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Las intermitencias de la muerte, de José Saramago (página 3)



Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6

Los amantes de la concisión, del modo
lacónico, de la economía del lenguaje, seguro que
se están preguntando por qué, siendo la idea tan
simple, ha sido necesario todo este razonamiento para llegar por
fin al punto crítico. La respuesta también es
simple, y vamos a darla utilizando un término actual,
modernísimo, con el que nos gustaría ver
compensados los arcaísmos con que, en probable
opinión de algunos, hemos salpicado de moho este relato,
Por mor del background. Diciendo background todo el mundo sabe de
qué se trata, pero no nos faltarían dudas si, en
vez de background, banalmente hubiéramos dicho plano de
fondo, ese otro detestable arcaísmo, para colmo poco fiel
a la verdad, dado que el background no es sólo el plano de
fondo, es toda la innumerable cantidad de planos que obviamente
existen entre el sujeto observado y la línea del
horizonte. Será mejor que digamos encuadramiento de la
cuestión. Exactamente, encuadramiento de la
cuestión, y ahora que por fin la tenemos bien encuadrada,
ahora sí, llega el momento de revelar en qué
consistió el ardid de la maphia para obviar cualquier
posibilidad de conflicto bélico que sólo
serviría para perjudicar sus intereses. Un niño, ya
lo habíamos dicho antes, podría haber concebido la
idea. Que era sencillamente esto, pasar al otro lado de la
frontera al paciente y, una vez que hubiera muerto, volver
atrás y enterrarlo en el materno seno de su lugar de
origen. Un jaque mate perfecto en el más riguroso, exacto
y preciso sentido de la expresión. Como se acaba de ver,
el problema quedaba resuelto sin desdoro para ninguna de las
partes implicadas, los cuatro ejércitos, ya sin motivo
para mantenerse en pie de guerra en la frontera, podían
retirarse a la buena paz, puesto que lo que la maphia se
proponía hacer era simplemente entrar y salir, recordemos
una vez más que los pacientes perdían la vida en el
mismo instante en que los transportaban al otro lado, a partir de
ahora no necesitan quedarse ni un minuto, es sólo el
tiempo de morir, y ése, si siempre fue de todos el
más breve, un suspiro, y ya está, se puede uno
imaginar lo que es en este caso, una vela que de repente se apaga
sin necesidad de que nadie sople. Nunca la más suave de
las eutanasias podrá ser tan fácil y tan dulce. Lo
más interesante de la nueva situación creada es que
la justicia del país en que no se muere se encuentra
desprovista de fundamentos para actuar jurídicamente
contra los enterradores, suponiendo que de facto lo quisiera, y
no porque se encuentre condicionada por el acuerdo de caballeros
que el gobierno tuvo que suscribir con la maphia. No los puede
acusar de homicidio porque, técnicamente hablando,
homicidio no es en realidad, y porque el censurable acto, que lo
clasifique mejor quien de eso se vea capaz, se comete en
países extranjeros, tampoco los puede incriminar por haber
enterrado muertos, ya que el destino de éstos es ese
mismo, y ya es de agradecer que alguien se haya decidido a
encargarse de un trabajo penoso bajo cualquier título,
tanto desde el punto de vista físico como desde el punto
de vista anímico. Como mucho, se podría alegar que
ningún médico certificó el óbito, que
el entierro no cumplió las formas prescritas para una
correcta inhumación y que, como si tal caso fuese
inédito, la sepultura no está identificada, de modo
que es bastante seguro que se perderá el lugar cuando
caiga la primera lluvia fuerte y las plantas rompan tiernas y
alegres del humus creador. Consideradas las dificultades y
recelando hundirse en el tremedal de recursos en que, curtidos en
la tramoya, los astutos abogados de la maphia la sumirían
sin dolor ni piedad, la ley decidió esperar con paciencia
hasta ver dónde pararían las modas. Era, sin sombra
de duda, la actitud más prudente. El país se
encontraba agitado como nunca, el poder confuso, la autoridad
diluida, los valores en acelerado proceso de inversión, la
pérdida del sentido de respetovico se extiende
por todos los sectores de la sociedad, probablemente ni Dios sabe
adonde nos lleva. Corre el rumor de que la maphia está
negociando otro acuerdo de caballeros con la industria funeraria
para establecer una racionalización de esfuerzos y una
distribución de tareas, lo que significa, en lenguaje de
andar por casa, que una se encarga de abastecer de muertos, y las
agencias funerarias contribuyen con medios y técnicas para
enterrarlos. También se dice que la propuesta de la maphia
fue acogida con los brazos abiertos por las agencias, ya cansadas
de malgastar su saber milenario, su experiencia, su know how, sus
coros de plañideras, en hacer funerales para perros, gatos
y canarios, alguna vez una cacatúa, una tortuga
catatónica, una ardilla domesticada, un lagarto de
compañía que el dueño solía llevar
sobre el hombro. Nunca caímos tan bajo, decían.
Ahora el futuro se les presentaba fuerte y risueño, las
esperanzas florecían como parterres de jardín,
hasta se podría decir, arriesgando la obvia paradoja, que
para la industria de los entierros había despuntado
finalmente una nueva vida. Y todo esto gracias a los buenos
oficios y a la inagotable caja fuerte de la maphia. Ésta
subsidió a las agencias de la capital y de otras ciudades
del país para que instalasen filiales, a cambio de
compensaciones, claro está, en las localidades más
próximas a la frontera, ésta tomó
providencias para que hubiese siempre un médico a la
espera del fallecido cuando reentrase en el territorio y
necesitara a alguien para decir que estaba muerto, ésta
estableció convenios con las administraciones municipales
para que los entierros a su cargo tuvieran prioridad absoluta,
fuese cual fuese la hora del día o de la noche en que les
conviniera hacerlos. Todo costaba mucho dinero, naturalmente,
pero el negocio continuaba mereciendo la pena, ahora que los
adicionales y los servicios extras eran el grueso de la factura.
De repente, sin avisar, se cerró el grifo de donde
había estado brotando, constante, el generoso manantial de
pacientes terminales. Parecía que las familias, a partir
de un arrebato de conciencia, se pasaron la palabra unas a otras,
que se acabó esto de mandar a los seres queridos a morir
lejos, si, en sentido figurado, les habíamos comido la
carne, también les deberemos comer los huesos ahora, que
no estamos aquí sólo para las buenas, cuando
él o ella tenían la fuerza y la salud intacta,
estamos también para las horas malas y para las horas
pésimas, cuando él o ella no son nada más
que un trapo maloliente que es inútil lavar. Las agencias
funerarias transitaron de la euforia a la desesperación,
otra vez a la ruina, otra vez a la humillación de enterrar
canarios y gatos, perros y otros bichos, la tortuga, la
cacatúa, la ardilla, el lagarto no, porque no
existía otro que se dejara llevar en el hombro del
dueño. Tranquila, sin perder los nervios, la maphia fue a
ver lo que pasaba. Era simple. Las familias dijeron, casi siempre
con medias palabras, dándolo así a entender, que
una cosa era el tiempo de la clandestinidad, cuando los seres
queridos eran conducidos a ocultas, en el silencio de la noche, y
los vecinos no tenían necesidad alguna de saber si
permanecían en sus lechos del dolor, o si se habían
evaporado. Entonces era fácil mentir, decir
compungidamente, Pobrecillo, ahí está, cuando la
vecina preguntaba en el rellano de la escalera, Y qué tal
sigue el abuelo. Ahora todo es diferente, hay un certificado de
defunción, hay placas con nombres y apellidos en los
cementerios, en pocas horas la envidiosa y maldiciente vecindad
sabría que el abuelo había muerto de la
única manera en que se podía morir, y que eso
significa, simplemente, que la propia cruel e ingrata familia lo
había despachado a la frontera. Nos da mucha
vergüenza, confesaron. La maphia oyó, oyó, y
dijo que lo iba a pensar. No tardó veinticuatro horas.
Siguiendo el ejemplo del anciano de la página cincuenta,
los muertos habían querido morir, por tanto serían
registrados como suicidas en el certificado de defunción.
El grifo volvió a abrirse.

