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Las intermitencias de la muerte, de José Saramago (página 4)



Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6

Los representantes de las empresas funerarias,
entierros, incineraciones y traslados, servicio permanente, se
reunirán a la misma hora en la sede de la
corporación. Confrontados con el desmesurado y nunca antes
experimentado desafío profesional que representará
la muerte simultánea y el subsecuente despacho
fúnebre de miles de personas en todo el país, la
única solución seria que se les plantea,
además de altamente beneficiosa desde el punto de vista
económico gracias al abaratamiento racional de costos,
será poner en juego, de forma conjunta y ordenada, los
recursos de personal y los medios tecnológicos de que
disponen, en suma, la logística, estableciendo de camino
cuotas proporcionales de participación en la tarta, como
graciosamente dirá el presidente de la asociación
del ramo, con discreto, aunque sonriente, aplauso de la
compañía. Habrá que tener en cuenta, por
ejemplo, que la producción de cajas, tumbas,
ataúdes, féretros y catafalcos para uso humano se
encuentra estancada desde el día en que las personas
dejaron de morir y que, en el improbable caso de que
todavía queden existencias en alguna carpintería de
gerencia conservadora, será como la pequeña rosette
de malherbe, que, convertida en rosa, no puede durar más
que la brevedad de una mañana. La cita literaria fue obra
del presidente, que, sin venir mucho a cuento, pero provocando
los aplausos de la asistencia, dijo a continuación, Sea
como sea, ha terminado para nosotros la vergüenza de andar
enterrando a perros, gatos y canarios domésticos, Y
papagayos, dijo una voz desde el fondo, Y papagayos,
asintió el presidente, Y pececitos tropicales,
recordó otra voz, Eso fue sólo después de la
polémica que levantó el espíritu que paira
sobre el agua del acuario, corrigió el secretario de la
mesa, a partir de ahora se los darán a los gatos, por
aquello de lavoisier, cuando dijo que en la naturaleza nada se
cría y nada se pierde, todo se transforma. No se
llegó a saber a qué extremos podrían llegar
los alardes de almanaque de las funerarias allí reunidas
porque uno de sus representantes, preocupado con el tiempo,
veintidós horas y cuarenta y cinco minutos en su reloj,
levantó el brazo para proponer que se telefonease a la
asociación de carpinteros para preguntarles cómo
estaban de ataúdes, Necesitamos saber con qué
podremos contar a partir de mañana, concluyó. Como
era de esperar, la propuesta fue calurosamente acogida, pero el
presidente, disimulando mal el despecho porque la idea no fue
suya, observó, Lo más seguro es que no haya nadie
en los carpinteros a estas horas, Permítame que lo dude,
señor presidente, las mismas razones que nos han reunido
aquí habrán hecho que ellos se reúnan.
Acertaba de lleno el proponente. De la corporación de los
carpinteros respondieron que habían alertado a los
respectivos asociados nada más oír la lectura de la
carta de la muerte, llamando la atención para la
conveniencia de restablecer en el plazo más corto posible
la fabricación de cajería fúnebre, y que, de
acuerdo con las informaciones que estaban recibiendo
continuamente, no sólo muchas empresas habían
convocado a sus trabajadores, sino que también se
encontraban ya en plena elaboración la mayor parte de
ellas. Va contra el horario de trabajo, dijo el portavoz de la
corporación, pero, considerando que se trata de una
situación de emergencia nacional, nuestros abogados tienen
la seguridad de que el gobierno no tendrá otro remedio que
cerrar los ojos y que además nos lo agradecerá, lo
que no podremos garantizar, en esta primera fase, es que los
ataúdes que ofrezcamos tengan la misma calidad de acabado
a que teníamos acostumbrados a nuestros clientes, los
pulimentos, los barnices y los crucifijos exteriores
tendrán que quedarse para la fase siguiente, cuando la
presión de los entierros comience a disminuir, de todos
modos somos conscientes de la responsabilidad de ser una pieza
fundamental en este proceso. Se oyeron nuevos y todavía
más calurosos aplausos en la reunión de los
representantes de las funerarias, ahora sí, ahora
había un motivo para felicitarse mutuamente, ningún
cuerpo quedaría sin entierro, ninguna factura sin cobrar.
Y los sepultureros, preguntó el de la propuesta, Los
sepultureros harán lo que se les mande, respondió
irritado el presidente. No era así exactamente. Por otra
llamada telefónica se supo que los sepultureros
exigían un aumento sustancial del salario y el pago por
triplicado de las horas extraordinarias. Eso es cosa de los
ayuntamientos, que se las arreglen como puedan, dijo el
presidente. Y si llegamos al cementerio y no hay nadie para abrir
sepulturas, preguntó el secretario. La discusión
prosiguió encendida. A las veintitrés horas y
cincuenta minutos el presidente tuvo un infarto de miocardio.
Murió con la última campanada de la
medianoche.

Mucho más que una hecatombe. Durante siete meses,
que fueron tantos los que duró la tregua unilateral de la
muerte, se fueron acumulando en una nunca vista lista de espera
más de sesenta mil moribundos, para ser exactos sesenta y
dos mil quinientos ochenta, que descansaron en paz por obra de un
instante único, de un segundo de tiempo cargado de una
potencia mortífera que exclusivamente encontraría
comparación en ciertas reprobables acciones humanas. A
propósito, no nos resistiremos a recordar que la muerte,
por sí misma, sola, sin ninguna ayuda exterior, siempre ha
matado mucho menos que el hombre. Tal vez algún
espíritu curioso se esté preguntando cómo
hemos conseguido obtener la precisa cantidad de sesenta y dos mil
quinientas ochenta personas que cerraron los ojos al mismo tiempo
y para siempre. Fue muy fácil. Sabiéndose que el
país donde todo esto pasa tiene alrededor de diez millones
de habitantes y que la tasa de mortalidades es más o menos
de diez por mil, dos simples operaciones de aritmética, de
las más elementales, la multiplicación y la
división, a la par de una cuidadosa ponderación de
las proporciones intermedias mensuales y anuales, nos han
permitido obtener, cifra arriba o cifra abajo, una estrecha
horquilla numérica en la que la cantidad indicada se
presenta como media razonable, y si decimos razonable es porque
también hubiéramos podido adoptar los
números colaterales de sesenta y dos mil quinientas
setenta y nueve o de sesenta y dos mil quinientas ochenta y una
personas si la muerte del presidente de la corporación de
funerarias, por inesperada y a última hora, no hubiera
introducido en nuestros cálculos un factor de
perturbación. De todos modos, confiamos en que la
verificación de los óbitos, iniciada en las
primeras horas del día siguiente, confirme la exactitud de
las cuentas hechas. Otro espíritu curioso, de los que
siempre interrumpen al narrador, se preguntará cómo
podían saber los médicos a qué direcciones
deberían acudir para ejecutar una obligación sin
cuyo cumplimiento un muerto no está legalmente muerto,
aunque sea indiscutible que muerto está. En ciertos casos,
excusado sería decirlo, fueron las propias familias del
difunto las que llamaron a su médico asistente o de
cabecera, pero ese recurso forzosamente tendría un alcance
muy reducido, dado que lo que se pretendía era oficializar
en tiempo récord una situación anómala, para
que no se confirmara, una vez más, el dicho que asevera
que una desgracia nunca viene sola, lo que, aplicado a la
situación, significaría que tras la muerte
súbita, putridez en casa. Fue entonces cuando se
demostró que no es por casualidad por lo que un primer
ministro llega a tan altas funciones, y que, como no se ha
cansado de afirmar la infalible sabiduría de las naciones,
cada pueblo tiene el gobierno que se merece, debiendo con todo
observarse, en este particular, y para completa
clarificación del asunto, que si es verdad que los
primeros ministros, para bien o para mal, no son todos iguales,
tampoco es menos verdad que los pueblos no son siempre lo mismo.
En una palabra, tanto en un caso como en otro, depende. O es
según, si se prefiere decirlo en dos palabras. Como se
verá, cualquier observador, incluso uno no especialmente
propenso a la imparcialidad de los juicios, no tendría la
menor duda en reconocer que el gobierno supo estar a la altura de
la gravedad de la situación. Todos recordaremos que en la
alegría de aquellos primeros y deliciosos días de
inmortalidad, al final tan breves, a que este pueblo
inocentemente se entregó, una señora, viuda de poco
tiempo, tuvo la ocurrencia de celebrar esa felicidad nueva
colgando del florido balcón de su comedor, ese que daba a
la calle principal, la bandera nacional. También
recordaremos cómo el abanderamiento, en menos de cuarenta
y ocho horas, como un reguero de pólvora, como una nueva
epidemia, se extendió por todo el país. Pasados
estos siete meses de continuas y mal sufridas desilusiones, pocas
banderas habían sobrevivido, e, incluso ésas,
reducidas a melancólicos harapos, con los colores comidos
por el sol y deslucidos por la lluvia, además de
lamentablemente descompuesta la arquitectura del emblema. Dando
prueba de un admirable espíritu previsor, el gobierno,
entre otras medidas de urgencia destinadas a suavizar los
daños colaterales del inopinado regreso de la muerte,
recuperó la bandera de la patria como indicativo de que
allí, en aquel piso tercero izquierda, había un
muerto a la espera. Así industriadas, las familias que
habían sido heridas por la odiosa parca mandaron a la
tienda a uno de los suyos para comprar el símbolo, lo
colocaron en la ventana y, mientras apartaban las moscas de la
cara del fallecido, se pusieron a esperar al médico que
vendría a certificar el óbito. Reconózcase
que la idea, además de eficaz, era de la más
extrema elegancia. Los médicos de cada ciudad, villa,
aldea o simple lugar, en coche, a bicicleta o a pie, sólo
tenían que recorrer las calles con el ojo atento a la
bandera, subir a la casa señalada y, habiendo comprobado
la defunción a vista desarmada, sin ayuda de instrumentos,
porque otros exámenes del cuerpo más profundos eran
imposibles debido a la urgencia, dejaban un papel firmado con que
tranquilizar a las funerarias acerca de la naturaleza
específica de la materia prima, es decir, que si a esta
enlutada casa venían en busca de liebre, no sería
gato lo que se llevarían. Como ya se habrá
percibido, la buena ocurrencia de utilizar la bandera nacional
tiene una doble finalidad y una doble ventaja. Habiéndole
servido de guía a los médicos, ahora iba a ser
farol para los empaquetadores del difunto. En el caso de las
ciudades mayores y sobre todo en la capital, metrópolis
desproporcionada en relación al pequeño
tamaño del país, la división del espacio
urbano en cantones, para establecer las cuotas proporcionales de
participación en la tarta, como con fino espíritu
dijo el desafortunado presidente de la asociación de
funerarias, facilitó enormemente la tarea de los
portadores de carga humana en su carrera contra el tiempo. Otro
efecto subsecuente de la bandera, no previsto, no esperado, pero
que demostró hasta qué punto podemos estar
equivocados cuando nos dedicamos a cultivar el escepticismo de
tipo sistemático, fue el virtuoso gesto de unos cuantos
ciudadanos respetuosos de las más arraigadas tradiciones
de esmerada conducta social y que todavía usaban sombrero,
de descubrirse al pasar ante las engalanadas ventanas, dejando en
el aire la duda admirable de si lo hacían por el fallecido
o por el símbolo vivo y sagrado de la patria.

