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Las intermitencias de la muerte, de José Saramago



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    A Pilar, mi casa Sabremos cada vez
    menos
    qué es un ser humano.

    LIBRO DE LAS PREVISIONES

    Piensa por ex. más en la muerte, – &
    sería extraño en verdad que no tuvieras que conocer
    por ese hecho nuevas representaciones, nuevos ámbitos del
    lenguaje.

    WITTGENSTEIN

    Al día siguiente no murió nadie. El hecho,
    por absolutamente contrario a las normas de la vida, causó
    en los espíritus una perturbación enorme, efecto a
    todas luces justificado, basta recordar que no existe noticia en
    los cuarenta volúmenes de la historia universal, ni
    siquiera un caso para muestra, de que alguna vez haya ocurrido un
    fenómeno semejante, que pasara un día completo, con
    todas sus pródigas veinticuatro horas, contadas entre
    diurnas y nocturnas, matutinas y vespertinas, sin que se
    produjera un fallecimiento por enfermedad, una caída
    mortal, un suicidio conducido hasta el final, nada de nada, como
    la palabra nada. Ni siquiera uno de esos accidentes de
    automóvil tan frecuentes en ocasiones festivas, cuando la
    alegre irresponsabilidad o el exceso de alcohol se
    desafían mutuamente en las carreteras para decidir
    quién va a llegar a la muerte en primer lugar. El fin de
    año no había dejado tras de sí el habitual y
    calamitoso reguero de óbitos, como si la vieja
    Átropos de regaño amenazador hubiese decidido
    envainar la tijera durante un día. Sangre, sin embargo,
    hubo, y no poca. Desorientados, confusos, horrorizados, dominando
    a duras penas las náuseas, los bomberos extraían de
    la amalgama de destrozos míseros cuerpos humanos que, de
    acuerdo con la lógica matemática de las colisiones,
    deberían estar muertos y bien muertos, pero que, pese a la
    gravedad de las heridas y de los traumatismos sufridos, se
    mantenían vivos y así eran transportados a los
    hospitales, bajo el sonido dilacerante de las sirenas de las
    ambulancias. Ninguna de esas personas moriría en el camino
    y todas iban a desmentir los más pesimistas
    pronósticos médicos, Este pobre diablo no tiene
    remedio posible, no merece la pena perder tiempo
    operándolo, le decía el cirujano a la enfermera
    mientras ésta le ajustaba la mascarilla a la cara.
    Realmente, quizá no hubiera salvación para el
    desdichado el día anterior, pero lo que quedaba claro era
    que la víctima se negaba a morir en éste. Y lo que
    sucedía aquí, sucedía en todo el
    país. Hasta la medianoche en punto del último
    día del año aún hubo gente que aceptó
    morir en el más fiel acatamiento de las reglas, tanto las
    que se refieren al fondo de la cuestión, es decir, se
    acabó la vida, como las que se atienen a las
    múltiples formas en que éste, el dicho fondo de la
    cuestión, con mayor o menor pompa y solemnidad, suele
    revestirse cuando llega el momento fatal. Un caso sobre todos
    interesante, obviamente por tratarse de quien se trata, es el de
    la ancianísima y veneranda reina madre. A las
    veintitrés horas y cincuenta y nueve minutos de aquel
    treinta y uno de diciembre nadie sería tan ingenuo para
    apostar el palo de una cerilla quemada por la vida de la real
    señora. Perdida cualquier esperanza, rendidos los
    médicos ante la implacable evidencia, la familia real,
    jerárquicamente dispuesta alrededor del lecho, esperaba
    con resignación el último suspiro de la matriarca,
    tal vez unas palabras, una última sentencia edificante
    para la formación moral de los amados príncipes sus
    nietos, tal vez una bella y redonda frase dirigida a la siempre
    ingrata retentiva de los súbditos futuros. Y
    después, como si el tiempo se hubiera parado, no
    sucedió nada. La reina madre no mejoró ni
    empeoró, se quedó como suspendida,
    balanceándose el frágil cuerpo en el borde de la
    vida, amenazando a cada instante con caer hacia el otro lado,
    pero atada a éste por un tenue hilo que la muerte,
    sólo podía ser ella, no se sabe por qué
    extraño capricho, seguía sosteniendo. Ya estamos en
    el día siguiente, y en él, como se informó
    nada más empezar este relato, nadie iba a
    morir.

