– Monografias.com
A Pilar, mi casa Sabremos cada vez
menos qué es un ser humano.
LIBRO DE LAS PREVISIONES
Piensa por ex. más en la muerte, – &
sería extraño en verdad que no tuvieras que conocer
por ese hecho nuevas representaciones, nuevos ámbitos del
lenguaje.
WITTGENSTEIN
Al día siguiente no murió nadie. El hecho,
por absolutamente contrario a las normas de la vida, causó
en los espíritus una perturbación enorme, efecto a
todas luces justificado, basta recordar que no existe noticia en
los cuarenta volúmenes de la historia universal, ni
siquiera un caso para muestra, de que alguna vez haya ocurrido un
fenómeno semejante, que pasara un día completo, con
todas sus pródigas veinticuatro horas, contadas entre
diurnas y nocturnas, matutinas y vespertinas, sin que se
produjera un fallecimiento por enfermedad, una caída
mortal, un suicidio conducido hasta el final, nada de nada, como
la palabra nada. Ni siquiera uno de esos accidentes de
automóvil tan frecuentes en ocasiones festivas, cuando la
alegre irresponsabilidad o el exceso de alcohol se
desafían mutuamente en las carreteras para decidir
quién va a llegar a la muerte en primer lugar. El fin de
año no había dejado tras de sí el habitual y
calamitoso reguero de óbitos, como si la vieja
Átropos de regaño amenazador hubiese decidido
envainar la tijera durante un día. Sangre, sin embargo,
hubo, y no poca. Desorientados, confusos, horrorizados, dominando
a duras penas las náuseas, los bomberos extraían de
la amalgama de destrozos míseros cuerpos humanos que, de
acuerdo con la lógica matemática de las colisiones,
deberían estar muertos y bien muertos, pero que, pese a la
gravedad de las heridas y de los traumatismos sufridos, se
mantenían vivos y así eran transportados a los
hospitales, bajo el sonido dilacerante de las sirenas de las
ambulancias. Ninguna de esas personas moriría en el camino
y todas iban a desmentir los más pesimistas
pronósticos médicos, Este pobre diablo no tiene
remedio posible, no merece la pena perder tiempo
operándolo, le decía el cirujano a la enfermera
mientras ésta le ajustaba la mascarilla a la cara.
Realmente, quizá no hubiera salvación para el
desdichado el día anterior, pero lo que quedaba claro era
que la víctima se negaba a morir en éste. Y lo que
sucedía aquí, sucedía en todo el
país. Hasta la medianoche en punto del último
día del año aún hubo gente que aceptó
morir en el más fiel acatamiento de las reglas, tanto las
que se refieren al fondo de la cuestión, es decir, se
acabó la vida, como las que se atienen a las
múltiples formas en que éste, el dicho fondo de la
cuestión, con mayor o menor pompa y solemnidad, suele
revestirse cuando llega el momento fatal. Un caso sobre todos
interesante, obviamente por tratarse de quien se trata, es el de
la ancianísima y veneranda reina madre. A las
veintitrés horas y cincuenta y nueve minutos de aquel
treinta y uno de diciembre nadie sería tan ingenuo para
apostar el palo de una cerilla quemada por la vida de la real
señora. Perdida cualquier esperanza, rendidos los
médicos ante la implacable evidencia, la familia real,
jerárquicamente dispuesta alrededor del lecho, esperaba
con resignación el último suspiro de la matriarca,
tal vez unas palabras, una última sentencia edificante
para la formación moral de los amados príncipes sus
nietos, tal vez una bella y redonda frase dirigida a la siempre
ingrata retentiva de los súbditos futuros. Y
después, como si el tiempo se hubiera parado, no
sucedió nada. La reina madre no mejoró ni
empeoró, se quedó como suspendida,
balanceándose el frágil cuerpo en el borde de la
vida, amenazando a cada instante con caer hacia el otro lado,
pero atada a éste por un tenue hilo que la muerte,
sólo podía ser ella, no se sabe por qué
extraño capricho, seguía sosteniendo. Ya estamos en
el día siguiente, y en él, como se informó
nada más empezar este relato, nadie iba a
morir.
La tarde ya estaba muy avanzada cuando comenzó a
circular el rumor de que, desde la entrada del nuevo año,
más exactamente desde las cero horas de este día
uno de enero en que estamos, no había constancia de que se
hubiera producido en el país fallecimiento alguno.
