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Análisis del libro Guerra y Paz, de León Tolstoi (página 7)



Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14, 15, 16

La princesa María había cesado de tomar
lecciones de matemáticas de su padre, y sólo cuando
él estaba en casa, por la mañana, iba al despacho
acompañada del ama y del pequeño Nicolás,
como le llamaba el abuelo. El pequeño vivía con el
ama y la vieja criada Savichna, en las habitaciones de la
Princesa difunta, y la princesa María pasaba la mayor
parte del tiempo en el cuarto del niño,
esforzándose tanto como podía en hacer de madre de
su sobrino.

Mademoiselle Bourienne también parecía
querer apasionadamente al pequeño, y, muy a menudo, la
princesa María, violentándose, cedía a su
amiga el placer de mecer al «angelito», como llamaba
a su sobrinito, y de entretenerlo.

Cerca del altar de la iglesia de Lisia-Gori se elevaba
una capilla sobre la tumba de la pequeña Princesa, y en
ella se había erigido un monumento de mármol,
enviado de Italia, que representaba a un ángel con las
alas desplegadas, en actitud de subir al cielo. Aquel
ángel tenía el labio superior un poco levantado,
como si fuera a sonreír, y un día, el
príncipe Andrés y la princesa María, al
salir de la capilla, confesaron que era extraño, pero que
la cara de aquel ángel les recordaba a la difunta. Pero lo
que era aún más extraño, y que el
príncipe Andrés no dijo a su hermana, fue que en la
expresión que el artista había dado por casualidad
al rostro del ángel, el príncipe Andrés
leía las mismas palabras de dulce reconvención que
había leído en el rostro de su mujer
muerta:«¡Ah!, ¿por qué me habéis
hecho esto?»

Al cabo de poco tiempo de la vuelta del príncipe
Andrés, el viejo Príncipe dio en propiedad, a su
hijo, Bogutcharovo, una gran hacienda situada a cuarenta verstas
de Lisia-Gori. Sea por los recuerdos penosos ligados a
Lisia-Gori, sea porque el príncipe Andrés no se
sentía siempre capaz de soportar el carácter de su
padre, y tal vez también porque tenía necesidad de
estar solo, aprovechando la donación, hizo construir una
casa en Bogutcharovo, en la que pasaba la mayor parte del
tiempo.

Después de la campaña de Austerlitz, el
príncipe Andrés estaba firmemente decidido a no
reincorporarse al servicio militar, y cuando la guerra
volvió a empezar y todo el mundo tuvo que incorporarse de
nuevo, él no entró en servicio activo y
aceptó las funciones, bajo la dirección de su
padre, correspondientes al reclutamiento de milicias.

Después de la campaña de l805, el anciano
Príncipe parecía haber cambiado con respecto a su
hijo. El príncipe Andrés, por el contrario, que no
tomaba parte en la guerra, y en el fondo del alma le
dolía, no auguraba nada bueno de ello.

El día 26 de febrero de l807, el anciano
Príncipe salió en viaje de inspección. El
príncipe Andrés, como hacía siempre en
ausencia de su padre, se quedó en Lisia-Gori. El
pequeño Nicolás hacía cuatro días que
estaba enfermo. Los cocheros que habían conducido al
anciano Príncipe a la ciudad volvieron con papeles y
cartas para el príncipe Andrés.

El criado que traía las cartas no encontró
al príncipe Andrés en su despacho y se
dirigió a las habitaciones de la princesa María,
pero tampoco estaba allí. Alguien dijo que el
Príncipe se encontraba en la habitación del
niño.

– Si le place, Excelencia, Petrucha ha llegado con el
correo – dijo una de las criadas dirigiéndose al
príncipe Andrés, que estaba sentado en una silla
baja y que, con las cejas contraídas y mano temblorosa,
vertía gotas de un frasco en un vaso lleno hasta la mitad
de agua.

– ¿Qué hay? – dijo con tono irritado; y
como sea que las manos le temblaran más, dejó caer
demasiadas gotas en el vaso. Arrojó al suelo el contenido
y pidió otro. La criada se lo dio.

En el aposento había una cama de niño, dos
arcas, dos sillas, una mesa, una mesita y una silla baja en la
que estaba sentado el príncipe Andrés.

Las ventanas estaban cerradas; encima de la mesa
había una bujía encendida, y de pie, enfrente, un
libro de música a medio abrir, de manera que la luz no
cayera sobre la camita del niño.

-Vale más esperar – dijo a su hermano la princesa
María, que estaba al lado de la cama -.
Después…

– Hazme el favor. No digas tonterías. Siempre
esperas y he aquí lo que has esperado… – dijo el
príncipe Andrés con un murmullo colérico,
con evidente deseo de herir a su hermana.

– Créeme, vale más no despertarlo. Duerme
– pronunció la Princesa con voz suplicante.

El príncipe Andrés se levantó y se
acercó a la cama de puntillas con el vaso en la
mano.

-No sé… ¿Despertarlo?-dijo en tono
indeciso.

– Como quieras…, pero… Me parece… Es decir, como
quieras-dijo la princesa María, que parecía
amedrentada y avergonzada de haber expuesto su
parecer.

Indicó a su hermano en voz baja que la criada le
llamaba.

Hacía varias noches que ni uno ni otro
dormían, siempre al lado del pequeño, consumido por
la fiebre. Sin confianza en el médico de la casa,
esperaban de un momento a otro al que habían mandado
llamar de la ciudad. Entre tanto, probaban una medicina tras
otra. Rendidos de no dormir, tristes, se hacían pagar
mutuamente su dolor y se peleaban.

– Petrucha, con papeles de su padre, señor –
murmuró la criada.

El príncipe Andrés
salió.

– ¡Que vayan al diablo! – exclamó; y
después de escuchar las órdenes verbales de su
padre y de guardar el pliego que le dirigía, volvió
al cuarto del niño.

– Y bien, ¿cómo está? –
preguntó el príncipe Andrés.

– Lo mismo. Espera, por favor. Karl Ivanitch siempre
dice que el sueño es la mejor medicina-murmuró con
un suspiro la Princesa.

El príncipe Andrés se acercó al
niño y lo tocó. Ardía.

– ¡Al diablo tú y tu Karl
Ivanitch!

Tomó el vaso con las gotas y volvió al
lado de la cama.

– ¡Andrés, no seas así! – dijo la
princesa María.

Pero él, airado y no sin sufrir, arrugaba las
cejas y con el vaso en la mano se acercaba al
niño.

– Vamos, lo quiero – dijo -. Te digo que se lo
des.

La princesa María se encogió de hombros,
pero dócilmente tomó el vaso y, llamando a la
criada, se dispuso a dar la pócima al pequeño. El
niño chillaba y empezaba a atragantarse. El
príncipe Andrés, con las cejas contraídas,
apretándose la cabeza con ambas manos, salió de la
habitación y se dejó caer en el diván de la
sala contigua.

Tenía en las manos todas las cartas.
Maquinalmente las abrió y empezó a leerlas. El
anciano Príncipe, en un papel azul, escribía con su
letra alta y caída:

«Acabo de recibir, por correo, una noticia muy
agradable, si es cierta. Parece que Benigsen ha vencido
completamente a Bonaparte en Eylau. En San Petersburgo todos
triunfan y ha sido enviada una multitud de condecoraciones al
ejército. Aunque sea alemán, lo felicito. Hasta
ahora no entiendo lo que hace por allí el jefe de
Kortcheva, un tal Khandrikov. Aún no tenemos ni hombres ni
víveres. Ve enseguida allí y dile que le
haré cortar la cabeza si dentro de una semana no
está todo dispuesto. También he recibido una carta
de Petinka sobre la batalla de Pressich-Eylau, en la que
tomó parte; todo es verdad. Cuando no se entrometen los
que no tienen nada que hacer allí, hasta un alemán
derrota a Bonaparte. Dicen que ha huido con el mayor desorden.
Ve, pues, inmediatamente a Kortcheva y cumple mis
órdenes.»

El príncipe Andrés suspiró y
abrió otra carta. Estaba escrita con caracteres muy finos
y ocupaba dos hojas; era de Bilibin. La volvió a doblar,
sin leerla, y leyó de nuevo la de su padre que acababa con
estas palabras: «¡Ve, pues, inmediatamente a Korcheva
y cumple mis órdenes!» «No, perdón, no
iré mientras el niño no esté bien del
todo», pensó acercándose a la puerta y
dirigiendo un vistazo al cuarto del niño.

La princesa María no se movía del lado de
la cama y mecía dulcemente al niño.

«¿Qué otras cosas desagradables
dirá mi padre?-se preguntaba el príncipe
Andrés recordando el contenido de la carta que acababa de
leer -. Sí…, los nuestros han obtenido una victoria
sobre Bonaparte, precisamente cuando yo no estaba allí.
Sí, sí, la suerte se ríe de mí… Lo
mismo da». Y comenzó a leer la carta francesa de
Bilibin.

Leyó sin comprender ni la mitad. Leía
sólo por dejar de pensar, aunque no fuera más que
por unos instantes, en aquello que desde hacía mucho
tiempo pensaba exclusivamente y con mucha pena.

De pronto le pareció oír a través
de la puerta un ruido extraño. Le dio miedo, temía
que le hubiera pasado algo al niño mientras leía la
carta. De puntillas se acercó a la puerta de la
habitación y la abrió un poco.

En el momento de entrar observó que la criada,
con aspecto aterrorizado, le ocultaba alguna cosa y que la
princesa María no estaba al lado de la cama.

– Andrés – oyó a la princesa María
con un murmullo que le pareció desesperado. Como acontece
muy a menudo después de una larga noche de insomnio y de
emociones fuertes, un miedo injustificado le invadió de
pronto. Le asaltó la idea de que el niño
había muerto. Todo lo que veía y oía le
parecía confirmar su temor. «Todo ha
terminado», pensó, y un sudor frío
humedeció su frente.

