Monografias.com > Lengua y Literatura
Descargar Imprimir Comentar Ver trabajos relacionados

Cuentos cortos del profesor Juan Bosch



Partes: 1, 2

  1. Dos pesos de
    agua
  2. La mancha
    indeleble
  3. La bella alma de
    Don Damián
  4. La
    mujer
  5. Los
    amos
  6. La Nochebuena de
    Encarnación Mendoza

CUENTO I:

Dos pesos de
agua

La vieja Remigia sujeta el aparejo, alza la
pequeña cara y dice: -Dele ese rial fuerte a las
ánimas pa que llueva, Felipa.

Felipa fuma y calla. Al cabo de tanto oír
lamentar la sequía levanta los ojos y recorre el cielo con
ellos. Claro, amplio y alto, el cielo se muestra sin una mancha.
Es de una limpieza desesperante.

-Y no se ve nadita de nubes -comenta.

Baja entonces la mirada. Los terrenos pardos se agrietan
a la distancia. Allá, al pie de la loma, un bohío.
La gente que vive en él, y en los otros, y en los
más remotos, estará pensando como ella y como la
vieja Remigia. ¡Nada de lluvia en una sarta bien larga de
meses! Los hombres prenden fuego a los pinos de las lomas; el
resplandor de los candelazos chamusca las escasas hojas de los
maizales; algunas chispas vuelan como pájaros, dejando
estelas luminosas, caen y florecen en incendios enormes: todo
para que ascienda el humo a los cielos, para que llueva… Y
nada. Nada.

-Nos vamos a acabar, Remigia -dice.

La vieja comenta:

-Pa lo que nos falta.

La sequía había empezado matando la
primera cosecha; cuando se hubo hecho larga y le sacó todo
el jugo a la tierra, les cayó encima a los arroyos; poco a
poco los cauces le fueron quedando anchos al agua, las piedras
surgieron cubiertas de lama y los pececillos emigraron corriente
abajo. Infinidad de caños acabaron por agotarse, otros por
tornarse lagunas, otros lodazales.

Sedientos y desesperados, muchos hombres abandonaron los
conucos, aparejaron caballos y se fueron con las familias en
busca de lugares menos áridos.

La vieja Remigia se resistía a salir.
Algún día caería el agua; alguna tarde se
cargaría el cielo de nubes; alguna noche rompería
el canto del aguacero sobre el ardido techo de yaguas.
Algún día…

Desde que se quedó con el nieto, después
que se llevaron al hijo en una parihuela, la vieja Remigia se
hizo huraña y guardadora. Pieza a pieza fue juntando sus
centavos en una higera con ceniza. Los centavos eran de cobre.
Trabajaba en el conuquito, detrás de la casa, sembrando
maíz y frijoles. El maíz lo usaba en engordar los
pollos y los cerdos; los frijoles servían para la comida.
Cada dos o tres meses reunía los pollos más gordos
y se iba a venderlos. Cuando veía un cerdo mantecoso, lo
mataba; ella misma detallaba la carne y de las capas
extraía la grasa; con ésta y con los chicharrones
se iba también al pueblo. Cerraba el bohío, le
encarbaba a un vecino que le cuidara lo suyo, montaba el nieto en
el potro bayo y lo seguía a pie. En la noche estaba de
vuelta.

Iba tejiendo su vida así, con el nieto colgado en
el corazón.

-Pa ti trabajo, muchacho -le decía-. No quiero
que pases calores, ni que te vayas a malograr, como tu
taita.

El niño la miraba. Nunca se le oía hablar,
y aunque apenas alzaba una vara del suelo, madrugaba con su
machete bajo el brazo y el sol le salía sobre la espalda,
limpiando el conuco.

La vieja Remigia tenía sus esperanzas.
Veía crecer el maíz, veía florecer los
frijoles; oía el gruñido de sus puercos en la
pocilga cercana; contaba las gallinas al anochecer, cuando
subían a los palos. Entre días descolgaba la higera
y sacaba los cobres. Había muchos, llegó
también a haber monedas de plata de todos
tamaños.

Con un temblor de novia en la mano, Remigia acariciaba
su dinero y soñaba. Veía al muchacho en tiempo de
casarse, bien montado en brioso caballo alazano, o se lo figuraba
tras un mostrador, despachando botellas de ron, varas de lienzo,
libras de azúcar. Sonreía, tornaba a guardar su
dinero, guindaba la higera y se acercaba al nieto,

que dormía tranquilo.

Todo iba bien, bien. Pero sin saberse cuándo ni
cómo se presentó aquella sequía. Pasó
un mes sin llover, pasaron dos, pasaron tres. Los hombres que
cruzaban por delante de su bohío la saludaban
diciendo:

-Tiempo bravo, Remigia.

Ella aprobaba en silencio. Acaso comentaba:

-Prendiendo velas a las ánimas pasa
esto.

Pero no llovía. Se consumieron muchas velas y se
consumió también el maíz en sus tallos. Se
oían crujir los palos; se veían enflaquecer los
caños de agua; en la pocilga empezó a endurecerse
la tierra. A veces se cargaba el cielo de nubes; allá
arriba se apelotonaban manchas grises; bajaban de las lomas
vientos húmedos, que alzaban montones de
polvo…

-Esta noche sí llueve, Remigia -aseguraban los
hombres que cruzaban.

-¡Por fin! Va a ser hoy -decía una
mujer.

-Ya está casi cayendo -confiaba un
negro.