Podría pensarse, por ejemplo, que el rumor tuviera origen
en la sorprendente resistencia de la reina madre a desistir de la
poca vida que aún le restaba, pero lo cierto es que el
habitual parte médico distribuido por el gabinete de
prensa de palacio a los medios de comunicación social
aseguraba no sólo que el estado general de la real enferma
había experimentado una visible mejoría durante la
noche, sino que incluso sugería y hasta daba a entender,
eligiendo cuidadosamente las palabras, la posibilidad de un
completo restablecimiento de la importantísima salud. En
su primera manifestación el rumor podría haber
partido con toda naturalidad de una agencia de pompas
fúnebres y traslados, Por lo visto nadie parece dispuesto
a morir en el primer día del año, o de un hospital,
Ese tipo de la cama veintisiete ni ata ni desata, o del portavoz
de la policía de tráfico, Es un auténtico
misterio que, habiéndose producido tantos accidentes en la
carretera, no haya ni un muerto para muestra.
El rumor, cuya fuente primigenia nunca fue descubierta,
aunque a la luz de lo que sucederá después eso
importe poco, llegó pronto a los periódicos, a la
radio, a la televisión, e hizo que inmediatamente las
orejas de los directores, adjuntos y redactores jefes se
alertaran, son personas preparadas para olfatear a distancia los
grandes acontecimientos de la historia del mundo y entrenadas
para agrandarlos siempre que tal convenga. En pocos minutos ya
estaban en la calle decenas de reporteros de investigación
haciendo preguntas a todo bicho viviente que se les pusiera por
delante, mientras que en las caldeadas redacciones los
teléfonos se agitaban y vibraban con idéntico
frenesí indagador. Se realizaron llamadas a los
hospitales, a la cruz roja, a la morgue, a las funerarias, a las
policías, a todas, con comprensible exclusión de la
secreta, y las respuestas llegaban siempre con las mismas
lacónicas palabras, No hay muertos. Más suerte tuvo
aquella joven reportera de televisión a quien un
transeúnte, alternando la mirada entre ella y la
cámara, contó un suceso vivido en persona y que era
copia exacta del ya citado episodio de la reina madre, Estaba
sonando la medianoche, dijo, cuando mi abuelo, que parecía
a punto de expirar, abrió los ojos de repente antes de que
sonase la última campanada del reloj de la torre, como si
se hubiese arrepentido del paso que iba a dar, y no murió.
La reportera, hasta tal punto estimulada con lo que acababa de
oír, sin atender a súplicas ni protestas, Por
favor, señora, no puedo, tengo que ir a la farmacia, mi
abuelo necesita la medicina, empujó al hombre hasta dentro
de la unidad móvil, Venga, venga conmigo, su abuelo ya no
necesita medicinas, gritó, y a continuación
ordenó regresar al estudio de televisión, donde en
ese preciso instante se estaba preparando todo para un debate
entre tres especialistas en fenómenos paranormales, a
saber, dos brujos reputados y una famosa vidente, convocados a
toda prisa para analizar y dar su opinión sobre lo que ya
comenzaba a ser llamado por algunos graciosos, de esos que no
respetan nada, la huelga de la muerte. La confiada periodista
trabajaba partiendo de la más grave de las equivocaciones,
porque había interpretado las palabras de su fuente
informativa como significando que el moribundo, en sentido
literal, se arrepintió del paso que estaba a punto de dar,
o sea, morir, finar, estirar la pata, y por tanto decidió
dar marcha atrás. Sin embargo, las palabras que el feliz
nieto pronunció efectivamente, Como si se hubiese
arrepentido, eran radicalmente diferentes de un perentorio Se
arrepintió. Unas cuantas luces de sintaxis elemental y una
mayor familiaridad con las elásticas sutilezas de los
tiempos verbales habrían evitado el equívoco y el
consiguiente rapapolvo que la pobre muchacha, roja de
vergüenza y humillación, tuvo que soportar de su jefe
directo. Lo que no podían imaginar, ni uno ni otra, es que
la tal frase, pronunciada en directo por el entrevistado y
nuevamente escuchada en la grabación que emitió el
telediario de la noche, sería entendida de la misma
equivocada manera por millones de personas, lo que acabará
teniendo como desconcertante consecuencia, en un futuro muy
próximo, la creación de un movimiento de ciudadanos
firmemente convencidos de que con la simple acción de la
voluntad se puede vencer a la muerte y que, por consiguiente, la
inmerecida desaparición de tantas personas en el pasado se
habría debido a una censurable flaqueza de voluntad de las
generaciones anteriores. Pero las cosas no se quedaron
así. Dado que las personas, sin que para tal tengan que
acometer ningún esfuerzo perceptible, seguirán sin
morir, otro movimiento popular de masas, dotado de una
visión prospectiva más ambiciosa, proclamó
que el mayor sueño de la humanidad desde el principio de
los tiempos, es decir, el gozo feliz de una vida eterna
aquí en la tierra, se había convertido en un bien
para todos, como el sol que nace todos los días y el aire
que respiramos. Pese a disputarse, por decirlo así, el
mismo electorado, hubo un punto en que los dos movimientos
supieron ponerse de acuerdo, y fue nombrar para la presidencia
honoraria, dada su eminente calidad de precursor, al
intrépido veterano que, en el instante supremo,
había desafiado y derrotado a la muerte. Hasta donde se
sabe, no se le atribuyó particular importancia al hecho de
que el abuelo se encuentre en estado de coma profundo y,
según todos los indicios, irreversible.
