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Las intermitencias de la muerte, de José Saramago (página 6)



Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6

Tengo un gran favor que pedirte, dijo la muerte. Como
siempre, la guadaña no respondió, la única
señal de haber oído fue un estremecimiento poco
más que perceptible, una expresión general de
desconcierto físico, puesto que jamás habían
salido de esa boca semejantes palabras, pedir un favor, y para
colmo grande. Voy a tener que estar fuera una semana,
siguió la muerte, y necesito que durante ese tiempo me
sustituyas en el despacho de las cartas, evidentemente no te pido
que las escribas, sólo que las envíes,
bastará que emitas una especie de orden mental y hagas
vibrar un poco tu lámina por dentro, así como un
sentimiento, una emoción, cualquier cosa que muestre que
estás viva, eso será suficiente para que las cartas
sigan hasta su destino. La guadaña se mantuvo callada,
pero el silencio equivalía a una pregunta. Es que no puedo
estar siempre entrando y saliendo para ocuparme del correo, dijo
la muerte, tengo que concentrarme totalmente en la
resolución del problema del violonchelista, descubrir la
manera de entregarle la maldita carta. La guadaña
esperaba. La muerte prosiguió, Mi idea es ésta,
escribo de un tirón todas las cartas de la semana en que
estaré ausente, procedimiento que me permito a mí
misma usar considerando el carácter excepcional de la
situación, y, tal como te he dicho, tú sólo
tendrás que enviarlas, no necesitas salir de donde
estás, ahí apoyada en la pared, mira que estoy
siendo buena, te pido un favor de amiga cuando podría muy
bien, sin contemplaciones, darte una simple orden, el hecho de
que en los últimos tiempos haya dejado de aprovecharme de
ti no significa que no sigas a mi servicio. El silencio resignado
de la guadaña confirmaba que así era. Entonces
estamos de acuerdo, concluyó la muerte, dedicaré
este día a escribir las cartas, calculo que serán
unas dos mil quinientas, imagínate, estoy segura de que
llegaré al final del trabajo con la muñeca abierta,
te las dejo organizadas sobre la mesa, en grupos separados, de
izquierda a derecha, no te equivoques, de izquierda a derecha,
fíjate bien, desde aquí hasta aquí,
sería una complicación de mil demonios que las
personas reciban fuera de tiempo sus notificaciones, tanto si es
para más como si es para menos. Se dice que quien calla
otorga. La guadaña había callado, por tanto
otorgaba. Envuelta en su sábana, con la capucha hacia
atrás para desahogar la visión, la muerte se
sentó a trabajar. Escribió, escribió,
pasaron las horas y ella seguía escribiendo, y eran las
cartas, y eran los sobres, y era doblarlas, y era cerrarlos, se
podría preguntar cómo lo conseguía si no
tenía lengua ni de dónde le venga la saliva, pero
eso, queridos señores, era en los felices tiempos de la
artesanía, cuando todavía vivíamos en las
cavernas de una modernidad que apenas comenzaba a despuntar,
ahora los sobres son de los llamados autoadhesivos, se les quita
la tirita de papel, y ya está, de los múltiples
empleos que la lengua tenía se puede decir que éste
ha pasado a la historia. La muerte no llegó al final con
la muñeca abierta después de tan gran esfuerzo
porque, en realidad, abierta ya la tiene desde siempre. Son
maneras de hablar que se nos pegan al lenguaje, seguimos
usándolas incluso después de haberse desviado hace
mucho del sentido original, y no nos damos cuenta de que, por
ejemplo en el caso de esta nuestra muerte que por aquí
deambula en figura de esqueleto, la muñeca ya le vino
abierta de nacimiento, basta ver la radiografía. El gesto
de despedida hizo desaparecer en el hiperespacio los doscientos
ochenta y tantos sobres de hoy, por lo tanto será a partir
de mañana cuando la guadaña comenzará a
desempeñar las funciones de expedidora postal que le
acaban de ser confiadas. Sin pronunciar una palabra, ni
adiós, ni hasta luego, la muerte se levantó de la
silla, se dirigió a la única puerta que
existía en la sala, esa puertecita estrecha a la que
tantas veces nos hemos referido sin tener la menor idea de
cuál sería su utilidad, la abrió,
entró y volvió a cerrarla tras de sí. La
emoción hizo que la guadaña experimentara a lo
largo de la lámina, hasta el pico, hasta la punta extrema,
una fortísima vibración. Nunca, en la memoria de la
guadaña, esa puerta había sido utilizada. Las horas
pasaron, todas las que fueron necesarias para que el sol naciera
ahí fuera, no aquí en esta sala blanca y
fría, donde las pálidas bombillas, siempre
encendidas, parecían haber sido puestas para espantarle
las sombras a un muerto que tuviera miedo de la oscuridad.
Todavía es pronto para que la guadaña emita la
orden mental que hará desaparecer de la sala el segundo
montón de cartas, puede, por tanto, dormir un poco
más. Esto es lo que suelen decir los insomnes que no pegan
los ojos en toda la noche, pero que, los pobres, creen que son
capaces de engañar al sueño pidiéndole un
poco más, sólo un poco más, ellos a quienes
ni un minuto de reposo les había sido concedido. Sola,
durante todas esas horas, la guadaña buscó una
explicación para el insólito hecho de que la muerte
hubiera salido por una puerta ciega que, desde el momento en que
la colocaron, parecía condenada para el resto de los
tiempos. Por fin desistió de darle vueltas a la cabeza,
más tarde o más pronto acabará sabiendo
qué está pasando ahí detrás, pues es
prácticamente imposible que haya secretos entre la muerte
y la guadaña como tampoco los hay entre la hoz y la mano
que la empuña. No tuvo que esperar mucho. Media hora
habría pasado en un reloj cuando la puerta se abrió
y una mujer apareció en el umbral. La guadaña
había oído decir que esto podría suceder,
transformarse la muerte en un ser humano, preferiblemente mujer
por esa cosa de los géneros, pero pensaba que se trataba
de una historieta, de un mito, de una leyenda como tantas y
tantas otras, por ejemplo, el fénix renacido de sus
propias cenizas, el hombre de la luna cargando con un haz de
leña sobre la espalda por haber trabajado en día
santo, el barón de münch-hausen que, tirando de sus
propios cabellos, se salvó de morir ahogado en unas aguas
pantanosas y también al caballo que montaba, el
drácula de transilvania que no muere por más que lo
maten, a no ser que le claven una estaca en el corazón, e
incluso así no faltan quienes lo duden, la famosa piedra,
en la antigua irlanda, que gritaba cuando el rey verdadero la
tocaba, la fuente del epiro que apagaba las antorchas encendidas
e inflamaba las apagadas, las mujeres que dejaban caer la sangre
de la menstruación por los campos cultivados para aumentar
la fertilidad de la sementera, las hormigas de tamaño de
perros, los perros de tamaño de hormigas, la
resurrección al tercer día porque no pudo ser en el
segundo. Estás muy guapa, comentó la
guadaña, y era verdad, la muerte estaba muy guapa y era
joven, tendría treinta y seis o treinta y siete
años como habían calculado los antropólogos,
Hablaste, finalmente, exclamó la muerte, Me ha parecido
que había un buen motivo, no todos los días se ve a
la muerte transformada en un ejemplar de la especie de que es
enemiga, Quiere decir que no ha sido por encontrarme guapa,
También, también, pero igualmente hubiera hablado
si te me hubieras aparecido con la figura de una mujer gorda
vestida de negro como a monsieur marcel proust, No soy gorda ni
estoy vestida de negro, y tú no tienes ni la menor idea de
quién fue marcel proust, Por razones obvias, las
guadañas, tanto esta de segar gente como las otras,
vulgares, de segar hierba, nunca pudieron aprender a leer, pero
todas fuimos dotadas de buena memoria, ellas de la savia, yo de
la sangre, he oído decir por ahí algunas
veces el nombre de proust y he unido hechos, fue un gran
escritor, uno de los mayores que jamás han existido, y su
expediente estará en los antiguos archivos, Sí,
pero no en los míos, no fui yo la muerte que lo
mató, No era entonces de este país el tal monsieur
marcel proust, preguntó la guadaña, No, era de
otro, de uno que se llama francia, respondió la muerte, y
se notaba un cierto tono de tristeza en sus palabras, Que te
consuele del disgusto de no haber sido tú quien lo
mató lo guapa que te veo, dios te bendiga, ayudó la
guadaña, Siempre te he considerado una amiga, pero mi
disgusto no viene de no haberlo matado yo, Entonces, No lo
sabría explicar. La guadaña miró a la muerte
con extrañeza y creyó preferible cambiar de asunto,
Dónde has encontrado lo que llevas puesto,
preguntó, Hay mucho para elegir detrás de esa
puerta, es como un almacén, como un enorme guardarropa de
teatro, son centenares de armarios, centenares de
maniquíes, millares de perchas, Me llevas, pidió la
guadaña, Sería inútil, no entiendes nada de
modas ni de estilos, A simple vista no me parece que tú
tampoco entiendas mucho, no creo que las diferentes partes de lo
que vistes vayan bien unas con otras, Como nunca has salido de
esta sala, ignoras lo que se usa en los días de hoy, Pues
te diría que esa blusa se parece mucho a otras que
recuerdo de cuando llevaba una vida activa, Las modas son
rotatorias, van y vienen, vuelven y van, si yo te contase lo que
veo por esas calles, Lo creo sin que me lo tengas que decir, No
piensas que la blusa va bien con el color de los pantalones y de
los zapatos, Creo que sí, concedió la
guadaña, Y con este gorro que llevo en la cabeza,
También, Y con esta chaqueta de piel, También, Y