    La tarde ya estaba muy avanzada cuando comenzó a
    circular el rumor de que, desde la entrada del nuevo año,
    más exactamente desde las cero horas de este día
    uno de enero en que estamos, no había constancia de que se
    hubiera producido en el país fallecimiento alguno.
    Podría pensarse, por ejemplo, que el rumor tuviera origen
    en la sorprendente resistencia de la reina madre a desistir de la
    poca vida que aún le restaba, pero lo cierto es que el
    habitual parte médico distribuido por el gabinete de
    prensa de palacio a los medios de comunicación social
    aseguraba no sólo que el estado general de la real enferma
    había experimentado una visible mejoría durante la
    noche, sino que incluso sugería y hasta daba a entender,
    eligiendo cuidadosamente las palabras, la posibilidad de un
    completo restablecimiento de la importantísima salud. En
    su primera manifestación el rumor podría haber
    partido con toda naturalidad de una agencia de pompas
    fúnebres y traslados, Por lo visto nadie parece dispuesto
    a morir en el primer día del año, o de un hospital,
    Ese tipo de la cama veintisiete ni ata ni desata, o del portavoz
    de la policía de tráfico, Es un auténtico
    misterio que, habiéndose producido tantos accidentes en la
    carretera, no haya ni un muerto para muestra.

    El rumor, cuya fuente primigenia nunca fue descubierta,
    aunque a la luz de lo que sucederá después eso
    importe poco, llegó pronto a los periódicos, a la
    radio, a la televisión, e hizo que inmediatamente las
    orejas de los directores, adjuntos y redactores jefes se
    alertaran, son personas preparadas para olfatear a distancia los
    grandes acontecimientos de la historia del mundo y entrenadas
    para agrandarlos siempre que tal convenga. En pocos minutos ya
    estaban en la calle decenas de reporteros de investigación
    haciendo preguntas a todo bicho viviente que se les pusiera por
    delante, mientras que en las caldeadas redacciones los
    teléfonos se agitaban y vibraban con idéntico
    frenesí indagador. Se realizaron llamadas a los
    hospitales, a la cruz roja, a la morgue, a las funerarias, a las
    policías, a todas, con comprensible exclusión de la
    secreta, y las respuestas llegaban siempre con las mismas
    lacónicas palabras, No hay muertos. Más suerte tuvo
    aquella joven reportera de televisión a quien un
    transeúnte, alternando la mirada entre ella y la
    cámara, contó un suceso vivido en persona y que era
    copia exacta del ya citado episodio de la reina madre, Estaba
    sonando la medianoche, dijo, cuando mi abuelo, que parecía
    a punto de expirar, abrió los ojos de repente antes de que
    sonase la última campanada del reloj de la torre, como si
    se hubiese arrepentido del paso que iba a dar, y no murió.
    La reportera, hasta tal punto estimulada con lo que acababa de
    oír, sin atender a súplicas ni protestas, Por
    favor, señora, no puedo, tengo que ir a la farmacia, mi
    abuelo necesita la medicina, empujó al hombre hasta dentro
    de la unidad móvil, Venga, venga conmigo, su abuelo ya no
    necesita medicinas, gritó, y a continuación
    ordenó regresar al estudio de televisión, donde en
    ese preciso instante se estaba preparando todo para un debate
    entre tres especialistas en fenómenos paranormales, a
    saber, dos brujos reputados y una famosa vidente, convocados a
    toda prisa para analizar y dar su opinión sobre lo que ya
    comenzaba a ser llamado por algunos graciosos, de esos que no
    respetan nada, la huelga de la muerte. La confiada periodista
    trabajaba partiendo de la más grave de las equivocaciones,
    porque había interpretado las palabras de su fuente
    informativa como significando que el moribundo, en sentido
    literal, se arrepintió del paso que estaba a punto de dar,
    o sea, morir, finar, estirar la pata, y por tanto decidió
    dar marcha atrás. Sin embargo, las palabras que el feliz
    nieto pronunció efectivamente, Como si se hubiese
    arrepentido, eran radicalmente diferentes de un perentorio Se
    arrepintió. Unas cuantas luces de sintaxis elemental y una
    mayor familiaridad con las elásticas sutilezas de los
    tiempos verbales habrían evitado el equívoco y el
    consiguiente rapapolvo que la pobre muchacha, roja de
    vergüenza y humillación, tuvo que soportar de su jefe
    directo. Lo que no podían imaginar, ni uno ni otra, es que
    la tal frase, pronunciada en directo por el entrevistado y
    nuevamente escuchada en la grabación que emitió el
    telediario de la noche, sería entendida de la misma
    equivocada manera por millones de personas, lo que acabará
    teniendo como desconcertante consecuencia, en un futuro muy
    próximo, la creación de un movimiento de ciudadanos
    firmemente convencidos de que con la simple acción de la
    voluntad se puede vencer a la muerte y que, por consiguiente, la
    inmerecida desaparición de tantas personas en el pasado se
    habría debido a una censurable flaqueza de voluntad de las
    generaciones anteriores. Pero las cosas no se quedaron
    así. Dado que las personas, sin que para tal tengan que
    acometer ningún esfuerzo perceptible, seguirán sin
    morir, otro movimiento popular de masas, dotado de una
    visión prospectiva más ambiciosa, proclamó
    que el mayor sueño de la humanidad desde el principio de
    los tiempos, es decir, el gozo feliz de una vida eterna
    aquí en la tierra, se había convertido en un bien
    para todos, como el sol que nace todos los días y el aire
    que respiramos. Pese a disputarse, por decirlo así, el
    mismo electorado, hubo un punto en que los dos movimientos
    supieron ponerse de acuerdo, y fue nombrar para la presidencia
    honoraria, dada su eminente calidad de precursor, al
    intrépido veterano que, en el instante supremo,
    había desafiado y derrotado a la muerte. Hasta donde se
    sabe, no se le atribuyó particular importancia al hecho de
    que el abuelo se encuentre en estado de coma profundo y,
    según todos los indicios, irreversible.

