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Análisis del libro Guerra y Paz, de León Tolstoi (página 15)



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Pero, apenas bajaba los párpados, veía
ante él el rostro espantoso del obrero y los más
horribles todavía de sus involuntarios
asesinos.

A su lado se hallaba sentado un hombre de talla exigua,
de cuya presencia se había dado cuenta enseguida por el
fuerte olor a sudor que se desprendía de él a cada
uno de sus movimientos. Este hombre estaba encogido en la
oscuridad y, aunque Pedro no le veía el rostro, se daba
cuenta que no le quitaba la vista de encima. Al mirarle
más atentamente, comprendió lo que hacía: se
descalzaba de una manera que le llamó la
atención.

Después de desatar los cordones que rodeaban una
de sus piernas, los arrolló con cuidado y enseguida se
quitó los de la otra pierna, mirando a Pedro.

Cuidadosamente, con movimientos regulares, el hombre se
descalzó, colgó el zapato de uno de los clavos de
madera que había en la pared, sobre su cabeza, y, sacando
una navaja, cortó algo con ella. Luego la cerró, se
la guardó, se instaló con más comodidad y
miró fijamente a Pedro.

Este experimentaba una sensación agradable,
consoladora, inspirada por los movimientos regulares e incluso el
olor de aquel hombre, que no le quitaba ojo.

-Ha presenciado usted muchas ejecuciones,
¿verdad, señor? – le interrumpió de
repente.

La voz cantarina del hombre era tan acariciadora, tan
natural, que Pedro quiso responder; pero le temblaban los labios
y los ojos se le llenaron de lágrimas. Inmediatamente, sin
esperar a que le hablase de sus sufrimientos, el hombrecillo se
puso a charlar con la misma agradable voz.

– No te disgustes, amigo – recomendó con ese
acento tierno, cantarín, acariciador, con que hablan las
viejas rusas -. No te disgustes, amigo. El pesar dura una hora;
la vida, un siglo. Nosotros vivimos en este mundo gracias a Dios.
Los hombres son así, unos buenos y otros malos.

Y con un ágil movimiento se levantó,
empezó a toser y se fue al otro lado de la
barraca.

– ¡Ah, malvada! ¿Conque has vuelto? – dijo
desde su nuevo rincón con la misma voz llena de ternura -.
Ha vuelto, se acuerda de mí… ¡Bueno,
basta!

Y rechazando a una perrita que daba saltos a su
alrededor regresó a su sitio y se sentó otra vez.
Tenía algo en la mano.

– Toma, come si quieres – dijo a Pedro con acento
respetuoso, ofreciéndole unas patatas cocidas -. Son
excelentes.

A Pedro, que no había comido nada desde la
víspera, le pareció muy apetitoso el olor de las
patatas. Las aceptó, dio las gracias a su compañero
y se puso a comer.

– ¿Por qué te las comes así? – dijo
éste sonriendo -. Mira cómo lo hago yo –
agregó cogiendo una patata y cortándola con el
cuchillo en dos partes iguales.

Hecho esto, roció de sal una de ellas y se la
ofreció a Pedro.

– Son excelentes – repitió -. Come.

A Pedro le pareció, en efecto, que nunca
había probado nada mejor.

– A mí me da lo mismo – observó
éste -, pero ¿por qué han fusilado a esos
desgraciados? ¡El último no había cumplido
los veinte años!

– ¡Chist! – dijo el hombrecillo -. ¡Ah,
cuánto se peca, cuantísimo se peca! –
añadió vivamente, como si tuviera ya preparadas las
palabras y le salieran por sí mismas de la boca -.
¿Por qué te has quedado en Moscú?

– Porque no sospechaba que llegaría tan pronto el
enemigo.

– ¿Y te han cogido en tu propia casa?

– No, quise ver el incendio y me detuvieron y juzgaron
como a incendiario.

-¡Ah, sí! El juicio, la
justicia

– ¿Y tú? ¿Llevas mucho tiempo
aquí dentro?

– No. Me sacaron del hospital el domingo
pasado.

– ¿Eres soldado?

– Pertenezco al regimiento de Apcheron; tenía
fiebre y por poco me muero. Nadie nos dijo nada. Eramos una
veintena de hombres los que estábamos enfermos. A ninguno
se le ocurrió…

– ¿Te aburres aquí?

– ¿Cómo no he de aburrirme, padrecito? Me
llaman Platón; mi apellido es Karataiev. En el servicio me
apodaban «El Halcón». ¿Cómo no
voy a aburrirme, padrecito? Moscú es madre de todas las
ciudades y me duele su caída. Pero también el
gusano se come la col y luego muere. Así lo dicen los
viejos.

– ¿Cómo, cómo has dicho?

– Quiero decir que lo que pasa es por voluntad de Dios –
repuso el soldado, creyendo repetir exactamente lo que
había dicho antes -. Y tú posees dominios,
¿verdad? ¿Y una casa? ¿Y una esposa?
¿Viven aún tus ancianos padres?

Pedro no veía en la oscuridad, pero se daba
cuenta de que, mientras le interrogaba, el soldado sonreía
con ternura. A éste le emociono saber que Pedro era
huérfano. Sobre todo le impresionó el hecho de que
no tuviera madre. Porque, como dijo, «la mujer nos
aconseja, la suegra nos salva, pero en el mundo no existe nada
tan precioso como una madre».

– ¿Tienes hijos?

La respuesta negativa de Pedro le entristeció,
mas se apresuró a observar:

– ¡Bah! Todavía eres joven, a Dios gracias,
y ya los tendrás… si vives en buena armonía con
tu mujer.

– ¡Ah! Ahora todo me da lo mismo – exclamó
Pedro a su pesar.

Platón cambió de postura, tosió y
se dispuso a darle una larga explicación.

Yo también he poseído un hogar, amigo –
declaró -. El dominio de nuestro señor era rico;
poseía muchas tierras. Los campesinos que le
servíamos vivíamos bien y, a Dios gracias, mi
familia prosperaba. Mi padre trabajaba, así como mis cinco
hermanos. Todos éramos verdaderos hijos de la tierra. Pero
un día…

Platón Karataiev refirió a Pedro una larga
historia. Un día que quiso coger leña en un bosque
vecino, lo sorprendió el guardia, le dio de latigazos, le
juzgaron y después le alistaron en el
ejército.

– Ya ves, aquello parecía ser un mal, pero en el
fondo fue un bien – admitió sonriendo -, porque, de no ser
por mi infracción, le hubiera tocado ir al servicio a mi
hermano menor, que tenía cinco hijos, mientras que yo
sólo tenía mujer. El había tenido,
además, una hija, pero Dios se la llevó. Una vez
que me dieron unos días de permiso regresé a casa y
vi que la familia vivía mejor que antes. El establo
rebosaba de ganado, las mujeres se quedaban en casa, dos de mis
hermanos se ganaban el pan fuera y el más pequeño,
Mikhailo, trabajaba en casa. Mi padre dijo: «Para
mí, todos mis hijos son iguales. Si alguien me muerde en
un dedo, siento el dolor en todo el cuerpo, y si no se hubieran
llevado a Platón, habría tenido que partir
Mikhailo.» Nos llamó a todos, nos colocó
delante del icono y dijo: «Mikhailo, ven; inclínate,
y tú, mujer, haz también una reverencia; saludadle,
niños.» El destino nos hace malas o buenas pasadas.
Nuestra felicidad, amigo mío, es como el agua en las redes
del pescador. Se las echa al mar y se hinchan; se las saca y se
deshinchan. Así es la vida.

Platón se acomodó sobre la
paja.

Tras un momento de silencio se
incorporó.

– Bueno; supongo que desearás
dormir…

Dicho esto, se santiguó rápidamente
murmurando:

– Señor Jesucristo, santos Nicolás,
Froilán y Lorenzo, perdónanos y
sálvanos.

Se inclinó hasta el suelo, se enderezó,
suspiró y se sentó en la paja.

– ¿Qué oración es ésa?
-preguntó Pedro.

– ¿Eh? ¿Qué? -dijo Platón
medio dormido-. ¿Mi oración…? Ya la has
oído. ¿Y tú no rezas?

– Sí. Pero ¿qué quiere decir eso de
Froilán y Lorenzo?

– ¡Cómo! ¿No lo sabes? Son los
santos patronos de los caballos. Hay que tener compasión
también de los animales. ¡Ah, la muy pícara
ha dado media vuelta! Está fatigada – explicó
palpando a la perrita, que estaba acurrucada junto a sus piernas.
Luego se volvió y se durmió.

Del exterior llegaban gritos, llantos, y, a
través de un agujero, se veía el resplandor del
fuego. Pero en el interior de la barraca todo era oscuridad y
silencio. Pedro permaneció despierto largo rato. Estaba
echado, con los ojos muy abiertos, oía los ronquidos de
Platón, al que tenía aún a su lado, y
advertía que el mundo destruido antes se
reconstruía ahora en su alma con una belleza nueva, sobre
cimientos inconmovibles, nuevos también…

VIII

La barraca adonde se condujo a Pedro, en la que
permaneció por espacio de cuatro semanas, cobijaba en
calidad de prisioneros a veintitrés soldados, tres
oficiales y dos funcionarios.

Todas esas gentes se le aparecían a Pedro
hundidas en una especie de niebla espesa, pero Platón
Karataiev se quedó para siempre grabado en su alma como un
recuerdo amado e intenso, como el símbolo de la bondad y
de la franqueza rusas.

Esta primera impresión se confirmó cuando,
a la mañana siguiente, vio a su vecino. Toda la persona de
Platón, con su capote corto, su gorro y su lapti,
era redonda: lo era la cabeza, la espalda, el pecho, los hombros,
incluso los brazos, que movía con frecuencia como si se
dispusiera a arrojar algo. Su agradable sonrisa, sus grandes,
tiernos y oscuros ojos resultaban redondos también. A
juzgar por el relato que hacía de las campañas en
que había tomado parte, parecía tener cincuenta
años. El ignoraba su edad, no podía precisarla;
pero sus dientes, fuertes y blancos, que mostraba al reír,
eran bellos y estaban bien conservados; ni sus cabellos ni su
barba tenían una sola cana y todo su cuerpo era flexible,
firme y resistente.