Aunque la palabra crisis no sea ciertamente la
más apropiada para caracterizar los singularísimos
sucesos que venimos narrando, por tanto sería absurdo,
incongruente y atentatorio contra la lógica más
común hablar de crisis en una situación existencial
justamente privilegiada por la ausencia de la muerte, se
comprenderá que algunos ciudadanos, celosos de su derecho
a una información veraz, se pregunten a sí mismos,
y unos a otros, qué diablos pasa con el gobierno, que
hasta ahora no ha dado la menor señal de vida. Es cierto
que el ministro de sanidad, interpelado cuando pasaba en el breve
intervalo entre dos reuniones, había explicado a los
periodistas que, teniendo en cuenta la falta de elementos
suficientes de juicio, cualquier declaración oficial
sería forzosamente prematura, Estamos tratando de colegir
las informaciones que nos llegan de todo el país,
añadió, y realmente en ninguna se hace
mención de fallecimientos, pero, como se puede suponer,
pillados por sorpresa como todo el mundo, todavía no
estamos preparados para enunciar una primera idea sobre el origen
del fenómeno y sobre sus implicaciones, tanto las
inmediatas como las futuras. Podría haberse quedado
aquí, lo que, teniendo en cuenta las dificultades de la
situación, ya sería de agradecer, pero el conocido
impulso de recomendar tranquilidad a las personas a
propósito de todo y de nada, de mantenerlas sosegadas en
el redil sea como sea, ese tropismo que en los políticos,
en particular si están en el gobierno, se ha convertido en
una segunda naturaleza, por no decir automatismo, movimiento
mecánico, le obligó a rematar la
intervención de la peor manera, Como responsable de la
cartera de sanidad, les aseguro a quienes me escuchan que no
existe motivo alguno de alarma, Si he entendido bien lo que acabo
de oír, observó un periodista con tono que no
quería parecer demasiado irónico, en su
opinión de ministro no es alarmante el hecho de que nadie
esté muriendo, Exacto, aunque con otras palabras, es eso
mismo lo que he dicho, Señor ministro, permítame
que le recuerde que todavía ayer había personas que
morían y a nadie se le pasaba por la cabeza que eso fuera
alarmante, Es lógico, lo habitual es morir, y morir
sólo es alarmante cuando las muertes se multiplican, una
guerra, una epidemia, por ejemplo, Es decir, cuando se salen de
la rutina, Podría decirse así, Pero, ahora que no
se encuentra a nadie dispuesto a morir, es cuando usted nos pide
que no nos alarmemos, convendrá conmigo que, por lo menos,
es bastante paradójico, Es la fuerza de la costumbre,
reconozco que el término alarma no tiene aquí
cabida, Qué otra palabra usaría entonces,
señor ministro, le pregunto porque, como periodista
consciente de mis obligaciones que presumo ser, me preocupa
emplear el término exacto siempre que sea posible.
Ligeramente enfadado con la insistencia, el ministro
respondió secamente, No una, sino cuatro, Cuáles,
señor ministro, No alimentemos falsas esperanzas.
Habría sido, sin duda, un buen y honesto titular para el
periódico del día siguiente, pero el director, tras
consultar con su redactor jefe, consideró desaconsejable,
incluso desde el punto de vista empresarial, lanzar ese cubo de
agua fría sobre el entusiasmo popular, Ponga lo mismo de
siempre, Año Nuevo, Vida Nueva, dijo.