    Aunque la palabra crisis no sea ciertamente la
    más apropiada para caracterizar los singularísimos
    sucesos que venimos narrando, por tanto sería absurdo,
    incongruente y atentatorio contra la lógica más
    común hablar de crisis en una situación existencial
    justamente privilegiada por la ausencia de la muerte, se
    comprenderá que algunos ciudadanos, celosos de su derecho
    a una información veraz, se pregunten a sí mismos,
    y unos a otros, qué diablos pasa con el gobierno, que
    hasta ahora no ha dado la menor señal de vida. Es cierto
    que el ministro de sanidad, interpelado cuando pasaba en el breve
    intervalo entre dos reuniones, había explicado a los
    periodistas que, teniendo en cuenta la falta de elementos
    suficientes de juicio, cualquier declaración oficial
    sería forzosamente prematura, Estamos tratando de colegir
    las informaciones que nos llegan de todo el país,
    añadió, y realmente en ninguna se hace
    mención de fallecimientos, pero, como se puede suponer,
    pillados por sorpresa como todo el mundo, todavía no
    estamos preparados para enunciar una primera idea sobre el origen
    del fenómeno y sobre sus implicaciones, tanto las
    inmediatas como las futuras. Podría haberse quedado
    aquí, lo que, teniendo en cuenta las dificultades de la
    situación, ya sería de agradecer, pero el conocido
    impulso de recomendar tranquilidad a las personas a
    propósito de todo y de nada, de mantenerlas sosegadas en
    el redil sea como sea, ese tropismo que en los políticos,
    en particular si están en el gobierno, se ha convertido en
    una segunda naturaleza, por no decir automatismo, movimiento
    mecánico, le obligó a rematar la
    intervención de la peor manera, Como responsable de la
    cartera de sanidad, les aseguro a quienes me escuchan que no
    existe motivo alguno de alarma, Si he entendido bien lo que acabo
    de oír, observó un periodista con tono que no
    quería parecer demasiado irónico, en su
    opinión de ministro no es alarmante el hecho de que nadie
    esté muriendo, Exacto, aunque con otras palabras, es eso
    mismo lo que he dicho, Señor ministro, permítame
    que le recuerde que todavía ayer había personas que
    morían y a nadie se le pasaba por la cabeza que eso fuera
    alarmante, Es lógico, lo habitual es morir, y morir
    sólo es alarmante cuando las muertes se multiplican, una
    guerra, una epidemia, por ejemplo, Es decir, cuando se salen de
    la rutina, Podría decirse así, Pero, ahora que no
    se encuentra a nadie dispuesto a morir, es cuando usted nos pide
    que no nos alarmemos, convendrá conmigo que, por lo menos,
    es bastante paradójico, Es la fuerza de la costumbre,
    reconozco que el término alarma no tiene aquí
    cabida, Qué otra palabra usaría entonces,
    señor ministro, le pregunto porque, como periodista
    consciente de mis obligaciones que presumo ser, me preocupa
    emplear el término exacto siempre que sea posible.
    Ligeramente enfadado con la insistencia, el ministro
    respondió secamente, No una, sino cuatro, Cuáles,
    señor ministro, No alimentemos falsas esperanzas.
    Habría sido, sin duda, un buen y honesto titular para el
    periódico del día siguiente, pero el director, tras
    consultar con su redactor jefe, consideró desaconsejable,
    incluso desde el punto de vista empresarial, lanzar ese cubo de
    agua fría sobre el entusiasmo popular, Ponga lo mismo de
    siempre, Año Nuevo, Vida Nueva, dijo.