Los periódicos, no es necesario decirlo, fueron
muy solicitados, más todavía que cuando
apareció la noticia de que se había dejado de
morir. Claro que un gran número de personas habían
sido informadas por la televisión del cataclismo que se
les venía encima, muchas de ellas incluso tenían
parientes muertos en casa a la espera del médico y
banderas llorando en el balcón, pero es fácil de
comprender que existe cierta diferencia entre la imagen nerviosa
de un director general hablando ayer noche en la pequeña
pantalla y estas páginas convulsas, agitadas, manchadas de
titulares exclamativos y apocalípticos que se pueden
doblar, guardar en el bolsillo y llevar a casa para leer con toda
atención y que, como muestra, nos contentaremos con
respigar aquí unos cuantos pero expresivos ejemplos, Tras
el paraíso, el infierno, La muerte dirige el baile,
Inmortales por poco tiempo, Otra vez condenados a morir, Jaque
mate, Aviso previo a partir de ahora, Sin apelación y con
agravantes, Un papel color violeta, Sesenta y dos mil muertos en
menos de un segundo, La muerte ataca a medianoche, Nadie escapa
de su destino, Salir del sueño para entrar en la
pesadilla, Regreso a la normalidad, Qué hemos hecho para
merecer esto, etcétera, etcétera. Todos los
periódicos, sin excepción, publicaban en primera
página el manuscrito de la muerte, pero uno, para hacer
más fácil la lectura, reprodujo el texto en un
recuadro con letra de cuerpo catorce, corrigió la
puntuación y la sintaxis, concordó las
declinaciones verbales, puso las mayúsculas donde
faltaban, sin olvidar la firma final, que pasó de muerte a
Muerte, una diferencia inapreciable para el oído, pero que
provocará ese mismo día una indignada protesta de
la autora de la misiva, también por escrito y en el mismo
papel color violeta. Según la opinión autorizada de
un gramático consultado por el periódico, la
muerte, simplemente, ni siquiera dominaba los primeros rudimentos
del arte de escribir. De entrada, la caligrafía, dijo, es
extrañamente irregular, parece que se han reunido todos
los modos conocidos, posibles y aberrantes de trazar las letras
del alfabeto latino, como si cada una hubiese sido escrita por
una persona diferente, pero eso todavía podría
perdonarse, todavía podría ser considerado como un
defecto menor ante el espectáculo de la sintaxis
caótica, la ausencia de puntos finales, del no uso de
paréntesis absolutamente necesarios, de la
eliminación obsesiva de los puntos y aparte, de las comas
a voleo y, pecado sin perdón, de la intencionada y casi
diabólica abolición de la letra mayúscula,
que, fíjense, llega a ser omitida en la propia firma de la
carta y sustituida por la minúscula correspondiente. Una
vergüenza, una provocación, seguía el
gramático, y preguntaba, Si la muerte, que en el pasado
tuvo el impagable privilegio de asistir a los mayores genios de
la literatura, escribe de esta manera, cómo no lo
harán mañana nuestros niños en caso de darle
por imitar semejante monstruosidad filológica, bajo el
pretexto de que, andando la muerte por aquí desde hace
tanto tiempo, sabrá todo de todas las ramas del
conocimiento. Y el gramático terminaba, Los disparates
sintácticos que atestan la lamentable carta me
inducirían a pensar que estamos ante una gigantesca y
grosera mistificación de no ser por la tristísima
realidad, la dolorosa evidencia de que la terrible amenaza se ha
cumplido. En la tarde de ese mismo día, como ya
anticipamos, llegó a la redacción del
periódico una carta de la muerte exigiendo, con los
términos más enérgicos, la inmediata
rectificación de su nombre, Señor director,
escribía, yo no soy la Muerte, soy simplemente la muerte,
la Muerte es algo que ni por sombra les puede pasar por la cabeza
qué es, ustedes, los seres humanos, sólo conocen,
tome nota el gramático de que yo también lo
sabría por ustedes, los seres humanos, sólo conocen
esta pequeña muerte cotidiana que soy, esta que hasta en
los peores desastres es incapaz de impedir que la vida
continúe, un día llegarán a saber qué
es la Muerte con letra mayúscula, en ese momento, si ella,
improbablemente, les diese tiempo para eso, comprenderían
la diferencia real que existe entre lo relativo y lo absoluto,
entre lo lleno y lo vacío, entre el ser todavía y
el no ser ya, y cuando hablo de diferencia real me refiero a algo
que las palabras jamás podrán expresar, relativo,
absoluto, lleno, vacío, ser todavía, no ser ya,
qué es esto, señor director, porque las palabras,
si no lo sabe, se mueven mucho, cambian de un día a otro,
son inestables como sombras, sombras ellas mismas, que tanto
están como dejan de estar, pompas de jabón,
caracolas que apenas dejan oír la respiración,
troncos cortados, ahí le dejo la información, es
gratuita, no cobro nada por ella, entre tanto preocúpese
en explicarles bien a sus lectores los comos y los porqués
de la vida y de la muerte, y ya puestos, regresando al objetivo
de esta carta, escrita, tal como la que fue leída en la
televisión, de mi puño y letra, lo invito
instantemente a cumplir las honradas disposiciones de la ley de
prensa que manda rectificar en el mismo lugar y con la misma
valorización gráfica el error, la omisión o
el lapso cometidos, arriesgándose en este caso usted, si
esta carta no es publicada en su integridad, a que yo le
despache, mañana mismo, con efectos inmediatos, el aviso
previo que no tengo reservado para usted hasta dentro de algunos
años, no le diré cuántos para no amargarle
el resto de la vida, sin otro asunto, se suscribe con la
atención debida, muerte. La carta apareció
puntualísima al día siguiente con rebosadas
disculpas del director y también en duplicado, es decir,
manuscrita y en letra de imprenta, cuerpo catorce y recuadrada.
Sólo cuando el periódico salió a la calle el
director se atrevió a salir del bunker en que se
había encerrado con siete llaves desde el momento en que
leyó la conminatoria carta. Y tan asustado estaba
todavía que se negó a publicar el estudio
grafológico que un importante especialista en la materia
le entregó personalmente. Ya basta con los problemas que
me he causado por la firma de la muerte con mayúscula,
dijo, lleve su análisis a otro periódico, dividimos
el mal entre las aldeas y a partir de aquí que sea lo que
Dios quiera, todo menos tener que sufrir otro susto como el que
he pasado. El grafólogo fue a un periódico, fue a
otro, y a otro, y sólo en el cuarto, a punto de perder las
esperanzas, consiguió que le recibieran el fruto de las no
pocas horas de laberíntico trabajo a que, con lupa diurna
y nocturna, se había dedicado. El sustancioso y suculento
informe comenzaba recordando que la interpretación de la
escritura, en sus orígenes, era una de las ramas de la
fisiognomía, siendo las otras, para información de
quien no esté a la par de esta ciencia exacta, la
mímica, los gestos, la pantomima y la fonognomonia, tras
lo cual sacó a colación a las mayores autoridades
en la compleja materia, como fueron, cada una en su tiempo y
lugar, camillo baldi, johann caspar lavater, édouard
auguste patrice hocquart, adolf henze, jean-hippolyte michon,
william thierry preyer, cesare lombroso, jules
crépieux-jamin, rudolf pophal, ludwig klages, wilhelm
helmuth müller, alice enskat, roben heiss, gracias a quienes
la grafología había sido reestructurada en su
aspecto psicológico, demostrándose la ambivalencia
de las particularidades grafológicas y la necesidad de
concebir su expresión como un conjunto, dado que, una vez
expuestos los datos históricos y esenciales de la
cuestión, nuestro grafólogo avanzó por el
campo de la definición exhaustiva de las
características principales de la escritura sub judice, a
saber, el tamaño, la presión, el ajuste, la
disposición en el espacio, los ángulos, la
puntuación, la proporción entre trazos altos y
bajos de las letras, o, dicho con otras palabras, la intensidad,
la forma, la inclinación, la dirección y la
continuidad de los signos gráficos, y, finalmente,
habiendo dejado claro el hecho de que el objetivo de su estudio
no era un diagnóstico clínico, ni un
análisis del carácter, ni un examen de aptitud
profesional, el especialista concentró su atención
en las evidentes muestras relacionadas con el foro
criminológico que la escritura iba revelando a cada paso,
No obstante, escribía frustrado y pesaroso, me encuentro
ante una contradicción que no veo ninguna forma de
solucionar, que incluso dudo que tenga resolución posible,
y es que si es cierto que todos los vectores del metódico
y minucioso análisis grafológico a que he procedido
apuntan a que la autora del escrito es eso que se llama una
serial killer, una asesina en serie, otra verdad igualmente
irrefragable, igualmente resultante de mi examen y que de
algún modo desbarata la tesis anterior, ha acabado
imponiéndose, o sea, la verdad de que la persona que
escribió esta carta está muerta. Así era, de
hecho, la propia muerte no tuvo más remedio que
confirmarlo, Tiene razón el señor grafólogo,
fueron sus palabras después de leer la erudita
demostración. Pero no se entendía cómo, si
estaba muerta, y hecha toda de huesos, era capaz de matar. Y,
sobre todo, que escribiera cartas. Esos misterios nunca
serán aclarados.