A pesar de algunas pequeñas arrugas, su rostro
tenía una expresión de inocencia juvenil; su voz
era agradable y cantarina, sus palabras francas y corteses. Era
evidente que nunca pensaba lo que decía o tenía que
decir, y por eso sin duda la rapidez y firmeza de sus respuestas
revelaban una convicción inquebrantable.

Su fuerza física y la preparación de sus
músculos eran tales, que no parecía comprender la
fatiga ni la enfermedad. Todos los días, al levantarse y
al acostarse, decía: «Haz, Dios mío, que
duerma como un leño y que me levante en tan buen estado
como el pan.» Por las mañanas solía agregar,
encogiéndose de hombros: «Bueno. Me acosté,
me levanté, me vestí, me puse a trabajar.» En
efecto, apenas abría los ojos se apresuraba a hacer algo
con ese afán con que el niño coge sus juguetes.
Sabía hacerlo todo ni demasiado bien ni demasiado mal:
guisaba, amasaba, cosía, clavaba, confeccionaba zapatos.
Se hallaba constantemente ocupado y sólo por la noche
entablaba conversación -le gustaba mucho charlar – o
entonaba alguna cancioncilla. No cantaba como aquel que sabe que
se le escucha, sino como las aves, porque sentía la
necesidad de emitir sonidos, del mismo modo que sentía el
deseo de estirarse o de andar. Sus cánticos eran siempre
muy tiernos, muy dulces, como los de una mujer
melancólica, y mientras cantaba, su rostro conservaba la
seriedad.

Al verse prisionero y con la barba crecida
rechazó todo cuanto había en él de soldado y
que era extraño a su manera de ser y recobró el
aire y las costumbres del campesino.

– Cuando el soldado disfruta de permiso debe llevar la
camisa fuera del pantalón – decía.

No le gustaba hablar de sus años de servicio,
pero tampoco se quejaba de ellos, pues decía a menudo que
nunca le habían pegado en el regimiento. Cuando narraba
algo hacía alusión, con frecuencia, a recuerdos
antiguos, visiblemente queridos para él, de su vida de
campesino. Los proverbios de que salpicaba sus frases no eran
inconvenientes como los que suelen decir los soldados. Eran
refranes populares, que, aislados, parecían carecer de
sentido, pero que, empleados oportunamente, sorprendían
por la profunda sabiduría que revelaban. Muchas veces se
contradecían, mas siempre resultaban apropiados. A
Platón le gustaba conversar y lo hacía bien,
sirviéndose de vocablos acariciadores, de sentencias de su
propia cosecha, o así se lo parecía a Pedro. Pero
el encanto principal de su conversación estribaba en la
solemnidad de que revestía los acontecimientos más
sencillos, los mismos a veces que había presenciado Pedro
sin reparar gran cosa en ellos. Escuchaba con gusto los cuentos
(siempre los mismos) que todas las tardes refería un
soldado, pero prefería las historias verdaderas. Al
escuchar tales narraciones sonreía satisfecho e
introducía palabras nuevas o hacía preguntas cuya
finalidad era la de sacar una moraleja de lo que se contaba. No
se sentía unido a nada; no parecía tener ninguna
amistad, ningún afecto, a la manera que los
entendía Pedro, pero amaba y vivía en buena
armonía con aquellos a quienes las circunstancias
ponían a su lado, es decir, con el Hombre, no sólo
con este o aquel hombre. Amaba a su perro, amaba a sus camaradas,
amaba a los franceses, a Pedro, su vecino en la prisión,
mas Pedro se daba cuenta de que cuando se separase de él,
aquel hombre no se entristecería lo más
mínimo. Y él, Pedro, comenzaba a sentir lo mismo
respecto de Karataiev.

Para los demás prisioneros era Platón un
soldado vulgar; le llamaban «El Halcón» o
Platocha; se burlaban un poco de él, le hacían
encargos, pero ya desde el primer momento se presentó a
Pedro como un ser incomprensible, redondo, como la
personificación constante de la verdad y de la sencillez,
y así le vería siempre.

Salvo sus oraciones, no sabía nada de memoria.
Cuando empezaba a hablar, ni él mismo parecía saber
cómo iba a concluir. Muchas veces, sorprendido por el
sentido de sus palabras, Pedro le obligaba a repetirlas, mas ya
no las recordaba, como tampoco recordaba nunca la letra de su
canción favorita. Sus dichos y sus actos se
desprendían de él con la misma espontaneidad y la
misma necesidad imperiosa con que se desprende el perfume de la
flor.

IX

Después de enterarse por Nicolás de que su
hermano estaba con los Rostov, en Iaroslav, la princesa
María, a pesar de las exhortaciones de su tía, se
preparó para partir, y no sola, sino con su sobrino. No se
preguntó ni quiso saber si la empresa sería
difícil o no, posible o imposible. Su deber le dictaba no
solamente dirigirse al lado de su hermano, gravemente herido,
sino llevarle a su hijo. Por consiguiente, lo dispuso todo para
una rápida marcha. El hecho de que el Príncipe no
le escribiera personalmente se lo explicaba diciéndose que
tal vez estuviera demasiado débil para coger la pluma o
bien que él juzgaba que el trayecto era demasiado largo y
peligroso para ella y su hijo y no quería tentarla con sus
cartas a ir a su lado.

Los últimos días de su estancia en
Voronezh fueron los mejores de su existencia. Su amor por
Nicolás Rostov no la atormentaba, no la emocionaba ya.
Este amor llenaba toda su alma, se había convertido en una
parte de sí misma y ya no luchaba contra él. Estaba
convencida -sin osar confesárselo con franqueza – de que
amaba y era amada. La afirmó en esta creencia su
última entrevista con Nicolás el día en que
fue a notificarle que el príncipe Andrés estaba con
los Rostov. Nicolás no hizo entonces ninguna
alusión a que, en caso de curarse el príncipe
Andrés, pudieran reanudarse entre él y Natacha las
pasadas relaciones, mas la princesa María vio impreso en
su rostro lo que sabía y lo que pensaba acerca de ello. A
pesar de esto, sus relaciones con ella seguían siendo
tiernas y afectuosas. Incluso parecía regocijarse de aquel
posible y futuro parentesco con la princesa María, el cual
le permitía expresarle con mayor libertad sus
sentimientos. Así pensaba la Princesa. Sabía que
amaba por primera y última vez en su vida; se
sentía amada, y esta convicción tranquilizaba su
espíritu y la hacía dichosa. Empero, esta dicha
parcial no impedía que compadeciera a su hermano con toda
su alma. Es más, la paz interior que ahora sentía
facilitaba en cierto modo su entrega total a los sentimientos que
le inspiraba Andrés. Su inquietud fue tan viva al salir de
Voronezh, que, al contemplar su atormentado semblante las
personas que la acompañaban, no dudaban que
enfermaría por el camino. Mas las dificultades, las
preocupaciones del viaje, a las que se entregó
febrilmente, la distrajeron de su dolor y le infundieron
energías.

Como suele suceder en estos casos, la princesa
María no pensaba más que en el viaje y se olvidaba
de su finalidad. Pero, al acercarse a Iaroslav, lo que iba a ver
se presentó a su imaginación vivamente. Entonces su
emoción llegaba al límite.

Cuando el correo que la precedía y que
había sido enviado por ella a Iaroslav para informarse de
la salud del príncipe Andrés y del lugar en que se
hallaban los Rostov, se tropezó, ya de regreso, con el
coche, cerca de la puerta del pueblo, quedó impresionado
al ver el pálido rostro de la Princesa asomado a la
ventanilla.

— Ya lo sé todo, Excelencia. Los Rostov habitan
en casa del comerciante Bronikov. No está lejos, a la
orilla del Volga.

La princesa María le miró con temor, no
comprendiendo por qué aquel hombre no le hablaba de lo
principal: la salud de su hermano. La señorita Bourienne
preguntó lo que la Princesa no se atrevía a
preguntar.

– ¿Cómo está el
Príncipe?

– Su Excelencia está con ellos, en la misma
casa.

Entonces vives, se dijo María; y preguntó
en voz baja:

– ¿Cómo se encuentra?

-Los criados dicen que sigue en el mismo
estado.

¿Qué significaba «seguir en el mismo
estado»? La Princesa no lo quiso averiguar. Se
contentó con mirar furtivamente a Nicolás,
niño de siete años, que iba sentado frente a ella;
luego bajó la cabeza y ya no volvió a levantarla
hasta que, vacilando y chirriando, el coche se detuvo. La
portezuela se abrió ruidosamente. A la izquierda, la
Princesa vio un gran río; a la derecha, la entrada de una
casa, criados y una muchacha de larga trenza negra cuya sonrisa
le pareció fingida y desagradable. (Era Sonia.) La
Princesa subió con paso ligero la escalera. La muchacha de
la sonrisa indicó: «Por aquí, por
aquí», y María se encontró en el
recibidor, ante una mujer entrada en años, de tipo
oriental, que, emocionada, le salía al encuentro. Era la
anciana Condesa, que la asió por la cintura y la
abrazó.

-Hija mía, la quiero y la conozco hace tiempo –
dijo.

A pesar de la emoción, María
comprendió quién era aquella dama y que
debía decir algo. Sin casi darse cuenta, murmuró
unas frases corteses en respuesta a las que en el mismo tono se
le dirigían; luego pregunto:

– ¿Dónde está?

– El médico asegura que se halla fuera de peligro
– explicó la Condesa; pero el suspiro y la
expresión de sus ojos, que elevó al cielo, conque
acompañó sus palabras estaban en
contradicción evidente con ellas.