La vieja Remigia se acostaba y rezaba: ofrecía
más velas a las ánimas y esperaba. A veces le
parecía sentir el roncar de la lluvia que descendía
de las altas lomas. Se dormía esperanzada; pero el cielo
amanecía limpio como ropa de matrimonio.

Comenzó la desesperación. La gente estaba
ya transida y la propia tierra quemaba como si despidiera llamas.
Todos los arroyos cercanos habían desaparecido; toda la
vegetación de las lomas había sido quemada. No se
conseguía comida para los cerdos; los asnos se alejaban en
busca de mayas; las reses se perdían en los recodos,
lamiendo raíces de árboles; los muchachos iban a
distancias de medio día a buscar latas de agua; las
gallinas se perdían en los montes, en procura de insectos
y semillas.

-Se acaba esto, Remigia. Se acaba -lamentaban las
viejas.

Un día, con la fresca del amanecer, pasó
Rosendo con la mujer, los dos hijos, la vaca, el perro y un mulo
flaco cargado de trastos.

-Yo no aguanto, Remigia; a este lugar le han hecho mal
de ojo.

Remigia entró en el bohío, buscó
dos monedas de cobre y volvió.

-Tenga; préndamele esto de velas a las
ánimas en mi nombre -recomendó.

Rosendo cogió los cobres, los miró,
alzó la cabeza y se cansó de ver cielo
azul.

-Cuando quiera, váyase a Tavera. Nosotros vamos a
parar un rancho allá, y dende agora es suyo.

-Yo me quedo, Rosendo. Esto no puede durar.

Rosendo volvió el rostro. Su mujer y sus hijos se
perdían ya en la distancia. El sol parecía
incendiar las lomas remotas.

El muchacho se había puesto tan oscuro como un
negro. Un día se le acercó:

-Mamá, uno de los puerquitos parece
muerto.

Remigia se fue a la pocilga. Anhelantes, resecas las
trompas, flacos como alambres, los cerdos gruñían y
chillaban. Estaban apelotonados, y cuando Remigia los
espantó vio restos de un animal. Comprendió: el
muerto había alimentado a los vivos. Entonces
decidió ir ella misma en busca de agua para que sus
animales resistieran.

Echaba por delante el potro bayo; salía de
madrugada y retornaba a medio día. Incansable, tenaz,
silenciosa, Remigia se mantenía sin una queja. Ya
sentía menos peso en la higuera; pero había que
seguir sacrificando algo para que las ánimas tuvieran
piedad. El camino hasta el arroyo más cercano era largo;
ella lo hacía a pie, para no cansar la bestia. El potro
bayo tenía las ancas cortantes, el pescuezo flaco, y a
veces se le oían chocar los huesos.

El éxodo seguía. Cada día se
cerraba un nuevo bohío. Ya la tierra parda se
resquebrajaba; ya sólo los espinosos cambronales se
sostenían verdes. En cada viaje el agua del arroyo era
más escasa. A la semana había tanto lodo como agua;
a las dos semanas el cauce era como un viejo camino pedregoso,
donde refulgía el sol. La bestia, desesperada, buscaba
donde ramonear y batía el rabo para espantar las
moscas.

Remigia no había perdido la fe. Esperaba las
señales de lluvia en el alto cielo.

-¡Ánimas del Purgatorio! -clamaba de
rodillas-. ¡Ánimas del Purgatorio! ¡Nos vamos
a morir achicharrados si ustedes no nos ayudan!

Días más tarde el potro bayo
amaneció tristón e incapaz de levantarse; esa misma
tarde el nieto se tendió en el catre, ardiendo en fiebre.
Remigia se echó afuera. Anduvo y anduvo, llamando en los
distantes bohíos, levantando los
espíritus.

-Vamos a hacerle un rosario a San Isidro
-decía.

-Vamos a hacerle un rosario a San Isidro
-repetía.

Salieron una madrugada de domingo. Ella llevaba el
niño en brazos. La cabeza del muchacho, cargada de
calenturas, pendía como un bulto del hombro de su abuela.
Quince o veinte mujeres, hombres y niños desharrapados,
curtidos por el sol, entonaban cánticos tristes,
recorriendo los pelados caminos. Llevaban una imagen de la
Altagracia; le encendían velas; se arrodillaban y elevaban
ruegos a Dios. Un viejo flaco, barbudo, de ojos ardientes y
acerados, con el pecho desnudo, iba delante golpeándose el
esternón con la mano descarnada, mirando a lo alto y
clamando:

¡San Isidro Labrador!¡San
Isidro Labrador!Trae el agua y quita el sol,¡San Isidro
Labrador!

Sonaba ronca la voz del viejo. Detrás, las
mujeres plañían y alzaban los brazos.

Ya se habían ido todos. Pasó Rosendo,
pasó Toribio con una hija medio loca; pasó Felipe;
pasaron unos y otros. Ella les dio a todos para las velas.
Pasaron los últimos, una gente a quienes no
conocía; llevaban un viejo enfermo y no podían con
su tristeza; ella les dio para las velas.

Se podía tender la vista sin tropiezos y ver
desde la puerta del bohío el calcinado paisaje con las
lomas peladas al final; se podían ver los cauces secos de
los arroyos.

Ya nadie esperaba lluvia. Antes de irse los viejos
juraban que Dios había castigado el lugar y los
jóvenes que tenía mal de ojo.

