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Cuentos cortos del profesor Juan Bosch (página 2)



Partes: 1, 2

El alma se asomó a la habitación del
difunto. Allí, alrededor de la cama se amontonaban las
mujeres; de pie en el extremo opuesto a la cabecera, con un libro
abierto, el cura comenzaba a rezar. El alma midió la
distancia y saltó. Saltó con facilidad que ella
misma no creía tener, como si hubiera sido de aire o un
extraño animal capaz de moverse sin hacer ruido y sin ser
visto. Don Damián conservaba todavía la boca
ligeramente abierta. La boca estaba como hielo, pero no
importaba. Por allá entró raudamente el alma y a
seguidas se coló laringe abajo y comenzó a meter
sus tentáculos en el cuerpo, atravesando las paredes
interiores sin dificultad alguna. Estaba acomodándose
cuando oyó hablar al médico.

-Un momento, señora, por favor -dijo. El alma
podía ver al doctor, aunque de manera muy imprecisa. El
médico se acercó al cuerpo de don Damián, le
tomó una muñeca, pareció azorarse,
pegó el rostro al pecho y lo dejó descansar
ahí un momento. Después, despaciosamente,
abrió su maletín y sacó un estetoscopio; con
todo cuidado se lo colocó en ambas orejas y luego
pegó el extremo suelto sobre el lugar donde debía
estar el corazón. Volvió a poner expresión
azorada; removió el maletín y extrajo de él
una jeringa hipodérmica. Con aspecto de prestidigitador
que prepara un número sensacional, dijo a la enfermera que
llenara la jeringa mientras él iba amarrando un
pequeño tubo de goma sobre el codo de don Damián.
Al parecer, tantos preparativos alarmaron a la vieja
criada.

-¿Pero para qué va a hacerle eso, si ya
está muerto el pobre? -preguntó.

El médico la miró de hito en hito con aire
de gran señor; y he aquí lo que dijo, si bien no
para que le oyera ella, sino para que le oyeran sobre todo la
esposa y la suegra de don Damián:

-Señora, la ciencia es la ciencia, y mi deber es
hacer cuanto esté a mi alcance para volver a la vida a don
Damián. Almas tan bellas como la suya no se ven a diario y
no es posible dejarle morir sin probar hasta la última
posibilidad.

Este breve discurso, dicho con noble calma,
alarmó a la esposa. Fue fácil notar en sus ojos un
brillo duro y en su voz cierto extraño temblor.

-¿Pero no está muerto?
-preguntó.

El alma estaba ya metida del todo y sólo tres
tentáculos buscaban todavía, al tacto, las venas en
que habían estado años y años. La
atención que ponía en situar esos tentáculos
donde debían estar no le impidió, sin embargo,
advertir el acento de intriga con que la mujer hizo la
pregunta.

El médico no respondió. Tomó el
antebrazo de don Damián y comenzó a pasar una mano
por él. A ese tiempo el alma iba sintiendo que el calor de
la vida iba rodeándola, penetrándola, llenando las
viejas arterias que ella había abandonado para no
calcinarse. Entonces, casi simultáneamente con el
nacimiento de ese calor, el médico metió la aguja
en la vena del brazo, soltó el ligamento de encima del
codo y comenzó a empujar el émbolo de la
jeringuilla. Poco a poco, en diminutas oleadas, el calor de la
vida fue ascendiendo a la piel de don Damián.

-¡Milagro, Señor, milagro! -barbotó
el cura.

Súbitamente, presenciando aquella
resurrección, el sacerdote palideció y dio rienda
suelta a su imaginación. La contribución para el
templo estaba segura, ¿pues cómo podría don
Damián negarle su ayuda una vez que él le
refiriera, en los días de convalecencia, cómo le
había visto volver a la vida segundos después de
haber rogado pidiendo por ese milagro? "El Señor
atendió a mis ruegos y lo sacó de la tumba, don
Damián", diría él.

Súbitamente también la esposa
sintió que su cerebro quedaba en blanco. Miraba con
ansiedad el rostro de su marido y se volvía hacia la
madre. Una y otra se hallaban desconcertadas, mudas, casi
aterradas.

Pero el médico sonreía. Se hallaba muy
satisfecho, aunque trataba de no dejarlo ver.

-¡Ay, si se ha salvado, gracias a Dios y a usted!
-gritó de pronto la criada, los ojos cargados de
lágrimas de emoción, tomando las manos del
médico-. ¡Se ha salvado, está resucitado!
¡Ay, don Damián no va a tener con qué
pagarle, señor! -aseguraba.

Y cabalmente en eso estaba pensando el médico, en
que don Damián tenía de sobra con qué
pagarle. Pero dijo otra cosa. Dijo:

-Aunque no tuviera con qué pagarme lo hubiera
hecho, porque era mi deber salvar para la sociedad un alma tan
bella como la suya.

Estaba contestándole a la criada, pero en
realidad hablaba para que le oyeran los demás; sobre todo
para que le repitieran esas palabras al enfermo unos días
más tarde, cuando estuviera en condiciones de
firmar.

Cansada de oír tantas mentiras el alma de don
Damián resolvió dormir. Un segundo después
don Damián se quejó, aunque muy débilmente,
y movió la cabeza en la almohada.

