Siempre voy a recordar cuando mi abuela me contó
la historia de la remolacha; era tan magnífica que no me
la pude contener, todo mi curso se enteró
rápidamente. Mi imaginación infantil volaba a mil,
de pocas palabras me había podido formar casi un
capítulo entero de una novela abierta.
En la historia, en palabras de mi abuela, ella estaba en
el tren casi muerta de hambre, y de repente sacó una mano
por el piso y pudo agarrar una remolacha, que a ella no le
gustaba, pero que se la devoró, y eso la mantuvo con vida.
En mi imaginación, ella estaba casi cayéndose al
piso por el hambre, en un tren todo bien ambientado, la
situación era en blanco y negro, y de la nada –
entre toda esa negrura – ella visualizó una
remolacha, brillante, y casi como una auténtica
heroína estiró el brazo hasta que logró
agarrarla y se la devoró cual bestia feroz –
más allá de que no le gustara – y,
así, se levantó con fuerzas y continuó con
vida. Muchos años más tarde me enteré,
entonces, de la realidad: ella estaba en las marchas de la
muerte, muriéndose de hambre, y en las noches –
durante el descuido de los nazis – los ciudadanos de los
pueblos cercanos se acercaban a canjear comida… y ella
canjeó parte de su ropa por una remolacha y un pedazo de
membrillo, que a ella no le gustaban, y se los devoró y
con un poco de aliento llegó hasta el final de la guerra y
vivió. Pero, inclusive, muchos años después
de eso me enteré – haciendo este texto – que
la realidad era que ella estaba en una marcha de la muerte
– la segunda de la que había participado – y
visualizó en el campo por el que transitaba, que
había una remolacha en el suelo; y en un descuido de los
guardias nazis, ella pretende que se le cayó algo y agarra
la remolacha – que no le gustaba – y se la
devoró con raíz incluida.
Es curioso, entonces, cómo funciona el poder de
la memoria; cómo se construye es aún más
curioso, porque de una simple anécdota pude sacar cuatro
versiones diferentes de una misma memoria: la de mi abuela. Al
final de cuentas, no somos más que eso: un conjunto de
memorias entrelazadas que dan cuenta de nuestra vida – real
y ficticia.
Por eso digo que he estado construyendo mi vida a
través de memorias, recuerdos, cosas que escuché,
cosas que me contaron, cosas que no quería saber, cosas
que pasaron, inventos y demás. Todo, la masa en conjunto
de todo, se hizo parte de mí, pasó a ser parte de
mi memoria, aún cuando yo no soy mi abuela y no estuve en
la marcha de la muerte y agarré la remolacha; pero al
contar su memoria la hago parte de mí, casi sintiendo su
hambre y luego su placer al comer la remolacha.
El problema existencial que se me presentó fue
cuando me dí cuenta lo que realmente significaba recordar;
y de esto me percaté solamente cuando me tocó
enfrentarme ante el olvido.
El olvido, por más contradictorio que pueda
sonar, no es más que una necesidad humana; es como cuando
un ser querido se muere. Al principio nos sentimos devastados, y
tenemos miedo de olvidar su voz, su cara, su cuerpo, sus
gustos… pero al final de cuentas lo hacemos, olvidamos
todo eso – o al menos en parte, volviendo los sonidos y la
vista en una mezcla imaginariamente real – recordando
sólo la esencia del ser querido. Es elemental, es parte
del duelo que hay que hacer. Es necesario olvidar para poder
recordar. Contradictorio, ¿no?
Todo esto provocó una inquietud en mí de
repente, cuando me dí cuenta que una de las frases
más importantes para el judaísmo – "Recordar
para que no vuelva a suceder" – o no sólo del
judaísmo, sino de todo lugar o población que haya
sufrido de una masacre – cualquiera sea – como es el
caso de la Argentina con el golpe de Estado… bueno, esa
famosa y tan importante frase empezó a carecer de sentido
teniendo toda la lógica del mundo.
No encuentro palabras para continuar.
<<Aialá se puso a releer esas pocas
palabras que le habían brotado, casi desde el interior de
un agujero oscuro y negro. No, no había logrado transmitir
lo que realmente quería decir, pero en el momento en que
comenzó a escribir fue como si un poder sobrenatural se
hubiera apoderado de su mente.