Remigia esperaba. Recogía escasas gotas de agua.
Sabía que había que empezar de nuevo, porque ya
casi nada quedaba en la higuera, y el conuco estaba pelado como
un camino real. Polvo y sol; sol y polvo. La maldición de
Dios, por la maldad de los hombres, se había realizado
allí; pero la maldición de Dios no podía
acabar con la fe de Remigia.

En su rincón del Purgatorio, las ánimas,
metidas de cintura abajo entre las llamas voraces, repasaban
cuentas. Vivían consumidas por el fuego,
purificándose; y, como burla sangrienta, tenían
potestad para desatar la lluvia y llevar el agua a la tierra. Una
de ellas, barbuda, dijo: -¡Caramba! ¡La vieja
Remigia, de Paso Hondo, ha quemado ya dos pesos de velas pidiendo
agua!

Las compañeras saltaron vociferando:

-¡Dos pesos, dos pesos!

Alguna preguntó:

-¿Por qué no se le ha atendido, como es
costumbre?

-¡Hay que atenderla! -rugió una de ojos
impetuosos.

-¡Hay que atenderla! -gritaron las
otras.

Se corría la voz, se repetían el
mandato:

-¡Hay que mandar agua a Paso Hondo! ¡Dos
pesos de agua!

-¡Dos pesos de agua a Paso Hondo!

-¡Dos pesos de agua a Paso Hondo!

Todas estaban impresionadas, casi fuera de sí,
porque nunca llegó una entrega de agua a tal cantidad; ni
siquiera a la mitad, ni aun a la tercera parte. Servían
una noche de lluvia por dos centavos de velas, y cierta vez
enviaron un diluvio entero por veinte centavos.

-¡Dos pesos de agua a Paso Hondo!
-rugían.

Y todas las ánimas del Purgatorio se
escandalizaban pensando en el agua que había que derramar
por tanto dinero, mientras ellas ardían metidas en el
fuego eterno, esperando que la suprema gracia de Dios las llamara
a su lado.

Abajo, en Paso Hondo, se nubló el cielo. Muy de
mañana Remigia miró hacia oriente y vio una nube
negra y fina, tan negra como una cinta de luto y tan fina como la
rabiza de un fuete. Una hora después inmensas lomas de
nubes grises se apelotonaron, empujándose, avanzando,
ascendiendo. Dos horas más tarde estaba oscuro como si
fuera de noche.

Llena de miedo, con el temor de que se deshiciera tanta
ventura, Remigia callaba y miraba. El nieto seguía en el
catre, calenturiento. Estaba flaco, igual que un sonajero de
huesos. Los ojos parecían salirle de cuevas.

Arriba estalló un trueno. Remigia corrió a
la puerta. Avanzando como caballería rabiosa, un frente de
lluvia venía de las lomas sobre el bohío. Ella
sonrió de manera inconsciente; se sujetó las
mejillas, abrió desmesuradamente los ojos. ¡Ya
estaba lloviendo!

Rauda, pesada, cantando broncas canciones, la lluvia
llegó hasta el camino real, resonó en el techo de
yaguas, saltó el bohío, empezó a caer en el
conuco. Sintiéndose arder, Remigia corrió a la
puerta del patio y vio descender, apretados, los hilos gruesos
del agua; vio la tierra adormecerse y despedir un vaho espeso. Se
tiró afuera, rabiosa.

-¡Yo sabía, yo lo sabía, yo lo
sabía! -gritaba a voz en cuello.

-¡Lloviendo, lloviendo! -clamaba con los brazos
tendidos hacia el cielo-. ¡Yo lo sabía!

De pronto penetró en la casa, tomó al
niño, lo apretó contra su pecho, lo alzó, lo
mostró a la lluvia.

-¡Bebe, muchacho; bebe, hijo mío!
¡Mira agua, mira agua!

Y sacudía al nieto, lo estrujaba; parecía
querer meterle dentro el espíritu fresco y disperso del
agua.

Mientras afuera bramaba el temporal, soñaba
adentro Remigia.

-Ahora -se decía-, en cuanto la tierra se
ablande, siembro batata, arroz tresmesino, frijoles y
maíz. Todavía me quedan unos cuartitos con que
comprar semillas. El muchacho se va a sanar.
¡Lástima que la gente se haya ido! Quisiera verle la
cara a Toribio, a ver qué pensaría de este
aguacero. Tantas rogaciones, y sólo me van a aprovechar a
mí. Quizá vengan agora, cuando sepan que ya
pasó el mal de ojo.

El nieto dormía tranquilo. En Paso Hondo, por los
secos cauces de los arroyos y los ríos, empezaba a rodar
agua sucia; todavía era escasa y se estancaba en las
piedras. De las lomas bajaba roja, cargada de barro; de los
cielos descendía pesada y rauda. El techo de yaguas se
desmigajaba con los golpes múltiples del aguacero. Remigia
se adormecía y veía su conuco lleno de plantas
verdes, lozanas, batidas por la brisa fresca; veía los
rincones llenos de dorado maíz, de arroz, frijoles, de
batatas henchidas. El sueño le tornaba pesada la
cabeza.

Y afuera seguía bramando la lluvia
incansable.

Pasó una semana; pasaron diez días,
quince… Zumbaba el aguacero sin una hora de

tregua. Se acabaron el arroz y la manteca; se
acabó la sal. Bajo el agua tomó Remigia el camino
de Las Cruces para comprar comida. Salió de mañana
y retornó a media noche. Los ríos, los caños
de agua y hasta las lagunas se adueñaban del mundo,
borraban los caminos, se metían lentamente entre los
conucos. Una tarde pasó un hombre. Montaba mulo
pesado.