-Ahora dormirá varias horas -explicó el
médico- y nadie debe molestarlo.

Diciendo lo cual dio el ejemplo, y salió de la
habitación en puntillas.

FIN

CUENTO IV:

La
mujer

La carretera está muerta. Nadie ni nada la
resucitará. Larga, infinitamente larga, ni en la piel gris
se le ve vida. El sol la mató; el sol de acero, de tan
candente al rojo, un rojo que se hizo blanco. Tornose luego
transparente el acero blanco, y sigue ahí, sobre el lomo
de la carretera.

Debe hacer muchos siglos de su muerte. La desenterraron
hombres con picos y palas. Cantaban y picaban; algunos
había, sin embargo, que ni cantaban ni picaban. Fue muy
largo todo aquello. Se veía que venían de lejos:
sudaban, hedían. De tarde el acero blanco se volvía
rojo; entonces en los ojos de los hombres que desenterraban la
carretera se agitaba una hoguera pequeñita, detrás
de las pupilas.

La muerta atravesaba sabanas y lomas y los vientos
traían polvo sobre ella. Después aquel polvo
murió también y se posó en la piel
gris.

A los lados hay arbustos espinosos. Muchas veces la
vista se enferma de tanta amplitud. Pero las planicies
están peladas. Pajonales, a distancia. Tal vez aves
rapaces coronen cactos. Y los cactos están allá,
más lejos, embutidos en el acero blanco.

También hay bohíos, casi todos bajos y
hechos con barro. Algunos están pintados de blanco y no se
ven bajo el sol. Sólo se destaca el techo grueso, seco,
ansioso de quemarse día a día. Las cañas
dieron esas techumbres por las que nunca rueda agua.

La carretera muerta, totalmente muerta, está
ahí, desenterrada, gris. La mujer se veía, primero,
como un punto negro, después, como una piedra que hubieran
dejado sobre la momia larga. Estaba allí tirada sin que la
brisa le moviera los harapos. No la quemaba el sol; tan
sólo sentía dolor por los gritos del niño.
El niño era de bronce, pequeñín, con los
ojos llenos de luz, y se agarraba a la madre tratando de tirar de
ella con sus manecitas. Pronto iba la carretera a quemar el
cuerpo, las rodillas por lo menos, de aquella criatura desnuda y
gritona.

La casa estaba allí cerca, pero no podía
verse.

A medida que se avanzaba crecía aquello que
parecía una piedra tirada en medio de la gran carretera
muerta. Crecía, y Quico se dijo: "Un becerro, sin duda,
estropeado por un auto".

Tendió la vista: la planicie, la sabana. Una
colina lejana, con pajonales, como si fuera esa colina
sólo un montoncito de arena apilada por los vientos. El
cauce de un río; las fauces secas de la tierra que tuvo
agua mil años antes de hoy. Se resquebrajaba la planicie
dorada bajo el pesado acero transparente. Y los cactos, los
cactos coronados de aves rapaces.

Más cerca ya, Quico vio que era persona.
Oyó distintamente los gritos del niño.

El marido le había pegado. Por la única
habitación del bohío, caliente como horno, la
persiguió, tirándole de los cabellos y
machacándole la cabeza a puñetazos.

-¡Hija de mala madre! ¡Hija de mala madre!
¡Te voy a matar como a una perra,
desvergonsá!

-Pero si nadie pasó, Chepe: nadie pasó
-quería ella explicar.

-¿Que no? ¡Ahora verás!

Y volvía a golpearla.

El niño se agarraba a las piernas de su
papá, no sabía hablar aún y pretendía
evitarlo. Él veía la mujer sangrando por la nariz.
La sangre no le daba miedo, no, solamente deseos de llorar, de
gritar mucho. De seguro mamá moriría si
seguía sangrando.

Todo fue porque la mujer no vendió la leche de
cabra, como él se lo mandara; al volver de las lomas,
cuatro días después, no halló el dinero.
Ella contó que se había cortado la leche; la verdad
es que la bebió el niño. Prefirió no tener
unas monedas a que la criatura sufriera hambre tanto
tiempo.

Le dijo después que se marchara con su
hijo:

-¡Te mataré si vuelves a esta
casa!

La mujer estaba tirada en el piso de tierra; sangraba
mucho y nada oía. Chepe, frenético, la
arrastró hasta la carretera. Y se quedó
allí, como muerta, sobre el lomo de la gran
momia.

Quico tenía agua para dos días más
de camino, pero la gastó en rociar la frente de la mujer.
La llevó hasta el bohío, dándole el brazo, y
pensó en romper su camisa listada para limpiarla de
sangre. Chepe entró por el patio.

-¡Te dije que no quería verte má
aquí, condená!

Parece que no había visto al extraño.
Aquel acero blanco, transparente, le había vuelto fiera,
de seguro. El pelo era estopa y las córneas estaban
rojas.

Quico le llamó la atención; pero
él, medio loco, amenazó de nuevo a su
víctima. Iba a pegarle ya. Entonces fue cuando se
entabló la lucha entre los dos hombres.