    En el comunicado oficial, finalmente difundido cuando la
    noche ya iba avanzada, el jefe del gobierno ratificaba que no se
    había registrado ninguna defunción en todo el
    país desde el inicio del nuevo año, pedía
    comedimiento y sentido de la responsabilidad en los
    análisis e interpretaciones que del extraño suceso
    pudieran ser elaborados, recordaba que no se debería
    excluir la posibilidad de que se tratara de una casualidad
    fortuita, de una alteración cósmica meramente
    accidental y sin continuidad, de una conjunción
    excepcional de coincidencias intrusas en la ecuación
    espacio-tiempo, pero que, por si acaso, ya se habían
    iniciado contactos exploratorios ante los organismos
    internacionales competentes para habilitar al gobierno en una
    acción tanto más eficaz cuanto más
    concertada pudiera ser. Enunciadas estas vaguedades
    pseudocientíficas, destinadas también a
    tranquilizar, por lo incomprensibles, el desbarajuste que reinaba
    en el país, el primer ministro concluía afirmando
    que el gobierno se encontraba preparado para todas las
    eventualidades humanamente imaginables, decidido a encarar con
    valentía y con el indispensable apoyo de la
    ciudadanía los complejos problemas sociales,
    económicos, políticos y morales que la
    extinción definitiva de la muerte inevitablemente
    suscitaría, en el caso, más que previsible, de que
    llegara a confirmarse. Aceptaremos el reto de la inmortalidad del
    cuerpo, exclamó con tono arrebatado, si es ésa la
    voluntad de dios, a quien agradeceremos por siempre jamás,
    con nuestras oraciones, que haya escogido al buen pueblo de este
    país como su instrumento. Significa esto, pensó el
    jefe del gobierno al terminar la lectura, que estamos con la soga
    al cuello. No se podía imaginar hasta qué punto la
    soga iba a apretarle. Todavía no había pasado media
    hora cuando, en el coche oficial que lo conducía a casa,
    recibió una llamada del cardenal, Buenas noches,
    señor primer ministro, Buenas noches, eminencia, Le
    telefoneo para decirle que me siento profundamente consternado,
    También yo, eminencia, la situación es muy grave,
    la más grave de cuantas el país ha vivido hasta
    hoy, No se trata de eso, De qué se trata entonces,
    eminencia, Es deplorable desde todos los puntos de vista que, al
    redactar la declaración que acabo de escuchar, usted no
    tuviera en cuenta aquello que constituye los cimientos, la viga
    maestra, la piedra angular, la llave de la bóveda de
    nuestra santa religión, Eminencia, perdone, recelo no
    comprender adonde quiere llegar, Sin muerte, óigame bien,
    señor primer ministro, sin muerte no hay
    resurrección, y sin resurrección no hay iglesia,
    Demonios, No he entendido lo que ha dicho, repítalo, por
    favor, Estaba callado, eminencia, probablemente habrá sido
    alguna interferencia causada por la electricidad
    atmosférica, por la estática, o un problema de
    cobertura, el satélite a veces falla, decía usted
    que, Decía lo que cualquier católico, y usted no es
    excepción, tiene obligación de saber, que sin
    resurrección no hay iglesia, además, cómo se
    le metió en la cabeza que dios podría querer su
    propio fin, afirmarlo es una idea absolutamente sacrílega,
    tal vez la peor de las blasfemias, Eminencia, no he dicho que
    dios quiera su propio fin, No con esas exactas palabras, pero
    admitió la posibilidad de que la inmortalidad del cuerpo
    resultara de la voluntad de dios, no es necesario estar doctorado
    en lógica trascendental para darse cuenta de que quien
    dice una cosa dice la otra, Eminencia, por favor, créame,
    fue una simple frase de efecto destinada a impresionar, un remate
    del discurso, nada más, bien sabe que la política
    tiene estas necesidades, También la iglesia las tiene,
    señor primer ministro, pero nosotros meditamos mucho antes
    de abrir la boca, no hablamos por hablar, calculamos los efectos
    a distancia, nuestra especialidad, si quiere que le dé una
    imagen que se comprenda mejor, es la balística, Estoy
    desolado, eminencia, En su lugar yo también lo
    estaría. Como si estuviera calculando el tiempo que