-¡Ey, don! -llamó Remigia.

El hombre metió la cabeza del animal por la
puerta.

-Bájese pa que se caliente -invitó
ella.

La montura se quedó a la intemperie.

-El cielo se ta cayendo en agua -explicó
él al rato. -Yo como usté dejaba este sitio tan
bajito y me diba pa las lomas.

-¿Yo dirme? No, hijo. Horita pasa este
tiempo.

-Vea -se extendió el visitante-, esto es una
niega. Yo las he visto tremendas, con el agua llevándose
animales, bohíos, matas y gente. Horita se crecen todos
los caños que yo he dejado atrás, contimás
que ta lloviéndoles duro en las cabezadas.

-Jum… Peor que esto fue la seca, don. Todo el
mundo le salió huyendo, y yo la aguanté.

-La seca no mata, pero el agua ahoga, doña. Todo
eso -y señaló lo que él había dejado
a la puerta- ta anegado. Como tres horas tuve esta mañana
sin salir de un agua que me le daba en la barriga al
mulo.

El hombre hablaba con voz pausada, y sus ojos grises,
atemorizados, vigilaban el incesante caer de la
lluvia.

Al anochecer se fue. Mucho le rogó Remigia que no
cogiera el camino con la oscuridad.

-Dispué es peor, doña. Van esos
ríos y se botan…

Remigia se fue a atender al nieto, que se quejaba
débilmente.

Tuvo razón el hombre. ¡Qué noche,
Dios! Se oía un rugir sordo e inquietante; se oían
retumbar los truenos; penetraban los reflejos de los
relámpagos por las múltiples rendijas.

El agua sucia entró por los quicios y
empezó a esparcirse en el suelo. Bravo era el
viento

en la distancia, y a ratos parecía arrancar
árboles. Remigia abrió la puerta. Un
relámpago lejano alumbró el sitio de Paso Hondo.
¡Agua y agua! Agua aquí, allá, más
lejos, entre los troncos escasos, en los lugares pelados.
Debía descender de las lomas y en el camino real se
formaba un río torrentoso.

-¿Será una niega? -se preguntó
Remigia, dudando por vez primera.

Pero cerró la puerta y entró. Ella
tenía fe; una fe inagotable, más que lo que
había sido la sequía, más que lo
sería la lluvia. Por dentro, su bohío estaba tan
mojado como por fuera. El muchacho se encogía en el catre,
rehuyendo las goteras.

A medianoche la despertó un golpe en una esquina
de la vivienda. Se fue a levantar, pero sintió agua hasta
casi las rodillas. Bramaba afuera el viento. El agua batía
contra los setos del bohío.

¡Ay de la noche horrible, de la noche anegada!
Venía el agua en golpes; venía y todo lo
cundía, todo lo ahogaba. Restalló otro
relámpago, y el trueno desgajó pedazos de oscuro
cielo.

Remigia sintió miedo.

-¡Virgen Santísima! -clamó-.
¡Virgen Santísima, ayúdame!

Pero no era negocio de la Virgen, ni de Dios, sino de
las ánimas, que allá arriba gritaban:

-¡Ya va medio peso de agua! ¡Ya va medio
peso!

Cuando sintió el bohío torcerse por los
torrentes, Remigia desistió de esperar y levantó al
nieto. Se lo pegó al pecho; lo apretó, febril;
luchó con el agua que le impedía caminar;
empujó, como pudo, la puerta y se echó afuera. A la
cintura llevaba el agua; y caminaba, caminaba. No sabía
adónde iba. El terrible viento le destrenzaba el cabello,
los relámpagos verdeaban en la distancia. El agua
crecía, crecía. Levantó más al nieto.
Después tropezó y tornó a pararse.
Seguía sujetando al niño y gritando:

-¡Virgen Santísima, Virgen
Santísima!

Se llevaba el viento su voz y la esparcía sobre
la gran llanura líquida.

-¡Virgen Santísima, Virgen
Santísima!

Su falda flotaba. Ella rodaba, rodaba. Sintió que
algo le sujetaba el cabello, que le

amarraban la cabeza. Pensó:

-En cuanto esto pase siembro batata.

Veía el maíz metido bajo el agua sucia.
Hincaba las uñas en el pecho del nieto.

-¡Virgen Santísima!

Seguía ululando el viento, y el trueno
rompía los cielos. Se le quedó el cabello enredado
en un tronco espinoso. El agua corría hacia abajo, hacia
abajo, arrastrando bohíos y troncos. Las ánimas
gritaban, enloquecidas:

-¡Todavía falta; todavía falta!
¡Son dos pesos, dos pesos de agua! ¡Son dos pesos de
agua!

FIN

CUENTO II:

La mancha
indeleble

Todos los que habían cruzado la puerta antes que
yo habían entregado sus cabezas, y yo las veía
colocadas en una larga hilera de vitrinas que estaban adosadas a
la pared de enfrente. Seguramente en esas vitrinas no entraba
aire contaminado, pues las cabezas se conservaban en forma
admirable, casi como si estuvieran vivas, aunque les faltaba el
flujo de la sangre bajo la piel. Debo confesar que el
espectáculo me produjo un miedo súbito e intenso.
Durante cierto tiempo me sentí paralizado por el terror.
Pero era el caso que aún incapacitado para pensar y para
actuar, yo estaba allí: había pasado el umbral y
tenía que entregar mi cabeza. Nadie podría evitarme
esa macabra experiencia.

