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Las intermitencias de la muerte, de José Saramago (página 5)



Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6

Salvo algunos casos raros, como los de aquellos citados
moribundos de mirada penetrante que la vislumbraron a los pies de
la cama con el aspecto clásico de un fantasma envuelto en
paños blancos, o, como parece que le sucedió a
proust, en la figura de una mujer gorda vestida de negro, la
muerte es discreta, prefiere que no se note su presencia,
especialmente si las circunstancias la obligan a salir a la
calle. En general, se cree que la muerte, siendo, como algunos se
empeñan en afirmar, la cara de una moneda de la que dios,
del otro lado, es la cruz, será, como él, por
propia naturaleza, invisible. No es exactamente así. Somos
testigos fidedignos de que la muerte es un esqueleto envuelto en
una sábana, vive en una sala fría acompañada
de una vieja y herrumbrosa guadaña que no responde a
preguntas, rodeada de paredes encaladas a lo largo de las cuales
se ven, entre telas de arañas, unas cuantas docenas de
ficheros con grandes cajones repletos de expedientes. Se
comprende, por tanto, que la muerte no quiera aparecerse a las
personas con esa figura, en primer lugar por razones de
estética personal, en segundo lugar para que los infelices
transeúntes no se mueran del susto al toparse con esas
grandes órbitas vacías al volver una esquina. En
público, sí, la muerte se torna invisible, pero no
en privado, como pudieron comprobar, en un momento
crítico, el escritor marcel proust y los moribundos de
vista penetrante. Ya el caso de Dios es diferente. Por mucho que
se esforzara, nunca conseguiría hacerse visible ante los
ojos humanos, y no es porque no sea capaz, puesto que para
él nada es imposible, es simplemente porque no
sabría qué cara poner para presentarse ante los
seres que se supone que ha creado, siendo lo más probable
que no los reconociera, o quizá, y eso sería
todavía peor, que ellos no lo reconocieran a él.
Habrá también quien diga que, para nosotros, es una
gran suerte que Dios no quiera aparecerse, porque el pavor que le
tenemos a la muerte sería como un juego de niños
comparado con el susto que nos llevaríamos si tal
aconteciera. En fin, de Dios y de la muerte no se han contado
nada más que historias y ésta es una más
entre tantas.

Hete aquí que la muerte decidió ir a la
ciudad. Se quitó la sábana, que era toda la ropa
que llevaba encima, la dobló cuidadosamente y la
dejó sobre la silla donde la hemos visto sentarse.
Exceptuando esta silla y la mesa, exceptuando también los
ficheros y la guadaña, no hay nada más en la sala,
salvo esa puerta estrecha que no sabemos adonde da. Siendo
aparentemente la única salida, sería lógico
pensar que la muerte la utilizaría para ir a la ciudad,
sin embargo, no será así. Sin sábana, la
muerte ha perdido otra vez altura, tendrá, como mucho, las
medidas humanas, un metro sesenta y seis o sesenta y siete, y,
estando desnuda, sin un hilo de ropa encima, todavía nos
parece más pequeña, casi un esqueletito de
adolescente. Nadie diría que ésta es la misma
muerte que con tanta violencia nos quitó la mano del
hombro cuando, movidos por una inmerecida piedad, la pretendimos
consolar en su pena. Realmente, no hay nada en el mundo
más desnudo que el esqueleto. En vida, va doblemente
vestido, primero por la carne con que se tapa, después, si
no se las quitó para bañarse o para actividades
más deleitosas, por la ropa con que a dicha carne le gusta
vestirse. Reducido a lo que en realidad es, el armazón
medio descoyuntado de alguien que hace mucho tiempo dejó
de existir, no le queda nada más que desaparecer. Y eso es
lo que le está pasando, de la cabeza a los pies. Ante
nuestros atónitos ojos, los huesos están perdiendo
consistencia y dureza, poco a poco se le van desdibujando los
contornos, lo que era sólido se torna gaseoso, se extiende
en todos los sentidos como una neblina tenue, es como si el
esqueleto se estuviera evaporando, ahora es ya sólo un
esbozo impreciso a través del que se puede ver la
guadaña indiferente, y de repente, la muerte dejó
de estar, estaba y no está, o está, pero no la
vemos, o ni eso, atravesó simplemente el techo de la sala
subterránea, la enorme masa de tierra que hay encima, y se
fue, como en su fuero interior había decidido cuando la
carta color violeta le llegó devuelta por tercera vez.
Sabemos adonde va. No puede matar al violonchelista, pero quiere
verlo, tenerlo delante de los ojos, tocarlo sin que él se
dé cuenta. Tiene la seguridad de que un día de
éstos descubrirá la forma de liquidarlo sin
infringir demasiado los reglamentos, pero mientras tanto
sabrá quién es ese hombre al que los avisos de
muerte no lograron alcanzar, qué poderes tiene, si es
ése el caso, o si, como un idiota inocente, sigue viviendo
sin que le pase por la cabeza que ya tenía que estar
muerto. Aquí encerrados, en esta fría sala sin
ventanas y con una puerta estrecha que no se sabe para qué
servirá, no nos habíamos dado cuenta de cuan
rápido pasa el tiempo. Han dado las tres de la madrugada,
la muerte ya debe de estar en casa del violonchelista.

Así es. Una de las cosas que más fatigan a
la muerte es el esfuerzo que tiene que hacer sobre sí
misma cuando no quiere ver todo aquello que en todos los lugares,
simultáneamente, se le presenta delante de los ojos.
También en este particular se parece mucho a Dios. Veamos.
Aunque el hecho no se incluya entre los datos verificables por la
experiencia sensorial humana, hemos sido habituados a creer,
desde niños, que Dios y la muerte, esas eminencias
supremas, están al mismo tiempo en todas partes, es decir,
son omnipresentes, palabra, como tantas otras, mestiza del
latín y griego. En verdad, sin embargo, es bien posible
que, al pensarlo, y tal vez más aún cuando lo
expresamos, considerando la ligereza con que las palabras nos
suelen salir de la boca, no tengamos una clara conciencia de lo
que eso puede significar. Es fácil decir que Dios
está en todas partes, y que la muerte en todas partes
está, pero por lo visto no nos damos cuenta de que, si
realmente están en todas partes, a la fuerza tienen que
ver, en todas las infinitas partes en que se encuentren, todo
cuanto haya para ver. De dios, que por obligaciones de cargo
está al mismo tiempo en todo el universo, porque de otro
modo no tendría ningún sentido que lo hubiera
creado, sería una pretensión ridícula que
mostrara un interés especial por lo que sucede en el
pequeño planeta tierra, que, por cierto, y esto
quizá no se le haya ocurrido a nadie, él conoce con
un nombre completamente diferente, pero la muerte, esta muerte
que, como ya dijimos páginas atrás, está
adscrita a la especie humana con carácter de exclusividad,
no nos quita los ojos de encima ni un minuto, hasta tal punto que
incluso quienes todavía no van a morir sienten que
constantemente su mirada los persigue. De aquí podremos
sacar una idea del esfuerzo hercúleo que la muerte tuvo
que hacer en las escasas veces que, por esta o aquella
razón, a lo largo de nuestra historia común,
necesitó rebajar su capacidad perceptiva a la altura de
los seres humanos, es decir, ver cada cosa de una vez, estar en
cada momento en un solo lugar. En el caso concreto que hoy nos
ocupa ésa es la explicación de por qué
todavía no ha conseguido pasar de la entrada de la casa
del violonchelista. Cada paso que va dando, si le llamamos paso
es para ayudar a la imaginación de quien nos lea, no
porque ella efectivamente se mueva como si dispusiese de piernas
y pies, la muerte tiene que pelear mucho para reprimir la
tendencia expansiva que es inherente a su naturaleza, y que,
dejada en libertad, enseguida haría estallar y
dispersaría en el espacio la precaria e inestable unidad
que es la suya, con tanto costo agregada. La distribución
de las divisiones del apartamento donde vive el violonchelista
que no recibió la carta de color violeta, pertenece al
tipo económico de la clase media, por tanto más
propia de un pequeño burgués sin horizontes que de
un discípulo de euterpe. Se entra por un corredor donde,
en la oscuridad, apenas se distinguen cinco puertas, una al
fondo, que, para no tener que volver al asunto, queda ya dicho
que da acceso al cuarto de baño, y dos a cada lado. La
primera, a mano izquierda, por donde la muerte decide comenzar la
inspección, abre hacia un pequeño comedor con
señales de ser poco usado, que a su vez comunica con una
cocina aún más pequeña, equipada con lo
esencial. De ahí se sale de nuevo al pasillo, justo
enfrente de una puerta que la muerte no necesitó tocar
para saber que se encuentra fuera de servicio, o sea, que ni abre
ni cierra, modo de decir contrario a la simple
demostración, pues una puerta de la que se dice que ni
abre ni cierra es simplemente una puerta cerrada que no se puede
abrir, o, como también suele decirse, una puerta
condenada. Claro que la muerte podría atravesarla y todo
lo demás que detrás hubiera, pero si le
costó tanto trabajo agregarse y definirse, aunque
continúe invisible para los ojos vulgares, en forma
más o menos humana, si bien, como dijimos antes, no hasta
el punto de tener piernas y pies, no va a correr el riesgo de
relajarse y dispersarse en el interior de la madera de una puerta
o de un armario con ropa, que es lo que seguramente habrá
al otro lado. La muerte siguió pues por el pasillo hasta
la primera puerta a la derecha de quien entra, y por ahí
pasó a la sala de música, que otro nombre no se ve
que pueda darse a la división de una casa donde se hallan
un piano abierto y un violonchelo, un atril con las tres piezas
de la fantasía opus setenta y tres de robert schumann,
según la muerte pudo leer gracias a un farol de
iluminación pública cuya desmayada luz anaranjada
entraba por las dos ventanas, y también algunos cuadernos
amontonados aquí y allí, sin olvidar las altas
estanterías de libros donde la literatura tiene todo el
aspecto de convivir con la música en la más
perfecta armonía, que hoy es la ciencia de los acordes
después de haber sido la hija de ares y afrodita. La
muerte rozó las cuerdas del violonchelo, pasó
suavemente las puntas de los dedos por las teclas del piano, pero
sólo ella distinguiría el sonido de los
instrumentos, una larga y grave queja primero, un breve gorgoteo
de pájaros después, ambos inaudibles para los
oídos humanos, aunque claros y precisos para quien desde
hace tanto tiempo aprendió a interpretar el sentido de los
suspiros. Ahí, en el cuarto de al lado, será donde
el hombre duerme. La puerta está abierta, la penumbra,
pese a ser más profunda que la de la sala de
música, deja ver una cama y el bulto de alguien acostado.