El niño pequeñín comenzó a
gritar otra vez; ahora se envolvía en la falda de su
mamá.

La lucha era como una canción silenciosa. No
decían palabra. Sólo se oían los gritos del
muchacho y las pisadas violentas.

La mujer vio cómo Quico ahogaba a Chepe:
tenía los dedos engarfiados en el pescuezo de su marido.
Éste comenzó por cerrar los ojos; abría la
boca y le subía la sangre al rostro.

Ella no supo qué sucedió, pero cerca,
junto a la puerta, estaba la piedra; una piedra como lava,
rugosa, casi negra, pesada. Sintió que le nacía una
fuerza brutal. La alzó. Sonó seco el golpe. Quico
soltó el pescuezo del otro, luego dobló las
rodillas, después abrió los brazos con amplitud y
cayó de espaldas, sin quejarse, sin hacer un
esfuerzo.

La tierra del piso absorbía aquella sangre tan
roja, tan abundante. Chepe veía la luz brillar en
ella.

La mujer tenía las manos crispadas sobre la cara,
todo el pelo suelto y los ojos pugnando por saltar.
Corrió. Sentía flojedad en las coyunturas.
Quería ver si alguien venía. Pero sobre la gran
carretera muerta, totalmente muerta, sólo estaba el sol
que la mató. Allá, al final de la planicie, la
colina de arenas que amontonaron los vientos. Y cactos embutidos
en el acero.

FIN

CUENTO V:

Los
amos

Cuando ya Cristino no servía ni para
ordeñar una vaca, don Pío lo llamó y le dijo
que iba a hacerle un regalo.

-Le voy a dar medio peso para el camino. Usté
esta muy mal y no puede seguir trabajando. Si se mejora,
vuelva.

Cristino extendió una mano amarilla, que le
temblaba.

-Mucha gracia, don. Quisiera coger el camino ya, pero
tengo calentura.

-Puede quedarse aquí esta noche, si quiere, y
hasta hacerse una tisana de cabrita. Eso es bueno.

Cristino se había quitado el sombrero, y el pelo
abundante, largo y negro le caía sobre el pescuezo. La
barba escasa parecía ensuciarle el rostro, de
pómulos salientes.

-Ta bien, don Pío -dijo-; que Dio se lo
pague.

Bajó lentamente los escalones, mientras se
cubría de nuevo la cabeza con el viejo sombrero de fieltro
negro. Al llegar al último escalón se detuvo un
rato y se puso a mirar las vacas y los críos.

-Que animao ta el becerrito -comentó en voz
baja.

Se trataba de uno que él había curado
días antes. Había tenido gusanos en el ombligo y
ahora correteaba y saltaba alegremente.

Don Pío salió a la galería y
también se detuvo a ver las reses. Don Pío era
bajo, rechoncho, de ojos pequeños y rápidos.
Cristino tenía tres años trabajando con él.
Le pagaba un peso semanal por el ordeño, que se
hacía de madrugada, las atenciones de la casa y el cuido
de los terneros. Le había salido trabajador y tranquilo
aquel hombre, pero había enfermado y don Pío no
quería mantener gente enferma en su casa.

Don Pío tendió la vista. A la distancia
estaban los matorrales que cubrían el paso del arroyo, y
sobre los matorrales, las nubes de mosquitos. Don Pío
había mandado poner tela metálica en todas las
puertas y ventanas de la casa, pero el rancho de los peones no
tenía ni puertas ni ventanas; no tenía ni siquiera
setos. Cristino se movió allá abajo, en el primer
escalón, y don Pío quiso hacerle una última
recomendación.

-Cuando llegue a su casa póngase en cura,
Cristino.

-Ah, sí, cómo no, don. Mucha gracia
-oyó responder.

El sol hervía en cada diminuta hoja de la sabana.
Desde las lomas de Terrero hasta las de San Francisco, perdidas
hacia el norte, todo fulgía bajo el sol. Al borde de los
potreros, bien lejos, había dos vacas. Apenas se las
distinguía, pero Cristino conocía una por una todas
las reses.

-Vea, don -dijo- aquella pinta que se aguaita
allá debe haber parío anoche o por la
mañana, porque no le veo barriga.

 Don Pío caminó arriba.

-¿Usté cree, Cristino? Yo no la veo
bien.

-Arrímese pa aquel lao y la
verá.

Cristino tenía frío y la cabeza empezaba a
dolerle, pero siguió con la vista al animal.

-Dese una caminata y me la arrea, Cristino -oyó
decir a don Pío.

-Yo fuera a buscarla, pero me toy sintiendo
mal.

-¿La calentura?

-Unjú, me ta subiendo.

-Eso no hace. Ya usté está acostumbrado,
Cristino. Vaya y tráigamela.

Cristino se sujetaba el pecho con los dos brazos
descarnados. Sentía que el frío iba
dominándolo. Levantaba la frente. Todo aquel sol, el
becerrito…

-¿Va a traérmela? -insistió la
voz.

Con todo ese sol y las piernas temblándole, y los
pies descalzos llenos de polvo.

-¿Va a buscármela, Cristino?