    tardaría la granada en caer, el cardenal hizo una pausa,
    luego, en un tono más suave, más cordial, dijo, Me
    gustaría saber si dio a conocer la declaración a su
    majestad antes de leerla ante los medios de comunicación
    social, Naturalmente, eminencia, tratándose de un asunto
    de tanto melindre, Y qué dice el rey, si no es secreto de
    estado, Le pareció bien, Hizo algún comentario al
    acabar, Estupendo, Estupendo, qué, Es lo que dijo su
    majestad, estupendo, Quiere decirme que también
    blasfemó, No soy competente para formular juicios de esa
    naturaleza, eminencia, vivir con mis propios errores ya me cuesta
    demasiado trabajo, Tendré que hablar con el rey,
    recordarle que, en una situación como ésta, tan
    confusa, tan delicada, sólo la observancia fiel y sin
    desfallecimientos de las probadas doctrinas de nuestra santa
    madre iglesia podrá salvar al país del pavoroso
    caos que se nos viene encima, Vuestra eminencia decidirá,
    está en su papel, Le preguntaré a su majestad
    qué prefiere, si ver a la reina madre siempre agonizante,
    postrada en un lecho del que no volverá a levantarse, con
    el inmundo cuerpo reteniéndole indignamente el alma, o
    verla, por morir, triunfadora de la muerte, en la gloria eterna y
    resplandeciente de los cielos, Nadie dudaría la respuesta,
    Sí, pero al contrario de lo que se cree, no son tanto las
    respuestas lo que me importa, señor primer ministro, sino
    las preguntas, obviamente me refiero a las nuestras,
    fíjese cómo suelen tener, al mismo tiempo, un
    objetivo a la vista y una intención que va escondida
    detrás, si las hacemos no es sólo para que nos
    respondan lo que en ese momento necesitamos que los interpelados
    escuchen de su propia boca, es también para que se vaya
    preparando el camino de las futuras respuestas, Más o
    menos como en la política, eminencia, Así es, pero
    la ventaja de la iglesia es que, aunque a veces no lo parezca, al
    gestionar lo que está arriba, gobierna lo que está
    abajo. Hubo una nueva pausa, que el primer ministro
    interrumpió, Estoy casi llegando a casa, eminencia, pero,
    si me lo permite, todavía me gustaría exponerle una
    breve cuestión, Dígame, Qué hará la
    iglesia si nunca más muere nadie, Nunca más es
    demasiado tiempo, incluso tratándose de la muerte,
    señor primer ministro, Creo que no me ha respondido,
    eminencia, Le devuelvo la pregunta, qué hará el
    estado si no muere nadie nunca más, El estado
    tratará de sobrevivir, aunque dudo mucho que lo consiga,
    pero la iglesia, La iglesia, señor primer ministro,
    está de tal manera habituada a las respuestas eternas que
    no puedo imaginarla dando otras, Aunque la realidad las
    contradiga, Desde el principio no hemos hecho otra cosa que
    contradecir la realidad, y aquí estamos, Qué
    dirá el papa, Si yo lo fuera, que dios me perdone la
    estulta vanidad de pensarme como tal, mandaría poner en
    circulación una nueva tesis, la de la muerte pospuesta,
    Sin más explicaciones, A la iglesia nunca se le ha pedido
    que explicara esto o aquello, nuestra otra especialidad,
    además de la balística, ha sido neutralizar, por la
    fe, el espíritu curioso, Buenas noches, eminencia, hasta
    mañana, Si dios quiere, señor primer ministro,
    siempre si dios quiere, Tal como están las cosas en este
    momento, no parece que pueda evitarlo, No se olvide, señor
    primer ministro, que fuera de las fronteras de nuestro
    país se sigue muriendo con toda normalidad, y eso es una
    buena señal, Cuestión de punto de vista, eminencia,
    tal vez fuera nos estén mirando como un oasis, un
    jardín, un nuevo paraíso, O un infierno, si fueran
    inteligentes, Buenas noches, eminencia, le deseo un sueño
    tranquilo y reparador, Buenas noches, señor primer
    ministro, si la muerte decide regresar esta noche, espero que no
    tenga la ocurrencia de elegirlo a usted, Si la justicia en este
    mundo no es una palabra vana, la reina madre debería irse
    antes que yo, Le prometo no denunciarlo mañana ante el
    rey, Cuánto se lo agradezco, eminencia, Buenas noches,
    Buenas noches.