La muerte avanza, cruza el umbral, pero se detiene, indecisa, al
sentir la presencia de dos seres vivos en el dormitorio.
Conocedora de ciertos hechos de la vida, aunque, como es natural,
no por experiencia propia, la muerte pensó que el hombre
tenía compañía, que a su lado
dormiría otra persona, alguien a quien ella todavía
no había enviado la carta color violeta, pero que en esta
casa compartía el abrazo de las mismas sábanas y el
calor de la misma manta. Se aproximó más, casi
rozando, si tal cosa se puede decir, la mesilla de noche, y vio
que el hombre estaba solo. Sin embargo, al otro lado de la cama,
enroscado sobre una alfombra como un ovillo, dormía un
perro de tamaño mediano, de pelo oscuro, quizá
negro. Que recordara, era la primera vez que la muerte se
sorprendía pensando, no sirviendo ella nada más que
para la muerte de seres humanos, que aquel animal se encontraba
fuera del alcance de su simbólica guadaña, que su
poder no podía tocarle ni siquiera levemente, por eso ese
perro que dormía también se tornaría
inmortal, más tarde veremos durante cuánto tiempo,
si su propia muerte, la otra, la que se encarga de los otros
seres vivos, animales y vegetales, se ausentara, como ésta
había hecho y alguien tuviera un buen motivo para escribir
en el final de otro libro, Al día siguiente no
murió ningún perro. El hombre se movió, tal
vez soñara, tal vez continuara tocando las tres piezas de
schumann y le salió una nota falsa, un violonchelo no es
como un piano, el piano tiene siempre las notas en el mismo
sitio, debajo de cada tecla, mientras que el violonchelo las
dispersa a lo largo de toda la extensión de las cuerdas,
es necesario ir a buscarlas, fijarlas, acertar en el punto
exacto, mover el arco con la justa inclinación y con la
justa presión, nada más fácil, por
consiguiente, que errar una o dos notas cuando se está
durmiendo. La muerte se inclinó hacia delante para ver
mejor la cara del hombre, en ese momento le pasó por la
cabeza una idea absolutamente genial, pensó que los
expedientes de su archivo deberían tener pegadas las
fotografías de las personas de quien se refieren, no una
foto cualquiera, sino una tan avanzada científicamente
que, de la misma manera que los datos de la existencia de esas
personas van siendo de forma continua y automática
actualizados en los respectivos expedientes, también la
imagen de las personas iría mudando con el paso del
tiempo, desde el niño con la piel arrugada y sonrosada en
los brazos de la madre, hasta este día de hoy, cuando nos
preguntamos si somos realmente aquellos que fuimos, o si
algún genio de la lámpara no nos irá
sustituyendo por otra persona cada hora que pasa. El hombre
vuelve a moverse, parece que va a despertarse, pero no, la
respiración retoma la cadencia normal, las mismas trece
veces por minuto, la mano izquierda reposa sobre el
corazón, como si estuviera a la escucha de las
pulsaciones, una nota abierta para la diástole, una nota
cerrada para la sístole, mientras la derecha, con la palma
hacia arriba y los dedos ligeramente curvados, parece estar a la
espera de que otra mano venga a cruzarse con ella. El hombre
tiene un aspecto de persona de más edad que los cincuenta
que ha cumplido, quizá no sea la edad, será el
cansancio, y por ventura triste, pero eso sólo lo podremos
saber cuando abra los ojos. No tiene todo el pelo, y mucho del
que todavía le queda ya es blanco. Es un hombre
cualquiera, ni feo ni guapo. Así como lo estamos viendo
ahora, acostado boca arriba, con la chaqueta del pijama de rayas
que el embozo de la sábana no cubre por completo, nadie
diría que es el primer violonchelista de una orquesta
sinfónica de la ciudad, que su vida discurre entre las
líneas mágicas del pentagrama, quién sabe si
también en busca del corazón profundo de la
música, pausa, sonido, sístole, diástole.
Todavía resentida por los fallos en los sistemas de
comunicación del estado, pero sin la irritación que
experimentaba cuando venía hacia aquí, la muerte
mira la cara adormecida y piensa vagamente que este hombre ya
debería estar muerto, que este suave respirar, inspirando,
espirando, ya debería haber cesado, que el corazón
que la mano izquierda protege ya tendría que estar parado
y vacío, suspendido para siempre en la última
contracción. Ha venido para ver a este hombre y ahora ya
lo ha visto, no hay en él nada especial que explique las
tres devoluciones de la carta color violeta, lo mejor que puede
hacer después de esto es regresar a la fría sala
subterránea de donde vino para descubrir la manera de
acabar de una vez con la maldita casualidad que hizo de este
serrador de violonchelos un sobreviviente de sí mismo.
Para espolear su propia y ya declinante contrariedad la muerte
usó estas dos agresivas parejas de palabras, maldita
casualidad, serrador de violonchelos, pero los resultados no
estuvieron a la altura del propósito. El hombre que duerme
no tiene ninguna culpa de lo que ha sucedido con la carta color
violeta, ni por remotas sombras podría imaginar que
está viviendo una vida que ya no debería ser la
suya, que si las cosas fueran como debieran ser, ya
tendría que estar enterrado hace por lo menos ocho
días, y el perro negro andaría ahora recorriendo la
ciudad como loco en busca del dueño, o estaría
sentado, sin comer ni beber, a la entrada del edificio, esperando
que regresara. Durante un instante la muerte se soltó a
sí misma, se expandió hasta las paredes,
llenó todo el cuarto, y se alongó como un fluido
hasta la sala de estar contigua, ahí una parte de
sí misma se detuvo a mirar el cuaderno que estaba abierto
sobre una silla, era la suite número seis opus mil doce en
re mayor de Johann Sebastian Bach compuesta en
cóthén y no necesitó haber aprendido
música para saber que fue escrita, como la nona
sinfonía de beethoven, en la tonalidad de la
alegría, de la unidad de los hombres, de la amistad y del
amor. Entonces sucedió algo nunca visto, algo no
imaginable, la muerte se dejó caer sobre las rodillas, era
toda ella, ahora, un cuerpo rehecho, por eso tenía
rodillas, y piernas, y pies, y brazos, y manos, y una cara que
escondía entre las manos, y unos hombros que temblaban no
se sabe por qué, llorar no será, no se puede pedir
tanto a quien siempre deja un rastro de lágrimas por donde
pasa, pero ninguna de ellas suya. Así como estaba, ni
visible ni invisible, ni esqueleto ni mujer, se levantó
del suelo como un soplo y entró en el cuarto. El hombre no
se había movido. La muerte pensó, Ya no tengo nada
que hacer aquí, me voy, no merecía la pena venir
sólo para ver a un hombre y a un perro durmiendo, tal vez
sueñen el uno con el otro, el hombre con el perro, el
perro con el hombre, el perro soñando que ya es
mañana y que está posando la cabeza al lado de la
cabeza del hombre, el hombre soñando que ya es
mañana y que su brazo izquierdo rodea el cuerpo caliente y
blando del perro y lo atrae hacia su pecho. Al lado del ropero
que ciega la puerta que daría acceso al pasillo hay un
sillón donde la muerte fue a sentarse. No lo había
decidido antes, pero se sentó allí, en aquella
esquina, quizá por haberse acordado del frío que a
esta hora hace en la sala subterránea de los archivos.
