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Preparación para la muerte, de San Alfonso María de Ligorio



Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8

  1. Retrato de un hombre que acaba de
    morir
  2. Todo
    acaba con la muerte
  3. Brevedad de la vida
  4. Certidumbre de la muerte
  5. Incertidumbre de la hora de la
    muerte
  6. Muerte
    del pecador
  7. Sentimientos de un moribundo no acostumbrado a
    considerar la meditación de la
    muerte
  8. Muerte
    del justo
  9. Paz
    del justo a la hora de la muerte
  10. Medios de prepararse para la
    muerte
  11. Valor
    del tiempo
  12. Importancia de la
    salvación
  13. Vanidad del mundo
  14. La
    vida presente es un viaje a la eternidad
  15. Malicia del pecado mortal
  16. Misericordia de Dios
  17. Abuso
    de la divina misericordia
  18. Del
    número de los pecados
  19. Del
    inefable bien de la gracia divina y del gran mal de la
    enemistad con Dios
  20. Locura del pecador
  21. Vida
    infeliz de pecadores y vida dichosa del que ama a
    Dios
  22. Los
    malos hábitos
  23. Engaños que el enemigo sugiere al
    pecador
  24. Del
    juicio particular
  25. Del
    juicio universal
  26. De
    las penas del infierno
  27. De la
    eternidad del infierno
  28. Remordimientos del condenado
  29. De la
    gloria
  30. De la
    oración
  31. De la
    perseverancia
  32. De la
    confianza en la protección de María
    Santísima
  33. El
    amor de Dios
  34. De la
    Sagrada Comunión
  35. De la
    amorosa permanencia de Cristo en el Santísimo
    Sacramento del Altar
  36. Conformidad con la voluntad de
    Dios

CONSIDERACIÓN PRIMERA

Retrato de un
hombre que acaba de morir

Polvo eres y en polvo te
convertirás

Gn. 3, 19

PUNTO 1

Considera que tierra eres y en tierra te
has de convertir. Día llegará en que será
necesario morir y pudrirse en una fosa, donde estarás
cubierto de gusanos (Sal. 14, 11). A todos, nobles o plebeyos,
príncipes o vasallos, ha de tocar la misma suerte. Apenas,
con el último suspiro, salga el alma del cuerpo,
pasará a la eternidad, y el cuerpo, luego, se
reducirá a polvo (Sal. 103, 29).

Imagínate en presencia de una
persona que acaba de expirar. Mira aquél cadáver,
tendido aún en su lecho mortuorio; la cabeza inclinada
sobre el pecho; esparcido el cabello, todavía
bañado con el sudor de la muerte; hundidos los ojos;
desencajadas las mejillas; el rostro de color de ceniza; los
labios y la lengua de color de plomo; yerto y pesado el cuerpo…
¡Tiembla y palidece quien lo ve!… ¡Cuántos,
sólo por haber contemplado a un pariente o amigo muerto,
han mudado de vida y abandonado el mundo!

Pero todavía inspira el
cadáver horror más intenso cuando comienza a
descomponerse… Ni un día ha pasado desde que
murió aquel joven, y ya se percibe un hedor insoportable.
Hay que abrir las ventanas, y quemar perfumes, y procurar que
pronto lleven al difunto a la iglesia o al cementerio, y que le
entierren en seguida, para que no inficione toda la casa… Y el
que haya sido aquel cuerpo de un noble o un potentado no
servirá, acaso, sino para que despida más
insufrible fetidez, dice un autor.

¡Ved en lo que ha venido a parar
aquel hombre soberbio, aquel deshonesto!… Poco ha,
veíase acogido y agasajado en el trato de la sociedad;
ahora es horror y espanto de quien le mira. Apresúranse
los parientes a arrojarle de la casa, y pagan portadores para
que, encerrado en su ataúd, se lo lleven y den
sepultura… Pregonaba la fama no ha mucho el talento, la finura,
la cortesía y gracia de ese hombre; mas a poco de
haber muerto, ni aun su recuerdo se conserva
(Sal. 9,
7).

Al oír la nueva de su muerte,
limítanse unos a decir que era un hombre honrado; otros,
que ha dejado a su familia con grandes riquezas.
Contrístanse algunos, porque la vida del que murió
les era provechosa; alégranse otros, porque esa muerte
puede serles útil.

Por fin, al poco tiempo, nadie habla ya de
él, y hasta sus deudos más allegados no quieren que
de él se les hable, por no renovar el dolor. En las
visitas de duelo se trata de otras cosas; y si alguien se atreve
a mencionar al muerto, no falta un pariente que diga: "¡Por
caridad, no me lo nombréis más!"

Considera que lo que has hecho en la muerte
de tus deudos y amigos así se hará en la tuya.
Entran los vivos en la escena del mundo a representar su papel y
a recoger la hacienda y ocupar el puesto de los que mueren; pero
el aprecio y memoria de éstos poco o nada duran.
Aflígense al principio los parientes algunos días,
mas en breve se consuelan por la herencia que hayan obtenido, y
muy luego parece como que su muerte los regocija. En aquella
misma casa donde hayas exhalado el último suspiro, y donde
Jesucristo te habrá juzgado, pronto se celebrarán,
como antes, banquetes y bailes, fiestas y juegos… Y tu alma,
¿dónde estará entonces?

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Gracias mil os doy, oh Jesús
y Redentor mío, porque no habéis querido que
muriese cuando estaba en desgracia vuestra! ¡Cuántos
años ha que merecía estar en el infierno!… Si
hubiera muerto en aquel día, en aquella noche,
¿qué habría sido de mí por toda la
eternidad?… ¡Señor!, os doy fervientes gracias por
tal beneficio.