– ¿Dónde está? ¿Lo puedo
ver?

– Enseguida, Princesa, amiga mía. ¿Es
ése su hijo? -interrogó la Condesa señalando
al pequeño Nicolás, que entraba en aquel momento en
compañía de Desalles, su ayo -. La casa es grande.
Todos ustedes podrán alojarse aquí. ¡Oh,
qué niño tan encantador!

La Condesa hizo entrar en el salón a
María. Sonia hablaba con la señorita Bourienne; la
Condesa acariciaba al pequeño. El viejo Conde entró
en la habitación para saludar a la recién llegada.
Había cambiado mucho desde la última vez que
María le había visto.

Entonces era un viejo guapo, alegre, seguro de sí
mismo. Ahora daba lástima verle. Mientras hablaba con la
Princesa, miraba a su alrededor, como para asegurarse de que
hacía lo más conveniente. Después del saqueo
de Moscú y de sus dominios; después de haber tenido
que renunciar a sus costumbres, ya no se sentía persona
importante y consideraba que ya no había lugar para
él en la vida.

La Princesa deseaba ver enseguida a su hermano, y le
molestaba verse rodeada así en aquellos momentos, pero
mientras acariciaban a su sobrino con afecto reparó en
todo lo que se hacía junto a ella y se sintió
impelida a someterse al nuevo medio en que se hallaba.
Sabía que todo aquello era necesario aunque enojoso, y no
guardaba rencor a los que la rodeaban.

– Es mi sobrina – indicó la Condesa, presentando
a Sonia -. ¿La conoce, Princesa?

La Princesa se dirigió a la muchacha y la
besó para sofocar el sentimiento de hostilidad que
despertaba en su alma. Pero le era penoso que el estado de
espíritu de las personas que tenía delante
estuviera tan alejado del que nacía en ella.

– ¿Dónde está? – volvió a
preguntar dirigiéndose a todos.

– Abajo. Natacha está con él – repuso
Sonia ruborizándose -. Ya han ido a preguntar cómo
se encuentra. Debe de estar fatigada, Princesa.

La Princesa lloraba, tanta era su inquietud. Se
volvió y quiso preguntar a la Condesa por dónde se
iba a la planta baja, cuando detrás de la puerta se oyeron
unos pasos rápidos, casi alegres. La Princesa miró
en aquella dirección y vio a Natacha, aquella misma
Natacha que tanto le desagradó durante su visita a
Moscú.

Mas apenas observó su semblante comprendió
que era su verdadera compañera de dolor y, por
consiguiente, su amiga. Se lanzó a su encuentro, la
enlazó por la cintura y lloró sobre su
hombro.

En cuanto Natacha, que estaba sentada junto a la cama
del príncipe Andrés, supo la llegada de la
Princesa, salió a paso rápido – alegre le
pareció a Maria – de la habitación y corrió
al encuentro de la viajera.

Al entrar en la sala, su conmovido rostro tenía
una sola expresión: la de un amor infinito hacia la
Princesa, hacia Andrés, hacia todos los que tenían
con él algún lazo de sangre. También
había en aquella mirada sufrimiento y piedad para todos y
el deseo apasionado de entregarse a ellos por entero, de
ayudarlos. Se veía que en aquel momento no pensaba en sus
relaciones con Andrés ni en sí misma.

La intuitiva Princesa lo comprendió así a
la primera ojeada que dirigió a aquel rostro, y por esto
lloró amargamente apoyada en su hombro.

– Ven, Maria – dijo Natacha arrastrándola a la
otra habitación.

La Princesa levantó la cabeza, se enjugó
los ojos y se volvió a mirarla. Se daba cuenta de que por
ella lo sabría y lo comprendería todo.

– ¿Qué…? – comenzó a decir; pero
enmudeció de pronto; las palabras no dicen ni expresan
nada. El rostro y los ojos de Natacha se lo dirían todo
con más claridad, más sinceramente.

Natacha la miró; pero temía revelar todo
lo que sabía. Ante aquellos ojos radiantes que penetraban
hasta el fondo de su corazón no podía decirse toda
la verdad. Los labios de Natacha temblaban; de pronto se le
formaron unas feas arrugas alrededor de la boca y
prorrumpió en sollozos, ocultando el rostro en las
manos.

La Princesa lo comprendió todo.

Sin embargo, esperaba, y preguntó con palabras,
aquellas palabras en que no creía:

– ¿Cómo es la herida? ¿Cómo
está él?

– Ya lo verás – fue todo lo que pudo contestar
Natacha.

Al llegar abajo se sentó un momento, antes de
entrar en la habitación, para enjugarse las lagrimas y
adoptar una expresión tranquila.

– ¿Progresa el mal? ¿Hace mucho que
está peor? ¿Cuándo ha sucedido? –
preguntó la Princesa.

Natacha le refirió que, en un principio, el
peligro estaba en los dolores y en el estado febril del herido.
Poco antes de llegar al convento de Troitza pareció
reaccionar y el médico ya no temió que pudiera
declararse la gangrena. Pero aunque también este peligro
había pasado, al llegar a Iaroslav la herida
comenzó a supurar. A continuación volvió la
fiebre, aunque esta vez era menos peligrosa.

– Pero hace dos días que… – Natacha
calló. Se esforzaba por reprimir el llanto -. Ven.
Tú misma verás cómo se encuentra –
concluyó.

– ¿Está débil? ¿Ha
adelgazado? – preguntó la Princesa.

-No. No es eso precisamente. Es… peor. Ya
verás. ¡Ah, María! ¡Es demasiado bueno!
No puede vivir porque… ¡es demasiado bueno!

X

Cuando abrió la puerta, mediante un hábil
movimiento, y dejó pasar delante a la Princesa,
ésta sintió que le subían los sollozos a la
garganta. Había tratado de prepararse de antemano para
aquella entrevista, pero ahora se daba cuenta de que no
tenía entereza suficiente para retener las lágrimas
ante su hermano.

Comprendía lo que Natacha quiso decir con aquello
de: «Hace dos días que…» El carácter
del Príncipe se había dulcificado de pronto, y este
enternecimiento era un mal síntoma. Al franquear el
umbral, la Princesa volvió a verle, con los ojos de la
imaginación, como cuando era niño, con su
expresión tierna y dulce, expresión que
mostró luego tan raras veces que, cuando aparecía,
la impresionaba. Estaba convencida de que iba a oír de sus
labios palabras tan amables, tan conmovedoras como las que le
dedicó su padre moribundo, frases que no se sentía
capaz de volver a escuchar sin lágrimas. Pero,
comprendiendo que tarde o temprano tendría que entrar
allí, irrumpió resueltamente y de pronto en la
habitación. Los sollozos seguían
sacudiéndola cuando, con ojos de miope, distinguió
su cuerpo y buscó con la vista sus rasgos. Luego le vio
con claridad y las miradas de los dos se encontraron.

El Príncipe estaba tendido en un diván,
rodeado de almohadas y envuelto en un batín forrado de
petit gris. Estaba pálido y delgado. Una de sus finas
manos, blancas, transparentes, sostenía el pañuelo.
Con la otra se tocaba el poco poblado bigote. Sus ojos se fijaban
en todas las personas que entraban en la
habitación.

La princesa María sintió de improviso que
su compasión se disipaba, que sus lágrimas
desaparecían y que cesaban sus sollozos. La
expresión del rostro y de la mirada que se cruzaba con la
suya la intimidaban, le hacían sentirse
culpable.

«¿Pero de qué?», se
preguntó.

«De vivir, de pensar en los vivos, mientras que
yo…», respondió la mirada fría, severa, de
Andrés.

En aquella mirada profunda, lejana, que dirigió
lentamente a su hermana y a Natacha se leía un sentimiento
de hostilidad.

Pero besó a María y le estrechó la
mano como de costumbre..

– ¡Hola, querida! ¿Cómo has llegado
hasta aquí? – preguntó con voz inexpresiva y tan
hostil como su mirada. (Si hubiera lanzado un grito penetrante,
de desesperación, este grito habría aterrorizado
menos a la Princesa que aquella voz)-. ¿Has traído
a Nicolás? – agregó con la misma entonación
lenta e inexpresiva, reuniendo sus recuerdos mediante un esfuerzo
visible.

– ¿Cómo te encuentras? – preguntó
la Princesa extrañándose de sus propias
palabras.

– Pregúntaselo al doctor, querida.

Y haciendo un nuevo esfuerzo para demostrarle ternura,
dijo, solamente con los labios (pues se veía que no
pensaba lo que decía):

– Gracias, hermana mía, por haber
venido.

María le estrechó la mano. El
frunció levemente las cejas al sentir la presión.
En sus palabras, en su acento y, sobre todo, en su mirada
fría, hostil, se intuía el alejamiento, terrible
para un hombre vivo, de todo lo que alienta.

Era evidente que sólo mediante continuos
esfuerzos se daba cuenta de que existía a su alrededor una
vida, pero, al mismo tiempo, se veía que esta dificultad
no se derivaba de que se viera privado de la capacidad de
comprender, sino de que le absorbían de manera tan
profunda las cosas que comprendía y las que no
comprendía, que no podía comprender a los
vivos.

– El destino nos ha reunido, sí – dijo rompiendo
el silencio y señalando a Natacha -. Ella me cuida y
está siempre a mi lado.

La princesa María escuchaba y no daba
crédito a sus oídos. ¿Cómo
podía hablar así el tierno príncipe
Andrés delante de la mujer que amaba y que le amaba? Si
hubiera albergado la esperanza de vivir, no hubiese pronunciado
aquellas palabras en un tono tan frío y mortificante. De
no estar seguro de morir, ¿cómo podía
haberse expresado así delante de ella? Una sola
explicación tenía aquello: la de que todo le era
indiferente, porque se le había revelado otra cosa
más bella e importante.

La conversación era fría y se
interrumpía a cada momento.

– María ha pasado por Riazán – dijo
Natacha.