Ocupados en explicar lo que les sucedió
después de la hora fatídica a las sesenta y dos mil
quinientas ochenta personas que se encontraban en estado de vida
suspendida, pospusimos para momento más oportuno, que va a
ser éste, las indispensables reflexiones sobre la manera
como han reaccionado al cambio de situación los hogares
del feliz ocaso, los hospitales, las compañías de
seguros, la maphia y la iglesia, especialmente la
católica, mayoritaria en el país, hasta el punto de
que era creencia común que el señor Jesucristo no
elegiría otro lugar para nacer si tuviera que repetir,
desde la a hasta la z, su primera y hasta ahora, que se sepa,
única existencia terrenal. En los hogares del feliz ocaso,
comenzando por ellos, los sentimientos eran los que cabía
esperar. Si se tiene en cuenta que la ininterrumpida
rotación de los internados, como quedó claramente
explicado al principio de estos sorprendentes sucesos, era la
propia condición de la prosperidad económica de la
empresa, el regreso de la muerte debería ser, como fue,
motivo de alegría y de renovadas esperanzas para las
respectivas administraciones. Pasado el choque inicial causado
por la lectura de la famosa carta en la televisión, los
gerentes comenzaron inmediatamente a echarle cuentas a la vida y
vieron que todas les salían redondas. No pocas botellas de
champagne fueron bebidas a la medianoche para festejar el ya no
esperado regreso a la normalidad, lo que, pareciendo ser el
cúmulo de la indiferencia y del desprecio por la vida
ajena, no era, en resumen, otra cosa que el natural alivio, el
legítimo desahogo de quien, colocado ante una puerta
cerrada y habiendo perdido la llave, la veía ahora abierta
de par en par, despejada, con el sol al otro lado. Dirán
los escrupulosos que por lo menos se debería haber evitado
la ostentación ruidosa y simplona del champagne, el
tapón saltando, la espuma que rebosa, y que una discreta
copa de oporto o de madeira, una gota de coñac, un perfume
de brandy en el café, serían festejos más
que suficientes, pero nosotros, aquí, que bien sabemos con
qué facilidad el espíritu deja escapar las riendas
del cuerpo cuando la alegría se desmanda, aun cuando no se
deba disculpar, perdonar siempre se puede. A la mañana
siguiente, los responsables de la gerencia llamaron a las
familias para que fuesen a buscar los cuerpos, mandaron airear
los dormitorios y cambiar las sábanas, y, tras haber
reunido al personal para comunicarle que, por fin, la vida
continuaba, se sentaron a examinar la lista de solicitudes de
ingreso y a elegir, entre los pretendientes, a aquellos que les
parecieran más prometedores. Por razones no en todos los
aspectos idénticas, pero de igual consideración,
también la disposición anímica de los
administradores hospitalarios y de la clase médica
había mejorado de la noche a la mañana. Aunque,
como ya se dijo antes, gran parte de los enfermos sin cura y cuya
enfermedad había llegado a su extremo y último
grado, si es lícito decir tal de un estado
nosológico que se anunció como eterno,
habían sido reencaminados para sus casas y familias, En
qué mejores manos podrían estar los pobres diablos,
se preguntaban hipócritamente, lo cierto es que un elevado
número, sin parientes conocidos ni dinero para pagar la
pensión exigida en los hogares del feliz ocaso, se
amontonaban por ahí al sabor de lo que tocara, ya sea en
los pasillos, como es vieja costumbre de estos establecimientos
de asistencia, ayer, hoy y siempre, en trasteros y en rincones,
en esconces y en desvanes, donde con frecuencia los dejaban
abandonados durante varios días, sin que eso le importara
a quienquiera que fuese, pues, como decían médicos
y enfermeros, por muy mal que se encontraran, no se iban a morir.
Ahora ya estaban muertos, sacados de allí y enterrados, el
aire de los hospitales se hizo puro y cristalino, con ese
inconfundible aroma de éter, yodo y creolina, como en las
altas montañas, a cielo abierto. No se abrieron botellas
de champagne, pero las sonrisas felices de los administradores y
directores clínicos era un alivio para las almas, y, en lo
que a los médicos se refiere, baste con decir que
habían recuperado el histórico mirar devorador con
que seguían al personal femenino de enfermería. Por
tanto, en todos los sentidos de la palabra, la normalidad. En
cuanto a las empresas aseguradoras, las terceras de la lista, no
hay en estos momentos mucho que informar, porque todavía
no acaban de ponerse de acuerdo sobre si la actual
situación, a la luz de las alteraciones introducidas en
las pólizas de seguros de vida a que antes hicimos
referencia pormenorizada, las perjudica o beneficia. No
darán un paso sin estar bien seguras de la firmeza del
suelo que pisan, pero, cuando finalmente lo den, allí
mismo implantarán nuevas raíces bajo la forma de
contrato que consigan inventar más adecuada para sus
intereses. Mientras tanto, como el futuro a Dios pertenece y
porque no se sabe lo que nos traerá el día de
mañana, seguirán considerando muertos a todos los
asegurados que alcancen la edad de ochenta años, este
pájaro, por lo menos, ya lo tienen bien atrapado,
sólo falta ver si mañana encuentran la manera de
hacer caer dos en la red. Habrá quien adelante, sin
embargo, que, aprovechando la confusión que reina en la
sociedad, ahora más que nunca entre la espada y la pared,
entre escila y caribdis, entre martillos y tenazas, quizá
no fuese mala idea aumentar hasta los ochenta y cinco o incluso
los noventa años la edad de la muerte actuarial. El
razonamiento de los que defienden la alteración es
transparente y claro como el agua, dicen que, alcanzadas esas
edades, las personas, por lo general, además de no tener
ya parientes para auxiliarles en una necesidad, o tenerlos tan
mayores que da lo mismo, sufren serias rebajas en el valor de sus
pensiones de jubilación como consecuencia de la
inflación y de los crecientes aumentos del costo de la
vida, causa de que muchísimas veces se vean forzadas a
interrumpir el pago de sus primas de seguros, dándole a
las compañías el mejor de los motivos para
considerar nulo y sin efecto el respectivo contrato. Es una
inhumanidad, objetaron algunos. Negocios son negocios,
respondieron otros. Veremos cómo acaba esto.