Aturdido, se acercó a la cuna pensando
encontrarla vacía y que la criada había escondido
al niño muerto. Separó las cortinas y, durante
mucho rato, sus ojos asustados y distraídos no pudieron
encontrar al niño. Por último lo descubrió.
El pequeño, enrojecido, con los brazos separados,
yacía de través en la cama, con la cabeza bajo la
almohada. Dormido, movía los labios y respiraba
regularmente.

Al darse cuenta de ello, el príncipe
Andrés se alegró como si lo hubiese perdido y lo
recobrara de nuevo. Se inclinó y, tal como su hermana le
había enseñado, le puso los labios en la frente
para observar si tenía fiebre. La frente estaba
húmeda. Le tocó la cabeza con la mano; tenía
los cabellos mojados: sudaba. No solamente no había
muerto, sino que se comprendía muy bien que la crisis
había pasado y que estaba en camino de mejorar
rápidamente. Habría cogido a aquella criatura para
estrecharla contra su pecho, pero no se atrevía. Estaba de
pie a su lado; le miraba la cabeza, las manos, las piernas que se
adivinaban debajo de las sábanas.

Oyó un roce a su lado y apareció una
sombra entre las cortinas de la cama. No se volvió;
continuó mirando la cara del niño y escuchando su
respiración. La sombra era la princesa María, que
se había acercado, sin hacer ruido, a la cama;
había levantado la cortina y se había dejado caer
de espaldas.

El príncipe Andrés, sin volverse, la
reconoció y le tendió la mano. Ella se la
estrechó.

– Suda – dijo el príncipe
Andrés.

– Entré para decírtelo.

El pequeño se movía apenas; dormía
sonriendo y frotaba la cabeza contra la almohada. El
príncipe Andrés miró a su hermana. Los ojos
resplandecientes de la princesa María, en la penumbra de
la alcoba, brillaban más que de costumbre a causa de las
lágrimas de alegría que los inundaban. La princesa
María se inclinó hacia su hermano y lo besó,
incluyendo en el abrazo un trozo de cortina. Se estrecharon a la
luz mortecina que atravesaba la cortina, como si no quisieran
separarse del mundo que formaban los tres, aparte de todas las
cosas. El príncipe Andrés fue el primero en
separarse de la cama, despeinándose con las
cortinas.

– Sí, esto es todo lo que me queda –
murmuró con un suspiro.

II

Pedro, que se encontraba en la mejor situación de
espíritu después del viaje al Sur, realizó
el deseo que tenía de visitar a su amigo Bolkonski, a
quien hacía dos años que no había
visto.

Bogutcharovo estaba situado en un país no muy
bonito, llano, cubierto de campos y de bosques de pinos y chopos
cortados y sin cortar.

La casa de los propietarios se encontraba al final de la
carretera del pueblo, detrás de un estanque de nueva
construcción y bien lleno, cuyas orillas aún no
estaban cubiertas de hierba. Estaba situada en el centro de un
bosque nuevo en el que había unos cuantos grandes abetos.
Comprendía la granja, edificios para los servicios,
establos, baños, un pabellón y una gran casa de
piedra, no terminada aún del todo. Las rejas y las puertas
eran sólidas y nuevas. Los senderos, estrechos; los
vallados, firmes. Todo tenía la señal del orden y
de la explotación inteligente. A la
pregunta«¿Dónde vive el
Príncipe?», los criados mostraron un pequeño
pabellón nuevo construido al borde del estanque. El viejo
preceptor del príncipe Andrés, Antonio,
ayudó a Pedro a bajar del carruaje, le informó de
que el Príncipe estaba en casa y le acompañó
a una sala de espera pequeña y limpia.

Pedro quedó sorprendido de la modestia de la
casa, muy pulida, eso sí, después del ambiente
brillante en que había visto la última vez a su
amigo en San Petersburgo. Entró, resuelto, en la blanca
salita, toda perfumada con el aroma de los abetos, y
quería pasar al interior, pero Antonio, de puntillas, se
adelantó a él y llamó a la
puerta.

-Y bien, ¿qué hay?-pronunció una
voz agria y desagradable.

– Una visita – respondió Antonio.

– Que espere – y se oyó el ruido de una
silla.

Pedro se acercó a la puerta con paso
rápido y se encontró cara a cara con el
príncipe Andrés, envejecido, que salía con
las cejas fruncidas. Pedro lo abrazó, se quitó los
lentes, le besó en la mejilla y se quedó
mirándolo de cerca.

– ¿Eres tú? No te esperaba. Estoy muy
contento – dijo el príncipe Andrés.

Pedro, admirado, no decía nada, no apartaba los
ojos de su amigo. No podía darse cuenta del cambio que
observaba en él. Las palabras del príncipe
Andrés eran amables; tenía la sonrisa en los labios
y en el rostro, pero la mirada era apagada, muerta;
evidentemente, a pesar de todos sus deseos, el príncipe
Andrés no podía animarla con una chispa de
alegría.

No era precisamente que su amigo hubiese adelgazado,
perdido el color o envejecido; pero la mirada y las
pequeñas arrugas de la frente, que indicaban una larga
concentración sobre una sola cosa, admiraron y turbaron a
Pedro hasta que se hubo habituado a ello.

En aquella entrevista, después de una larga
separación, la conversación, como suele suceder,
tardó mucho en tener efecto. Se preguntaban y
respondían brevemente con respecto a cosas que
exigían, bien lo sabían ellos, una larga
explicación. Por último, la conversación
empezó a encarrilarse sobre lo que primeramente
habían dicho con pocas palabras; sobre su vida pasada, los
planes para el porvenir, el viaje de Pedro, sus ocupaciones, la
guerra, etcétera. La concentración y la fatiga
moral que Pedro había observado en las facciones del
príncipe Andrés aparecían aún con
más fuerza en la sonrisa con que escuchaba a Pedro, sobre
todo cuando hablaba con animación y alegría del
pasado y del futuro. Parecía que el príncipe
Andrés quería participar en lo que decía,
sin conseguirlo. Pedro comprendió finalmente que el
entusiasmo, los sueños, la esperanza en la felicidad y en
el bien estaban fuera de lugar ante el príncipe
Andrés. Se avergonzaba de expresar todas sus nuevas ideas
masónicas, excitadas y reavivadas en él por el
viaje. Se detuvo; tenía miedo de parecer un simple. Al
mismo tiempo tenía, no obstante, unas ganas irresistibles
de hacer ver a su amigo que era otra persona mucho mejor que el
Pedro de San Petersburgo.

– No puedo decirte lo que he vivido en este tiempo. Ni
yo mismo me reconozco.

– Sí, hemos cambiado mucho, mucho – dijo el
príncipe Andrés.

– Y bien. Y tú, ¿qué planes tienes?
– preguntó Pedro.

– ¿Mis planes…, mis planes? – repitió
irónicamente el príncipe Andrés, como si se
admirase de aquella palabra -. Ya lo ves, construyo. El
año próximo quiero estar completamente
instalado.

Pedro miró fijamente, en silencio, la cara del
príncipe Andrés.

– No… quiero decir… – añadió
Pedro.

El Príncipe le interrumpió:

– Pero ¿por qué hemos de hablar de
mí…? Cuéntame, cuéntame tu viaje, todo lo
que has hecho allí por tus tierras.

Pedro comenzó a contar todo lo que había
hecho, procurando ocultar tanto como podía la
participación que tenía en el mejoramiento que
había promovido.

Muchas veces el príncipe Andrés se
adelantó a contar lo que Pedro contaba, como si todo lo
que éste había hecho fuese una cosa bien conocida
de tiempo atrás, y no solamente escuchaba sin
interés, sino que hasta parecía avergonzarse de lo
que Pedro le contaba.

Pedro se sentía cohibido, molesto delante de su
amigo. Se calló.

– Heme aquí, amigo mío – dijo el
Príncipe, también visiblemente turbado ante su
huésped -. Mañana marcho a casa de mi hermana.
Acompáñame y te presentaré a ella. Pero me
parece que ya la conoces. – Hacía lo mismo que si hablara
de una visita con la cual no tuviera nada en común -.
Marcharemos después de comer. ¿Quieres, entre
tanto, visitar la hacienda?

Salieron y pasearon hasta la hora de comer, conversando
sobre las noticias políticas y los conocimientos de ambos,
como personas que no tienen mucho de común entre
sí. El príncipe Andrés hablaba con
animación e interés de una construcción
nueva que emprendía en el pueblo, pero hasta en aquel
tema, a media conversación, cuando iba a describir a Pedro
la futura disposición de la casa, se detuvo de
pronto.

– Pero esto no tiene ningún interés. Vamos
a comer y después marcharemos.

Durante la comida se habló del casamiento de
Pedro.

– Quedé muy sorprendido cuando me lo dijeron –
observó el príncipe Andrés.

Pedro se sonrojó; se sonrojaba siempre que se
hablaba de su casamiento, y dijo, balbuceando:

– Cualquier día ya te contaré cómo
ha ido todo eso. Pero todo se ha acabado, ¿sabes? Para
siempre.

– ¿Para siempre? – dijo el príncipe
Andrés -. No hay nada que sea para siempre.

– Pero ¿ya sabes cómo ha terminado eso?
¿Has oído hablar del desafío?

– ¡Ah!, ¿hasta por ahí has
pasado?

– La única cosa de la que doy gracias a Dios es
de no haber matado a aquel hombre – dijo Pedro.

– Pero ¿por qué? Matar a un perro rabioso
es una buena obra.

– No, matar a un hombre no está bien; es
injusto.

– ¿Por qué injusto? – repitió el
príncipe Andrés -. Los hombres no pueden saber lo
que es justo ni lo que es injusto. Los hombres están
perdidos y lo estarán siempre; sobre todo en aquello que
consideran como lo justo y lo injusto.