El príncipe Andrés no observó que
llamaba María a su hermana; en cambio, la propia Natacha
advirtió que acababa de llamarla así por vez
primera.

– Bien, ¿qué? – dijo
Andrés.

Entonces se le refirió que Moscú
había quedado totalmente destruida por el
incendio.

Natacha enmudeció. La conversación
languidecía. Se veía que el Príncipe se
esforzaba en vano por escuchar.

– ¿Lo han incendiado? ¡Qué
lástima! – exclamó.

Y miraba el vacío, atusándose el
bigote.

– Sé que acabas de conocer al conde
Nicolás, María – observó de improviso,
deseando halagarla -. En sus cartas dice que le gustas mucho –
siguió diciendo sencillamente, tranquilamente, sin que
pareciera comprender la importancia que tenían aquellas
palabras para los vivos -. ¿Le amas tú
también? Me parece bien… que os caséis –
agregó en un tono más vivo, con el aire gozoso de
quien halla por fin las palabras que ha estado buscando mucho
tiempo.

La princesa María escuchaba como si lo que
decía su hermano no tuviera para ella más
significado que el de demostrar que estaba con un pie fuera del
mundo de los vivos.

– ¡No tiene por qué hablar de mí! –
reprochó con voz serena, mirando a Natacha. Esta
sintió la mirada, pero no se conmovió. Luego
callaron los tres.

– Andrés…, ¿quieres ver… a Nikoluchka?
– interrogó la Princesa de súbito, con acento
tembloroso.

Por vez primera, los labios del Príncipe
esbozaron una sonrisa, pero su hermana, que conocía hasta
la más leve expresión de su rostro,
comprendió con horror que no era una sonrisa de
satisfacción ni de ternura hacia su hijo, sino una sonrisa
de burla hacia ella, porque se daba cuenta de que había
empleado el último recurso para tratar de
enternecerlo.

-Sí, deseo ver a Nikoluchka. ¿Está
bien?

Cuando entraron al niño en la habitación,
le miró, impresionado, pero no lloró, porque nadie
lloraba. Le besó y no supo qué decirle.

Cuando se lo llevaron, la Princesa se acercó al
lecho, besó a su hermano e, incapaz de contenerse por
más tiempo, se echó a llorar.

Andrés la miró fijamente.

– ¿Lloras por Nicolás? –
preguntó.

La Princesa afirmó con un gesto.

-María, ¿no sabes…? El
Evan…

Andrés calló bruscamente.

– ¿Qué dices?

– Nada. No llores – repuso mirándola tan
fríamente como al principio.

Había comprendido que la Princesa lloraba porque
Nicolás se iba a quedar sin padre, y, mediante un poderoso
esfuerzo, volvió a la vida, trató de ponerse en el
lugar de su hermana.

«Sí, debe parecerle muy penoso eso –
pensó – y, sin embargo, ¡es tan sencillo! Los
pájaros del cielo no siembran, no recogen la cosecha. Es
nuestro Padre quien les da el alimento.»

Hubiera querido explicar todo esto a
María.

«Pero no lo entendería; las mujeres no
comprenden nada; no les cabe en la cabeza que esos sentimientos,
que esos pensamientos a los que conceden tanta importancia,
no son necesarios… ¡Ya no nos
entendemos!»

El hijo del príncipe Andrés tenía
siete años. Apenas sabía leer y era un ignorante. A
partir de aquel día aprendió infinidad de cosas por
medio del estudio, de la observación, de la experiencia,
mas, aunque entonces hubiera poseído la capacidad de que
dio pruebas más adelante, no hubiese podido comprender
mejor y con más provecho la escena que vio desarrollarse
entre su padre, la Princesa y Natacha.

Lo comprendió todo. Sin llorar, salió de
la habitación. Luego se acercó en silencio a
Natacha, que le seguía, la miró tímidamente
con sus hermosos ojos pensativos, con el labio superior un poco
levantado y tembloroso, apoyó en ella la cabeza y
rompió a llorar.

A partir de aquel día huyó de su ayo, de
la anciana Condesa, que le acariciaba, y procuraba quedarse solo,
sentado en cualquier parte, o se acercaba con timidez a la
Princesa o a Natacha, a la que parecía querer cada vez
más, frotando su cuerpecillo dulce y vergonzosamente
contra el de ella.

Cuando la Princesa dejó al príncipe
Andrés, comprendía ya por completo lo que le
había revelado el rostro de Natacha. Y ya no volvió
a tener esperanzas. Ella y Natacha le velaron alternativamente,
sentadas junto al diván. María no lloraba ya, pero
rogaba sin cesar a Dios, cuya presencia parecía sentir tan
cerca el moribundo.

XI

Andrés no sólo sabía que iba a
morir, sino que se daba cuenta de que se estaba muriendo. Se daba
cuenta de su alejamiento de todas las cosas de este mundo, de su
gozoso alejamiento de la existencia. Sin prisas ni turbaciones
esperaba lo que tenía que ocurrir. Aquella cosa terrible,
eterna, desconocida y lejana, cuya presencia no cesó de
sentir toda su vida, estaba ahora muy cerca de él, y casi
la comprendía y sentía.

En otra época tuvo miedo de morir. Dos veces
había experimentado ese sentimiento terrible del miedo a
la muerte, a terminar, y en aquellos momentos no
comprendía este temor. Había experimentado aquel
sentimiento por primera vez cuando una granada daba vueltas ante
sus ojos como una peonza, mientras él miraba los
rastrojos, el cielo, y veía la muerte muy cerca. Pero
cuando volvió en sí, después de ser herido,
en su alma, liberada por un momento del peso de la existencia, se
abría la flor del amor eterno, ese amor que no se puede
originar en esta vida. Y entonces no sólo perdió el
temor a la muerte, sino que ni siquiera pensó en
ella.

Durante las horas del delirio, de doloroso aislamiento,
que pasó después de haber sido herido, cuando
más reflexionaba en este recién descubierto
principio del amor eterno, más renunciaba, sin advertirlo,
a la vida terrena. Amarlo todo, amar a todos, sacrificarse sin
cesar por amor, significaba no amar a nadie, no vivir esta vida
terrenal. Y cuanto más se penetraba de aquel principio de
amor, más renunciaba a la vida, más destruía
ese terrible obstáculo que media entre la vida y la
muerte.

Cuando pensaba aquellos días que tenía que
morir, exclamaba para sus adentros: «¡Bueno!
¡Mejor!» Pero después de aquella noche en
Mitistchi, en que vio aparecer durante el delirio a la mujer
soñada, que besó y derramó dulces
lágrimas sobre su mano, el amor se infiltró
imperceptiblemente en su corazón y le infundió el
deseo de vivir. Ideas gozosas y terribles comenzaron a asaltarle.
Al recordar que había visto a Kuraguin en la ambulancia le
asaltó una duda que ya no dejó de atormentarle.
«¿Vivirá o habrá muerto?» Pero
no osaba preguntarlo.

Su enfermedad seguía su curso normal en el
aspecto físico, pero el estado que llamó la
atención de Natacha era el resultado de las últimas
luchas morales entre la vida y la muerte, de las que ésta
había salido victoriosa. El amor de Natacha, la repentina
comprensión de lo que todavía amaba de la vida, era
lo único que despertaba en él el terror a lo
desconocido.

Era por la tarde. Como todos los días,
después de comer tuvo un poco de fiebre y su pensamiento
cobró una claridad súbita. Dormitaba. De improviso
experimentó una sensación de felicidad.

«Es ella que ha entrado»,
pensó.

En efecto, vio sentada a Natacha, que acababa de entrar
en la habitación sin hacer ruido. Desde que ella le
cuidaba, Andrés experimentaba de continuo la
sensación física de su presencia. Estaba sentada en
una silla, de cara a él, ocultándole la luz de la
bujía, y hacía una labor de punto. (Aprendió
a hacer media desde que una vez dijo el Príncipe que nadie
sabía cuidar tan bien de un enfermo como las viejas
calceteras, porque la calceta es casi lo mismo que un calmante.)
Sus finos dedos manejaban con rapidez las agujas, y Andrés
distinguía bien el perfil de su inclinado rostro. Al hacer
un movimiento resbaló la lana de sus rodillas. Natacha se
estremeció, le miró y, mediante otro movimiento
prudente y hábil, recogió el ovillo y volvió
a adoptar la misma postura. Andrés la miraba sin moverse.
Después de aquella rápida inclinación,
parecía lógico que la respiración de ella se
hubiera alterado, pero no ocurrió tal cosa.

Los primeros días que volvieron a estar juntos
habían hablado del pasado. Andrés había
dicho que si conservaba la vida daría gracias a Dios
eternamente por aquella herida que los había unido de
nuevo. Después ya no volvieron a enfrentarse con el
porvenir.

«¿Qué ocurrirá? – pensaba
ahora mirándola y escuchando el rumor de las agujas de
acero -. ¿Me habrá reunido con ella la suerte, de
modo tan imprevisto, para dejarme morir…? ¿Se me
habrá revelado la verdad de la existencia para que viva en
la mentira? La amo sobre todas las cosas de este mundo, mas
¿qué debo hacer?»

Y, por un hábito adquirido en el sufrimiento,
lanzó un gemido.

Natacha dejó la labor, se acercó al
diván y se inclinó sobre él al reparar en el
brillo de sus ojos.

– ¿No duermes?

– No, te estaba mirando; he sentido tu presencia. Nadie
me proporciona tanto silencio, tanta paz, tanta luz como
tú. Quisiera llorar de alegría.

Natacha se aproximó un poco más. En su
rostro brillaba una dicha entusiasta.

– ¡Natacha, te amo demasiado! Te amo más
que a nada en el mundo.

– ¡También yo te amo! Pero ¿por
qué dices demasiado?

– ¿A ti qué te parece? ¿Qué
sientes en el alma? ¿Qué piensas?

