que
se veían unos vestidos cortos y sucios, miraban a su madre
con una expresión de espanto en sus pálidos
rostros. Un niño de siete años, el menor de los
hijos, lloraba en brazos de una vieja sirvienta.

Otra joven, sucia y con los pies descalzos, estaba
sentada en un cofre, deshaciéndose la rubia trenza y
arrancándose los cabellos chamuscados que iba encontrando.
El marido, un hombre de uniforme, de mediana estatura y con
patillas rizadas, separaba, con semblante impasible, los cofres
amontonados y sacaba de debajo de ellos algunas prendas de
ropa.

Al ver a Pedro, la mujer se arrojó a sus
pies.

– ¡Socorrednos, caballero! – clamó
sollozando -. ¡Mi hija…, mi nenita! Dejamos atrás
a la más pequeña y se habrá abrasado…
¡Oh ¿Y para eso la he criado? ¡Dios
mío, Dios mío…!

– Basta, María Nikolaievna – le ordenó en
voz baja el marido para justificarse delante de aquel
extraño -. Nuestra hermana la habrá
recogido.

– ¡Monstruo! ¡Malvado! – gritó la
mujer, colérica, dejando súbitamente de llorar-. Ni
siquiera te compadeces de tu hija. Otro en tu lugar habría
corrido a arrancarla de las llamas. No eres hombre, no eres
padre. Eres un cobarde. Usted es noble, caballero – dijo a Pedro
-. El incendio ha comenzado por este lado de la ciudad. Las
llamas prendieron en nuestra casa. La sirvienta gritó:
«Fuego!» Y todo el mundo corrió y se
lanzó a la calle. Nos salvamos sin detenernos a mudarnos
de ropa. He aquí lo que hemos traído: la
bendición de Dios, el lecho nupcial y pare usted de
contar. El resto se ha perdido. Al reunir a los niños, no
hemos encontrado a Catalina.

La mujer volvió a sollozar.

– ¡Mi hijita adorada! ¡Se ha abrasado, se ha
abrasado!

– Pero ¿dónde está?
¿Dónde estaba? – preguntó Pedro.

La animación de su rostro hizo comprender a la
mujer que se disponía a ayudarla.

– ¡Padrecito, padrecito! – exclamó
asiéndole por las rodillas-. Bienhechor mío,
tranquiliza mi corazón… Aniska, perezosa,
acompáñale – dijo con ira a la sirvienta. Y su boca
mostraba los largos dientes -. Acompáñale,
acompaña a este caballero…

– Haré… lo que pueda… – prometió Pedro
con voz ahogada.

La sirvienta salió de detrás del cofre, se
colocó bien la trenza y, suspirando, echó a andar
descalza delante de Pedro.

Este parecía haber vuelto a la realidad tras un
largo síncope. Levantó la cabeza, se le iluminaron
los ojos con un resplandor de vida y, a paso ligero,
siguió a la sirvienta y pronto llegaron a la calle
Poverskaia. Toda ella aparecía inundada de un humo denso y
negro.

A través de estas nubes surgían
aquí y allá lenguas de fuego. Una muchedumbre se
apiñaba ante el incendio. En medio de la calle, un general
francés decía algo a las personas que le
rodeaban.

Acompañado por la muchacha, Pedro quiso acercarse
al general, pero los soldados franceses le detuvieron.

– No se puede pasar – le gritó una
voz.

– Venga, caballero; iremos por una calle lateral –
indicó la sirvienta.

Pedro dio media vuelta y la siguió, apretando el
paso para no quedarse atrás.

La muchacha atravesó corriendo la calle,
torció a la izquierda, luego a la derecha y, por fin,
dejando atrás tres casas, se metió por una puerta
cochera.

– Es aquí – dijo.

Cruzó un patio, abrió una puerta, se
paró y mostró a Pedro el pequeño
pabellón de madera, que ardía con violentas y
cegadoras llamaradas.

Uno de los costados se había venido abajo, el
otro se mantenía en pie y las llamas salían por
techos y ventanas.

Pedro se detuvo, a su pesar, delante de la puerta
cochera, frenado por el terrible calor.

– ¿Cuál es su casa? –
preguntó.

La muchacha le mostró, gimiendo, el
pabellón.

— ¡Ahí está nuestro tesoro, mi
señorita adorada, la pequeña Catalina! ¡Oh! –
sollozó, creyéndose obligada a conmoverse ante el
incendio.

Pedro se acercó al pabellón, mas el calor
era tan intenso que involuntariamente le volvió la
espalda, con lo que se halló frente a la casa que
ardía por un solo costado y a cuyo alrededor hormigueaban
los franceses. Por el momento, Pedro no se fijó en lo que
hacía; únicamente vio que arrastraban algo. Pero al
advertir que un francés daba bastonazos a un mujik para
arrancarle de las manos una piel de zorro, comprendió
vagamente que estaban saqueando la casa. Sin embargo, no tuvo
tiempo de detenerse a pensar en ello.

Los crujidos, el ruido de muros y vigas que se
derrumbaban, los silbidos de las llamas, los gritos de la gente,
las nubes de humo, ora espesas, ora claras, que despedían
chispas, las llamas rojas y doradas que lamían las
paredes, aquel intenso calor y aquella nerviosa rapidez de
movimientos que percibía en torno suyo produjeron en
él la excitación que suele engendrar el incendio en
todos los hombres.

Tan violenta fue la impresión que recibió,
que de improviso se sintió libre de las ideas que le
obsesionaban.

Se sentía joven, hábil, audaz.
Recorrió el pabellón por la parte más
próxima a la casa, y ya iba a dirigirse a la que se
conservaba intacta, cuando sonaron unos gritos sobre su cabeza.
Luego oyó un crujido y finalmente vio caer a sus pies un
cuerpo pesado.

Levantando la cabeza, distinguió en una ventana a
varios franceses que arrojaban al patio una cómoda llena
de objetos de metal. Otros soldados de la misma nacionalidad, que
se encontraban abajo, se acercaron a la cómoda.

– ¡Eh! ¿Qué buscas tú por
aquí? – preguntó uno de ellos.

– A una niña que habitaba en esta casa.
¿La han visto ustedes?

– ¡Mira con lo que nos sale éste ahora!
¡Vete a paseo! – gritó una voz. Y, temiendo sin duda
que Pedro quisiera disputarle la plata o el bronce que
contenía un arcón, otro francés
avanzó hacia él con aire amenazador.

– ¿Una niña? La he oído llorar en
el jardín. Quizá sea la que busca este buen hombre.
Seamos humanos – exclamó otro soldado desde la
ventana.

– ¿Dónde está? ¿Dónde
está? – preguntó Pedro.

– ¡Allí! – le contestó el
francés de la ventana, mostrándole el jardín
que se extendía detrás de la casa -Espera un
momento.

En efecto, poco después, un muchacho de ojos
negros, con el rostro tiznado y en mangas de camisa, saltó
por una ventana de la planta baja y dando a Pedro un golpecito en
el hombro corrió con él al
jardín.

-¡Vosotros, daos prisa!-gritó a sus
camaradas. Aquí hace demasiado calor.

Al llegar al enarenado sendero, el francés
cogió a Pedro de la mano y le señaló un
arriete. Echada en un banco había una niñita de
unos tres años que llevaba un vestido de color de
rosa.

-Ahí tiene al corderito. ¡Ah! ¡Es una
niña! Tanto mejor. Adiós, gordito. Hay que ser
humanitario. Todos somos mortales, ¿verdad?

Y el francés de la cara tiznada corrió a
reunirse con sus camaradas.

Pedro avanzó lleno de gozo hacia la niña e
intentó cogerla en brazos. Mas al ver a un desconocido,
ella, que era escrofulosa y de aspecto tan desagradable como la
madre, echó a correr dando gritos.