– Lo injusto es lo que es malo para otro hombre – dijo
Pedro, viendo, gozoso, por primera vez desde que había
llegado, que el príncipe Andrés se animaba y
empezaba a hablar y quería expresar todo lo que le
había hecho cambiar de tal modo.

– Y ¿qué es lo que te enseña lo que
es malo para un hombre? – preguntó.

– ¿Lo malo? ¿Lo malo? Todos sabemos lo que
entendemos por malo – dijo Pedro.

– Sí, todos lo conocemos; pero el mal que conozco
por mí mismo, no puedo hacerlo a ningún otro hombre
– dijo el príncipe Andrés, animándose lenta
y visiblemente y deseoso de explicar a Pedro sus ideas nuevas
sobre las cosas.

Hablaban en francés.

– En la vida no conozco sino dos males bien reales: el
remordimiento y la enfermedad. No hay otro bien que la ausencia
de estos males. Vivir para uno mismo evitando estos dos males, he
aquí toda mi sabiduría en el presente,

– ¿Y el amor al prójimo, y el sacrificio?
– empezó a decir Pedro -. No puedo admitir tu
opinión. Vivir sólo para no hacer el mal, para no
arrepentirse, es poca cosa. Yo he vivido así, he vivido
sólo para mí, y he destruido mi vida. Ahora, cuando
vivo, o cuando menos – corrigió Pedro con modestia –
cuando procuro vivir para los demás, es cuando comprendo
toda la felicidad de la vida. No, no puedo estar de acuerdo
contigo y ni tú mismo piensas lo que dices.

El príncipe Andrés miró a Pedro en
silencio y sonrió irónicamente.

– Vamos, verás a mi hermana María, la
princesa María. Con ella estarás de acuerdo.
Quizá tengas razón, para ti – continuó
después de una pausa -, pero cada uno vive a su manera.
Tú has vivido para ti y dices que has estado a punto de
estropear tu vida, dices que no has conocido la felicidad hasta
el instante en que has empezado a vivir para los demás. Y
yo he experimentado lo contrario. Yo he vivido para la gloria.
¿Qué es la gloria? Amaba a los demás,
deseaba hacer alguna cosa por ellos, y no sólo he estado a
punto de destruir mi vida, sino que me la he destrozado
completamente, y me siento más tranquilo desde que vivo
para mí solo.

– ¿Cómo es posible vivir para uno solo? –
preguntó Pedro enardeciéndose -. ¿Y el
hijo?, ¿la hermana?, ¿el padre?

– Pero todo esto es siempre lo mismo. Esto no es lo que
se entiende por los demás. Los demás, el
prójimo, como lo designáis con la princesa
María, es la fuente principal del error y del mal. El
prójimo son los campesinos de Kiev a los que quieres hacer
bien.

Miró a Pedro con una expresión
irónica y provocativa.

– Esto es una broma – dijo Pedro, animándose cada
vez más -. ¿Qué mal ni qué error
puede haber en lo que he deseado? He hecho muy poco y muy mal,
pero tengo el deseo de hacer bien y ya he hecho alguna
cosa.

III

Era ya de noche cuando el príncipe Andrés
y Pedro se pararon ante el portal de la casa de
Lisia-Gori.

Al llegar, el príncipe Andrés, con leve
sonrisa, señaló a Pedro el movimiento que se
producía a la entrada de la casa. Una anciana encorvada,
con un saco a la espalda, y un hombre enclenque, vestido de negro
y con los cabellos largos, huyeron por la puerta cochera al darse
cuenta de que el carruaje se paraba. Dos mujeres corrieron a su
encuentro y los cuatro se volvieron hacia el coche, asustados, y
desaparecieron por la escalera de servicio.

-Son los peregrinos de Macha – dijo el príncipe
Andrés-. Habrán creído que era mi padre. Es
en lo único que mi hermana no le obedece; él ordena
que los echen y ella los acoge.

El Príncipe condujo a Pedro a la
habitación confortable que tenía en casa de su
padre y enseguida entró a ver al
pequeño.

– Vamos a visitar a mi hermana – dijo el Príncipe
cuando volvió -; aún no la he visto. Ahora se
esconde con los peregrinos. Ya verás, estará
avergonzada y podrás ver los hombres de Dios. Te aseguro
que es curioso.

– ¿Quiénes son los hombres de
Dios?

– Ven…; ya lo verás.

La princesa María, en efecto, ruborizóse y
quedó muy confusa cuando entraron en su habitación,
en la que ardía una lamparilla ante las imágenes.
En el diván, ante el samovar, estaba sentado a su lado un
muchacho de nariz y cabellos largos, vestido de monje. Cerca de
ella, una vieja delgada estaba sentada en una silla, con una
expresión dulce e infantil en su rostro
arrugado.

– ¿Por qué no me has hecho avisar? – dijo
la Princesa, con amable reconvención, mientras se colocaba
delante de sus peregrinos, como una clueca ante sus pollitos -.
Muchas gracias por la visita. Estoy contenta de veros-dijo a
Pedro cuando le besó la mano.

Le conoció cuando era pequeño, y ahora su
amistad con Andrés, la desgracia con su mujer y, sobre
todo, su rostro bondadoso e ingenuo, la disponían
favorablemente. Ella le miraba con sus ojos resplandecientes y
parecía decir: «Os amo mucho, pero os ruego que no
os burléis de los míos

A las diez, los criados corrieron a la puerta al
oír las campanillas del coche del anciano Príncipe.
El príncipe Andrés y Pedro salieron también
al portal.

– ¿Quién es? – preguntó el viejo
Príncipe al descender del carruaje y darse cuenta de la
presencia de Pedro-. ¡Ah! ¡Me alegro mucho!
¡Abrázame! – dijo reconociéndolo.

El anciano Príncipe estaba de buen humor y
dispensó a Pedro una excelente acogida.

Antes de cenar, el príncipe Andrés
volvió al gabinete de su padre, y le encontró
discutiendo animadamente con Pedro. Éste demostraba que
llegaría una época en que no habría guerra.
El anciano se reía, pero discutía sin
excitarse.

-Deja correr la sangre de las venas, cámbiala por
agua y entonces sí que habrán terminado las
guerras. Habladurías de mujeres, habladurías de
mujeres – añadió, pero golpeó amistosamente
el hombro de Pedro, y se acercó a la mesa donde estaba el
príncipe Andrés, que, evidentemente, no
quería mezclarse en la conversación y ojeaba los
papeles que su padre había traído de la ciudad. El
viejo Príncipe se acercó a él y
empezó a hablar de sus cosas.

– El representante de la nobleza, el conde Rostov, no ha
proporcionado ni la mitad de los hombres. Ha venido a verme y
quería invitarme a comer. ¡Buena comida ha
tenido…! Toma, mira este papel…

– ¡Bueno, querido! – dijo el príncipe
Nicolás Andreievitch a su hijo dando un golpecito en el
hombro de Pedro -, tu amigo es un buen muchacho, ¡me gusta
mucho!, ¡me excita! Hay gente que habla muy cuerdamente
pero que uno no desea escuchar; él dice sandeces y me
excita, a mí, a un viejo. ¡Vaya! Id abajo,
quizá cene con vosotros. Volveremos a discutir. Trata bien
a mi boba, la princesa María – gritó a Pedro desde
la puerta.

Pedro, hasta entonces, en Lisia-Gori, no apreció
toda la fuerza y todo el encanto de su amistad con el
príncipe Andrés. Este encanto se exteriorizaba
más en el trato con la familia del Príncipe que en
las relaciones con el mismo príncipe Andrés. Pedro
consideróse súbitamente como una antigua amistad
del viejo y severo Príncipe y de la dulce y tímida
princesa María, a pesar de que casi no los conocía.
Todos le amaban ya. No solamente la princesa María lo
miraba con ojos amorosos, sino que hasta el pequeño
príncipe Nicolás, como le llamaba el abuelo,
sonreía a Pedro y quería ser llevado por él
en brazos. Mikhail Ivanitch y mademoiselle Bourienne lo miraban
con alegre sonrisa mientras hablaba con el viejo
Príncipe.

El Príncipe bajó a cenar. Evidentemente,
lo hacía por Pedro. Durante los dos días que Pedro
pasó en Lisia-Gori lo trató muy afectuosamente y le
invitó a pasar algunos ratos en su gabinete.

Sexta
parte

I

En la primavera de l809, el príncipe
Andrés fue a la provincia de Riazán para
inspeccionar la hacienda de su hijo, de quien era
tutor.

Durante aquel viaje repasó mentalmente su vida y
llegó a la conclusión, consoladora y resignada; de
que no vale la pena de emprender nada, de que lo mejor es llegar
al final de la existencia sin hacer daño a nadie, sin
atormentarse, libre de deseos…

El príncipe Andrés tenía que hablar
con el mariscal de la nobleza del distrito acerca de la tutela
del dominio de Riazán. Este personaje era el conde Ilia
Andreievitch.

Ya había empezado la temporada de los calores
primaverales. El bosque estaba enteramente verde. Había
tanto polvo y hacía tanto calor que al ver el agua se
sentían deseos de sumergirse en ella.

El príncipe Andrés, triste y preocupado
por lo que debía pedir al mariscal de la nobleza, avanzaba
en su carruaje por la senda del jardín hacia la casa de
los Rostov, en Otradnoie. A la derecha se oían, a
través de los árboles, alegres gritos femeninos.
Pronto descubrió un grupo de muchachos que corrían
atravesando el camino.

Una jovencita muy delgada, extrañamente delgada,
de cabellos negros, ojos negros y vestida de cotonada amarilla,
con un pañuelo en la cabeza, por debajo del cual
salía un mechón de cabellos, corría a no
mucha distancia del coche. La muchacha gritaba algo, pero al
darse cuenta de la presencia de un forastero se puso a
reír sin mirarlo y retrocedió.

De pronto, el príncipe Andrés se
sintió inquieto, no sabía por
qué.