No todo fue tan sórdido en este país en
que no se muere como lo que acaba de ser relatado, ni en todas
las parcelas de una sociedad dividida entre la esperanza de vivir
siempre y el temor de no morir nunca consiguió la voraz
maphia clavar sus garras aduncas, corrompiendo almas, sometiendo
cuerpos, emporcando lo poco que todavía restaba de los
buenos principios de antaño, cuando un sobre que trajera
dentro algo que oliera a soborno era devuelto en el mismo
instante al remitente, llevando una respuesta firme y clara, algo
así como, Compre juguetes para sus hijos con este dinero,
o, Debe de haberse equivocado de destinatario. La dignidad era
entonces una forma de altivez al alcance de todas las clases. A
pesar de todo, a pesar de los falsos suicidas y de los sucios
negocios de la frontera, el espíritu de aquí
seguía pairando sobre las aguas, no las del mar
océano, que ése bañaba otras tierras
lejanas, mas sobre los lagos y los ríos, sobre las riberas
y los regatos, en los charcos que la lluvia dejaba al pasar, en
el luminoso fondo de los pozos, que es donde mejor se nota la
altura a la que se encuentra el cielo, y, por más
extraordinario que parezca, también sobre la superficie
tranquila de los acuarios. Precisamente, cuando,
distraído, miraba el pececito rojo que venía
boqueando en la toma del agua y se preguntaba, ya menos
distraído, desde hace cuánto tiempo que no la
renovaba, bien sabía qué quería decir el pez
cuando una y otra vez subía a romper la delgadísima
película en que el agua se confunde con el aire,
precisamente en ese momento revelador al aprendiz de
filósofo se le presentó, nítida y desnuda,
la cuestión que va a dar origen a la más
apasionante y encendida polémica que se conoce en toda la
historia de este país en que no se muere. He aquí
lo que el espíritu que pairaba sobre las aguas del acuario
le preguntó al aprendiz de filósofo, Ya has pensado
si la muerte será la misma para todos los seres vivos,
sean animales, incluyendo al ser humano, o vegetales, incluyendo
la hierba que se pisa y la sequoiadendron giganteum con sus cien
metros de altura, será la misma muerte la que mata a un
hombre que sabe que va a morir, y a un caballo que nunca lo
sabrá. Y volvió a preguntar, En qué momento
muere el gusano de seda después de haberse encerrado en su
capullo y haber trancado la puerta, cómo es posible que
haya nacido la vida de una de la muerte de otro, la vida de la
mariposa de la muerte del gusano, y ser lo mismo diferentemente,
o no murió el gusano de seda porque está vivo en la
mariposa. El aprendiz de filósofo respondió, El
gusano de seda no murió, será la mariposa la que
morirá, después de desovar, Eso ya lo sabía
antes de que tú nacieras, dijo el espíritu que
paira sobre las aguas del acuario, el gusano de seda no muere,
dentro del capullo no queda ningún cadáver cuando
sale la mariposa, tú lo has dicho, una ha nacido de la
muerte de otro, Eso se llama metamorfosis, todo el mundo sabe de
qué se trata, dijo condescendiente el aprendiz de
filósofo, He ahí una palabra que suena bien, llena
de promesas y de certezas, dices metamorfosis y sigues adelante,
parece que no ves que las palabras son rótulos que se
adhieren a las cosas, no son las cosas, nunca sabrás
cómo son las cosas, ni siquiera qué nombres son en
realidad los suyos, porque los nombres que les das no son nada
más que eso, el nombre que le has dado. Cuál de
nosotros dos es el filósofo, Ni yo ni tú, tú
no pasas de aprendiz de filósofo, yo sólo soy el
espíritu que paira sobre las aguas del acuario,
Hablábamos de la muerte, No de la muerte, de las muertes,
he preguntado por qué razón no mueren los seres
humanos, y los otros animales sí, por qué
razón la no muerte de unos no es la no muerte de otros,
cuando a este pececillo rojo se le acabe la vida, y tengo que
avisarte de que no tardará mucho si no le cambias el agua,
serás tú capaz de reconocer en la muerte de
él aquella otra muerte de que ahora pareces estar a salvo,
ignorando por qué, Antes, en el tiempo en que se
moría, las pocas veces que me encontré delante de
personas que habían fallecido, nunca imaginé que la
muerte de ellas fuese la misma de la que yo un día
vendría a morir, Porque cada uno de vosotros tenéis
vuestra propia muerte, la transportáis en algún
lugar secreto desde que nacéis, ella te pertenece,
tú le perteneces, Y los animales, y los vegetales, Supongo
que a ellos les pasará lo mismo, Cada cual con su muerte,
Así es, Entonces las muertes son muchas, tantas como seres
vivos existieron, existen y existirán, En cierto modo,
sí, Te estás contradiciendo, exclamó el
aprendiz de filósofo, Las muertes de cada uno son muertes,
por decirlo así, de vida limitada, subalternas, mueren con
aquel a quien mataron, pero sobre todas habrá otra muerte
mayor, la que se ocupa del conjunto de seres humanos desde el
alborear de la especie, Hay por tanto una jerarquía,
Supongo que sí, Y para los animales, desde el más
elemental protozoo hasta la ballena azul, También, Y para
los vegetales, desde las diatomeas a la secuoya gigante,
ésta antes citada en latín por el tamaño,
Según lo que creo saber, les pasa lo mismo a todos, O sea,
cada uno con su muerte propia, personal e intransmisible,
Sí, Y después otras dos muertes generales, una para
cada reino de la naturaleza, Exacto, Y ahí se acaba la
distribución jerárquica de las competencias que
tánatos delega, preguntó el aprendiz de
filósofo, Hasta donde mi imaginación alcanza,
todavía veo otra muerte, la última, la suprema,
Cuál, La que tendrá que destruir el universo, esa
que realmente merece el nombre de muerte, aunque cuando esto
suceda ya no haya nadie para pronunciarlo, lo demás de lo
que hemos estado hablando no dejan de ser pormenores
ínfimos, insignificancias, Por tanto, la muerte no es
única, concluyó innecesariamente el aprendiz de
filósofo, Es lo que ya estoy cansado de explicarte, Es
decir, una muerte, la que es nuestra, ha suspendido su actividad,
las otras, las de los animales y los vegetales, siguen operando,
son independientes, cada una trabajando en su sector, Ya
estás convencido, Sí, Entonces vete por ahí
y anúncialo a la gente, dijo el espíritu que
pairaba sobre las aguas del acuario. Y fue así como la
polémica empezó.

El primer argumento contra la osada tesis del
espíritu que pairaba sobre las aguas del acuario fue que
su portavoz no era filósofo titulado, sino un mero
aprendiz que nunca había ido más lejos de algunos
escasos conocimientos rudimentarios de manual, casi tan
elementales como el protozoario, y, como si eso no fuese poco,
recogidos al vuelo, a retazos, sueltos, sin aguja e hilo que los
uniese entre sí aunque los colores y las formas
contendiesen unos con otros, en fin, una filosofía que
podría llamarse la escuela arlequinesca, o
ecléctica. La cuestión, sin embargo, no estaba
tanto ahí. Es cierto que lo esencial de la tesis era obra
del espíritu que pairaba sobre las aguas del acuario,
aunque, bastará volver a leer el diálogo
desarrollado en las páginas anteriores para reconocer que
la contribución del aprendiz de filosofías
también tuvo su influencia en la gestación de la
interesante idea, por lo menos en la calidad de oyente, factor
dialéctico indispensable desde Sócrates, como es de
sobra sabido. Algo, por lo menos, no podía ser negado, que
los seres humanos no morían, pero los otros animales
sí. En cuanto a los vegetales, cualquier persona, incluso
sin saber nada de botánica, reconocería sin
dificultad que, como antes, nacían, verdeaban, más
adelante se marchitaban, luego se secaban, y si esa fase final,
con podrimiento o sin él, no se debe llamar morir,
entonces que venga alguien que lo explique mejor. Que las
personas de aquí no estén muriendo, pero todos los
otros seres vivos sí, decían algunos objetores, hay
que verlo como una demostración de que lo normal
todavía no se ha retirado del todo del mundo, y lo normal,
excusado será decirlo, es, pura y simplemente, morir
cuando nos llega la hora. Morir y no ponerse a discutir si la
muerte ya era nuestra de nacimiento, o si simplemente pasaba por
allí y le dio por fijarse en nosotros. En los demás
países se sigue muriendo y no parece que sus habitantes
sean más infelices por eso. Al principio, como es natural,
hubo envidias, hubo conspiraciones, se dio algún que otro
caso de tentativa de espionaje científico para descubrir
cómo lo habíamos conseguido, pero, a la vista de
los problemas que desde entonces se nos vinieron encima, creemos
que el sentimiento general de las poblaciones de esos
países se puede traducir con estas palabras, De la que nos
hemos librado.

La iglesia, como no podía dejar de ser,
bajó a la arena del debate sentada en el caballo de
batalla habitual, es decir, los designios de Dios son lo que
siempre han sido, inescrutables, lo que, en términos
corrientes y algo manchados de impiedad verbal, significa que no
nos está permitido mirar por el resquicio de la puerta del
cielo para ver lo que pasa dentro. Decía también la
iglesia que la suspensión temporal y más o menos
duradera de causas y efectos naturales no era propiamente una
novedad, baste recordar los infinitos milagros que Dios
había permitido que se hicieran en los últimos
veinte siglos, la única diferencia de lo que pasa ahora
radica en la amplitud del prodigio, pues lo que antes afectaba a
un individuo, por la gracia de su fe personal, ha sido
substituido por una atención global, no personalizada, un
país entero por así decir poseedor del elixir de la
inmortalidad, y no sólo los creyentes, que como es
lógico esperan ser distinguidos en especial, sino
también los ateos, los agnósticos, los
heréticos, los relapsos, los incrédulos de toda
especie, los afectos a otras religiones, los buenos, los malos y
los peores, los virtuosos y los maphiosos, los verdugos y las
víctimas, los policías y los ladrones, los asesinos
y los donantes de sangre, los locos y los sanos de juicio, todos,
todos sin excepción, eran al mismo tiempo los testigos y
los beneficiarios del más alto prodigio alguna vez
observado en la historia de los milagros, la vida eterna de un
cuerpo eternamente unida a la eterna vida del alma. A la
jerarquía católica, de obispo para arriba, no le
hicieron gracia los chistes místicos de algunos de sus
cuadros medios sedientos de maravillas, y lo hizo saber a los
fieles a través de un muy firme mensaje, el cual,
además de la inevitable referencia a los inescrutables
designios de dios, insistía en la idea ya expresada
improvisadamente por el cardenal al principio de la crisis en la
conversación telefónica que tuvo con el primer
ministro, cuando, creyéndose papa y rogando a Dios que le
perdonara la estulta presunción, propuso la inmediata
promoción de una nueva tesis, la de la muerte aplazada,
confiando en la tantas veces loada sabiduría del tiempo,
esa que nos dice que siempre habrá algún
mañana para resolver los problemas que hoy parecían
no tener solución. En carta al director de su
periódico preferido, un lector se declaraba dispuesto a
aceptar la idea de que la muerte había decidido aplazarse
a sí misma, pero solicitaba, con todo respeto, que le
dijeran cómo lo supo la iglesia, y, si realmente estaba
tan bien informada, también debería saber
cuánto tiempo iba a durar el aplazamiento. En nota de la
redacción, el periódico le recordó al lector
que se trataba simplemente de una propuesta de acción, por
supuesto no llevada a la práctica hasta ahora, lo que ha
de querer decir, así concluía, que la iglesia sabe
tanto del asunto como nosotros, es decir, nada. Por entonces
alguien escribió un artículo reclamando que el
debate regresara a la cuestión que le dio origen, o sea,
si sí o no la muerte era una o eran varias, si era
singular muerte, o plural, muertes, y, aprovechando que estoy con
la mano en la pluma, denunciar que la iglesia, con esas
suposiciones ambiguas, lo que pretende es ganar tiempo sin
comprometerse, por eso se puso, como es su costumbre, a
entablillar la pata a la rana, a dar una en el clavo y otra en la
herradura. La primera de estas expresiones populares causó
perplejidad entre los periodistas, que nunca tal habían
leído u oído en toda su vida. No obstante, ante el
enigma, estimulados por un saludable afán de
competición personal, sacaron de las estanterías
los diccionarios con que algunas veces se ayudaban a la hora de
escribir sus artículos y noticias y se lanzaron a la
descubierta de qué hacía allí ese batracio.