Tiene los ojos a la altura de la cabeza del hombre, le distingue
el perfil nítidamente dibujado sobre el fondo de la vaga
luminosidad naranja que entra por la ventana y se repite a
sí misma que no tiene ningún motivo razonable para
seguir allí, pero inmediatamente argumenta que sí,
que tiene un motivo, y fuerte, porque ésta es la
única casa de la ciudad, del país, del mundo
entero, en que existe una persona que está infringiendo la
más severa de las leyes de la naturaleza, esa que tanto
impone la vida como la muerte, que no te preguntó si
querías vivir, que no te preguntará si quieres
morir. Este hombre está muerto, pensó, todo aquel
que tenga que morir joven ya viene muerto de antes, sólo
necesita que yo le dé un toque leve con el pulgar o que le
mande la carta color violeta que no podrá rechazar. Este
hombre no está muerto, pensó, despertará
dentro de pocas horas, se levantará como todos los otros
días, abrirá la puerta del patio para que el perro
se libere de lo que le sobra en el cuerpo, tomará su
desayuno, entrará en el cuarto de baño de donde
saldrá aliviado, limpio, afeitado, tal vez vaya a la calle
con el perro para comprar juntos el periódico en el
quiosco de la esquina, tal vez se siente ante el atril y toque
una vez más las tres piezas de schumann, tal vez
después piense en la muerte como tienen obligación
de hacer todos los seres humanos, aunque él no sepa que en
este momento es como si fuera inmortal porque esta muerte que lo
mira no sabe cómo ha de matarlo. El hombre cambió
de postura, dio la espalda al armario que condenaba la puerta y
dejó caer el brazo derecho hacia el lado del perro. Un
minuto después estaba despierto. Tenía sed.
Encendió la lámpara de la mesilla de noche, se
levantó, metió los pies en las zapatillas que, como
siempre, estaban debajo de la cabeza del perro, y fue a la
cocina. La muerte lo siguió. El hombre echó agua en
un vaso y bebió. El perro apareció en ese momento,
mató la sed en el recipiente de al lado de la puerta que
da al patio y luego levantó la cabeza hacia el
dueño. Quieres salir, claro, dijo el violonchelista.
Abrió la puerta y esperó que el animal volviera. En
el vaso había quedado un poco de agua. La muerte la
miró, hizo un esfuerzo para imaginar qué
sería la sed, pero no lo consiguió. Tampoco lo
consiguió cuando tuvo que matar de sed en el desierto,
pero entonces ni siquiera lo había intentado. El animal ya
regresaba, moviendo el rabo. Vamos a dormir, dijo el hombre.
Volvieron a la habitación, el perro dio tres vueltas sobre
sí mismo y se echó enroscado. El hombre se
tapó hasta el cuello, tosió dos veces y poco
después entró en el sueño. Sentada en su
esquina, la muerte lo miraba. Mucho más tarde, el perro se
levantó de la alfombra y se subió al sillón.
Por primera vez en su vida la muerte supo lo que era tener un
perro en el regazo.

Momentos de debilidad cualquiera los puede tener en la
vida, y, si hoy pasamos sin ellos, demos como cierto que los
tendremos mañana. Del mismo modo que tras la
broncínea coraza de aquiles vimos que latía un
corazón sentimental, baste que recordemos los celos
padecidos por el héroe durante diez años
después de que agamenón le robara a su bien amada,
la cautiva briseida, y luego aquella terrible cólera que
le hizo volver a la guerra gritando con voz estentórea
contra los troyanos cuando su amigo patroclo murió a manos
de héctor, también en la más impenetrable de
todas las armaduras hasta hoy forjadas y con promesa de que
así seguirá hasta la definitiva consumación
de los siglos, al esqueleto de la muerte nos referimos, siempre
existe la posibilidad de que un día llegue a insinuarse en
su pavorosa carcasa, así como quien no quiere la cosa, un
suave acorde de violonchelo, un ingenuo trino de piano, o que la
simple visión de un cuaderno de música abierto
sobre una silla te haga recordar aquello que te niegas a pensar,
que no habías vivido y que, hagas lo que hagas, no
podrás vivir nunca, salvo si. Habías observado con
fría atención al violonchelista dormido, ese hombre
al que no consigues matar porque sólo pudiste llegar hasta
él cuando ya era demasiado tarde, habías visto al
perro enroscado sobre la alfombra, y ni siquiera a este animal te
es permitido tocar porque tú no eres su muerte, y, en la
templada penumbra del dormitorio, esos dos seres vivos que
rendidos al sueño te ignoraban sirvieron para aumentar en
tu conciencia el peso del yerro. Tú, que te habías
habituado a poder lo que nadie más puede, te ves
allí impotente, atada de pies y manos, con tu licencia
para matar cero cero siete sin validez en esta casa, nunca, desde
que eres muerte, lo reconoces, habías sido hasta tal punto
humillada. Fue entonces cuando saliste del dormitorio y entraste
en la sala de música, fue entonces cuando te arrodillaste
ante la suite número seis para violonchelo de Johann
Sebastian Bach e hiciste con los hombros esos movimientos
rápidos que en los seres humanos suelen acompañar
al llanto compulsivo, fue entonces, con tus duras rodillas
todavía hincadas en el duro suelo, cuando tu
exasperación se difuminó de repente como la
imponderable niebla en que a veces te transformas cuando no
quieres ser del todo invisible. Regresaste al dormitorio,
seguiste al violonchelista cuando él fue a la cocina para
beber agua y abrirle la puerta al perro, primero lo viste
acostado y durmiendo, ahora lo ves despierto y de pie, tal vez
debido a una ilusión óptica causada por las rayas
verticales del pijama parecía mucho más alto que
tú, pero no podía ser, era un engaño de los
ojos, una distorsión de la perspectiva, ahí
está la lógica de los hechos que nos dice que la
mayor eres tú, muerte, mayor que todo, mayor que todos
nosotros. O tal vez no siempre lo seas, tal vez las cosas que
suceden en el mundo se expliquen por la ocasión, por
ejemplo, la luna deslumbrante que el músico recuerda de su
infancia habría pasado en vano si él se encontrara
durmiendo, sí, la ocasión, porque tú ya eras
otra vez una pequeña muerte cuando regresaste al
dormitorio y te sentaste en el sillón, y más
pequeña aún te hiciste cuando el perro se
levantó de la alfombra y se subió a tu regazo que
parecía de niña, y entonces tuviste un pensamiento
de los más bonitos, pensaste que no era justo que la
muerte, no tú, la otra, viniese algún día a
apagar la brasa de aquel suave calor animal, así lo
pensaste, quién lo diría, tú que
estás tan habituada a los fríos árticos y
antárticos que hacen en la sala en que te encuentras en
este momento y adonde la voz de tu ominoso deber te llamó,
el de matar a aquel hombre que, dormido, parecía tener en
la cara el rictus amargo de quien en toda su vida había
tenido una compañía realmente humana en la cama,
que hizo un acuerdo con su perro para que cada uno soñara
con el otro, el perro con el hombre, el hombre con el perro, que
se levanta de noche con su pijama de rayas para ir a la cocina a
matar la sed, claro que sería más cómodo
llevarse un vaso de agua al dormitorio cuando fuera a acostarse,
pero no lo hace, prefiere su pequeño paseo nocturno por el
pasillo hasta la cocina, en medio de la paz y el silencio de la
noche, con el perro que siempre va detrás y a veces pide
salir al patio, otras veces no, Este hombre tiene que morir,
dices tú.