Hacía un día tan hermoso, un sol tan
claro, todo lo que le rodeaba era tan alegre… Y aquella
niña delgada y gentil, que no sabía ni
quería saber que él existiese, que estaba contenta
y satisfecha de la propia vida, probablemente vacía, pero
gozosa y tranquila… «¿De qué se alegra?
¿En qué piensa? Seguramente que ni en los estatutos
militares ni en la organización de los campesinos de
Riazán. ¿En qué piensa, pues? ¿Por
qué es feliz?», se preguntaba, curioso y contra su
propia voluntad, el príncipe Andrés.

El conde Ilia Andreievitch vivía en Otradnoie, en
l809, igual que siempre, es decir, recibiendo a casi toda la
provincia, concurriendo a las cacerías, a los teatros, a
los banquetes y a los conciertos. Como le sucedía con cada
huésped nuevo que llegaba a su casa, el Conde quedó
encantado de ver al príncipe Andrés y le hizo
quedar a dormir casi a la fuerza.

Durante todo el día, el aburrimiento hizo que los
viejos amos y los invitados más respetables, de los que
estaba llena la casa del Conde a causa de la festividad que se
acercaba, se ocuparan del príncipe Andrés; pero
Bolkonski, que había observado frecuentemente a Natacha,
que reía de alguna cosa y se divertía con el grupo
de jóvenes, se preguntaba a cada momento:
«¿En qué piensa? ¿Por qué
está tan contenta?»

Por la noche, cuando se encontró solo en aquel
sitio nuevo para él, tardó mucho en dormirse.
Leyó; después apagó la bujía y la
volvió a encender al cabo de poco. En el cuarto, con la
ventana cerrada, hacía calor. Refunfuñaba contra
aquel viejo tonto – se refería al conde Rostov – que le
había hecho quedar con el pretexto de que los papeles
necesarios no habían llegado aún. Le fastidiaba
haber tenido que quedarse.

El príncipe Andrés levantóse y se
acercó a la ventana para abrirla. En cuanto la
abrió, la luz de la luna, como si hubiera estado esperando
al otro lado de los postigos, se precipitó en el interior
del cuarto y lo inundó. El Príncipe abrió la
ventana de par en par. La noche era fresca, inmóvil y
clara. Delante mismo de la ventana se alineaban unos
árboles retorcidos, oscuros por un lado, plateados del
otro; debajo de los árboles crecía una
vegetación grasa, húmeda, lujuriosa, esparciendo de
un lado a otro sus hojas y sus tallos argentinos. Más
lejos, detrás de los árboles negros, un tejado
brillaba bajo el cielo; más allá, un gran
árbol frondoso de blanco tronco; arriba, la luna casi
entera, y el cielo primaveral, casi sin estrellas. El
príncipe Andrés se apoyó en el
alféizar. Su mirada se detuvo en el cielo.

La alcoba del príncipe Andrés estaba en el
primer piso. La habitación de encima también estaba
ocupada, y quienes se hallaban en ella tampoco dormían.
Oyó, procedente de esa habitación, una charla
mujeril.

– Otra vez – dijo una voz femenina que el
príncipe Andrés reconoció
enseguida.

-Pero ¿cuándo
dormirás?-respondió otra voz.

– No dormiré, no podría dormir ahora.
¿Qué quieres que haga? Vamos, no te hagas de rogar,
otra vez nada más.

Dos voces femeninas cantaron una frase musical que era
el final de una tonada.

– ¡Ah!, ¡que bonita! ¡Vaya, vamos a
dormir! Se ha terminado.

– Duerme; yo no podría – pronunció la
primera de las voces, que se acercaba a la ventana. La mujer,
evidentemente, se apoyaba en el alféizar, porque se
percibía el frufrú de las faldas y hasta la
respiración. Todo callaba y parecía petrificarse,
la luna, la luz y las sombras.

El príncipe Andrés también
tenía miedo de moverse y de delatar su indiscreción
involuntaria.

– ¡Sonia, Sonia! – gritó de nuevo la
primera voz -. ¡Quién ha de poder dormir!
¡Mira, mira qué maravilla! ¡Ah!
¡Qué maravilla! Sonia, despiértate –
decía casi llorando -. No había visto nunca una
noche tan deliciosa como ésta.

Sonia respondió sin entusiasmo alguna
cosa.

– ¡Ven, mira qué luna! ¡Ah! Es
maravillosa. Vamos, mujer, ven, créeme, ven. ¿Ves?
Me encogería, me pondría de puntillas, me
abrazaría las rodillas bien fuerte y me pondría a
volar, así.

– Vamos, basta, que te vas a caer…

Se oía un rumor de lucha y la voz disgustada de
Sonia:

– ¡Ya es la una!

– ¡Vete, vete! Todo me lo estropeas.

Otra vez todo quedó en silencio. El
príncipe Andrés sabía que ella estaba
aún en la ventana; de vez en cuando oía un ligero
movimiento, a veces un suspiro.

– ¡Ah Dios mío, Dios mío!
¿Qué será esto? – exclamó de
súbito -. Vámonos a dormir. – Cerró la
ventana.

«¿Qué le importa mi existencia? –
pensaba el príncipe Andrés mientras escuchaba la
conversación, esperando, sin saber por qué, que
hablara de él -. ¡Y ella otra vez! ¡Parece
hecho adrede!»-Súbitamente, en su alma se produjo un
tumulto tan inesperado de pensamientos de juventud y de
esperanza, en contradicción con toda su vida, que no tuvo
ánimos para explicarse su estado y se durmió
enseguida.

II

Al día siguiente, después de saludar al
Conde, el príncipe Andrés marchóse sin
esperar a las señoras.

Ya había empezado junio cuando, al volver a casa,
atravesó el bosque de álamos. Todo era macizo,
oscuro y espeso. Los pinos nuevos, dispersos por el bosque, no
violaban la belleza del conjunto y se armonizaban con el tono
general gracias al verde tierno de los brotes nuevos.

El día era caluroso, la tempestad se
cernía en algún punto, pero allí un trozo de
nube había mojado el polvo de la carretera y las hojas
grasas. El lado izquierdo del bosque caía en la sombra y
era umbrío; la parte derecha, húmeda y reluciente,
brillaba al sol, y el viento apenas lo agitaba.

Todos los momentos intensos de su vida aparecían
de pronto ante el príncipe Andrés: Austerlitz y
aquel cielo alto; el rostro lleno de reproches de su mujer
muerta; Pedro junto a él; la niña emocionada por la
belleza de la noche, y aquella noche y la luna, todo junto,
resplandecía en su imaginación a cada
instante.

«No, a los treinta y un años la vida no ha
terminado – decidió de pronto firmemente -. No basta que
yo sepa todo lo que hay en mí, lo han de saber todos:
Pedro y esta niña que quería volar al cielo. Es
preciso que todos me conozcan, que mi vida no transcurra para
mí solo, que no vivan tan independientes de mi vida, que
ésta se refleje en todos y que todos, ellos y yo, vivamos
juntos.»

A la vuelta de su viaje, el príncipe
Andrés decidió marchar a San Petersburgo en
otoño.

Dos años antes, en l808, Pedro había
regresado a San Petersburgo después de un viaje por sus
propiedades.

En aquellos tiempos, su vida transcurría, como
antaño, entre los mismos excesos y las mismas
orgías. Le gustaba comer y beber bien, y aunque lo
encontraba inmoral y humillante, no podía abstenerse de
participar en los placeres de la soltería.

Cuando menos lo esperaba recibió una carta de su
mujer, que le rogaba le concediera una entrevista: le explicaba
su tristeza y el deseo de consagrarle toda su vida.

Al final de la carta le hacía saber que al cabo
de algunos días llegaría a San Petersburgo, de
regreso del extranjero.

Simultáneamente, su suegra, la esposa del
príncipe Basilio, le mandó a buscar,
rogándole que fuera a su casa sólo unos instantes,
con el fin de hablar de una cuestión
importante.

Pedro vio en todo aquello una conjuración en
contra suya y comprendió que trataban de reconciliarlo con
su mujer. En el estado en que se encontraba, este proyecto no le
fue desagradable. Le era igual todo. Pedro no concedía
gran importancia a ningún acontecimiento de la vida, y,
bajo la influencia del enojo que en aquellos momentos lo
dominaba, no tenía interés en mantener su libertad
ni le interesaba mantenerse firme en castigar a su
esposa.

«Nadie tiene razón, nadie es culpable, pues
tampoco lo es ella», pensaba.

Si Pedro no dio enseguida su consentimiento para una
reconciliación con su mujer fue sólo porque en
aquellos momentos no tenía valor para emprender nada. Si
su mujer se presentaba en su casa no la echaría de ella.
Del modo que estaba entonces, ¿qué le importaba
vivir o no vivir con su esposa…? He aquí lo que
días después escribía en su
diario:

«Petersburgo, 23 de noviembre.

»Vuelvo a vivir con mi mujer. Su madre ha venido a
casa llorando y me ha dicho que Elena estaba aquí, que me
rogaba que le escuchase, que era inocente, que mi alejamiento la
hacía sufrir mucho y muchas otras cosas. Yo sabía
que si consentía en recibirla no tendría fuerza
para negarme a lo que me pidiera. Con esta duda no sabía a
quién dirigirme ni a quién pedir consejo. Si el
bienhechor estuviera aquí, él me guiaría. Me
he encerrado en casa; he vuelto a leer las cartas de José
Alexeievitch, me he acordado de mis conversaciones con él
y he sacado la conclusión de que no podía negarme a
la demanda, que he de tender caritativamente la mano a todos y
mucho más a una persona de tal modo ligada a mí, y
que he de llevar mi cruz. Pero si por el triunfo de la virtud la
perdono, que mi unión con ella tenga sólo una
finalidad espiritual. Así lo he decidido: he escrito a
José Alexeievitch; mi mujer ha pedido que olvide todo el
pasado, que le perdone sus faltas, y he contestado que no
tenía que perdonarle nada. Estoy muy contento pudiendo
decirle esto, pues no sabe ella el esfuerzo que representa para
mí volver a verla. Me he quedado en la casa grande, en la
habitación de arriba, y he experimentado el feliz
sentimiento de la renovación.»