No encontraron nada, o mejor, sí encontraron a la rana,
encontraron la pata, encontraron el verbo entablillar, pero no
consiguieron tocar el sentido profundo que las tres palabras
juntas a la fuerza tendrían que tener. Hasta que se le
ocurrió a alguien llamar a un viejo portero que vino del
pueblo hace ya muchos años y de quien todos se
reían porque, tanto tiempo después de vivir en la
ciudad, todavía hablaba como si estuviera ante la chimenea
contándoles historias a sus nietos. Le preguntaron si
conocía la frase y él respondió que
sí señor, que la conocía, le preguntaron si
sabía qué significaba y él respondió
que sí señor, lo sabía. Entonces
explíquela, dijo el redactor jefe, Entablillar,
señores, es poner tablillas en los huesos partidos, Hasta
ahí llegamos, lo que queremos es que nos diga qué
tiene eso que ver con la rana, Lo tiene todo, nadie consigue
poner tablillas en una rana, Por qué, Porque ella nunca
deja quieta la pata, Y eso qué quiere decir, Que es
inútil intentarlo, que no se deja, Pero no debe de ser eso
lo que está en la frase del lector, También se usa
cuando tardamos demasiado tiempo en acabar un trabajo, y, si lo
hacemos a posta, entonces estamos taponando, entonces estamos
entablillándole la pata a la rana, O sea, que la iglesia
está taponando, está entablillándole la pata
a la rana, Sí señor, Así que el lector que
escribió tenía toda la razón, Creo que
sí, pero yo sólo guardo la entrada de la puerta,
Nos ha ayudado mucho, No quieren que les explique la otra frase,
Cuál, La del clavo y la herradura, No, ésa la
conocemos, la practicamos todos los días.

La polémica sobre la muerte y las muertes, tan
bien iniciada por el espíritu que paira sobre las aguas
del acuario, y por el aprendiz de filósofo,
acabaría en comedia o en farsa si no hubiera aparecido el
artículo del economista. Aunque el cálculo
actuarial, como él mismo reconocía, no era su
especialidad profesional, se consideraba suficientemente
conocedor de la materia para preguntarse en público con
qué dinero el país, dentro de unos veinte
años, punto más, coma menos, pensaba pagar las
pensiones a los millones de personas que se encontrarían
en situación de jubilación por invalidez permanente
y que así seguirían por todos los siglos de los
siglos y a las que otros millones se les unirían
implacablemente, tanto si se hace que la progresión sea
aritmética o geométrica, de cualquier manera
siempre tenemos garantizada la catástrofe, será la
confusión, el desastre, la bancarrota del estado, el
sálvese quien pueda, y nadie se salvará. Ante este
cuadro espeluznante los metafísicos no tuvieron otro
remedio que guardar la viola en su funda, la iglesia no tuvo otro
recurso que regresar al cansado pasar cuentas de sus rosarios y
seguir a la espera de la consumación de los tiempos, esa
que, según sus escatológicas visiones,
resolverá todo esto de una vez. Efectivamente, volviendo a
las inquietantes razones del economista, los cálculos eran
muy fáciles de hacer, veamos, si tenemos tanto de
población activa que contribuye a la seguridad social, si
tenemos tanto de población no activa que se encuentra
jubilada, ya sea por vejez, ya sea por invalidez, y por
consiguiente cobra de la otra sus pensiones, estando la activa en
constante disminución con respecto a la inactiva y
ésta en crecimiento continuo absoluto, no se entiende
cómo nadie se haya dado cuenta enseguida de que la
desaparición de la muerte, pareciendo el auge, la
cúspide, la suprema felicidad, no era, en
conclusión, una cosa buena. Fue necesario que los
filósofos y otros abstractos anduviesen medio perdidos en
los bosques de sus propias elucubraciones sobre el casi y el
cero, que es la manera plebeya de decir el ser y la nada, para
que el sentido común se presentara prosaicamente, con
papel y lápiz en ristre, para demostrar a+b+c que
había cuestiones mucho más urgentes en que pensar.
Como era de prever, conociéndose los lados oscuros de la
naturaleza humana, a partir del día en que salió
publicado el alarmante artículo del economista, la actitud
de la población saludable para con los pacientes
terminales comenzó a modificarse para peor. Hasta
ahí, aunque todo el mundo estuviera de acuerdo en que eran
considerables los trastornos e incomodidades de toda especie que
ellos causaban, se pensaba que el respeto por los viejos y por
los enfermos en general representaba uno de los deberes
esenciales de cualquier sociedad civilizada, y, por consiguiente,
aunque a veces haciendo de tripas corazón, no se les
negaban los cuidados necesarios, e incluso, en algunos casos
señalados, se endulzaban con una cucharadita de
compasión y amor antes de apagar la luz. Es cierto que
también existen, como demasiado bien sabemos, esas
desalmadas familias que, dejándose llevar por su incurable
inhumanidad, llegaron al extremo de contratar los servicios de la
maphia para deshacerse de los míseros despojos humanos que
agonizaban interminablemente entre dos sábanas empapadas
de sudor y manchadas por las excreciones naturales, pero
ésas merecen nuestra reprensión, tanto como la que
expresaríamos en la fábula tradicional mil veces
narrada del cuenco de madera, aunque, felizmente, ahí se
salvaron de la execración en el último momento,
gracias, como se verá, al bondadoso corazón de un
niño de ocho años. En pocas palabras se cuenta, y
aquí la vamos a dejar para ilustración de las
nuevas generaciones que la desconocen, con la esperanza de que no
se burlen de ella por ingenua y sentimental. Atención,
pues, a la lección moral. Érase una vez, en el
antiguo país de las fábulas, una familia integrada
por un padre, una madre, un abuelo que era el padre del padre y
el ya mencionado niño de ocho años, un muchachito.
Sucedía que el abuelo ya tenía mucha edad, por eso
le temblaban las manos y se le caía la comida de la boca
cuando estaban a la mesa, lo que causaba gran irritación
al hijo y a la nuera, siempre diciéndole que tuviera
cuidado con lo que hacía, pero el pobre viejo, por
más que quisiera, no conseguía contener los
temblores, peor aún si le regañaban, el resultado
era que siempre manchaba el mantel o el suelo al dejar caer la
comida, por no hablar de la servilleta que le ataban al cuello y
que era necesario cambiarla tres veces al día, en el
desayuno, al almuerzo y a la cena. Estaban las cosas así y
sin ninguna expectativa de mejoría cuando el hijo
decidió acabar con la desagradable situación.
