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Preparación para la muerte, de San Alfonso María de Ligorio (página 2)



Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8

Escrita está la sentencia de muerte
para todo el humano linaje. El hombre ha de morir. Decía
San Agustín (In Salm. 12): La muerte sólo es
segura; los demás bienes y males nuestros, inciertos
son
.

No se puede saber si aquel niño que
acaba de nacer será rico o pobre, si tendrá buena o
mala salud, si morirá joven o viejo. Todo ello es
incierto, pero es cosa indudable que ha de morir. Magnates y
reyes serán también segados por la hoz de la
muerte, a cuyo poder no hay fuerza que resista. Posible es
resistir al fuego, al agua, al hierro, a la potestad de los
príncipes, mas no a la muerte.

Refiere Vicente de Beauvais que un rey de
Francia, viéndose en el término de su vida,
exclamó: Con todo mi poder no puedo conseguir que la
muerte me espere una hora más
. Cuando ese trance
llega, ni por un momento podemos demorarle.

Aunque vivieres, lector mío, cuantos
años deseas, ha de llegar un día, y en ese
día una hora, que será la última para ti.
Tanto para mí, que esto escribo, como para ti, que lo
lees, está decretado el día y punto en que ni yo
podré escribir ni tú leer más.
¿Quién es el hombre que vivirá y no
verá la muerte?
(Sal. 88, 49). Dada está la
sentencia. No ha habido hombre tan necio que se haya forjado la
ilusión de que no ha de morir.

Lo que acaeció a tus antepasados te
sucederá también a ti. De cuantas personas
vivían en tu patria al comenzar el pasado siglo, ni una
sola queda con vida.

También los príncipes y
monarcas dejaron este mundo. No queda más de ellos que el
sepulcro de mármol y una inscripción pomposa, que
hoy nos sirve de enseñanza, patentizándonos que de
los grandes del mundo sólo resta un poco de polvo
detrás de aquellas losas…

Pregunta San Bernardo: Dime,
¿dónde están los amadores del mundo?
Y
responde: Nada de ellos quedó, sino cenizas y
gusanos
.

Preciso es, por tanto, que procuremos, no
la fortuna perecedera, sino la que no tiene fin, porque
inmortales son nuestras almas. ¿De qué os
servirá ser felices en la tierra -aunque no puede haber
verdadera felicidad en un alma que vive alejada de Dios-, si
después habréis de ser desdichados eternamente?…
Ya os habéis preparado morada a vuestro gusto. Pensad que
pronto tendréis que dejarla para consumiros en la tumba.
Habéis alcanzado tal vez la dignidad que os eleva sobre
los demás hombres. Pero llegará la muerte y os
igualará con los más viles plebeyos del
mundo.

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Infeliz de mí!, que durante
tantos años sólo he pensado en ofenderos, ¡oh
Dios de mi alma!… Pasaron ya esos años; tal vez mi
muerte está ya cerca, y no hallo en mí más
que remordimiento y dolor. ¡Ah Señor, si os hubiese
siempre servido!… ¡Cuán loco fui!… En tantos
años como he vivido, en vez de granjear méritos
para la otra vida, ¡me he colmado de deudas para con la
divina justicia!…

Amado Redentor mío, dadme luz y
ánimo para ordenar mi conciencia ahora. Quizá no
esté la muerte lejos de mí, y quiero prepararme
para aquel momento decisivo de mi felicidad o mi desdicha
eterna.

Gracias mil os doy por haberme esperado
hasta ahora. Y ya que me habéis dado tiempo de remediar el
mal cometido, heme aquí, Dios mío; decidme lo que
deseáis que haga por Vos. ¿Queréis que me
duela de las ofensas que os hice?… Me arrepiento de ellas y las
detesto con toda el alma… ¿Queréis que me emplee
en amaros estos años o días que me resten?
Así lo haré, Señor. ¡Oh Dios
mío! También más de una vez formé en
lo pasado esas mismas resoluciones, y mis promesas se trocaron en
otros tantos actos de traición. No, Jesús
mío; no quiero ya mostrarme ingrato a tantas gracias como
me habéis dado. Si ahora, al menos, no mudo de vida,
¿cómo podré en la muerte esperar
perdón y alcanzar la gloria? Resuelvo, pues, firmemente
dedicarme de veras a serviros desde ahora.