Tenía que responder, pero la lengua le pesaba. Se
apretaba más los brazos sobre el pecho. Vestía una
camisa de listado sucia y de tela tan delgada que no le
abrigaba.

Resonaron pisadas arriba y Cristino pensó que don
Pío iba a bajar. Eso asustó a Cristino.

-Ello sí, don -dijo-: voy a dir. Deje que se me
pase el frío.

-Con el sol se le quita. Hágame el favor,
Cristino. Mire que esa vaca se me va y puedo perder el
becerro.

Cristino seguía temblando, pero comenzó a
ponerse de pie.

-Si: ya voy, don -dijo.

-Cogió ahora por la vuelta del arroyo
-explicó desde la galería don
Pío.

Paso a paso, con los brazos sobre el pecho, encorvado
para no perder calor, el peón empezó a cruzar la
sabana. Don Pío lo veía de espaldas. Una mujer se
deslizó por la galería y se puso junto a don
Pío.

-¡Qué día tan bonito, Pío!
-comentó con voz cantarina.

El hombre no contestó. Señaló hacia
Cristino, que se alejaba con paso torpe como si fuera
tropezando.

-No quería ir a buscarme la vaca pinta, que
parió anoche. Y ahorita mismo le di medio peso para el
camino.

Calló medio minuto y miró a la mujer, que
parecía demandar una explicación.

-Malagradecidos que son, Herminia -dijo-. De nada vale
tratarlos bien.

Ella asintió con la mirada.

-Te lo he dicho mil veces, Pío -comentó. Y
ambos se quedaron mirando a Cristino, que ya era apenas una
mancha sobre el verde de la sabana.

FIN

CUENTO VI:

La Nochebuena de
Encarnación Mendoza

Con su sensible ojo de prófugo Encarnación
Mendoza había distinguido el perfil de un árbol a
veinte pasos, razón por la cual pensó que la noche
iba a decaer. Anduvo acertado en su cálculo; donde
empezó a equivocarse fue al sacar conclusiones de esa
observación. Pues como el día se acercaba era de
rigor buscar escondite, y él se preguntaba si debía
internarse en los cerros que tenía a su derecha o en el
cañaveral que le quedaba a la izquierda. Para su
desgracia, escogió el cañaveral. Hora y media
más tarde el sol del día 24 alumbraba los campos y
calentaba ligeramente a Encarnación Mendoza, que
yacía bocarriba tendido sobre hojas de
caña.

A las siete de la mañana los hechos
parecían estar sucediéndose tal como había
pensado el fugitivo; nadie había pasado por las trochas
cercanas. Por otra parte la brisa era fresca y tal vez
llovería, como casi todos los años en Nochebuena. Y
aunque no lloviera los hombres no saldrían de la bodega,
donde estarían desde temprano consumiendo ron, hablando a
gritos y tratando de alegrarse como lo mandaba la costumbre. En
cambio, de haber tirado hacia los cerros no podría
sentirse tan seguro. Él conocía bien el lugar; las
familias que vivían en las hondonadas producían
leña, yuca y algún maíz. Si cualquiera de
los hombres que habitaban los bohíos de por allí
bajaba aquel día para vender bastimentos en la bodega del
batey y acertaba a verlo, estaba perdido. En leguas a la redonda
no había quién se atreviera a silenciar el
encuentro. Jamás sería perdonado el que encubriera
a Encarnación Mendoza: y aunque no se hablaba del asunto
todos los vecinos de la comarca sabían que aquel que le
viera debía dar cuenta inmediata al puesto de guardia
más cercano.

Empezaba a sentirse tranquilo Encarnación
Mendoza, porque tenía la seguridad de que había
escogido el mejor lugar para esconderse durante el día,
cuando comenzó el destino a jugar en su contra.

Pues a esa hora la madre de Mundito pensaba igual que el
prófugo: nadie pasaría por las trochas en la
mañana, y si Mundito apuraba el paso haría el viaje
a la bodega antes de que comenzaran a transitar los caminos los
habituales borrachos del día de Nochebuena. La madre de
Mundito tenía unos cuantos centavos que había ido
guardando de lo poco que cobraba lavando ropa y revendiendo
gallinas en el cruce de la carretera, que le quedaba al poniente,
a casi medio día de marcha. Con esos centavos podía
mandar a Mundito a la bodega para que comprara harina, bacalao y
algo de manteca. Aunque lo hiciera pobremente, quería
celebrar la Nochebuena con sus seis pequeños hijos,
siquiera fuera comiendo frituras de bacalao.