Apareció en casa con un cuenco de madera y le dijo al
padre, A partir de ahora comerá aquí, sentado en el
patio que es más fácil de limpiar para que su nuera
no tenga que estarse preocupando con tantos manteles y tantas
servilletas sucias. Y así fue. Desayuno, almuerzo y cena,
el viejo sentado solo en el patio, llevándose la comida a
la boca conforme era posible, la mitad se perdía en el
camino, una parte de la otra mitad se le caía por la boca
abajo, no era mucho lo que se le deslizaba por lo que el vulgo
llama canal de la sopa. Al nieto no parecía importarle el
feo tratamiento que le estaban dando al abuelo, lo miraba, luego
miraba al padre y a la madre, y seguía comiendo como si
nada tuviera que ver con el asunto. Hasta que una tarde, al
regresar del trabajo, el padre vio al hijo trabajando con una
navaja un trozo de madera y creyó que, como era normal y
corriente en esas épocas remotas, estaría
construyendo un juguete con sus propias manos. Al día
siguiente, sin embargo, se dio cuenta de que no se trataba de un
carro, por lo menos no se veía el sitio donde se le
pudieran encajar unas ruedas, y entonces preguntó,
Qué estás haciendo. El niño fingió
que no había oído y siguió excavando en la
madera con la punta de la navaja, esto pasó en el tiempo
que los padres eran menos asustadizos y no corrían a
quitar de las manos de los hijos un instrumento de tanta utilidad
para la fabricación de juguetes. No me has oído,
qué estás haciendo con ese palo, volvió a
preguntar el padre, y el hijo, sin levantar la vista de la
operación, respondió, Estoy haciendo un cuenco para
cuando seas viejo y te tiemblen las manos, para cuando tengas que
comer en el patio, como el abuelo. Fueron palabras santas. Se
cayeron las escamas de los ojos del padre, vio la verdad y la
luz, y en el mismo instante fue a pedirle perdón al
progenitor y cuando llegó la hora de la cena con sus
propias manos lo ayudó a sentarse en la silla, con sus
propias manos le acercó la cuchara a la boca, con sus
propias manos le limpió suavemente la barbilla, porque
todavía podía hacerlo y su querido padre ya no. De
lo que pasara después no hay señal en la historia,
pero de ciencia muy cierta sabemos que si es verdad que el
trabajo del muchachito se quedó a la mitad, también
es verdad que el trozo de madera sigue por ahí. Nadie lo
quiso quemar o tirar, ya sea para que la lección del
ejemplo no cayera en el olvido, o por si se diera el caso de que
alguien decidiera terminar la obra, eventualidad no del todo
imposible de producirse si tenemos en cuenta la enorme capacidad
de supervivencia de los dichos lados oscuros de la naturaleza
humana. Como alguien dijo, todo lo que pueda suceder,
sucederá, es una mera cuestión de tiempo, y, si no
llegamos a verlo mientras que anduvimos por aquí,
sería porque no vivimos lo suficiente. En cualquier caso,
y para que no se nos acuse de pintar siempre con las pinturas de
la parte izquierda de la paleta, hay quien admite la posibilidad
de que una adaptación del amable cuento a la
televisión, tras haberlo recogido un periódico,
sacudidas las telarañas, de los polvorientos estantes de
la memoria colectiva, pueda contribuir a que regresen a las
quebrantadas conciencias de las familias el culto o el cultivo de
los incorpóreos valores de espiritualidad de que la
sociedad se nutría en el pasado, cuando el materialismo
que hoy impera todavía no se había
enseñoreado de voluntades que imaginábamos fuertes
y al final eran la propia e insanable imagen de una aflictiva
debilidad moral. Conservemos no obstante la esperanza. En el
momento en que el muchachito aparezca en la pantalla, podemos
estar seguros de que la mitad de la población del
país correrá a buscar un pañuelo para
enjugar las lágrimas, y de que la otra mitad, tal vez de
temperamento estoico, las dejará correr por la cara, en
silencio, para que se observe mejor cómo el remordimiento
por el mal hecho o consentido no es siempre una palabra vana.
Ojalá todavía estemos a tiempo de salvar a los
abuelos.

Inesperadamente, con una deplorable falta de sentido de
oportunidad, los republicanos decidieron aprovechar la delicada
ocasión para hacer oír su voz. No eran muchos, ni
siquiera tenían representación en el parlamento a
pesar de que estaban organizados en partido político y
regularmente concurrían a las elecciones. Se
vanagloriaban, sin embargo, de cierta influencia social, sobre
todo en los medios artísticos y literarios, por donde de
vez en cuando hacían circular manifiestos por lo general
bien redactados, pero invariablemente inocuos. Desde que
desapareció la muerte no habían dado señales
de vida, ni siquiera, como cabe esperar de una oposición
que se dice frontal, para reclamar la aclaración de la
rumoreada participación de la maphia en el ignóbil
tráfico de pacientes terminales. Ahora,
aprovechándose de la perturbación en que el
país malvivía, dividido como estaba entre la
vanidad de saberse único en todo el planeta y el
desasosiego de no ser como todo el mundo, ponían sobre la
mesa nada más y nada menos que la cuestión del
régimen. Obviamente adversarios de la monarquía,
enemigos del trono por definición, pensaban que
habían descubierto un argumento nuevo a favor de la
necesaria y urgente implantación de la república.
Decían que iba contra la lógica más
común que hubiera en el país un rey que nunca
moriría y que, aunque mañana decidiera abdicar por
motivo de edad o debilitamiento de las facultades mentales, rey
seguiría siendo, el primero de una sucesión
infinita de entronizaciones y abdicaciones, una infinita
secuencia de reyes acostados en sus camas a la espera de una
muerte que nunca llegaría, una cadena de reyes medio vivos
medio muertos que, a no ser que los colocaran en los pasillos del
palacio, acabarían llenando y por fin no cabiendo en el
panteón donde fueron recogidos sus antecesores mortales,
que ya no serían nada más que huesos desprendidos
de los artejos o restos momificados y malolientes. Cuánto
más lógico no sería tener un presidente de
la república con vencimiento a plazo fijo, un mandato,
como mucho dos, y después que se las avíe como
pueda, que se dedique a su vida, dé conferencias, escriba
libros, participe en congresos, coloquios y simposios, arengue en
mesas redondas, dé la vuelta al planeta en ochenta
recepciones, opine sobre la largura de las faldas cuando vuelvan
a usarse y sobre la reducción del ozono en la
atmósfera si todavía queda atmósfera, en
fin, que se las componga. Todo menos tener que encontrar todos
los días en los periódicos y oír en la
televisión y en la radio el parte médico siempre
igual, no atan ni desatan, sobre la situación de los
internos en las enfermerías reales, que por cierto, viene
a propósito que se informe, tras haber sido aumentadas dos
veces, están a un tris de una tercera ampliación.
El plural de enfermería está ahí para
indicar que, como siempre sucede en instituciones hospitalarias o
afines, los hombres se encuentran separados de las mujeres, o
sea, reyes y príncipes a un lado, reinas y princesas a
otro. Los republicanos desafiaban ahora al pueblo para que
asumiera las responsabilidades que le competían, tomando
el destino en sus manos para dar comienzo a una nueva vida y
abriendo un nuevo y florido camino hacia las alboradas del
porvenir. Esta vez el efecto del manifiesto no se limitó a
tocar a los artistas y escritores, otras capas sociales se
mostraron receptivas a la feliz imagen del camino florido y a las
invocaciones de las alboradas del porvenir, lo que tuvo como
resultado una concurrencia absolutamente fuera de lo común
de adhesiones de nuevos militantes dispuestos a emprender una
jornada que, tal como la pescada, que todavía en el agua
la llaman así, ya era histórica antes de saberse si
realmente lo iba a ser. Desgraciadamente las manifestaciones
verbales de cívico entusiasmo de los nuevos adherentes a
este republicanismo prospectivo y profético, en los
días siguientes, no siempre fueron tan respetuosas como la
buena educación y una sana convivencia democrática
lo exigen. Algunas llegaron incluso a sobrepasar las fronteras de
la más ofensiva grosería, como decir, por ejemplo,
hablando de las realezas, que no estaban dispuestos a sustentar
bestias con argolla ni burros con bizcocho. Todas las personas de
buen gusto estuvieron de acuerdo en considerar tales palabras no
sólo inadmisibles, sino también imperdonables.
Bastaría con decir que las arcas del estado no
podían seguir soportando más el continuo
crecimiento de los gastos de la casa real y de sus
adláteres, y todo el mundo lo comprendería. Era
verdad y no ofendía.

El violento ataque de los republicanos, pero
principalmente los inquietantes vaticinios contenidos en el
artículo sobre la inevitabilidad, en un plazo muy breve,
de que las dichas arcas del estado no podrían satisfacer
el pago de las pensiones de vejez y de invalidez sin un final a
la vista, hicieron que el rey notificara al primer ministro que
necesitaba tener una conversación franca, a solas, sin
magnetofones ni testigos de ninguna especie. Llegó el
primer ministro, se interesó por la salud de las reales
personas, en particular por la de la reina madre, aquella que en
el último fin de año estaba a punto de morir, y
después de todo, como tantas y tantas otras personas,
todavía respiraba trece veces por minuto, que pocas
más señales de vida se dejaban percibir en su
cuerpo postrado, bajo el dosel del lecho. Su majestad
agradeció, dijo que la reina madre sufría su
calvario con la dignidad propia de la sangre que aún le
corría por las venas, y luego pasó a los asuntos de
la agenda, el primero de los cuales era la declaración de
guerra de los republicanos. No entiendo qué les
pasó por la cabeza a esa gente, dijo, el país
hundido en la más terrible crisis de su historia y ellos
hablando de cambio de régimen, Yo no me
preocuparía, señor, lo que están haciendo es
aprovechar la situación para difundir lo que llaman sus
propuestas de gobierno, en el fondo no son otra cosa que unos
pobres pescadores de aguas turbias, Con una lamentable falta de
patriotismo, hay que añadir, Así es, señor,
los republicanos tienen unas ideas sobre la patria que
sólo ellos pueden entender, si es que realmente las
entienden, Las ideas que tengan no me interesan, lo que quiero
oír de usted es si existe alguna posibilidad de que
consigan forzar un cambio de régimen, Si ni siquiera
tienen representación en el parlamento, señor, Me
refiero a un golpe de estado, a una revolución, Ninguna
posibilidad, señor, el pueblo está con su rey, las
fuerzas armadas son leales al poder legítimo, Entonces
puedo estar descansado, Absolutamente descansado, señor.