En el comunicado oficial, finalmente difundido cuando la
noche ya iba avanzada, el jefe del gobierno ratificaba que no se
había registrado ninguna defunción en todo el
país desde el inicio del nuevo año, pedía
comedimiento y sentido de la responsabilidad en los
análisis e interpretaciones que del extraño suceso
pudieran ser elaborados, recordaba que no se debería
excluir la posibilidad de que se tratara de una casualidad
fortuita, de una alteración cósmica meramente
accidental y sin continuidad, de una conjunción
excepcional de coincidencias intrusas en la ecuación
espacio-tiempo, pero que, por si acaso, ya se habían
iniciado contactos exploratorios ante los organismos
internacionales competentes para habilitar al gobierno en una
acción tanto más eficaz cuanto más
concertada pudiera ser. Enunciadas estas vaguedades
pseudocientíficas, destinadas también a
tranquilizar, por lo incomprensibles, el desbarajuste que reinaba
en el país, el primer ministro concluía afirmando
que el gobierno se encontraba preparado para todas las
eventualidades humanamente imaginables, decidido a encarar con
valentía y con el indispensable apoyo de la
ciudadanía los complejos problemas sociales,
económicos, políticos y morales que la
extinción definitiva de la muerte inevitablemente
suscitaría, en el caso, más que previsible, de que
llegara a confirmarse. Aceptaremos el reto de la inmortalidad del
cuerpo, exclamó con tono arrebatado, si es ésa la
voluntad de dios, a quien agradeceremos por siempre jamás,
con nuestras oraciones, que haya escogido al buen pueblo de este
país como su instrumento. Significa esto, pensó el
jefe del gobierno al terminar la lectura, que estamos con la soga
al cuello. No se podía imaginar hasta qué punto la
soga iba a apretarle. Todavía no había pasado media
hora cuando, en el coche oficial que lo conducía a casa,
recibió una llamada del cardenal, Buenas noches,
señor primer ministro, Buenas noches, eminencia, Le
telefoneo para decirle que me siento profundamente consternado,
También yo, eminencia, la situación es muy grave,
la más grave de cuantas el país ha vivido hasta
hoy, No se trata de eso, De qué se trata entonces,
eminencia, Es deplorable desde todos los puntos de vista que, al
redactar la declaración que acabo de escuchar, usted no
tuviera en cuenta aquello que constituye los cimientos, la viga
maestra, la piedra angular, la llave de la bóveda de
nuestra santa religión, Eminencia, perdone, recelo no
comprender adonde quiere llegar, Sin muerte, óigame bien,
señor primer ministro, sin muerte no hay
resurrección, y sin resurrección no hay iglesia,
Demonios, No he entendido lo que ha dicho, repítalo, por
favor, Estaba callado, eminencia, probablemente habrá sido
alguna interferencia causada por la electricidad
atmosférica, por la estática, o un problema de
cobertura, el satélite a veces falla, decía usted
que, Decía lo que cualquier católico, y usted no es
excepción, tiene obligación de saber, que sin
resurrección no hay iglesia, además, cómo se
le metió en la cabeza que dios podría querer su
propio fin, afirmarlo es una idea absolutamente sacrílega,
tal vez la peor de las blasfemias, Eminencia, no he dicho que
dios quiera su propio fin, No con esas exactas palabras, pero
admitió la posibilidad de que la inmortalidad del cuerpo
resultara de la voluntad de dios, no es necesario estar doctorado
en lógica trascendental para darse cuenta de que quien
dice una cosa dice la otra, Eminencia, por favor, créame,
fue una simple frase de efecto destinada a impresionar, un remate
del discurso, nada más, bien sabe que la política
tiene estas necesidades, También la iglesia las tiene,
señor primer ministro, pero nosotros meditamos mucho antes
de abrir la boca, no hablamos por hablar, calculamos los efectos
a distancia, nuestra especialidad, si quiere que le dé una
imagen que se comprenda mejor, es la balística, Estoy
desolado, eminencia, En su lugar yo también lo
estaría. Como si estuviera calculando el tiempo que
tardaría la granada en caer, el cardenal hizo una pausa,
luego, en un tono más suave, más cordial, dijo, Me
gustaría saber si dio a conocer la declaración a su
majestad antes de leerla ante los medios de comunicación
social, Naturalmente, eminencia, tratándose de un asunto
de tanto melindre, Y qué dice el rey, si no es secreto de
estado, Le pareció bien, Hizo algún comentario al
acabar, Estupendo, Estupendo, qué, Es lo que dijo su