Pedro la alcanzó en un abrir y cerrar de ojos.
Ella si guió gritando mientras sus manitas se esforzaban
por apartar de sí los brazos de Pedro, y hasta
empezó a morderle. Pedro experimentaba un sentimiento de
horror, de repugnancia parecido al que hubiera sentido al
contacto de un animal cualquiera, pero, haciendo un esfuerzo para
no abandonar a la criatura, corrió con ella hacia la casa.
Ya no se podía pasar por el mismo camino: Aniska la
sirvienta, había desaparecido, y Pedro, con un sentimiento
de lástima y disgusto, apretando con más ternura a
la niña, que sollozaba, corrió a través del
jardín buscando otra salida.

XII

Cuando, después de recorrer varias callejuelas,
llegó con su carga junto al jardín de Gruzinski, en
una esquina de la calle Poverskaia, no reconoció de
momento el sitio de donde había partido en busca de la
niña. Estaba atestado de gente y de objetos salvados de
las llamas. Además de las familias rusas que llegaban
huyendo del fuego, vio a varios soldados franceses vestidos con
uniformes distintos. Pedro no les prestó atención.
Deseaba encontrar a la familia del funcionario para devolver la
niña a su madre y seguir salvando vidas. Le parecía
que tenía mucho trabajo y que debía hacerlo lo
más deprisa posible.

Vigorizado por la carrera y por el calor, sentía
ahora con mayor intensidad las sensaciones de remozamiento, de
animación, de resolución, que se habían
despertado en él cuando salió en busca de la
niña. Ésta, apaciguada, se asía con sus
manitas al caftán de Pedro, que la tenía sentada en
su brazo, y miraba a su alrededor con la vivacidad de un
animalejo salvaje.

Pedro la miraba de vez en cuando y le sonreía.
Comenzaba a descubrir en aquel rostro pequeño y enfermizo
una conmovedora expresión de inocencia.

El funcionario y su familia no estaban ya en el lugar
que ocupaban poco antes. Pedro avanzó rápidamente
entre el gentío mirando los rostros que encontraba a su
paso.

Entonces vio a una familia de Georgia o Armenia
compuesta de un anciano de hermoso aspecto y tipo oriental,
vestido con un tulup nuevo y calzado con unas botas flamantes, de
una anciana de tipo parecido y de una muchacha joven. Esta
pareció a Pedro un dechado de belleza oriental con sus
finas cejas negras, su rostro alargado, de expresión muy
dulce aunque algo fría.

Mezclada con la muchedumbre, en medio de sus efectos
empaquetados, con su rico vestido de seda y su chal de encaje
color lila claro, con el que se cubría la cabeza,
hacía pensar en una frágil planta de invernadero
arrojada sobre la nieve. Estaba sentada sobre los paquetes,
detrás de la anciana, y sus grandes ojos negros,
inmóviles, de largas cejas, miraban a los soldados. Se
advertía que tenía miedo porque sabía que
era hermosa. Su rostro llamó la atención a Pedro y,
no obstante la prisa con que pasó por donde ella se
hallaba, volvió varias veces la cabeza para contemplarla.
No encontrando a las personas que buscaba, se detuvo y
echó una ojeada en torno suyo. Varios rusos, hombres y
mujeres, a quienes llamó la atención, le
rodearon.

– ¿Ha perdido a alguien, amigo? ¿Es
gentilhombre? ¿De quién es esa niña? – le
preguntaron.

Pedro contestó que era hija de una mujer, vestida
de negro, que poco antes estaba sentada allí mismo con su
familia, y preguntó si alguien conocía su
paradero.

– Habla de los Enferov, sin duda – dijo un viejo
dirigiéndose a una mujer picada de viruelas.

– No – repuso ella -. Los Enferov partieron muy de
mañana. Debe de tratarse de los Ivanov o de María
Nikolaievna.

-Aquí, el amigo, ha hablado de una mujer:
María Nikolaievna es una señora – objetó un
lacayo.

– Quizá la conozca usted – explicó Pedro
-. Es muy delgada y tiene los dientes largos.

– Sí, es María Nikolaievna. Salió
del jardín a la llegada de esos lobos-dijo la mujer
señalando a los soldados franceses.

– ¡Sálvanos, Señor! – murmuró
el anciano.

– Lloraba mucho. Se fueron por allá. No, por
ahí – manifestó la mujer.

Mas Pedro ya no la escuchaba. Miraba a la familia
armenia y a dos soldados que se acercaban. Uno de ellos, hombre
pequeño, de movimientos vivos, vestía un capote
azul ceñido por una cuerda. Iba descalzo y se
cubría la cabeza con un gorro de cuartel. El otro, que
atrajo especialmente la atención de Pedro, era delgado,
rubio, corpulento, de movimientos pausados y expresión
estúpida. Llevaba un capote de lana rizada, pantalones
azules y botas altas bastante viejas. El francés bajito
del capote azul se acercó a los armenios, murmuró
algo, asió las piernas del viejo y empezó a
quitarle las botas. El otro se paró ante la bella armenia
y la miró en silencio, inmóvil, con las manos
metidas en los bolsillos.

– Toma, toma a la niña – dijo Pedro a la mujer
con acento imperioso entregándole la criatura -. Tú
la devolverás. Tómala – exclamó
inclinándose para dejarla sentada en el suelo. La
niña lloraba. El miró al francés y a la
familia armenia. El viejo estaba ya descalzo. El francés
bajito acababa de quitarle la segunda bota y le limpiaba el
polvo. El viejecito gimoteó diciendo algo.

Mas Pedro no veía ni oía nada de lo que
ocurría a su alrededor. Toda su atención se
concentraba en el francés del capote de lana, que en aquel
momento, contoneándose, se acercaba a la muchacha y,
sacando las manos de los bolsillos, le tocaba el cuello. La bella
armenia, que seguía inmóvil y en la misma postura,
con los grandes ojos bajos, no parecía ver ni sentir lo
que hacía el soldado.

Mientras Pedro franqueaba los pocos pasos que le
separaban del francés, el merodeador alto del capote
arrancó el collar de la armenia, que lanzó un
grito, llevándose una mano al cuello.

– ¡Suelta a esa mujer! – ordenó Pedro en un
tono terrible asiendo por los hombros al soldado y
empujándole. Este cayó y, levantándose,
echó a correr. Pero su camarada, arrojando lejos de
sí las botas, tiró del sable y cargó furioso
contra Pedro.

– ¡Nada de tonterías! –
exclamó.

Pedro era presa de uno de sus peculiares accesos de
furor, durante los cuales no se acordaba de nada y en los que se
duplicaban sus fuerzas. Se lanzó sobre el francés
y, antes de que acabase de desenvainar el sable, le
derribó y comenzó a golpearle con los puños.
La multitud que le rodeaba lanzó un grito de
aprobación, pero en aquel preciso instante
desembocó en el jardín un destacamento de ulanos
franceses a caballo. Los ulanos avanzaron al trote y rodearon a
Pedro y al francés.

Pedro no sabía a ciencia cierta lo que
sucedió después. Creía recordar que
había pegado a alguien y que otros le habían pegado
a él después de atarle las manos y mientras un
nutrido grupo de soldados le rodeaba.

– Lleva un puñal, teniente – fueron las primeras
palabras que comprendió.

– ¡Ah! Un arma – repuso el oficial, y,
dirigiéndose al soldado que habían cogido a la vez
que a Pedro, añadió-: Bueno. Ya explicaréis
todo esto ante el Consejo de Guerra. ¿Habla usted
francés? – preguntó a Bezukhov.

Pedro miró a su alrededor con los ojos
enrojecidos y no contestó.

– Que venga el intérprete.

Un hombre vestido de paisano salió de las filas.
Pedro reconoció por él, por el traje y por el
acento, a un francés que trabajaba en un comercio de
Moscú.

– No tiene el aire de un hombre del pueblo –
observó mirando al detenido.