con este bolso de colgar al hombro, No digo que no, Y con estos
pendientes en las orejas, Me rindo, Estoy irresistible,
confiésalo, Depende del tipo de hombre al que quieras
seducir, En cualquier caso te parece que de verdad voy guapa, He
sido yo quien lo ha dicho en primer lugar, Siendo así,
adiós, estaré de regreso el domingo, lo más
tarde el lunes, no te olvides de mandar el correo de cada
día, supongo que no será demasiado trabajo para
quien se pasa el tiempo apoyada en la pared, Llevas la carta,
preguntó la guadaña, que decidió no
reaccionar ante la ironía, La llevo, va aquí
dentro, respondió la muerte, tocando el bolso con las
puntas de unos dedos finos, bien tratados, que a cualquiera de
nosotros le apetecería besar. La muerte apareció
bajo la luz del día en una calle estrecha, con muros a un
lado y a otro, ya casi fuera de la ciudad. No se ve puerta o
portón por donde pueda haber salido, tampoco se nota
ningún indicio que nos permita reconstituir el camino que
desde la fría sala subterránea la ha traído
hasta aquí. El sol no molesta a las órbitas
vacías, por eso los cráneos rescatados en las
excavaciones arqueológicas no tienen necesidad de bajar
los párpados cuando la luz súbita les da de lleno
en la cara y el feliz antropólogo anuncia que su hallado
óseo tiene todo el aspecto de ser un neanderthal, aunque
un examen posterior venga a demostrar que al final se trataba de
un vulgar homo sapiens. La muerte, esta que se ha hecho mujer,
saca del bolso unas gafas oscuras y con ellas defiende sus ojos
ahora humanos de los peligros de una oftalmía más
que probable en quien todavía tendrá que habituarse
a las refulgencias de una mañana de verano. La muerte baja
la calle hasta donde los muros terminan y los primeros edificios
se levantan. A partir de ahí se encuentra en terreno
conocido, no hay una sola casa de estas y de todas cuantas se
extienden delante de sus ojos hasta los límites de la
ciudad y del país en que no haya estado alguna vez, y
hasta incluso en esa obra tendrá que entrar de aquí
a dos semanas para empujar de un andamio a un albañil
distraído que no se fijará dónde va a poner
el pie. En casos como éstos solemos decir que así
es la vida, cuando mucho más exactos seríamos si
dijéramos que así es la muerte. A esta chica de
gafas oscuras que está entrando en un taxi no le
daríamos nosotros tal nombre, probablemente
pensaríamos que era la propia vida en persona y
correríamos jadeando tras ella, ordenaríamos al
conductor de otro taxi, si lo hubiera, Siga a ese coche, y
sería inútil porque el taxi que la lleva ya ha
doblado la esquina y no hay aquí otro al que le
pudiéramos suplicar, Por favor, siga a ese taxi. Ahora
sí, ya tiene todo el sentido que digamos que es así
la vida y encojamos resignados los hombros. Sea como sea, y que
eso nos sirva al menos de consuelo, la carta que la muerte lleva
en su bolso tiene el nombre de otro destinatario y otra
dirección, nuestro turno de caer del andamio
todavía no ha llegado. Al contrario de lo que
razonablemente podría preverse, la muerte no le ha dado al
conductor del taxi la dirección del violonchelista, y
sí la del teatro en que él toca. Es cierto que
decidió apostar a lo seguro después de los
sucesivos desaires sufridos, pero no comenzó
transformándose en mujer por mera casualidad, o, como un
espíritu gramático también podría ser
llevado a pensar, por aquello de los géneros que antes
sugerimos, ambos, en este caso, de la mujer y de la muerte,
femeninos. A pesar de su absoluta falta de experiencia del mundo
exterior, particularmente en el capítulo de los
sentimientos, apetitos y tentaciones, la guadaña
acertó de lleno en el objetivo cuando, en determinado
momento de la conversación con la muerte, se
preguntó sobre el tipo de hombre a quien pretendía
seducir. Esta era la palabra clave, seducir. La muerte
podría haber ido directamente a casa del violonchelista,
tocar el timbre y, cuando él abriese la puerta, lanzarle
el primer anzuelo de una sonrisa dulce después de quitarse
las gafas oscuras, anunciarse, por ejemplo, como vendedora de
enciclopedias, pretexto archiconocido, pero de resultados casi
siempre seguros, y entonces una de dos, o él le
diría que entrara para tratar del asunto tranquilamente
delante de una taza de té, o le comunicaría
enseguida que no estaba interesado y haría el gesto de
cerrar la puerta, al mismo tiempo que delicadamente
pediría disculpas por el rechazo, Si al menos fuera una
enciclopedia musical, justificaría con una tímida
sonrisa. En cualquiera de las situaciones la entrega de la carta
sería fácil, digamos incluso que ultrajantemente
fácil, y esto era lo que no le agradaba a la muerte. El
hombre no la conocía a ella, pero ella conocía al
hombre, habían pasado una noche en la misma
habitación, y ella lo había oído tocar,
cosas que, se quiera o no se quiera, crean lazos, establecen una
armonía, dibujan un principio de relaciones, decirle en la
cara, Va a morir, tiene ocho días para vender el
violonchelo y encontrarle otro amo al perro, sería una
brutalidad impropia de la mujer bien parecida en que se
había transformado. Su plan es otro. En la cartelera de la
entrada del teatro se informa al respetable público de que
en esa semana se iban a dar dos conciertos de la orquesta
sinfónica nacional, uno el jueves, es decir, pasado
mañana, otro el sábado. Es natural que la
curiosidad de quien venga siguiendo este relato con escrupulosa y
obsesiva atención, en busca de contradicciones, deslices,
omisiones y falta de lógicas, exija que le expliquen con
qué dinero va a pagar la muerte las entradas para los
conciertos si hace menos de dos horas que acaba de salir de una
sala subterránea donde no consta que existan cajeros
automáticos ni bancos de puertas abiertas. Y, ya que se
encuentra en plan de preguntar, también ha de querer que
se le diga si los taxistas han pasado a no cobrar lo debido a las
mujeres que llevan gafas de sol y tienen una sonrisa agradable y
un cuerpo bien hecho. Ora bien, antes de que la malintencionada
suposición comience a echar raíces,
apresurémonos a aclarar que la muerte además de
pagar lo que el taxímetro marcaba tuvo presente
añadir una propina. En cuanto a la procedencia del dinero,
si ésa sigue siendo la preocupación del lector,
baste decir que salió de donde ya habían salido las
gafas de sol, o sea, del bolso que llevaba colgado al hombro,
puesto que, en principio, y que se sepa, nada se opone a que de
donde ha salido una cosa no pueda salir otra. Lo que sí
podría suceder es que el dinero con que la muerte
pagó la carrera de taxi y tendrá que pagar las dos
entradas para los conciertos, además del hotel donde se
hospedará en los próximos días, esté
fuera de circulación. No sería la primera vez que
nos acostamos con una moneda y nos levantamos con otra. Es de
presumir, sin embargo, que el dinero sea de buena calidad y
esté cubierto por las leyes en vigor, a no ser que,
conocidos como son los talentos mistificadores de la muerte, el
taxista, sin darse cuenta de que estaba siendo estafado, haya
recibido de la mujer de gafas de sol un billete de banco que no
es de este mundo o, por lo menos, no de esta época, con el
retrato de un presidente de república en lugar de la
veneranda y familiar faz de su majestad el rey. La venta de
billetes del teatro acaba de abrirse ahora mismo, la muerte
entra, sonríe, da los buenos días y pide dos palcos
de primera, uno para el jueves, otro para el sábado.
Insiste a la taquillera que pretende el mismo palco para ambas
funciones y que, cuestión fundamental, esté situado
al lado derecho del escenario y lo más cerca posible. La
muerte introdujo sin mirar la mano en el bolso, sacó la
billetera y entregó lo que le pareció necesario. La
taquillera le dio la vuelta, Aquí está, espero que
le gusten nuestros conciertos, supongo que es la primera vez, por
lo menos no recuerdo haberla visto por aquí, y mire que
tengo una excelente memoria para las fisonomías, ninguna
se me escapa, también es verdad que las gafas alteran
mucho la cara de las personas, sobre todo si son oscuras como las
suyas. La muerte se quitó las gafas, Y ahora qué le
parece, preguntó, Tengo la certeza de no haberla visto
antes, Tal vez porque la persona que tiene delante, esta que soy
ahora, nunca ha necesitado comprar entradas para un concierto,
hace pocos días tuve la satisfacción de asistir a
un ensayo de la orquesta y nadie notó mi presencia, No lo
entiendo, Recuérdeme que se lo explique un día,
Cuándo, Un día, el día, el que siempre
llega, No me asuste. La muerte sonrió con su preciosa
sonrisa y preguntó, Hablando francamente, cree que tengo
aspecto de darle miedo a alguien, No, qué cosas, no era
eso lo que quise decir, Entonces haga como yo, sonría y
piense en cosas agradables, La temporada de conciertos
todavía durará un mes, Mire, ésa sí
que es una buena noticia, quizá volvamos a vernos la
semana próxima, Estoy siempre aquí, ya casi soy un
mueble del teatro, Quédese tranquila, la
encontraría aunque no estuviera aquí, Entonces la
espero, No faltaré. La muerte hizo una pausa y
preguntó, A propósito, ha recibido, o alguien de su
familia, la carta color violeta, La de la muerte, Sí, la
de la muerte, Gracias a dios, no, pero los ocho días de un
vecino mío se cumplen mañana, el pobre está
con una desesperación que da pena, Qué le vamos a
hacer, la vida es así, Tiene razón, suspiró
la empleada, la vida es así. Felizmente otras personas
llegaron para comprar entradas, de otro modo no se sabe
dónde podría haber acabado esta
conversación.