El rey hizo una cruz en su agenda, al lado de la palabra
republicanos, dijo, Ya está, y luego preguntó, Y
qué historia es esa de las pensiones que no se pagan,
Estamos pagándolas, señor, es el futuro lo que se
presenta bastante negro, Entonces debo de haber leído mal,
pensé que se había dado, digamos, una
suspensión de pagos, No señor, es el mañana
el que se presenta altamente preocupante, Preocupante hasta
qué punto, En todos, señor, el estado podrá
llegar a derrumbarse, simplemente, como un castillo de naipes,
Somos el único país que se encuentra en esa
situación, preguntó el rey, No señor, a
largo plazo el problema los alcanzará a todos, pero lo que
cuenta es la diferencia entre morir y no morir, es una diferencia
fundamental, con perdón por la banalidad, No le entiendo,
En los otros países se muere con normalidad, los
fallecimientos siguen controlando el caudal de nacimientos, pero
aquí, señor, en nuestro país, señor,
no muere nadie, mire el caso de la reina madre, parecía
que expiraba y ahí la tenemos, felizmente, quiero decir,
crea que no exagero, estamos con la soga al cuello, A pesar de
eso me han llegado rumores de que algunas personas van muriendo,
Así es, señor, pero se trata de una gota de agua en
el océano, no todas las familias se atreven a dar el paso,
Qué paso, Entregar sus pacientes a la organización
que se encarga de los suicidios, No le entiendo, de qué
sirve que se suiciden si no pueden morir, Éstos sí,
Y cómo lo consiguen, Es una historia complicada,
señor, Cuéntemela, estamos a solas, Al otro lado de
las fronteras se muere, señor, Entonces quiere decir que
esa tal organización los lleva hasta allí,
Exactamente, Y se trata de una organización
benemérita, Nos ayuda a retardar un poco la
acumulación de pacientes terminales, pero, como le he
dicho, es una gota de agua en el océano, Y qué
organización es ésa. El primer ministro
respiró hondo y dijo, La maphia, señor, La maphia,
Sí señor, la maphia, a veces el estado no tiene
otro remedio que buscar fuera quien haga los trabajos sucios, No
me dijo nada, Señor, quise mantener a vuestra majestad al
margen del asunto, asumo la responsabilidad, Y las tropas que
estaban en las fronteras, Tenían una función que
desempeñar, Qué función, La de aparentar un
obstáculo al paso de los suicidas no siéndolo,
Pensé que estaban ahí para impedir una
invasión, Nunca hubo ese peligro, de todos modos
establecimos acuerdos con los gobiernos de esos países,
todo está controlado, Menos la cuestión de las
pensiones, Menos la cuestión de la muerte, señor,
si no volvemos a morir, no tenemos futuro. El rey hizo una cruz
al lado de la palabra pensiones y dijo, Es necesario que ocurra
algo, Sí, majestad, es necesario que ocurra
algo.

El sobre se encontraba en la mesa del director general
de la televisión cuando la secretaria entró en el
despacho. Era de color violeta, luego fuera de lo común, y
el papel, de tipo gofrado, imitaba la textura del lino.
Parecía antiguo y daba la impresión de que ya
había sido utilizado antes. No tenía ninguna
dirección, tanto de remitente, lo que a veces sucede, como
de destinatario, lo que no sucede nunca, y estaba en un despacho
cuya puerta, cerrada con llave, acababa de ser abierta en ese
momento, y donde nadie podría haber entrado durante la
noche. Al darle la vuelta para ver si había algo escrito
por detrás, la secretaria se sintió pensando, con
una difusa sensación de lo absurdo que era pensarlo y
haberlo sentido, que el sobre no estaba allí en el momento
en que introdujo la llave e hizo funcionar el mecanismo de la
cerradura. Qué disparate, murmuró, no reparé
en que estaba aquí cuando salí ayer. Pasó
los ojos por el despacho para ver si todo se encontraba en orden
y se retiró a su lugar de trabajo. En su calidad de
secretaria, y de confianza, estaba autorizada a abrir aquel o
cualquier otro sobre, y más si no tenía ninguna
indicación de carácter restrictivo, como
serían las de personal, reservado o confidencial, pero no
lo hizo, y no comprendía por qué. Dos veces se
levantó de su sillón y entreabrió la puerta
del despacho. El sobre seguía allí. Me estoy
volviendo maniática, será efecto del calor,
pensó, que venga ya él y se acabe el misterio. Se
refería al jefe, al director general que tardaba. Eran las
diez y cuarto cuando finalmente apareció. No era persona
de muchas palabras, llegaba, daba los buenos días e
inmediatamente entraba en su despacho, donde la secretaria
tenía orden de pasar sólo cinco minutos
después, el tiempo que él consideraba necesario
para ponerse cómodo y encender el primer cigarro de la
mañana. Cuando la secretaria entró, el director
todavía tenía puesto el abrigo y no fumaba.
Sostenía con las dos manos una hoja de papel del mismo
color que el sobre, y las dos manos temblaban. Volvió la
cabeza hacia la secretaria que se aproximaba, pero fue como si no
la reconociese. De repente extendió un brazo con la mano
abierta para hacerla detenerse y le dijo con una voz que
parecía salir de otra garganta, Salga inmediatamente,
cierre la puerta y no deje entrar a nadie, a nadie, me ha
oído, sea quien sea. Solícita, la secretaria quiso
saber si había algún problema, pero él le
interrumpió la palabra con violencia, No me ha oído
decirle que salga, preguntó. Y casi gritando, Salga ahora,
ya. La pobre señora se retiró con lágrimas
en los ojos, no estaba habituada a que la tratase de este modo,
es cierto que el director, como todo el mundo, tiene sus
defectos, pero es una persona generalmente bien educada, a las
secretarias no suele faltarles al respeto. Es por algo que viene
en la carta, no tiene otra explicación, pensó
mientras buscaba un pañuelo para enjugarse las
lágrimas. No se equivocaba. Si se atreviera a entrar otra
vez en el despacho vería al director general andando
rápidamente de un lado para otro, con expresión de
desvarío en la cara, como si no supiera qué hacer y
al mismo tiempo tuviera la conciencia clara de que sólo
él, y nadie más, podría hacerlo. El director
miró el reloj, miró la hoja de papel,
murmuró en voz muy baja, casi en secreto, Todavía
hay tiempo, todavía hay tiempo, después se
sentó para releer la carta misteriosa mientras se pasaba
con gesto mecánico la mano libre por la cabeza, como si
quisiera cerciorarse de que todavía la tenía en su
lugar, de que no la había perdido engullida por la
vorágine de miedo que le retorcía el
estómago. Acabó de leerla, se quedó con los
ojos perdidos en el vacío, pensando, Tengo que hablar con
alguien, después acudió a su mente, en su socorro,
la idea de que tal vez se tratara de una broma, de una broma de
pésimo gusto, un telespectador descontento, como hay
tantos, y para colmo con imaginación morbosa, quien tiene
responsabilidades directivas en la televisión sabe muy
bien que por ahí no todo es un mar de rosas, Pero no es a
mí a quien se le escribe para desahogarse, pensó.