La muerte es nuevamente un esqueleto envuelto en una
mortaja, con la capucha medio caída hacia delante, de modo
que lo peor de la calavera le quede cubierto, pero no merece la
pena tanto cuidado, si ésa era su preocupación,
porque aquí no hay nadie que se asuste con el macabro
espectáculo, sobre todo porque a la vista quedan los
extremos de los huesos de las manos y de los pies, éstos
descansando en las baldosas del suelo, cuya gélida
frialdad no sienten, aquéllas hojeando, como si fueran un
raspador, las páginas del volumen completo de las
ordenaciones históricas de la muerte, desde el primero de
todos los reglamentos, el que fue escrito con una sola y simple
palabra, matarás, hasta las adendas y los apéndices
más recientes, en que todos los modos y variantes del
morir hasta ahora conocidos se encuentran compilados, y de los
que se puede decir que nunca la lista se agota. La muerte no se
sorprendió con el resultado negativo de su consulta, en
realidad, sería incongruente, pero sobre todo sería
superfluo que en un libro en que se determina para todos y cada
representante de la especie humana un punto final, un remate, una
condena, la muerte, aparecieran palabras como vida y vivir, como
vivo y viviré. Allí sólo hay lugar para la
muerte, jamás para hablar de hipótesis absurdas
como que alguien haya conseguido escapar de ella alguna vez. Eso
nunca se ha visto. Por ventura, buscando bien, todavía sea
posible encontrar una vez, una sola vez, el tiempo verbal yo
viví en una innecesaria nota a pie de página, pero
tal diligencia nunca ha sido seriamente intentada, lo que nos
induce a concluir que hay más que fuertes razones para que
ni al menos el hecho de haber vivido merezca ser mencionado en el
libro de la muerte. Es que el otro nombre del libro de la muerte,
conviene que lo sepamos, es el libro de la nada. El esqueleto
apartó el reglamento hacia un lado y se levantó.
Dio, como suele hacer cuando necesita penetrar en el meollo de
una cuestión, dos vueltas a la sala, después
abrió el cajón del fichero donde se encontraba el
expediente del violonchelista y lo retiró. Este gesto
acaba de hacernos recordar que es el momento, o no lo será
nunca, por aquello de la ocasión a que antes hicimos
referencia, de dejar claro un aspecto importante relacionado con
el funcionamiento de los archivos que vienen siendo objeto de
nuestra atención y del cual, por censurable descuido del
narrador, hasta ahora no se había hecho mención. En
primer lugar, y al contrario de lo que tal vez se pudiera
imaginar, los diez millones de expedientes que se encuentran
organizados en estos cajones no fueron rellenados por la muerte,
no fueron escritos por ella. No faltaría más, la
muerte es la muerte, no una escribana cualquiera. Los expedientes
aparecen en sus lugares, es decir, alfabéticamente
archivados, en el instante exacto en que las personas nacen, y
desaparecen en el exacto momento en que mueren. Antes de la
invención de las cartas color violeta, la muerte no se
tomaba el trabajo de abrir las gavetas, la entrada y salida de
expedientes siempre se hace sin confusiones, sin atropellos, no
hay memoria de que se produjeran escenas tan deplorables como
serían las de unos diciendo que no querían nacer y
otros protestando que no querían morir. Los expedientes de
las personas que mueren van, sin que nadie los lleve, a una sala
que hay debajo de ésta, o mejor, toman su lugar en una de
las salas subterráneas que se van sucediendo en niveles
cada vez más profundos y que ya están camino del
centro ígneo de la tierra, donde toda esta papelada
acabará algún día por arder. Aquí, en
la sala de la muerte y de la guadaña, sería
imposible establecer un criterio parecido al que adoptó
aquel conservador del registro civil que decidió reunir en
un archivo los nombres y los papeles, todos, de los vivos y de
los muertos que tenía a su custodia, alegando que
sólo juntos podían representar la humanidad como
ésta debería ser entendida, un todo absoluto,
independientemente del tiempo y de los lugares, y que haberlos
mantenido separados había sido un atentado contra el
espíritu. Ésta es la enorme diferencia que existe
entre la muerte de aquí y aquel sensato conservador de los
papeles de la vida y de la muerte, además ella hace gala
de despreciar olímpicamente a los que murieron, recordemos
la cruel frase, tantas veces repetida, que dice el pasado, pasado
está, mientras que él, en compensación,
gracias a lo que en el lenguaje corriente llamamos conciencia
histórica, es de la opinión de que los vivos no
deberían nunca ser separados de los muertos y que, en caso
contrario, no sólo los muertos quedarían muertos
para siempre, también los vivos vivirían su vida
sólo por la mitad, aunque ésta fuese más
larga que la de matusalén, del que hay dudas de si
murió a los novecientos sesenta y nueve años como
dice el antiguo testamento masorético o a los setecientos
veinte como afirma el pentateuco samaritano. Ciertamente no todo
el mundo estará de acuerdo con la osada propuesta
archivística del conservador de todos los nombres habidos
y por haber, pero, por lo que pueda venir a valer en el futuro,
aquí la dejamos consignada.

La muerte examina el expediente y no encuentra nada que
no hubiese visto antes, o sea, la biografía de un
músico que ya debería estar muerto hace más
de una semana y que, pese a eso, continúa tranquilamente
viviendo en su modesto domicilio de artista, con aquel su perro
negro que sube al regazo de las señoras, el piano y el
violonchelo, su sed nocturna y su pijama de rayas. Tiene que
haber una forma de resolver este tropiezo, pensó la
muerte, lo preferible, claro está, sería que el
asunto se pudiera despachar sin hacer demasiado ruido, pero si
las altas instancias sirven para algo, si no están
ahí sólo para recibir honras y loores, ahora tienen
una buena ocasión para demostrar que no son indiferentes
para con quien, aquí abajo, en la planicie, lleva a cabo
el trabajo duro, que alteren el reglamento, que decreten medidas
excepcionales, que autoricen, si es necesario llegar a tanto, una
acción de legalidad dudosa, lo que sea menos permitir que
semejante escándalo continúe. Lo curioso del caso
es que la muerte no tiene ni la más mínima idea de
quiénes son, en concreto, las tales altas instancias que
supuestamente le deben resolver el tropiezo. Es verdad que, en
una de las cartas publicadas en la prensa, si no me equivoco en
la segunda, mencionó una muerte universal que haría
desaparecer no se sabía cuándo todas las
manifestaciones de vida del universo hasta el último
microbio, pero eso, aparte de tratarse de una obviedad
filosófica porque nada puede durar siempre, ni siquiera la
muerte, era el resultado, en términos prácticos, de
una deducción de sentido común que desde hace mucho
circulaba entre las muertes sectoriales, aunque le faltase la
confirmación de un conocimiento confirmado por el examen y
la experiencia. Demasiado hacían ellas conservando la
creencia en una muerte general que hasta hoy no ha dado el
más simple indicio de su imaginario poder. Nosotras, las
sectoriales, pensó la muerte, somos las que realmente
trabajamos en serio, limpiando el terreno de excrecencias, y, de
verdad, no me sorprendería nada que, si el cosmos llega a
desaparecer, no sea tanto como consecuencia de una
proclamación solemne de la muerte universal, retumbando
entre las galaxias y los agujeros negros, y sí como efecto
último de la acumulación de muertecitas
particulares y personales que son de nuestra responsabilidad, una
a una, como si la gallina del proverbio, en lugar de llenarse la
barriga grano a grano, grano a grano estúpidamente la
fuera vaciando, así me parece que sucederá con la
vida, que ella misma va preparando su fin, sin necesitarnos, sin
esperar que le demos un empujoncito. Es más que
comprensible la perplejidad de la muerte. La habían puesto
en este mundo hace tanto tiempo que ya no consigue recordar de
quién recibió las instrucciones indispensables para
el regular desempeño de la operación que le
incumbía. Le pusieron el reglamento en las manos, le
apuntaron la palabra matarás como único faro de sus
actividades y, sin que probablemente se diera cuenta de la
macabra ironía, le dijeron que viviera su vida. Ella se
puso a vivirla creyendo que, en caso de duda o de algún
improbable error, siempre iba a tener las espaldas cubiertas,
siempre habría alguien, un jefe, un superior
jerárquico, un guía espiritual, a quien pedir
consejo y orientación.