Ahora se trata de encontrar un hotel que no esté
muy lejos de la casa del músico. La muerte bajó
andando hacia el centro, entró en una agencia de viajes,
pidió que le dejaran consultar el mapa de la ciudad,
situó rápidamente el teatro, de ahí su dedo
índice viajó sobre el papel hacia el barrio donde
vivía el violonchelista. La zona estaba un tanto apartada,
pero había hoteles en los alrededores. El empleado le
sugirió uno, sin lujo, pero confortable. El mismo se
ofreció para hacerle la reserva por teléfono y
cuando la muerte le preguntó cuánto le debía
por el trabajo respondió, sonriendo, Póngalo en mi
cuenta. Es lo habitual, las personas dicen cosas a lo loco,
lanzan palabras a la aventura y no se les pasa por la cabeza
pensar en las consecuencias, Póngalo en mi cuenta, dijo el
hombre, imaginando probablemente, con la incorregible fatuidad
masculina, algún apacible encuentro en un futuro
próximo. Se arriesgó a que la muerte le respondiera
con una mirada fría, Tenga cuidado, no sabe con
quién está hablando, pero ella apenas sonrió
vagamente, se lo agradeció y salió sin dejar
número de teléfono ni tarjeta de visita. En el aire
quedó un difuso perfume en que se mezclaba la rosa y el
crisantemo, De hecho, es lo que parece, mitad rosa mitad
crisantemo, murmuró el empleado, mientras doblaba
lentamente el mapa de la ciudad. En la calle, la muerte paraba un
taxi y le daba al conductor la dirección del hotel. No se
sentía satisfecha consigo misma. Asustó a la amable
señora de la taquilla, se divirtió a su costa, y
eso había sido un abuso sin perdón. La gente ya
tiene suficiente miedo de la muerte como para necesitar que ella
se le aparezca con una sonrisa y diciendo, Hola, soy yo, que es
la versión corriente, familiar podríamos decir, del
ominoso latín memento, homo, qui pulvis es et in pulverem
revérteos, y después, como si fuera poco, estuvo a
punto de lanzarle a una persona simpática que le estaba
haciendo un favor esa estúpida pregunta con que las clases
sociales llamadas superiores tienen la descarada altanería
de provocar a las que están debajo, Usted no sabe con
quién está hablando. No, la muerte no está
contenta con su proceder. Tiene la certeza de que en el estado de
esqueleto nunca se le habría ocurrido comportarse de esa
manera, A lo mejor es por haber tomado figura humana, esas cosas
deben de pegarse, pensó. Casualmente miró por la
ventana del taxi y reconoció la calle por la que pasaban,
es aquí donde vive el violonchelista, aquél es el
bajo donde vive. A la muerte le pareció sentir un choque
brusco en el plexo solar, una súbita agitación
nerviosa, podía ser el estremecimiento del cazador al
avistar la presa, cuando la tiene en la mira de la escopeta,
podía ser una especie de oscuro temor, como si comenzase a
tener miedo de sí misma. El taxi se detuvo, El hotel es
éste, dijo el conductor. La muerte pagó con la
vuelta que la taquillera del teatro le había entregado,
Quédese con el resto, dijo, sin darse cuenta de que el
resto era superior a lo que marcaba el taxímetro.
Tenía disculpa, sólo hoy había comenzado a
utilizar los servicios de este transporte público. Al
aproximarse al mostrador de recepción recordó que
el empleado de la agencia de viajes no le había preguntado
cómo se llamaba, se limitó a avisar al hotel, Les
mando una clienta, sí, una clienta, ahora mismo, y ella
estaba allí, esta clienta que no podía decir que se
llamaba muerte, con letra pequeña, por favor, que no
sabía qué nombre dar, ah, el bolso, el bolso que
lleva colgado al hombro, el bolso de donde salieron las gafas de
sol y el dinero, el bolso de donde va a salir un documento de
identidad, Buenas tardes, en qué puedo servirla,
preguntó el recepcionista, Han telefoneado de una agencia
de viajes hace un cuarto de hora para hacer una reserva a mi
nombre, Sí señora, he sido yo quien ha atendido,
Pues aquí estoy, Puede rellenar la ficha, por favor. Ahora
la muerte ya sabe el nombre que tiene, lo dice el documento de
identidad abierto sobre el mostrador, gracias a las gafas de sol
podrá copiar discretamente los datos sin que el
recepcionista se dé cuenta, un nombre, una fecha de
nacimiento, un origen, un estado civil, una profesión,
Aquí está, dijo, Cuántos días se
quedará en nuestro hotel, Pretendo salir el próximo
lunes, Permítame que fotocopie su tarjeta de
crédito, No la he traído conmigo, pero puedo pagar
ya, por adelantado, si quiere, Ah, no, no es necesario, dijo el
recepcionista. Tomó el documento de identidad para cotejar
los datos pasados a la ficha y, con una expresión de
extrañeza en la cara, levantó la mirada. El retrato
que el documento exhibía era de una mujer de más
edad. La muerte se quitó las gafas de sol y sonrió.
Perplejo, el recepcionista miró nuevamente el documento,
el retrato y la mujer que tenía delante eran ahora como
dos gotas de agua, iguales. Tiene equipaje, preguntó
mientras se pasaba la mano por la frente húmeda, No, he
venido a la ciudad a hacer compras, respondió la muerte.
Permaneció en la habitación durante todo el
día, almorzó y cenó en el hotel. Vio la
televisión hasta tarde. Después se metió en
la cama y apagó la luz. No durmió. La muerte nunca
duerme.