Donde también a estas horas se está
hablando mucho de negocios es en la maphia. Tal vez por haber
sido excesivamente minuciosa, lo admitimos sin reserva, la
descripción hecha en estas páginas de los negros
túneles por donde la organización criminal
penetró en la explotación funeraria, algún
lector habrá podido pensar qué mísera maphia
era esta que no tenía otras maneras de ganar dinero con
mucho menos esfuerzo y más pingües beneficios. Las
tenía, y variadas, como cualquiera de sus
congéneres diseminados por las siete partes del mundo, sin
embargo, habilísima en equilibrios y mutuas potenciaciones
de las tácticas y de las estrategias, la maphia local no
se limitaba a apostar prosaicamente por el lucro inmediato, sus
objetivos eran mucho más vastos, visaban nada menos que la
eternidad, o sea, implantar, con la derivación
tácita de las familias para con la bondad de la eutanasia
y con las bendiciones del poder político, que
fingiría mirar a otro lado, el monopolio absoluto de las
muertes y los entierros de los seres humanos, asumiendo en un
mismo paso la responsabilidad de mantener la demografía en
los niveles que en cada momento más convienen al
país, abriendo o cerrando el grifo, según la imagen
ya antes usada, o, empleando una expresión con más
rigor técnico, controlando el fluxómetro. Si no
pudiera, al menos en esta primera fase, estimular o demorar la
procreación, al menos estaría en sus manos acelerar
o retardar los viajes a la frontera, no a la geográfica,
sino a la de siempre. En el preciso instante en que entramos en
la sala, el debate se centraba en la mejor manera de reaplicar en
actividades similarmente remunerativas la fuerza de trabajo que
se había quedado sin ocupación con el regreso de la
muerte, y, siendo cierto que no faltan sugerencias sobre la mesa,
más radicales unas que otras, se acabó prefiriendo
lo que ya tiene un largo historial de pruebas dadas y que no
necesita dispositivos complicados, es decir, la
protección. Nada más empezar el día
siguiente, de norte a sur, por todo el país, las
funerarias vieron entrar por la puerta casi siempre a dos
hombres, a veces a un hombre y a una mujer, raramente dos
mujeres, que preguntaban educadamente por el gerente, al que,
después, con los mejores modos, le explicaban que su
establecimiento corría el riesgo de ser asaltado o incluso
destruido, con una bomba, o incendiado, por activistas de unas
cuantas asociaciones ilegales de ciudadanos que exigían la
inclusión del derecho a la eternidad en la
declaración universal de los derechos humanos y que, ahora
frustrados, pretendían desahogar su ira haciendo caer
sobre inocentes empresas el pesado brazo de la venganza,
sólo porque eran las encargadas de llevar los
cadáveres hasta la última morada. Estamos
informados, decía uno de los emisarios, de que las
acciones destructivas concertadas, que podrán llegar, en
caso de resistencia, hasta el asesinato del propietario y del
gerente y sus familias, y en su ausencia de uno o dos empleados,
comenzará mañana mismo, tal vez en este barrio, tal
vez en otro, Y qué puedo hacer, preguntaba temblando el
pobre hombre, Nada, usted no puede hacer nada, pero nosotros
podemos defenderlo si nos lo solicita, Claro que sí, claro
que lo solicito, por favor, Hay condiciones que satisfacer, Las
que sean, por favor, protéjanme, La primera es que no
hable de este asunto con nadie, ni siquiera con su mujer, No
estoy casado, Da lo mismo, ni con su madre, ni con su abuela, ni
con su tía, Mi boca no se abrirá, Mejor así,
porque de lo contrario se arriesga a que se cierre para siempre,
Y las otras condiciones, Una sola, pagar lo que le digamos,
Pagar, Tendremos que montar los operativos de protección,
y eso, querido señor, cuesta dinero, Entiendo,
Podríamos defender a la humanidad entera si estuviera
dispuesta a pagar el precio, pero, como después de un
tiempo siempre viene otro tiempo, todavía no hemos perdido
la esperanza, Me doy cuenta, Menos mal que es de
percepción rápida, Cuánto deberé
pagar, Está anotado en este papel, Tanto, Es lo justo, Y
esto es por año, o por mes, Por semana, Es demasiado para
mis recursos, con el negocio funerario uno no se enriquece
fácilmente, Tiene suerte con que no le pidamos lo que, en
su opinión, debe valer su vida, Es natural, no tengo otra,
Y no la tendrá, por eso el consejo que le damos es que
trate de protegerla, Voy a pensarlo, necesito hablar con mis
socios, Tiene veinticuatro horas, ni un minuto más, a
partir de ahí nos lavamos las manos, la responsabilidad
será toda suya, si llega a sufrir algún accidente,
casi estamos seguros de que, por ser el primero, no será
mortal, en esa altura tal vez volvamos a hablar con usted, pero
el precio se doblará, y entonces no tendrá otra
solución que pagar lo que le pidamos, no imagina lo
implacables que son esas asociaciones de ciudadanos que
reivindican la eternidad, Muy bien, pago, Cuatro semanas por
adelantado, por favor, Cuatro semanas, Su caso es de los
urgentes, y, como ya le hemos dicho, cuesta montar los operativos
de protección, En efectivo, en cheque, En efectivo, cheque
sólo para transacciones de otro tipo y de otros montantes,
cuando no conviene que el dinero pase directamente de una mano a
otra. El gerente abrió la caja fuerte, contó los
billetes y preguntó mientras los entregaba, Me dan un
recibo, un documento que me garantice la protección, Ni
recibo ni garantías, tendrá que contentarse con
nuestra palabra de honor, De honor, Exactamente, de honor, no
imagina hasta qué punto honramos nuestra palabra,
Dónde podré encontrarlos si tengo algún
problema, No se preocupe, nosotros lo encontraremos a usted, Los
acompaño hasta la salida, No merece la pena, ya conocemos
el camino, doblar a la izquierda después del
almacén de ataúdes, sala de maquillaje, pasillo,
recepción, la puerta de la calle enseguida se ve, No se
perderán, Tenemos un sentido de la orientación muy
afinado, nunca nos perdemos, por ejemplo, en la quinta semana
después de ésta vendrá alguien para realizar
el cobro, Cómo sabré que se trata de la persona
adecuada, No tendrá ninguna duda cuando la vea, Buenas
tardes, Buenas tardes, no tiene que agradecernos nada.

Finalmente, last but not least, la iglesia
católica, apostólica y romana tenía muchos
motivos para estar satisfecha consigo misma. Convencida desde el
principio de que la abolición de la muerte sólo
podría haber sido obra del diablo y de que para ayudar a
Dios contra las obras del demonio nada es más poderoso que
la perseverancia en las preces, puso de lado la virtud de la
modestia que con no pequeño esfuerzo y sacrificio
ordinariamente cultivaba, para felicitarse, sin reservas, por el
éxito de la campaña nacional de oraciones cuyo
objetivo, recordémoslo, fue rogar al señor Dios que
providenciase el regreso de la muerte lo más
rápidamente posible para ahorrarle a la pobre humanidad
los peores horrores, fin de la cita. Las preces tardaron casi
ocho meses en llegar al cielo, pero hay que pensar que
sólo para llegar al planeta marte necesitamos seis, y el
cielo, como es fácil de imaginar, deberá estar
mucho más allá, a trece mil millones de años
luz de distancia de la tierra, en números redondos. En la
legítima satisfacción de la iglesia había,
sin embargo, una sombra negra. Discutían los
teólogos, y no se ponían de acuerdo, acerca de las
razones que indujeron a Dios a mandar regresar súbitamente
a la muerte, sin ni siquiera dar tiempo de llevar la
extremaunción a los sesenta mil moribundos que, privados
de la gracia del último sacramento, habían expirado
en menos que cuesta decirlo. La duda de que Dios tendría
autoridad sobre la muerte o, por el contrarío, la muerte
sería el superior jerárquico de Dios, torturaba en
sordina las mentes y los corazones del santo instituto, donde
aquella osada afirmación de que Dios y la muerte eran las
dos caras de la misma moneda fue considerada, más que una
herejía, abominable sacrilegio. Esto era lo que se
vivía por dentro. A los ojos del mundo lo que le
preocupaba realmente a la iglesia era su participación en
el funeral de la reina madre. Ahora que los sesenta y dos mil
muertos comunes ya descansaban en sus últimas moradas y no
entorpecían el tráfico de la ciudad, llegaba la
hora de llevar a la veneranda señora, convenientemente
encerrada en su ataúd de plomo, al panteón real.
Como los periódicos no se olvidaron de escribir, se pasaba
una página de la historia.

Es posible que sólo una educación
esmerada, de esas que ya son raras, a la vez, quizá, que
el respeto más o menos supersticioso que en las almas
timoratas suele infundir la palabra escrita, haya llevado a los
lectores, aunque motivos no les falten para manifestar
explícitas señales de mal contenida impaciencia, a
no interrumpir lo que tan profusamente venimos relatando y querer
que se les diga qué estuvo haciendo la muerte desde la
noche fatal en que anunció su regreso. Dado el importante
papel que desempeñaron en estos antes nunca vistos
sucesos, bien está que explicáramos con abundancia
de pormenores cómo respondieron al súbito y
dramático cambio de situación los hogares del feliz
ocaso, los hospitales, las compañías de seguros, la
maphia y la iglesia católica, sin embargo, a no ser que la
muerte, teniendo en cuenta la enorme cantidad de difuntos que era
necesario enterrar en las horas inmediatas, hubiera decidido, en
un inesperado y loable gesto de simpatía, prolongar su
ausencia durante algunos días más a fin de dar
tiempo a que la vida girara en sus antiguos ejes, otra gente
fallecida de fresca data, es decir, en los primeros días
de la restauración del régimen, a la fuerza
tendría que juntarse a los infelices que durante meses
habían malvivido entre aquí y allí, y de
esos nuevos muertos, como impone la lógica,
deberíamos tener que hablar. Pero no sucedió tal,
la muerte no fue tan generosa. El motivo de la pausa de ocho
días, en la que nadie murió y que empezó
creando la falaz ilusión de que nada había
cambiado, resultaba simplemente de las actuales pautas de
relación entre la muerte y los mortales, o sea, que todos
recibirían aviso de antemano de que aún
disponían de una semana de vida hasta el vencimiento de la
libranza, por decirlo de alguna manera, para resolver sus
asuntos, hacer testamento, pagar los impuestos atrasados y
despedirse de la familia y de los amigos más cercanos. En
teoría parecía una buena idea, pero la
práctica no tardaría en demostrar que no lo era
tanto. Figúrense una persona, de esas que gozan de
espléndida salud, de esas que nunca han tenido un dolor de
cabeza, optimistas por principio y por claras y objetivas
razones, y que, una mañana, al salir de casa para el
trabajo, encuentra en la calle al diligente cartero de su zona,
que le dice, Menos mal que lo veo, señor fulano, traigo
una carta para usted, e inmediatamente ve aparecer en sus manos
un sobre de color violeta al que en principio tal vez no le diera
especial atención, ya que podría tratarse de una
impertinencia más de los señores de la publicidad
directa, de no ser por la extraña caligrafía con
que su nombre está escrito, igualita a la del famoso fax
publicado en el periódico. Si el corazón le da un
salto del susto, si lo invade el presentimiento lúgubre de
una desgracia sin remedio, y quiere, por eso, negarse a recibir
la carta, no lo conseguirá, será entonces como si
alguien, sujetándolo suavemente por el codo, lo estuviera
ayudando a bajar el escalón, a evitar la piel del
plátano en el suelo, a doblar la esquina sin tropezar con
los propios pies. Tampoco merece la pena romperla en pedazos, ya
se sabe que las cartas de la muerte son por definición
indestructibles, ni un soplete de acetileno funcionando a
máxima potencia sería capaz de entrar en ellas, y
el ardid ingenuo de fingir que se le cae de la mano sería
igualmente inútil porque la carta no se deja soltar, queda
como pegada a los dedos, y si, por un milagro, lo contrario
pudiera suceder, de más es sabido que aparecería
enseguida un ciudadano de buena voluntad para recogerla y correr
tras el falso distraído diciéndole, Creo que esta
carta le pertenece, tal vez sea importante, y él
debería responder melancólicamente, Sí, es
importante, muchas gracias por su atención. Aunque esto
sólo podía haber sucedido al principio, cuando
todavía pocos sabían que la muerte estaba
utilizando el servicio postal público como mensajero de
sus fúnebres situaciones. En pocos días, el color
violeta se iba a convertir en el más execrable de todos
los colores, más todavía que el negro, pese a que
éste signifique luto, lo que es fácilmente
comprensible si pensamos que el luto se lo ponen los vivos y no
los muertos, incluso cuando a éstos los entierren vestidos
de traje negro. Imagínense la perturbación, el
desconcierto, la perplejidad de quien iba a su trabajo y ve de
repente cómo le salta la muerte en la figura de un cartero
que nunca llamará dos veces, éste tiene suficiente,
si la casualidad no lo lleva a encontrarse con el destinatario en
la calle, con introducir la carta en el buzón del
inquilino en cuestión o pasarla, deslizándola, por
debajo de la puerta. El hombre está allí
inmóvil, en medio de la acera, con su estupenda salud, su
sólida cabeza, tan sólida que ni siquiera ahora le
duele a pesar del terrible choque, de repente el mundo ha dejado
de pertenecerle o él de pertenecer al mundo, pasaron a
estar prestados el uno al otro durante ocho días, nada
más que ocho días, lo dice esta carta color violeta
que resignadamente acaba de abrir, los ojos nublados de
lágrimas, apenas consigue descifrar lo que está
escrito, Querido señor, lamento comunicarle que su vida
acabará en el plazo irrevocable e improrrogable de una
semana, aproveche lo mejor que pueda el tiempo que le queda, su
atenta servidora, muerte. La firma viene con inicial
minúscula, lo que, como sabemos, representa, de alguna
forma, su certificado de origen. Duda el hombre, señor
fulano le llamó el cartero, luego es de sexo masculino, y
más tarde lo confirmamos nosotros, duda el hombre si
deberá regresar a casa y desahogar con la familia la
irremediable pena, o si, por el contrario, tendrá que
tragarse las lágrimas y proseguir su camino, ir hasta
donde el trabajo lo espera, cumplir todos los días que le
restan, entonces podrá preguntar, Muerte, dónde
está tu victoria, sabiendo no obstante que no
recibirá respuesta, porque la muerte nunca responde, y no
es porque no quiera, es sólo porque no sabe lo que ha de
decir delante del mayor dolor humano.