Como es natural, este pensamiento le indujo a descolgar el
teléfono para preguntarle a la secretaria, Quién ha
traído esta carta, No lo sé, señor director,
cuando llegué y abrí la puerta de su despacho, como
hago siempre, ya estaba ahí, Pero eso es imposible,
durante la noche nadie tiene acceso a este despacho, Así
es, señor director, Entonces cómo se lo explica, No
me lo pregunte a mí, señor director, hace unos
momentos quise decirle lo que había pasado, pero ni
siquiera me dio tiempo, Reconozco que fui un poco brusco,
perdone, No tiene importancia, señor director, pero me ha
dolido. El director general volvió a perder la paciencia,
Si le dijera lo que tengo aquí, entonces iba a saber lo
que es doler. Y colgó. Volvió a mirar el reloj,
después se dijo a sí mismo, Es la única
salida, no veo otra, hay decisiones que no me compete tomar a
mí. Abrió una agenda, buscó el número
que le interesaba, lo encontró, Aquí está,
dijo. Las manos seguían temblándole, le
costó acertar con los números y más
aún acertar con la voz cuando del otro lado le
respondieron, Páseme con el despacho del primer ministro,
pidió, soy el director de televisión, el director
general. Atendió el jefe de gabinete, Buenos días,
señor director, encantado de oírlo, en qué
puedo serle útil, Necesito que el primer ministro me
reciba lo más rápidamente posible para un asunto de
extrema urgencia, Puede decirme de qué se trata para que
se lo transmita al señor primer ministro, Lo lamento, pero
es imposible, el asunto, además de urgente, es
estrictamente confidencial, No obstante, si me da una idea, Tengo
en mi poder, aquí, delante de estos ojos que la tierra se
han de comer, un documento de trascendente importancia nacional,
si esto que le estoy diciendo no es suficiente, si no es bastante
para que me ponga ahora mismo en comunicación con el
primer ministro dondequiera que se encuentre, temo mucho por su
futuro personal y político, Así de serio es,
Sólo le digo que, a partir de este momento, cada minuto
que pase es de su exclusiva responsabilidad, Voy a ver qué
puedo hacer, el señor primer ministro está muy
ocupado, Pues entonces desocúpelo, si quiere ganar una
medalla, Inmediatamente, Me quedo a la espera, Puedo hacerle otra
pregunta, Por favor, qué más quiere saber
todavía, Por qué ha dicho estos ojos que la tierra
se han de comer, eso era antes, No sé lo que usted era
antes, pero sé lo que es ahora, un rematado idiota,
páseme al primer ministro, ya. La insólita dureza
de las palabras del director general muestra hasta qué
punto su espíritu se encuentra alterado. Es como si se
hubiera apoderado de él una especie de
obnubilación, no se reconoce, no comprende cómo es
posible que haya insultado a alguien por el simple hecho de
expresar una pregunta absolutamente razonable, tanto en los
términos como en la intención. Tengo que pedirle
disculpas, pensó arrepentido, mañana podré
necesitarlo. La voz del primer ministro sonó impaciente,
Qué pasa, preguntó, los problemas de la
televisión, por lo que sé, no son asunto
mío, No se trata de la televisión, señor
primer ministro, tengo una carta, Sí, ya me han dicho que
tiene una carta, y qué quiere que haga, Sólo le
pido que la lea, nada más, el resto, usando sus propias
palabras, no es asunto mío, Lo noto nervioso, Sí,
señor primer ministro, estoy más que nervioso, Y
qué dice esa misteriosa carta, No se lo puedo decir por
teléfono, La línea es segura, Incluso así no
le diré nada, toda cautela es poca, Entonces
mándemela, Se la entregaré en mano, no quiero
correr el riesgo de enviarla con un mensajero, Yo le mando
alguien de aquí, mi jefe de gabinete, por ejemplo, persona
más cercana será difícil, Señor
primer ministro, por favor, no estaría aquí
incomodándolo si no tuviera un motivo muy serio, necesito
que me reciba, Cuándo, Ahora mismo, Estoy ocupado,
Señor primer ministro, por favor, Bien, ya que insiste,
venga, espero que el misterio valga la pena, Gracias, voy
corriendo. El director general colgó el teléfono,
metió la carta en el sobre, se la guardó en uno de
los bolsillos interiores de la chaqueta y se levantó. Las
manos ya no le temblaban, pero la frente la tenía
bañada en sudor. Se limpió la cara con el
pañuelo, después llamó a la secretaria por
el teléfono interior, le dijo que iba a salir, que pidiera
su coche. El hecho de haberle pasado la responsabilidad a otra
persona lo calmaba un poco, dentro de media hora su papel en este
asunto habrá terminado. La secretaria abrió la
puerta, El coche le espera, señor director, Gracias, no
sé cuánto tiempo tardaré, tengo un encuentro
con el primer ministro, pero esta información es
sólo para usted, Quédese tranquilo, señor
director, no diré nada, Hasta luego, Hasta luego,
señor director, que todo salga bien, Como están las
cosas, ya no sabemos ni lo que está bien ni lo que
está mal, Tiene razón, A propósito,
cómo se encuentra su padre, En la misma situación,
señor director, sufrir, no parece sufrir, pero parece que
está a punto de expirar, de extinguirse, ya lleva dos
meses en ese estado, y, en vistas de lo que sucede, lo
único que puedo hacer es esperar mi turno para que me
acuesten en una cama junto a la suya, Quién sabe, dijo el
director, y salió.

El jefe de gabinete recibió al director general
en la puerta, lo saludó con frialdad evidente,
después dijo, Le llevo con el señor primer
ministro, Un minuto, antes quiero pedirle disculpas, había
realmente un rematado idiota en nuestra conversación, pero
era yo, Lo más probable es que no fuera ninguno de los
dos, dijo el jefe de gabinete, sonriendo, Si pudiese ver lo que
llevo dentro de este bolsillo comprendería mi estado de
espíritu, No se preocupe, en lo que a mí respecta,
está disculpado, Se lo agradezco, y ya verá, no
faltan muchas horas para que la bomba estalle y se haga
pública, Ojalá no haga demasiado estruendo al
explotar, El estruendo será mayor que el peor de los
truenos jamás escuchado, y los relámpagos
más cegadores que todos los demás juntos, Me
está preocupando, En ese momento, querido amigo, tengo la
certeza de que volverá a disculparme, Vamos, el primer
ministro ya le está esperando. Atravesaron una sala que en
épocas pasadas debió de ser llamada
antecámara, y un minuto después el director general
estaba en presencia del primer ministro, que lo recibió
con una sonrisa, Veamos qué problema de vida o de muerte
es ese que me trae, Con el debido respeto, estoy convencido de
que nunca de su boca habrán salido palabras más
ciertas, señor primer ministro. Se sacó la carta
del bolsillo y se la pasó por encima de la mesa. El otro
se extrañó, No trae el nombre del destinatario, Ni
de quien la envía, dijo el director, es como si fuera una
carta dirigida a todas las personas, Anónima, No,
señor primer ministro, como podrá ver viene
firmada, pero léala, léala, por favor. El sobre fue
abierto pausadamente, la hoja de papel desdoblada, pero enseguida
de ver las primeras líneas el primer ministro
levantó los ojos y dijo, Esto parece una broma,
Podría serlo, de hecho, pero no lo creo, apareció
sobre mi mesa de trabajo sin que nadie sepa cómo, No me
parece que ésa sea una buena razón para dar
crédito a lo que aquí se dice, Continúe,
continúe, por favor. Cuando llegó al final de la
carta, el primer ministro, despacio, moviendo los labios en
silencio, articuló las dos sílabas de la palabra
que la firmaba. Dejó el papel sobre la mesa, miró
fijamente al interlocutor y dijo, Imaginemos que se trata de una
broma, No lo es, Tampoco yo creo que lo sea, pero si digo que lo
imaginemos es sólo para concluir que no demoraremos muchas
horas en saberlo, Precisamente doce, dado que ahora es
mediodía, Ahí es donde quiero llegar, si lo que se
anuncia en la carta llega a cumplirse, y si no avisamos antes a
la gente, se repetirá, pero al revés, lo que
sucedió en la noche de fin de año, Da lo mismo que
avisemos o que no, señor primer ministro, el efecto
será el mismo, Contrario, Contrario, pero el mismo,
Exacto, sin embargo, si avisamos luego se comprueba que se
trataba de una broma, las personas habrán pasado un mal
rato inútilmente, aunque sea cierto que habría
mucho que decir Sobre la pertinencia de este adverbio, No creo
que merezca la pena, usted ha dicho que no piensa que sea una
broma, Así es, Qué hacemos entonces, avisar o no
avisar, Ésa es la cuestión, mi querido director
general, tenemos que pensar, ponderar, reflexionar, La
cuestión ya está en sus manos, señor primer
ministro, la decisión le pertenece, Me pertenece,
sí, hasta podría romper el papel en mil pedazos y
echarme a esperar lo que ha de ocurrir, No creo que lo haga,
Tiene razón, no lo haré, por tanto hay que tomar
una decisión, decir simplemente que la gente tiene que ser
avisada no basta, es necesario saber cómo, Los medios de
comunicación social existen para eso, señor primer
ministro, tenemos la televisión, los periódicos, la
radio, Su idea es que distribuyamos a todos esos medios una
fotocopia de la carta acompañada de un comunicado del
gobierno en que se solicite de la población serenidad y se
den algunos consejos acerca de cómo proceder en la
emergencia, Señor primer ministro, ha formulado la idea
mejor de lo que yo alguna vez sería capaz de hacer, Le
agradezco la lisonjera opinión, pero ahora le pido que
haga un esfuerzo e imagine lo que ocurriría si
procediésemos de ese modo, No lo entiendo, Esperaba
más del director general de televisión, Si es
así, siento no estar a la altura, señor primer
ministro, Claro que está, lo que pasa es que se encuentra
aturdido por la responsabilidad, Y usted, que es primer ministro,
no lo está, También lo estoy, pero, en mi caso,
aturdido no quiere decir paralizado, Afortunadamente para el
país, Se lo agradezco una vez más, no hemos hablado
mucho el uno con el otro, generalmente de la televisión
hablo con el ministro responsable, pero creo que ha llegado el
momento de hacer de usted una figura nacional, Ahora ya no lo
comprendo en absoluto, señor primer ministro, Es simple,
este asunto se quedará entre nosotros, rigurosamente entre
nosotros, hasta las nueve de la noche, a esa hora el informativo
de televisión abrirá con la lectura de un
comunicado oficial en el que se explicará lo que va a
suceder a medianoche de hoy, también se leerá un
resumen de la carta, y la persona que realizará estas dos
lecturas será el director general de la televisión,
en primer lugar porque fue él el destinatario de la carta,
aunque no nombrado en ella, en segundo lugar porque el director
general es la persona en quien confío para que ambos
llevemos a cabo la misión que, implícitamente, nos
fue encargada por la dama que firma este papel, Un locutor
haría mejor el trabajo, señor primer ministro, No
quiero un locutor, quiero al director general de la
televisión, Si es ése su deseo, lo
consideraré como un honor, Somos las únicas
personas que conocen lo que va a pasar hoy a medianoche y
seguiremos siéndolo hasta la hora en que el país
reciba la información, si hiciéramos lo que propuse
antes, es decir, pasar ya la noticia a los medios de
comunicación social, íbamos a tener doce horas de
confusión, de pánico, de tumulto, de histerismo
colectivo, y no sé cuántas cosas más, por
tanto, dado que no está dentro de nuestras posibilidades,
me refiero al gobierno, evitar esas reacciones, al menos las
limitaremos a tres horas, de ahí en adelante ya no
será cosa nuestra, vamos a tener de todo, lágrimas,
desesperación, alivios mal disimulados, nuevas cuentas a
la vida. Me parece una buena idea, Sí, pero sólo
porque no tenemos otra mejor. El primer ministro tomó la
hoja de papel, le pasó los ojos sin leerla y dijo, Es
curioso, la letra inicial de la firma debería ser
mayúscula, y es minúscula, También a
mí me pareció raro, escribir un nombre con
minúscula es anormal, Dígame, se ve algo normal en
toda esta historia que vamos viviendo, Realmente, nada, A
propósito, sabe hacer fotocopias, No soy especialista,
pero lo he hecho algunas veces, Estupendo. El primer ministro
guardó la carta y el sobre en una cartera repleta de
documentos y mandó llamar al jefe de su gabinete, a quien
le ordenó, Mande desocupar inmediatamente la sala donde se
encuentra la fotocopiadora, Está donde los funcionarios
trabajan, señor primer ministro, es ése su lugar,
Que se vayan a otro sitio, que esperen en el pasillo o salgan a
fumar un cigarro, sólo necesitamos de tres minutos, no es
así, director general, Ni tanto, señor primer
ministro, Yo podría hacer la fotocopia con absoluta
discreción, si es eso, como me permito suponer, lo que se
pretende, dijo el jefe de gabinete, Es precisamente eso lo que se
pretende, discreción, pero, por esta vez, yo mismo me
encargaré del trabajo, con la asistencia técnica,
digámoslo así, del señor director general de
la televisión aquí presente, Muy bien, señor
primer ministro, voy a dar las órdenes necesarias para que
la sala sea evacuada. Regresó dos minutos después,
Ya está desocupada, señor primer ministro, si no
hay inconveniente regreso a mi despacho, Me alegra no haber
tenido que decírselo y le pido que no tome a mal estas
maniobras aparentemente conspirativas por el hecho de que se le
excluya, hoy mismo conocerá el motivo de tantas
precauciones sin necesitar que yo se lo diga, Seguro,
señor primer ministro, nunca me permitiría dudar de
la bondad de sus razones, Así se habla, querido amigo.