Con su vestido nuevo comprado ayer en una tienda del
centro, la muerte asiste al concierto. Está sentada, sola,
en el palco de primera, y, como hizo durante el ensayo, mira al
violonchelista. Antes de que las luces de la sala hubieran sido
reducidas, mientras la orquesta esperaba la entrada del maestro,
él se fijó en aquella mujer. No fue el único
de los músicos en darse cuenta de su presencia. En primer
lugar porque era la única que ocupaba el palco, lo que, no
siendo raro, tampoco es frecuente. En segundo lugar porque era
guapa, quizá no la más guapa de entre la asistencia
femenina, pero guapa de un modo indefinible, particular, no
explicable con palabras, como un verso cuyo sentido
último, si es que tal cosa existe en un verso,
continuamente escapa al traductor. Y por fin porque su figura
aislada, allí en el palco, rodeada de vacío y
ausencia por todos los lados, como si habitase la nada,
parecía ser la expresión de la soledad más
absoluta. La muerte, que tanto y tan peligrosamente había
sonreído desde que salió de su helado
subterráneo, no sonríe ahora. Del público,
los hombres la habían observado con indecisa curiosidad,
las mujeres con celosa inquietud, pero ella, como un
águila bajando rápida sobre el cordero, sólo
tiene ojos para el violonchelista. Con una diferencia, sin
embargo. En la mirada de esta otra águila que siempre
consigue a sus víctimas hay algo como un tenue velo de
piedad, las águilas, ya lo sabemos, están obligadas
a matar, así se lo impone su naturaleza, pero ésta,
aquí, en este instante, tal vez prefiriese, ante el
cordero indefenso, abrir rauda las poderosas alas y volar de
nuevo hacia las alturas, hacia el frío aire del espacio,
hacia los inalcanzables rebaños de las nubes. La orquesta
se ha callado. El violonchelista comienza a tocar su solo como si
sólo para eso hubiera nacido. No sabe que la mujer del
palco guarda en su recién estrenado bolso de mano una
carta de color violeta de la que él es destinatario, no lo
sabe, no podría saberlo, a pesar de eso toca como si
estuviera despidiéndose del mundo, diciendo por fin todo
cuanto había callado, los sueños truncados, las
ansias frustradas, la vida, en fin. Los otros músicos lo
miran con asombro, el maestro con sorpresa y respeto, el
público suspira, se estremece, el velo de piedad que
nublaba la mirada aguda de águila es ahora una
lágrima. El solo ya ha terminado, la orquesta, como un
grande y lento mar, avanzó y sumergió suavemente el
canto del violonchelo, lo absorbió, lo amplió, como
si quisiera conducirlo a un lugar donde la música se
sublimara en silencio, la sombra de una vibración que
fuera recorriendo la piel como la última e inaudible
resonancia de un timbal aflorado por una mariposa. El vuelo
sedoso y malévolo de la acherontia Átropos
cruzó rápido por la memoria de la muerte, pero ella
lo apartó con un gesto de mano que tanto se asemejaba al
que hacía desaparecer las cartas de encima de la mesa en
la sala subterránea como a un gesto de agradecimiento para
con el violonchelista que ahora volvía la cabeza hacia
ella, abriendo camino a los ojos en la oscuridad cálida de
la sala. La muerte repitió el gesto y fue como si sus
finos dedos hubieran ido a posarse sobre la mano que movía
el arco. A pesar de que el corazón hizo todo lo que pudo
para que tal sucediera, el violonchelista no erró la nota.
Los dedos no volverían a tocarle, la muerte había
comprendido que no se debe nunca distraer al artista en su arte.
Cuando el concierto terminó y el público
rompió en exclamaciones, cuando las luces se encendieron y
el maestro mandó que la orquesta se levantara, y
después cuando le hizo una señal al violonchelista
para que se levantara, él solo, para recibir la parte de
aplausos que por merecimiento le correspondía, la muerte,
de pie en el palco, por fin sonriendo, cruzó las manos
sobre el pecho, en silencio, y miró, nada más, los
otros que batieran palmas, los otros que dieran gritos, los otros
que reclamaran diez veces al maestro, ella sólo
miraba. Después, lentamente, como a disgusto, el
público comenzó a salir mientras la orquesta se
retiraba. Cuando el violonchelista se volvió hacia el
palco, ella, la mujer, ya no estaba. Así es la vida,
murmuró.