Acepto mi muerte en satisfacción de
mis pecados, y la acepto tal y como os plazca enviármela.
Mas ya que me habéis esperado hasta ahora, retardadla un
poco todavía. Dadme tiempo de llorar las ofensas que os he
hecho, antes que llegue el día en que habéis de
juzgarme (Jb. 10, 20).

No quiero resistir más tiempo a
vuestra voz… ¡Quién sabe si estas palabras que
acabo de leer son para mí vuestro último
llamamiento! Confieso que no merezco misericordia. ¡Tantas
veces me habéis perdonado, y yo, ingrato, he vuelto a
ofenderos! ¡Señor, ya que no sabéis
desechar ningún corazón que se humilla y
arrepiente
, ved aquí al traidor que, arrepentido, a
Vos acude! Por piedad, no me arrojéis de vuestra
presencia
(Sal. 50, 13).

Vos mismo habéis dicho: Al que
viniere a mí no le desecharé
. Verdad es que os
he ofendido más que nadie, porque más que a nadie
me habéis favorecido con vuestra luz y gracia. Pero la
sangre que por mí habéis derramado me da
ánimos y esperanza de alcanzar perdón si de veras
me arrepiento… Sí, bien sumo de mi alma; me arrepiento
de todo corazón de haberos despreciado.

Perdonadme y concededme la gracia de amaros
en lo sucesivo. Basta ya de ofenderos. No quiero, Jesús
mío, emplear en injuriaros el resto de mi vida; quiero
sólo invertirle en llorar siempre las ofensas que os hice,
y en amaros con todo mi corazón. ¡Oh Dios, digno de
amor infinito!… ¡Oh María, mi esperanza, rogad a
Jesús por mí!

PUNTO 2

Mas para ver mejor lo que eres, cristiano
-dice San Juan Crisóstomo-, ve a un sepulcro,
contempla el polvo, la ceniza y los gusanos, y llora
.
Observa cómo aquel cadáver va poniéndose
lívido, y después negro. Aparece luego en todo el
cuerpo una especie de vellón blanquecino y repugnante, de
donde sale una materia pútrida, viscosa y hedionda, que
cae por la tierra.

Nacen en tal podredumbre multitud de
gusanos, que se nutren de la misma carne, a los cuales, a veces,
se agregan las ratas para devorar aquel cuerpo, corriendo unas
por encima de él, penetrando otras por la boca y las
entrañas. Cáense a pedazos las mejillas, los labios
y el pelo; descárnase el pecho, y luego los brazos y las
piernas.

Los gusanos, apenas han consumido las
carnes del muerto, se devoran unos a otros, y de todo aquel
cuerpo no queda, finalmente, más que un fétido
esqueleto, que con el tiempo se deshace, separándose los
huesos y cayendo del tronco la cabeza. Reducido como a tamo
de una era de verano que arrebató el viento…
(Dn.
2, 35). Esto es el hombre: un poco de polvo que el viento
dispersa.

¿Dónde está, pues,
aquel caballero a quien llamaban alma y encanto de la
conversación? Entrad en su morada; ya no está
allí. Visitad su lecho; otro lo disfruta. Buscad sus
trajes, sus armas; otros lo han tomado y repartido todo. Si
queréis verle, asomaos a aquella fosa, donde se halla
convertido en podredumbre y descarnados huesos…

¡Oh Dios mío! Ese cuerpo
alimentado con tan delicados manjares, vestido con tantas galas,
agasajado por tantos servidores, ¿se ha reducido a
eso?

Bien entendisteis vosotros la verdad,
¡oh Santos benditos!, que por amor de Dios -fin
único que amasteis en el mundo- supisteis mortificar
vuestros cuerpos, cuyos huesos son ahora, como preciosas
reliquias, venerados y conservados en urnas de oro. Y vuestras
almas hermosísimas gozan de Dios, esperando el
último día para unirse a vuestros cuerpos
gloriosos, que serán compañeros y partícipes
de la dicha sin fin, como lo fueron de la cruz en esta
vida.

Tal es el verdadero amor al cuerpo mortal;
hacerle aquí sufrir trabajos para que luego sea feliz
eternamente, y negarle todo placer que pudiera hacerle para
siempre desdichado.

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡He aquí, Dios mío, a
qué se reducirá este mi cuerpo, con que tanto os he
ofendido: a gusanos y podredumbre! Mas no me aflige,
Señor; antes bien, me complace que así haya de
corromperse y consumirse esta carne, que me ha hecho perderos a
Vos, mi sumo bien. Lo que me contrista es el haberos causado
tanta pena por haberme procurado tan míseros
placeres.

No quiero, con todo, desconfiar de vuestra
misericordia. Me habéis guardado para perdonarme (Is. 30,
18), ¿no querréis, pues, perdonarme si me
arrepiento?…

Me arrepiento, sí, ¡oh Bondad
infinita!, con todo mi corazón, de haberos despreciado.
Diré, con Santa Catalina de Génova:
Jesús mío, no más pecados, no más
pecados
. No quiero abusar de vuestra paciencia. No quiero
aguardar para abrazaros a que el confesor me invite a ello en la
hora de la muerte. Desde ahora os abrazo, desde ahora os
encomiendo mi alma.