Y Vos, Señor, ayudadme, no me
abandonéis. Ya que no me abandonasteis cuando tanto os
ofendía, espero con mayor motivo vuestro socorro ahora que
me propongo abandonarlo todo para serviros. Permitid que os ame,
¡oh Dios, digno de infinito amor! Admitid al traidor que,
arrepentido, se postra a vuestros pies y os pide
misericordia.

Os amo, Jesús mío, con todo
mi corazón y más que a mí mismo. Vuestro
soy; disponed de mí y de todas mis cosas como os plazca.
Concededme la perseverancia en obedeceros; concededme vuestro
amor, y haced de mí lo que os agrade.

María, Madre, refugio y esperanza
mía, a Vos me encomiendo; os entrego mi alma; rogad a Dios
por mí.

PUNTO 2

Statutum est. Es cierto, pues, que
todos estamos condenados a muerte. Todos nacemos, dice San
Cipriano, con la cuerda al cuello; y cuantos pasos damos, otro
tanto nos acercamos a la muerte…

Hermano mío, así como
estás inscrito en el libro del bautismo, así
algún día te inscribirán en el libro de los
difuntos. Así como a veces mencionas a tus antepasados
diciendo: Mi padre, mi hermano, de feliz recuerdo, lo
mismo dirán de ti tus descendientes.

Tal y como tú has oído muchas
veces que las campanas tocaban a muerto por otros, así los
demás oirán que tocan por ti.

¿Qué dirías de un
condenado a muerte que fuese al patíbulo
burlándose, riéndose, mirando a todos lados,
pensando en teatros, festines y diversiones?… Y tú,
¿no caminas también hacia la muerte? ¿Y en
qué piensas? Contempla en aquellas tumbas a tus parientes
y amigos, cuya sentencia fue ya ejecutada…

¡Qué terror no siente el reo
condenado cuando va a sus compañeros pendientes del
patíbulo y muertos ya! Mira a esos cadáveres; cada
uno de ellos dice: Ayer a mí, hoy a ti. Lo mismo
repiten todos los días los retratos de los que fueron tus
parientes, los libros, las casas, los lechos, los vestidos que
has heredado.

¡Qué extremada locura es no
pensar en ajustar las cuentas del alma y no disponer los medios
necesarios para alcanzar buena muerte, sabiendo que hemos de
morir, que después de la muerte nos está reservada
una eternidad de gozo o de tormento, y que de ese punto depende
el ser para siempre dichosos o infelices!…

Sentimos compasión por los que
mueren de repente sin estar preparados para morir, y, con todo,
no tratamos de prepararnos, a pesar de que lo mismo puede
acaecernos.

Tarde o temprano, apercibidos o de
improviso, pensemos o no en ello, hemos de morir; y a toda hora y
en cada instante nos acercamos a nuestro patíbulo, o sea a
la última enfermedad que nos ha de arrojar fuera de este
mundo.

Gentes nuevas pueblan, en cada siglo,
casas, plazas y ciudades. Los antecesores están en la
tumba. Y así como se acabaron para ellos los días
de la vida, así vendrá un tiempo en que ni
tú, ni yo, ni persona alguna de los que vivimos ahora
viviremos en este mundo. Todos estaremos en la eternidad, que
será para nosotros, o perdurable día de gozo, o
noche eterna de dolor. No hay término medio. Es cierto y
de fe que, al fin, nos ha de tocar uno u otro destino.