Este episodio de calle, únicamente posible en un
país pequeño donde todo el mundo se conoce, es de
sobra elocuente acerca de los inconvenientes del sistema de
comunicación instituido por la muerte para la
rescisión del contrato temporal al que llamamos vida o
existencia. Podría tratarse de una sádica
manifestación de crueldad, como tantas que vemos todos los
días, pero la muerte no tiene ninguna necesidad de ser
cruel, para ella, con quitarle la vida a las personas basta y
sobra. No pensó, es lo que es. Y ahora, absorbida como
está en la reorganización de sus servicios de
apoyo, tras la larga parada de siete meses, no tiene ojos ni
oídos para los clamores de desesperación y angustia
de los hombres y de las mujeres que, uno a uno, van siendo
avisados de su muerte próxima, desesperación y
angustia que, en algunos casos, están causando efectos
precisamente contrarios a los que habían sido previstos,
es decir, las personas condenadas a desaparecer no resuelven sus
asuntos, no hacen testamento, no pagan los impuestos que adeudan,
y, en cuanto a las despedidas de la familia y de los amigos
más cercanos, las dejan para el último minuto, lo
que, como es evidente, no alcanza ni para el más
melancólico de los adioses. Poco informados acerca de la
naturaleza profunda de la muerte, cuyo otro nombre es fatalidad,
los periódicos se han excedido en furiosos ataques contra
ella, acusándola de inclemente, cruel, tirana, malvada,
sanguinaria, vampira, emperatriz del mal, drácula con
falda, enemiga del género humano, desleal, asesina,
traidora, serial killer otra vez, y hasta hubo un semanario, de
los de humor, que, exprimiendo todo lo que pudo el
espíritu sarcástico de sus creativos,
consiguió llamarla hija de puta. Felizmente, el sentido
común todavía perdura en algunas redacciones. Uno
de los periódicos más respetables del reino, decano
de la prensa nacional, publicó un sesudo editorial en el
que se apelaba a un diálogo abierto y sincero con la
muerte, sin reservas mentales, con el corazón en la mano y
el espíritu fraterno, en caso, como era obvio, de
conseguir descubrir dónde se alojaba, su madriguera, su
cubil, su cuartel general. Otro periódico sugirió a
las autoridades policiales que investigaran en las
papelerías y fábricas de papel, porque los
consumidores humanos de sobres color violeta, si los hubiera, y
serían poquísimos, habrían mudado de gusto
epistolar en vista de los acontecimientos recientes, siendo por
tanto facilísimo cazar a la macabra cliente cuando se
presentara a renovar la provisión. Otro periódico,
rival acérrimo de este último, se apresuró a
clasificar la idea de crasa estupidez, dado que sólo a un
idiota rematado se le podría ocurrir que la muerte, un
esqueleto envuelto en una sábana, como todo el mundo sabe,
saldría por su propio pie, repiqueteando los
calcáneos en las piedras de la calle, para ir al correo a
echar cartas. No queriéndose quedar detrás de la
prensa, la televisión aconsejó al ministro del
interior que pusiera agentes de guardia en los buzones o cajas
postales, olvidándose, por lo visto, de que la primera
carta, la que les fue dirigida, apareció en el despacho
del director general estando cerrada la puerta con dos vueltas de
llave y las ventanas con los cristales intactos. Tal como el
suelo, las paredes y el techo no presentaban ni una simple fenda
por donde pudiera caber una hoja de afeitar. Tal vez fuese
realmente posible convencer a la muerte de que tratara con
más compasión a los infelices condenados, pero para
eso era necesario empezar por encontrarla y nadie sabía
cómo ni dónde.

Fue entonces cuando a un médico forense, persona
bien informada sobre todo cuanto, de manera directa o indirecta,
tuviera que ver con su profesión, se le ocurrió la
idea de mandar que viniera del extranjero un famoso especialista
en reconstrucción de rostros a partir de calaveras, para
que el dicho especialista, partiendo de representaciones de la
muerte en pinturas y grabados antiguos, en especial las que
muestran el cráneo descubierto, tratara de restituir la
carne donde hacía falta, reajustara los ojos en las
órbitas, distribuyera en adecuadas proporciones cabello,
pestañas y cejas, difundiera por la cara los colores
apropiados, hasta que ante él surgiera la cabeza perfecta
y acabada de la que se harían mil copias
fotográficas que otros tantos investigadores
portarían en la cartera para compararlas con cuantas caras
de mujer se encontraran de frente. Lo malo fue que, acabada la
intervención del especialista extranjero, sólo una
visión poco entrenada admitiría como iguales las
tres calaveras elegidas, obligando por tanto a que los
investigadores, en lugar de una fotografía, tuvieran que
trabajar con tres, lo que, obviamente, dificultaría la
tarea de cazar a la muerte, como, ambiciosamente, la
operación fue denominada. Una única cosa
quedó demostrada sin ningún tipo de dudas, a saber,
que ni la iconografía más rudimentaria, ni la
nomenclatura más enrevesada, ni la simbólica
más oscura se habían equivocado. La muerte, en
todos sus trazos, atributos y características, era,
inconfundiblemente, una mujer. A esta misma conclusión,
como seguro que recordarán, ya había llegado el
eminente grafólogo que estudió el primer manuscrito
de la muerte cuando se refería a una autora, no a un
autor, pero eso tal vez haya sido la consecuencia del simple
hábito, dado que, excepto algunos idiomas, pocos, en que,
no se sabe por qué, se prefirió optar por el
género masculino o neutro, la muerte siempre ha sido una
persona de sexo femenino. Aunque esta información ya se
hubiera dado antes, conviene, para que no se olvide, insistir en
el hecho de que los tres rostros, siendo todos de mujer, y de
mujer joven, eran diferentes unos de otros en determinados
puntos, pese a las también flagrantes similitudes que en
ellos unánimemente se reconocían. Porque, no siendo
creíble la existencia de tres muertes distintas, por
ejemplo, trabajando por turnos, dos de ellas tendrían que
ser excluidas, aunque también podría suceder, para
complicar más aún la situación, que el
modelo esquelético de la verdadera y real muerte no
correspondiera con ninguno de los tres que fueron seleccionados.
De acuerdo con la frase hecha, iba a ser lo mismo que disparar un
tiro en la oscuridad y confiar en que la benévola
casualidad tuviera tiempo de colocar el objetivo en la
trayectoria de la bala.