– Yo creo que tiene aspecto de incendiario – repuso el
oficial -. Pregúntele quién es.

– ¿Quién eres? – interrogó el
intérprete -. Responde a los superiores.

– Soy vuestro prisionero – repuso de pronto Pedro en
francés -. Llevadme a donde os parezca.

La multitud se apiñaba alrededor de los ulanos.
Junto a Pedro estaba la mujer marcada de viruelas, con la
niña en brazos. Cuando el destacamento se puso en marcha,
ella avanzó también y preguntó al
prisionero:

– ¿Adónde le llevan? ¿Y
dónde dejaré a la niña si no encuentro a sus
padres?

– ¿Qué quiere esa mujer? – inquirió
el oficial.

Pedro se sentía como ebrio. Su entusiasmo se
acentuó al ver a la niña que había
salvado.

– ¿Que qué dice? – contestó -. Me
trae a mi hija, a quien acabo de salvar de las llamas.
¡Adiós!

Y sin saber cómo se le había ocurrido
decir aquella mentira, echó a andar con paso firme y
arrogante entre los franceses que lo conducían.

El destacamento era uno de los que por orden de Duronnel
recorrían las calles de Moscú para detener a los
merodeadores y, sobre todo, a los incendiarios que, según
la opinión que tenían los jefes franceses en
aquellos momentos, eran responsables del incendio de la ciudad.
El destacamento recorrió varias calles todavía y
detuvo a cinco rusos sospechosos: un comerciante, dos
seminaristas, un campesino, un criado y después a algunos
merodeadores. Pero el más sospechoso era Pedro. Cuando
llegaron a la prisión militar, instalada en un gran
edificio de las murallas de Zuboro, se puso aparte a Pedro bajo
una guardia muy severa.

Duodécima
parte

I

En las altas esteras de San Petersburgo, la complicada
lucha entre los partidarios de Rumiantzev, de los franceses, de
María Fedorovna, del Gran Duque heredero y tantos otros
bandos proseguía sin interrupción, ahogada, como
siempre, por el ruido de los zánganos de la Corte. Pero la
vida de San Petersburgo, tranquila, lujosa, en la que nadie se
cuidaba sino de visiones y reflejos, seguía su curso
ordinario, y, a través de ella, había que hacer
grandes esfuerzos para reconocer el peligro, la difícil
situación en que el pueblo ruso se hallaba. Siempre las
mismas salidas, los mismos bailes, el mismo teatro
francés, los mismos intereses de cortesanos, las mismas
intrigas. En los círculos más elevados se trataba
únicamente de comprender las dificultades de la
situación. Se contaba, muy bajito, que en aquellas
críticas circunstancias las dos emperatrices habían
procedido de manera distinta. La emperatriz María
Fedorovna, cuidadosa del bienestar de los establecimientos
educativos y de beneficencia que presidía, había
ordenado que se enviasen a Kazán todos los beneficiados, y
los bienes de estos establecimientos estaban ya embalados. La
emperatriz Elizabeth Alexeievna respondió, cuando se le
preguntó qué ordenes se dignaba dar, que no
podía dar órdenes relativas a las instituciones del
Estado, porque dependían del Emperador, y en cuanto a lo
que le concernía directamente, mandó decir que
sería la última en salir de San
Petersburgo.

El 26 de agosto, día de la batalla de Borodino,
Ana Pavlovna dio una fiesta. La novedad del día era la
enfermedad de la condesa Bezukhov. Había enfermado
repentinamente días antes; desde entonces faltaba a las
reuniones que siempre había engalanado con su presencia, y
se decía que no recibía a nadie y que,
prescindiendo del célebre médico de San Petersburgo
que la cuidaba de ordinario, se había puesto en manos de
un doctor italiano, que la trataba de acuerdo con un
método nuevo y extraordinario.

– La pobre Condesa está muy enferma. El
médico dice que se trata de una angina de
pecho.

– ¿Angina de pecho? ¡Oh, es una enfermedad
terrible!

La palabra «angina» se repetía con
placer.

– ¡Oh! Sería una pérdida terrible.
Es una mujer tan encantadora…

– ¿Hablan de la pobre Condesa? – preguntó
Ana Pavlovna acercándose a los comentaristas -. A
mí me han dicho, cuando he mandado a preguntar, que
está un poco mejor. Es sin duda la mujer más
encantadora del mundo – añadió, sonriendo ante su
propio entusiasmo -. Pertenecemos a campos distintos, pero ello
no me impide apreciarla como se merece. ¡Es tan
desgraciada!

Suponiendo que las palabras de Ana Pavlovna levantaban
un poco el velo misterioso de la enfermedad de la Condesa, un
joven imprudente se permitió expresar su asombro al saber
que no se había llamado a ningún médico
conocido y que la paciente se dejaba cuidar por un
charlatán que podía recetar remedios
milagrosos.

– Sus informes pueden ser mejores que los míos –
dijo Ana de pronto, atacando al inexperto joven-, pero sé
de buena tinta que ese médico es muy hábil y
competente. Ha asistido a la reina de España.

Y luego de fulminar así sus rayos contra el
joven, Ana Pavlovna se acercó a Bilibin, que, en otro
grupo y con el ceño fruncido, se disponía a hablar
de los austriacos.

Los invitados de Ana siguieron comentando la
situación de la patria e hicieron diversas suposiciones
sobre el resultado de la batalla que debía librarse
aquellos días.

-Mañana, aniversario del nacimiento del Emperador
– concluyó Ana Pavlovna -, tendremos buenas noticias; ya
lo verán ustedes. Es un presentimiento.

II

El presentimiento se cumplió. Al día
siguiente, durante el servicio de acción de gracias con
que la Corte honraba el cumpleaños del soberano, se
recibió un pliego que enviaba el príncipe Kutuzov.
Contenía una información escrita en Tatarinovo el
mismo día de la batalla. Kutuzov explicaba que los rusos
no habían cedido ni una sola pulgada de terreno, que las
pérdidas de los franceses eran muy superiores a las rusas
y que escribía el comunicado a toda prisa y en el mismo
campo de batalla, sin conocer las últimas noticias. Se
había obtenido, pues, una victoria y enseguida, sin salir
de la iglesia, se dio gracias al Creador por su ayuda y por el
triunfo obtenido.

En la ciudad hubo durante todo el día un ambiente
de gozo y de fiesta. Todos daban por segura la victoria
definitiva, y se hablaba ya del cautiverio de Napoleón, de
su destronamiento y de la elección de un nuevo jefe de
Estado francés.

En el informe de Kutuzov se hablaba también de
las pérdidas rusas, y se citaba, entre otros, a Tutchkov y
Kutaissov. El mundo petersburgués lamentó en
particular la desaparición de Kutaissov. Era joven e
interesante; el Emperador lo apreciaba mucho y todo el mundo lo
conocía.

Aquel día todos comentaban al verse:

– ¡Es sorprendente! Precisamente durante el
servicio de acción de gracias. Pero ¡qué
pérdida…, Kutaissov! ¡Una verdadera
desgracia!

– ¿Qué os decía yo de Kutuzov? –
manifestaba el príncipe Basilio con el orgullo del profeta
-. ¿No sostuve siempre que él solo era capaz de
vencer a Napoleón?

Pero como al día siguiente no se tuvieran
noticias del ejército, la opinión pública se
inquietó. Los cortesanos sufrían a causa de la
incertidumbre en que se hallaba el Emperador.