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Oh mi amado Redentor! No me
atrevería a presentarme ante Vos si no os viera en la cruz
desgarrado, escarnecido y muerto por mí. Grande es mi
ingratitud, pero aún es más grande vuestra
misericordia. Grandísimos mis pecados, mas todavía
son mayores vuestros méritos. En vuestras llagas, en
vuestra muerte, pongo mi esperanza.

Merecí el infierno apenas hube
cometido mi primer pecado. He vuelto luego a ofenderos mil y mil
veces. Y Vos, no sólo me habéis conservado la vida,
sino que, con suma piedad y amor, me habéis ofrecido el
perdón y la paz.

¿Cómo he de temer que me
arrojéis de vuestra presencia ahora que os amo y que no
deseo sino vuestra gracia?… Sí; os amo de todo
corazón, ¡oh Señor mío!, y mi
único anhelo se cifra en amaros. Os adoro y me pesa el
haberos ofendido, no tanto por el infierno que merecí,
como por haberos despreciado a Vos, Dios mío, que tanto me
amáis… Abrid, pues, Jesús mío, el tesoro
de vuestra bondad, y añadid misericordia a
misericordia.

Haced que yo no vuelva a ser ingrato, y
mudad del todo mi corazón, de suerte que sea enteramente
vuestro, e inflamado siempre por las llamas de vuestra caridad,
ya que antes menospreció vuestro amor y le trocó
por los viles placeres del mundo.

Espero alcanzar la gloria, para siempre
amaros; y aunque allí no podré estar entre las
almas inocentes, me pondré al lado de las que hicieron
penitencia, deseando, con todo, amaros más todavía
que aquéllas. Para gloria de vuestra misericordia, vea el
Cielo cómo arde en vuestro amor un pecador que tanto os ha
ofendido. Resuelvo entregarme a Vos de hoy en adelante, y pensar
no más que en amaros. Auxiliadme con vuestra luz y gracia
para cumplir ese deseo mío, dado también por
vuestra misma bondad…

¡Oh María, Madre de
perseverancia, alcanzadme que sea fiel a mi promesa!

PUNTO 3

La muerte es segura. ¿Cómo,
pues, tantos cristianos, ¡oh Dios!, que lo saben, lo creen,
lo ven, pueden vivir tan olvidados de la muerte como si nunca
tuviesen que morir? Si después de esta vida no hubiera ni
gloria ni infierno, ¿se podría pensar en ello menos
de lo que ahora se piensa? De ahí procede la mala vida que
llevan.

Si quieres, hermano mío, vivir bien,
procura en el resto de tus días vivir con el pensamiento
de la muerte… ¡Oh, cuán acertadamente juzga las
cosas y dirige sus acciones quien juzga y se guía por la
idea de que ha de morir! (Ecl. 41, 3).

El recuerdo de la muerte, dice San Lorenzo
Justiniano, hace perder el afecto a todas las cosas terrenas.
Todos los bienes del mundo se reducen a placeres sensuales,
riquezas y honras (1 Jn. 2, 16). Mas el que considera que en
breve se reducirá a polvo y será, bajo tierra,
pasto de gusanos, todos esos bienes desprecia.

Y en verdad, los Santos, pensando en la
muerte, despreciaron los bienes terrenales. Por eso, San Carlos
Borromeo tenía siempre en su mesa un cráneo humano
para contemplarle a menudo.

El cardenal Baronio llevaba en el anillo,
grabadas, estas dos palabras: Memento mori: Acuérdate
de que has de morir
. El venerable Pedro Ancina, Obispo de
Saluzo, había escrito en un cráneo: Fui lo que
eres: como soy serás.

UN santo ermitaño a quien
preguntaron en la hora de la muerte por qué mostraba tanta
alegría, respondió: Tan a menudo he tenido
fijos los ojos en la muerte, que ahora, cuando se aproxima, no
veo cosa nueva
.