Se inició la investigación, como no
podría ser de otra manera, en los archivos del servicio
oficial de investigación donde se reunían,
clasificadas y ordenadas por características
básicas, dolicocéfalos de un lado,
braquicéfalos al otro, las fotografías de todos los
habitantes del país, tanto naturales como foráneos.
Los resultados fueron decepcionantes. Claro está que, en
principio, siendo los modelos elegidos para la
reconstitución facial, tal como antes referimos, obtenidos
de grabados y pinturas antiguas, no se esperaba encontrar la
imagen humana de la muerte en sistemas de identificación
modernos, hace poco más de un siglo instituidos, pero, por
otro lado, considerando que la misma muerte existe desde siempre
y no se vislumbra ningún motivo para que necesite cambiar
de cara a lo largo de los tiempos, sin olvidar que debería
serle difícil realizar su trabajo de modo cabal y al
abrigo de sospechas si viviese en clandestinidad, es
perfectamente lógico admitir la hipótesis de que se
hubiera inscrito en el registro civil bajo un nombre falso,
puesto que, como es más que sabido, para la muerte nada es
imposible. Fuese como fuese, lo cierto es que, pese a que los
investigadores recurrieran a los talentos de las artes
informáticas cruzando datos, ninguna fotografía de
una mujer concretamente identificada coincidió con
cualquiera de las tres imágenes virtuales de la muerte. No
hubo pues otro remedio, que ya había sido previsto para
caso de necesidad, que regresar a los métodos de
investigación clásica, a la artesanía
policial de cortar y coser, difundiendo por todo el país a
los mil agentes de autoridad que, de casa en casa, de tienda en
tienda, de oficina en oficina, de fábrica en
fábrica, de restaurante en restaurante, de bar en bar, y
hasta incluso en lugares reservados para el ejercicio oneroso del
sexo, pasarían revista a todas las mujeres, excluyendo a
las adolescentes y las de edad madura o provecta, pues las tres
fotografías que llevaban en el bolsillo no dejaban dudas
de que la muerte, de llegar a ser encontrada, sería una
mujer de alrededor de los treinta y seis años de edad y
hermosa como pocas. De acuerdo con el patrón obtenido,
cualquiera podía ser la muerte, sin embargo, ninguna lo
era en realidad. Después de ingentes esfuerzos, de
patearse leguas y leguas por calles, carreteras y caminos,
después de subir escaleras que todas juntas los
llevarían hasta el cielo, los agentes lograron identificar
a dos de esas mujeres, que si en algo diferían de los
retratos existentes en los archivos era porque se beneficiaron
con intervenciones de la cirugía estética que, por
asombrosa coincidencia, por una extraña casualidad,
habían acentuado las semejanzas de sus rostros con los
rostros de los modelos reconstituidos. No obstante, un examen
minucioso de las respectivas biografías eliminó,
sin margen de error, cualquier posibilidad de que algún
día se hubieran dedicado, ni siquiera en sus horas libres,
a las mortíferas actividades de la parca, ni como
profesionales, ni como simples aficionadas. En cuanto a la
tercera mujer, identificada gracias al álbum de
fotografías de la familia, ésa, murió el
año pasado. Por simple exclusión de partes, no
podría ser la muerte quien de ella precisamente
había sido víctima. Y no parece necesario decir que
mientras las investigaciones transcurrieron, y duraron algunas
semanas, los sobres de color violeta siguieron llegando a casa de
sus destinatarios. Era evidente que la muerte no se apeaba de su
compromiso con la humanidad.

Naturalmente habría que preguntar si el gobierno
se estaba limitando a asistir impávido al drama cotidiano
vivido por los diez millones de habitantes del país. La
respuesta es doble, afirmativa por un lado, negativa por otro.
Afirmativa, aunque sólo en términos bastante
relativos, porque morir es, a fin de cuentas, lo que de
más normal y corriente hay en la vida, asunto de pura
rutina, episodio de la interminable herencia de padres a hijos,
por lo menos desde adán y eva, y muy mal harían los
gobiernos de todo el mundo para con la precaria tranquilidad
pública si declararan tres días de luto nacional
cada vez que muere un mísero viejo en el asilo de
indigentes. Y es negativa porque no se puede, incluso teniendo un
corazón de piedra, permanecer indiferente ante la
demostración palpable de que la semana de espera
establecida por la muerte había tomado proporciones de
verdadera calamidad colectiva, no sólo para la media de
trescientas personas a cuya puerta la triste suerte llamaba
diariamente, sino también para el resto de la gente, nada
más y nada menos que nueve millones novecientas noventa y
nueve mil setecientas personas de todas las edades, fortunas y
condiciones que veían todas las mañanas, al
despertar de una noche atormentada por las más horribles
pesadillas, la espada de damocles suspendida por un hilo sobre
sus cabezas. En cuanto a los trescientos habitantes que han
recibido la fatídica carta de color violeta, las maneras
de reaccionar a la implacable sentencia variaban, como es
lógico, según el carácter de cada uno.
Aparte de esas personas, ya antes mencionadas, que, impelidas por
una idea distorsionada de venganza a la que con justa
razón se le podría aplicar el neologismo de
prepóstuma, decidieron faltar al cumplimiento de sus
deberes cívicos y familiares, no haciendo testamento ni
pagando los impuestos atrasados, hubo otras muchas que, poniendo
en práctica una interpretación más que
viciosa del carpediem horaciano, malbarataron el poco tiempo de
vida que todavía les quedaba entregándose a
reprensibles orgías de sexo, droga y alcohol, tal vez
pensando que, incurriendo en tan desmedidos excesos,
podrían atraer sobre sus cabezas un colapso fulminante o,
a falta de eso, un rayo divino que, matándolas allí
mismo, las librara de las garras de la muerte propiamente dicha,
jugándole una mala partida que tal vez le sirviera de
enmienda. Otras personas, estoicas, dignas, valerosas, optaban
por la radicalidad absoluta del suicidio, creyendo también
que de esa manera estaban dándole una lección de
civilidad al poder de tánatos, eso a que antiguamente
llamábamos una bofetada sin manos, de las que, de acuerdo
con las honestas convicciones de la época, eran más
dolorosas porque tenían su origen en el foro ético
y moral y no en algún movimiento de primario esfuerzo
físico. Tenemos que decir que todas estas tentativas se
malograron, a excepción de algunas personas obstinadas que
reservaron su suicidio para el último día del
plazo. Una jugada maestra, ésta sí, para la que la
muerte no encontró respuesta.

Honra le sea dada, la primera institución en
tener una percepción muy clara de la gravedad de la
situación anímica del pueblo en general fue la
iglesia católica, apostólica y romana, a la que,
puesto que vivimos en un tiempo dominado por la hipertrofiada
utilización de siglas en la comunicación cotidiana,
tanto privada como pública, no le quedaría mal la
abreviatura simplificadora de icar. También es verdad que
sería necesario estar ciega del todo para no ver
cómo, casi de un momento a otro, se le llenaban los
templos de gente angustiada que iba en busca de una palabra de
esperanza, de un consuelo, de un bálsamo, de un
analgésico, de un tranquilizante espiritual. Personas que
hasta entonces vivían conscientes de que la muerte es
cierta y que de ella no hay forma de escapar, pero que al mismo
tiempo pensaban que, habiendo tanta gente para morir, ya
sería mala suerte que les tocara, ahora se pasan el tiempo
espiando tras la cortina de la ventana para ver si viene el
cartero o temblando al volver a casa, donde la temible carta
color violeta, peor que un sanguinario monstruo de fauces
abiertas, podría estar esperando para saltarle encima. En
las iglesias no se paraba ni un momento, las largas filas de
pecadores contritos, constantemente refrescadas como si fueran
cadenas de montaje, daban dos vueltas a la nave central. Los
confesores de guardia no bajaban los brazos, a veces
distraídos por la fatiga, otras veces con la
atención de súbito despierta por un pormenor
escandaloso del relato, cuando acababan imponían una
penitencia pro forma, tantos padrenuestros, tantas
avemarías, y despachaban una apresurada absolución.
En el breve intervalo entre el confesado que se retiraba y el
penitente que se arrodillaba, le daban un bocado al sandwich de
pollo que sería todo su almuerzo, mientras imaginaban
compensaciones para cenar. Los sermones versaban invariablemente
sobre el tema de la muerte como única puerta al
paraíso celeste, donde, se decía, nunca ha entrado
nadie que esté vivo, y los predicadores, en su afán
consolador, no dudaban en recurrir a los métodos de la
más alta retórica y a los trucos de la más
baja catequesis para convencer a los aterrados feligreses de que,
a fin de cuentas, se podían considerar más
afortunados que sus ancestros, puesto que la muerte les
había concedido tiempo suficiente para preparar las almas
para la ascensión al edén. Algunos curas hubo, sin
embargo, que, dentro de la maloliente penumbra del confesionario,
tuvieron que hacer de tripas corazón, Dios sabe con
qué costo, porque también ellos esa mañana
habían recibido el sobre color violeta y por eso
tenían razones de sobra para dudar de las virtudes
lenitivas de lo que en aquel momento estaban diciendo.

Lo mismo les pasaba a los terapeutas de la mente que el
ministerio de la salud, corriendo para imitar las disposiciones
terapéuticas de la iglesia, envió para auxilio de
los más desesperados. Y no fueron pocas las veces que un
psicólogo, en el preciso momento en que aconsejaba al
paciente que dejara salir las lágrimas como mejor remedio
de aliviar el dolor que le atormentaba, rompía en
convulsivo llanto pensando que también él
podría ser el destinatario de un sobre idéntico en
la primera entrega postal de mañana. Acababan los dos la
sesión en un lloro sin freno, abrazados por la misma
desgracia, pero pensando el terapeuta de la mente que si le
sucediera tal infortunio, todavía tendría ocho
días, ciento noventa y dos horas para vivir. Unas
orgías de sexo, droga y alcohol, como había
oído decir que se organizaban, lo ayudarían a pasar
al otro mundo, aunque corras el riesgo de que, lá no
assento etéreo onde subiste, se venga a agravar la
nostalgia de éste.