Aquel día, el príncipe Basilio no
dedicó alabanzas a su protegido Kutuzov. Es más:
cuando se hablaba del comandante en jefe guardaba silencio. Por
añadidura, aquella tarde todo pareció confabularse
contra los habitantes de San Petersburgo para sumirlos en la
turbación y en la inquietud. Otra noticia terrible se
difundió por la ciudad: la condesa Elena Bezukhov acababa
de morir, fulminada por el terrible mal cuyo nombre era tan
agradable de pronunciar. Oficialmente y en las altas esferas se
decía que había muerto de un ataque de angina de
pecho, pero en los círculos particulares se contaba que el
médico secreto de la reina de España había
hecho tomar a Elena, en pequeñas dosis, cierto
medicamento, y que ella, atormentada por la falta de noticias de
su marido (el desdichado Pedro), al que había escrito
inútilmente, se tomó una tremenda dosis de la
medicina, muriendo entre sufrimientos atroces antes de que
pudiera acudirse en su socorro. Se murmuraba también que
el príncipe Basilio acusó al médico
italiano, pero que éste le enseñó tantas
cartas de amor de la Condesa difunta, que le dejó partir
sin ponerle obstáculos. La conversación general
versaba sobre tres penosos acontecimientos: la incertidumbre del
Emperador, la pérdida de Kutaissov y la muerte de
Elena.

Un poderoso terrateniente moscovita llegó a San
Petersburgo tres días después y por toda la ciudad
se extendió el rumor de la caída de Moscú.
¡Era horroroso!

El Emperador envió al príncipe Kutuzov el
escrito siguiente:

«Príncipe Mikhail Ilarionovitch: Desde el
día 29 de agosto no he vuelto a tener noticias de usted.
Sin embargo, con fecha del l° de septiembre he recibido por
medio de Iaroslav, que hablaba en nombre del gobernador general
de Moscú, la triste nueva de que ha decidido usted
abandonar con su ejército la ciudad. Ya puede imaginarse
el efecto que ello me ha producido. Su silencio aumenta mi
sorpresa. Le envío este pliego por mediación del
general ayudante de campo, a fin de conocer por usted mismo la
situación del ejército y las causas que le han
inducido a adoptar tan dolorosa
decisión.»

Nueve días después llegaba a San
Petersburgo un enviado de Kutuzov con la noticia de que
Moscú había sido abandonado.

III

MIENTRAS Rusia era conquistada a medias, mientras los
habitantes de Moscú huían a provincias lejanas,
mientras se formaba una milicia tras otra para la defensa de la
patria, Nicolás Rostov, sin ningún propósito
de sacrificio, por simple casualidad, tomaba parte decisivamente
en la defensa de su país y observaba sin pesimismo alguno
lo que ocurría a su alrededor. Unos días antes de
la batalla de Borodino recibió papeles y dinero: se
envió a sus húsares a Voronezh y él mismo
partió hacia esta población, utilizando caballos de
posta.

Sólo las personas que hayan vivido por espacio de
meses enteros en un ambiente rural podrán comprender el
placer que experimentó Nicolás cuando dejó
las tropas, los forrajes y víveres, la ambulancia, y, sin
soldados ni convoyes, lejos del tráfago del campamento,
pudo contemplar los pueblos, los campesinos y sus mujeres, las
mansiones señoriales, los verdes terrenos donde
pacía el ganado, los relevos ante los adormecidos maestros
de postas. Sintió tanta alegría como si viera todo
aquello por primera vez. Lo que más le maravilló y
le regocijó fue tropezarse con mujeres jóvenes y
vigorosas, a las que seguían decenas de oficiales; mujeres
que se sentían felices y agradecidas cuando un oficial se
detenía a bromear con ellas.

Ya era de noche cuando Nicolás llegó a
Voronezh de excelente humor. Pidió en el hotel todo
aquello de que llevaba tanto tiempo privándose, y al
día siguiente, después de afeitarse cuidadosamente
y de ponerse el uniforme de gala, fue a presentarse a las
autoridades.

El jefe de milicia era un paisano que tenía el
grado de general, hombre entrado en años que estaba
visiblemente encantado de sus ocupaciones militares y de su alta
graduación. Recibió con ira a Nicolás
(estaba convencido de que la ira era una cualidad muy militar) y,
dándose importancia y en el tono del que hace uso de un
derecho, juzgó la marcha general de los asuntos, y le
interrogó, aprobando o desaprobando sus respuestas. Pero
Nicolás se sentía tan contento que todo aquello le
pareció muy divertido.

Luego visitó al gobernador de la provincia. El
gobernador era un hombrecillo muy activo, muy bueno y muy
simple.

Indicó a Nicolás dónde
encontraría buenos caballos y le recomendó un
tratante del pueblo y un propietario rural que habitaba a veinte
verstas de allí y que poseía una excelente yeguada.
Finalmente le prometió su apoyo.

– ¿Es usted hijo del conde Ilia Andreievitch? Mi
mujer era muy amiga de su madre. En casa nos reunimos los jueves.
Si lo desea, como hoy es jueves, le invito a que venga a vernos
sin gastar cumplidos – dijo el gobernador al
despedirle.

Por la tarde, Nicolás, después de
vestirse, se perfumó, y, aunque un poco tarde, se
presentó en casa del gobernador.

En la reunión había muchas señoras.
Nicolás había conocido a algunas en Moscú,
pero entre los varones no había nadie que pudiera
rivalizar con el caballero de la cruz de San Jorge, con el
húsar de remonta, con el excelente y atento conde Rostov.
Figuraba entre ellos un prisionero italiano, oficial del
ejército francés, y Nicolás juzgó que
la presencia del mismo aumentaba su importancia de héroe
ruso: era como un trofeo.

En cuanto apareció en el salón, vestido
con el uniforme de húsar, esparciendo a su alrededor un
olor a vino y a perfume, oyó decir a varias voces:
«Más vale tarde que nunca.» Luego, todos los
presentes le rodearon, todas las miradas se posaron en él,
y en un instante se sintió elevado a la posición de
favorito, posición agradable siempre y que ahora,
después de tan largas privaciones, le embriagaba. No
sólo en los relevos, en los albergues y en las casas
particulares había servidores que le halagaban con sus
atenciones: también allí, en la velada del
gobernador, había señoras jóvenes y bellas
señoritas que esperaban con impaciencia a que se fijara en
ellas. Todas coqueteaban con él, y las personas mayores
pensaban ya en casarle.

Entre estas últimas se hallaba la esposa del
gobernador, que le recibió como a un pariente,
llamándole Nicolás y tuteándole.

– Nicolás, Ana Ignatievna desea verte – dijo,
pronunciando aquel nombre con un tono tan significativo, que
Rostov comprendió que aquella Ana Ignatievna debía
de ser persona muy importante -. Vamos, Nicolás,
¿me permites que te llame así?

– Sí, tía. ¿Por qué quiere
verme esa señora?

– Porque sabe que has salvado a su sobrina…
¿Sabes de quién te hablo?

– , Oh! ¡He salvado a tantas damas!

– Su sobrina es la princesa Bolkonski. Está
aquí, en Voronezh, con su tía. ¡Oh,
cómo te ruborizas! ¿Qué? ¿Hay algo
entre vosotros?

-No, ni siquiera he pensado en ello,
tía.

– ¡Bueno, bueno!

La esposa del gobernador le presentó a una
anciana fornida, de estatura elevada, que acababa de terminar su
partida de naipes con las personas más notables del
pueblo. Era la señora Malvintzeva, una viuda rica, sin
hijos, tía materna de la princesa María, que
vivía en Voronezh todo el año. Cuando se
acercó a ella Rostov, estaba ya en pie pagando lo que
había perdido. Hizo un guiño severo, le miró
dándose importancia y siguió dirigiendo reproches
al general que había ganado.

– Encantada, querido — dijo enseguida a Rostov,
tendiéndole la mano -. Le invito a que venga a vernos si
gusta.

Después de hablar de la princesa María y
de su difunto padre, a quien la tía parecía no
haber querido mucho, tras escuchar esta última lo que el
joven le refirió acerca del príncipe Andrés
– que tampoco gozaba de sus simpatías -, se
despidió de él, reiterándole la
invitación de que fuera a hacerle una visita.
Nicolás se lo prometió y volvió a
ruborizarse al despedirse de ella. Siempre que se hablaba delante
de él de la princesa María sentía una mezcla
de temor y de confusión incomprensibles para él
mismo.