No es verosímil, sin embargo, y aquí
entramos en el frío y objetivo examen que la
situación de la muerte y del violonchelista viene
requiriendo, que un sistema de información tan perfecto
como el que ha mantenido estos archivos al día a lo largo
de milenios, actualizando continuamente los datos, haciendo
aparecer y desaparecer expedientes de acuerdo se naciera o
muriera, no es verosímil, repetimos, que un sistema
así sea primitivo y unidireccional, que la fuente
informativa, dondequiera que se encuentre, no esté
recibiendo continuamente, a su vez, los datos resultantes de las
actividades cotidianas de la muerte en funciones. Y, si
efectivamente los recibe y no reacciona a la extraordinaria
noticia de que alguien no ha muerto cuando debía, una de
dos, o el episodio, contra nuestras lógicas y naturales
expectativas, no le interesa y por tanto no se siente con la
obligación de intervenir para neutralizar la
perturbación surgida en el proceso, o entonces se
subentenderá que la muerte, al contrario de lo que ella
misma pensaba, tiene carta blanca para resolver, como bien
entienda, cualquier problema que le surja en su día a
día de trabajo. Fue necesario que esta palabra, duda,
hubiese sido dicha aquí una y dos veces para que en la
memoria de la muerte se despertara finalmente cierto pasaje del
reglamento que, por estar escrito en letra pequeña en un
pie de página, no atraía la atención del
estudioso y mucho menos quedaba en ella fijado. Dejando a un lado
el expediente del violonchelista, la muerte volvió al
libro. Sabía que lo que buscaba no lo iba a encontrar en
los apéndices ni en las adendas, que tenía que
estar en la parte inicial del reglamento, la más antigua,
y por tanto la menos consultada, como en general sucede con los
textos históricos básicos, y allí fue a dar
con ella. Rezaba así, En caso de duda, la muerte en
funciones deberá, en el más corto plazo posible,
tomar las medidas que su experiencia le aconseje a fin de que sea
irremisiblemente cumplido el desiderátum que en todas y en
cualquier circunstancia siempre deberá orientar sus
acciones, es decir, poner término a las vidas humanas
cuando se les extinga el tiempo que les fue prescrito al nacer,
aunque para ese efecto se torne necesario recurrir a
métodos menos ortodoxos en situaciones de una anormal
resistencia del sujeto al fatal designio o de la concurrencia de
factores anómalos obviamente imprevisibles en la
época en que este reglamento está siendo elaborado.
Más claro, agua, la muerte tiene las manos libres para
actuar como mejor le parezca. Lo que, así lo muestra el
examen a que procedemos, no era ninguna novedad. Y, si no,
veamos. Cuando la muerte, por su cuenta y riesgo, decidió
suspender su actividad a partir del día uno de enero de
este año, no se le pasó por la cabeza la idea de
que una instancia superior de la jerarquía podría
pedirle cuentas del bizarro despropósito, como igualmente
no pensó en la altísima probabilidad de que su
pintoresca invención de cartas color violeta fuese vista
con malos ojos por la referida instancia u otra de más
arriba. Son éstos los peligros del automatismo de las
prácticas, de la rutina aletargante, de la praxis cansada.
Una persona, o la muerte, para el caso da lo mismo, va cumpliendo
escrupulosamente su trabajo, día tras día, sin
problemas, sin dudas, poniendo toda su atención en seguir
las pautas establecidas, y si, al cabo de algún tiempo,
nadie se le presenta metiendo la nariz en la manera como
desempeña sus obligaciones, cierto y sabido es que esa
persona, y así le sucedió a la muerte,
acabará comportándose, sin que de tal se dé
cuenta, como si fuera reina y señora de lo que hace, y no
sólo eso, también de cuándo y de cómo
deberá hacerlo. Esta es la única explicación
razonable de por qué la muerte no consideró
necesario pedir autorización a la jerarquía cuando
tomó y puso en marcha las transcendentes decisiones que
conocemos y sin las cuales este relato, feliz o infelizmente, no
podría haber existido. Es que ni siquiera pensó en
eso. Y ahora, paradójicamente, en el justo momento en que
no cabe en sí de alegría por haber descubierto que
el poder de disponer de las vidas humanas es suyo y de él
no tendrá que dar satisfacciones a nadie, ni hoy ni nunca,
es la ocasión en que los humos de la gloria amenazan con
obnubilarla, cuando no consigue evitar esa recelosa
reflexión propia de la persona que, habiendo estado a
punto de ser sorprendida en falta, de forma milagrosa consigue
escapar en el último instante, De la que me he
librado.

A pesar de todo, la muerte que ahora se levanta de la
silla es una emperatriz. No debería estar en esta helada
sala subterránea, como si fuera una enterrada viva, y
sí en la cima de la montaña más alta
presidiendo los destinos del mundo, mirando con benevolencia el
rebaño humano, viendo cómo se mueve y se agita en
todas las direcciones sin comprender que todas van a dar al mismo
destino, que un paso atrás lo aproximará tanto a la
muerte como un paso adelante, que todo es igual a todo porque
todo tendrá un único fin, ese en que una parte de
ti siempre tendrá que pensar y que es la marca oscura de
tu irremediable humanidad. La muerte sostiene en la mano el
expediente del músico. Es consciente de que tendrá
que hacer algo con él, pero todavía no sabe
qué. En primer lugar deberá calmarse, pensar que no
es ahora más muerte de lo que era antes, que la
única diferencia entre hoy y ayer es que tiene mayor
certeza de serlo. En segundo lugar, el hecho de finalmente poder
ajustar sus cuentas con el violonchelista no es motivo para
olvidarse de enviar las cartas del día. Lo pensó y
al instante doscientos ochenta y cuatro expedientes aparecieron
sobre la mesa, la mitad eran de hombres, la mitad de mujeres, y
con ellos doscientas ochenta y cuatro hojas de papel y doscientos
ochenta y cuatro sobres. La muerte volvió a sentarse,
apartó a un lado el expediente del músico y
comenzó a escribir. Una esfera de cuatro horas
habría dejado caer el último grano de arena
precisamente cuando acababa de firmar la carta doscientas ochenta
y cuatro. Una hora después los sobres estaban cerrados,
listos para ser expedidos. La muerte buscó la carta que
tres veces fue enviada y tres veces vino devuelta y la
colocó sobre la pila de sobres color violeta, Te voy a dar
una última oportunidad, dijo. Hizo el gesto habitual con
la mano izquierda y las cartas desaparecieron. No habían
pasado cinco segundos cuando la carta del músico,
silenciosamente, reapareció sobre la mesa. Entonces la
muerte dijo, Así lo quisiste, así lo
tendrás. Tachó en el expediente la fecha de
nacimiento y la puso un año más tarde, a
continuación enmendó la edad, donde estaba escrito
cincuenta corrigió por cuarenta y nueve. No puedes hacer
eso, dijo la guadaña, Ya está hecho, Habrá
consecuencias, Sólo una, Cuál, La muerte, por fin,
del maldito violonchelista que se está divirtiendo a mi
costa, Pero él, el pobre, ignora que ya tenía que
estar muerto, Para mí es como si lo supiera, Sea como sea,
no tienes poder ni autoridad para enmendar los expedientes, Te
equivocas, tengo todos los poderes y toda la autoridad, soy la
muerte, y toma nota de que nunca lo he sido tanto como a partir
de este día, No sabes en lo que te estás metiendo,
le avisó la guadaña, En todo el mundo, sólo
hay un lugar donde la muerte no se puede meter, Qué lugar,
Ese al que llaman urna, caja, tumba, ataúd,
féretro, túmulo, catafalco, ahí no entro yo,
ahí sólo entran los vivos, después de que yo
los mate, claro, Tantas palabras para una sola y triste cosa, Es
la costumbre de esta gente, nunca acaban de decir lo que
quieren.

La muerte tiene un plan. El cambio del año de
nacimiento del músico no fue sino el movimiento inicial de
una operación en que, podemos adelantarlo desde ya,
serán empleados medios absolutamente excepcionales,
jamás usados a lo largo de la historia de las relaciones
de la especie humana con su visceral enemiga. Como en un juego de
ajedrez, la muerte avanzó con la reina. Unos cuantos
lances más deberán abrir caminos al jaque mate y la
partida terminará. Ahora se podría preguntar por
qué no regresa la muerte al statu quo ante, cuando las
personas morían simplemente porque tenían que
morir, sin necesidad de esperar a que el cartero les trajera la
carta color violeta. La pregunta tiene su lógica, pero la
respuesta no la tendrá menos. Se trata, en primer lugar,
de una cuestión de pundonor, de brío, de orgullo
profesional, por cuanto, ante los ojos de todo el mundo, que la
muerte regrese a la inocencia de aquellos tiempos sería lo
mismo que reconocer su derrota. Puesto que el proceso actual en
vigor es el de las cartas color violeta, entonces el
violonchelista tendrá que morir por esta vía. Basta
con que nos pongamos en el lugar de la muerte para comprender la
bondad de sus razones. Claro que, como hemos tenido la
ocasión de ver cuatro veces, el magno problema de hacer
llegar la ya cansada carta al destinatario subsiste, y es
ahí que, para lograr el añorado desiderátum,
entrarán en acción los medios excepcionales de que
hablamos arriba. Pero no anticipemos los hechos, observemos lo
que hace la muerte en este momento. La muerte, en este preciso
momento, no hace nada más que lo que siempre ha hecho, es
decir, empleando una expresión corriente, anda por
ahí, aunque, más exacto sería decir que la
muerte está, no anda. Al mismo tiempo, y en todas partes.