Y como esta alma mía ha estado
tantos años en el mundo sin amaros, dadme luces y fuerzas
para que os ame en todo el tiempo de vida que me reste. No
esperaré, no, para amaros, a que llegue la hora de mi
muerte. Desde ahora mismo os abrazo y estrecho contra mi
corazón, y prometo no abandonaros nunca… ¡Oh
Virgen Santísima!, unidme a Jesucristo y alcanzadme la
gracia de que jamás le pierda.

PUNTO 3

En esta pintura de la muerte, hermano
mío, reconócete a ti mismo, y mira lo que
algún día vendrás a ser:
Acuérdate de que eres polvo y el polvo te
convertirás
. Piensa que dentro de pocos años,
quizá dentro de pocos meses o días, no serás
más que gusanos y podredumbre. Con tal pensamiento se hizo
Job (17, 14) un gran santo. A la podredumbre dije: Mi padre
eres tú, y mi madre y mi hermana a los
gusanos
.

Todo ha de acabar. Y si en la muerte
pierdes tu alma, todo estará perdido para ti.
Considérate ya muerto -dice San Lorenzo
Justiniano-, pues sabes que necesariamente has de morir.
Si ya estuvieses muerto, ¿qué no desearías
haber hecho?… Pues ahora que vives, piensa que algún
día muerto estarás.

Dice San Buenaventura que el piloto, para
gobernar la nave, se pone en el extremo posterior de ella.
Así, el hombre, para llevar buena y santa vida, debe
imaginar siempre que se halla en la hora de morir. Por eso
exclama San Bernardo: Mira los pecados de tu juventud, y
ruborízate; mira los de la edad viril, y llora; mira los
últimos desórdenes de la vida, y
estremécete
, y ponles pronto remedio.

Cuando San Camilo de Lelis se asomaba a
alguna sepultura, decíase a sí mismo: "Si volvieran
los muertos a vivir, ¿qué no harían por la
vida eterna? Y yo, que tengo tiempo, ¿qué hago por
mi alma?…" Por humildad decía esto el Santo; mas
tú, hermano mío, tal vez con razón pudieras
temer el ser aquella higuera sin fruto de la cual dijo el
Señor: Tres años que vengo a buscar fruto a
esta higuera, y no le hallo
(Lc. 13, 7).

Tú, que estás en el mundo
más de tres años ha, ¿qué frutos has
producido?… Mirad -dice San Bernardo- que el Señor no
busca solamente flores, sino frutos; es decir, que no se contenta
con buenos propósitos y deseos, sino que exige santas
obras.

Sabe, pues, aprovecharte de este tiempo que
Dios, por su misericordia, te concede, y no esperes para obrar
bien a que ya sea tarde, al solemne instante en que se te diga:
¡Ahora! Llegó el momento de dejar este
mundo
. ¡Pronto!… Lo hecho, hecho
está.

AFECTOS Y SÚPLICAS

Aquí me tenéis, Dios
mío; yo soy aquel árbol que desde muchos
años ha merecía haber oído de Vos estas
palabras: Córtale, pues ¿para qué ha de
ocupar terreno en balde?…
(Lc. 13, 7). Nada más
cierto, porque en tantos años como estoy en el mundo no os
he dado más frutos que abrojos y espinas de mis
pecados…

Mas Vos, Señor, no queréis
que yo pierda la esperanza. A todos habéis dicho que
quien os busca os halla (Lc. 11, 9). Yo os busco, Dios
mío, y quiero recibir vuestra gracia. Aborrezco de todo
corazón cuantas ofensas os he hecho, y quisiera morir por
ellas de dolor.

Si en lo pasado huí de Vos,
más aprecio ahora vuestra amistad que poseer todos los
reinos del mundo. No quiero resistir más a vuestro
llamamiento. Ya que es voluntad vuestra que del todo me dé
a Vos, sin reserva a Vos me entrego todo… En la cruz os disteis
todo a mí. Yo me doy todo a Vos.

Vos, Señor, habéis dicho:
Si algo pidiereis en mi nombre, Yo lo haré (Jn.
14, 14). Confiado yo, Jesús mío, en esta gran
promesa, en vuestro nombre y por vuestros méritos os pido
vuestra gracia y vuestro amor. Haced que de ellos se llene mi
alma, antes morada de pecados.

Gracias os doy por haberme inspirado que os
dirija esta oración, señal cierta de que
queréis oírme. Oídme, pues, ¡oh
Jesús mío!, concededme vivo amor hacia Vos, deseo
eficacísimo de complaceros y fuerza para cumplirle…
¡Oh María, mi gran intercesora, escuchadme Vos
también, y rogad a Jesús por mí!

CONSIDERACIÓN 2

Todo acaba con la
muerte

El fin llega; llega el
fin

Ez. 7

PUNTO 1

Llaman los mundanos feliz solamente a quien
goza de los bienes de este mundo, honras, placeres y riquezas.
Pero la muerte acaba con toda esta ventura terrenal.
¿Qué es vuestra vida? Es un vapor que aparece
por un poco
(Stg. 4, 15).

Los vapores que la tierra exhala, si acaso,
se alzan por el aire, y la luz del sol los dora con sus rayos,
tal vez forman vistosísimas apariencias; mas,
¿cuánto dura su brillante aspecto?… Sopla una
ráfaga de viento, y todo desaparece… Aquel prepotente,
hoy tan alabado, tan temido y casi adorado, mañana, cuando
haya muerto, será despreciado, hollado y maldito. Con la
muerte hemos de dejarlo todo.