III

Por aquella época, como siempre, la alta sociedad
que se reunía en la Corte y los grandes bailes se
dividía en muchos círculos, cada uno de los cuales
tenía su matiz. Entre estos círculos, el más
vasto era el francés de la unión
napoleónica, el del conde Rumiantzov y de Caulaincourt.
Elena ocupó en él el lugar más distinguido
tan pronto como se hubo instalado en San Petersburgo con su
marido. Su casa era frecuentada por miembros de la Embajada
francesa y por un gran número de personas de las mismas
tendencias, bien conocidas por su talento y
amabilidad.

Elena estaba en Erfurt al celebrarse la famosa
entrevista entre ambos Emperadores, y allí se había
relacionado con todos los hombres célebres que
acompañaban a Napoleón por Europa. Había
tenido un éxito brillante en Erfurt. El mismo Emperador,
que la había visto en el teatro, había dicho de
ella: «Es un animal magnífico.» Su
éxito de mujer hermosa y elegante no extrañó
a Pedro, porque con los años aún había
ganado, pero lo que le admiraba era que en aquellos dos
años su mujer hubiese llegado a adquirir una
reputación de mujer exquisita, tan bella como
espiritual.

El famoso príncipe de Ligne le escribía
cartas de ocho páginas; Bilibin reservaba sus ocurrencias
para ofrecer las primicias a la condesa Bezukhov. Ser admitido en
el salón de Elena equivalía a un certificado de
hombre espiritual. Los jóvenes, antes de pasar la velada
en casa de Elena, leían libros para tener tema de
conversación en el salón; los secretarios de
embajada y hasta los mismos embajadores le confiaban secretos
diplomáticos, de tal manera que Elena era una especie de
potencia. Pedro, que sabía que era muy corta, a veces
asistía a las soirées y a las cenas, en las que se
habla de política, de poesía o de filosofía,
y experimentaba un extraño sentimiento de sorpresa y de
miedo. En aquellas reuniones sentía una especie de temor
como el que debe sentir el prestidigitador a cada momento ante la
idea de que se le descubran los trucos. Pero, sea que para
dirigir un salón como aquél la tontería es
necesaria, sea porque a los engañados les gusta serlo, el
embaucamiento no se descubría y la reputación de
mujer encantadora y espiritual que había adquirido Elena
Vasilievna Bezukhova se afirmaba de tal manera que podía
decir las cosas más triviales y más tontas
entusiasmando a todo el mundo, ya que todos buscaban en sus
palabras un sentido profundo que ni ella misma había nunca
soñado.

Pedro era el marido que precisamente necesitaba aquella
brillante mujer del gran mundo. Era hombre distraído,
original, gran señor que no molesta a nadie y que ni tan
sólo modifica la impresión general de la
superioridad del salón, sino que, por contraste con el
tacto y elegancia de la mujer, aún le hace resaltar
más.

Pedro, durante dos años seguidos, gracias a sus
ocupaciones incesantes, concentradas en intereses inmateriales, y
a su desdén sincero por todo lo que no fuera aquello,
adoptaba en la sociedad de su mujer aquel tono indiferente,
lejano y benévolo para todos que no se adquiere
artificialmente y que, por lo mismo, inspira un respeto
involuntario. Entraba en el salón de su esposa como en el
teatro; conocía allí a todo el mundo, estaba
igualmente satisfecho de cada uno y se sentía del mismo
modo indiferente para todos. A veces se mezclaba en una
conversación que le interesaba, y entonces, sin
preocuparse de si los señores de la Embajada estaban
presentes o no, exponía opiniones totalmente opuestas al
tono del momento. Pero la opinión sobre el
«original» marido de la mujer más distinguida
de San Petersburgo estaba ya tan bien establecida que nadie se
tomaba en serio sus ocurrencias.

IV

El 31 de diciembre, víspera del Año Nuevo
de 1810, se celebraba un baile en casa de un gran señor
del tiempo de Catalina. El cuerpo diplomático y el
Emperador habían de asistir a él.

Una tercera parte de los invitados había llegado
ya y en casa de los Rostov, que habían de asistir a la
fiesta, se estaban ultimando los preparativos a toda
prisa.

María Ignatevna Perouskaia, amiga y pariente de
la Condesa, una señorita de honor, delgada y
pálida, iba al baile de los Rostov y guiaba a aquellos
provincianos por el gran mundo de San Petersburgo.

Los Rostov debían ir a buscarla a las diez en las
cercanías del jardín de Taurida, y a las diez y
cinco minutos las muchachas aún no estaban
vestidas.

A las diez y cuarto se metieron en el coche y se
marcharon. Pero todavía tenían que dar la vuelta
por el jardín de Taurida.

La señorita Perouskaia ya estaba a punto. A pesar
de su edad y de su fealdad, había ocurrido en su casa lo
mismo que en la de los Rostov, aunque sin tanto trajín; ya
estaba acostumbrada a ello. También su persona envejecida
estaba limpia, perfumada, empolvada, y, como en casa de los
Rostov, la anciana criada, entusiasmada, admiró el atuendo
de su ama cuando salió del salón, con su vestido
amarillo adornado con el distintivo de las damas de honor de la
Corte.

La señorita Perouskaia elogió los vestidos
de los Rostov, y los Rostov elogiaron el gusto y el vestido de la
Perouskaia y, con todas las precauciones por los peinados y las
ropas, a las once se instalaron en el coche y se
marcharon.

En toda la mañana, Natacha no había tenido
tiempo de pensar en lo que vería.

Al sentir el aire húmedo y frío, en la
oscuridad del carruaje que se bamboleaba por el empedrado,
imaginó por primera vez todo lo que allí la
aguardaba: el baile, los salones resplandecientes, la
música, las flores, las danzas, el Emperador, toda la
juventud brillante de San Petersburgo. Era tan hermoso, que no
podía llegar a creerlo, por cuanto armonizaba muy poco con
la impresión de frío, de pequeñez, de
oscuridad, del coche. Sólo comprendió lo que le
esperaba cuando, al pisar la alfombra encarnada de la entrada,
atravesó el vestíbulo, se quitó el abrigo y,
al lado de Sonia, delante de su madre, subió, entre las
flores, la escalera iluminada. Sólo entonces
recordó cómo debía comportarse en el baile,
y procuró adoptar aquella actitud majestuosa que
suponía adecuada en una muchacha durante un baile. Pero,
por suerte suya, se daba cuenta de que sus ojos miraban a todos
lados; no distinguía nada claramente, el pulso
latíale apresuradamente y la sangre empezaba a afluirle al
corazón. No podía adoptar las actitudes que la
hubiesen hecho parecer ridícula, y subía, temblando
de emoción, procurando dominarse con todas sus fuerzas.
Esto era precisamente lo que mejor le sentaba. Delante y
detrás de ellos, los invitados, vestidos de gala,
continuaban entrando, conversando en voz baja. Los espejos de la
escalera reflejaban a las damas con vestidos blancos, azules,
rosa, con diamantes y perlas en los brazos y en los cuellos
desnudos.

Natacha miró por los espejos y no pudo
distinguirse de entre los demás. Todo se confundía
en una procesión brillante. Al entrar en el primer
salón, el rumor de voces, de pasos, de reverencias
aturdió a Natacha. La luz la cegaba más
aún.

El dueño y la señora de la casa, que ya
hacía media hora que aguardaban en la puerta y
recibían a los invitados con las mismas palabras:
«encantado de verle», acogieron del mismo modo a los
Rostov y a la señorita Perouskaia.

Las dos muchachas, con vestido blanco y rosas en los
cabellos negros, correspondieron al saludo; pero la dueña,
sin darse cuenta, detuvo más rato su mirada en la ligera
Natacha. La contempló y tuvo para ella sola una sonrisa
particular, distinta de su sonrisa de señora de la casa.
Quizás al verla recordaba su tiempo de muchacha y su
primer baile. El señor de la casa seguía igualmente
con los ojos en Natacha; preguntó al Conde cuál era
su hija.

– Encantadora – dijo besándole la punta de los
dedos.

En el salón de baile, los invitados se
estrechaban cerca de la puerta de entrada en espera del
Emperador. La Condesa se colocó en la primera fila de
aquella multitud. Natacha comprendía y sentía que
algunas veces hablaban de ella y que la contemplaban. Se daba
cuenta de que gustaba a los que la observaban, y esta
observación la tranquilizó un poco.

«Hay como nosotras y las hay peores»,
pensó.

A Natacha le fue simpático el rostro de Pedro,
aquel hombre grotesco, como le llamaba la señorita
Perouskaia. Ella sabía que Pedro las buscaba entre la
gente, y particularmente a ella. Pedro le había prometido
ir al baile y presentarle caballeros con quienes
bailar.

Antes de llegar hasta donde se encontraban, Pedro se
paró a hablar con un invitado moreno, no muy alto, de
facciones muy correctas, que vestía un uniforme blanco y
estaba apoyado en una ventana hablando con un señor lleno
de condecoraciones, cruces y pasadores. Natacha reconoció
enseguida al joven del uniforme blanco. Era Bolkonski, que le
pareció muy rejuvenecido, alegre e incluso
embellecido.

– Otro conocido, Bolkonski; ¿ves, mamá? –
dijo Natacha señalando al príncipe Andrés -.
¿Recuerdas? Pasó una noche en casa, en
Otradnoie.

– ¡Ah!, ¿también le conoce usted?
-preguntó la señora Perouskaia -. Le detesto. Ahora
es el galán de moda. Un orgulloso insoportable; es como su
padre. Ahora es muy amigo de Speransky; están escribiendo
no sé qué proyectos. ¡Mire como habla con las
señoras! Ellas le hablan y él les vuelve la cara.
¡Ya le arreglaría yo si me lo hiciera a
mí!