Al separarse de la señora Malvintzeva quiso
volver a bailar, pero la esposa del gobernador puso sobre su
brazo su mano llena de hoyuelos y manifestó que
tenía necesidad de hablarle.

– ¿Sabes, querido – comenzó a decir una
vez se hubieron sentado en un apartado rincón-, que eres
un buen partido? ¿Quieres que pida para tí su
mano?

– ¿La mano de quién, tía? –
preguntó Nicolás.

De la Princesa. Catalina Petrovna asegura que
Lilí es la que te conviene; yo prefiero a la Princesa.
Estoy segura de que tu madre me lo agradecerá. Esa
muchacha es encantadora; yo no la encuentro fea.

-¡Qué ha de ser fea!- exclamó
Nicolás al que hirió la observación-. Pero
yo soy un soldado, tía; no puedo comprometerme ni asegurar
nada – agregó sin pensar lo que decía.

– Bien. Recuerda mis palabras. No hablo en
broma.

Nicolás sintió de repente el deseo y la
necesidad de explayarse (cosa que nunca hacía con su
madre, ni con su hermana, ni con ningún amigo), de exponer
sus pensamientos más íntimos a aquella mujer, casi
una extraña.

Más adelante, al recordar este inexplicable,
imperioso e injustificado afán, imaginó (como
muchos hombres) que había sido casual. Sin embargo, unido
a otros pequeños acontecimientos, debía tener
enormes consecuencias no solamente para él, sino
también para su familia.

– Mamá desea casarme con una mujer rica –
explicó -, pero me repugna y disgusta esa idea. No
quisiera casarme por interés.

– Lo comprendo – asintió la esposa del
gobernador.

– Claro que la princesa Bolkonski es otra cosa. Ante
todo, confieso que me gusta mucho, que me inspira
muchísima simpatía, que desde que la he conocido en
circunstancias tan poco corrientes pienso sin cesar en la
influencia del destino en nuestras vidas. Por extraño que
pueda parecer, mi madre, que no la conoce, me la nombra
continuamente. Mientras Natacha estuvo prometida a su hermano, yo
no pude pensar en dirigirme a ella, y ha venido a cruzarse en mi
camino precisamente cuando Natacha ha roto su compromiso
matrimonial… No he dicho a nadie, ni diré, una sola
palabra de todo esto. Sólo usted lo sabe.

La esposa del gobernador le estrechó la mano,
reconocida.

– ¿Conoce a Sonia, mi prima? La amo; le he dado
palabra de casamiento y haré honor a ello… Ya ve como no
puedo pensar en otra mujer-concluyó Nicolás
ruborizándose.

– ¡Muy razonable, querido! Pero Sonia no posee
nada y tú mismo confiesas que andan mal los asuntos de tu
padre. ¿Y tu madre? Esto la matará. Si Sonia tiene
corazón, ¿cuánto no sufrirá? La
apenará ver a tu madre desesperada, los asuntos
embrollados… No, amigo mío, Sonia y tú
tenéis que comprender.

Nicolás callaba. Le había gustado
oír aquella conclusión. Tras un breve silencio,
dijo suspirando:

– No obstante, tía, todavía falta saber si
la Princesa me querrá. Además, está de luto.
¿Cómo va a pensar en esto?

– ¿Imaginas, acaso, que voy a casarte enseguida?
Hay muchas maneras de hacer las cosas.

– Es usted una buena casamentera, tía – dijo
Nicolás besándole la mano.

IV

Al llegar a Moscú, después de su encuentro
con Rostov, la princesa María halló allí a
su sobrino, con el preceptor y una carta del príncipe
Andrés en que éste le trazaba su itinerario a
Voronezh y le hablaba de tía Malvintzeva. Las peripecias
del viaje, la inquietud que le inspiraba el estado de su hermano,
la instalación en una nueva casa, entre caras nuevas, la
educación de su sobrino, todo esto ahogaba en el alma de
la Princesa el sentimiento, muy parecido a la tentación,
que la atormentó durante la enfermedad de su padre y
después de su fallecimiento, y especialmente a raíz
de su encuentro con Rostov. Se sentía trastornada. Tras un
mes de vida tranquila, experimentaba con mayor intensidad la
impresión de la pérdida de su padre, al unirse en
su alma a la pérdida de Rostov. La sola idea de los
peligros que corría su hermano, único pariente que
le quedaba, la atormentaba sin cesar. La inquietaba la
educación de su sobrino, porque se veía incapaz de
dársela. Pero en el fondo de su alma albergaba una
satisfacción que nacía de la conciencia de haber
acallado sus sueños y esperanzas relacionadas con la
aparición de Rostov.

Al día siguiente de la fiesta, la esposa del
gobernador llegó a casa de la señora Malvintzeva, y
después de hablar de sus proyectos con la tía de la
Princesa, haciendo la observación de que si, dadas las
circunstancias, no se podía pensar en unos esponsales
oficiales, sí que podía reunirse a los dos
jóvenes con objeto de que se conocieran más a fondo
y de recibir su aprobación; hizo en presencia de la
princesa María el elogio de Rostov y contó que se
había ruborizado al oír hablar de ella. Entonces
ésta experimento no una alegría sincera, sino un
sentimiento enfermizo. Su equilibrio interior no existía
ya, y nuevos deseos, nuevas dudas, nuevas esperanzas, se
despertaban en ella.

Durante los dos días que mediaron entre esta
entrevista y la visita de Rostov, la princesa María no
dejó de pensar en la actitud que debía adoptar. Tan
pronto resolvía no salir al salón cuando llegara
él, diciéndose que no era correcto que, llevando
luto, recibiera invitados, como pensaba que esta conducta
resultaría descortés después de lo que
Nicolás había hecho por ella. Se dijo que su
tía y la esposa del gobernador forjaban proyectos sobre
ella y Rostov (sus miradas, sus palabras, parecían
confirmar esta suposición) y que estos proyectos les
incumbían únicamente a los interesados; y luego
pensó que sólo a ella, espíritu perverso,
podían ocurrírsele y no olvidaba que en su
situación – todavía no se había despojado de
sus crespones – sus esponsales constituirían una ofensa
para ella y para la memoria de su padre. Después de
decidir por fin que se presentaría ante Rostov, se
imaginó lo que diría él y lo que ella
respondería. Y estas palabras le parecían ora
frías y fútiles, ora demasiado
importantes.

Temía, sobre todo, que él supusiera que la
molestaba. Pero cuando el domingo, -terminada la misa,
anunció el criado en el salón la llegada del conde
Rostov, la Princesa no dio muestras de sentirse disgustada. Sus
mejillas se tiñeron de un leve rubor y una nueva y
resplandeciente luz iluminó sus pupilas.

– ¿Le has visto, tía? – interrogó
con voz tranquila, sin saber ella misma cómo podía
permanecer tan serena y natural.

Al aparecer Rostov, bajó un momento la cabeza, a
fin de dar tiempo al visitante para que saludara a su tía.
La levantó cuando Nicolás se dirigió a ella,
y correspondió a su mirada con los ojos brillantes. Con un
movimiento lleno de dignidad y de gracia, con una alegre sonrisa,
se levantó, le tendió su fina y suave mano y le
habló con una voz que por vez primera tenía un
matiz femenino. La señorita Bourienne, que se encontraba
también en el salón, la miró con asombro. Ni
la coqueta más hábil hubiese maniobrado mejor al
enfrentarse con un hombre al que quisiera agradar.

«No sé si es que el negro le sienta bien o
que se ha embellecido sin que yo me haya dado cuenta…
¡Qué tacto, qué gracia!», pensaba la
señorita Bourienne.