Su abuela había fallecido hacía 6
años, y Aialá llevaba como una carga extremadamente
pesada el duelo. Como si le fuera a costar la vida admitir que no
debía cargar con culpa, pero eso no cambiaba
nada.
Un pequeño escalofrío se
apoderó de su cuerpo, ahora encogido entre sus hombros;
siempre que quería escribir sobre esto le pasaba lo mismo:
no lograba decir lo que debía decir, y
lloraba.
Como si un ritual fuera, entonces, abrió la
lista de reproducción de música y suavemente
comenzó a sonar "Oyfn pripetchik", y lo logró;
allí estaba ella, su abuela, presente y viva.
Quizás cantando la canción, o imitando – como
si la voz de la cantante y la de su abuela se fundieran en una
sola cosa – y la abrazaba. La recordaba perfectamente, y
lloraba. La extrañaba y por eso la música la
ayudaba a recordar, mientras lloraba. >>
"Ir vet kinder, elter vern,vet ir aleyn
farshteynvifil in di oyseyes lign trernun vifil
geveyn.
Az ir vet, kinder, dem goles
shlepn,Oysgemutshet zayn,Zolt ir fun di oysyes koyekh shepn,Kukt
in zey arayn!"
(Cuando hayáis crecido,
niños,Entonces comprenderéisCuántas
lágrimas y cuántos llantosSe hallan en este
alfabeto.
Cuando debáis, niños,
aguantar el exilioY quedar exhaustos,Que podáis traer de
estas letras más fuerzas,Y mirar adentro de
ellas.)
Saben… estas palabras como tal no me transmiten
nada; Bella, no me transmiten nada. Bella, si no fuera porque
solías cantar esta canción, sería lo mismo
que nada, una total indiferencia. Pero por algo la cantabas, y
todavía no logro identificar el secreto en las letras. Te
fuiste sin dejar demasiado rastro, sin haberme hablado. Yo era
chica.
Tu historia la transmito yo, casi por inercia, pero lo
curioso de todo esto es que toda tu memoria la construí
por un eterno conjunto de personas diferentes que armaron lo que
pudieron recolectar de vos. Y todavía no termino de lograr
transmitir lo que quiero decir acá.
¿Dónde quedaron esos espacios en blanco?
¿Cómo puedo yo rellenar los vacíos de tu
vida, hacerlos repletos de historias? Es que, de nuevo, te fuiste
sin dejar rastro. Y lo peor de todo es que te fuiste muchos
años antes de irte íntegramente. Ayudame, por
favor, para poder plasmar lo que siento. Porque yo no soy una
sobreviviente, definitivamente no lo soy. Explicame cómo
puedo explicar el sentimiento que se apodera de mí, donde
yo soy yo pero también soy vos y todo Auschwitz y la
Shoá en su plenitud.
Tratá de decirles – sí, desde ese
extraño lugar en el que vivís – que yo no
logro comprender la situación que vivo sin vivir. Como si
estuviera allá, siendo judía en Hungría
alrededor del año cuarenta. Yo soy pianista en el gueto de
Varsovia. Yo soy judía con papeles de cristiana en
Polonia. Yo no consigo ser yo sin ser parte de toda esta gran
identidad que no me pertenece y aún así es
inconfundiblemente mía.
Y aún así no logro decir lo que realmente
quiero decir. No tengo palabras.
<< Aialá agarró su caja de
recuerdos y, como si el mundo se cayera abajo, salvó la
foto que caía desde abajo. En la foto estaba Bella, una
Bella joven – 20 años – en 1948. Su mirada
penetraba por doquier, una mirada frívola y dulce al mismo
tiempo, que hablaba de todo, hablaba lo no hablable, dolida. Y al
lado de esa foto, caída en el piso, estaba otra foto.
Allí estaba una Bella abuela, cumpliendo los 80
años. Con una sonrisa indefinible, callada, amorosa; pero
con una mirada sin identidad, olvidada, con necesidad de ayuda,
ya sin poder hablar.
La diferencia clave entre ambas imágenes
podría decirse que es que en la primera, Bella está
sola, pero con valentía – aunque completamente
desvalida. Y en la segunda Bella está rodeada de sus tres
hijos, sus tres nietos – entre ellos Aialá – y
algunas amigas; y en la foto Bella está feliz y completa,
pero sin palabras.