El caserío donde ellos vivían -del lado de
los cerros, en el camino que dividía los
cañaverales de las tierras incultas- tendría
catorce o quince malas viviendas, la mayor parte techadas de
yaguas. Al salir de la suya, con el encargo de ir a la bodega,
Mundito se detuvo un momento en medio del barro seco por donde en
los días de zafra transitaban las carretas cargadas de
caña. Era largo el trayecto hasta la bodega. El cielo se
veía claro, radiante de luz que se esparcía sobre
el horizonte de cogollos de caña; era grata la brisa y
dulcemente triste el silencio. ¿Por qué ir solo,
aburriéndose de caminar por trochas siempre iguales?
Durante diez segundos Mundito pensó entrar al bohío
vecino, donde seis semanas antes una perra negra había
parido seis cachorros. Los dueños del animal habían
regalado cinco, pero quedaba uno "para amamantar a madre", y en
él había puesto Mundito todo el interés que
la falta de ternura había acumulado en su pequeña
alma. Con sus nueve años cargados de precoz
sabiduría, el niño era consciente de que si llevaba
al cachorrillo tendría que cargarlo casi todo el tiempo,
porque no podría hacer tanta distancia por sí solo.
Mundito sentía que esa idea casi le autorizaba a disponer
del perrito. De súbito, sin pensarlo más,
corrió hacia la casucha gritando:

-¡Doña Ofelia, emprésteme a
Azabache, que lo voy a llevar allí!

Oyénranle o no, ya él había pedido
autorización, y eso bastaba. Entró como un
torbellino, tomó el animalejo en brazos y salió
corriendo, a toda marcha, hasta que se perdió a lo lejos.
Y así empezó el destino a jugar en los planes de
Encarnación Mendoza.

Porque ocurrió que cuando, poco antes de las
nueve, el niño Mundito pasaba frente al tablón de
caña donde estaba escondido el fugitivo, cansado, o
simplemente movido por esa especie de indiferencia por lo actual
y curiosidad por lo inmediato que es privilegio de los animales
pequeños, Azabache se metió en el cañaveral.
Encarnación Mendoza oyó la voz del niño
ordenando al perrito que se detuviera. Durante un segundo
temió que el muchacho fuera la avanzada de algún
grupo. Estaba clara la mañana. Con su agudo ojo de
prófugo él podía ver hasta dónde se
lo permitía el barullo de tallos y hojas. Allí, al
alcance de su mirada, estaba el niño. Encarnación
Mendoza no tenía pelo de tonto. Rápidamente
calculó que si lo hallaban atisbando era hombre perdido;
lo mejor sería hacerse el dormido, dando la espalda al
lado por dónde sentía el ruido. Para mayor
seguridad, se cubrió la cara con el sombrero.

El negro cachorrillo correteó; jugando con las
hojas de caña, pretendiendo saltar, torpe de movimientos,
y cuando vio al fugitivo echado empezó a soltar diminutos
y graciosos ladridos. Llamándolo a voces y gateando para
avanzar, Mundito iba acercándose cuando de pronto
quedó paralizado: había visto al hombre. Pero para
él no era simplemente un hombre sino algo imponente y
terrible; era un cadáver. De otra manera no sé
explicaba su presencia allí y mucho menos su postura. El
terror le dejó frío. En el primer momento
pensó huir, y hacerlo en silencio para que el
cadáver no se diera cuenta. Pero le parecía un
crimen dejar a Azabache abandonado, expuesto al peligro de que el
muerto se molestara con sus ladridos y lo reventara
apretándolo con las manos. Incapaz de irse sin el
animalito e incapaz de quedarse allí, el niño
sentía que desfallecía. Sin intervención de
su voluntad levantó una mano, fijó la mirada en el
difunto, temblando mientras el perrillo reculaba y lanzaba sus
pequeños ladridos. Mundito estaba seguro de que el
cadáver iba a levantarse de momento. En su miedo,
pretendió adelantarse al muerto: pegó un
saltó sobre el cachorrillo, al cual agarró con
nerviosa violencia por el pescuezo, y a seguidas, cabeceando
contra las cañas, cortándose el rostro y las manos,
impulsado por el terror, ahogándose, echó a correr
hacia la bodega. Al llegar allí, a punto de desfallecer
por el esfuerzo y el pavor, gritó señalando hacia
el lejano lugar de su aventura:

-¡En la Colonia Adela hay un hombre
muerto!

A lo que un vozarrón áspero
respondió gritando:

-¿Qué tá diciendo ese
muchacho?

Y como era la voz del sargento Rey, jefe de puesto del
Central, obtuvo el mayor interés de parte de los presentes
así como los datos que solicitó del muchacho. El
día de Nochebuena no podía contarse con el juez de
La Romana para hacer el levantamiento del cadáver, pues
debía andar por la Capital disfrutando sus vacaciones de
fin de año. Pero el sargento era expeditivo; quince
minutos después de haber oído a Mundito el sargento
Rey iba con dos números y diez o doce curiosos hacia el
sitio donde yacía el presunto cadáver. Eso no
había entrado en los planes de Encarnación
Mendoza.

El propósito de Encarnación Mendoza era
pasar la Nochebuena con su mujer y sus hijos.
Escondiéndose de día y caminando de noche
había recorrido leguas y leguas, desde las primeras
estribaciones de la Cordillera, en la provincia del Seybo,
rehuyendo todo encuentro y esquivando bohíos, corrales y
cortes de árboles o quemas de tierras. En toda la
región se sabía que él había dado
muerte al cabo Pomares, y nadie ignoraba que era hombre condenado
donde se le encontrara. No debía dejarse ver de persona
alguna, excepto de Nina y de sus hijos. Y los vería
sólo una hora o dos, durante la Nochebuena. Tenía
ya seis meses huyendo, pues fue el día de San Juan cuando
ocurrieron los hechos que le costaron la vida al cabo
Pomares.