Si en aquellos momentos hubiera podido reflexionar, la
Princesa se habría sorprendido más que la
señorita Bourienne del cambio que se había operado
en ella. Desde que su vista se posó en aquel encantador y
amado rostro, una nueva fuerza vital se posesionó de ella
y la hizo hablar y actuar contra su voluntad. Su rostro se
había transformado de súbito al aparecer
Nicolás. Así como los cristales pintados de un
farolito permiten ver, cuando se encienden de improviso, el
trabajo artístico que poco antes parecía grosero y
falto de sentido, se transfiguró de pronto el rostro de la
princesa María. Por vez primera se exteriorizaba aquel
trabajo puro, espiritual, que había realizado en secreto.
Todo este trabajo interior, todos sus sufrimientos, sus
aspiraciones hacia el bien, la sumisión, el amor, el
sacrificio, brillaban ahora en sus radiantes ojos, en su fina
sonrisa, en cada rasgo de su dulce semblante.

Y Rostov se dio cuenta de ello con tanta claridad como
si la conociera de toda la vida. Advirtió instintivamente
que el ser que tenía delante era distinto y superior a
todos los que había conocido hasta aquel momento y, sobre
todo, mejor que él mismo.

Cuando le hablaban de la Princesa o cuando pensaba en
ella, se ruborizaba y se turbaba; en cambio, en su presencia se
sentía despreocupado y animoso. No dijo nada de lo que
llevaba preparado, sino cuanto pasó por su magín,
lo cual fue, por cierto, lo más oportuno.

La Princesa no salía de casa por el luto, y
Nicolás no juzgó conveniente prodigar sus visitas.
Pero la esposa del gobernador seguía madurando sus
proyectos. Hablaba a Nicolás de las lisonjas que le
dedicaba la Princesa, y a ésta de las que le dedicaba
Nicolás. Especialmente insistió en que el joven
tuviera una conversación a solas con ella. Por fin
arregló una entrevista entre los dos, después de la
misa, en casa del arzobispo.

Pero Rostov objetó que no tenía por
qué mantener aquel diálogo y no quiso prometer su
asistencia al palacio arzobispal. Como en Tilsit, donde
jamás se atrevió a preguntar a los demás si
lo que juzgaban bueno lo era en realidad, ahora, tras una lucha
breve pero franca entre la tentación de ordenar su vida de
acuerdo con la razón o de someterse dócilmente a
las circunstancias, escogió lo último, cediendo a
lo que le atraía irremisiblemente. Sabía que no
estaba bien hablar de amor a la Princesa después de la
promesa hecha a su prima, y jamás lo haría, pero
sabía igualmente que si se dejaba llevar por las personas
que le dirigían no sólo no cometería ninguna
mala acción, sino que haría algo importante, lo
más importante de todo lo que había hecho hasta
entonces.

Tras su entrevista con la Princesa, su vida exterior no
cambió, pero todos los placeres de que gozó antes
perdieron su encanto. Pensaba con frecuencia en María,
pero no como pensaba en todas las jóvenes, sin
excepción, de la esfera que frecuentaba; tampoco recordaba
ya con tanto entusiasmo ni con tanta frecuencia a Sonia. Como
todos los jóvenes decentes, había querido ver en
cada una de ellas a una esposa, y en su imaginación las
había dotado de las cualidades que son indispensables para
la vida conyugal. Las veía vestidas con una bata blanca,
delante del samovar, en coche, con los niños, con
papá y mamá; se representaba sus relaciones con
ellas…, y éstas perspectivas le eran agradables. Cuando
pensaba en la princesa María, con quien quería
casarse, no acertaba a imaginar ningún episodio de su vida
en común, y cuando trataba de representárselo, le
parecía ficticio.

V

La terrible noticia de la derrota de Borodino, con las
pérdidas rusas, y la más terrible aún del
abandono de Moscú al enemigo llegaron a Voronezh a
mediados de septiembre.

La princesa María no tuvo noticias directas de la
herida de su hermano, el príncipe Andrés, sino que
se enteró por los periódicos, disponiéndose
a partir en su busca. Esto fue todo lo que supo Nicolás,
que no había vuelto a verla.

Después, aunque no sentía
desesperación, ira, deseo de venganza ni nada semejante,
Rostov comenzó a aburrirse y a no estar a gusto en el
pueblo. Todas las conversaciones se le antojaban falsas, no
sabía qué opinar de los acontecimientos y se daba
cuenta de que sólo cuando se hallara en el regimiento lo
vería todo más claro. Por esto se apresuró a
poner fin a la misión que allí le condujera – la de
comprar caballos -, y más de una vez, sin motivo alguno,
increpó a sus subordinados.

Pocos días antes de su partida se celebró
un servicio de acción de gracias en la catedral para
honrar la Victoria alcanzada por las tropas rusas. Nicolás
fue a la iglesia. Se colocó, por orden de
jerarquías, detrás del gobernador y se dejó
mecer por los pensamientos más diversos. Estuvo en pie
durante todo el acto. Cuando se concluyó el servicio le
llamó la esposa del gobernador.

– ¿Has visto a la Princesa? – preguntó
señalándole con la cabeza a una señora
vestida de negro que estaba cerca del altar.

Nicolás la reconoció al punto, no tanto
por el perfil que distinguía bajo el sombrero, sino por el
sentimiento de dolor y de compasión que le
sobrecogió enseguida. La princesa María, que estaba
evidentemente sumida en sus pensamientos, hizo por última
vez la señal de la cruz y se dispuso a salir de la
iglesia.

Nicolás contempló con asombro su
semblante. Era el que ya conocía, con una expresión
reconcentrada y espiritual, pero aquel día tenía un
brillo distinto. Aquella expresión conmovedora de tristeza
le impresionó vivamente.

Como le sucedía siempre en su presencia, sin
escuchar a la esposa del gobernador, sin preguntarse si
sería correcto o no dirigirle la palabra en la iglesia, se
aproximó a ella para decirle que conocía la causa
de su dolor y que la compadecía con toda su alma. Una luz
repentina iluminó el rostro de María al oír
el sonido de su voz, y su dolor se dulcificó.

– Sólo quiero decirle una cosa – murmuró
Nicolás -. Que si el príncipe Andrés
Nikolaievitch ya no existiera, como es comandante de regimiento,
su nombre vendría en la lista que publican los
periódicos.

La princesa le miró sin comprender el sentido de
sus palabras, feliz al reparar en la expresión de
simpatía con que el joven la miraba.

– Además – prosiguió Nicolás -, las
heridas por explosión (los periódicos hablan de una
granada) matan al punto o son leves. Yo estoy convencido de
que…

La Princesa le interrumpió.

– ¡Ah, sería espantoso! –
exclamó.

Y sin explicar la causa de su emoción,
inclinó la cabeza con un movimiento lleno de gracia (como
todos los que hacía ante él), le dirigió una
mirada de reconocimiento y siguió a su
tía.

Nicolás se quedó por la tarde en casa para
terminar sus cuentas con los chalanes. Cuando hubo concluido
advirtió que no podía pensar en salir porque se le
había hecho tarde, y empezó a pasear por la
habitación pensando en la vida, cosa insólita en
él.

La princesa María le había producido en
Smolensk una impresión agradable. El hecho de volver a
verla en condiciones tan particulares y la coincidencia de que su
madre se la mostrara como un buen partido hicieron que la mirase
con una atención especial.

En Voronezh, esta impresión fue no sólo
agradable, sino también muy viva. La belleza moral, poco
común, que esta vez observó en ella, le
impresionó profundamente.

Sin embargo, tenía que salir de Voronezh y no
pensaba lamentar la pérdida de la ocasión de ver a
la Princesa.

Pero su encuentro con ella en la iglesia le había
producido una emoción más honda de lo que
sospechaba y deseaba para su tranquilidad en el porvenir. Aquel
rostro fino, pálido, triste; aquella mirada radiante;
aquellos graciosos movimientos, y, sobre todo, aquella tristeza
tierna y profunda que se imprimía en sus rasgos, le
turbaban y le atraían.