¿Qué locura no sería
la de un viajero que tratase de ostentar grandezas y lujo no
más que en los lugares por donde sólo habría
de pasar, y no pensara siquiera en que luego tendría que
reducirse a vivir miserablemente donde hubiera de residir durante
su vida toda? ¿Y no será un demente el que procura
ser feliz en este mundo, donde ha de estar pocos días, y
se expone a ser desgraciado en el otro, donde vivirá
eternamente?

Quien tiene una cosa prestada, poco afecto
suele poner en ella, porque sabe que en breve ha de restituirla.
Los bienes de la tierra prestados son, y gran necedad el amarlos,
puesto que pronto los hemos de dejar.

La muerte de todo nos despoja. Y todas
nuestras propiedades y riquezas acaban con el último
suspiro, con el funeral, con el viaje al sepulcro. Pronto
cederás a otros la casa que labraste, y la tumba
será morada de tu cuerpo hasta el día del juicio,
en el cual pasará al cielo o al infierno, donde ya el alma
le habrá precedido.

AFECTOS Y SÚPLICAS

¿Todo, pues, se ha de acabar para
mí en la hora de la muerte? Nada me quedará,
¡oh Dios mío!, más que lo poco que haya hecho
por vuestro amor… ¿A qué aguardo?… ¿A
que la muerte venga y me halle tan mísero y cargado de
culpas como estoy ahora? Si en este instante muriese,
moriría con angustiosa inquietud y harto descontento de la
vida pasada…

No, Jesús mío, no quiero
morir así. Yo os agradezco el haberme dado tiempo para
amaros y llorar mis faltas. Desde ahora mismo deseo comenzar. Me
pesa de todo corazón el haberos ofendido y os amo sobre
todas las cosas, ¡oh Sumo Bien!, más que a mi propia
vida.

Me entrego del todo a Vos, Jesús
mío; os abrazo y uno a mi corazón, y desde ahora os
encomiendo mi alma (Sal. 30, 6). No quiero esperar para
dárosla a que se le ordene salir de este mundo. Ni quiero
guardar mi súplica para cuando me llaméis.
¡Oh Jesús, sé mi
Salvador!

¡Sálvame ahora,
perdonándome y dándome la gracia de tu santo amor!
¿Quién sabe si esta consideración que hoy he
leído ha de ser el último aviso que me dais y la
postrera de vuestras misericordias para conmigo?

Tended la mano, Amor mío, y sacadme
del fango de la tibieza. Dadme eficaz fervor y amorosa obediencia
a cuanto queráis de mí.

¡Oh Eterno Padre!, por amor de
Jesucristo, concededme la santa perseverancia y el don de
amaros…, de amaros mucho en la vida que me reste…

¡Oh María, Madre de
misericordia!, por el amor que a vuestro Jesús tuvisteis,
alcanzadme esas dos gracias de perseverancia y amor.

CONSIDERACIÓN 5

Incertidumbre de
la hora de la muerte

Estad prevenidos, porque a la horaque
menos pensáis vendrá el Hijo del HombreLc. 12,
40

PUNTO 1

Certísimo es que todos hemos de
morir, mas no sabemos cuándo. Nada hay más
cierto que la muerte
-dice el Idiota-, pero nada
más incierto que la hora de la muerte
. Determinados
están, hermano mío, el año, el mes, el
día, la hora y el momento en que tendrás que dejar
este mundo y entrar en la eternidad; pero nosotros lo
ignoramos.

Nuestro Señor Jesucristo, con el fin
de que estemos siempre bien preparados, nos dice que la muerte
vendrá como ladrón oculto y de noche (1 Ts. 5, 2).
Otras veces nos exhorta a que estemos vigilantes, porque cuando
menos lo pensemos vendrá Él mismo a juzgarnos (Lc.
12, 40).