El hermano del gran siervo de Dios
Tomás de Kempis preciábase de haberse edificado una
bella casa. Uno de sus amigos le dijo que notaba en ella un grave
defecto. "¿Cuál es?" -le preguntó
aquél-. "El defecto -respondió el amigo- es que
habéis hecho en ella una puerta". "¡Cómo!
-dijo el dueño de la casa-, ¿la puerta es un
defecto?" "Sí -replicó el otro-, porque por esa
puerta tendréis algún día que salir, ya
muerto, dejando así la casa y todas vuestras
cosas.".

La muerte, en suma, despoja al hombre de
todos los bienes de este mundo… ¡Qué
espectáculo el ver arrojar fuera de su propio palacio a un
príncipe, que jamás volverá a entrar en
él, y considerar que otros toman posesión de los
muebles, tesoros y demás bienes del difunto!

Los servidores le dejan en la sepultura con
un vestido que apenas basta para cubrirle el cuerpo. No hay ya
quien le atienda ni adule, ni, tal vez, quien haga caso de su
postrera voluntad.

Saladino, que conquistó en Asia
muchos reinos, dispuso, al morir, que cuando llevasen su cuerpo a
enterrar le precediese un soldado llevando colgada de una lanza
la túnica interior del muerto, y exclamando: "Ved
aquí todo lo que lleva Saladino al sepulcro".

Puesto en la fosa el cadáver del
príncipe, deshácense sus carnes, y no queda en los
restos mortales señal alguna que los distinga de los
demás. Contempla los sepulcros -dice San
Basilio-, y no podrás distinguir quién fue el
siervo ni quién el señor
.

En presencia de Alejandro Magno,
mostrábase Diógenes un día buscando muy
solícito alguna cosa entre varios huesos humanos.
"¿Qué buscas?" -preguntó Alejandro con
curiosidad-. "Estoy buscando -respondió Diógenes-
el cráneo del rey Filipo, tu padre, y no puedo
distinguirle. Muéstramelo tú, si sabes
hallarle".

Desiguales nacen los hombres en el mundo,
pero la muerte los iguala, dice Séneca. Y Horacio
decía que la muerte iguala los cetros y las azadas. En
suma, cuando viene la muerte, finis venit, todo se acaba
y todo se deja, y de todas las cosas del mundo nada llevamos a la
tumba.

AFECTOS Y SÚPLICAS

Señor, ya que dais luz para conocer
que cuanto el mundo estima es humo y demencia, dadme fuerza para
desasirme de ello antes que la muerte me lo arrebate.
¡Infeliz de mí, que tantas veces, por míseros
placeres y bienes de la tierra, os he ofendido a Vos y perdido el
bien infinito!…

¡Oh Jesús mío,
médico celestial, volved los ojos hacia mi pobre alma;
curadla de las llagas que yo mismo abrí con mis pecados y
tened piedad de mí! Sé que podéis y
queréis sanarme, mas para ello también
queréis que me arrepienta de las ofensas que os hice. Y
como me arrepiento de corazón, curadme, ya que
podéis hacerlo (Salmo 40, 5).

Me olvidé de Vos; pero Vos no me
habéis olvidado, y ahora me dais a entender que hasta
queréis olvidar mis ofensas, con tal que yo las deteste
(Ez. 18, 21). Las detesto y aborrezco sobre todos los
males…

Olvidad, pues, Redentor mío, las
amarguras de que os he colmado. Prefiero, en adelante, perderlo
todo, hasta la vida, antes que perder vuestra gracia…
¿De qué me servirían sin ella todos los
bienes del mundo?

Dignaos ayudarme, Señor, ya que
conocéis mi flaqueza… El infierno no dejará de
tentarme: mil asaltos prepara para hacerme otra vez su esclavo.
Mas Vos, Jesús mío, no me abandonéis.
Esclavo quiero ser de vuestro amor. Vos sois mi único
dueño, que me ha creado, redimido y amado sin
límites… Sois el único que merece amor, y a Vos
solo quiero amar.

PUNTO 2

Felipe II, rey de España, estando a
punto de morir, llamó a su hijo, y alzando el manto real
con que se cubría, mostróle el pecho, ya
roído de gusanos, y le dijo: Mirad, príncipe,
cómo se muere y cómo acaban todas las grandezas de
este mundo…
Bien dice Teodoreto que la muerte no teme
las riquezas, ni a los vigilantes, ni la púrpura
; y
que así de los vasallos como de los príncipes,
se engendra la podredumbre y mana la corrupción.
De suerte que todo el que muere, aunque sea un príncipe,
nada lleva consigo al sepulcro. Toda su gloria acaba en el lecho
mortuorio (Sal. 48, 18).

Refiere San Antonio que cuando murió
Alejandro Magno exclamó un filósofo: "El que ayer
hollaba la tierra, hoy es por la tierra oprimido. Ayer no le
bastaba la tierra entera; hoy tiene bastante con siete palmos.
Ayer guiaba por el mundo ejércitos innumerables; hoy unos
pocos sepultureros le llevan al sepulcro.

Mas oigamos, ante todo, lo que nos dice
Dios: ¿Por qué se ensoberbece el polvo y la
ceniza?
(Ecli. 10, 9). ¿Para qué inviertes tus
años y tus pensamientos en adquirir grandezas de este
mundo? Llegará la muerte y se acabarán todas esas
grandezas y todos tus designios (Salmo 145, 4).

¡Cuán preferible fue la muerte
de San Pedro el ermitaño, que vivió sesenta
años en una gruta, a la de Nerón, emperador de
Roma! ¡Cuánto más dichosa la muerte de San
Félix, lego capuchino, que la de Enrique VIII, que
vivió entre reales grandezas, siendo enemigo de
Dios!