Cuando el jefe de gabinete salió, el primer ministro
tomó la cartera y dijo, Vamos. La sala estaba desierta. En
menos de un minuto la fotocopia quedó lista, letra por
letra, palabra por palabra, pero era otra cosa, le faltaba el
toque inquietante del papel color violeta, ahora es una misiva
vulgar, común, tipo Ojalá estas líneas os
encuentren de buena y feliz salud en compañía de
toda la familia, por mi parte sólo puedo decir bien de la
vida y de quien la hizo. El primer ministro le entregó la
copia al director general, Ahí la tiene, me quedo con el
original, dijo, Y el comunicado del gobierno, cuándo lo
recibiré, Siéntese, que yo mismo lo redacto en un
instante, es fácil, queridos compatriotas, el gobierno
considera que es su deber informar al país sobre una carta
que hoy ha llegado a sus manos, un documento cuyo significado e
importancia no necesitan ser encarecidos, aunque no estamos en
condiciones de garantizar su autenticidad, admitimos, sin querer
anticipar su contenido, una posibilidad de que no llegue a
producirse lo que en el mismo documento se anuncia, en cualquier
caso, para que la población no se vea sorprendida en una
situación que no estará exenta de tensiones y
aspectos críticos varios, se va a proceder de inmediato a
su lectura, para la que, con el beneplácito del gobierno,
ha sido encargado el director general de televisión, una
palabra más antes de terminar, no es necesario asegurar
que, como siempre, el gobierno se mantendrá atento para
con los intereses y necesidades de la población en horas
que serán, sin duda, de las más difíciles
desde que somos nación y pueblo, motivo este por el que
apelamos a todos para que conserven la calma y la serenidad de
que tantas muestras han sido dadas durante la sucesión de
fatalidades que hemos pasado desde el principio de año, al
mismo tiempo que confiamos que un porvenir más
benévolo nos restituya la paz y la felicidad de que somos
merecedores y que disfrutábamos antes, queridos
compatriotas, les recuerdo que la unión hace la fuerza,
éste es nuestro lema, nuestra divisa, mantengámonos
unidos y el futuro será nuestro, bueno, ya está,
como ve, ha sido rápido, estos comunicados oficiales no
exigen grandes esfuerzos de imaginación, casi se
podría decir que se redactan por sí mismos,
ahí tiene una máquina de escribir, copie y
guárdelo todo bien guardado hasta las nueve de la noche,
no se separe de esos papeles ni por un instante, Quédese
tranquilo, señor primer ministro, soy perfectamente
consciente de mis responsabilidades en esta coyuntura, tenga la
certeza de que no se sentirá decepcionado, Muy bien, ahora
puede regresar a su trabajo, Permítame que le haga
todavía dos preguntas antes de marcharme, Adelante, Me
acaba de decir que hasta las nueve de la noche sólo dos
personas sabrán de este asunto, Sí, usted y yo,
nadie más, ni siquiera el gobierno, Y el rey, si no es
osadía por mi parte meterme donde no me llaman, Su
majestad lo sabrá al mismo tiempo que los demás,
esto, claro, si está viendo la televisión, Supongo
que no le va a gustar mucho no haber sido informado antes, No se
preocupe, la mejor de las virtudes que exornan a los reyes, me
refiero, como es obvio, a los constitucionales, es que son
personas extraordinariamente comprensivas, Ah, Y la otra pregunta
que quería hacerme, No es una pregunta, Entonces, Es que,
siendo sincero, estoy asombrado con la sangre fría que
está demostrando, señor primer ministro, a
mí, lo que va a suceder en el país a medianoche me
parece una catástrofe, un cataclismo como no ha habido
otro nunca, una especie de fin del mundo, mientras que,
mirándolo a usted, es como si estuviera tratando un asunto
cualquiera de la rutina gubernativa, da tranquilamente sus
órdenes, hasta me ha parecido, hace poco, verlo
sonreír, Estoy convencido de que también usted,
querido director general, sonreiría si tuviera una idea de
la cantidad de problemas que esta carta va a resolverme sin
necesidad de mover un dedo, y ahora déjeme trabajar, tengo
que dar unas cuantas órdenes, hablar con el [ministro del
interior para que ponga a la policía en estado de alerta,
trataré de inventar un motivo verosímil, la
posibilidad de una alteración del orden público, no
es persona para perder mucho tiempo pensando, prefiere la
acción, denle acción si quieren verlo feliz,
Señor primer ministro, consienta que le diga que considero
un privilegio sin precio haber vivido a su lado estos momentos
cruciales, Menos mal que lo ve de esa forma, pero sepa que
mudaría rápidamente de opinión si una sola
de las palabras que han sido dichas en este despacho, suyas o
mías, llega a ser conocida fuera de sus cuatro paredes,
Comprendo, Como un rey constitucional, Sí, señor
primer ministro.

Eran casi las veinte horas y treinta minutos cuando el
director general llamó al responsable de informativos para
comunicarle que esa noche el telediario se abriría con la
lectura de un comunicado del gobierno al país, del que,
como es habitual, se encargaría el presentador
correspondiente, tras lo cual, él mismo, director general,
leería otro documento, complementario del primero. Si al
responsable de informativos el procedimiento le pareció
anormal, desusado, fuera de lo corriente, no lo dio a entender,
se limitó a pedir los documentos para ser introducidos en
el teleprompter, ese meritorio aparato que permite crear la
pretenciosa ilusión de que el comunicante se está
dirigiendo directa y únicamente a cada una de las personas
que lo escuchan. El director general respondió que en este
caso el teleprompter no iba a ser utilizado, Haremos la lectura a
la moda antigua, dijo, y añadió que entraría
en el estudio a las veinte horas y cincuenta y cinco minutos
exactos, momento en que entregaría el comunicado del
gobierno al presentador, a quien ya le habrían sido dadas
instrucciones rigurosas para sólo abrir la carpeta que lo
contenía en el momento de su lectura. El responsable de
informativos pensó que, ahora sí, había
motivo para mostrar un cierto interés por el asunto, Es
tan importante, preguntó, En media hora lo sabrá, Y
la bandera, señor director general, quiere que mande que
la coloquen tras el sillón donde ha de sentarse, No, nada
de banderas, no soy ni jefe del gobierno ni ministro, Ni rey,
sonrió el jefe de informativos con aires de lisonjera
complicidad, como si quisiera dar a entender que rey, sí,
lo era, pero de la televisión nacional. El director
general hizo como que no lo había oído, Puede irse,
dentro de veinte minutos estaré en el estudio, No
habrá tiempo para que lo maquillen, No quiero ser
maquillado, la lectura será bastante breve y los
telespectadores, en ese momento, tendrán más cosas
en que pensar que si mi cara está maquillada o no, Muy
bien, lo que usted mande, En todo caso, tome precauciones para
que los focos no me hagan ojeras, no me gustaría que me
vieran en la pantalla con aspecto de desenterrado, hoy menos que
en ninguna otra ocasión. A las veinte horas y cincuenta y
cinco minutos el director general entró en el estudio, le
entregó al presentador la carpeta con el comunicado del
gobierno y se sentó en el lugar que le estaba destinado.
Atraídas por lo insólito de la situación, la
noticia, como era de esperar, había circulado,
había en el estudio muchas más personas de lo que
era habitual. El realizador ordenó silencio. A las
veintiuna horas exactas surgió, acompañada por su
inconfundible sintonía, la fulgurante cabecera del
telediario, una variada y velocísima secuencia de
imágenes con las que se pretendía convencer al
telespectador de que aquella televisión, a su servicio
veinticuatro horas al día, estaba, como antiguamente se
decía de la divinidad, en todas partes y a todas partes
mandaba noticias. En el mismo instante en que el presentador
acabó de leer el comunicado del gobierno, la cámara
número dos puso al director general en la pantalla. Se
notaba que estaba nervioso, que tenía la garganta cerrada.