    Eran las tres de la madrugada cuando el cardenal tuvo
    que ser trasladado a todo correr al hospital con un ataque de
    apendicitis aguda que obligó a una inmediata
    intervención quirúrgica. Antes de ser succionado
    por el túnel de la anestesia, en ese instante veloz que
    precede a la pérdida total de la conciencia, pensó
    lo que tantos otros han pensado, que podía morir en la
    operación, después recordó que tal ya no era
    posible, y, finalmente, en un último destello de lucidez,
    todavía se le pasó por la mente la idea de que si,
    a pesar de todo, muriese de verdad, eso significaría que
    habría, paradójicamente, vencido a la muerte.
    Arrebatado por una irresistible ansia de sacrificio iba a
    implorar a dios que lo matase, pero no llegó a tiempo de
    poner las palabras en orden. La anestesia le ahorró el
    supremo sacrilegio de querer transferir los poderes de la muerte
    hacia un dios más generalmente conocido como dador de
    vida.

    Aunque hubiese sido inmediatamente puesto en
    ridículo por los periódicos de la competencia, que
    fueron capaces de arrancar de la inspiración de sus
    redactores principales los más diversos y sustanciosos
    titulares, algunas veces dramáticos, líricos otras,
    y, aunque pocos, filosóficos o místicos, cuando no
    de conmovedora ingenuidad, como el de un diario popular que se
    contentó con la pregunta, "Y Ahora Qué Será
    De Nosotros", añadiendo al final de la frase el alarde
    gráfico de una enorme interrogación, el ya
    comentado titular Año Nuevo, Vida Nueva, pese a su
    aflictiva banalidad, cayó como miel sobre hojuelas en
    algunas personas que, por temperamento natural o educación
    adquirida, preferían por encima de todo la firmeza de un
    optimismo más o menos pragmático, incluso cuando
    tuvieran motivos para sospechar que se trataba de una mera y tal
    vez fugaz apariencia. Habiendo vivido, hasta estos días de
    confusión, en lo que creían que era el mejor de
    todos los mundos posibles y probables, descubrían,
    complacidos, que lo mejor, lo mejor realmente, estaba llegando
    ahora, ya lo tenían ahí mismo, ante la puerta de
    casa, una vida única, maravillosa, sin el miedo cotidiano
    a la chirriante tijera de la parca, la inmortalidad en la patria
    que nos dio el ser, a salvo de incomodidades metafísicas y
    gratis para todo el mundo, sin un sobre lacrado para abrir a la
    hora de la muerte, tú al paraíso, tú al
    purgatorio, tú al infierno, en esta encrucijada se
    separaban en otros tiempos, queridos compañeros de este
    valle de lágrimas llamado tierra, nuestros destinos en el
    otro mundo. Así pues, no tuvieron los periódicos
    reticentes o problemáticos otra solución, y con
    éstos las televisiones y las radios afines, que unirse a
    la marea alta de alegría colectiva que se extendía
    de norte a sur y de este a oeste, refrescando las mentes
    temerosas y arrastrando lejos de la vista la larga sombra de
    tánatos. Con el paso de los días, y viendo que
    realmente no moría nadie, los pesimistas y los
    escépticos, poco a poco al principio, después en
    masa, se fueron uniendo al mare mágnum de ciudadanos que
    aprovechaban todas las ocasiones para salir a la calle y
    proclamar, y gritar, que, ahora sí, la vida es
    bella.

    Un día, una señora en estado de viudez
    reciente, no encontrando otra manera de manifestar la nueva
    felicidad que le inundaba el ser, bien es verdad que con el
    ligero dolor de saber que, al no morir ella, nunca más
    volvería a ver al llorado difunto, tuvo la ocurrencia de
    colgar en la calle, en el florido balcón de su comedor, la
    bandera nacional. Fue lo que se suele llamar dicho y hecho. En
    menos de cuarenta y ocho horas el abanderamiento se
    extendió por todo el país, los colores y los
    símbolos de la bandera ocuparon el paisaje, con mayor
    visibilidad en las ciudades por la evidente razón de que
    se benefician de más balcones y ventanas que el campo. Era
    imposible resistirse a tal fervor patriótico, sobre todo
    porque, llegadas de no se sabe dónde, comenzaron a
    difundirse ciertas declaraciones inquietantes, por no decir
    francamente amenazadoras, como por ejemplo, Quien no ponga la
    inmortal bandera de la patria en la ventana de su casa no merece
    estar vivo, Quienes no anden con la bandera nacional bien a la
    vista es porque se han vendido a la muerte, Únete,
    sé patriota, compra una bandera, Compra otra, Compra otra
    más, Abajo los enemigos de la vida, la suerte que tienen
    es que ya no haya muerte. Las calles eran un auténtico
    real de insignias desplegadas batidas por el viento, si soplaba,
    o, cuando no, un ventilador eléctrico colocado con
    maña hacía esa función, y si la potencia del
    aparato no era suficiente para que el estandarte virilmente
    ondease, obligándolo a dar esos chasquidos de
    látigo que tanto exaltan a los espíritus marciales,
    al menos permitía que honrosamente ondearan los colores de
    la patria. Algunas personas, pocas, con mucho sigilo murmuraban
    que aquello era una exageración, un despropósito,
    que más pronto que tarde no quedaría más
    remedio que retirar ese enredo de banderas, Y cuanto antes lo
    hagamos, mejor, porque de la misma manera que demasiada
    azúcar en el pudín empacha el paladar y
    perjudica el proceso digestivo, también el normal y
    más que justo respeto por los emblemas patrióticos
    acabará convertido en chacota si permitimos que resbale en
    auténticos atentados contra el pudor, como los
    exhibicionistas de gabardina de execrada memoria. Además,
    decían, si las banderas están ahí para
    celebrar el hecho de que la muerte ha dejado de matar, una de
    dos, o las retiramos antes de que hartos comencemos a detestar
    los símbolos de la patria, o vamos a pasar el resto de la
    vida, es decir, la eternidad, sí, decimos bien, la
    eternidad, mudándolos cada vez que los pudra la lluvia,
    que el viento los desgarre o el sol les coma los colores. Eran
    poquísimas las personas que tenían la
    valentía de poner así, públicamente, el dedo
    en la llaga, y hubo un pobre hombre que tuvo que pagar el
    antipatriótico desahogo con una paliza que, si no se le
    terminó allí la pobre vida, fue porque la muerte
    había dejado de operar en este país desde primeros
    de año.