Rostov no podía soportar la actitud de
superioridad espiritual en los hombres (por ello no le era
simpático el príncipe Andrés). Hablaba de
esto con desprecio, calificándolo de filosofía, de
sueños, pero esta misma tristeza en la princesa
María, tristeza que expresaba toda la profundidad de un
mundo espiritual que le era desconocido, le atraía de
manera irresistible.

Tenía los ojos y la garganta llenos de
lágrimas cuando, inesperadamente, entró Lavruchka
con un montón de papeles en la mano.

– ¡Imbécil! ¿Por qué entras
cuando nadie te llama? – le increpó Nicolás,
cambiando al momento de actitud.

– De parte del gobernador – dijo Lavruchka con voz
soñolienta -. El correo ha traído para usted estas
cartas.

– ¡Bueno! ¡Márchate!

Las cartas eran dos: una de Sonia, en la que le
devolvía su palabra; otra de la Condesa. Las dos
venían de Troitza. Su madre le hablaba de los
últimos días de Moscú, de su marcha, del
incendio, de la pérdida de toda su fortuna. Agregaba,
entre otras cosas, que el príncipe Andrés estaba
herido y los acompañaba; que su estado era grave, pero que
el médico abrigaba esperanzas de que curaría, y que
Sonia y Natacha eran sus enfermeras y le cuidaban.

La carta de Sonia no sorprendió demasiado a
Nicolás. Sabía cuánto empeño
tenía su madre en romper aquel compromiso para poder
casarle con una rica heredera.

Nicolás se dirigió al día
siguiente, con la carta en la mano, a casa de la princesa
María. Ni uno ni otra profirieron una sola palabra que
hiciera alusión a los cuidados que prodigaba Natacha a
Andrés; pero, gracias a aquella carta, Nicolás se
sintió de improviso como si fuera pariente de la
Princesa.

Al otro día presenció su marcha para
Iaroslav y, algunos después, se incorporó a su
regimiento.

VI

En la casa convertida en prisión adonde se
condujo a Pedro, lo mismo el oficial que los soldados que le
detuvieron adoptaban una actitud hostil y respetuosa al mismo
tiempo cuando le dirigían la palabra. Por el modo que
tenían de tratarle se veía que seguían sin
descubrir su posición social (podía ser hombre rico
e importante), y si le demostraban animosidad era por la lucha
reciente, cuerpo a cuerpo, que acababan de sostener con
él.

Mas cuando, a la mañana siguiente, fueron
reemplazados por la nueva guardia, Pedro reparó en que ni
el oficial nuevo ni los nuevos soldados le concedían la
menor importancia. En aquel burgués de formas macizas,
vestido con un caftán como un mujik, no veían al
héroe que se batió la víspera con los
merodeadores y que salvó a la niña, sino
únicamente a un ruso más; el número
diecisiete, de los detenidos por orden de la autoridad superior.
Pedro se destacaba, no obstante, por su aire tranquilo y
reconcentrado y por su francés, que hablaba correctamente.
Aquel mismo día le unieron a los demás detenidos
sospechosos, porque la habitación que ocupaba le hizo
falta al oficial.

Todos sus compañeros eran hombres de
condición inferior y se apartaban de él, sobre todo
porque hablaba en francés. Pedro los oyó con
tristeza burlarse de su persona.

Al día siguiente por la tarde supo que los
detenidos (y probablemente él entre ellos) serían
juzgados como incendiarios.

Al tercer día los condujeron a todos a una casa y
los colocaron delante de un general francés de blanco
bigote, de dos coroneles y de varios oficiales con los brazos en
cabestrillo. Con esa precisión que caracteriza a
interrogatorios de esta especie, se les dirigió por
separado las preguntas siguientes: «¿Quién
eres?», «¿Dónde estabas?»,
«¿Qué hacías allí?»,
etcétera.

A la pregunta «¿Qué hacías
cuando te detuvieron?», Pedro repuso con cierto aire
melodramático que iba a devolver a sus padres a una
niña que acababa de salvar de las llamas.

– ¿Por qué te batiste con el
merodeador?

-En defensa de una mujer. El deber de todo hombre
honrado es…

Le interrumpieron para decirle que aquellas
consideraciones no tenían nada que ver con su
asunto.

– ¿Qué hacías en el patio de la
casa incendiada donde te vieron varios testigos?

– Quería ver lo que pasaba en Moscú –
respondió.

Entonces volvieron a interrumpirle.

A continuación se le preguntó
adónde iba, por qué estaba cerca del incendio y
quién era. De paso se le recordó que ya se
había negado a dar su nombre.

Pedro dijo de nuevo que no podía responder a la
pregunta.

– Eso no está bien – dijo severamente el general
del blanco bigote y el rostro rubicundo.

Al cuarto día comenzó el incendio por las
murallas Zubovski. Pedro y sus compañeros fueron
trasladados a Krimski-Brod y encerrados en un
almacén.

Al pasar por las calles, el prisionero se sintió
asfixiado por el humo que llenaba la ciudad entera. En diversos
puntos se veían incendios. Pedro, que no comprendía
aún el significado de la destrucción de la ciudad,
contempló con horror las llamas.

El 8 de septiembre se condujo a los prisioneros, por el
campo Devitche, situado a la derecha del convento de monjas, a un
punto en que se alzaba un poste. Detrás del poste
había una fosa recién abierta y, cerca de ella, un
gran gentío. Se componía éste de unos
cuantos rusos y de gran número de soldados de
Napoleón: alemanes, italianos y franceses, todos con traje
militar. A derecha e izquierda del poste había una fila de
tropas francesas vestidas con uniforme azul de charretera roja,
cascos y morriones.

Una vez colocados los acusados por el orden que indicaba
la lista (Pedro era el sexto) se les mandó que se
acercaran al poste. De pronto, los tambores redoblaron a ambos
lados del campo, y a su son creyó Pedro que se le
desgarraba el alma. Perdió la capacidad de pensar;
únicamente veía y oía. Su alma sentía
un solo deseo: que acabase lo antes posible la terrible cosa que
iba a ocurrir. Miró con atención a sus camaradas.
Los dos del extremo habían sido rasurados en la
prisión; uno era alto, delgado; el otro, moreno, velludo,
musculoso, de nariz aplastada; el tercero era un criado de
cuarenta y cinco años, de cabello gris, grueso y bien
alimentado; el cuarto, un campesino muy guapo, de barba rubia y
larga y ojos negros; el quinto, un obrero de fábrica,
muchacho pobre y enclenque, de dieciocho años, vestido
como un carpintero.

Pedro oyó que los franceses hablaban de si
debía fusilarse a los prisioneros de uno a uno o de dos en
dos.

– ¡De dos en dos! – decidió
fríamente el oficial.

La fila de soldados cobró súbito
movimiento. Todos se daban prisa, no como quien va a realizar un
acto que todo el mundo comprende y aprueba, sino como quien desea
acabar pronto una tarea desagradable, necesaria y poco
comprensible.

Un funcionario francés que lucía una faja
se acercó a la hilera de prisioneros y les leyó la
sentencia en ruso y en francés. Luego, cuatro soldados
franceses se acercaron a los presos y, por indicación del
oficial, se llevaron a los dos del extremo. Los condenados
avanzaron hasta llegar junto al poste; allí se detuvieron
y, mientras se iban a buscar unos sacos, ellos miraron a su
alrededor, en silencio, como bestias salvajes a las que acosan
los cazadores. Uno de ellos se persignaba sin cesar; el otro se
rascaba la espalda y sus labios simulaban una sonrisa. Los
soldados les vendaron los ojos con los sacos y los sujetaron al
poste. Pedro les volvió la espalda para no ver lo que iba
a suceder. De improviso sonó un chasquido, luego un ruido
semejante al más horrísono de los truenos;
así se lo pareció a Pedro, que se volvió de
frente. Pálidos, con las manos trémulas, los
franceses hacían algo junto a la fosa. Luego se llevaron a
los dos presos siguientes. Éstos miraban a todos en
silencio; sus ojos pedían auxilio en vano y no
parecían comprender ni creer en lo que iba a
ocurrir.