V

Súbitamente todo se agitó. La multitud
empezó a hablar, avanzó y retrocedió luego,
y, a los acordes de la música, el Emperador avanzó
entre dos hileras de cortesanos. El señor y la
señora de la casa caminaban detrás. El Emperador
avanzaba saludando rápidamente a derecha e izquierda, como
si quisiera terminar cuanto antes este primer momento del
ceremonial. La música tocaba una polonesa, entonces de
moda, compuesta para él según la letra, harto
conocida: «Alejandro, Elizabeth, nos
encantáis», etc.

El Emperador entró en el salón; la
multitud se empujaba en las puertas. Algunas personas, con cara
de circunstancias, iban y venían rápidamente. Otra
vez la multitud se apartó a las puertas del salón,
donde el Emperador hablaba con la dueña de la casa. Un
joven, con aspecto asustado, avanzaba hacia las damas y les
rogaba se apartaran. Algunas, cuyo rostro expresaban un completo
olvido de las conveniencias sociales, se arreglaban los vestidos
para pasar a primera fila. Los caballeros se acercaban a las
damas y se formaron las parejas para la polonesa.

Todo el mundo se apartaba, y el Emperador, sonriendo,
dio la mano a la dueña de la casa y, andando fuera de
compás, atravesó la puerta del
salón.

Detrás seguía el dueño de la casa
con la señora M. A. Narischkin; luego los embajadores, los
ministros, los generales, que la señorita Perouskaia iba
nombrando sin interrupción. Más de la mitad de las
damas, con sus caballeros, bailaban o se disponían a
bailar la polonesa. Natacha vio que iba a quedarse con su madre y
Sonia en el pequeño grupo de señoras arrinconadas
hasta la pared a las que nadie había sacado a bailar la
polonesa. Natacha estaba de pie con los brazos caídos; el
pecho, formado apenas, movíase con regularidad y
retenía la respiración. Miraba ante sí con
ojos brillantes, asustados, con expresión de esperar la
mayor alegría o la desilusión más amarga. Ni
el Emperador ni todos los demás personajes que nombraba la
señorita Perouskaia llamaban su atención. No
tenía más que un pensamiento: «¿Nadie
vendrá a buscarme? ¿No bailaré entre las
primeras parejas? Todos estos señores que parece que no me
ven y si me miran tienen la actitud de decir: "¡Ah!,
¡No es ella! No vale la pena mirarla entonces", no se
darán cuenta de mí. ¡No, eso no es posible!
Tendrían que comprender que quiero bailar, que bailo bien
y que se divertirían mucho si bailaran
conmigo.»

La polonesa, cuyos acordes hacía rato se
escuchaban, empezaba a sonar tristemente, como un recuerdo, a los
oídos de Natacha. Tenía ganas de llorar. La
señorita Perouskaia se alejó del grupo. El Conde
estaba al otro extremo de la sala. La Condesa, Sonia y ella
estaban solas, como en un bosque, ni interesantes ni
útiles para nadie entre aquella multitud extraña.
El príncipe Andrés pasó por delante de ellas
con una dama. Evidentemente, no las reconocía. El galante
Anatolio, sonriendo, murmuraba algo a la dama que
acompañaba del brazo y miró a Natacha del mismo
modo que se mira a una pared.

Boris pasó en dos ocasiones y cada vez la
miró. Berg y su mujer, que no bailaban, se acercaron a
ellos. Aquella reunión de familia allí, en el
baile, como si no hubiera otro sitio para una conversación
familiar, hizo gracia a Natacha. No escuchaba y no miraba a Vera,
que le hablaba de su vestido verde.

Por fin, el Emperador se paró cerca de la
última pareja; bailaba con tres. La música
cesó. El ayuda de campo, con aire preocupado,
corrió hacia las Rostov y les suplicó se retiraran,
a pesar de que ya estaban arrimadas a la pared. La orquesta
inició un vals de un ritmo lento y animado.

El Emperador, con una sonrisa, contempló la sala.
Transcurrió un momento y nadie comenzaba el baile
todavía. El ayuda de campo, animador resuelto, se
dirigió a la condesa Bezukhov y la sacó a bailar.
Ella levantó la mano sonriendo, y, sin mirar, la puso
sobre el hombro de su pareja. El ayuda de campo, que en estas
funciones era un artista, sin turbarse, con serenidad y
decisión, enlazó fuertemente a su pareja y ambos
comenzaron a bailar; primeramente, deslizándose en
círculo por la sala, le cogió la mano izquierda, le
hizo dar una vuelta, y a los sonidos, cada vez más
rápidos, de la música oíase el tintineo
regular de las espuelas, movidas por las ágiles y diestras
piernas del ayudante, y, cada tres pasos, el vestido de
terciopelo de su pareja se levantaba, desplegándose.
Natacha, contemplándolos, estaba a punto de llorar por no
poder bailar aquella primera vuelta de vals.

El príncipe Andrés, con uniforme blanco de
coronel de caballería, con medias de seda y zapatos bajos,
animado y alegre, se encontraba en el primer renglón del
círculo, cerca de los Rostov. El barón Firhow
hablaba con él de la primera sesión del Consejo del
Imperio que había de celebrarse al día siguiente.
El príncipe Andrés, como hombre muy unido a
Speransky y que participaba en los trabajos de la Comisión
de leyes, podía dar informes ciertos sobre la futura
sesión, por cuyo motivo circulaban distintos rumores. Pero
no escuchaba lo que le decía Firhow y miraba tan pronto al
Emperador como a los caballeros que se disponían a bailar
y no se decidían a entrar en el círculo.

El príncipe Andrés observaba a aquellas
parejas a quienes el Emperador intimidaba y que se morían
de deseos de bailar. Pedro se acercó al príncipe
Andrés y le cogió la mano.

– ¿Aún no baila? Aquí tengo a una
protegida, la pequeña de los Rostov; invítela, por
favor – dijo.

– ¿Dónde está?- preguntó
Bolkonski -. Perdone – dijo al Barón-, ya terminaremos
esta conversación en otro lugar; estamos en el baile y
hemos de bailar.

Avanzó en la dirección que Pedro le
indicaba. La cara desesperada, palpitante, de Natacha
saltó a los ojos del príncipe Andrés. La
reconoció. Adivinó lo que pensaba y
comprendió que aquél era su primer gran baile; se
acordó de la conversación en la ventana y, con la
expresión más alegre, se acercó a la condesa
Rostov.

– Permítame que le presente a mi hija – dijo la
Condesa, ruborizándose.

– Ya tuve el gusto de ser presentado a ella, como
recordará usted, Condesa – dijo el príncipe
Andrés con una sonrisa cortés y profunda que estaba
completamente en contradicción con lo que había
dicho la señorita Perouskaia con respecto a la
grosería del Príncipe, quien se acercó a
Natacha y se dispuso a pasarle el brazo por la cintura antes de
invitarla a bailar. Le propuso una vuelta de vals. La
expresión de desespero de Natacha, tan pronta al dolor
como al entusiasmo, se desvaneció súbitamente con
una sonrisa de felicidad, de agradecimiento infantil.

«Hacía mucho tiempo que lo esperaba»,
parecía que dijera la sonrisa de aquella chiquilla
asustada y satisfecha cuando apoyó el brazo en el hombro
del príncipe Andrés. Era la segunda pareja que
entraba en el círculo.

El príncipe Andrés era uno de los mejores
bailarines de su época. Natacha bailaba admirablemente; se
hubiera dicho que los pies calzados de gala no rozaban el suelo,
y su rostro resplandecía de entusiasmo y de felicidad. Su
cuello y sus brazos desnudos no eran ni mucho menos tan hermosos
como los de Elena; tenía los hombros delgados y el pecho
no estaba formado todavía; los brazos eran flacos; pero
sobre su piel le parecía experimentar los millares de
miradas que la rozaban. Natacha tenía la actitud de una
niña escotada por vez primera, de una niña que se
hubiera avergonzado de su escote si no la hubiesen convencido de
que era necesario lucirlo.

Al príncipe Andrés le gustaba bailar y,
bailando, se olvidaba enseguida de las conversaciones
políticas e intelectuales con las que todo el mundo se
dirigía a su encuentro: deseaba desprenderse de la
violencia que producía la presencia del Emperador; se
había puesto a bailar y había escogido a Natacha
porque Pedro se la había recomendado y porque era la
primera muchacha bonita que sus ojos habían visto. Pero en
cuanto hubo ceñido aquella cintura delgada, ligera, en
cuanto ella se movió tan cerca de él, sonriendo, lo
atrayente de su hechizo le subió a la cabeza. Cuando, al
descansar, después de haberla dejado, se paró y
miró a los que bailaban, sintióse
rejuvenecido.

VI

Después del príncipe Andrés, Boris
se acercó a Natacha y la invitó a bailar; luego, el
ayudante de campo que había abierto el baile;
después, otros jóvenes, y Natacha, feliz y roja de
emoción, pasaba a Sonia sus demasiado numerosos
solicitantes. Bailó toda la noche sin descanso. No se dio
cuenta de que el Emperador hablaba largamente con el embajador
francés, que hablaba con tal o cual dama con una
atención particular, que el príncipe tal
hacía o decía tal cosa, que Elena tenía un
gran éxito y que tal persona la honraba con singular
atención. No veía ni al Emperador. No se dio cuenta
de su marcha sino porque el baile se animó más
aún. El príncipe Andrés bailó con
Natacha un cotillón muy alegre que precedió a la
cena.

Él le recordó cómo se encontraron
por primera vez en el camino de Otradnoie, cuánto le
había costado dormirse aquella noche de luna y
cómo, sin querer, la había oído. Aquel
recuerdo sofocó a Natacha, que intentó
justificarse, como si hubiera algo malo en aquel estado en que el
príncipe Andrés la había sorprendido
involuntariamente.