majestad, estupendo, Quiere decirme que también
blasfemó, No soy competente para formular juicios de esa
naturaleza, eminencia, vivir con mis propios errores ya me cuesta
demasiado trabajo, Tendré que hablar con el rey,
recordarle que, en una situación como ésta, tan
confusa, tan delicada, sólo la observancia fiel y sin
desfallecimientos de las probadas doctrinas de nuestra santa
madre iglesia podrá salvar al país del pavoroso
caos que se nos viene encima, Vuestra eminencia decidirá,
está en su papel, Le preguntaré a su majestad
qué prefiere, si ver a la reina madre siempre agonizante,
postrada en un lecho del que no volverá a levantarse, con
el inmundo cuerpo reteniéndole indignamente el alma, o
verla, por morir, triunfadora de la muerte, en la gloria eterna y
resplandeciente de los cielos, Nadie dudaría la respuesta,
Sí, pero al contrario de lo que se cree, no son tanto las
respuestas lo que me importa, señor primer ministro, sino
las preguntas, obviamente me refiero a las nuestras,
fíjese cómo suelen tener, al mismo tiempo, un
objetivo a la vista y una intención que va escondida
detrás, si las hacemos no es sólo para que nos
respondan lo que en ese momento necesitamos que los interpelados
escuchen de su propia boca, es también para que se vaya
preparando el camino de las futuras respuestas, Más o
menos como en la política, eminencia, Así es, pero
la ventaja de la iglesia es que, aunque a veces no lo parezca, al
gestionar lo que está arriba, gobierna lo que está
abajo. Hubo una nueva pausa, que el primer ministro
interrumpió, Estoy casi llegando a casa, eminencia, pero,
si me lo permite, todavía me gustaría exponerle una
breve cuestión, Dígame, Qué hará la
iglesia si nunca más muere nadie, Nunca más es
demasiado tiempo, incluso tratándose de la muerte,
señor primer ministro, Creo que no me ha respondido,
eminencia, Le devuelvo la pregunta, qué hará el
estado si no muere nadie nunca más, El estado
tratará de sobrevivir, aunque dudo mucho que lo consiga,
pero la iglesia, La iglesia, señor primer ministro,
está de tal manera habituada a las respuestas eternas que
no puedo imaginarla dando otras, Aunque la realidad las
contradiga, Desde el principio no hemos hecho otra cosa que
contradecir la realidad, y aquí estamos, Qué
dirá el papa, Si yo lo fuera, que dios me perdone la
estulta vanidad de pensarme como tal, mandaría poner en
circulación una nueva tesis, la de la muerte pospuesta,
Sin más explicaciones, A la iglesia nunca se le ha pedido
que explicara esto o aquello, nuestra otra especialidad,
además de la balística, ha sido neutralizar, por la
fe, el espíritu curioso, Buenas noches, eminencia, hasta
mañana, Si dios quiere, señor primer ministro,
siempre si dios quiere, Tal como están las cosas en este
momento, no parece que pueda evitarlo, No se olvide, señor
primer ministro, que fuera de las fronteras de nuestro
país se sigue muriendo con toda normalidad, y eso es una
buena señal, Cuestión de punto de vista, eminencia,
tal vez fuera nos estén mirando como un oasis, un
jardín, un nuevo paraíso, O un infierno, si fueran
inteligentes, Buenas noches, eminencia, le deseo un sueño
tranquilo y reparador, Buenas noches, señor primer
ministro, si la muerte decide regresar esta noche, espero que no
tenga la ocurrencia de elegirlo a usted, Si la justicia en este
mundo no es una palabra vana, la reina madre debería irse
antes que yo, Le prometo no denunciarlo mañana ante el
rey, Cuánto se lo agradezco, eminencia, Buenas noches,
Buenas noches.
Eran las tres de la madrugada cuando el cardenal tuvo
que ser trasladado a todo correr al hospital con un ataque de
apendicitis aguda que obligó a una inmediata
intervención quirúrgica. Antes de ser succionado
por el túnel de la anestesia, en ese instante veloz que
precede a la pérdida total de la conciencia, pensó
lo que tantos otros han pensado, que podía morir en la
operación, después recordó que tal ya no era
posible, y, finalmente, en un último destello de lucidez,
todavía se le pasó por la mente la idea de que si,
a pesar de todo, muriese de verdad, eso significaría que
habría, paradójicamente, vencido a la muerte.
Arrebatado por una irresistible ansia de sacrificio iba a
implorar a dios que lo matase, pero no llegó a tiempo de
poner las palabras en orden. La anestesia le ahorró el
supremo sacrilegio de querer transferir los poderes de la muerte
hacia un dios más generalmente conocido como dador de
vida.