No necesita correr detrás de las personas para atraparlas,
siempre está donde ellas estén. Ahora, gracias al
método de aviso por correspondencia, podría
quedarse tranquilamente en la sala subterránea y esperar
que el correo se encargue del trabajo, pero su naturaleza es
más fuerte, necesita sentirse libre, desahogada. Como ya
decía el dictado antiguo, gallina de campo no quiere
corral. En sentido figurado, por tanto, la muerte anda en el
campo. No volverá a caer en la estupidez, o en la
indisculpable debilidad, de reprimir lo que en ella hay de mejor,
su ilimitada virtud expansiva, por eso no repetirá la
penosa acción de concentrarse y mantenerse en el
último umbral de lo visible, sin pasar al otro lado, como
hizo la noche pasada, Dios sabe con qué costo, durante las
horas que permaneció en casa del músico. Presente,
como hemos dicho una y mil veces, en todas partes, está
ahí también. El perro duerme en el patio, al sol,
esperando que el dueño regrese al hogar. No sabe adonde ha
ido ni qué hace, y la idea de seguirle el rastro, si
alguna vez lo tentó, es algo en lo que ya no piensa,
tantos y tan desorientadores son los buenos y los malos olores de
una ciudad capital. Nunca pensamos que lo que los perros conocen
de nosotros son otras cosas de las que no tenemos la menor idea.
La muerte, ésa sí, sabe que el violonchelista
está sentado en el escenario de un teatro, a la derecha
del maestro, en el lugar que corresponde al instrumento que toca,
lo ve mover el arco con la mano diestra, ve la mano izquierda,
izquierda pero no menos diestra que la otra, subiendo y bajando a
lo largo de las cuerdas, tal como ella misma hiciera medio a
oscuras, a pesar de no haber aprendido música, ni siquiera
el más elemental de los solfeos, el llamado tres por
cuatro. El maestro interrumpió el ensayo,
repiqueteó con la batuta en el borde del atril para un
comentario y una orden, pretende que en este pasaje los
violonchelos, justamente los violonchelos, se hagan oír
sin parecer que suenan, una especie de charada acústica
que los músicos dan muestras de haber descifrado sin
dificultad, el arte es así, tiene cosas que a los profanos
les parecen imposibles del todo y a fin de cuentas no lo eran. La
muerte, no sería necesario decirlo, llena el teatro hasta
lo alto, hasta las pinturas alegóricas del techo y la
inmensa araña ahora apagada, pero el punto de vista que en
este momento prefiere es el de un palco sobre el nivel del
escenario, frontero, aunque un poco de soslayo, a los grupos de
cuerda de tonalidad grave, a las violas, que son los contraltos
de la familia de los violines, a los violonchelos, que
corresponden al bajo, a los contrabajos, que son los de la voz
gruesa. Está allí sentada, en una estrecha silla
forrada de terciopelo carmesí, y mira fijamente al primer
violonchelista, ese a quien ha visto dormir y que usa pijama de
rayas, ese que tiene un perro que a estas horas duerme al sol en
el patio de la casa, esperando el regreso del dueño.
Aquél es su hombre, un músico, nada más que
un músico, como son los casi cien hombres y mujeres
organizados en semicírculo ante su chamán privado,
que es el maestro, y que un día de éstos, en
cualquier semana, mes y año futuros, recibirán en
su casa la cartita color violeta y dejarán el lugar
vacío, hasta que otro violinista, o flautista, o
trompetista venga a sentarse en la misma silla, tal vez ya con
otro chamán haciendo gestos con el palito para conjurar
los sonidos, la vida es una orquesta que siempre está
tocando, afinada, desafinada, un titanic que siempre se hunde y
siempre regresa a la superficie, y es entonces cuando la muerte
piensa que se quedará sin tener qué hacer si el
barco hundido no pudiera subir nunca más cantando aquel
evocativo canto de las aguas que resbalan por el costado, como
debe de haber sido, deslizándose con otra rumorosa
suavidad por el ondulante cuerpo de la diosa, el de anfitrite en
la hora única de su nacimiento, para convertirla en
aquella que rodea los mares, que ése es el significado del
nombre que le dieron. La muerte se pregunta dónde
estará ahora anfitrite, la hija de nereo y de doris,
dónde estará la que, no habiendo existido nunca en
la realidad, habitó durante un breve tiempo la mente
humana para crear en ella, también por breve tiempo, una
cierta y particular manera de dar sentido al mundo, de buscar
entendimientos de esa misma realidad. Y no la entendieron,
pensó la muerte, y no la pueden entender por más
que hagan, porque en la vida de ellos todo es provisional, todo
precario, todo pasa sin remedio, los dioses, los hombres, lo que
fue ya acabó, lo que es no lo será siempre, y hasta
yo, muerte, acabaré cuando no tenga a quién matar,
sea a la manera clásica, sea por correspondencia. Sabemos
que no es la primera vez que un pensamiento de éstos pasa
por lo que ella piensa, sea lo que fuere, pero es la primera vez
que haberlo pensado le causó este sentimiento de profundo
alivio, como alguien que, habiendo terminado su trabajo,
lentamente se recuesta para descansar. De súbito la
orquesta se calló, apenas se oye el violonchelo, esto se
llama un solo, un modesto solo que no llegará a durar dos
minutos, es como si de las fuerzas que el chamán
había invocado se hubiera erguido una voz, hablando por
ventura en nombre de todos aquellos que ahora están
silenciosos, el propio maestro está inmóvil, mira a
aquel músico que dejó abierto en una silla el
cuaderno con la suite número seis opus mil doce en re
mayor de Johann Sebastian Bach, la suite que él nunca
tocará en este teatro, porque es simplemente un
violonchelista de orquesta, aunque principal en su grupo, no uno
de esos famosos concertistas que recorren el mundo entero tocando
y dando entrevistas, recibiendo flores, aplausos, homenajes y
condecoraciones, mucha suerte tiene ya con que alguna que otra
vez le salgan unos cuantos compases para tocar solo, algún
compositor generoso que se acordó de ese lado de la
orquesta donde pocas cosas suelen pasar fuera de la rutina.
Cuando el ensayo termine guardará el violonchelo en su
estuche y volverá a casa en taxi, de esos que tienen un
portamaletas grande, y es posible que esta noche, después
de cenar, abra la suite de bach sobre el atril, respire hondo y
roce con el arco las cuerdas para que la primera nota nacida lo
venga a consolar de las incorregibles banalidades del mundo y la
segunda se las haga olvidar si puede, el solo ya ha terminado,
los tutti de la orquesta han cubierto el último eco del
violonchelo, y el chamán, con un gesto imperioso de
batuta, volvió a su papel de invocador y guía de
los espíritus sonoros. La muerte está orgullosa de
lo bien que su violonchelista ha tocado. Como si se tratara de
una persona de la familia, la madre, la hermana, una novia,
esposa no, porque este hombre nunca se ha casado. Durante los
tres días siguientes, excepto el tiempo necesario para
correr a la sala subterránea, escribir las cartas a toda
prisa y enviarlas al correo, la muerte fue, más que la
sombra, el propio aire que el músico respiraba. La sombra
tiene un grave defecto, se le pierde el sitio, no se da con ella
en cuanto le falta una fuente luminosa. La muerte viajó a
su lado en el taxi que lo llevaba a casa, entró cuando
él entró, contempló con benevolencia las
locas efusiones del perro a la llegada del amo, y después,
tal como haría una persona convidada a pasar allí
una temporada, se instaló. Para quien no necesita moverse,
es fácil, lo mismo le da estar sentado en el suelo como
subido a la parte alta de un armario. El ensayo de la orquesta
había acabado tarde, dentro de poco será de noche.