Se dice, lo dice la sabiduría de las naciones,
que no hay reglas sin excepción, y realmente así
deberá ser, porque incluso en el caso de las reglas que
todos consideraríamos máximamente inexpugnables
como son, por ejemplo, las de muerte soberana, en que, por simple
definición del concepto, sería inadmisible que se
pudiera presentar cualquier absurda excepción,
aconteció que una carta de color violeta fue devuelta al
remitente. Se podrá objetar que semejante cosa no es
posible, que la muerte, precisamente por estar en todas partes,
no puede estar en alguna en particular, de donde resulta, por
tanto, en este caso, la imposibilidad, tanto material como
metafísica, de situar y definir lo que solemos entender
como procedencia, o sea, en la acepción que aquí
nos interesa, significa el lugar de donde vino. Igualmente se
objetará, aunque con menos pretensión especulativa,
que, habiendo estado mil agentes de la policía buscando a
la muerte durante semanas, pasando el país entero, casa
por casa, con peine fino, como si de un piojo esquivo y
hábil en sortear obstáculos se tratara, y no
habiéndola visto ni olido, es obvio que si hasta el
momento en que nos encontramos no nos ha sido dada ninguna
explicación de cómo las cartas llegan al correo,
menos aún se nos dirá por qué misteriosos
canales ahora le ha llegado a las manos la carta devuelta.
Reconocemos humildemente que han faltado explicaciones,
éstas y con certeza muchas más, confesamos que no
estamos en condiciones de darlas a gusto de quien las requiere,
salvo si, abusando de la credibilidad del lector, y saltando
sobre el respeto que se debe a la lógica de los sucesos,
uniésemos nuevas irrealidades a la congénita
irrealidad de la fábula, comprendemos sin costo que tales
faltas perjudican seriamente su credibilidad, aunque nada de esto
significa, repetimos, nada de esto significa que la carta color
violeta a que nos referimos no haya sido efectivamente devuelta
al remitente. Hechos son hechos, y éste, tanto si se
quiere como si no, pertenece a la clase de los irrebatibles. No
puede haber mejor prueba de lo que se dice que la imagen de la
propia muerte que tenemos delante de los ojos, sentada en una
silla y envuelta en su sábana, y un aire de total
desconcierto en la orografía de su ósea cara. Mira
recelosa el sobre violeta, le da vueltas para ver si en él
encuentra alguna de las anotaciones que los carteros suelen
escribir en casos semejantes, como no aceptado, cambió de
dirección, ausente en lugar desconocido y por tiempo
indeterminado, fallecido, Qué estupidez la mía,
murmuró, cómo podría haber fallecido si la
carta que lo tenía que matar volvió atrás.
Había pensado las últimas palabras sin darle
atención, pero inmediatamente las recuperó para
repetirlas en voz alta, con expresión soñadora,
Volvió atrás. No es necesario ser cartero para
saber que volver atrás no es lo mismo que ser devuelta,
que volver atrás puede decir únicamente que la
carta violeta no llegó a su destino, que en un punto
cualquiera del recorrido pasó algo que la hizo desandar el
camino, volver hacia el lugar de donde había venido. Ahora
bien, las cartas sólo pueden ir a donde las llevan, no
tienen piernas ni alas, y, por lo que se sabe, no están
dotadas de iniciativa propia, si la tuvieran apostamos que se
negarían a llevar las noticias terribles de que tantas
veces tienen que ser portadoras. Como esta mía,
admitió la muerte con imparcialidad, informar a alguien de
que va a morir en una fecha precisa es la peor de las noticias,
es como estar en el corredor de la muerte desde hace una cantidad
de años y de repente viene el carcelero y dice,
Aquí tienes la carta, prepárate. Lo curioso del
asunto es que todas las demás cartas de la última
expedición fueron entregadas a sus destinatarios, y si
ésta no lo fue, habrá sido por cualquier fortuita
casualidad, pues así como han existido casos de que una
misiva de amor tardara, sólo Dios sabe con qué
consecuencias, cinco años en llegar a un destinatario que
residía a dos manzanas de distancia, menos de un cuarto de
hora andando, también podría suceder que
ésta hubiera pasado de una cinta transportadora a otra sin
que nadie se diera cuenta y luego regresara al punto de partida
como quien, habiéndose perdido en el desierto, no tiene
nada más en que confiar que el rastro que dejó tras
de sí. La solución será mandarla otra vez,
le dijo la muerte a la guadaña que tenía al lado,
apoyada en la pared blanca. No se espera que una guadaña
responda, y ésta no rehuyó la norma. La muerte
prosiguió, Si te hubiera mandado a ti, con ese tu gusto
por los métodos expeditivos, la cuestión ya
estaría resulta, pero los tiempos han cambiado mucho
últimamente, hay que actualizar los medios y los sistemas,
estar al tanto de las nuevas tecnologías, por ejemplo,
utilizar el correo electrónico, he oído decir que
es lo más higiénico, que no deja caer borrones ni
mancha los dedos, además, es rápido, en el mismo
momento que la persona abre el outlook express de la microsoft ya
está atrapada, el inconveniente es que me obligaría
a trabajar con dos archivos separados, el de los que utilizan
ordenador y el de los que no lo utilizan, de cualquier modo
tenemos mucho tiempo para decidir, están apareciendo
nuevos modelos, nuevos designs, tecnologías cada vez
más perfectas, tal vez un día decida experimentar,
pero hasta entonces, seguiré escribiendo con pluma, papel
y tinta, tiene el encanto de la tradición, y la
tradición pesa mucho en esto de morir. La muerte
miró fijamente el sobre de color violeta, hizo un gesto
con la mano derecha, y la carta desapareció. Así
sabemos que, contrariamente a lo que tantos creían, la
muerte no lleva las cartas al correo.

Sobre la mesa hay una lista de doscientos noventa y ocho
nombres, algo menos que la media de costumbre, ciento cincuenta y
dos hombres y ciento cuarenta y seis mujeres, un número
igual de sobres y de hojas de papel de color violeta destinados a
la próxima operación postal, o
fallecimien-to-por-correo. La muerte añadió a la
lista el nombre de la persona a quien se dirigía la carta
que regresó a la procedencia, subrayó las palabras
y posó la pluma en el portaplumas. Si tuviera nervios,
podríamos decir que se encuentra ligeramente excitada y no
sin motivos. Había vivido demasiado para considerar la
devolución de la carta como un episodio sin importancia.
Es fácil de entender, con un poco de imaginación
será suficiente, que el puesto de trabajo de la muerte
sea, por ventura, el más monótono de todos cuantos
fueron creados desde que, por exclusiva culpa de dios,
caín mató a abel. Después de tan deplorable
acontecimiento, nada más empezar el mundo, que vino a
demostrar qué difícil es vivir en familia, y hasta
nuestros días, la cosa siguió repitiéndose,
siglos, siglos y más siglos, reiterativa, sin pausa, sin
interrupciones, sin solución de continuidad, diferente en
las múltiples formas de pasar de la vida a la no vida,
pero en el fondo siempre igual a sí misma, porque igual
fue también el resultado. En realidad, nunca se ha visto
que no muera quien tenga que morir. Y ahora,
insólitamente, un aviso firmado por la muerte, de su
propio puño y letra, un aviso en que se anunciaba el
irrevocable e improrrogable fin de una persona, había sido
devuelto a su origen, a esta sala donde la autora y signataria de
la carta, sentada, envuelta en la melancólica mortaja que
es su uniforme histórico, con una capucha por la cabeza,
medita lo sucedido mientras los huesos de sus dedos, o sus dedos
de huesos, tamborilean sobre la encimera de la mesa. Se sorprende
un poco al desear que la carta otra vez enviada le venga
nuevamente devuelta, que el sobre traiga, por ejemplo, la
indicación de ausente en lugar incierto, porque eso
sí sería una absoluta sorpresa para quien siempre
consiguió descubrir dónde nos habíamos
escondido, si de esa infantil manera alguna vez juzgamos poder
escapar. No cree sin embargo que la supuesta ausencia le aparezca
anotada en el reverso del sobre, aquí los archivos se van
actualizando automáticamente con cada gesto y movimiento
que hacemos, con cada paso que damos, cambio de casa, de estado,
de profesión, de hábitos y costumbres, si fumamos o
no fumamos, si comemos mucho, o poco, o nada, si somos activos o
indolentes, si tenemos dolor de cabeza o acidez en el
estómago, si sufrimos estreñimiento o diarreas, si
se nos cae el pelo o nos toca el cáncer, si sí, si
no, si tal vez, bastará abrir el cajón del fichero
alfabético, procurar expediente adecuado, y ahí
está todo. Y no nos sorprendamos si en el preciso instante
en el que estuviéramos leyendo nuestro informe personal
apareciera instantemente reflejado el golpe de angustia que de
súbito nos ha petrificado. La muerte lo sabe todo a
nuestro respecto, y quizá por eso sea triste. Si es cierto
que nunca sonríe es porque le faltan los labios, y esta
lección anatómica nos dice que, al contrario de lo
que los vivos creen, la sonrisa no es una cuestión de
dientes. Habrá quien diga, con humor menos macabro que de
mal gusto, que lleva cincelada una especie de sonrisa permanente,
pero eso no es verdad, lo que salta a la vista es una mueca de
sufrimiento, porque el recuerdo del tiempo en que tenía
boca, y la boca lengua, y la lengua saliva, le persigue
continuamente. Con un breve suspiro se acercó una hoja de
papel y comenzó a escribir la primera carta de este
día, Querida señora, lamento comunicar que su vida
terminará en el plazo irrevocable e improrrogable de una
semana, le deseo que aproveche lo mejor que pueda el tiempo que
le queda, su atenta servidora, muerte. Doscientas noventa y ocho
hojas, doscientos noventa y ocho sobres, doscientas noventa y
ocho descargas en la lista, no se podrá decir que un
trabajo de éstos sea de morir, pero la verdad es que la
muerte llegó al final exhausta. Con el gesto de la mano
derecha que ya le conocemos hizo desaparecer las doscientas
noventa y ocho cartas, luego, cruzando sobre la mesa los finos
brazos, dejó caer la cabeza sobre ellos, no para dormir,
que la muerte no duerme, sino para descansar. Cuando media hora
más tarde, ya repuesta de la fatiga, la incorporó,
la carta que había sido devuelta a procedencia y otra vez
enviada, estaba nuevamente allí, ante sus órbitas
atónitas y vacías.