Aunque hubiese sido inmediatamente puesto en
ridículo por los periódicos de la competencia, que
fueron capaces de arrancar de la inspiración de sus
redactores principales los más diversos y sustanciosos
titulares, algunas veces dramáticos, líricos otras,
y, aunque pocos, filosóficos o místicos, cuando no
de conmovedora ingenuidad, como el de un diario popular que se
contentó con la pregunta, "Y Ahora Qué Será
De Nosotros", añadiendo al final de la frase el alarde
gráfico de una enorme interrogación, el ya
comentado titular Año Nuevo, Vida Nueva, pese a su
aflictiva banalidad, cayó como miel sobre hojuelas en
algunas personas que, por temperamento natural o educación
adquirida, preferían por encima de todo la firmeza de un
optimismo más o menos pragmático, incluso cuando
tuvieran motivos para sospechar que se trataba de una mera y tal
vez fugaz apariencia. Habiendo vivido, hasta estos días de
confusión, en lo que creían que era el mejor de
todos los mundos posibles y probables, descubrían,
complacidos, que lo mejor, lo mejor realmente, estaba llegando
ahora, ya lo tenían ahí mismo, ante la puerta de
casa, una vida única, maravillosa, sin el miedo cotidiano
a la chirriante tijera de la parca, la inmortalidad en la patria
que nos dio el ser, a salvo de incomodidades metafísicas y
gratis para todo el mundo, sin un sobre lacrado para abrir a la
hora de la muerte, tú al paraíso, tú al
purgatorio, tú al infierno, en esta encrucijada se
separaban en otros tiempos, queridos compañeros de este
valle de lágrimas llamado tierra, nuestros destinos en el
otro mundo. Así pues, no tuvieron los periódicos
reticentes o problemáticos otra solución, y con
éstos las televisiones y las radios afines, que unirse a
la marea alta de alegría colectiva que se extendía
de norte a sur y de este a oeste, refrescando las mentes
temerosas y arrastrando lejos de la vista la larga sombra de
tánatos. Con el paso de los días, y viendo que
realmente no moría nadie, los pesimistas y los
escépticos, poco a poco al principio, después en
masa, se fueron uniendo al mare mágnum de ciudadanos que
aprovechaban todas las ocasiones para salir a la calle y
proclamar, y gritar, que, ahora sí, la vida es
bella.
Un día, una señora en estado de viudez
reciente, no encontrando otra manera de manifestar la nueva
felicidad que le inundaba el ser, bien es verdad que con el
ligero dolor de saber que, al no morir ella, nunca más
volvería a ver al llorado difunto, tuvo la ocurrencia de
colgar en la calle, en el florido balcón de su comedor, la
bandera nacional. Fue lo que se suele llamar dicho y hecho. En
menos de cuarenta y ocho horas el abanderamiento se
extendió por todo el país, los colores y los
símbolos de la bandera ocuparon el paisaje, con mayor
visibilidad en las ciudades por la evidente razón de que
se benefician de más balcones y ventanas que el campo. Era
imposible resistirse a tal fervor patriótico, sobre todo
porque, llegadas de no se sabe dónde, comenzaron a
difundirse ciertas declaraciones inquietantes, por no decir
francamente amenazadoras, como por ejemplo, Quien no ponga la
inmortal bandera de la patria en la ventana de su casa no merece
estar vivo, Quienes no anden con la bandera nacional bien a la
vista es porque se han vendido a la muerte, Únete,
sé patriota, compra una bandera, Compra otra, Compra otra
más, Abajo los enemigos de la vida, la suerte que tienen
es que ya no haya muerte. Las calles eran un auténtico
real de insignias desplegadas batidas por el viento, si soplaba,
o, cuando no, un ventilador eléctrico colocado con
maña hacía esa función, y si la potencia del
aparato no era suficiente para que el estandarte virilmente
ondease, obligándolo a dar esos chasquidos de
látigo que tanto exaltan a los espíritus marciales,
al menos permitía que honrosamente ondearan los colores de
la patria. Algunas personas, pocas, con mucho sigilo murmuraban
que aquello era una exageración, un despropósito,
que más pronto que tarde no quedaría más
remedio que retirar ese enredo de banderas, Y cuanto antes lo
hagamos, mejor, porque de la misma manera que demasiada
azúcar en el pudín empacha el paladar y
perjudica el proceso digestivo, también el normal y
más que justo respeto por los emblemas patrióticos
acabará convertido en chacota si permitimos que resbale en
auténticos atentados contra el pudor, como los
exhibicionistas de gabardina de execrada memoria. Además,
decían, si las banderas están ahí para
celebrar el hecho de que la muerte ha dejado de matar, una de
dos, o las retiramos antes de que hartos comencemos a detestar
los símbolos de la patria, o vamos a pasar el resto de la
vida, es decir, la eternidad, sí, decimos bien, la
eternidad, mudándolos cada vez que los pudra la lluvia,
que el viento los desgarre o el sol les coma los colores. Eran
poquísimas las personas que tenían la
valentía de poner así, públicamente, el dedo
en la llaga, y hubo un pobre hombre que tuvo que pagar el
antipatriótico desahogo con una paliza que, si no se le
terminó allí la pobre vida, fue porque la muerte
había dejado de operar en este país desde primeros
de año.