Pero es preciso atender a que los Santos,
para alcanzar muerte semejante, lo abandonaron todo: patria,
deleites y cuantas esperanzas el mundo les brindaba, y abrazaron
pobre y menospreciada vida. Sepultáronse vivos sobre la
tierra para no ser, al morir, sepultados en el infierno… Mas,
¿cómo pueden los mundanos esperar muerte feliz
viviendo, como viven, entre pecados, placeres terrenos y
ocasiones peligrosas?

Amenaza Dios a los pecadores con que en la
hora de la muerte le buscarán y no le hallarán (Jn.
7, 34). Dice que entonces no será el tiempo de la
misericordia, sino el de la justa venganza (Dt. 32,
35).

Y la razón nos enseña esta
misma verdad, porque en la hora de la muerte el hombre mundano se
hallará débil de espíritu, oscurecido y duro
de corazón por el mal que haya hecho; las tentaciones
serán entonces más fuertes, y el que en vida se
acostumbró a rendirse y dejarse vencer,
¿cómo resistirá en aquel trance?
Necesitaría una extraordinaria y poderosa gracia divina
que le mudase el corazón; pero ¿acaso Dios
está obligado a dársela? ¿La habrá
merecido tal vez con la vida desordenada que tuvo?… Y, sin
embargo, trátase en tal ocasión de la desdicha o de
la felicidad eternas…

¿Cómo es posible que, al
pensar en esto, quien crea las verdades de la fe no lo deje todo
para entregarse por entero a Dios, que nos juzgará
según nuestras obras?

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Ah Señor!
¡Cuántas noches he pasado sin vuestra gracia!…
¡En qué miserable estado se hallaba entonces mi
alma!… ¡La odiabais Vos, y ella quería vuestro
odio! Condenado estaba ya al infierno; sólo faltaba que se
ejecutase la sentencia…

Vos, Dios mío, siempre os
habéis acercado a mí, invitándome al
perdón. Mas ¿quién me asegurará que
ya me habéis ahora perdonado? ¿Habré de
vivir, Jesús mío, con este temor hasta que
vengáis a juzgarme?… Con todo el dolor que siento por
haberos ofendido, mi deseo de amaros y vuestra Pasión,
¡oh Redentor mío!, me hacen esperar que
estaré en vuestra gracia. Arrepiéntome de haberos
ofendido, ¡oh Soberano bien!, y os amo sobre todas las
cosas. Resuelvo antes perderlo todo que perder vuestra gracia y
vuestro amor.

Deseáis Vos que sienta
alegría el corazón que os busque (1 Co. 16, 10).
Detesto, Señor, las injurias que os hice; inspiradme
confianza y valor. No me reprochéis más mi
ingratitud, que yo mismo la conozco y aborrezco.

Dijisteis que no queréis la muerte
del pecador, sino que se convierta y viva (Ez. 33, 11). Pues todo
lo dejo, ¡oh Dios mío!, y me convierto a Vos, y os
busco y os quiero y os amo sobre todas las cosas. Dadme vuestro
amor, y nada más os pido…

¡Oh María, que sois mi
esperanza, alcanzadme perseverancia en la virtud!

PUNTO 3

A la felicidad de la vida presente llamaba
David (Salmo 72, 20) un sueño de quien despierta, y
comentando estas palabras, escribe un autor: "Los bienes de este
mundo parecen grandes; mas nada son de suyo, y duran poco, como
el sueño, que pronto desaparece".

La idea de que todo se acaba con la muerte
inspiró a San Francisco de Borja la resolución de
entregarse por completo a Dios. Habíanle dado el encargo
de acompañar hasta Granada el cadáver de la
emperatriz Isabel, y cuando abrieron el ataúd, tales
fueron el horrible aspecto que ofreció y el hedor que
despedía, que todos los acompañantes
huyeron.

Mas San Francisco, alumbrado por divina
luz, quedóse a contemplar en aquel cadáver la
vanidad del mundo, considerando cómo podía ser
aquella su emperatriz Isabel, ante la cual tantos grandes
personajes doblaban reverentes la rodilla. Preguntábase
qué se habían hecho de tanta majestad y tanta
belleza.

Así, pues, díjose a sí
mismo: "¡En esto acaban las grandezas y coronas del
mundo!… ¡No más servir a señor que se me
pueda morir!…" Y desde aquel momento se consagró
enteramente al amor del Crucificado, e hizo voto de entrar en
Religión si antes que él moría su esposa; y,
en efecto, cuando la hubo perdido, entró en la
Compañía de Jesús.

Con verdad un hombre desengañado
escribía en un cráneo humano: Cogitanti
vilescunt omnia… Al que en esto piensa todo le parece
vil
… Quien medita en la muerte no puede amar la tierra…
¿Por qué hay tanto desdichado amador del mundo?
Porque no piensan en la muerte…

¡Míseros hijos de
Adán!, nos dice el Espíritu Santo (Sal. 4, 3),
¿por qué no desterráis del corazón
los afectos terrenos, en los cuales amáis la vanidad y la
mentira? La que sucedió a vuestros antepasados os
acaecerá también a vosotros; en vuestro mismo
palacio vivieron, en vuestro lecho reposaron; ya no están
allí, y lo propio os ha de suceder. Entrégate,
pues, a Dios, hermano mío, antes que llegue la muerte. No
dejes para mañana lo que hoy puede hacer (Ecc. 9, 10);
porque este día de hoy pasa y no vuelve; y en el de
mañana pudiera la muerte presentársete, y ya nada
te permitiría hacer.