El violonchelista dio de comer al perro, después se
preparó su propia cena con el contenido de dos latas que
abrió, calentó lo que era para calentar,
después puso un mantel sobre la mesa de la cocina, puso
los cubiertos y la servilleta, echó vino en una copa y,
sin prisa, como si pensara en otra cosa, se metió el
primer tenedor lleno de comida en la boca. El perro se
sentó al lado, algún resto que el dueño deje
en el plato y pueda serle dado a mano será su postre. La
muerte mira al violonchelista. Por principio, no distingue entre
personas feas y personas guapas, acaso porque, no conociendo de
sí misma otra cosa que la calavera que es, tiene la
irresistible tendencia de hacer aparecer la nuestra
diseñada debajo de la cara que nos sirve de muestrario. En
el fondo, en el fondo, manda la verdad que se diga, a los ojos de
la muerte todos somos de la misma manera feos, incluso en el
tiempo en que habíamos sido reinas de belleza o reyes de
lo que masculinamente le equivalga. Le aprecia los dedos fuertes,
calcula que las pulpas de la mano izquierda poco a poco se
habrán ido endureciendo, tal vez hasta ser levemente
callosas, la vida tiene de estas y otras injusticias,
véase este caso de la mano izquierda, que tiene a su cargo
el trabajo más pesado del violonchelo y recibe del
público muchos menos aplausos que la mano derecha. Acabada
la cena, el músico lavó los platos, dobló
cuidadosamente por las marcas el mantel y la servilleta, los
guardó en un cajón del armario y antes de salir de
la cocina miró a su alrededor para ver si algo
había quedado fuera de su lugar. El perro le siguió
hasta la sala de la música, donde la muerte los esperaba.
Al contrario de la suposición que hicimos en el teatro, el
músico no tocó la suite de bach. Un día,
conversando con algunos colegas de la orquesta que en tono ligero
hablaban de la posibilidad de la composición de retratos
musicales, retratos auténticos, no tipos, como los de
samuel goldenberg y schmuyle, de mussorgsky, tuvo la ocurrencia
de decir que su retrato, en caso de existir en la música,
no lo encontrarían en ninguna composición para
violonchelo, y sí en un brevísimo estudio de
chopin, opus veinticinco, número nueve, en sol bemol
mayor. Quisieron ellos saber por qué, y él
respondió que no conseguía verse a sí mismo
en nada más que hubiera sido escrito en una pauta y que
ésa le parecía la mejor de las razones. Y que en
cincuenta y ocho segundos chopin había dicho todo cuanto
se podría decir sobre una persona a la que no podía
haber conocido. Durante algunos días, como amable
divertimiento, los más graciosos le llamaron cincuenta y
ocho segundos, pero el apodo era demasiado largo para perdurar, y
también porque no se puede mantener ningún
diálogo con alguien que había decidido demorar
cincuenta y ocho segundos en responder a lo que le preguntaban.
El violonchelista acabaría ganando la amigable contienda.
Como si hubiera percibido la presencia de un tercero en su casa,
a quien, por motivos no explicados, debiera hablar de sí
mismo, y para no tener que hacer el largo discurso que hasta la
vida más simple necesita para decir de sí misma
algo que merezca la pena, el violonchelista se sentó ante
el piano, y, tras una breve pausa para que la asistencia se
acomodara, atacó la composición. Tumbado junto al
atril y ya medio adormecido, el perro no pareció prestar
importancia a la tempestad sonora que se había
desencadenado sobre su cabeza, quizá por haberla
oído otras veces, quizá porque no
añadía nada a lo que sabía del dueño.
La muerte, sin embargo, que por deber de oficio tantas otras
músicas había escuchado, en particular la marcha
fúnebre del mismo chopin o el adagio assai de la tercera
sinfonía de beethoven, tuvo por primera vez en su
larguísima vida la percepción de lo que
podrá llegar a ser una perfecta conjunción entre lo
que se dice y el modo en que se está diciendo. Poco le
importaba que aquél fuera el retrato musical del
violonchelista, lo más probable es que las alegadas
semejanzas, tanto las efectivas como las imaginadas, las hubiese
fabricado él en su cabeza, lo que a la muerte le
impresionaba era que le pareció oír en aquellos
cincuenta y ocho segundos de música una
transposición rítmica y melódica de todas y
cada una de las vidas humanas, corrientes o extraordinarias, por
su trágica brevedad, por su intensidad desesperada, y
también a causa de ese acorde final que era como un punto
de suspensión dejado en el aire, en el vacío, en
cualquier parte, como si, irremediablemente, alguna cosa
todavía hubiera quedado por decir. El violonchelista
había caído en uno de los pecados humanos que menos
se perdonan, el de la presunción, cuando imaginó
ver su propia y exclusiva figura en un retrato en que al final se
encontraban todos, presunción que, en cualquier caso, si
nos fijamos bien, si no nos quedamos en la superficie de las
cosas, igualmente podría ser interpretada como una
manifestación de su radical opuesto, o sea, de la
humildad, dado que, siendo ése el retrato de todos,
también yo tendría que estar retratado en
él. La muerte duda, no acaba de decidirse entre la
presunción o la humildad, y, para desempatar, para salir
de dudas, se entretiene observando al músico, esperando
que la expresión de la cara le revele lo que falta, o tal
vez las manos, las manos son dos libros abiertos, no por las
razones, supuestas o auténticas, de la quiromancia, con
sus líneas del corazón y de la vida, de la vida,
sí, han oído bien, queridos señores, de la
vida, sino porque hablan cuando se abren o se cierran, cuando
acarician o golpean, cuando enjugan una lágrima o
disimulan una sonrisa, cuando se posan sobre un hombro o expresan
un adiós, cuando trabajan, cuando están quietas,
cuando duermen, cuando despiertan, y entonces la muerte,
terminada la observación, concluye que no es verdad que el
antónimo de presunción sea humildad, incluso aunque
lo juren a pies juntillas todos los diccionarios del mundo,
pobres diccionarios, que tienen que gobernarse ellos y
gobernarnos a nosotros con las palabras que existen, cuando son
tantas las que todavía faltan, por ejemplo, esa que
sería el contrario activo de la presunción, sin
embargo, en ningún caso la rebajada cabeza de la humildad,
esa palabra que vemos claramente escrita en la cara y en las
manos del violonchelista, pero que es incapaz de decirnos
cómo se llama.

Resultó ser domingo el día siguiente.
Estando el tiempo de buena cara, como sucede hoy, el
violonchelista suele ir a dar un paseo por la mañana por
uno de los parques de la ciudad en compañía de su
perro y de uno o dos libros. El animal nunca se aleja mucho,
incluso cuando el instinto lo hace andar de árbol en
árbol olisqueando las meadas de los congéneres.
Alza la pata de vez en cuando, pero se queda por ahí en lo
que a la satisfacción de sus necesidades excretoras se
refiere. Ésta, complementaria por decirlo de alguna
manera, la resuelve disciplinadamente en el patio de la casa
donde vive, por eso el violonchelista no tiene que ir
detrás recogiéndole los excrementos en un saquito
de plástico con la ayuda de la pala diseñada
especialmente para ese fin. Se trataría de un notable
ejemplo de los resultados de una buena educación canina de
no darse la circunstancia extraordinaria de que fue una idea del
propio animal, que es de la opinión de que un
músico, un violonchelista, un artista que se esfuerce por
llegar a tocar dignamente la suite número seis opus mil
doce en re mayor de bach, es de la opinión,
decíamos, que no está bien que un músico, un
violonchelista, un artista haya venido al mundo para levantar del
suelo las cacas todavía humeantes de su perro o de
cualquier otro. No es apropiado, bach, por ejemplo, dijo
éste un día conversando con su dueño, nunca
lo hizo. El músico le respondió que desde entonces
los tiempos han cambiado mucho, pero no tuvo otro remedio que
reconocer que bach, en efecto, nunca lo había hecho.