De nuevo se largó a llorar, esta vez sin
entender nada. En la reproducción automática ahora
se escuchaba "la marcha de los partisanos". De repente todo se
volvió confuso, y allí estaba ella, entre los
partisanos, luchando por la liberación, luchando por lo
que está bien.
Cada pequeña palabra hizo
armonía con el momento, la penetró justo dentro del
corazón; y la vio – a Bella – perfectamente
posicionada sobre su cama. La miraba, pero diferente. No era ni
con dulzura ni apartada, no era nada malo ni bueno; era ella,
nada menos, sentada sonriendo como en la segunda imagen, aunque
mirando como en la primera. Queriendo hablarle, confesarle todo,
completar los espacios blancos, abriendo su identidad a la
verdad.
"Be'ktav hadam ve'haoferet hu nijtavHu
lo shirat tzipor hadror ve'hamerjavki bei kirot noflim ssaruhu
kol ha'amyajdav sharuhu ve'naganim be'iadam.
Al ken al na tomar "Hine darki
ha'ajaronaet or haim histiru smei ha'ananaze iom nijsafnu lo od
ya'al ve'iabo,u mitzadeinu od iar'im :anajnu po!
Con sangre y fuego se escribió
este cantarno es canto de ave que libre pueda volary entre los
muros que sin miedo derribólo canta un pueblo que con
valor su brazo armó.
Nunca digas que esta senda es la
finalacero y plomo cubre un cielo celestialnuestra hora tan
soñada llegaráredoblará nuestro cantar henos
acá!" >>
Fuiste tan valiente. Con todo.
Todavía no logro expresar lo que quiero con todo
esto. Lo único que logro pensar ahora es que yo no soy lo
que soy o debería, y lo peor de todo es que dentro de lo
que no soy no logro siquiera culminar de completarme. Porque yo
también estoy completa – léase: repleta
– de cosas que me sucedieron, y de espacios vacíos
– que hasta para mí están vacíos,
sagrado poder del inconsciente.
Entonces, ¿qué te reclamo a vos, Bella?
¿Te reclamo por olvidarte del dolor, o de evitar contarlo
para que, al final de cuentas, termine en el olvido?
Egoístamente quiero y necesito llenar los
espacios en blanco, como si fuera posible. Pero no lo voy a
hacer, no por no poder – que efectivamente no puedo, al
igual que efectivamente no soy una sobreviviente – sino
porque olvidar es necesario.
Con esto intento retomar mi idea, lo que no puede
terminar de dar vueltas en mi cabeza, lo que me está
consumiendo y necesito decir.
Yo olvidé la voz de mi abuela, pero la recupero
en las canciones que cantaba. Olvidé también su
rostro, pero indefectiblemente lo recupero en visiones y fotos
– sí, incluso en aquellas en las que yo
todavía no la conocía. ¿Hace a alguna
diferencia los detalles? Ella olvidó los espacios en
blanco, pero su historia no cambia por eso, ella no deja de ser
sobreviviente – ni pasa a ser un estilo distinto de
sobreviviente por ello.
Yo también olvidé la cara de mi abusador,
¿acaso eso quita el hecho de haber sido abusada? Y lo
olvidé – léase: reprimí – porque
un poder superior que me maneja, y hablo del inconsciente –
comprendió que para poder seguir viviendo lo necesitaba.
¿Soy yo quién para reprocharle a mi abuela sus
espacios vacíos?
Y así llegué a esto, el olvido –
necesario como respirar y para respirar – complementa a la
memoria, la hace ser como es, la ayuda. No hablo del olvido
comunitario, eso queda absolutamente aclarado con la famosa frase
de "no olvidar"; pero el olvido personal, para millones de casos,
es lo que permite al sobreviviente – y no me refiero solo a
la Shoá, sino a todo aquél sobreviviente de la
vida, porque la vida lastima y te hace tener que sobrevivir
– volver a reír; un poco de olvido hace más
vivos a los recuerdos, dándoles esencia, razón de
ser transmitidos. Les da vida, permite hacernos de memoria
colectiva. Permite hacernos pensar. Permite convertir mi
identidad en la identidad de todas las masacres – habidas y
presentes. Me permite ser sensible, pero para sentir y cambiar.
Para ser todos una gran persona y, sólo así,
asegurarnos de que nada vuelva a ocurrir.
Autor:
Paula Gonzalvez
Santa Fe