Procura sin demora desasirte de lo que te
aleja o puede alejarte de Dios. Dejemos pronto con el afecto
estos bienes de la tierra, antes que l muerte por fuerza nos los
arrebate. ¡Bienaventurados los que al morir están ya
muertos a los afectos terrenales! (Ap. 14, 13). No temen
éstos la muerte, antes bien, la desean y abrazan con
alegría, porque en vez de apartarlos de los bienes que
aman, los une al Sumo Bien, único digno de amor, que les
hará para siempre felices.

AFECTOS Y SÚPLICAS

Mucho os agradezco, amado Redentor
mío, que me hayáis esperado. ¡Qué
hubiera sido de mí si me hubierais hecho morir cuando tan
alejado me hallaba de Vos! ¡Benditas sean para siempre
vuestra misericordia y la paciencia con que me habéis
tratado!…

Os doy fervientes gracias por los dones y
luces con que me habéis enriquecido… Entonces no os
amaba ni me cuidaba de que me amaseis. Ahora os amo con toda el
alma, y mi mayor pena es el haber desagradado a vuestra infinita
bondad. Atorméntame este dolor: ¡dulce tormento que
me trae la esperanza de que me hayáis perdonado!
¡Ojalá hubiera muerto mil veces, dulcísimo
Salvador mío, antes de haberos ofendido!… Me estremece
el temor de que en lo futuro pudiera volver a
ofenderos…

¡Ah, Señor! Enviadme la muerte
más dolorosa que hubiere antes de que otra vez pierda
vuestra gracia.

Esclavo fui del infierno; ahora vuestro
siervo soy, ¡oh Dios de mi alma!… Dijisteis que
amaríais a quien os amase… Pues yo os amo; soy vuestro y
Vos sois mío… Y como pudiera perderos en lo porvenir,
sólo os pido la gracia de que me hagáis morir antes
que de nuevo os pierda… Y si tantos beneficios me habéis
dado sin que yo los pidiera, no puedo temer me neguéis
éste que os pido ahora. No permitáis, pues, que os
pierda. Concededme vuestro amor, y nada más
deseo…

¡María, esperanza mía,
interceded por mí!

CONSIDERACIÓN 3

Brevedad de la
vida

¿Qué es vuestra vida?
Vapor es que aparece por un poco de tiempo.

Santiago 4, 15

PUNTO 1

¿Qué es nuestra vida?… Es
como un tenue vapor que el aire dispersa y al punto acaba. Todos
sabemos que hemos de morir. Pero muchos se engañan,
figurándose la muerte tan lejana como si jamás
hubiese de llegar. Mas, como nos advierte Job, la vida humana es
brevísima: El hombre, viviendo breve tiempo, brota
como flor, y se marchita
.

Manda el Señor a Isaías que
anuncie esa misma verdad: Clama -le dice- que toda
carne es heno…; verdaderamente, heno es el pueblo:
secóse el heno y cayó la flor
(Is. 40, 6-7).
Es, pues, la vida del hombre como la de esa planta. Viene la
muerte, sécase el heno, acábase la vida, y cae
marchita la flor de las grandezas y bienes terrenos.

Corre hacia nosotros velocísima la
muerte, y nosotros en cada instante hacia ella corremos (Jb. 9,
25). Todo este tiempo en que escribo -dice San
Jerónimo- se quita de mi vida. Todos morimos, y nos
deslizamos como sobre la tierra el agua, que no se vuelve
atrás
(2 Reg. 14, 14). Ved cómo corre a la mar
aquel arroyuelo; sus corrientes aguas no
retrocederán.

Así, hermano mío, pasan tus
días y te acercas a la muerte. Placeres, recreos, faustos,
elogios, alabanzas, todo va pasando… ¿Y qué nos
queda?… Sólo me resta el sepulcro (Jb. 17, 1).
Seremos sepultados en la fosa, y allí habremos de estar
pudriéndonos, despojados de todo.

En el trance de la muerte, el recuerdo de
los deleites que en la vida disfrutamos y de las honras
adquiridas sólo servirá para acrecentar nuestra
pena y nuestra desconfianza de obtener la eterna
salvación… ¡Dentro de poco, dirá entonces
el infeliz mundano, mi casa, mis jardines, esos muebles
preciosos, esos cuadros, aquellos trajes, no serán ya para
mí! Sólo me resta el sepulcro.

¡Ah! ¡Con dolor profundo mira
entonces los bienes de la tierra quien los amó
apasionadamente! Pero ese dolor no vale más que para
aumentar el peligro en que está la salvación.
Porque la experiencia nos prueba que tales personas apegadas al
mundo no quieren ni aun en el lecho de la muerte que se les hable
sino de su enfermedad, de los médicos a que pueden
consultar, de los remedios que pudieran aliviarlos.

Y apenas se les dice algo de su alma, se
entristecen de improviso y ruega que se les deje descansar,
porque les duele la cabeza y no pueden resistir la
conversación. Si por acaso quieren contestar, se confunden
y no saben qué decir. Y a menudo, si el confesor les da la
absolución, no es porque los vea bien dispuestos, sino
porque no hay tiempo que perder. Así suelen morir los que
poco piensan en la muerte.

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Ah Señor mío y Dios de
infinita majestad! Me avergüenzo de comparecer ante vuestra
presencia. ¡Cuántas veces he injuriado vuestra
honra, posponiendo vuestra gracia a un mísero placer, a un
ímpetu de rabia, a un poco de barro, a un capricho, a un
humo leve!