La situación era en verdad aterradora.
Parecía que no había distancia entre la vida que
había dejado atrás, del otro lado de la puerta, y
la que iba a iniciar en ese momento. Físicamente, la
distancia sería de tres metros, tal vez de
cuatro.

Sin embargo lo que veía indicaba que la
separación entre lo que fui y lo que sería no
podía medirse en términos humanos.

-Entregue su cabeza -dijo una voz suave.

-¿La mía? -pregunté, con tanto
miedo que a duras penas me oía a mí
mismo.

-Claro -¿Cuál va a ser?

A pesar de que no era autoritaria, la voz llenaba todo
el salón y resonaba entre las paredes, que se
cubrían con lujosos tapices. Yo no podía saber de
dónde salía. Tenía la impresión de
que todo lo que veía estaba hablando a un tiempo: el piso
de mármol negro y blanco, la alfombra roja que iba de la
escalinata a la gran mesa del recibidor, y la alfombra similar
que cruzaba a todo lo largo por el centro; las grandes columnas
de mayólica, las cornisas de cubos dorados, las dos
enormes lámparas colgantes de cristal de Bohemia.
Sólo sabía a ciencia cierta que ninguna de las
innumerables cabezas de las vitrinas había emitido el
menor sonido.

Tal vez con el deseo inconsciente de ganar tiempo,
pregunté.

-¿Y cómo me la quito?

-Sujétela fuertemente con las dos manos, apoyando
los pulgares en las curvas de la quijada; tire hacia arriba y
verá con qué facilidad sale. Colóquela
después sobre la mesa.

Si se hubiera tratado de una pesadilla me habría
explicado la orden y mi situación. Pero no era una
pesadilla. Eso estaba sucediéndome en pleno estado de
lucidez, mientras me hallaba de pie y solitario en medio de un
lujoso salón. No se veía una silla, y como temblaba
de arriba abajo debido al frío mortal que se había
desatado en mis venas, necesitaba sentarme o agarrarme de algo.
Al fin apoyé las dos manos en la mesa.

-¿No ha oído o no ha comprendido? -dijo la
voz.

Ya dije que la voz no era autoritaria sino suave. Tal
vez por eso me parecía tan terrible. Resulta aterrador
oír la orden de quitarse la cabeza dicha con tono normal,
más bien tranquilo. Estaba seguro de que el dueño
de esa voz había repetido la orden tantas veces que ya no
le daba la menor importancia a lo que decía.

Al fin logré hablar.

-Sí, he oído y he comprendido -dije-. Pero
no puedo despojarme de mi cabeza así como así. Deme
algún tiempo para pensarlo. Comprenda que ella está
llena de mis ideas, de mis recuerdos. Es el resumen de mi propia
vida. Además, si me quedo sin ella, ¿con qué
voy a pensar?

La parrafada no me salió de golpe. Me ahogaba.
Dos veces tuve que parar para tomar aire. Callé, y me
pareció que la voz emitía un ligero gruñido,
como de risa burlona.

-Aquí no tiene que pensar. Pensaremos por usted.
En cuanto a sus recuerdos, no va a necesitarlos más: va a
empezar una nueva vida.

-¿Vida sin relación conmigo mismo, si mis
ideas, sin emociones propias? -pregunté.

Instintivamente miré hacia la puerta por donde
había entrado. Estaba cerrada. Volví los ojos a los
dos extremos del gran salón. Había también
puertas en esos extremos, pero ninguna estaba abierta.

El espacio era largo y de techo alto, lo cual me hizo
sentirme tan desamparado como un niño perdido en una gran
ciudad. No había la menor señal de vida.
Sólo yo me hallaba en ese salón
imponente.

Peor aún: estábamos la voz y yo. Pero la
voz no era humana, no podía relacionarse con un ser de
carne y hueso. Me hallaba bajo la impresión de que miles
de ojos malignos, también sin vida, estaban
mirándome desde las paredes, y de que millones de seres
minúsculos e invisibles acechaban mi
pensamiento.

-Por favor, no nos haga perder tiempo, que hay otros en
turno -dijo la voz.

No es fácil explicar lo que esas palabras
significaron para mí. Sentí que alguien iba a
entrar, que ya no estaría más tiempo solo, y
volví la cara hacia la puerta. No me había
equivocado; una mano sujetaba el borde de la gran hoja de madera
brillante y la empujaba hacia adentro, y un pie se posaba en el
umbral. Por la abertura de la puerta se advertía que
afuera había poca luz. Sin duda era la hora indecisa entre
el día que muere y la que todavía no ha
cerrado.

En medio de mi terror actué como un
autómata. Me lancé impetuosamente hacia la puerta,
empujé al que entraba y salté a la calle. Me di
cuenta de que alguna gente se alarmó al verme correr; tal
vez pensaron que había robado o había sido
sorprendido en el momento de robar. Comprendía que llevaba
el rostro pálido y los ojos desorbitados, y de haber
habido por allí un policía, me hubiera perseguido.
De todas maneras, no me importaba. Mi necesidad de huir era
imperiosa, y huía como loco.

Durante una semana no me atreví a salir de casa.
Oía día y noche la voz y veía en todas
partes los millares de ojos sin vida y los centenares de cabezas
sin cuerpo. Pero en la octava noche, aliviado de mi miedo, me
arriesgué a ir a la esquina, a un cafetucho de mala
muerte, visitado siempre por gente extraña. Al lado de la
mesa que ocupé había otra vacía. A poco, dos
hombres se sentaron en ella. Uno tenía los ojos
sombríos; me miró con intensidad y luego dijo al
otro:

-Ese fue el que huyó después que
estaba…

Yo tomaba en ese momento una taza de café. Me
temblaron las manos con tanta violencia que un poco de la bebida
se me derramó en la camisa.