Se equivocaba, la vida no es así siempre, la
mujer está esperándolo en la puerta de artistas.
Algunos de los músicos que van saliendo la miran con
intención, pero notan, sin saber cómo, que ella
está defendida por una cerca invisible, por un circuito de
alto voltaje en que se quemarían como minúsculas
mariposas nocturnas. Entonces, apareció el violonchelista.
Al verla, se detuvo, incluso llegó a esbozar un movimiento
de retroceso, como si, vista de cerca, la mujer fuera otra cosa
que mujer, algo de otra esfera, de otro mundo, de la cara oculta
de la luna. Bajó la cabeza, intentó unirse a los
colegas que salían, huir, pero el estuche del violonchelo,
suspendido de uno de sus hombros, dificultó la maniobra de
esquive. La mujer estaba ante él, le decía, No me
huya, he venido para agradecerle la emoción y el placer de
haberlo oído, Muchas gracias, pero soy un músico de
la orquesta, nada más, no un concertista famoso, de esos
que los admiradores esperan durante una hora para tocarlo o
pedirle un autógrafo, Si la cuestión es ésa,
yo también se lo puedo pedir, no me he traído el
álbum de autógrafos, pero tengo aquí un
sobre que puede servir perfectamente, No me ha entendido, lo que
quería decirle es que, aunque me sienta halagado por su
atención, no creo ser merecedor de ella, El público
no parece haber sido de la misma opinión, Son días,
Exactamente, son días, y, por casualidad, es éste
el día en que yo le aparezco, No querría que viera
en mí a una persona ingrata, maleducada, pero lo
más probable es que mañana se le haya pasado el
resto de la emoción de hoy, y, así como ha venido
hasta mí, así desaparecerá, No me conoce,
soy muy firme en mis propósitos, Y cuáles son, Uno
sólo, conocerlo, Ya me ha conocido, ahora podemos decirnos
adiós, Tiene miedo de mí, preguntó la
muerte, Me inquieta, nada más, Y es poca cosa sentirse
inquieto en mi presencia, Inquietarse no significa forzosamente
tener miedo, puede ser apenas una alerta de la prudencia, La
prudencia sirve nada más que para retrasar lo inevitable,
más pronto o más tarde acaba rindiéndose,
Espero que no sea mi caso, Yo tengo la seguridad de que lo
será. El músico se pasó el estuche del
violonchelo de un hombro a otro, Está cansado,
preguntó la mujer, Un violonchelo no pesa mucho, lo malo
es la caja, sobre todo ésta, que es de las antiguas,
Necesito hablar con usted, No veo cómo, es casi
medianoche, todo el mundo ya se ha ido, Ahí hay
todavía gente, Esperan al maestro, Podemos conversar en un
bar, Me está viendo entrar con un violonchelo a la espalda
a un sitio abarrotado de gente, sonrió el músico,
imagínese que mis colegas fueran todos y se llevaran los
instrumentos, Podríamos dar otro concierto,
Podríamos, preguntó el músico, intrigado por
el plural, Sí, hubo un tiempo en que toqué el
violín, incluso hay retratos míos en que aparezco
así, Parece que ha decidido sorprenderme con cada palabra
que dice, Está en su mano saber hasta qué punto
todavía seré capaz de sorprenderlo, No se puede ser
más explícita, Se ha equivocado, no me estaba
refiriendo a lo que ha pensado, Y en qué he pensado yo, si
se puede saber, En una cama, en mí en esa cama, Perdone,
La culpa ha sido mía, si yo fuera hombre y hubiera
oído las palabras que le dije, seguramente habría
pensado lo mismo, la ambigüedad se paga, Le agradezco la
franqueza. La mujer dio unos pasos y dijo, Vamos, Adonde,
preguntó el violonchelista, Yo, al hotel donde me hospedo,
usted, supongo que a su casa, No volveré a verla, Ya se le
ha pasado la inquietud, Nunca he estado inquieto, No mienta, De
acuerdo, lo he estado, pero ya no lo estoy. En la cara de la
muerte apareció una especie de sonrisa en la que no
había sombra de alegría, Precisamente cuando
más motivos debería tener, dijo, Me arriesgo, por
eso le repito la pregunta, Cuál, Si no la volveré a
ver, Vendré al concierto del sábado, estaré
en el mismo palco, El programa es diferente, no tengo
ningún solo, Ya lo sabía, Por lo visto, ha pensado
en todo, Sí, Y el fin de esto, cuál será,
Todavía estamos en el principio. Se aproximaba un taxi
libre. La mujer hizo una señal para pararlo y se
volvió hacia el violonchelista, Lo llevo a casa, No, la
llevo yo al hotel y luego sigo a casa, Será como yo he
dicho, o entonces toma otro taxi, Está habituada a salirse
con la suya, Sí, siempre, Alguna vez habrá fallado,
Dios es Dios y casi no ha hecho otra cosa, Ahora mismo
podría demostrarle que no fallo, Estoy dispuesto para la
demostración, No sea estúpido, dijo de repente la
muerte, y había en su voz una amenaza soterrada, oscura,
terrible. El violonchelo fue introducido en el portaequipajes.
Durante todo el trayecto los dos pasajeros no pronunciaron
palabra alguna. Cuando el taxi paró en el primer destino,
el violonchelista dijo antes de salir, No consigo entender
qué pasa entre nosotros, creo que lo mejor será que
no volvamos a vernos, Nadie lo podrá impedir, Ni siquiera
usted, que siempre se sale con la suya, preguntó el
músico, esforzándose por ser irónico, Ni
siquiera yo, respondió la mujer, Eso significa que
fallará, Eso significa que no fallaré. El conductor
había salido para abrir el portaequipajes y esperaba que
retiraran el violonchelo. El hombre y la mujer no se despidieron,
no dijeron hasta el sábado, no se tocaron, era como una
ruptura sentimental, de las dramáticas, de las brutales,
como si hubieran jurado sobre la sangre y el agua no volver a
verse nunca más. Con el violonchelo colgado al hombro, el
músico se apartó y entró en el edificio. No
se volvió atrás, ni siquiera cuando en el umbral de
la puerta, durante un instante, se detuvo. La mujer lo miraba y
apretaba con fuerza el bolso de mano. El taxi
partió.

El violonchelista entró en casa murmurando
irritado, Está loca, loca, loca, la única vez en la
vida que alguien me espera a la salida para decirme que he tocado
bien, y me sale una mentecata, y yo, como un necio,
preguntándole si no la volveré a ver, meterme en
historias por mi propio pie, hay defectos que todavía
pueden tener algo de respetables, por lo menos son dignos de
atención, pero la fatuidad es ridícula, la
infatuación es ridícula, y yo soy ridículo.
Apartó distraído al perro que había corrido
para recibirlo en la puerta y entró en la sala del piano.
Abrió la caja acolchonada, sacó con el mayor
cuidado el instrumento que todavía tendría que
afinar antes de irse a la cama porque los viajes en taxi, incluso
cortos, no le hacen ningún bien a la salud. Fue a la
cocina para ponerle algo de comida al perro, se preparó un
bocadillo para él, que acompañó con una copa
de vino. Lo peor de su irritación ya se le había
pasado, pero el sentimiento que poco a poco lo iba sustituyendo
no era más tranquilizador. Recordaba frases que la mujer
había dicho, la alusión a las ambigüedades que
siempre se pagan, y descubría que todas las palabras que
ella había pronunciado, si bien pertinentes en el
contexto, parecían contener otro sentido, algo que no se
dejaba captar, algo tantalizante, como agua que se retira cuando
la intentamos beber, como la rama que se aparta cuando vamos a
tomar el fruto. No diré que está loca,
pensó, pero que es una mujer extraña, de eso no
cabe duda. Terminó de comer y regresó a la sala de
música, o del piano, las dos maneras por las que la hemos
designado hasta ahora cuando hubiera sido mucho más
lógico llamarla sala del violonchelo, puesto que es con
este instrumento con el que el músico se gana el pan, en
cualquier caso hay que reconocer que no sonaría bien,
sería como si el lugar se devaluase, como si perdiera una
parte de su dignidad, basta seguir la escala descendente para
comprender nuestro razonamiento, sala de música, sala del
piano, sala del violonchelo, hasta aquí todavía
sería aceptable, pero imagínense adonde
iríamos a parar si comenzamos a decir sala del clarinete,
sala del pífano, sala del bombo, sala de los platillos.
Las palabras también tienen su jerarquía, su
protocolo, sus títulos de nobleza, sus estigmas plebeyos.
El perro vino con el dueño y se echó a su lado
después de haber dado las tres vueltas sobre sí
mismo que era el único recuerdo que le había
quedado de los tiempos en que fue lobo. El músico afinaba
el violonchelo sirviéndose del diapasón,
restablecía amorosamente las armonías del
instrumento después del bruto trato que la
trepidación del taxi sobre las piedras de la calle le
había infligido. Durante unos minutos consiguió
olvidarse de la mujer del palco, no exactamente de ella, sino de
la inquietante conversación que habían mantenido en
la puerta de artistas, si bien el violento intercambio de
palabras en el taxi seguía oyéndose detrás,
como un lejano redoble de tambores. De la mujer del palco no se
olvidaba, de la mujer del palco no quería olvidarse. La
veía de pie, con las manos cruzadas sobre el pecho,
sentía que le tocaba su mirada intensa, dura como diamante
y como éste radiante cuando le sonrió. Pensó
que el sábado la volvería a ver, sí, la
vería, pero ella ya no se pondría de pie ni
cruzaría las manos sobre el pecho, ni lo miraría de
lejos, ese momento mágico había sido engullido,
deshecho por el momento siguiente, cuando se volvió para
verla por última vez, así lo creía, y ella
ya no estaba.