– Me siento segura, muy segura – exclamó Natacha
asiéndole las dos manos con un movimiento
apasionado.

Andrés callaba.

– ¡Qué hermoso sería eso!

Tomó su mano y la besó.

Natacha se sentía feliz, conmovida. Luego
recordó que no debía abandonarse a sus
sentimientos, que Andrés necesitaba
tranquilidad.

– Pero no has dormido – dijo reprimiendo la dicha que
experimentaba -. Trata de dormir, te lo ruego.

Andrés soltó su mano; Natacha
volvió a instalarse cerca de la bujía como antes.
Le miró dos veces, y dos veces sus ojos se encontraron.
Natacha tomó una decisión: se dijo que hasta que no
hubiera llegado a cierto punto en su labor no volvería a
mirarle.

Poco después, Andrés cerró los ojos
y se quedó dormido.

Pero no durmió mucho rato; se despertó de
pronto, turbado, inundado de un sudor frío. Se
había dormido pensando, como de costumbre, en lo que le
preocupaba: en la vida y en la muerte. Sentía a
ésta cada vez más cercana. «El amor…
¿Qué es el amor? – pensaba -. Es vida. Si comprendo
alguna cosa es porque amo. Todo existe únicamente por
esto, porque amo. Todo está unido por el amor. El amor es
Dios, y morir significa que yo, una pequeña parte del
amor, vuelvo a la fuente común eterna.»

Estos pensamientos consoladores no dejaban de ser solo
eso: pensamientos. Les faltaba algo: la evidencia. Por eso
Andrés experimentó una sensación de
inquietud y vacío hasta que consiguió
dormirse.

En sueños se vio ocupando la misma
habitación en que se hallaba en realidad. Pero ya no
estaba herido, sino que gozaba de buena salud. Ante él
distinguió a varias personas conocidas e insignificantes.
Andrés habló, discutió con ellas de cosas
poco trascendentales. Ha de partir hacia alguna parte; comprende
vagamente que lo que está haciendo tiene poca importancia,
pero sigue conversando y asombrando a sus oyentes con sus salidas
vagas y espirituales. Poco a poco, insensiblemente, las personas
que están con él se esfuman, desaparecen, y se le
presenta un problema: ¿cómo cerrar la puerta? Se
levanta y se dirige a ella dispuesto a echar la llave y correr el
cerrojo. Todo depende de que consiga o no cerrarla. Va hacia
ella, pero su cabeza, sus piernas, se niegan a obedecerle y
comprende que no llegará a tiempo por más que se
esfuerce. Le sobrecoge el terror, el terror de la muerte que
está detrás de la puerta. Pero mientras se
acerca, vacilando, a ella, algo espantoso, semejante a la muerte,
la empuja, pretende abrirla desde el otro lado.

El debe impedirlo. Se apoya en el batiente y hace un
último esfuerzo. Cerrarla es ya imposible, pero puede
evitar que la acaben de abrir. Sus fuerzas flaquean, y, cediendo
a la presión de aquello, la puerta se abre… y vuelve a
cerrarse enseguida.

Una vez más, ella empuja desde fuera.
Los últimos esfuerzos sobrehumanos de Andrés nada
consiguen y la puerta se abre de par en par, en silencio. Entra
ella; es la muerte. El príncipe
Andrés muere.

En este momento recuerda que duerme, hace un esfuerzo y
despierta – «Sí, ha sido la muerte. Morí y
acabo de despertar. La muerte es el despertar.» Esta idea
cruza con claridad deslumbrante por su espíritu. El velo
que le ocultaba lo desconocido se levanta ante su mirada. Ya se
siente libre de la fuerza que le oprimía y experimenta un
extraordinario y duradero bienestar.

Cuando, bañado en un sudor frío, se
agitó en el diván, Natacha se acercó para
preguntarle qué tenía. Andrés no
contestó, no parecía comprender la
pregunta.

A partir de entonces, la fiebre agravó al
enfermo, en opinión del doctor. Esta opinión no
interesaba a Natacha; veía demasiado bien los terribles
indicios morales, indiscutibles, para ella, de su
estado.

Al despertar de aquel sueño comenzó el
príncipe Andrés a despertar a la vida. Y,
relacionado con la duración de la vida, este despertar no
le pareció más tardío que el despertar del
sueño relacionado con la duración del
ensueño. No había nada terrible en este despertar
relativamente lento.

Sus últimos días, sus últimas horas
transcurrieron como de ordinario, muy sencillamente. La princesa
María y Natacha, que no se separaban de él, lo
sentían así. No lloraban, no temblaban, y, a
última hora, ni siquiera le cuidaban (ya no estaba junto a
ellas; las había dejado). De él no quedaba ya nada
más que su cuerpo. Los sentimientos de las dos eran tan
intensos, que la parte externa, horrible, de la muerte, no
actuaba sobre ellas y no juzgaban necesario avivar su dolor. Ya
no lloraron más delante de él ni detrás de
él; tampoco volvieron a hablar de él entre
sí. Se daban cuenta de que jamás podrían
expresar con palabras lo que sentían. Las dos lo
veían ir desapareciendo, alejándose poco a poco,
lenta, tranquilamente, aquí abajo, y comprendían
que debía ser así y que aquello era un
bien.

Cuando recibió los últimos sacramentos,
toda la familia fue a darle el adiós definitivo. Cuando le
llevaron a su hijo, posó los labios en su frente y
volvió la cabeza, no porque le fuera penosa su vista; no
porque sintiera compasión (Natacha y la Princesa lo
adivinaron), sino porque supuso que aquello era todo lo que se le
exigía. Pero cuando le pidieron que le bendijera, lo hizo,
y luego paseó la mirada a su alrededor como si quisiera
saber si tenía que hacer algo más
todavía.

Natacha y María asistieron al último
estremecimiento de aquel cuerpo que el alma
abandonaba.

– ¡Se concluyó! – exclamó la
princesa María cuando el Príncipe, tendido ante
ella y ya inmóvil desde hacía un instante, empezaba
a enfriarse.

Natacha se acercó, miró los ojos del
difunto y se apresuró a cerrarlos. Los cerró, pero
no los besó. Lo que hizo fue aferrarse más al
recuerdo de él.

-Partió… ¿Dónde se hallará
ahora?

Cuando el cadáver, lavado y vestido, se
colocó dentro del féretro y éste sobre una
mesa, todos se acercaron llorando para darle el último
adiós.

Nicolás lloraba a causa del asombro doloroso que
le desgarraba el corazón; la Condesa y Sonia lloraban de
compasión por Natacha y porque Andrés ya no
existía; el viejo Conde lloraba porque se daba cuenta de
que pronto le llegaría la vez de emprender el mismo
viaje.

Natacha y María lloraban también, pero no
para desahogar su dolor personal. Lloraban porque la conciencia
del misterio simple y solemne de la muerte que se había
cumplido ante ellas llenaba sus almas de una piadosa
ternura.

Decimotercera
parte

I

El día 6 de octubre, Pedro salió de la
barraca a buena hora de la mañana y se detuvo delante de
la puerta para jugar con un perrito largo, gris, de patas cortas
y torcidas, que daba saltos a su alrededor. Este perrito habitaba
en la barraca y pasaba la noche al lado de Karataiev, pero en
algunas ocasiones se iba al pueblo y luego volvía.
Probablemente no tenía amo; tampoco tenía nombre.
Los franceses le llamaban Azor; los rusos Fingalka;
Karataiev y sus camaradas, Sieny o Visly. Pero el hecho
de no pertenecer a nadie, así como la falta de nombre, de
raza y de color, dejaban indiferente al perrito de la cola
esponjosa y siempre levantada; sus torcidas patas eran tan
ágiles y seguras, que a veces, menospreciando el empleo de
una de las traseras, levantaba graciosamente la otra y, con suma
habilidad, corría sólo con tres patas. Todo era
objeto de placer para él. Ora lanzaba gritos de
alegría, ora se echaba sobre el dorso, ora se calentaba al
sol con aire grave y pensativo, ora saltaba, jugando con un
carrete o una paja.

El vestido de Pedro se componía entonces de una
sucia y desgarrada camisa, único resto de su
atavío, de un pantalón de soldado sujeto a la
cintura por una cuerda – así se lo había aconsejado
Karataiev-, de un caftán y de un gorro de
campesino.

Había cambiado mucho físicamente: no
parecía tan grueso, aunque su aspecto seguía siendo
robusto, por ser hereditario en la familia. Una barba y unos
bigotes le cubrían la parte inferior del rostro; los
largos cabellos, hirsutos, llenos de parásitos, se rizaban
debajo del gorro; la expresión de sus ojos era más
firme, más serena. Al cansancio que se reflejaba antes en
su mirada había sucedido una energía pronta a la
acción y a la resistencia. Llevaba los pies
descalzos.

Un cabo francés con la guerrera desabrochada,
gorro de cuartel y una pipa corta entre los dientes llegó
a la barraca y miró a Pedro guiñándole un
ojo amistosamente.

Después de llevarse un dedo a la sien a manera de
rápido y tímido saludo, le preguntó si en
aquella barraca se encontraba el soldado Platocha, a quien
había dado a coser una camisa.

La semana anterior, los franceses habían recibido
telas y otros artículos y dieron a hacer camisas y botas a
los prisioneros.

– Ya está hecha, ya está hecha,
pequeño – dijo Karataiev mientras salía de la
barraca con una camisa doblada en las manos.

A causa del calor y por comodidad, el soldado ruso iba
en calzoncillos y camisa, ésta desgarrada y negra – como
la tierra. Llevaba los cabellos metidos en un gorro de red, a la
moda obrera, y su redondo rostro parecía en aquel momento
más redondo y más simpático
todavía.

-La exactitud es lo principal en el trabajo. Te
prometí que la tendrías el viernes, y aquí
está – dijo Platón sonriendo, en tanto desdoblaba
la camisa.