Mi mal es que no tengo otra camisa ni manera de adquirir
una nueva. Mientras me esfuerzo en hacer desaparecer la mancha
oigo sin cesar las últimas palabras del hombre de los ojos
sombríos:

-Después que ya estaba inscrito.

El miedo me hace sudar frío. Y yo sé que
no podré librarme de este miedo; que lo sentiré
ante cualquier desconocido. Pues en verdad ignoro si los dos
hombres eran miembros o eran enemigos del Partido.

Ahora estoy en casa, tratando de lavar la camisa. Para
el caso, he usado jabón, cepillo y un producto
químico especial que hallé en el baño. La
mancha no se va. Está ahí, indeleble. Al contrario,
me parece que a cada esfuerzo por borrarla se destaca
más.

FIN

CUENTO III:

La bella alma de
Don Damián

Don Damián entró en la inconsciencia
rápidamente, a compás con la fiebre que iba
subiendo por encima de treinta y nueve grados. Su alma se
sentía muy incómoda, casi a punto de calcinarse,
razón por la cual comenzó a irse recogiendo en el
corazón. El alma tenía infinita cantidad de
tentáculos, como un pulpo de innúmeros pies, cada
uno metido en una vena y algunos sumamente delgados metidos en
vasos. Poco a poco fue retirando esos pies, y a medida que iba
haciéndolo don Damián perdía calor y
empalidecía. Se le enfriaron primero las manos, luego las
piernas y los brazos; la cara comenzó a ponerse atrozmente
pálida, cosa que observaron las personas que rodeaban el
lujoso lecho. La propia enfermera se asustó y dijo que era
tiempo de llamar al médico. El alma oyó esas
palabras y pensó: "Hay que apresurarse, o viene ese
señor y me obliga a quedarme aquí hasta que me
queme la fiebre".

Empezaba a clarear. Por los cristales de las ventanas
entraba una luz lívida, que anunciaba el próximo
nacimiento del día. Asomándose a la boca de don
Damián -que se conservaba semiabierta para dar paso a un
poco de aire- el alma notó la claridad y se dijo que si no
actuaba pronto no podría hacerlo más tarde debido a
que la gente la vería salir y le impediría
abandonar el cuerpo de su dueño. El alma de don
Damián era ignorante en ciertas cosas; por ejemplo, no
sabía que una vez libre resultaba totalmente
invisible.

Hubo un prolongado revuelo de faldas alrededor de la
soberbia cama donde yacía el enfermo, y se dijeron frases
atropelladas que el alma no atinó a oír, ocupada
como estaba en escapar de su prisión. La enfermera
entró con una jeringa hipodérmica en la
mano.

-¡Ay, Dios mío, Dios mío, que no sea
tarde! -clamó la voz de la vieja criada.

Pero era tarde. A un mismo tiempo la aguja penetraba en
un antebrazo de don Damián y el alma sacaba de la boca del
moribundo sus últimos tentáculos. El alma
pensó que la inyección había sido un gasto
inútil. En un instante se oyeron gritos diversos y pasos
apresurados, y mientras alguien -de seguro la criada, porque era
imposible que se tratara de la suegra o de la mujer de don
Damián- se tiraba aullando sobre el lecho, el alma se
lanzaba al espacio, directamente hacia la lujosa lámpara
de cristal de Bohemia que pendía del centro del techo.
Allí se agarró con suprema fuerza y miró
hacia abajo; don Damián era ya un despojo amarillo, de
facciones casi transparentes y duras como el cristal; los huesos
del rostro parecían haberle crecido y la piel tenía
un brillo repelente. Junto a él se movían la
suegra, la señora y la enfermera; con la cabeza hundida en
el lecho sollozaba la anciana criada. El alma sabía a
ciencia cierta lo que estaba sintiendo y pensando cada una, pero
no quiso perder tiempo en observarlas. La luz crecía muy
de prisa y ella temía ser vista allí donde se
hallaba, trepada en la lámpara, agarrándose con
indescriptible miedo. De pronto vio a la suegra de don
Damián tomar a su hija de un brazo y llevarla al pasillo;
allí le habló, con acento muy bajo. Y he
aquí las palabras que oyó el alma:

-No vayas a comportarte ahora como una desvergonzada.
Tienes que demostrar dolor.

-Cuando llegue gente, mamá -susurró la
hija.

-No, desde ahora. Acuérdate que la enfermera
puede contar luego…

En el acto la flamante viuda corrió hacia la cama
como una loca diciendo:

-¡Damián, Damián mío; ay, mi
Damián! ¿Cómo podré yo vivir sin ti,
Damián de mi vida?

Otra alma con menos mundo se hubiera asombrado, pero la
de don Damián, trepada en su lámpara, admiró
la buena ejecución del papel. El propio don Damián
procedía así en ciertas ocasiones, sobre todo
cuando le tocaba actuar en lo que él llamaba "la defensa
de mis intereses". La viuda lloraba ahora "defendiendo sus
intereses". Era bastante joven y agraciada, en cambio don
Damián pasaba de los sesenta. Ella tenía novio
cuando él la conoció, y el alma había
sufrido ratos muy desagradables a causa de los celos de su ex
dueño. El alma recordaba cierta escena, hacía por
cierto pocos meses, en la que la mujer dijo:

-¡No puedes prohibirme que le hable!
¡Tú sabes que me casé contigo por tu
dinero!