Adoro y beso vuestras llagas, que con mis
pecados he abierto; mas por ellas mismas espero mi perdón
y salud.

Dadme a conocer, ¡oh Jesús!,
la gravedad de la ofensa que os hice, siendo como sois la fuente
de todo bien, dejándoos para saciarme de aguas
pútridas y envenenadas. ¿Qué me resta de
tanta ofensa sino angustia, remordimiento de conciencia y
méritos para el infierno? Padre, no soy digno de
llamarme hijo tuyo
(Lc. 15, 21).

No me abandones, Padre mío; verdad
es que no merezco la gracia de que me llames tu hijo. Pero has
muerto para salvarme… Habéis dicho, Señor:
Volveos a Mí y Yo me volveré a vosotros
(Zac. 1, 3). Renuncio, pues, a todas las satisfacciones. Dejo
cuantos placeres pudiera darme el mundo, y me convierto a
Vos.

Por la sangre que por mí
derramasteis, perdonadme, Señor, que yo me arrepiento de
todo corazón de haberos ultrajado. Me arrepiento y os amo
más que todas las cosas. Indigno soy de amaros; mas Vos,
que merecéis tanto amor, no desdeñéis el de
un corazón que antes os desdeñaba. Con el fin de
que os amase, no me hicisteis morir cuando yo estaba en
pecado.

Deseo, pues, amaros en la vida que me
reste, y no amar a nadie más que a Vos. Ayudadme, Dios
mío; concededme el don de la perseverancia y vuestro santo
amor…

María, refugio mío,
encomendadme a Jesucristo.

PUNTO 2

Exclamaba el rey Exequias: Mi vida ha
sido cortada como por tejedor. Mientras se estaba aún
formando, me cortó
(Is. 38, 12).

¡Oh, cuántos que están
tramando la tela de su vida, ordenando y persiguiendo
previsoramente sus mundanos designios, los sorprende la muerte y
lo rompe todo! Al pálido resplandor de la última
luz se oscurecen y roban todas las cosas de la tierra: aplausos,
placeres, grandezas y galas…

¡Gran secreto de la muerte! Ella sabe
mostrarnos lo que no ven los amantes del mundo. Las más
envidiadas fortunas, las mayores dignidades, los
magníficos triunfos, pierden todo su esplendor cuando se
les contempla desde el lecho de muerte. La idea de cierta falsa
felicidad que nos habíamos forjado se trueca entonces en
desdén contra nuestra propia locura. La negra sombra de la
muerte cubre y oscurece hasta las regias dignidades.

Ahora las pasiones nos presentan los bienes
del mundo muy diferentes de lo que son. Mas la muerte los
descubre y muestran como son en sí: humo, fango, vanidad y
miseria…

¡Oh Dios! ¿De qué
sirven después de la muerte las riquezas, dominios y
reinos, cuando no hemos de tener más que un ataúd
de madera y una mortaja que apenas baste para cubrir el
cuerpo?

¿De qué sirven los honores,
si sólo nos darán un fúnebre cortejo o
pomposos funerales, que si el alma está perdida, de nada
le aprovecharán?

¿De qué sirve la hermosura
del cuerpo, si no quedan más que gusanos, podredumbre
espantosa y luego un poco de infecto polvo?

Me ha puesto como por refrán del
vulgo, y soy delante de ellos un escarmiento
(Jb. 17, 6).
Muere aquel rico, aquel gobernante, aquel capitán, y se
habla de él en dondequiera. Pero si ha vivido mal,
vendrá a ser murmurado del pueblo, ejemplo de la vanidad
del mundo y de la divina justicia, y escarmiento de muchos. Y en
la tumba confundido estará con otros cadáveres de
pobres. Grandes y pequeños allí
están
(Jb. 3, 18).

¿Para qué le sirvió la
gallardía de su cuerpo, si luego no es más que un
montón de gusanos? ¿Para qué la autoridad
que tuvo, si los restos mortales se pudrirán en el
sepulcro, y si el alma está arrojada a las llamas del
infierno? ¡Oh, qué desdicha ser para los
demás objeto de estas reflexiones, y no haberlas uno hecho
en beneficio propio!

Convenzámonos, por tanto, de que
para poner remedio a los desórdenes de la conciencia no es
tiempo hábil el tiempo de la muerte, sino el de la vida.
Apresurémonos, pues, a poner por obra en seguida lo que
entonces no podremos hacer. Todo pasa y fenece pronto (1Co. 7,
29). Procuremos que todo nos sirva para conquistar la vida
eterna.

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Oh Dios de mi alma, oh bondad
infinita! Tened compasión de mí, que tanto os he
ofendido. Harto sabía que pecando perdería vuestra
gracia, y quise perderla.

¿Me diréis, Señor, lo
que debo hacer para recuperarla?… Si queréis que me
arrepienta de mis pecados, de ellos me arrepiento de todo
corazón, y desearía morir de dolor por haberlos
cometido. Si queréis que espere vuestro perdón, lo
espero por los merecimientos de vuestra Sangre. Si queréis
que os ame sobre todas las cosas, todo lo dejo, renuncio a
cuantos placeres o bienes puede darme el mundo, y os amo
más que a todo, ¡oh amabilísimo Salvador
mío!

Si aún queréis que os pida
alguna gracia, dos os pediré: que no permitáis os
vuelva a ofender; que me concedáis os ame de veras, y
luego hacer de mí lo que quisiereis…

María, esperanza de mi alma,
alcanzadme estas dos gracias. Así lo espero de
Vos.