El francés miró a su alrededor con aire
inquieto; por fin, venciendo su vacilación, se
quitó rápidamente el uniforme y cogió la
camisa. No llevaba otra debajo de la guerrera; sólo el
torso joven, flaco, desnudo, cubierto por un largo y floreado
chaleco, al que la suciedad daba un color de manteca.

Como si temiera que se rieran a su costa, el
francés se echó rápidamente la camisa sobre
la cabeza.

— Te está un poco justa – dijo Platón
tirando de ella.

Después de ponérsela, el francés
examinó las costuras.

– No mires mucho, amigo. Aquí no tenemos taller
ni útiles, y sin útiles no se puede hacer nada a la
perfección – dijo Platón sonriendo, evidentemente
satisfecho de su obra.

– Bien, gracias. ¿Le ha sobrado tela? –
preguntó el francés.

– Te aconsejo que te la pongas sobre la piel – dijo
Karataiev con el mismo aire de satisfacción-. Es mejor y
más agradable.

– Gracias, gracias, pero ¿y el sobrante? –
repitió sonriendo el francés.

Sacó un billete y se lo dio al ruso.

Pedro advirtió que Platón no quería
comprender lo que le decía el francés, y le miraba
sin mezclarse en la conversación. Karataiev cogió
el dinero, dio las gracias y continuó admirando la prenda.
El francés insistía en que le diera el sobrante de
la tela, y rogó a Pedro que tradujera lo que
decía.

– ¿Para qué quiere el sobrante, caramba? –
exclamó entonces Platón -. En cambio, yo puedo
hacerme un par de calcetines con esa tela. Pero ¡que Dios
le bendiga!

Con repentina expresión de tristeza y
desánimo sacó de su alforja un trozo de tela y, sin
mirar al francés, se lo entregó.

– ¡Uf! – exclamó Karataiev
alejándose.

El francés examinó la tela, se
quedó pensativo, miró a Pedro a los ojos y, como si
leyera en ellos un reproche, se ruborizó y
gritó:

– ¡Platocha, Platocha! Ten. Para ti.

Le puso la tela en las manos y se
marchó.

– Bueno – comentó Karataiev bajando la cabeza -.
Se rumorea que los franceses no son cristianos, pero esto prueba
que tienen corazón. Los viejos dicen: «La mano
bañada en sudor es generosa, la mano seca es avara.»
Ese hombre va desnudo y, sin embargo, no es tacaño. –
Sonrió pensativo, contempló a su compañero y
calló -. ¡Calcetines de primera calidad, amigo! –
exclamó de pronto. Y entró en la
barraca.

II

Los presos avanzaban con sus guardianes por las calles
de Khamovniki. Detrás iban los furgones y los carros. Al
llegar cerca del almacén de provisiones se mezclaron con
un gran convoy de artillería que avanzaba penosamente
entre coches particulares.

Después de pasar por Krimski-Brod, los presos
dieron todavía varios pasos más, se detuvieron,
avanzaron de nuevo. Por todas partes, hombres y coches se daban
cada vez más prisa. Luego de recorrer, en el espacio de
una hora, los centenares de pasos que los separaban del puente de
la calle Kalugskaia, hicieron alto, apretando las filas, en el
cruce de esta calle con la de Zamoskvoretskaia. Allí
permanecieron estacionados varias horas. Por todas partes se
oía un ruido sordo como el del mar: el de las pisadas, los
gritos, las animadas conversaciones de los hombres. De pie, con
la espalda apoyada en la pared de una de las casas incendiadas,
Pedro escuchaba aquellos ruidos, que en su imaginación se
mezclaban al de los tambores.

Algunos oficiales se encaramaron, para ver mejor, a la
pared de aquella casa.

– ¡Cuánta gente! ¡La hay hasta encima
de los cañones! ¡Mirad qué pieles tan
hermosas! Son robadas. ¡Ah, tunante…! Ésos son
alemanes seguramente… Ved aquel paisano nuestro. Va tan cargado
que apenas puede dar un paso. ¡Mira! ¡Han cogido
incluso un coche!

Una oleada de curiosidad general empujó en
dirección del camino a los prisioneros. Nada de lo que
Pedro veía ahora producía en su espíritu la
más leve impresión. Como si su alma se preparase
para una lucha difícil, se negaba a aceptar las
impresiones que pudieran debilitarla.

Detrás de él volvían a avanzar
carros y soldados, furgones y soldados, coches y soldados,
cajones y soldados, y, de tarde en tarde, mujeres.

Pedro no veía a cada hombre por separado;
sólo percibía el movimiento de la masa.

Todos los hombres, y los caballos inclusive,
parecían obedecer a una fuerza invisible que los impulsara
a avanzar, avanzar siempre. Durante la hora en que Pedro los
estuvo observando, desembocaron por diversas bocacalles animados
por el mismo deseo de pasar lo más deprisa posible. Se
daban encontronazos, comenzaban a irritarse, a reñir: los
blancos dientes rechinaban, las cejas se fruncían, las
invectivas menudeaban y en todas las caras se leía la
misma expresión de valor resuelto, de resolución
fría, que Pedro había visto aquella mañana,
al sonar el tambor, en el rostro del cabo, y que le había
llamado la atención.

Por la tarde, el jefe del convoy reunió al
destacamento y, entre gritos y discusiones, se mezclaron a otros
convoyes. Rodeados por todas partes, los prisioneros salieron a
la carretera de Kaluga.

Avanzaban deprisa, sin hacer altos, y no se detuvieron
hasta que el sol comenzó a declinar.

Pedro comió carne de caballo y conversó
con sus compañeros. Ni él ni ninguno de sus
camaradas hablaban de lo que habían visto en Moscú,
ni de la conducta de los franceses, ni de la orden de disparar
que se había dado a los invasores. Como si quisieran
contrarrestar con su actitud la gravedad de la situación,
se mostraban alegres y animados: hablaban de recuerdos
personales, de escenas divertidas presenciadas durante la marcha
y rehuían todo comentario sobre la
situación.

El sol se había puesto hacía ya rato.
Brillantes estrellas comenzaban a surgir aquí y
allá en la bóveda celeste; el reflejo de la luna
llena que ascendía, coloreada, como si ardiera, se
disipaba en el horizonte, cubierta por una bruma grisácea.
La atmósfera aparecía diáfana; el día
había terminado; la noche no había empezado
todavía. Pedro se puso en pie y fue al otro lado del
camino, donde estaban los soldados prisioneros.. Deseaba
conversar con ellos. Pero cuando atravesaba el camino le dio el
alto un centinela francés y le ordenó que
retrocediera.

Pedro se retiró, pero no hacia el punto del que
había partido, sino en dirección de un coche
desenganchado junto al que no había nadie. Cruzó
las piernas y se sentó, con la cabeza baja, sobre la
tierra fría, al lado de una de las ruedas. Así,
inmóvil y pensativo, estuvo largo rato. Transcurrió
media hora lo menos sin que nadie fuera a molestarle. De repente
se echó a reír. Profirió una carcajada tan
fuerte, tan fresca, que varias personas le miraron desde lejos,
asombradas.

– El soldado no ha querido dejarme pasar, ¡ja, ja,
ja! — decía Pedro en voz alta pero hablando consigo mismo
-. Me han cogido, me han encerrado, me tienen prisionero, mas
¿a quién tienen? A mi cuerpo, porque mi alma es
inmortal. ¡Ja, ja, ja!

Se rió tanto que acabó con los ojos llenos
de lágrimas.

Cuando se reunió con sus camaradas aún
sonreía.

III

El grupo de que Pedro formaba parte no había
recibido ninguna nueva orden de las autoridades francesas y se
encontraba, el 22 de octubre, muy cerca de las tropas y de los
convoyes con los que había partido de Moscú. Los
prisioneros y los bagajes de Junot formaban grupo aparte,
aún cuando unos y otros se reducían con igual
celeridad. Los carros llenos de municiones fue ron disminuyendo
hasta que, de ciento veinte, sólo quedaron sesenta. El
resto fue capturado o abandonado. De la misma manera, se
apresaron o saquearon algunos carros cargados de equipajes. Tres
de ellos fueron desvalijados por los soldados rezagados de la
compañía de Davoust. De las conversaciones que
oyó, Pedro dedujo que la guardia que los acompañaba
había sido destinada a vigilar, más que a los
presos, el bagaje de los jefes franceses. Uno de los guardianes,
un soldado alemán, había sido fusilado porque se
halló en su poder una cuchara de plata que
pertenecía a un superior suyo. El grupo de prisioneros era
el que disminuía con más rapidez. Todos los que
podían andar por su pie formaban un solo grupo. Pedro se
había incorporado a Karataiev y al perrito gris que le
consideraba como su amo.

Al tercer día de la salida de Moscú,
Karataiev sufrió un ataque de fiebre – la misma que le
habían curado en el hospital – y, a medida que empeoraba
su mal, se alejaba más Pedro de él. Ignoraba la
causa, pero lo cierto era que, conforme Karataiev se iba
debilitando, él tenía que hacer un esfuerzo mayor
para aproximarse a su compañero. Y cuando se acercaba a
él y oía sus gemidos, que profería sobre
todo a la hora de acostarse, y percibía el intenso olor a
sudor que despedía su cuerpo, se alejaba y dejaba de
pensar en él.

El 22, a mediodía, subía Pedro por un
barrizal pegajoso, escurridizo, mirando sus pies y las asperezas
del camino. De vez en cuando se detenía a observar a la
gente que le rodeaba, y a continuación volvía a
mirarse las piernas. Las conocía tan bien como a sus
compañeros.

El perrito gris de las patas torcidas corría por
la cuneta del camino y a veces levantaba una de las patas
traseras y avanzaba sobre las tres restantes, como si quisiera
demostrar su habilidad y su alegría, o se paraba para
ladrarle a un cuervo posado sobre un cadáver. El animal
estaba más limpio y más alegre que en Moscú.
Por todas partes se veían carroñas de hombres y de
caballos, en diversos grados de descomposición. Los
hombres impedían con su presencia que se acercasen los
lobos, y el perrito podía comer a sus anchas.