A lo que don Damián había contestado que
con ese dinero él había comprado el derecho a no
ser puesto en ridículo. La escena fue muy desagradable,
con intervención de la suegra y amenazas de divorcio. En
suma, un mal momento, empeorado por la circunstancia de que la
discusión fue cortada en seco debido a la llegada de unos
muy distinguidos visitantes a quienes marido y mujer atendieron
con encantadoras sonrisas y maneras tan finas que sólo
ella, el alma de don Damián, apreciaba en todo su real
valor.

Estaba el alma allá arriba, en la lámpara,
recordando tales cosas, cuando llegó a toda prisa un
sacerdote. Nadie sabía por qué se presentaba tan a
tiempo, puesto que todavía no acababa de salir el sol del
todo y el sacerdote había sido visita durante la
noche.

-Vine porque tenía el presentimiento; vine porque
temía que don Damián diera su alma sin confesar
-trató de explicar.

A lo que la suegra del difunto, llena de desconfianza,
preguntó:

-¿Pero no confesó anoche,
padre?

Aludía a que durante cerca de una hora el
ministro del Señor había estado encerrado a solas
con don Damián, y todos creían que el enfermo
había confesado. Pero no había sucedido eso.
Trepada en su lámpara, el alma sabía que no; y
sabía también por qué había llegado
el cura. Aquella larga entrevista solitaria había tenido
un tema más bien árido; pues el sacerdote
proponía a don Damián que testara dejando una
importante suma para el nuevo templo que se construía en
la ciudad, y don Damián quería dejar más
dinero del que se le solicitaba, pero destinado a un hospital. No
se entendieron y al llegar a su casa el padre notó que no
llevaba consigo su reloj. Era prodigioso lo que le sucedía
al alma, una vez libre, eso de poder saber cosas que no
habían ocurrido en su presencia, así como adivinar
lo que la gente pensaba e iba a hacer. El alma sabía que
el cura se había dicho: "Recuerdo haber sacado el reloj en
casa de don Damián para ver qué hora era;
seguramente lo he dejado allá". De manera que esa visita a
hora tan extraordinaria nada tenía que ver con el reino de
Dios.

-No, no confesó -explicó el sacerdote
mirando fijamente a la suegra de don Damián-. No
llegó a confesar anoche, y quedamos en que vendría
hoy a primera hora para confesar y tal vez comulgar. He llegado
tarde, y es gran lástima -dijo mientras movía el
rostro hacia los rincones y las doradas mesillas, sin duda con la
esperanza de ver el reloj en una de ellas.

La vieja criada, que tenía más de cuarenta
años atendiendo a don Damián, levantó la
cabeza y mostró dos ojos enrojecidos por el
llanto.

-Después de todo no le hacía falta
-aseguró-, que Dios me perdone. No necesitaba confesar
porque tenía una bella alma, una alma muy bella
tenía don Damián.

¡Diablos, eso sí era interesante!
Jamás había pensado el alma de don Damián
que fuera bella. Su amo hacía ciertas cosas raras, y como
era un hermoso ejemplar de hombre rico y vestía a la
perfección y manejaba con notable oportunidad su libreta
de banco, el alma no había tenido tiempo de pensar en
algunos aspectos que podían relacionarse con su propia
belleza o con su posible fealdad. Por ejemplo, recordaba que su
amo le ordenaba sentirse bien cuando tras laboriosas entrevistas
con el abogado don Damián hallaba la manera de quedarse
con la casa de algún deudor -y a menudo ese deudor no
tenía dónde ir a vivir después- o cuando a
fuerza de piedras preciosas y de ayuda en metálico -para
estudios, o para la salud de la madre enferma- una linda joven de
los barrios obreros accedía a visitar cierto lujoso
departamento que tenía don Damián. ¿Pero era
ella bella o era fea?

Desde que logró desasirse de las venas de su amo
hasta que fue objeto de esa mención por parte de la
criada, había pasado, según cálculo del
alma, muy corto tiempo; y probablemente era mucho menos
todavía de lo que ella pensaba. Todo sucedió muy de
prisa y además de manera muy confusa. Ella sintió
que se cocinaba dentro del cuerpo del enfermo y comprendió
que la fiebre seguiría subiendo. Antes de retirarse, mucho
más allá de la medianoche, el médico lo
había anunciado. Había dicho:

-Puede ser que la fiebre suba al amanecer; en ese caso
hay que tener cuidado. Si ocurre algo llámenme.

¿Iba ella a permitir que se le horneara? Se
hallaba con lo que podría denominarse su centro vital muy
cerca de los intestinos de don Damián, y esos intestinos
despedían fuego. Perecería como los animales
horneados, lo cual no era de su agrado. Pero en realidad,
¿cuánto tiempo había transcurrido desde que
dejó el cuerpo de don Damián? Muy poco, puesto que
todavía no se sentía libre del calor a pesar del
ligero fresco que el día naciente esparcía y
lanzaba sobre los cristales de Bohemia de que se hallaba sujeta.
Pensaba que no había sido violento el cambio de clima
entre las entrañas de su ex dueño y la
cristalería de la lámpara, gracias a lo cual no se
había resfriado. Pero con o sin cambio violento,
¿qué había de las palabras de la criada?
"Bella", había dicho la anciana servidora. La vieja
sirvienta era una mujer veraz, que quería a su amo porque
lo quería, no por su distinguida estampa ni porque
él le hiciera regalos. Al alma no le pareció tan
sincero lo que oyó a continuación.