    No todo es fiesta, porque, al lado de unos cuantos que
    ríen, siempre habrá otros que lloren, y a veces,
    como en el presente caso, por las mismas razones. Importantes
    sectores profesionales, seriamente preocupados con la
    situación, ya comenzaron a transmitir la expresión
    de su descontento ante quien procediera. Como era de esperar, las
    primeras y formales reclamaciones llegaron de las empresas del
    negocio funerario. Brutalmente desprovistos de su materia prima,
    los propietarios comenzaron haciendo el gesto clásico de
    llevarse la mano a la cabeza, gimiendo en plañidero coro,
    Y ahora, qué será de nosotros, pero luego, ante la
    perspectiva de una catastrófica quiebra que a nadie del
    gremio funéreo salvaría, convocaron asamblea
    general del sector, a cuyo término, tras acaloradas
    discusiones, todas ellas improductivas porque todas, sin
    excepción, se daban de bruces contra el muro
    indestructible de la falta de colaboración de la muerte,
    esa a que se habían habituado, de padres a hijos, como
    algo que por naturaleza les era debido, aprobaron un documento
    para someterlo a la consideración del gobierno de la
    nación, documento que adoptaba la única propuesta
    constructiva, constructiva, sí, aunque también
    hilarante, que fue presentada a debate, Se van a reír de
    nosotros, avisó el presidente de la mesa, pero reconozco
    que no tenemos otra salida, o esto, o será la ruina del
    sector. Informaba el documento de que, reunidos en asamblea
    general extraordinaria para examinar la gravísima crisis
    en que se estaban debatiendo con motivo de la falta de
    abastecimiento en todo el país, los representantes de las
    agencias funerarias, después de intenso y participativo
    análisis, durante el cual siempre había imperado el
    respeto por los supremos intereses de la nación, llegaron
    a la conclusión de que todavía era posible evitar
    las dramáticas consecuencias de lo que sin duda iba a
    pasar a la historia como la peor calamidad colectiva que nos
    cayó encima desde la fundación de la nacionalidad,
    o sea, que el gobierno decida declarar obligatorios los entierros
    o la incineración de todos los animales domésticos
    que fenezcan de muerte natural o por accidente, y que tal
    entierro o incineración, regulados y aprobados, sean
    obligatoriamente realizados por la industria funeraria, teniendo
    en cuenta los méritos prestados en el pasado como
    auténtico servicio público que ha sido, en el
    sentido más profundo de la expresión, generaciones
    tras generaciones. El documento proseguía, Solicitamos
    también la mejor atención del gobierno para con el
    hecho de que la indispensable reconversión de la industria
    no será viable sin abultadas inversiones, ya que no es lo
    mismo sepultar a un ser humano que llevar hasta su última
    morada a un gato o un canario, y por qué no decir un
    elefante de circo o un cocodrilo de bañera, siendo por
    tanto necesario reformular de arriba abajo nuestro know how
    tradicional, sirviendo de providencial apoyo a esta indispensable
    actualización la experiencia ya adquirida desde la
    oficialización de los cementerios de animales, o sea, lo
    que hasta ahora no había pasado de intervención
    marginal de nuestra industria, aunque, no lo negamos, bastante
    lucrativa, pasará a ser actividad exclusiva, evitando
    así, en la medida de lo posible, el despido de centenares
    si no millares de abnegados y valerosos trabajadores que durante
    todos los días de su vida se han enfrentado valerosamente
    a la imagen terrible de la muerte y a quienes la misma muerte
    ahora les da de forma inmerecida la espalda, Expuesto lo que,
    señor primer ministro, rogamos, con vista a la merecida
    protección de una profesión a lo largo de milenios
    clasificada de utilidad pública, se digne considerar, no
    solamente la urgencia de una decisión favorable, sino
    también, en paralelo, la apertura de una línea de
    créditos bonificados, o mejor, y eso sería
    oro sobre azul, o dorado sobre negro, que son nuestros colores,
    por no decir de la más elemental justicia, la
    concesión de préstamos a fondo perdido que ayuden a
    viabilizar la rápida revitalización de un sector
    cuya supervivencia se encuentra amenazada por primera vez en la
    historia, y desde mucho antes de ella, en todas las épocas
    de la prehistoria, pues nunca a un cadáver humano debe de
    haberle faltado quien, más pronto o más tarde,
    acudiese a enterrarlo, aunque no fuera nada más que la
    generosa tierra abriéndose. Respetuosamente, solicitamos
    de V E. que atienda nuestra solicitud.