Carraspeó un poco para limpiarse la voz y comenzó a
leer, señor director general de la televisión
nacional, estimado señor, para los efectos que las
personas interesadas estimen convenientes le informo de que a
partir de la medianoche de hoy se volverá a morir tal como
sucedía, sin protestas notorias, desde el principio de los
tiempos y hasta el día treinta y uno de diciembre del
año pasado, debo explicarle que la intención que me
indujo a interrumpir mi actividad, la de parar de matar, a
envainar la emblemática guadaña que imaginativos
pintores y grabadores de otros tiempos me pusieron en la mano,
fue ofrecer a esos seres humanos que tanto me detestan una
pequeña muestra de lo que para ellos sería vivir
siempre, es decir, eternamente, aunque, aquí entre
nosotros dos, señor director general de la
televisión nacional, tenga que confesarle mi total
ignorancia acerca de si las dos palabras, siempre y eternamente,
son tan sinónimas cuanto en general se cree, ahora bien,
pasado este periodo de algunos meses que podríamos llamar
de prueba de resistencia o de tiempo gratuito y teniendo
en cuenta los lamentables resultados de la experiencia, ya sea
desde un punto de vista moral, es decir, filosófico, ya
sea desde un punto de vista pragmático, es decir, social,
he considerado que lo mejor para las familias y para la sociedad
en su conjunto, tanto en sentido vertical, como en sentido
horizontal, es hacer público el reconocimiento de la
equivocación de que soy responsable y anunciar el
inmediato regreso a la normalidad, lo que significa que a todas
aquellas personas que ya deberían estar muertas, pero que,
con salud o sin ella, han permanecido en este mundo, se les
apagará la candela de la vida cuando se extinga en el aire
la última campanada de la medianoche, nótese que la
referencia a la campanada de la medianoche es meramente
simbólica, no vaya a ser que a alguien se le pase por la
cabeza la idea estúpida de parar los relojes de los
campanarios o de quitarle el badajo a las campanas pensando que
de esa manera detendría el tiempo y podría
contradecir lo que es mi decisión irrevocable, esta de
devolver el supremo miedo al corazón de los hombres la
mayor parte de las personas que antes se encontraban en el
estudio ya había desaparecido, y las que todavía
quedaban cuchicheaban unas con otras, sus murmullos siseaban sin
que al realizador, él mismo con la boca abierta de puro
pasmo, se le ocurriera mandar callar con ese gesto furioso que
era su costumbre usar en circunstancias obviamente mucho menos
dramáticas luego resígnense y mueran sin discutir
porque de nada les valdría, sin embargo, hay un punto en
que siento que tengo la obligación de reconocer mi error,
y tiene que ver con el injusto y cruel procedimiento que
venía siguiendo, que era quitarle la vida a las personas a
traición, sin aviso previo, sin decir agua va, comprendo
que se trataba de una indecente brutalidad, cuántas veces
no di tiempo ni siquiera para que hicieran testamento, es cierto
que en la mayoría de los casos les mandaba una enfermedad
que abriera camino, pero las enfermedades tienen algo curioso,
los seres humanos siempre esperan librarse de ellas, de modo que
ya cuando es demasiado tarde acaban sabiendo que ésa iba a
ser la última, en fin, a partir de ahora todo el mundo
estará prevenido de la misma manera y tendrá un
plazo de una semana para poner en orden lo que todavía le
queda de vida, hacer testamento y decir adiós a la
familia, pidiendo perdón por el mal hecho o haciendo las
paces con el primo con el que estaba de relaciones cortadas desde
hace veinte años, dicho esto, señor director
general de la televisión nacional, sólo me queda
pedirle que haga llegar hoy mismo a todos los hogares del
país este mi mensaje autógrafo, que firmo con el
nombre con que generalmente se me conoce, muerte. El director
general se levantó del sillón cuando vio que ya no
estaba en pantalla, dobló la copia de la carta y se la
guardó en uno de los bolsillos interiores de la chaqueta.
Notó que se le acercaba el realizador, pálido, con
el rostro descompuesto, Así que era esto, decía en
un murmullo casi inaudible, así que era esto. El director
general asintió en silencio y se dirigió a la
salida. No oyó las palabras que el locutor comenzó
a balbucear, Acaban de escuchar, y después las noticias
que habían dejado de tener importancia porque nadie en el
país les estaba dando la menor atención, en las
casas en que había un enfermo terminal las familias se
reunieron en torno a la cabecera del infeliz, aunque no
podían decirle que moriría de ahí a tres
horas, no podían decirle que ya podía aprovechar el
tiempo para hacer el testamento al que siempre se había
negado o si quería que llamaran al primo para hacer las
paces, tampoco podían practicar la hipocresía
habitual como era preguntar si se sentía mejor, se
quedaban contemplando la pálida y blanda cara,
después miraban el reloj a hurtadillas, a la espera de que
el tiempo pasara y de que el tren del mundo regresara a los
carriles habituales para hacer el viaje de siempre. Y no fueron
pocas las familias que habiéndole pagado ya a la maphia
para que les retirara el triste despojo, y suponiendo, en el
mejor de los casos, que no se iban a poner a llorar el dinero
perdido, veían como, si hubieran tenido un poco más
de caridad y paciencia, les habría salido gratis el
despeje. En las calles había enormes alborozos, se
veían personas paradas, aturdidas, desorientadas, sin
saber hacia qué lado huir, otras lloraban
desconsoladamente, otras abrazadas, como si hubieran decidido
comenzar allí las despedidas, otras discutían si la
culpa de todo esto no la tendría el gobierno, o la ciencia
médica, o el papa de roma, un escéptico protestaba
que no había memoria de que la muerte hubiera escrito
jamás una carta y que era necesario hacerle con urgencia
el análisis de la caligrafía porque, decía,
una mano compuesta de trochos de huesos nunca podría
escribir de la misma manera que lo hubiera hecho una mano
completa, auténtica, viva, con sangre, venas, nervios,
tendones, piel y carne, y que si era cierto que los huesos no
dejan impresiones digitales en el papel y por tanto por
ahí no se podría identificar al autor de la carta,
un examen de ADN tal vez lanzase alguna luz sobre esta inesperada
manifestación epistolar de un ser, si la muerte lo es, que
había estado en silencio toda la vida. En este mismo
momento el primer ministro está hablando con el rey por
teléfono, le explica las razones por las que había
decidido no darle conocimiento de la carta de la muerte, y el rey
responde que sí, que comprende perfectamente, entonces el
primer ministro le dice que siente mucho el funesto desenlace que
la última campanada de la medianoche impondrá a la
periclitante vida de la reina madre, y el rey encoge los hombros,
que para poca vida, más vale ninguna, hoy ella,
mañana yo, sobre todo ahora que el príncipe
heredero da señales de impaciencia, pregunta cuándo
llegará su turno de ser rey constitucional. Después
de terminada esta conversación íntima, con toques
de inusual sinceridad, el primer ministro dio instrucciones a su
jefe de gabinete para convocar a todos los miembros del gobierno
a una reunión de máxima urgencia, los quiero
aquí en tres cuartos de hora, a las diez en punto, dijo,
tenemos que discutir, aprobar y poner en marcha los paliativos
necesarios para aminorar las confusiones y guirigáis de
todas las especies que la nueva situación inevitablemente
creará en los próximos días, Se refiere a la
cantidad de personas fallecidas que va a ser necesario evacuar en
ese plazo cortísimo, señor primer ministro, Eso es
lo menos importante, querido amigo, para resolver los problemas
de esa naturaleza están las funerarias, es más,
para ellas ha acabado la crisis, deben de estar muy contentas
calculando lo que van a ganar, así que ellas
enterrarán a los muertos, como les compete, mientras
nosotros nos ocupamos de los vivos, por ejemplo, organizando
equipos de psicólogos que ayuden a las personas a superar
el trauma de volver a morir cuando estaban convencidas de que
iban a vivir siempre, Realmente debe de ser duro, yo mismo lo
había pensado, No pierda tiempo, los ministros que traigan
a los secretarios de estado respectivos, los quiero aquí a
todos a las diez en punto, si alguno le pregunta, dígale
que es el primero en ser convocado, son como niños
pequeños que quieren caramelos. El teléfono
sonó, era el ministro del interior, Señor primer
ministro, estoy recibiendo llamadas de todos los
periódicos, dijo, exigen que les sean entregadas copias de
la carta que acaba de ser leída en televisión en
nombre de la muerte y que yo deplorablemente desconocía,
No lo deplore, si decidí asumir la responsabilidad de
guardar el secreto fue para que no tuviéramos que aguantar
doce horas de pánico y de confusión, Qué
hago, entonces, No se preocupe con este asunto, mi gabinete va a
distribuir la carta ahora mismo entre todos los medios de
comunicación social, Muy bien, señor primer
ministro, El gobierno se reúne a las diez en punto, traiga
a sus secretarios de estado, Los subsecretarios también,
No, que ésos se queden guardando la casa, siempre he
oído que mucha gente junta no se salva, Sí,
señor primer ministro, Sea puntual, la reunión
comenzará a las diez y un minuto, Tenga la seguridad de
que seremos los primeros en llegar, señor primer ministro,
Recibirá su medalla, Qué medalla, Es una manera de
hablar, no me haga caso.

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6
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