-¡Claro que era una bella alma la suya!
-corroboraba el cura.

-Bella era poco, señor -aseguró la
suegra.

El alma se volvió a mirar y vio cómo,
mientras hablaba, la señora se dirigía a su hija
con los ojos. En tales ojos había a la vez una orden y una
imprecación. Parecían decir: "Rompe a llorar ahora
mismo, idiota, no vaya a ser que el señor cura se
dé cuenta de que te ha alegrado la muerte de este
miserable". La hija comprendió en el acto el mudo y
colérico lenguaje, pues a seguidas prorrumpió en
dolorosas lamentaciones:

-¡Jamás, jamás hubo alma más
bella que la suya! ¡Ay, Damián mío,
Damián mío, luz de mi vida!

El alma no pudo más; estaba sacudida por la
curiosidad y por el asco; quería asegurarse sin perder un
segundo de que era bella y quería alejarse de un lugar
donde cada quien trataba de engañar a los demás.
Curiosa y asqueada, pues, se lanzó desde la lámpara
en dirección hacia el baño, cuyas paredes estaban
cubiertas por grandes espejos. Calculó bien la distancia
para caer sobre la alfombra, a fin de no hacer ruido.
Además de ignorar que la gente no podía verla, el
alma ignoraba que ella no tenía peso. Sintió gran
alivio cuando advirtió que pasaba inadvertida, y
corrió, desolada, a colocarse frente a los
espejos.

¿Pero qué estaba sucediendo, gran Dios? En
primer lugar, ella se había acostumbrado durante
más de sesenta años a mirar a través de los
ojos de don Damián; y esos ojos estaban altos, a un metro
y setenta centímetros sobre el suelo; estaba acostumbrada,
además, al rostro vivaz de su amo, a su ojos claros, a su
pelo brillante de tonos grises, a la arrogancia con que alzaba el
pecho y levantaba la cabeza, a las costosas telas con que se
vestía. Y lo que veía ahora ante sí no era
nada de eso, sino una extraña figura de acaso un pie de
altura, blanduzca, parda, sin contornos definidos. En primer
lugar, no se parecía a nada conocido, pues lo que
debían ser dos pies y dos piernas, según fue
siempre cuando se hallaba en el cuerpo de don Damián, era
un monstruoso y, sin embargo, pequeño racimo de
tentáculos como los del pulpo, pero sin regularidad, unos
más cortos que otros, unos más delgados que los
demás y todos ellos como hechos de humo sucio, de un
indescriptible lodo impalpable, como si fueran transparentes y no
lo fueran, sin fuerza, rastreros, que se doblaban con repugnante
fealdad. El alma de don Damián se sintió perdida.
Sin embargo sacó coraje para mirar más hacia
arriba. No tenía cintura. En realidad, no tenía
cuerpo ni cuello ni nada, sino que de donde se reunían los
tentáculos salía por un lado una especie de oreja
caída, algo así como una corteza rugosa y
purulenta, y del otro un montón de pelos sin color,
ásperos, unos retorcidos, otros derechos. Pero no era eso
lo peor, y ni siquiera la extraña luz grisácea y
amarillenta que la envolvía, sino que su boca era un
agujero informe, a la vez como de ratón y de hoyo
irregular en una fruta podrida, algo horrible, nauseabundo,
verdaderamente asqueroso, ¡y en el fondo de ese hoyo
brillaba un ojo, su único ojo, con reflejos oscuros y
expresión de terror y perfidia! ¿Cómo
explicarse que todavía siguieran esas mujeres y el cura
asegurando allí, en la habitación de al lado, junto
al lecho donde yacía don Damián, que la suya
había sido una alma bella?

-¿Salir, salir a la calle yo así, con este
aspecto, para que me vea la gente? -se preguntaba en lo que
creía toda su voz, ignorante aún de que era
invisible e inaudible. Estaba perdida en un negro túnel de
confusión. ¿Qué haría, qué
destino tomaría?

Sonó el timbre. A seguidas la enfermera
dijo:

-Es el médico, señora. Voy a
abrirle.

A tales palabras la esposa de don Damián
comenzó a aullar de nuevo, invocando a su muerto marido y
quejándose de la soledad en que la dejaba.

Paralizada ante su propia imagen el alma
comprendió que estaba perdida. Se había
acostumbrado a su refugio, al alto cuerpo de don Damián;
se había acostumbrado incluso al insufrible olor de sus
intestinos, al ardor de su estómago, a las molestias de
sus resfriados. Entonces oyó el saludo del médico y
la voz de la suegra que declamaba:

-¡Ay, doctor, qué desgracia, doctor,
qué desgracia!

-Cálmese, señora, cálmese
-respondía el médico.

Partes: 1, 2

Página siguiente 

Nota al lector: es posible que esta página no contenga todos los componentes del trabajo original (pies de página, avanzadas formulas matemáticas, esquemas o tablas complejas, etc.). Recuerde que para ver el trabajo en su versión original completa, puede descargarlo desde el menú superior.

Todos los documentos disponibles en este sitio expresan los puntos de vista de sus respectivos autores y no de Monografias.com. El objetivo de Monografias.com es poner el conocimiento a disposición de toda su comunidad. Queda bajo la responsabilidad de cada lector el eventual uso que se le de a esta información. Asimismo, es obligatoria la cita del autor del contenido y de Monografias.com como fuentes de información.

Categorias
Newsletter