No todo es fiesta, porque, al lado de unos cuantos que
ríen, siempre habrá otros que lloren, y a veces,
como en el presente caso, por las mismas razones. Importantes
sectores profesionales, seriamente preocupados con la
situación, ya comenzaron a transmitir la expresión
de su descontento ante quien procediera. Como era de esperar, las
primeras y formales reclamaciones llegaron de las empresas del
negocio funerario. Brutalmente desprovistos de su materia prima,
los propietarios comenzaron haciendo el gesto clásico de
llevarse la mano a la cabeza, gimiendo en plañidero coro,
Y ahora, qué será de nosotros, pero luego, ante la
perspectiva de una catastrófica quiebra que a nadie del
gremio funéreo salvaría, convocaron asamblea
general del sector, a cuyo término, tras acaloradas
discusiones, todas ellas improductivas porque todas, sin
excepción, se daban de bruces contra el muro
indestructible de la falta de colaboración de la muerte,
esa a que se habían habituado, de padres a hijos, como
algo que por naturaleza les era debido, aprobaron un documento
para someterlo a la consideración del gobierno de la
nación, documento que adoptaba la única propuesta
constructiva, constructiva, sí, aunque también
hilarante, que fue presentada a debate, Se van a reír de
nosotros, avisó el presidente de la mesa, pero reconozco
que no tenemos otra salida, o esto, o será la ruina del
sector. Informaba el documento de que, reunidos en asamblea
general extraordinaria para examinar la gravísima crisis
en que se estaban debatiendo con motivo de la falta de
abastecimiento en todo el país, los representantes de las
agencias funerarias, después de intenso y participativo
análisis, durante el cual siempre había imperado el
respeto por los supremos intereses de la nación, llegaron
a la conclusión de que todavía era posible evitar
las dramáticas consecuencias de lo que sin duda iba a
pasar a la historia como la peor calamidad colectiva que nos
cayó encima desde la fundación de la nacionalidad,
o sea, que el gobierno decida declarar obligatorios los entierros
o la incineración de todos los animales domésticos
que fenezcan de muerte natural o por accidente, y que tal
entierro o incineración, regulados y aprobados, sean
obligatoriamente realizados por la industria funeraria, teniendo
en cuenta los méritos prestados en el pasado como
auténtico servicio público que ha sido, en el
sentido más profundo de la expresión, generaciones
tras generaciones. El documento proseguía, Solicitamos
también la mejor atención del gobierno para con el
hecho de que la indispensable reconversión de la industria
no será viable sin abultadas inversiones, ya que no es lo
mismo sepultar a un ser humano que llevar hasta su última
morada a un gato o un canario, y por qué no decir un
elefante de circo o un cocodrilo de bañera, siendo por
tanto necesario reformular de arriba abajo nuestro know how
tradicional, sirviendo de providencial apoyo a esta indispensable
actualización la experiencia ya adquirida desde la
oficialización de los cementerios de animales, o sea, lo
que hasta ahora no había pasado de intervención
marginal de nuestra industria, aunque, no lo negamos, bastante
lucrativa, pasará a ser actividad exclusiva, evitando
así, en la medida de lo posible, el despido de centenares
si no millares de abnegados y valerosos trabajadores que durante
todos los días de su vida se han enfrentado valerosamente
a la imagen terrible de la muerte y a quienes la misma muerte
ahora les da de forma inmerecida la espalda, Expuesto lo que,
señor primer ministro, rogamos, con vista a la merecida
protección de una profesión a lo largo de milenios
clasificada de utilidad pública, se digne considerar, no
solamente la urgencia de una decisión favorable, sino
también, en paralelo, la apertura de una línea de
créditos bonificados, o mejor, y eso sería
oro sobre azul, o dorado sobre negro, que son nuestros colores,
por no decir de la más elemental justicia, la
concesión de préstamos a fondo perdido que ayuden a
viabilizar la rápida revitalización de un sector
cuya supervivencia se encuentra amenazada por primera vez en la
historia, y desde mucho antes de ella, en todas las épocas
de la prehistoria, pues nunca a un cadáver humano debe de
haberle faltado quien, más pronto o más tarde,
acudiese a enterrarlo, aunque no fuera nada más que la
generosa tierra abriéndose. Respetuosamente, solicitamos
de V E. que atienda nuestra solicitud.