Durante todo el día estuvo lloviendo. De vez en
cuando se aclaraba el cielo y parecía que iba a cesar la
lluvia y a salir el sol, pero, tras un breve intervalo,
volvía a llover. La carretera, cubierta de agua, ya no
podía absorber más, y por todas partes
corrían arroyuelos que iban a alimentar los
charcos.

Pedro avanzaba mirando de soslayo y contando sus pasos
de tres en tres con ayuda de los dedos. En su fuero interno
decía, dirigiéndose a la
lluvia:«¡Más, más, todavía
más!»

– ¡A vuestros sitios! – exclamó de
improviso una voz.

Simultáneamente, en alegre confusión,
corrieron soldados y prisioneros, como si esperasen ver algo
agradable y solemne a la vez. Por todas partes sonaban voces de
mando, y a la izquierda de los prisioneros, al trote, pasaron
jinetes sobre hermosos corceles. En todos los rostros se pintaba
esa expresión expectante que se observa en las personas
que se encuentran cerca de una autoridad superior. Los
prisioneros se habían agrupado a un lado de la carretera;
los soldados de la guardia se habían alineado.

– ¡El Emperador, el Emperador!

– ¡El mariscal!

– ¡El duque!

Después de la escolta pasó velozmente ante
ellos un coche tirado por blancos caballos.

Pedro entrevió el rostro hermoso, sereno, lleno,
blanco, de un hombre que llevaba la cabeza cubierta con un
tricornio. Era uno de los mariscales de Napoleón.
Fijó éste la vista en la destacada personalidad de
Pedro, y, a juzgar por el gesto con que frunció las cejas
y volvió la cara, el prisionero dedujo que el personaje
había experimentado un sentimiento de compasión y
deseaba ocultarlo.

Cuando los presos avanzaron de nuevo, se volvió
para mirar atrás. Karataiev estaba sentado al borde del
camino, en la cuneta; dos franceses hablaban, de pie, ante
él. Pedro ya no volvió a mirar atrás.
Subió cojeando la colina.

A su espalda sonó una detonación.
Procedía del punto en que acababa de ver a Karataiev
sentado. El perro comenzó a aullar.
«¡Qué imbécil! ¿Por qué
aullará?», pensó Pedro.

Ninguno de los camaradas que caminaban a su lado se
volvió para averiguar por qué había sonado
la detonación. La habían oído, así
como los aullidos del perro, pero sus rostros permanecieron
severos e inexpresivos.

IV

Natacha y la princesa María sintieron del mismo
modo la muerte del príncipe Andrés. Moralmente
abrumadas, con los ojos cerrados para no ver las terribles nubes
que la muerte dejó suspendidas sobre sus cabezas, no
osaban mirar la vida de frente. Con prudencia ostensible
procuraban librar de todo contacto doloroso su abierta herida.
Todo: un coche que pasara por la calle, el recuerdo de un
banquete, la pregunta de un servidor o – esto sobre todo – una
palabra de compasión, tímida y poco sincera,
enconaba aquella herida; les parecía una ofensa, turbaba
el silencio que necesitaban para percibir la nota grave que
incesantemente vibraba en sus oídos y que les
impedía mirar aquel infinito lejano que entrevieran por un
momento.

Por el contrario, cuando se sentaban frente a frente, no
se sentían ya ofendidas ni turbadas. Hablaban poco, y
cuando lo hacían se referían a cosas
insignificantes; ambas evitaban, sobre todo, nombrar en su
conversación cuanto guardara relación con el
porvenir.

Admitir la posibilidad de un futuro cualquiera les
hubiera parecido una ofensa a la memoria de Andrés. Con
prudencia mayor todavía, omitían todo lo que
tenía alguna relación con el difunto. Porque a las
dos les parecía que nada de lo que habían vivido o
sentido podía expresarse con palabras. Cualquier detalle
de la vida del Príncipe que hubieran evocado verbalmente
hubiese podido violar la majestad, la santidad del misterio
realizado ante sus ojos.

Las continuas reticencias de que salpicaban sus
conversaciones, el perpetuo silencio que conservaban acerca de
todo lo que pudiera recordarles a Andrés, el cuidado que
ponían en no traspasar el límite de lo que
podía decirse, les revelaba a ellas mismas los
sentimientos que experimentaban.

Pero la tristeza absoluta es tan imposible como la
alegría absoluta. La princesa María fue la primera
que se vio arrancada por la vida misma a la tristeza de las dos
primeras semanas de duelo, al verse dueña y señora
de su destino y convertida en la tutora y educadora de su
sobrino. Recibió cartas a las que tuvo que responder; la
habitación de Nikoluchka era húmeda, y el
niño comenzó a toser; Alpatich llegó a
Iaroslav con sus cuentas, y le aconsejó se trasladara a
Moscú, a su casa de Vosdvijenka, que se conservaba intacta
y necesitaba tan sólo ligeras reparaciones.

La vida no se detiene, es preciso vivir. Cualquiera que
fuese el dolor de la princesa María, a la sola idea de
salir de su aislamiento y del estado contemplativo en que
había vivido hasta entonces, hubo de hacerlo, cediendo a
las exigencias de la vida. Examinó las cuentas de
Alpatich; se hizo aconsejar por Desalles acerca de su sobrino;
dio órdenes, y se preparó para la marcha a
Moscú.

Natacha quedó sola e incluso esquivó a la
Princesa desde que ésta comenzó a preparar el
viaje.

La princesa María pidió a la condesa de
Rostov que dejara partir a Natacha a la ciudad en su
compañía, y tanto la madre como el padre accedieron
gozosos, porque veían decaer las fuerzas de su hija de
día en día y juzgaban conveniente el cambio de
aires y los consejos de los médicos de
Moscú.

– No deseo ir a ninguna parte. Dejadme tranquila – dijo
Natacha respondiendo a la invitación.

A fines de diciembre, vestida con su traje de lana
negra, con las trenzas mal peinadas, pálida y delgada,
echada sobre el diván, miraba en dirección de la
puerta, aquella puerta por donde él había partido
para la otra vida. Aquella vida tan lejana, tan increíble,
en que jamás había pensado anteriormente, era
entonces la que le parecía más comprensible,
más próxima, puesto que contenía el
vacío y la destrucción o el dolor y el
castigo.

Contemplaba con la imaginación el lugar en que
estaba el Príncipe, pero no acertaba a imaginárselo
de manera diferente a como fue en vida. Volvía a verle tal
y como era. Veía su rostro, oía su voz,
repetía sus palabras, imaginaba a veces las que
habrían podido decirse.

«Le veo. Está echado sobre el diván,
con su casaca de terciopelo, apoyada la cabeza en su delgada
mano, pálido, con el pecho hundido, los hombros
levantados. Tiene los labios apretados y los ojos brillantes;
sobre su frente de marfil aparece y desaparece una arruga; uno de
sus pies tiembla imperceptiblemente.» Natacha sabe que
lucha contra sufrimientos horribles. «¿Cuáles
son esos sufrimientos? ¿Qué es lo que
siente?», se dice. Él ha reparado en la
atención con que ella le mira, alza los ojos,
sonríe y se pone a hablar.

«Una cosa sola es terrible -dice -: unirse para
siempre a una persona que sufre. Es un dolor perpetuo.» Y
le dirige una mirada escrutadora. Natacha, como siempre, responde
sin tomarse tiempo para reflexionar. Dice: «Esto no puede
durar. Te curarás.»

Recordaba la mirada larga, triste, severa, conque
respondió él a estas palabras.

Hoy le hubiera respondido de otro modo. Le hubiese
dicho: «Es terrible para ti, pero no para mí. Sin ti
nada existe para mí en la vida, y sufrir contigo es para
mí una dicha muy grande.» Y él le hubiera
cogido la mano y se la habría estrechado como se la
estrechó aquella tarde terrible, cuatro días antes
de morir. Con la imaginación le decía otras
palabras tiernas que no pudo decir entonces.

– Te amo, te amo, te amo – repetía
retorciéndose las manos y apretando los dientes con un
convulsivo esfuerzo.

Y una tristeza dulce se apoderaba de ella y se le
llenaban los ojos de lágrimas. De pronto se
preguntaba:

«¿Por qué digo esto?
¿Dónde se hallará ahora?»

Y todo se le velaba de nuevo, y de nuevo miraba en
dirección de la puerta con las cejas fruncidas. De
improviso pareció penetrar en el misterio…

Rápidamente, sin adoptar precauciones, con aire
asustado, entró Duniacha en la
habitación.

– Venga, venga pronto – dijo muy agitada -. Ha sucedido
una desgracia… ¡Pedro Ilitch…! Una
carta…-terminó sollozando.

V

Cuando llegó Natacha al salón,
salía rápidamente su padre de la habitación
de la Condesa. Tenía el rostro contraído y
bañado en lágrimas.

Evidentemente, huía a otra habitación con
objeto de dar rienda suelta al llanto que lo ahogaba.

Al distinguir a Natacha le hizo una seña y
estalló en sollozos que deformaron su redondo
semblante.

– Pe… Petia… Ve…, ella… te llama…

Y, llorando como un chiquillo, se alejó todo lo
deprisa que le permitían las piernas temblorosas, se
dejó caer en una silla y ocultó el rostro en las
manos.

Una especie de conmoción eléctrica
atravesó a Natacha de arriba abajo. Era como si acabaran
de asestarle un golpe en el corazón. Sentía en
él un dolor horrible. Pero, al mismo tiempo, el dolor
aquel la liberaba de la prohibición de vivir que pesaba
sobre ella. A la vista de la aflicción de su padre, de los
gritos de desesperación de su madre, que sonaban al otro
lado de la puerta, se olvidó de sí misma y de sus
pesares. Corrió junto al Conde. Agitando débilmente
la mano, éste le mostró la puerta de la
habitación de su mujer. La princesa María,
pálida, con los labios temblorosos, salió por
aquella puerta, cogió a Natacha de la mano y
murmuró unas palabras a su oído. Natacha no
veía ni oía nada. A paso ligero franqueó el
umbral, se detuvo un instante como si luchase consigo misma, y
después corrió al lado de su madre.