El diapasón había regresado al silencio,
el violonchelo ya estaba afinado y el teléfono
sonó. El músico se sobresaltó, miró
el reloj, casi la una y media. Quién demonios será
a estas horas, pensó. Levantó el auricular y
durante unos segundos se quedó a la espera. Era absurdo,
claro, era él quien debería hablar, decir el
nombre, o el número de teléfono, probablemente
responderían del otro lado, Es una equivocación,
perdone, pero la voz que habló prefirió preguntar,
Es el perro quien atiende el teléfono, si es así,
que al menos haga el favor de ladrar. El violonchelista
respondió, Sí, soy el perro, pero ya hace mucho
tiempo que dejé de ladrar, también he perdido el
hábito de morder, a no ser a mí mismo cuando la
vida me repugna, No se enfade, le llamo para que me perdone,
nuestra conversación enseguida tomó un rumbo
peligroso, y ya se ha visto el resultado, un desastre, Alguien la
desvió, pero no fui yo, La culpa fue toda mía, en
general soy una persona equilibrada, serena, No me ha parecido ni
una cosa ni otra, Tal vez sufra de doble personalidad, En ese
caso debemos ser iguales, yo mismo soy perro y hombre,
Las ironías no suenan bien de su boca, supongo que su
oído musical ya se lo habrá dicho, Las disonancias
también forman parte de la música, señora,
No me llame señora, No tengo otro modo de tratarla, ignoro
cómo se llama, qué hace, qué es, Lo
sabrá a su tiempo, las prisas son malas consejeras, ahora
mismo acabamos de conocernos, Va más adelantada que yo,
tiene mi número de teléfono, Para eso sirve la
información telefónica, en la recepción se
han encargado de averiguarlo, Es una pena que este aparato sea
antiguo, Por qué, Si fuese de los actuales sabría
desde dónde me está hablando, Le hablo desde mi
habitación del hotel, Gran novedad, En cuanto a la
antigüedad de su teléfono, tengo que decirle que
contaba con que fuese así, que no me sorprende nada, Por
qué, Porque en usted todo parece antiguo, es como si en
lugar de cincuenta años tuviera quinientos, Cómo
sabe que tengo cincuenta años, Soy muy buena calculando
edades, nunca fallo, Me está pareciendo que presume
demasiado de no fallar, Tiene razón, hoy, por ejemplo, he
fallado dos veces, le puedo jurar que nunca me había
ocurrido, No entiendo, Tengo una carta para entregarle y no se la
he entregado, podía haberlo hecho a la salida del teatro o
en el taxi, Qué carta es, Asentemos que la escribí
después de haber asistido al ensayo de su concierto,
Estaba allí, Estaba, No la vi, Es natural, no podía
verme, De cualquier manera, no es mi concierto, Siempre modesto,
Y asentemos no quiere decir que sea cierto, A veces, sí,
Pero en este caso, no, Felicidades, además de modesto,
perspicaz, Qué carta es ésa, A su tiempo lo
sabrá, Por qué no me la entregó, si tuvo
oportunidad para ello, Dos oportunidades, Insisto, por qué
no me la entregó, Eso es lo que espero llegar a saber, tal
vez se la entregue el sábado, después del
concierto, el lunes ya no estaré en la ciudad, No vive
aquí, Vivir aquí, lo que se llama vivir, no vivo,
No entiendo nada, hablar con usted es lo mismo que haber
caído en un laberinto sin puertas, Ésa sí
que es una excelente definición de la vida, Usted no es la
vida, Soy mucho menos complicada que ella, Alguien
escribió que cada uno de nosotros es por el momento la
vida, Sí, por el momento, sólo por el momento,
Estoy deseando que toda esta confusión se aclare pasado
mañana, la carta, la razón de no habérmela
dado, todo, estoy cansado de misterios, Eso que llama misterios
muchas veces es una protección, hay quienes llevan
armaduras, hay quienes llevan misterios, Protección o no,
quiero ver esa carta, Si no fallo la tercera vez, la verá,
Y por qué iba a fallar la tercera vez, Si eso sucediera
sería por la misma razón que fallé las
anteriores, No juegue conmigo, estamos como en el juego del
ratón y el gato, El tal juego en el que el gato siempre
acaba por cazar al ratón, Salvo si el ratón
consigue ponerle un cascabel al gato, La respuesta es buena,
sí señor, pero no es nada más que un
sueño fútil, una fantasía de dibujos
animados, aunque el gato estuviese durmiendo, el ruido lo
despertaría, y entonces adiós ratón, Yo soy
el ratón a quien le está diciendo adiós, Si
estamos dentro del juego, uno de los dos tendrá que serlo
forzosamente, y yo no lo veo a usted con figura ni astucia para
gato, Luego estoy condenado a ser ratón toda la vida,
Mientras ésta dure, sí, un ratón
violonchelista, Otro dibujo animado, Todavía no se ha dado
cuenta de que los seres humanos son dibujos animados, Usted
también, supongo, He tenido ocasión de ver lo que
parezco, Una mujer guapa, Gracias, No sé si ya ha notado
que esta conversación se parece mucho a un flirteo, Si el
telefonista del hotel se divierte oyendo las conversaciones de
los huéspedes, ya habrá llegado a esa misma
conclusión, Aunque sea así no hay que temer
consecuencias graves, la mujer del palco, cuyo nombre sigo
ignorando, se irá el lunes, Para no volver nunca
más, Está segura, Difícilmente se
repetirán los motivos que me hicieron venir esta vez,
Difícilmente no significa que sea imposible, Tomaré
las providencias necesarias para no tener que repetir el viaje, A
pesar de todo ha merecido la pena, A pesar de todo, qué,
Perdone, no he sido delicado, quería decir que, No se
moleste siendo amable conmigo, no estoy habituada, además,
es fácil adivinar lo que iba a decirme, aunque, si
considera que debe darme una explicación más
completa, quizá podamos seguir la conversación el
sábado, No la veré hasta entonces, No. La
comunicación fue interrumpida. El violonchelista
miró el teléfono que todavía tenía en
la mano, húmeda de nerviosismo, Debo de haber
soñado, murmuró, esto no es aventura que me pueda
pasar a mí. Dejó caer el teléfono en el
soporte y preguntó, ahora en voz alta, al piano, al
violonchelo, a las estanterías, Qué me quiere esta
mujer, quién es, por qué aparece en mi vida.
Despertado por el ruido, el perro levantó la cabeza. En
sus ojos había una respuesta, pero el violonchelista no le
prestó atención, cruzaba la sala de un lado a otro,
con los nervios más agitados que antes, y la respuesta era
así, Ahora que hablas de eso, tengo el vago recuerdo de
haber dormido en el regazo de una mujer, puede que haya sido
ella, Qué regazo, qué mujer, habría
preguntado el violonchelista, Tú dormías,
Dónde, Aquí, en tu cama, Y ella, dónde
estaba, Por ahí, Buen chiste, señor perro, hace
cuánto tiempo que no entra una mujer en esta casa, en ese
dormitorio, venga, dígame, Como deberá saber, la
percepción del tiempo que tienen los caninos no es igual
que la de los humanos, pero creo que ha pasado mucho tiempo desde
que recibiste a la última señora en tu cama, esto
dicho sin ironía, claro está, O sea que
soñaste, Es lo más probable, los perros son unos
soñadores incorregibles, llegamos a soñar hasta con
los ojos abiertos, basta que veamos algo en la penumbra para
imaginar enseguida que se trata de un regazo de mujer y saltar
sobre él, Cosas de perros, diría el violonchelista,
Incluso no siendo cierto, respondería el perro, no nos
quejamos. En su habitación del hotel, la muerte, desnuda,
está delante del espejo. No sabe quién
es.