Tampoco los directores y administradores de los
hospitales, tanto los del estado como los privados, tardaron
mucho en llamar a la puerta del ministerio del ramo, el de
sanidad, para expresar ante los servicios competentes sus
inquietudes y sus ansias, las cuales, por extraño que
parezca, casi siempre tenían más que ver con
cuestiones logísticas que propiamente sanitarias.
Afirmaban que el corriente proceso rotativo de enfermos entrados,
enfermos curados y enfermos muertos había sufrido, por
decirlo así, un cortocircuito o, si queremos hablar con
términos menos técnicos, un embotellamiento como el
de los coches, y cuya causa radicaba en la permanencia indefinida
de un número cada vez mayor de internados que, por la
gravedad de sus enfermedades o de los accidentes de que fueron
víctimas, ya habrían pasado, en circunstancias
normales, a otra vida. La situación es difícil,
argumentaban, ya empezamos a colocar a enfermos en los pasillos,
o sea, más de lo que era habitual, y todo indica que en
menos de una semana nos toparemos no sólo con la escasez
de camas, sino también, estando repletos los pasillos y
las salas, sin saber, por falta de espacio y dificultades de
maniobra, dónde colocar las que todavía
estén disponibles. Es cierto que hay una manera de
resolver el problema, concluían los responsables
hospitalarios, aunque ésta quizá ofenda de pasada
el juramento hipocrático, la decisión, en caso de
ser tomada, no podrá ser ni médica ni
administrativa, sino política. Como a buen entendedor
siempre le ha bastado con media palabra, el ministro de sanidad,
tras haber consultado con el primer ministro, dio salida al
siguiente despacho, Considerando la imparable
sobreocupación de internos que ya comienza a perjudicar
seriamente el hasta ahora excelente funcionamiento de nuestro
sistema hospitalario y que es la directa consecuencia del
creciente número de personas ingresadas en estado de vida
suspendida y que así se mantendrán por tiempo
indefinido, sin ninguna posibilidad de cura o de simple
mejoría, por lo menos hasta que la investigación
médica alcance las nuevas metas que se ha propuesto, el
gobierno aconseja y recomienda a las direcciones y
administraciones de los hospitales que, tras un análisis
riguroso, caso por caso, del perfil clínico de los
enfermos que se encuentren en esa situación, y
confirmándose la irreversibilidad de los respectivos
procesos mórbidos, sean entregados a los cuidados de las
familias, asumiendo los establecimientos de salud la
responsabilidad de asegurarles a los enfermos, sin reserva, todos
los tratamientos y exámenes que sus médicos de
cabecera todavía juzguen necesarios o aconsejables. Se
fundamenta esta decisión del gobierno en una premisa
fácil y admisible por todas las personas, la de que a un
paciente en tal estado, permanentemente al borde de un
fallecimiento que permanentemente le viene siendo negado,
deberá serle poco menos que indiferente, incluso en
algún momento de lucidez, el lugar donde se encuentre, ya
sea en el seno cariñoso de su familia o en la
congestionada sala de un hospital, puesto que ni aquí ni
allí conseguirá morir, como tampoco allí ni
aquí podrá recuperar la salud. El gobierno quiere
aprovechar esta oportunidad para informar a la población
de que prosiguen a ritmo acelerado los trabajos de
investigación que, así lo espera y confía,
nos conducirán a un conocimiento satisfactorio de las
causas, hasta este momento todavía misteriosas, de la
súbita desaparición de la muerte. Igualmente
informa que una nutrida comisión interdisciplinaria,
incluyendo representantes de las diversas religiones en vigor y
filósofos de las diversas escuelas en actividad, que en
estos asuntos siempre tienen una palabra que decir, está
encargada de la delicada tarea de reflexionar sobre lo que
será un futuro sin muerte, al mismo tiempo que
intentará elaborar una previsión plausible de los
nuevos problemas que la sociedad tendrá que encarar, el
principal de los cuales algunos han resumido en esta cruel
pregunta, Qué vamos a hacer con los viejos, si ya no
está ahí la muerte para cortarles el exceso de
veleidades macrobias.
Página siguiente |