PUNTO 3

¡Qué gran locura es, por los
breves y míseros deleites de esta cortísima vida,
exponerse al peligro de una infeliz muerte y comenzar con ella
una desdichada eternidad! ¡Oh, cuánto vale aquel
supremo instante, aquel postrer suspiro, aquella última
escena! Vale una eternidad de dicha o de tormento. Vale una vida
siempre feliz o siempre desgraciada.

Consideremos que Jesucristo quiso morir con
tanta amargura e ignominia para que tuviéramos muerte
venturosa. Con este fin nos dirige tan a menudo sus llamamientos,
sus luces, sus reprensiones y amenazas, para que procuremos
concluir la hora postrera en gracia y amistad de Dios.

Hasta un gentil, Antistenes, a quien
preguntaban cuál era la mayor fortuna de este mundo,
respondió que era una buena muerte.

¿Qué dirá, pues, un
cristiano, a quien la luz de la fe enseña que en aquel
trance se emprende uno de los dos caminos, el de un eterno
padecer o el de un eterno gozar?

Si en una bolsa hubiese dos papeletas, una
con el rótulo del infierno, otra con el de la
gloria, y tuviese que sacar por suerte una de ellas para
ir sin remedio a donde designase, ¿qué de cuidado
no pondrías en acertar a escoger la que te llevase al
Cielo?

Los infelices que estuvieran condenados a
jugarse la vida, ¡cómo temblarían al tirar
los dados que fueran a decidir de la vida o la muerte! ¡Con
qué espanto te verás próximo a aquel punto
solemne en que podrás a ti mismo decirte: "De este
instante depende mi vida o muerte perdurables! ¡Ahora se ha
de resolver si he de ser siempre bienaventurado o infeliz para
siempre!…"

Refiere San Bernardino de Siena que cierto
príncipe, estando a punto de morir, atemorizado,
decía: Yo, que tantas tierras y palacios poseo en este
mundo, ¡no sé, si en esta noche muero, qué
mansión iré a habitar!

Si crees, hermano mío, que has de
morir, que hay una eternidad, que una vez sola se muere, y que,
engañándote entonces, el yerro es irreparable para
siempre y sin esperanza de remedio, ¿cómo no te
decides, desde el instante que esto lees, a practicar cuanto
puedas para asegurarte buena muerte?…

Temblaba un San Andrés Avelino,
diciendo: "¿Quién sabe la suerte que me
estará reservada en la otra vida, si me salvaré o
me condenaré?…" Temblaba un San Luis Beltrán de
tal manera, que en muchas noches no lograba conciliar el
sueño, abrumado por el pensamiento que le decía:
¿Quién sabe si te
condenarás
?…

¿Y tú, hermano mío,
que de tantos pecados eres culpable, no tienes temor?… Sin
tardanza, pon oportuno remedio; forma la resolución de
entregarte a Dios completamente, y comienza, siquiera desde
ahora, una vida que no te cause aflicción, sino consuelo
en la hora de la muerte.

Dedícate a la oración;
frecuenta los sacramentos; apártate de las ocasiones
peligrosas, y aun abandona el mundo, si necesario fuere, para
asegurar tu salvación; entendiendo que cuando de esto se
trata no hay jamás confianza que baste.

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Cuánta gratitud os debo,
amado Salvador mío!… ¿Y cómo habéis
podido prodigar tantas gracias a un traidor ingrato para con Vos?
Me creasteis, y al crearme veíais ya cuántas
ofensas os había de hacer. Me redimisteis, muriendo por
mí, y ya entonces percibíais toda la ingratitud con
que había de colmaros.

Luego, en mi vida del mundo, me
alejé de Vos, fui como muerto, como animal inmundo, y Vos,
con vuestra gracia, me habéis vuelto a la vida. Estaba
ciego, y habéis dado luz a mis ojos. Os había
perdido, y Vos hicisteis que os volviera a hallar. Era enemigo
vuestro, y Vos me habéis dado vuestra
amistad…

¡Oh Dios de misericordia!, haced que
conozca lo mucho que os debo y que llore las ofensas que os hice.
Vengaos de mí dándome dolor profundo de mis
pecados; mas no me castiguéis privándome de vuestra
gracia y amor…

¡Oh, eterno Padre, abomino y detesto
sobre todos los males cuantos pecados cometí! ¡Tened
piedad de mí, por amor de Jesucristo! Mirad a vuestro Hijo
muerto en la cruz, y descienda sobre mí su Sangre divina
para lavar mi alma.

¡Oh Rey de mi corazón,
adveniat regnum tuum! Resuelto estoy a desechar de
mí todo afecto que no sea por Vos. Os amo sobre todas las
cosas; venid a reinar en mi alma. Haced que os ame como
único objeto de mi amor. Deseo complaceros cuanto me fuere
posible en el tiempo de vida que me reste. Bendecid, Padre
mío, este mi deseo, y otorgadme la gracia de que siempre
esté unido a Vos.

Os consagro todos mis afectos, y de hoy en
adelante quiero ser sólo vuestro, ¡oh tesoro
mío, mi paz, mi esperanza, mi amor y mi todo! ¡De
Vos lo espero todo por los merecimientos de vuestro
Hijo!

¡Oh María, mi reina y mi
Madre!, ayudadme con vuestra intercesión. Madre de Dios,
rogad por mí.

CONSIDERACIÓN 4

Certidumbre de la
muerte

Establecido está a los hombres
que mueran sólo una vez

He. 9, 27

PUNTO 1

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8

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