Decía San Gregorio que Dios nos
encubre para nuestro bien la hora de la muerte, con objeto de que
estemos siempre apercibidos a morir. Y puesto que la muerte en
todo tiempo y en todo lugar puede arrebatarnos, menester es -dice
San Bernardo- que si queremos bien morir y salvarnos, estemos
esperándola en todo lugar y en todo tiempo.

Nadie ignora que ha de morir; pero el mal
está en que muchos miran la muerte tan a lo lejos, que la
pierden de vista. Hasta los ancianos más decrépitos
y las personas más enfermizas se forjan la ilusión
de que todavía han de vivir tres o cuatro años. Yo,
al contrario, digo que debemos considerar cuántas muertes
repentinas vemos todos los días. Unos mueren caminando,
otros sentándose, otros durmiendo en su lecho.

Y seguramente ninguno de éstos
creía que iba a morir tan de improviso, en aquel
día en que murió. Afirmo, además, que de
cuantos en este año murieron en su cama, y no de repente,
ninguno se figuraba que acabaría su vida dentro del
año. Pocas muertes hay que no sean improvisas.

Así, pues, cristianos, cuando el
demonio os provoca a pecar con el pretexto de que mañana
os confesaréis, decidle: ¿Qué sé yo
si hoy será el último de mi vida?… Si esa hora,
si ese momento en que me apartase de Dios fuese el postrero para
mí, y ya no hubiese tiempo de remediarlo,
¿qué sería de mí en la
eternidad?

¿A cuántos pobres pecadores
no ha sucedido que al recrearse con envenenados manjares los ha
salteado la muerte y enviado al infierno? Como los peces en
el anzuelo, así serán tomados los hombres en el
tiempo malo
(Ecl. 9, 12). El tiempo malo es propiamente
aquel en que el pecador está ofendiendo a Dios. Y si el
demonio os dice que tal desgracia no ha de sucederos, respondedle
vosotros: "Y si me sucediere, ¿qué será de
mí por toda la eternidad?".

AFECTOS Y SÚPLICAS

Señor, el lugar en que yo
debía estar ahora no es en este que me hallo, sino el
infierno, tantas veces merecido por mis pecados. Mas San Pedro me
advierte que Dios espera con paciencia por amor a nosotros,
no queriendo que perezca ninguno
, sino que todos se
conviertan a penitencia (2 P. 3, 9).

De suerte que Vos mismo, Señor,
habéis tenido conmigo paciencia extremada y me
habéis sufrido porque no queréis que me pierda,
sino que, arrepentido y penitente, me convierta a Vos. Sí,
Dios mío, a Ti vuelvo; me postro a tus plantas y te pido
misericordia.

Para perdonarme, ha de ser, Señor,
vuestra piedad grande y extraordinaria (Sal. 50, 3), porque os he
ofendido a sabiendas. Otros pecadores os han ofendido
también, pero no disfrutaban de las luces que me
habéis otorgado. Y con todo eso, todavía me
mandáis que me arrepienta de mis culpas y espere vuestro
perdón.

Duélome, carísimo Redentor
mío, me pesa de todo corazón de haberos ofendido, y
espero que me perdonaréis por los merecimientos de lustra
Pasión. Vos, Jesús mío, siendo inocente,
quisisteis, como reo, morir en una cruz y derramar toda vuestra
Sangre para lavar mis culpas. ¡Oh inocente Sangre, lava
las culpas de un penitente!

¡Oh Eterno Padre, perdonadme
por amor a Cristo Jesús! Atended sus súplicas ahora
que, como abogado mío, os ruega por mí. Mas no me
basta el perdón, ¡oh Dios, digno de amor infinito!;
deseo además la gracia de amaros. Os amo, ¡oh
Soberano Bien!, y os ofrezco para siempre mi cuerpo, mi alma, mi
voluntad.

Quiero evitar en lo sucesivo no sólo
las faltas graves, sino las más leves, y huir de toda mala
ocasión. Ne nos inducas in tentationem. Libradme,
por amor a Jesús, de cualquier ocasión en que
pudiera ofenderos. Sed libera nos a malo. Libradme del
pecado, y castigadme luego como quisiereis.