No podían creerlo porque sólo ellos
sabían el significado de su propia vida. De aquí
que no concibieran que se la pudiesen arrebatar.

Pedro, que no quería ver, se volvió de
nuevo, pero una detonación espantosa le desgarró
los tímpanos y, al propio tiempo, divisó el humo,
la sangre, los rostros pálidos y espantados de los
franceses, que volvían a maniobrar junto al poste y con
manos temblorosas se empujaban unos a otros. Pedro suspiró
con fuerza y echó una mirada a su alrededor, como si
preguntara: «¿Qué significa esto?» La
misma pregunta se leía en todas las miradas que se
tropezaban con la suya.

En las caras de los rusos, en las de los soldados
franceses, en las de los oficiales, en todos los rostros sin
excepción, se leía el mismo horror, el mismo miedo,
la misma lucha que se entablaba en su alma. «¿Para
qué hacer esto?»

«Todos sufren como yo. ¿Quién
habrá mandado esto, quién, quién
habrá sido?», se decía Pedro.

– ¡Tiradores del ochenta y seis,
adelante!-gritó una voz.

A continuación se llevaron solo al quinto
prisionero, el que estaba al lado de Pedro.

Este se dio cuenta de que estaba salvado y de que le
habían llevado allí sólo para que
presenciara las ejecuciones. Era evidente que se habían
enterado de que era un personaje, cuyo fusilamiento habría
podido originar complicaciones.

Con horror creciente, sin sentir alegría ni
tranquilidad, observaba lo que sucedía ante él. El
quinto sentenciado era el obrero.

En cuanto le tocaron dio un salto y se asió a
Pedro, que se estremeció y se desprendió de
él.

El obrero no pudo andar solo. Tuvieron que cogerlo por
debajo de los sobacos, y murmuró palabras ininteligibles.
Al colocarle ante el poste calló de pronto. ¿Se
daba cuenta de que clamaba en vano o creía imposible que
fueran a matarle? Se quedó quieto junto al poste,
esperando a que le vendaran los ojos, como a sus
compañeros, mientras miraba a la multitud con ojos
brillantes. Pedro no pudo volverse esta vez ni cerrar los ojos.
Su curiosidad y su emoción llegaban al límite, como
la de todos los presentes. El quinto preso estaba ya tan
tranquilo, al parecer, como los anteriores. Se cruzó el
abrigo y con uno de los pies descalzos se frotó el
otro.

Cuando le vendaron los ojos se arrancó el trapo.
El nudo le hacía daño. Al atarle al ensangrentado
poste se inclinó, pero como se hallaba incómodo en
aquella postura se enderezó y se apoyó en él
con las piernas rígidas.

Pedro no le perdió de vista y observaba hasta sus
menores movimientos. Es probable que los demás oyeran la
voz de mando, así como el disparo de los ocho fusiles.
Pedro no percibió nada, únicamente vio
inmovilizarse al obrero, mientras dos manchas de sangre
aparecían en dos puntos de su cuerpo. Vio también
ponerse muy tirantes las cuerdas bajo el peso de su cuerpo y que
él doblaba de manera anormal la cabeza y las piernas y,
luego, que caía al suelo.

Nadie impidió que Pedro se acercara al poste.
Unos hombres pálidos trabajaban a su alrededor. La
mandíbula inferior de un viejo y bigotudo francés
temblaba mientras deshacía los nudos de la cuerda. El
cuerpo de la víctima se contraía. Los soldados le
arrastraron con torpeza, apresuradamente, hasta el otro lado del
poste y le echaron a la fosa.

Aquellos soldados sabían que eran unos criminales
y se apresuraban a ocultar las huellas de sus
crímenes.

Pedro se asomó a la fosa y vio allá abajo
al obrero con las rodillas dobladas a la altura de la cabeza y un
hombro más alto que otro. Este hombro se alzaba y bajaba
nerviosamente.

Pero ya la tierra caía sobre los cuerpos. Un
soldado dijo a Pedro que se apartara. Pedro no entendió lo
que le ordenaban y siguió junto al poste, sin que nadie le
echase de allí. Cuando la fosa quedó cubierta por
completo, se oyó una orden. Se llevaron a Pedro a su sitio
y las tropas francesas, que seguían inmóviles junto
al poste, dieron media vuelta y desfilaron ante él.
Veinticuatro tiradores con los fusiles descargados se acercaron
allí mientras desfilaban las compañías ante
ellos.

Pedro contempló con ojos apagados a los
tiradores, que, de dos en dos, salían del
circulo.

Todos menos uno se unieron a sus camaradas. Un soldado
joven, pálido como un muerto, tocado con un casco y con el
fusil en la mano, permanecía delante de la fosa, en el
mismo sitio donde había disparado. Se tambaleaba como un
borracho; sus piernas avanzaban y retrocedían para
sostener su cuerpo vacilante. Un viejo soldado, un suboficial,
salió de las filas, cogió al soldado por un hombro
y lo hizo entrar en ellas. La multitud, compuesta de rusos y
franceses, se dispersó. Todos marchaban en silencio, con
la cabeza baja.

-Esto les enseñará a no ser
incendiarios… – comentó un francés.

Pedro se volvió al que hablaba; observó
que era un soldado que quería olvidar lo que acababa de
hacer, sin conseguirlo. Hizo un ademán y se
fue.

VII

Después de la ejecución se separó a
Pedro de los demás detenidos y se le dejó solo en
una capilla saqueada.

Por la tarde, el suboficial de servicio y dos soldados
entraron en la capilla e informaron al preso de que había
sido indultado e iba a ser conducido a las viviendas de los
detenidos militares. Sin comprender lo que se le decía,
Pedro se levantó y siguió a los soldados. Fue
conducido a las barracas construidas con vigas quemadas en la
parte alta de las afueras y se le hizo entrar en una de
ellas.

Una veintena de presos le rodearon en la oscuridad.
Él los miró sin comprender quiénes eran, por
qué estaban allí y qué era lo que
querían de él. Escuchaba las palabras que se le
dirigían, sin sacar de ellas la menor conclusión;
no comprendía su importancia. Respondió a las
preguntas que se le hicieron sin ver a la persona o personas que
las hacían ni cómo se interpretaban sus respuestas.
Miraba las expresiones, las caras, y todas le parecían
iguales.

Desde que presenció, a su pesar, la horrible
matanza cometida por los hombres, experimentaba una
sensación singular: le parecía que se había
roto en él el resorte del que dependía su vida y
que todo era polvo ahora a su alrededor.

Sin que lo advirtiera, se disipaba en su alma la fe en
el bienestar del mundo, en el alma, en Dios. Ya había
sentido otras veces algo parecido, pero no con tanta
intensidad.

Antes, cuando una duda parecida le asaltaba, se
decía que dudaba por culpa suya; se daba cuenta de que el
medio de librarse de la incertidumbre y de la
desesperación estaba en él mismo.

Ahora no creía ser el culpable de que el mundo se
derrumbara ante su vista dejando ruinas únicamente. Se
hacía cargo de que no estaba en su mano recobrar la fe en
la vida.

A su alrededor, en la oscuridad, se encontraban gentes
desconocidas, y era muy probable que él las divirtiera. Se
le dirigió la palabra, se le trasladó a otra parte
y, por fin, se encontró en un rincón de la barraca
con unos seres que se interpelaban riendo.

-Sí, compañeros…, fue el príncipe
mismo quien…-dijo una voz desde el extremo opuesto de la
barraca.

Silencioso e inmóvil, sentado en la paja junto a
la pared, Pedro abría y cerraba los ojos.

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14, 15, 16
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