Al Príncipe, como a todas las personas educadas
en el gran mundo, le gustaba tratar con quienes carecían
del trivial sello mundano. Así era Natacha con su
admiración, su alegría, su timidez y hasta sus
incorrecciones de francés. Él la escuchaba y le
hablaba de una manera particularmente tierna y atenta. Sentado a
su lado, hablándole de todos los temas más
insignificantes, el príncipe Andrés admiraba el
brillo gozoso de sus ojos, y de su sonrisa, provocada no por las
palabras pronunciadas, sino por su felicidad interior.

Cuando Natacha era invitada a bailar, se levantaba
riendo y daba vueltas por la sala; el príncipe
Andrés admiraba sobre todo su gracia ingenua. A medio
cotillón, Natacha, al terminar una figura, volvió a
su asiento sofocada todavía.

Otro caballero la invitó nuevamente.

Estaba cansada, oprimida, y, visiblemente, quería
rehusar, pero de pronto ponía gozosamente la mano sobre el
hombro de su pareja y sonreía al príncipe
Andrés. «Estaría muy contenta descansando y
quedándome a su lado; estoy fatigada, pero, ya ve usted:
vienen a buscarme y soy feliz, estoy satisfecha y amo a todos;
usted y yo ya lo comprendemos», y su sonrisa aún
decía muchas más cosas. Cuando su pareja la
dejó, Natacha corrió a través de la sala en
busca de dos damas para la figura. «Si primero se acerca a
su prima y, enseguida, a otra dama, será mi mujer»,
se dijo de pronto el príncipe Andrés,
admirándola, sorprendido de sí mismo.

Natacha se acercó primero a su prima.

«¡Qué tonterías se nos ocurren
muchas veces! -pensó el príncipe Andrés -;
pero tan cierto es el encanto de esta muchacha, tanto es su
atractivo que no bailará más de un mes aquí,
que se casará… Es una rareza en este mundo»,
pensó cuando Natacha, alisándose el vestido, se
sentaba a su lado.

Al acabar el cotillón, el anciano Conde, con su
frac azul, se acercó a la pareja, invitó al
príncipe Andrés a hacerles una visita y
preguntó a su hija si estaba contenta. Natacha no
respondió; sólo tuvo una sonrisa, que
parecía decir en tono de reconvención:

«¿Cómo es posible que se me pregunte
eso?»

– ¡Estoy contenta como nunca lo había
estado en mi vida! – dijo.

El príncipe Andrés observó que sus
delgados brazos se levantaban rápidamente para abrazar a
su padre y se bajaban enseguida. Natacha no había sido
nunca tan feliz. Estaba embriagada de felicidad, hasta ese punto
en que las personas se vuelven dulces y buenas del todo y no
creen en la posibilidad del mal, de la desgracia, del
dolor.

En aquel baile, a Pedro, por primera vez, le
hirió la situación que su esposa ocupaba en las
altas esferas. Estaba desanimado y distraído. Una larga
arruga le atravesaba la frente, y de pie, cerca de una ventana,
miraba por encima de los lentes sin ver a nadie.

Natacha pasó por delante de él al ir a
cenar. El semblante torvo y desventurado de Pedro la
afectó. Se paró ante él; habría
querido consolarle, darle el exceso de su felicidad.

– Es bonito, Conde, ¿no le parece? –
dijo.

Pedro sonrió distraídamente; sin duda no
comprendía lo que le decían.

«¡Cómo podría sentirse
descontento un hombre tan bueno como Bezukhov!»,
pensó Natacha. A sus ojos, todo lo que se encontraba en
aquel baile era bueno, gentil, amable; se amaban los unos a los
otros. Nadie podía ofender a nadie, y por esto todo el
mundo debía ser feliz.

VII

Al día siguiente, el príncipe
Andrés fue a efectuar algunas visitas a casa de personas
que aún no había saludado, y entró en casa
de los Rostov, con quienes se había relacionado en el
último baile. Además de cumplir una regla de
cortesía que le obligaba a visitarlos, quería ver
en su propia casa a aquella niña original, animada, que le
había dejado un recuerdo tan agradable.

Natacha fue de las primeras en salir a recibirlo.
Llevaba un vestido azul que, para el gusto del Príncipe,
aún le sentaba mejor que el del baile. Ella y toda su
familia recibieron al príncipe Andrés como una
amistad antigua, con sencillez y cordialidad. Toda la familia, a
la que, en otra ocasión, el príncipe Andrés
había juzgado tan severamente, le parecía ahora
formada por buena gente, muy sencilla y muy amable. La
hospitalidad y la bondad del anciano Conde, que en San
Petersburgo se portaba con singular gentileza, era tal, que el
príncipe Andrés no pudo rehusar la
invitación a cenar. «Sí, son buena gente –
pensó Bolkonski -, que no saben seguramente el tesoro que
tienen con Natacha. Son buena gente que forman el mejor fondo
para esta encantadora niña tan poética y tan llena
de vida.»

El príncipe Andrés sentía en
Natacha la presencia de un mundo particular, totalmente
extraño para él, lleno de alegrías
desconocidas, de aquel mundo extraño al que ya se
había asomado en el camino de Otradnoie y, en la ventana,
en aquella noche de luna. Ahora este mundo ya no le desazonaba,
no era extraño para él, e incluso encontraba
placeres desconocidos.

Después de cenar, Natacha, a ruegos del
príncipe Andrés, se sentó al clavecín
y comenzó a cantar. El príncipe estaba cerca de la
ventana, hablando con las señoras, y la escuchaba. Al
final de una estrofa calló y escuchó.
Impensadamente subieron a su garganta unos sollozos cuya
culpabilidad no sospechó siquiera.

Miró a Natacha, que cantaba, y en su alma
aconteció algo nuevo y feliz. Estaba alegre y triste a la
vez. No tenía ninguna razón para llorar, pero las
lágrimas se escapaban de sus ojos. ¿Por qué?
¿Por su antiguo amor? ¿Por la pequeña
Princesa? ¿Por sus ilusiones, por sus esperanzas…?
Sí y no. Las lágrimas obedecían sobre todo a
la contradicción violenta que, de pronto, había
reconocido entre alguna cosa infinita, grande, que existía
en él, y la materia, reducida, corporal, que era él
e incluso ella. Esta contradicción le entristecía y
le alegraba mientras ella cantaba.

En cuanto Natacha dejó de cantar, se
acercó a él y le preguntó si le gustaba su
voz. Natacha formuló esta pregunta y se avergonzó
inmediatamente al comprender que era una pregunta que no
debía haber hecho. Él la miró y
sonrió; le dijo que su canto le gustaba mucho, como todo
lo que ella hacía.

El príncipe Andrés se marchó muy
tarde de casa de los Rostov. Se acostó por costumbre, pero
pronto se dio cuenta de que estaba desvelado. Encendió el
candelabro y se sentó en la cama: volvió a
acostarse y notó que no le molestaba estar despierto;
tenía el alma alegre y rejuvenecida, como si de un lugar
cerrado se hubiera escapado al aire libre. No se le
ocurría pensar que estaba enamorado de la señorita
Rostov. No pensaba en ella, la imaginaba solamente, y gracias a
ello toda su vida se presentaba ante él con un nuevo
aspecto. «¿Por qué he de preocuparme, por
qué he de trabajar dentro de este marco estrecho, cerrado,
cuando la vida, toda la vida, con todas sus alegrías, se
abre para mí?», se preguntaba. Y por primera vez
desde hacía mucho tiempo empezó a trazar planes
para el porvenir. Decidió que debía ocuparse de la
educación de su hijo, buscarle un preceptor y
confiárselo; después presentar la dimisión y
marcharse al extranjero, ver Inglaterra, Suiza, Italia. «He
de aprovechar la libertad que tengo mientras sienta dentro de
mí tanta fuerza y juventud. Pedro tenía
razón cuando decía que hay que creer en la
posibilidad de la felicidad para ser feliz. Y ahora creo. Dejemos
que los muertos entierren a sus muertos; mientras se vive, hay
que vivir y ser feliz», pensaba.

VIII

Invitado por el conde Ilia Andreievitch, el
príncipe Andrés fue a comer a casa de los Rostov y
allí pasó todo el día.

Todos los de la casa comprendían por qué
iba, y él, sin ocultarlo, procuró pasar todo el
tiempo con Natacha. No sólo en el alma de Natacha,
asustada pero feliz y entusiasmada, sino también por toda
la casa, se sentía el miedo de alguna cosa importante que
había de realizarse. La Condesa, con ojos tristes,
pensativos y severos, miraba al príncipe Andrés
mientras hablaba con Natacha y tímidamente, para
disimular, empezaba una conversación sin importancia, en
cuanto él se volvía. Sonia tenía miedo de
dejar a Natacha y temía estorbarlos cuando estaba entre
ellos dos. Natacha palidecía de miedo, tímida,
cuando por un momento se quedaba sola con él. Le
extrañaba la timidez del Príncipe.
Comprendía que había de decirle alguna cosa, pero
que no se decidía.

Cuando, por la noche, el príncipe Andrés
se marchó, la Condesa, en voz baja, le preguntó a
Natacha:

– ¿Y qué?

– Mamá, por Dios, no me preguntes nada ahora. No
debemos hablar de ello.

Pero por la noche, Natacha, ora emocionada, ora
asustada, con los ojos inmóviles, permaneció mucho
rato tendida en la cama de su madre. Tan pronto le contaba los
cumplidos que él le hacía, como le decía que
se marcharía al extranjero, o le preguntaba dónde
pasarían el verano, o le hablaba de Boris.

– ¡No he sentido jamás cosa semejante! –
decía Natacha -. Ante él me encuentro
extraña, tengo miedo; ¿qué quiere decir
esto? ¿Eh? Mamá, ¿duermes?