Necesariamente debía ver a su mujer y a sus
hijos. Era un impulso bestial el que le empujaba a ir, una fuerza
ciega a la cual no podía resistir. Con todo y ser tan
limpio de sentimientos, Encarnación Mendoza
comprendía que con el deseos de abrazar a su mujer y de
contarles un cuento a los niños iba confundida una sombra
de celos. Pero además necesitaba ver la casucha, la luz de
lámpara iluminando la habitación donde se
reunían cuando él volvía del trabajo y los
muchachos le rodeaban para que él los hiciera reír
con sus ocurrencias. El cuerpo le pedía ver hasta el sucio
camino, que se hacía lodazal en los tiempos de lluvia.
Tenía que ir o se moriría de una pena
tremenda.

Encarnación Mendoza estaba acostumbrado a hacer
lo que deseaba; nunca deseaba nada malo, y se respetaba a
sí mismo. Por respeto a sí mismo sucedió lo
del día de San Juan, cuando el cabo Pomares le
faltó pegándole en la cara, a él, que por no
ofender no bebía y que no tenía más
afán que su familia. Sucediera lo que sucediera, y aunque
el mismo Diablo hiciera oposición, Encarnación
Mendoza pasaría la Nochebuena en su bohío. Solo
imaginar que Nina y los muchachos estarían tristes, sin un
peso para celebrar la fiesta, tal vez llorando por él, le
partía el alma y le hacía maldecir de
dolor.

Pero el plan se había enredado algo. Era cosa de
ponerse a pensar si el muchacho hablaría o se
quedaría callado. Se había ido corriendo, a lo que
pudo colegir Encarnación por la rapidez de los pasos, y
tal vez pensó que se trataba de un peón dormido.
Acaso hubiera sido prudente alejarse de allí, meterse en
otro tablón de caña. Sin embargo, valía la
pena pensarlo dos veces, porque si tenía la fatalidad de
que alguien pasara por la trocha de ida o de vuelta, y le
veía cruzando camino y le reconocía, era hombre
perdido. No debía precipitarse; ahí, por de pronto,
estaba seguro. A las nueve de la noche podría salir;
caminar con cautela orillando los cerros, y estaría en su
casa a las once, tal vez a las once y un cuarto. Sabía lo
que iba a hacer; llamaría por la ventana de la
habitación en voz baja y le diría a Nina que
abriera, que era él, su marido. Ya le parecía estar
viendo a Nina con su negro pelo caído sobre las mejillas,
los ojos oscuros y brillantes, la boca carnosa, la barbilla
saliente. Ese momento de la llegada era la razón de ser de
su vida; no podía arriesgarse a ser cogido antes. Cambiar
de tablón en pleno día era correr riesgo. Lo mejor
sería descansar, dormir…

Despertó al tropel de pasos y a la voz del
niño que decía:

-Taba ahí, sargento.

-¿Pero en cuál tablón; en
ése o en el de allá?

-En ése -aseguró el
niño.

"En ése" podía significar que el muchacho
estaba señalando hacia el que ocupaba Encarnación,
hacia uno vecino o hacia el de enfrente. Porque a juzgar por las
voces el niño y el sargento se hallaban en la trocha, tal
vez en un punto intermedio entre varios tablones de caña.
Dependía de hacia dónde estaba señalando el
niño cuando decía "ése". La situación
era realmente grave, porque de lo que no había duda era de
que ya había gente localizando al fugitivo. El momento,
pues, no era de dudar, sino de actuar. Rápido en la
decisión, Encarnación Mendoza comenzó a
gatear con suma cautela, cuidándose de que el ruido que
pudiera hacer se confundiera con el de las hojas del
cañaveral batidas por la brisa. Había que salir de
allí pronto, sin perder un minuto. Oyó la
áspera voz del sargento:

-¡Métase por ahí, Nemesio, que yo
voy por aquí! ¡Usté, Solito, quédese
por aquí!

Se oían murmullos y comentarios. Mientras se
alejaba, agachado, con paso felino, Encarnación
podía colegir que había varios hombres en el grupo
que le buscaba. Sin duda las cosas estaban poniéndose
feas.

Feas para él y feas para el muchacho, quienquiera
que fuese. Porque cuando el sargento Rey y el número
Nemesio Arroyo recorrieron el tablón de caña en que
se habían metido, maltratando los tallos más
tiernos y cortándose las manos y los brazos, y no vieron
cadáver alguno, empezaron a creer que era broma lo del
hombre muerto en la Colonia Adela.

-¿Tú ta seguro que fue aquí,
muchacho? -preguntó el sargento.

-Sí, aquí era -afirmó Mundito,
bastante asustado ya.

-Son cosa de muchacho, sargento; ahí no hay nadie
-terció el número Arroyo.

El sargento clavó en el niño una mirada
fija, escalofriante, que lo llenó de pavor.

-Mire, yo venía por aquí con Azabache
-empezó a explicar Mundito- y lo diba corriendo asina -lo
cual dijo al tiempo que ponía el perrito en el suelo-, y
él cogió y se metió ahí.