Si la muerte soñó con la esperanza de
alguna sorpresa que la distrajera de la pesadez de la rutina,
estaba de suerte, aquí la tenía, y de las mejores.
La primera devolución podría haber sido resultado
de un simple accidente de camino, un rodezno fuera de eje, un
problema de lubrificación, una carta azul celeste que
tenía prisa por llegar y se puso delante, en fin, una de
esas cosas inesperadas que pasan en el interior de las
máquinas que, tal como sucede con el cuerpo humano, echan
a perder los cálculos más exactos. El caso de la
segunda devolución era diferente, mostraba con toda
claridad que había un obstáculo en algún
punto del camino que la debería haber llevado a la
dirección del destinatario y que, al chocar con él,
la carta regresaba. En el primer caso, dado que el retorno se
verificó al día siguiente del envío,
todavía se podía considerar la posibilidad de que
el cartero, no habiendo encontrado a la persona a quien la carta
debería ser entregada, en lugar de dejarla en el
buzón o por debajo de la puerta, la hizo regresar al
remitente, olvidándose de mencionar el motivo de la
devolución. Serían demasiadas coincidencias, pero
podría ser una buena explicación para lo sucedido.
Ahora el caso ha cambiado de aspecto. Entre ir y venir la carta
había tardado nada más que media hora,
probablemente mucho menos, dado que ya se encontraba sobre la
mesa cuando la muerte levantó la cabeza del duro amparo de
los antebrazos, es decir, del cubito y del radio, que para eso
mismo están entrelazados. Una fuerza ajena, misteriosa,
incomprensible, parecía oponerse a la muerte de la
persona, a pesar de que la fecha de su defunción estaba
fijada, como para todo el mundo, desde el propio día de su
nacimiento. Es imposible, dijo la muerte a la guadaña
silenciosa, nadie en el mundo o fuera de él ha tenido
nunca más poder que yo, yo soy la muerte, el resto es
nada. Se levantó de la silla y se acercó al
fichero, de donde volvió con el expediente sospechoso. No
había ninguna duda, el nombre concordaba con el del sobre,
la dirección también, la profesión era la de
violonchelista, el estado civil en blanco, señal de que no
estaba casado, ni viudo, ni divorciado, porque en los ficheros de
la muerte nunca consta el estado de soltero, basta pensar lo
estúpido que sería que naciera un niño, se
le hiciera la ficha, y se escribiera, no la profesión,
porque él todavía no sabrá cuál
será su vocación, mas sí que el estado civil
del recién nacido es el de soltero. En cuanto a la edad
escrita en el expediente que la muerte tiene en las manos, se ve
que , el violonchelista tiene cuarenta y nueve años. Ora
bien, si todavía fuera necesaria una prueba del
funcionamiento impecable de los archivos de la muerte, ahora
mismo la vamos a tener, cuando, en una décima de segundo,
o aún menos, ante nuestros ojos incrédulos, el
número cuarenta y nueve fue sustituido por cincuenta. Hoy
es el día del aniversario del violonchelista titular del
expediente, flores le tenían que haber sido enviadas en
vez de un anuncio de fallecimiento de aquí en ocho
días. La muerte se levantó nuevamente, dio unas
cuantas vueltas a la sala, dos veces paró ante donde se
encontraba la guadaña, abrió la boca como para
hablar con ella, pedirle una opinión, darle una orden, o
simplemente decir que se sentía confusa, desconcertada, lo
que, recordémoslo, no es nada de extrañar si
pensamos en el tiempo que lleva en este oficio sin haber sufrido,
hasta hoy, la menor falta de respeto del rebaño humano del
que es soberana pastora. En este momento fue cuando la muerte
tuvo el funesto presentimiento de que el accidente podría
haber sido más grave de lo que a primera vista le
había parecido. Se sentó a la mesa y comenzó
a consultar, de delante hacia atrás, las listas mortuorias
de los últimos ocho días. Enseguida, en la primera
relación de nombres, la de ayer, y al contrario de lo que
esperaba, vio que no constaba la del violonchelista.
Siguió hojeando una, otra, otra, otra más, otra
más todavía, y sólo en la octava lista, por
fin, lo acabó encontrando. Erradamente pensó que el
nombre debería encontrarlo en la lista de ayer, y ahora
veía, con escándalo inaudito, que alguien que ya
debería estar muerto hace dos días
permanecía vivo. Y eso no era lo principal. El demonio del
violonchelista, que desde que nació estaba destinado a
morir joven, con apenas cuarenta y nueve primaveras, acababa de
cumplir descaradamente los cincuenta, desacreditando así
al destino, la fatalidad, la suerte, el horóscopo, el hado
y todas las demás potencias que se dedican a contrariar,
con todos los medios dignos e indignos, nuestra humanísima
voluntad de vivir. Era realmente un descrédito total. Y
ahora cómo voy a rectificar un desvío que no
podía haber sucedido, si un caso así no tiene
precedentes, si nada semejante está previsto en los
reglamentos, se preguntaba la muerte, sobre todo porque él
tenía que haber muerto con cuarenta y nueve años y
no con los cincuenta que ya tiene. Se notaba que la pobre muerte
estaba perpleja, desconcertada, que poco le faltaba para darse
con la cabeza en las paredes de puro quebranto. En tantos
millares de siglos de continua actividad, nunca tuvo un fallo
operacional, y ahora, precisamente cuando había
introducido algo nuevo en la relación clásica de
los mortales con su auténtica y única causa mortis,
su reputación, tan trabajosamente conquistada, acababa de
sufrir el más duro de los golpes. Qué hacer,
preguntó, imaginemos que el hecho de que él no
muriera cuando debía lo haya colocado fuera de mi alcance,
cómo voy a descalzarme esta bota. Miró a la
guadaña, compañera de tantas aventuras y masacres,
pero ella se hizo la desentendida -nunca respondía, y
ahora, ausente del todo, como si se hubiera empachado del mundo,
descansaba la lámina desgastada y herrumbrosa contra la
pared blanca. Entonces fue cuando la muerte dio a luz su gran
idea, Se suele decir que no hay una sin dos, ni dos sin tres, y
que a la tercera va la vencida, veamos si realmente es como
dicen. Hizo el gesto de despedida con la mano derecha, y la carta
dos veces devuelta volvió a desaparecer. Ni dos minutos
anduvo fuera. Ahí estaba, en el mismo lugar que antes. El
cartero no pudo haberla introducido por debajo de la puerta, no
tocó el timbre, y sin embargo, regresada, ahí
estaba.

Es evidente que no hay que tener pena de la muerte.
Innumerables y justificadas han sido nuestras quejas para
permitirnos ahora caer en sentimientos de piedad que en
ningún momento del pasado ella tuvo la delicadeza de
manifestarnos, pese a saber mejor que nadie cuánto nos
contraría la obstinación con que siempre, costara
lo que costara, hace su voluntad. Pero no obstante, al menos
durante un breve momento, lo que tenemos delante de los ojos se
asemeja más a la estatua de la desolación que a la
figura siniestra que, según dejaron dicho algunos
moribundos de vista penetrante, se presenta a los pies de
nuestras camas en la hora final para hacernos una señal
semejante a la de enviar las cartas, pero al contrario, es decir,
la señal no dice ve allá, dice ven aquí. Por
algún extraño fenómeno óptico, real o
virtual, la muerte parece ahora más pequeña, como
si la osamenta le hubiese encogido, o quizá siempre fue
así y son nuestros ojos, de acuerdo con nuestros miedos,
los que hacen de ella una gigante. Pobrecita de la muerte. Nos
dan ganas de ponerle la mano en su duro hombro, diciéndole
al oído, o mejor, en el sitio donde lo tenía,
debajo del parietal, algunas palabras de simpatía, No se
enfade, señora muerte, son cosas que suceden, nosotros,
los seres humanos, tenemos gran experiencia en desánimos,
fiascos y frustraciones, y mire que ni eso nos hace cruzarnos de
brazos, acuérdese de los tiempos antiguos cuando nos
arrebataba sin dolor ni piedad en la flor de la juventud, piense
en este tiempo de ahora en que, con idéntica dureza de
corazón, le sigue haciendo lo mismo a la gente que
más carece de lo que es necesario para la vida, es
probable que le hayamos ayudado a ver quién se cansaba
primero, si usted o nosotros, comprendo su pena, la primera
derrota es la que más duele, después nos
habituamos, en cualquier caso no se irrite si le digo que
ojalá no sea la última, y no es por espíritu
de venganza, que sería pobre venganza, algo así
como sacarle la lengua al verdugo que nos va a cortar la cabeza,
a decir verdad, nosotros, los humanos, no podemos hacer mucho
más que sacarle la lengua al verdugo que nos va a cortar
la cabeza, será por eso que siento una enorme curiosidad
por saber cómo va a salir del lío en que
está metida, con esa historia de la carta que va y viene y
de ese violonchelista que no podrá morir a los cuarenta y
nueve porque ya ha cumplido los cincuenta. La muerte hizo un
gesto de impaciencia, se sacudió bruscamente del hombro la
mano fraternal con que la consolábamos y se levantó
de la silla. Ahora parecía más alta, con más
cuerpo, una señora muerte como debe ser, capaz de hacer
temblar el suelo debajo de sus pies, con la mortaja arrastrando y
levantando humo a cada paso. La muerte está enfadada. Es
el momento de sacarle la lengua.

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6
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