A lo largo de todo el día siguiente la mujer no
telefoneó. El violonchelista no salió de casa, a la
espera. La noche pasó, y ni una palabra. El violonchelista
durmió peor que en la noche anterior. En la mañana
del sábado, antes de salir al ensayo, le pasó por
la cabeza la peregrina idea de preguntar por los hoteles de
alrededor si estaría hospedada una mujer de esta figura,
este color de pelo, este color de ojos, esta forma de boca, esta
sonrisa, este movimiento de manos, pero desistió del
alucinado propósito, era obvio que sería
inmediatamente despedido con un gesto de indiscutible sospecha y
un seco, No estamos autorizados a dar la información que
pide. El ensayo no le fue ni bien ni mal, se limitó a
tocar lo que estaba escrito en el papel, sin otro empeño
que no errar demasiadas notas. Cuando terminó
corrió otra vez a casa. Iba pensando que si ella hubiera
telefoneado durante su ausencia no habría encontrado ni un
miserable contestador para dejar un recado, No soy un hombre de
hace quinientos años, soy un troglodita de la edad de
piedra, toda la gente usa contestadores telefónicos menos
yo, rezongó. Si necesitaba alguna prueba de que ella no
había llamado, se la dieron las horas siguientes. En
principio quien telefonea y no tiene respuesta, telefonea otra
vez, pero el maldito aparato se mantuvo silencioso toda la tarde,
ajeno a las miradas cada vez más desesperanzadas que el
violonchelista le lanzaba. Paciencia, todo indica que ella no
llamará, quizá por una razón u otra no haya
podido, pero irá al concierto, regresarán los dos
en el mismo taxi como sucedió después del otro
concierto, y, cuando lleguen aquí, él la
invitará a entrar, y entonces podrán conversar
tranquilamente, ella le entregará por fin la ansiada carta
y después ambos le encontrarán mucha gracia a los
exagerados elogios que ella, arrastrada por el entusiasmo
artístico, escribió tras el ensayo en que él
no la había visto, y él dirá que no es
ningún rostropovich, y ella dirá no se sabe
qué le reserva el futuro, y cuando ya no tengan nada
más para decirse o cuando las palabras comiencen a ir por
un lado y los pensamientos por otro, entonces se verá si
puede suceder algo que valga la pena recordar cuando seamos
viejos. En este estado de espíritu el violonchelista
salió de casa, este estado de espíritu llevó
al teatro, con este estado de espíritu entró en el
escenario y se sentó en su lugar. El palco estaba
vacío. Se atrasó, se dijo a sí mismo,
estará a punto de llegar, todavía hay gente
entrando en la sala. Era cierto, pidiendo disculpas por la
incomodidad de levantar a los que ya estaban sentados los
retrasados iban ocupando sus asientos, pero la mujer no
apareció. Tal vez en el intermedio. Nada. El palco
permaneció vacío hasta el fin de la función.
Con todo, aún quedaba una esperanza razonable, la de que,
habiéndole sido imposible llegar al espectáculo por
motivos que ya le explicaría, estuviera esperándolo
fuera, en la puerta de artistas. No estaba. Y como las esperanzas
tienen ese destino que cumplir, nacer unas detrás de
otras, por eso, pese a tantas decepciones, todavía no se
han acabado en el mundo, podría ser que ella le esperase a
la entrada del edificio con una sonrisa en los labios y la carta
en la mano, Aquí la tiene, lo prometido es debido. Tampoco
estaba. El violonchelista entró en casa como un
autómata, de los antiguos, de los de primera
generación, de esos que le tenían que pedir permiso
a una pierna para mover la otra. Empujó al perro que
acudió a saludarlo, dejó el violonchelo de
cualquier manera y fue a tumbarse sobre la cama. Aprende,
pensaba, aprende de una vez, pedazo de estúpido, te has
portado como un perfecto imbécil, pusiste los significados
que deseabas en palabras que al fin y al cabo tenían otros
sentidos, e incluso ésos no los conoces ni los
conocerás, creíste en sonrisas que no pasaban de
meras y deliberadas contracciones musculares, te olvidaste de que
llevas quinientos años a tus espaldas pese a que
caritativamente te lo hubieran recordado, y ahora hete
aquí, como un trapo, echado en la cama donde esperabas
recibirla, mientras ella se está riendo de la triste
figura que hiciste y de tu incurable tontería. Olvidado ya
de la ofensa de haber sido rechazado, el perro se acercó a
consolarlo. Puso las patas delanteras encima del colchón,
levantó el cuerpo hasta llegar a la altura de la mano
izquierda del dueño, allí abandonada como algo
inútil, inservible, y sobre ella, suavemente, posó
la cabeza. Podía haberlo lamido y vuelto a lamer, como
suelen hacer los perros vulgares, pero la naturaleza, esta vez
benévola, reservó para él una sensibilidad
tan especial que hasta le permitía inventar gestos
diferentes para expresar las siempre mismas y únicas
emociones. El violonchelista se volvió hacia el perro,
movió y dobló el cuerpo hasta que su propia cabeza
pudo quedar a un palmo de la cabeza del animal, y así se
quedaron, mirándose, diciéndose, sin necesidad de
palabras, Pensándolo bien, no tengo ninguna idea de
quién eres, pero eso no cuenta, lo que importa es que nos
queremos. La amargura del violonchelista fue disminuyendo poco a
poco, verdaderamente el mundo está más que harto de
episodios como éste, él esperó y ella
faltó, ella esperó y él no vino, en el
fondo, y esto que quede entre nosotros, escépticos e
incrédulos que somos, mejor eso que una pierna rota. Era
fácil decirlo pero mejor sería haberse callado,
porque las palabras tienen muchas veces efectos contrarios a los
que se habían propuesto, tanto es así que no es
infrecuente que estos hombres o esas mujeres juren y vuelvan a
jurar, La detesto, Lo detesto, y luego estallen en
lágrimas después de dicha la palabra. El
violonchelista se sentó en la cama, abrazó al
perro, que le puso las patas en las rodillas en un último
gesto de solidaridad, y dijo, como quien a sí mismo se
está reprendiendo, Un poco de dignidad, por favor, ya
basta de lamentos. Después, al perro, Tienes hambre,
claro. Moviendo el rabo, el perro respondió que sí
señor, tenía hambre, hacía una cantidad de
horas que no comía, y los dos se fueron a la cocina. El
violonchelista no comió, no le apetecía.
Además, el nudo que tenía en la garganta no le
hubiera dejado engullir. Media hora después ya estaba en
la cama, se había tomado una pastilla que le ayudara a
entrar en el sueño, pero de poco le sirvió.
Despertaba y dormía, despertaba y dormía siempre
con la idea de que tenía que correr tras el sueño
para agarrarlo e impedir que el insomnio viniese a ocupar el otro
lado de la cama. No soñó con la mujer del palco,
pero hubo un momento en que despertó y la vio de pie, en
medio de la sala de música, con las manos cruzadas sobre
el pecho.