    Tampoco los directores y administradores de los
    hospitales, tanto los del estado como los privados, tardaron
    mucho en llamar a la puerta del ministerio del ramo, el de
    sanidad, para expresar ante los servicios competentes sus
    inquietudes y sus ansias, las cuales, por extraño que
    parezca, casi siempre tenían más que ver con
    cuestiones logísticas que propiamente sanitarias.
    Afirmaban que el corriente proceso rotativo de enfermos entrados,
    enfermos curados y enfermos muertos había sufrido, por
    decirlo así, un cortocircuito o, si queremos hablar con
    términos menos técnicos, un embotellamiento como el
    de los coches, y cuya causa radicaba en la permanencia indefinida
    de un número cada vez mayor de internados que, por la
    gravedad de sus enfermedades o de los accidentes de que fueron
    víctimas, ya habrían pasado, en circunstancias
    normales, a otra vida. La situación es difícil,
    argumentaban, ya empezamos a colocar a enfermos en los pasillos,
    o sea, más de lo que era habitual, y todo indica que en
    menos de una semana nos toparemos no sólo con la escasez
    de camas, sino también, estando repletos los pasillos y
    las salas, sin saber, por falta de espacio y dificultades de
    maniobra, dónde colocar las que todavía
    estén disponibles. Es cierto que hay una manera de
    resolver el problema, concluían los responsables
    hospitalarios, aunque ésta quizá ofenda de pasada
    el juramento hipocrático, la decisión, en caso de
    ser tomada, no podrá ser ni médica ni
    administrativa, sino política. Como a buen entendedor
    siempre le ha bastado con media palabra, el ministro de sanidad,
    tras haber consultado con el primer ministro, dio salida al
    siguiente despacho, Considerando la imparable
    sobreocupación de internos que ya comienza a perjudicar
    seriamente el hasta ahora excelente funcionamiento de nuestro
    sistema hospitalario y que es la directa consecuencia del
    creciente número de personas ingresadas en estado de vida
    suspendida y que así se mantendrán por tiempo
    indefinido, sin ninguna posibilidad de cura o de simple
    mejoría, por lo menos hasta que la investigación
    médica alcance las nuevas metas que se ha propuesto, el
    gobierno aconseja y recomienda a las direcciones y
    administraciones de los hospitales que, tras un análisis
    riguroso, caso por caso, del perfil clínico de los
    enfermos que se encuentren en esa situación, y
    confirmándose la irreversibilidad de los respectivos
    procesos mórbidos, sean entregados a los cuidados de las
    familias, asumiendo los establecimientos de salud la
    responsabilidad de asegurarles a los enfermos, sin reserva, todos
    los tratamientos y exámenes que sus médicos de
    cabecera todavía juzguen necesarios o aconsejables. Se
    fundamenta esta decisión del gobierno en una premisa
    fácil y admisible por todas las personas, la de que a un
    paciente en tal estado, permanentemente al borde de un
    fallecimiento que permanentemente le viene siendo negado,
    deberá serle poco menos que indiferente, incluso en
    algún momento de lucidez, el lugar donde se encuentre, ya
    sea en el seno cariñoso de su familia o en la
    congestionada sala de un hospital, puesto que ni aquí ni
    allí conseguirá morir, como tampoco allí ni
    aquí podrá recuperar la salud. El gobierno quiere
    aprovechar esta oportunidad para informar a la población
    de que prosiguen a ritmo acelerado los trabajos de
    investigación que, así lo espera y confía,
    nos conducirán a un conocimiento satisfactorio de las
    causas, hasta este momento todavía misteriosas, de la
    súbita desaparición de la muerte. Igualmente
    informa que una nutrida comisión interdisciplinaria,
    incluyendo representantes de las diversas religiones en vigor y
    filósofos de las diversas escuelas en actividad, que en
    estos asuntos siempre tienen una palabra que decir, está
    encargada de la delicada tarea de reflexionar sobre lo que
    será un futuro sin muerte, al mismo tiempo que
    intentará elaborar una previsión plausible de los
    nuevos problemas que la sociedad tendrá que encarar, el
    principal de los cuales algunos han resumido en esta cruel
    pregunta, Qué vamos a hacer con los viejos, si ya no
    está ahí la muerte para cortarles el exceso de
    veleidades macrobias.

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