– No, hija mía; yo también tengo miedo –
dijo la Condesa -. Ve, ve a dormir.

-Es igual; tampoco dormiría. ¡Qué
tontería es dormir! ¡Mamá, mamá, no
había experimentado jamás cosa semejante!
-repetía, aterrorizada y admirada de aquel sentimiento que
descubría-. ¡Quién había de
decirlo!

A Natacha le parecía que se había
enamorado del príncipe Andrés desde que le vio por
primera vez en Otradnoie. Estaba asustada de aquella suerte
extraña e inesperada que había hecho que se
encontrara de nuevo con aquel a quien ella había escogido
entonces (de esto estaba firmemente convencida), y que, a juzgar
por las apariencias, ella no le era del todo indiferente.
«Y como si fuese hecho a propósito, él
está en San Petersburgo cuando estamos nosotros; y nos
hemos encontrado en el baile. Eso es el destino. Está bien
claro que todo esto es obra del destino. La primera vez que le vi
experimenté una sensación
extraña.»

– ¿Qué es lo que te ha dicho?
¿Qué versos son aquellos…? – dijo pensativamente
la madre, refiriéndose a unos versos que el
príncipe Andrés había escrito en el
álbum de Natacha.

-Mamá, ¿verdad que no es ningún mal
que sea viudo?

– Basta, Natacha, basta. Reza. Los casamientos se hacen
en el cielo.

-Pero, mamita, mujer, ¡si supieras cuánto
lo quiero! ¡Qué contenta estoy! – exclamó
Natacha, llorando de emoción y de felicidad y abrazando a
su madre.

A aquella hora, el príncipe Andrés se
encontraba en casa de Pedro y le hablaba de su amor por Natacha y
de su intención de casarse con ella.

Aquel día había reunión en casa de
la condesa Elena. Entre los invitados se encontraban el embajador
francés, el gran Duque, quien frecuentaba mucho la casa
desde hacía poco tiempo, y muchas grandes damas y
personalidades. Pedro, abajo, atravesaba los salones y dejaba
sorprendidos a todos los que le veían a causa de su
expresión concentrada, distraída y
oscura.

Desde el baile, Pedro se sentía preso de una
hipocondría que procuraba vencer con desesperados
esfuerzos. A raíz de las relaciones del gran Duque con su
mujer, inesperadamente había sido nombrado
chambelán, y a partir de aquel momento empezó a
sentir aburrimiento y vergüenza en la alta sociedad. Ideas
tenebrosas sobre la vanidad de todo lo de este mundo le
ensombrecían a menudo. Desde que había descubierto
los sentimientos de su protegida Natacha y del príncipe
Andrés, su mal humor aumentaba por el contraste de su
situación y la de su amigo. Procuraba no pensar ni en su
mujer, ni en Natacha, ni en el príncipe
Andrés.

Pedro, al salir del piso de la Condesa, a medianoche,
había ido a sentarse arriba, en la habitación de
techo bajo, llena de humo; ante la mesa, con una bata vieja,
hacía copias de actas cuando alguien
entró.

Era el príncipe Andrés:

– ¡Ah! ¿Eres tú? – exclamó
Pedro con tono distraído y descontento -. Aquí me
tienes – dijo mostrando la libreta con el gesto de huir de las
miserias de la vida con el cual los desgraciados miran el trabajo
que están haciendo.

El príncipe Andrés, con el rostro
radiante, entusiasta, transformado, se paró ante Pedro y,
sin darse cuenta de su expresión triste, le sonrió
con el egoísmo de la felicidad.

– Y bien, amigo – dijo -. Ayer quería hablarte y
hoy he venido para esto. En mi vida había experimentado
cosa semejante. Estoy enamorado, amigo mío.

Pedro suspiró pesadamente y se dejó caer
sobre el diván, al lado del Príncipe.

– De Natacha Rostov, ¿verdad?

– Sí, sí, claro. ¿De quién
sino de ella? No lo hubiera creído nunca, pero esto es
más fuerte que yo. Ayer sufrí mucho; pero no
daría este sufrimiento por nada del mundo. Antes no
vivía, pero ahora no puedo vivir sin ella. Pero
¿puede amarme? Soy viejo para ella… ¿Por
qué no me dices nada?

– ¿Yo, yo? ¿Qué quieres que te
diga? – dijo Pedro súbitamente. Levantándose,
empezó a pasear por la habitación -. Ya
hacía mucho tiempo que lo pensaba… Esta muchacha es un
tesoro, tan… Es una rareza… Amigo, por favor, no dudes
más y cásate, cásate, cásate; estoy
seguro de que no habrá hombre más feliz que
tú.

– Pero, ¿y ella?

-Ella te ama.

– No digas tonterías – dijo el príncipe
Andrés sonriendo y mirando a Pedro de hito en
hito.

– Ella te ama…, yo lo sé – exclamó
Pedro.

– No, escucha – dijo el Príncipe
deteniéndole con la mano -. ¿Sabes en qué
situación me encuentro? Tengo necesidad de decirlo a
alguien.

– Bueno, pues. Di. Estoy muy contento.

Y, en efecto, el rostro de Pedro cambiaba, las arrugas
desaparecían y con gesto alegre escuchaba al
príncipe Andrés.

Éste parecía otro hombre.
¿Dónde estaban su enojo, su desprecio de sí
mismo, aquel extraño desengaño de todo? Pedro era
la única persona ante la cual se podía decidir a
confesarse, y exprimió todo lo que tenía en el
alma. Sosegadamente, con atrevimiento, hacía los planes
para un largo porvenir; decía que no podía
sacrificar su felicidad por el capricho de su padre, que
él sabría obligarle a dar el consentimiento a su
matrimonio, a verlo con gozo; de lo contrario, lo haría
sin su consentimiento. Y a veces se admiraba de este sentimiento
que se apoderaba de él en absoluto, como de una cosa
extraña, independiente de sí mismo.

– Si alguien me hubiese dicho que yo podía
enamorarme de esta manera, no lo hubiera creído. Esto no
se parece en nada a lo que sentía antes. Para mí,
el mundo está dividido en dos partes: ella, y con ella la
felicidad, la esperanza; la otra parte, todo aquello donde ella
no está: la tristeza, la oscuridad, el final – dijo el
príncipe Andrés.

– La oscuridad, las tinieblas… – replicó Pedro
-. Sí, lo comprendo.

-Yo no puedo dejar de amar la claridad; esto no es culpa
mía; y soy muy feliz. ¿Me comprendes? Ya sé
que compartes mi alegría.

– Sí, sí – afirmó Pedro mirando a
su amigo con ojos que expresaban tristeza y ternura. Y cuanto
más brillante le parecía la suerte del
príncipe Andrés, más negra le parecía
la suya.

IX

Era necesario el consentimiento del padre para la boda,
y a la mañana siguiente el príncipe Andrés
marchó a su casa.

El anciano recibió la noticia con una calma
aparente y con disimulada hostilidad. No podía comprender
por qué quería cambiar de vida e introducir algo
nuevo cuando su vida ya estaba acabada.

«Que me dejen terminar como quiero y que luego
hagan lo que quieran», se decía el viejo. Pero con
su hijo utilizó la diplomacia que empleaba en los casos
importantes. Empezó a discutir el asunto en un tono
completamente tranquilo.

En primer lugar, el matrimonio no era brillante ni por
el parentesco, ni por la fortuna, ni por la nobleza; en segundo
lugar, el príncipe Andrés no era joven y estaba
delicado (el anciano insistía particularmente en este
punto) y ella era muy joven; en tercer lugar, había un
hijo que era lástima tener que confiarlo a una esposa
joven.

– Finalmente – el anciano le dijo con sorna -, te pido
que aguardes un año a casarte. Ve al extranjero,
cuídate, busca, como es tu intención, un
alemán para el príncipe Nicolás, y luego, si
el amor, la pasión, la ceguera por la persona son
aún tan grandes, cásate. Ésta es mi
última palabra, ¿lo has entendido? La
última… – concluyó el Príncipe con un tono
que demostraba que no había nada que pudiera hacerle
cambiar de determinación.

El príncipe Andrés vio claramente que su
padre esperaba que su amor o el de Natacha no resistirían
la prueba de un año de ausencia, o bien que para entonces
él estuviera muerto; el príncipe Andrés
resolvió hacer la voluntad de su padre, pedir la mano de
Natacha y fijar la boda al cabo de un año.

A las tres semanas de la última reunión en
casa de los Rostov, el príncipe Andrés regresaba a
San Petersburgo.

Al día siguiente de la conversación con su
madre, Natacha aguardó en vano a Bolkonski todo el
día. Lo mismo ocurrió al siguiente, y al otro, y al
otro. Pedro tampoco se presentaba, y Natacha, que no sabía
que el príncipe Andrés se hubiese marchado a su
casa, no podía explicarse su ausencia.

Pasaron tres semanas. Natacha no quería ir a
ninguna parte y andaba de una habitación a otra, como una
sombra, ociosa y desconsolada. Por la noche, a escondidas,
lloraba y no iba a la cama de su madre. Por el menor motivo se
ruborizaba y le latía el corazón. Se imaginaba que
todos le descubrían el despecho y que se burlaban de ella
o la compadecían. La herida del amor propio, unida a la
intensidad del dolor íntimo, aumentaba todavía su
desventura.

Un día entró en la habitación de su
madre para decirle alguna coca, y súbitamente se puso a
llorar. Las lágrimas le resbalaban por el rostro como a
una criatura humillada que no sabe por qué la han
castigado.

La Condesa la calmó; Natacha, que al principio
escuchaba las palabras de su madre, la
interrumpió:

– Basta, mamá. No pienso ni quiero pensar. Bueno;
venía… Ha dejado de venir…

La voz le temblaba. Estaba a punto de llorar de nuevo,
pero se contuvo y prosiguió con tranquilidad;

– No quiero casarme; él me da miedo. Ahora ya
estoy bien tranquila…

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