Pero el número Solito Ruiz interrumpió la
escenificación de Mundito preguntando:

-¿Cómo era el muerto?

-Yo no le vide la cara -dijo el niño, temblando
de miedo-; solamente le vide la ropa. Tenía un sombrero en
la cara. Taba asina, de lao…

-¿De qué color era el pantalón?
-inquirió el sargento.

-Azul, y la camisa como amarilla, y tenía un
sombrero negro encima de la cara…

Pero el pobre Mundito apenas podía hablar; se
hallaba aterrorizado, con ganas de llorar. A su infantil idea de
las cosas, el muerto se había ido de allí
sólo para vengarse de su denuncia y hacerlo quedar como un
mentiroso. Seguramente en la noche le saldría en la casa y
lo perseguiría toda a vida.

De todas maneras, supiéralo o no Mundito en ese
tablón de cañas no darían con el
cadáver. Encarnación Mendoza había cruzado
con sorprendente celeridad hacia otro tablón, y
después hacia otro más; y ya iba atravesando la
trocha para meterse en un tercero cuando el niño,
despachado por el sargento, pasaba corriendo con el perrillo bajo
el brazo. Su miedo lo paró en seco al ver el torso y una
pierna del difunto que entraban en el cañaveral. No
podía ser otro, dado que la ropa era la que había
visto por la mañana.

-¡Ta aquí, sargento; ta aquí!
-gritó señalando hacia el punto por donde se
había perdido el fugitivo-. ¡Dentró
ahí!

Y como tenía mucho miedo siguió su carrera
hacia su casa, ahogándose, lleno de lástima consigo
mismo por el lío en qué sé había
metido. El sargento, y con él los soldados y curiosos que
le acompañaban, se había vuelto al oír la
voz del chiquillo.

-Cosa de muchacho -dijo calmosamente Nemesio
Arroyo.

Pero el sargento, viejo en su oficio, era
suspicaz:

-Vea, algo hay. ¡Rodiemo ese tablón di una
ve!-gritó.

Y así empezó la cacería, sin
qué los cazadores supieran qué pieza
perseguían.

Era poco más de media mañana. Repartidos
en grupos, cada militar iba seguido de tres o cuatro peones,
buscando aquí y allá, corriendo por las trochas,
todos un poco bebidos y todos excitados. Lentamente, las
pequeñas nubes azul oscuro que descansaban al ras del
horizonte empezaron a crecer y a ascender cielo arriba.
Encarnación Mendoza sabía ya que estaba más
o menos cercado. Sólo que a diferencia de sus
perseguidores -que ignoraban a quién buscaban-, él
pensaba que el registro del cañaveral obedecía al
propósito de echarle mano y cobrarle lo ocurrido el
día de San Juan.

Sin saber a ciencia cierta dónde estaban los
soldados, el fugitivo se atenía a su instinto y a su
voluntad de escapar; y se corría de un tablón a
otro, esquivando el encuentro con los soldados. Estaba ya a tanta
distancia de ellos que si se hubiera quedado tranquilo hubiese
podido esperar hasta el oscurecer sin peligro de ser localizado.
Pero no se hallaba seguro y seguía pasando de
tablón a tablón. Al cruzar una trocha fue visto de
lejos, y una voz proclamó a todo pulmón:

-¡Allá va, sargento, allá va; y se
parece a Encarnación Mendoza!

¡Encarnación Mendoza! De golpe todo el
mundo quedó paralizado. ¡Encarnación
Mendoza!

-¡Vengan! -demandó el sargento a gritos; y
a seguidas echó a correr, el revólver en la mano,
hacia donde señalaba el peón que había visto
el prófugo.

Era ya cerca de mediodía, y aunque los crecientes
nubarrones convertían en sofocante y caluroso el ambiente,
los cazadores del hombre apenas lo notaban; corrían y
corrían, pegando voces, zigzagueando, disparando sobre las
cañas. Encarnación se dejó ver sobre una
trocha distante, sólo un momento, huyendo con la velocidad
de una sombra fugaz, y no dio tiempo al número Solito Ruiz
para apuntarle su fusil.

-¡Que vaya uno al batey y diga de mi parte que me
manden do número! -ordenó a gritos el
sargento.

Nerviosos, excitados, respirando sonoramente y tratando
de mirar hacia todos los ángulos a un tiempo, los
perseguidores corrían de un lacia a otro dándose
voces entre sí, recomendándose prudencia cuando
alguno amagaba meterse entre las cañas.

Pasó el mediodía. Llegaron no dos, sino
tres números y como nueve o diez peones más; se
dispersaron en grupos y la cacería se extendió a
varios tablones. A la distancia se veían pasar de pronto
un soldado y cuatro o cinco peones, lo cual entorpecía los
movimientos, pues era arriesgado tirar si gente amiga estaba al
otro extremo. Del batey iban saliendo hombres y hasta alguna
mujer; y en la bodega no quedó sino el dependiente,
preguntando a todo hijo de Dios que cruzaba si "ya lo
habían cogido".