Aunque es amante de la literatura en general, basta con mirar los
estantes del medio de su biblioteca para comprobarlo, el
músico tiene una predilección especial por los
libros sobre astronomía y ciencias naturales o de la
naturaleza, y hoy se le ha ocurrido traerse un manual de
entomología. Por falta de preparación previa no
espera sacarle mucho provecho, pero se distrae leyendo que en la
tierra hay casi un millón de especies de insectos y que
éstos se dividen en dos grupos, el de los pterigotos, que
están provistos de alas, y los apterigotos, que no las
tienen, y que se clasifican en ortópteros, como la
langosta, blatoideos, como la cucaracha, mantídeos, como
la santateresa, neurópteros, como la crisopa, odonatos,
como la libélula, efemerópteros, como la
efímera, tricópteros, como la friganeal,
isópteros, como la termita, sifonápteros, como la
pulga, anopluros, como el piojo, malófagos, como el piojo
de las aves, heterópteros, como la chinche,
homópteros, como el pulgón, dípteros, como
la mosca, himenópteros, como la avispa,
lepidópteros, como la calavera, coleópteros, como
el escarabajo, y, finalmente, tisanuros, como el pececillo de
plata. Según se puede ver en la imagen del libro, la
calavera es una mariposa, y su nombre en latín es
acherontia Átropos. Es nocturna, exhibe en la parte dorsal
del tórax un dibujo semejante a una calavera humana,
alcanza doce centímetros de envergadura y es de una
coloración oscura, con las alas posteriores amarillas y
negras. Y le llaman Átroposs, es decir, muerte. El
músico no sabe, y no podría imaginarlo nunca, que
la muerte mira, fascinada, por encima de su hombro, la
fotografía en color de la mariposa. Fascinada y
también confundida. Recordemos que la parca encargada de
tratar del paso de la vida de los insectos a su no vida, o sea,
de matarlos, es otra, no es ésta, y que, aunque en muchos
casos el modus operandi sea el mismo para ambas, las excepciones
también son numerosas, baste decir que los insectos no
mueren por causas tan comunes a la especie humana como, por
ejemplo, la neumonía, la tuberculosis, el cáncer,
el síndrome de inmunodeficiencia adquirido, vulgarmente
conocido por sida, los accidentes de tráfico o las
afecciones cardiovasculares. Hasta aquí, cualquier persona
lo entiende. Lo que cuesta más comprender, lo que
está confundiendo a esta muerte que sigue mirando por
encima del hombro del violonchelista es que una calavera humana,
diseñada con extraordinaria precisión, haya
aparecido, no se sabe en qué época de la
creación, en el lomo peludo de una mariposa. Es cierto que
en el cuerpo humano también aparecen a veces unas
maripositas, pero eso nunca ha pasado de un artificio elemental,
son simples tatuajes, no venían con la persona en el
nacimiento. Probablemente, piensa la muerte, hubo un tiempo en
que todos los seres vivos eran una cosa sola, pero
después, poco a poco, con la especialización, se
encontraron divididos en cinco reinos, a saber, las
móneras, las protistas, los hongos, las plantas y los
animales, en cuyo interior, a los reinos nos referimos, infinitas
macroespecializaciones y microespecializaciones se sucedieron a
lo largo de las eras, no siendo de extrañar que, en medio
de tal confusión, de tal atropello biológico,
algunas particularidades de unas hubiesen aparecido repetidas en
otras. Eso explicaría, por ejemplo, no ya la inquietante
presencia de una calavera blanca en el dorso de esta mariposa
acherontia Átropos, que, curiosamente, más
allá de la muerte, tiene en su nombre el nombre de un
río del infierno, sino también las no menos
inquietantes semejanzas de la raíz de la mandrágora
con el cuerpo humano. No sabe una persona qué pensar ante
tanta maravilla de la naturaleza, ante asombros tan sublimes. Sin
embargo, los pensamientos de la muerte, que sigue mirando por
encima del hombro del violonchelista, han tomado otro camino.
Ahora está triste porque compara lo que habría sido
utilizar las mariposas de la calavera como mensajeras de la
muerte en lugar de esas estúpidas cartas color violeta que
al principio le parecieron la más genial de las ideas. A
una mariposa de éstas nunca se le habría ocurrido
la idea de volver atrás, lleva marcada su
obligación en la espalda, nació para esto.
Además, el efecto espectacular sería totalmente
diferente, en lugar de un vulgar cartero que nos entrega una
carta, veríamos doce centímetros de mariposa
revoloteando sobre nuestras cabezas, el ángel de la
oscuridad exhibiendo sus alas negras y amarillas, y de repente,
después de rasar el suelo y trazar el círculo de
donde ya no saldremos, ascender verticalmente ante nosotros y
colocar su calavera delante de la nuestra. Es más que
evidente que no regatearíamos aplausos a la acrobacia. Por
aquí se ve cómo la muerte que tiene a su cargo a
los seres humanos todavía tiene mucho que aprender. Claro
que, como bien sabemos, las mariposas no se encuentran bajo su
jurisdicción. Ni ellas, ni las demás especies
animales, prácticamente infinitas. Tendría que
negociar un acuerdo con la colega del departamento
zoológico, esa que tiene bajo su responsabilidad la
administración de los productos naturales, pedirle
prestadas unas cuantas mariposas acherontia Átropos,
aunque lo más probable, lamentablemente, teniendo en
cuenta la abisal diferencia de extensión de los
respectivos territorios y de las poblaciones correspondientes,
sería que la referida colega le respondiera con un
soberbio, maleducado y perentorio no, para que aprendamos que la
falta de camaradería no es una palabra vana, incluso en la
gerencia de la muerte. Piénsese en ese millón de
insectos de que hablaba el manual de entomología
elemental, imagínese, si tal es posible, el número
de individuos existentes en cada una, y díganme si no se
encontrarían más bichitos de ésos en la
tierra que estrellas tiene el cielo, o el espacio sideral, si
preferimos darle un nombre poético a la convulsa realidad
del universo en el que somos un hilo de mierda a punto de
disolverse. La muerte de los humanos, en este momento una
ridiculez de siete mil millones de hombres y mujeres bastante mal
distribuidos por los cinco continentes, es una muerte secundaria,
subalterna, ella misma tiene perfecta consciencia de su lugar en
la escala jerárquica de tánatos, como tuvo la
honradez de reconocer en la carta enviada al periódico que
le había puesto el nombre con la inicial en
mayúscula. No obstante, siendo la puerta de los
sueños tan fácil de abrir, tan asequible para
cualquiera que ni impuestos nos exigen por el consumo, la muerte,
esta que ya ha dejado de mirar por encima del hombro del
violonchelista, se complace imaginando lo que sería tener
a sus órdenes un batallón de mariposas alineadas
sobre la mesa, ella haciendo la llamada una a una y dando las
instrucciones, vas a tal lado, buscas a tal persona, le pones la
calavera por delante y regresas aquí. Entonces el
músico creería que su mariposa acherontia
Átropos había levantado el vuelo de la
página abierta, sería ése su último
pensamiento y la última imagen que llevaría
prendida en la retina, ninguna mujer gorda vestida de negro
anunciándole la muerte, como se dice que vio marcel
proust, ningún mostrenco envuelto en una sábana
blanca, como afirman los moribundos de vista penetrante. Una
mariposa, nada más que el suave run run de las alas de
seda de una mariposa grande y oscura con una pinta blanca que
parece una calavera.

El violonchelista miró el reloj y vio que era la
hora del almuerzo. El perro, que ya llevaba diez minutos pensando
lo mismo, se había sentado al lado del dueño y,
apoyando la cabeza en la rodilla, esperaba paciente a que
regresara al mundo. No lejos de allí había un
pequeño restaurante que abastecía de bocadillos y
otras menudencias alimenticias de naturaleza semejante. Siempre
que venía a este parque por la mañana, el
violonchelista era cliente y no variaba en la comanda que
hacía. Dos bocadillos de atún con mayonesa y una
copa de vino para él, un bocadillo de carne poco hecha
para el perro. Si el tiempo estaba agradable, como hoy, se
sentaban en el suelo, bajo la sombra de un árbol, y,
mientras comían, conversaban. El perro guardaba siempre lo
mejor para el final, comenzaba por los trozos de pan y
sólo después se entregaba a los placeres de la
carne, masticando sin prisa, conscientemente, saboreando los
jugos. Distraído, el violonchelista comía como iba
cayendo, pensaba en la suite en re mayor de bach, en el preludio,
en un cierto pasaje de mil pares de demonios en que solía
detenerse algunas veces, dudar, titubear, que es lo peor que le
puede suceder en la vida a un músico. Después de
acabar de comer, se echaron uno al lado del otro, el
violonchelista durmió un poco, el perro ya estaba
durmiendo un minuto antes. Cuando despertaron y volvieron a casa,
la muerte fue con ellos. Mientras el perro corría al patio
para descargar la tripa, el violonchelista puso la suite de bach
en el atril, la abrió por el pasaje escabroso, un
pianísimo absolutamente diabólico, y la implacable
duda se repitió. La muerte tuvo pena de él,
Pobrecillo, lo malo es que no va a tener tiempo para conseguirlo,
es más, nunca lo tienen, incluso los que han llegado cerca
siempre se quedaron lejos. Entonces, por primera vez, la muerte
se dio cuenta de que en toda la casa no había ni un
único retrato de mujer, salvo el de una señora de
edad que tenía todo el aspecto de ser la madre y que
estaba acompañada por un hombre que debía de ser el
padre.

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