Al día siguiente era domingo, y domingo es el
día de llevar al perro a pasear. Amor con amor se paga,
parecía decirle el animal, ya con la correa en la boca,
dispuesto para salir. Cuando, en el parque, el violonchelista se
encaminaba hacia el banco donde solía sentarse, vio, a lo
lejos, que se encontraba allí una mujer. Los bancos del
jardín son libres, públicos y en general gratuitos,
no se le puede decir a quien llegó antes que nosotros,
Este banco es mío, tenga la bondad de buscarse otro. Nunca
lo haría un hombre de buena educación como el
violonchelista, y menos aún ahora que le parece reconocer
en la persona a la famosa mujer del palco de primera, la mujer
que había faltado al encuentro, la mujer a quien vio en
medio de la sala de música con la mano cruzada sobre el
pecho. Como se sabe, a los cincuenta años los ojos ya no
son de fiar, comenzamos a parpadear, a semicerrarlos como si
quisiéramos imitar a los héroes de las
películas del oeste o a los navegadores de antaño,
sobre el caballo o a la proa de la carabela, con la mano sobre
las cejas, escudriñando los horizontes distantes. La mujer
está vestida de manera diferente, con pantalones y
chaqueta de cuero, con certeza es otra persona, le dice el
violonchelista al corazón, pero éste, que tiene
mejores ojos, te dice que abras los tuyos, que es ella, y ahora
mira a ver cómo te vas a portar. La mujer levantó
la cabeza y el violonchelista dejó de tener dudas, era
ella. Buenos días, dijo cuando se detuvo junto al banco,
hoy podría esperarlo todo, menos encontrarla aquí,
Buenos días, vine para despedirme y pedirle disculpas por
no haber aparecido ayer en el concierto. El violonchelista se
sentó, le quitó la correa al perro, le dijo, Vete,
y, sin mirar a la mujer, respondió, No tiene de qué
disculparse, es algo que siempre está sucediendo, la gente
compra entradas y luego, por esto o por aquello, no puede ir, es
natural, Y sobre nuestro adiós, no tiene opinión,
preguntó la mujer, Es una delicadeza muy grande de su
parte considerar que debería despedirse de un desconocido,
aunque no sea capaz de imaginar cómo pudo saber que vengo
a este parque todos los domingos, Hay pocas cosas que yo no sepa
de usted, Por favor, no regresemos a las absurdas conversaciones
que tuvimos el jueves en la puerta del teatro y por
teléfono, no sabe nada de mí, nunca nos
habíamos visto antes, Recuerde que estuve en el ensayo, Y
no comprendo cómo lo consiguió, el maestro es muy
riguroso con la presencia de extraños, y ahora no me venga
con el cuento de que también lo conoce, No tanto como a
usted, usted es una excepción, Mejor que no lo fuera, Por
qué, Quiere que se lo diga, de verdad quiere que se lo
diga, preguntó el violonchelista con una vehemencia que
rozaba la desesperación, Sí, Porque me he enamorado
de una mujer de quien no sé nada, que anda jugando
conmigo, que mañana se irá para no sé
dónde y que no volveré a ver, Será hoy
cuando me vaya, no mañana, Para colmo, No es verdad que
haya estado jugando con usted, Pues si no lo ha hecho, finge muy
bien, En cuanto a que se haya enamorado de mí, no espere
que le responda, hay ciertas palabras que están prohibidas
en mi boca, Un misterio más, Y no será el
último, Con esta despedida quedarán todos
resueltos, Otros comenzarán, Por favor, déjeme, no
me atormente más, La carta, No quiero saber nada de la
carta, Aunque quisiera no se la podría dar, la he dejado
en el hotel, dijo la mujer sonriendo, Pues entonces,
rómpala, Pensaré en lo que he de hacer con ella, No
necesita pensarlo, rómpala y se acabó. La mujer se
puso de pie. Ya se va, preguntó el violonchelista. No se
había levantado, tenía la cabeza bajada,
todavía tenía algo que decir. Nunca la he tocado,
murmuró, He sido yo quien no he querido que me tocara,
Cómo lo ha conseguido, Para mí no es
difícil, Ni siquiera ahora, Ni siquiera ahora, Al menos,
un apretón de manos, Tengo las manos frías. El
violonchelista levantó la cabeza. La mujer ya no estaba
allí.

Hombre y perro salieron pronto del parque, los
bocadillos fueron comprados para comerlos en casa, no hubo
siestas al sol. La tarde fue larga y triste, el músico
tomó un libro, leyó media página y lo
dejó a un lado. Se sentó al piano para tocar un
poco, pero las manos no le obedecieron, estaban entorpecidas,
frías, como muertas. Y, cuando se volvió hacia el
amado violonchelo, fue el propio instrumento quien se le
negó. Dormitó en un sillón, quiso sumergirse
en un sueño interminable, no despertar nunca más.
Tumbado en el suelo, a la espera de una señal que no
venía, el perro miraba. Tal vez la causa del abatimiento
del dueño fuese la mujer que apareció en el parque,
pensó, al cabo no era cierto ese proverbio que
decía que lo que los ojos no ven, no lo siente el
corazón. Los proverbios están constantemente
engañándonos, concluyó el perro. Eran las
once cuando sonó el timbre de la puerta. Algún
vecino con problemas, pensó el violonchelista, y se
levantó para abrir. Buenas noches, dijo la mujer del
palco, pisando el umbral, Buenas noches, respondió el
músico, esforzándose por dominar el pasmo que le
contraía la glotis, No me pide que entre, Claro que
sí, por favor. Se apartó para dejarla pasar,
cerró la puerta, todo despacio, lentamente, para que el
corazón no le explotara. Con las piernas temblando la
acompañó a la sala de música, con la mano
que temblaba le indicó el sillón. Pensé que
ya se habría ido, dijo, Como ve, decidí quedarme,
respondió la mujer, Pero partirá mañana, A
eso me comprometí, Supongo que ha venido para traerme la
carta, que no la ha roto, Sí, la tengo aquí en este
bolso, Démela, entonces, Tenemos tiempo, recuerdo haberle
dicho que las prisas son malas consejeras, Como quiera, estoy a
su disposición, Lo dice en serio, Es mi mayor defecto,
todo lo digo en serio, incluso cuando hago reír,
principalmente cuando hago reír, En ese caso me atrevo a
pedirle un favor, Cuál, Compénseme por haber
faltado ayer al concierto, No veo de qué manera,
Ahí tiene un piano, Ni se le ocurra, soy un pianista
mediocre, O el violonchelo, Eso es otra cosa, sí,
podré tocarle una o dos piezas si se empeña, Puedo
escoger, preguntó la mujer, Sí, pero sólo lo
que esté a mi alcance, dentro de mis posibilidades. La
mujer tomó el cuaderno de la suite número seis de
bach y dijo, Esto, Es muy larga, lleva más de media hora,
y ya comienza a ser tarde, Le repito que tenemos tiempo, Hay un
pasaje en el preludio en que tengo dificultades, No importa,
sálteselo cuando llegue, dijo la mujer, o ni será
preciso, ya verá que tocará aún mejor que
rostropovich. El violonchelista sonrió, Puede tener la
certeza. Abrió el cuaderno sobre el atril, respiró
hondo, colocó la mano izquierda en el brazo del
violonchelo, la mano derecha condujo el arco hasta casi rozar las
cuerdas, y comenzó. De más sabía que no era
rostropovich, que no pasaba de un solista de orquesta cuando la
casualidad del programa lo exigía, pero aquí, ante
esta mujer, con su perro echado a los pies, a esta hora de la
noche, rodeado de libros, de cuadernos de música, de
partituras, era el propio johann Sebastian bach componiendo en
cóthen lo que más tarde sería llamado opus
mil doce, obras ellas casi tantas como fueron las de la
creación. El pasaje difícil fue traspasado sin que
él se hubiera dado cuenta de la proeza que había
cometido, manos felices hacían murmurar, hablar, cantar,
rugir al violonchelo, he aquí lo que le faltó a
rostropovich, esta sala de música, esta hora, esta mujer.
Cuando él terminó, las manos de ella ya no estaban
frías, las suyas ardían, por eso las manos se
dieron a las manos y no se extrañaron. Pasaba mucho de la
una de la madrugada cuando el violonchelista preguntó,
Quiere que llame un taxi que la lleve al hotel, y la mujer
respondió, No, me quedaré contigo, y le
ofreció la boca. Entraron en el dormitorio, se desnudaron,
y lo que estaba escrito que sucedería sucedió por
fin, y otra vez, y otra aún. Él se durmió,
ella no. Entonces ella, la muerte, se levantó,
abrió el bolso que había dejado en la sala y
sacó la carta color violeta. Miró alrededor como si
buscara un lugar donde poder dejarla, sobre el piano, sujeta
entre las cuerdas del violonchelo o quizás en el propio
dormitorio, debajo de la almohada en que la cabeza del hombre
descansaba. No lo hizo. Fue a la cocina, encendió una
cerilla, una humilde cerilla, ella que podría deshacer el
papel con una mirada, reducirlo a un impalpable polvo, ella que
podría pegarle fuego sólo con el contacto de los
dedos, y era una simple cerilla, una cerilla común, la
cerilla de todos los días, la que hacía arder la
carta de la muerte, esa que sólo la muerte podía
destruir. No quedaron cenizas. La muerte volvió a la cama,
se abrazó al hombre, y, sin comprender lo que le estaba
sucediendo, ella que nunca dormía, sintió que el
sueño le bajaba suavemente los párpados. Al
día siguiente no murió nadie.

FIN DE "LAS INTERMITENCIAS DE LA MUERTE"

JOSÉ SARAMAGO

 

"NO A LA CULTURA DEL SECRETO, SI A LA LIBERTAD DE
INFORMACION"®

 

 

Autor:

Ing.+Lic. Yunior Andrés Castillo S.

www.monografias.com/usuario/perfiles/ing_lic_yunior_andra_s_castillo_s/monografias

Santiago de los Caballeros, República Dominicana,
2015.

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6
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