Encarnación Mendoza no era hombre fácil.
Pero a eso de las tres, en el camino que dividía el
cañaveral de los cerros, esto es, a más de dos
horas del batey, un tiro certero le rompió la columna
vertebral al tiempo que cruzaba para internarse en la realeza. Se
revolcaba en la tierra, manando sangre, cuando recibió
catorce tiros más, pues los soldados iban
disparándole a medida que se acercaban. Y justamente
entonces empezaban a caer las primeras gotas de la lluvia que
había comenzado a insinuarse a media
mañana.

Estaba muerto Encarnación Mendoza. Conservaba las
líneas del rostro, aunque tenía los dientes
destrozados por un balazo de máuser. Era día de
Nochebuena y él había salido de la Cordillera a
pasar la Nochebuena en su casa, no en el batey, vivo o muerto.
Comenzaba a llover, y el sargento estaba pensando algo. Si
él sacaba el cadáver a la carretera, que estaba
hacia el poniente, podía llevarlo ese mismo día a
Macorís y entregarle ese regalo de Pascuas al
capitán; si lo llevaba al batey tendría que coger
allí un tren del ingenio para ir a la Romana, y como el
tren podría tardar mucho en salir llegaría a la
ciudad tarde en la noche, tal vez demasiado tarde para
trasladarse a Macorís. En la carretera las cosas son
distintas; pasan con frecuencia vehículos, él
podría detener un automóvil, hacer bajar la gente y
meter el cadáver o subirlo sobre la carga de un
camión.

-¡Búsquese un caballo ya memo que vamo a
sacar ese vagabundo a la carretera -dijo dirigiéndose al
que tenía más cerca.

No apareció caballo sino burro; y eso, pasadas ya
las cuatro, cuando el aguacero pesado hacía sonar sin
descanso los sembrados de caña. El sargento no
quería perder tiempo. Varios peones, estorbándose
los unos a los otros, colocaron el cadáver atravesado
sobre el asno y lo amarraron cómo pudieron. Seguido por
dos soldados y tres curiosos a los que escogió para que
arrearan el burro, el sargento ordenó la marcha bajo la
lluvia.

No resultó fácil el camino. Tres veces,
antes de llegar al primer caserío, el muerto
resbaló y quedó colgado bajo el vientre del asno.
Éste resoplaba y hacía esfuerzos para trotar entre
el barro, que ya empezaba a formarse. Cubiertos sólo con
sus sombreros de reglamento al principio, los soldados echaron
mano a pedazos de yaguas, a hojas grandes arrancadas a los
árboles, o se guarecían en el cañaveral de
rato en rato, cuando la lluvia arreciaba más. La
lúgubre comitiva anduvo sin cesar la mayor parte del
tiempo; en silencio, la voz de un soldado comentaba:

-Vea ese sinvergüenza.

O simplemente aludía al cabo Pomares, cuya sangre
había sido al fin vengada.

Oscureció del todo, sin duda más temprano
que de costumbre por efectos de la lluvia; y con la oscuridad el
camino se hizo más difícil, razón por la
cual la marcha se tornó lenta. Serían más de
las siete, y apenas llovía entonces, cuando uno de los
peones dijo:

-Allá se ve una lucecita.

-Sí, del caserío -explicó el
sargento; y al instante urdió un plan del que se
sintió enormemente satisfecho. Pues al sargento no le
bastaba la muerte de Encarnación Mendoza. El sargento
quería algo más. Así, cuando un cuarto de
hora después se vio frente a la primera casucha del lugar,
ordenó con su áspera voz:

-Desamarren ese muerto y tírenlo ahí
adentro, que no podemo seguir mojándono.

Decía esto cuando la lluvia era tan escasa que
parecía a punto de cesar; y al hablar observaba a los
hombres que se afanaban en la tarea de librar el cadáver
de cuerdas. Cuando el cuerpo estuvo suelto llamó a la
puerta de la casucha justo a tiempo para que la mujer que
salió a abrir recibiera sobre los pies, tirado como el de
un perro, el cuerpo de Encarnación Mendoza. El muerto
estaba empapado en agua, sangre y lodo, y tenía los
dientes destrozados por un tiro, lo que le daba a su rostro antes
sereno y bondadoso la apariencia de estar haciendo una mueca
horrible.

La mujer miró aquella masa inerte; sus ojos
cobraron de golpe la inexpresiva fijeza de la locura; y
llevándose una mano a la boca comenzó a retroceder
lentamente, hasta que a tres pasos paró y corrió
desolada sobre el cadáver al tiempo que
gritaba:

-¡Hay m'shijo, se han quedao
güérfano… han matao a
Encarnación!

Espantados, atropellándose, los niños
salieron de la habitación, lanzándose a las faldas
de la madre.

-Entonces se oyó una voz infantil en la que se
confundían llanto y horror:

-¡Mamá, mi mamá!… ¡Ese fue
el muerto que yo vide hoy en el cañaveral!

FIN

 

Enviado por:

Ing.+Lic. Yunior Andrés Castillo
S.

"NO A LA CULTURA DEL SECRETO, SI A LA
LIBERTAD DE INFORMACION"®

Monografias.com

Santiago de los Caballeros,

República Dominicana,

2015.

"DIOS, JUAN PABLO DUARTE Y JUAN BOSCH – POR
SIEMPRE"®

Partes: 1, 2
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