La Condesa, tendida en el sofá, se
retorcía convulsivamente y daba cabezazos contra la pared.
Sonia y las doncellas la asían por los brazos.

– ¡Natacha, Natacha, no es cierto, no es
cierto…! ¡Mienten…! ¡Natacha! – dijo rechazando a
las personas que la rodeaban -. Marchaos todos. No es cierto que
le hayan matado. ¡Ah, no es cierto!

Natacha apoyó una rodilla en el diván, se
inclinó sobre su madre, la abrazó y, con una fuerza
que nadie le hubiera atribuido, la levantó, le
volvió la cara y apoyó la suya en ella.

– ¡Madrecita mía, palomita mía!
Estoy aquí, mamá, estoy aquí –
murmuró.

– Natacha, tú me amas – dijo la Condesa en voz
baja y en son de súplica -. Natacha, tú no me
engañarás. ¿Me dirás la verdad, toda
la verdad?

Natacha la miró con los ojos llenos de
lágrimas; su rostro expresaba amor y pedía
indulgencia.

– Madrecita, querida mía – repetía
desplegando todas las fuerzas de su amor para arrancarle el
exceso de dolor que la oprimía.

Y de nuevo, en su lucha infructuosa contra la realidad,
la madre se negaba a creer en la posibilidad de vivir mientras
que su hijo bienamado, lleno de vida, había muerto; se
inhibía de esta realidad para sumirse en el mundo de la
locura.

Natacha no recordó después cómo
transcurrieron aquel día ni el siguiente. No
durmió; por la noche no se apartó de su madre un
solo instante. Su amor filial, un amor perseverante, paciente,
sin explicación, sin consuelo, se mostraba a cada segundo,
como llamamiento de vida, a la Condesa. Esta se calmó un
poco en la tercera noche. Entonces, apoyando la cabeza en el
brazo de su sillón, Natacha cerró los
ojos.

Poco después oyó crujir el lecho. Natacha
abrió los ojos. Sentada en la cama, la Condesa le hablaba
en voz baja.

– ¡Cuánto me alegro de que estés
aquí! – decía -. Estás rendida,
¿quieres una taza de té?

Natacha se acercó a ella.

-Has envejecido, pero estás bella –
continuó la Condesa asiéndole una mano.

– ¿Qué dices, madrecita?

– ¡Natacha! ¡Él ya no existe!
¡No existe!

La Condesa le pasó un brazo por la cintura y, por
vez primera, se echó a llorar.

VI

La princesa María aplazó su marcha porque
Sonia y el Conde trataban de reemplazar a Natacha, pero no
podían. Sólo ella sabía impedir que su madre
se dejara llevar de la desesperación.

Natacha vivió por espacio de tres semanas al lado
de su madre, en su misma habitación, sentada en un
sillón. La obligaba a beber y a comer, le hablaba sin
cesar, porque su voz tierna y acariciadora la calmaba.

La herida moral de la Condesa no acababa de
cicatrizarse. La muerte de Petia había destrozado su vida.
La triste noticia que sorprendió a una mujer de cincuenta
años, todavía fresca y robusta, la dejó
convertida en una vieja, medio muerta y a la que ya no interesaba
la vida. Pero la herida que casi mató a la Condesa
resucitó a Natacha.

Por extraño que pueda parecer, la herida moral
infligida a su ser espiritual exigía una especie de herida
física; y cuando ésta se cicatrizó, cuando
desapareció, la herida moral se cicatrizó
también por obra de la vida que ocultaba en su
interior.

Los últimos días del príncipe
Andrés habían aproximado a Natacha a la princesa
María; la nueva desgracia las unió más si
cabe. La princesa María, que había aplazado la
marcha, cuidó por espacio de tres semanas a Natacha como a
un niño enfermo, porque la última semana que
pasó junto a su madre aniquiló sus fuerzas
físicas.

Después nació entre ellas esa amistad
tierna y apasionada que únicamente se ve en las mujeres,
Se besaban con frecuencia, se decían palabras tiernas,
pasaban juntas la mayor parte del día. Si una de ellas
salía, la otra la echaba de menos e iba a reunirse con
ella. Estaban unidas por un sentimiento más fuerte que el
de la amistad: el sentimiento de que sólo podían
vivir estando unidas. A veces permanecían silenciosas
horas enteras; a veces hablaban en el lecho hasta la madrugada.
Conversaban, sobre todo, del pasado lejano.

La princesa María le refería su infancia,
hablaba de sus padres, de sus sueños, y Natacha, que otras
veces se había separado de ella porque no
comprendía aquella vida cristiana, de abnegación
sumisa, de sacrificio, ahora, por el afecto que le profesaba,
amaba su pasado y comprendía su vida. No pensaba aplicar a
la propia la sumisión y el sacrificio, porque estaba
habituada a buscar otras alegrías, pero comprendía
y amaba en los demás unas virtudes que antes eran
incomprensibles para su entendimiento. A la princesa
María, la narración de la infancia y de la primera
juventud de Natacha le descubría un lado insospechado de
la existencia: la fe en la vida, en el goce de la
vida.

A últimos de enero, la Princesa partió,
por fin, hacia Moscú, y el Conde se empeñó
en que la acompañase Natacha para que consultara a los
médicos de la ciudad sobre el estado de su
salud.

VII

Como suele suceder, Pedro no se dio cuenta de la dureza
de las privaciones físicas sufridas ni de los sufrimientos
de su cautiverio hasta que, gracias a los cosacos, se vio libre
de él. Una vez en libertad, se dirigió a Orel y, al
tercer día de su llegada a ella, mientras hacía los
preparativos de la marcha a Kiev, cayó enfermo y tuvo que
guardar cama por espacio de tres meses. Tenía una fiebre
biliosa, según el diagnóstico médico. Y a
pesar de los cuidados de los doctores y del gran número de
drogas que le prescribieron, curó y pudo
levantarse.

Todo lo ocurrido desde el momento en que le libertaron
hasta aquel en que se puso enfermo apenas dejó en su
espíritu la más ligera impresión. Recordaba
solamente el tiempo gris, sombrío, la lluvia, la nieve, el
enemigo, el dolor que sentía en las piernas y en el
costado, la impresión que en general le producían
los sufrimientos de los hombres, la curiosidad de los oficiales
que le interrogaban, sus caminatas, las dificultades con que
tropezó para hallar un coche y un caballo, y, sobre todo,
su incapacidad para pensar y sentir durante todo aquel tiempo. El
día de su liberación vio el cadáver de Petia
Rostov; el mismo día supo que el príncipe
Andrés había vivido hasta después de la
batalla de Borodino y que había muerto en Iaroslav, junto
a los Rostov.

Denisov, que fue quien le dio esta noticia, en el curso
de la conversación mencionó por casualidad la
muerte de Elena, suponiendo que Pedro la conocía desde
bastante tiempo atrás. Todo aquello le pareció a
Pedro extraño, pero nada más: se sentía
incapaz de comprender la importancia de aquellos hechos.
Sólo pensaba en abandonar lo antes posible aquellos
lugares donde se mataban los hombres entre sí y
reemplazarlos por un refugio sosegado donde poder rehacerse,
reposar y reflexionar en todas las cosas nuevas y extrañas
que había aprendido.

Mas en cuanto llegó a Orel cayó enfermo.
Al recobrar el conocimiento halló a su lado a Terenti y a
Vaska, sus dos antiguos servidores.

Durante la conversación, Pedro fue
rehaciéndose poco a poco de unas impresiones que se
habían convertido en hábito, y se adaptó a
la idea de que nadie le arrojaría ya de ninguna parte, de
que nadie le quería privar de un lecho abrigado y de que
todos los días comería, tomaría el té
y cenaría.

Pero en sus sueños veíase nuevamente en el
cautiverio. Poco a poco también, se fue dando cuenta de la
trascendencia de las noticias que le comunicaron al quedar libre,
de la muerte del príncipe Andrés, del fallecimiento
de su esposa, del aniquilamiento de los franceses.

El sentimiento agradable de la libertad, de esa libertad
total tan preciosa para el hombre, se despertó en
él por vez primera durante el primer relevo de caballos
después de su salida de Moscú. y este sentimiento
inundó su alma durante toda la convalecencia:

Se asombraba al ver que aquella libertad interior,
independiente de las circunstancias externas, estuviera ahora
acompañada de la libertad exterior. Estaba solo en una
ciudad extraña, donde no tenía conocimientos; nadie
le exigía nada, nadie le enviaba a ninguna parte,
tenía todo lo que se le antojaba y se veía libre de
un recuerdo que antes le atormentaba sin cesar: el recuerdo de su
esposa.

«¡Ah, qué agradable es todo esto! –
se decía cuando se veía ante una mesa bien puesta,
con un buen caldo, o cuando por la noche se acostaba en una cama
limpia y blanda, o cuando se acordaba que estaba libre de su
mujer y de los franceses -. ¡Ah, qué cosa tan
agradable! – y, obedeciendo a una antigua costumbre, se
dirigía esta pregunta -: Bueno, y ahora ¿qué
voy a hacer? – y se respondía al punto -: Nada; ya
veremos. ¡Ah, qué agradable!»

Lo que antes le preocupaba, lo que siempre trató
de solucionar, la cuestión del objeto de la vida, ya no
existía para él. Se había concluido la
búsqueda, y no por casualidad y momentáneamente,
sino porque comprendía que no existía tal objeto ni
podía existir. Precisamente este convencimiento era lo que
le producía aquella alegre sensación de libertad,
lo que le hacía dichoso.

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14, 15, 16
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