Acepto cuantas enfermedades, dolores y
trabajos os plazca enviarme, con tal que no pierda vuestro amor y
gracia. Y pues prometisteis dar lo que os pidiere (Jn. 16, 24),
yo os demando sólo la perseverancia y vuestro
amor.

¡Oh María, Madre de
misericordia, rogad por mí, que confío en
Vos!

PUNTO 2

No quiere el Señor que nos perdamos,
y por eso, con la amenaza del castigo, no cesa de advertirnos que
mudemos de vida. Si nos os convirtiereis, vibrará su
espada.
(Sal. 7, 13).

Mirad -dice en otra parte- a cuántos
desdichados, que no quisieron enmendarse, los sorprendió
de improviso la muerte, cuando menos la esperaban, cuando
vivían en paz, preciándose de que aún
duraría su vida largos años. Dícenos
también: Si no hiciereis penitencia, todos igualmente
pereceréis.
(Lc. 13, 3).

¿Por qué tantos avisos del
castigo antes de enviárnosle, sino porque quiere que nos
corrijamos y evitemos la mala muerte?… Quien avisa que nos
guardemos, no tiene intención de matarnos, dice San
Agustín.

Preciso es, pues, preparar nuestras cuentas
antes que llegue el día de rendirlas. Si en la noche de
hoy debieras morir, y, por tanto, hubiera de quedar en ella
sentenciada la causa de tu eterna vida, ¿estarías
bien preparado? ¿Qué no daríais,
quizá, por obtener de Dios un año, un mes, siquiera
un día más de tregua?

Pues ¿por qué ahora, ya que
Dios te concede tiempo, no arreglas tu conciencia? ¿Acaso
no puede ser éste tu último día? No
tardes en convertirte al Señor, y no lo dilates de
día en día, porque su ira vendrá de
improviso, y en el tiempo de la venganza te perderá
.
(Ecl. 5, 8-9).

Para salvarte, hermano mío, debes
abandonar el pecado. Y si algún día has de
abandonarle, ¿por qué no le dejas ahora mismo?.
¿Esperas, tal vez, a que se acerque la muerte? Pero este
instante no es para los obstinados tiempo de perdón, sino
de venganza. En el tiempo de la venganza te
perderá
.

Si alguien os debe una considerable suma,
pronto tratáis de asegurar el pago, haciendo que el deudor
firme un resguardo escrito; porque decís:
"¿Quién sabe lo que puede suceder?" ¿Por
qué, pues, no usáis de tanta precaución
tratándose del alma, que vale mucho más que el
dinero? ¿Cómo no decís también:
"¿Quién sabe lo que puede ocurrir?". Si
perdéis aquella suma, no lo perdéis todo; y aun
cuando al perderla nada os quedase de vuestro patrimonio,
aún os quedaría la esperanza de recuperarle otra
vez. Mas si al morir perdieres el alma, entonces sí que
verdaderamente lo habréis perdido todo, sin esperanza de
remedio.

Harto cuidáis de anotar todos los
bienes que poseéis por temor de que se pierdan si
sobreviniere una muerte imprevista. Y si esta repentina muerte os
acaeciese no estando en gracia de Dios, ¿qué
sería de vuestras almas en la eternidad?

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Ah Redentor mío!
Habéis derramado toda vuestra Sangre, habéis dado
la vida por salvar mi alma, y yo ¡cuántas veces la
he perdido, confiando en vuestra misericordia!… De suerte que
me he valido de vuestra misma bondad para ofenderos, mereciendo
que me hicieseis morir y me arrojarais al infierno.

Hemos, pues, competido a porfía:
Vos, a fuerza de piedad; yo, a fuerza de pecados; Vos, viniendo a
mí; yo, huyendo de Vos; Vos, dándome tiempo de
remediar el mal que hice; yo, valiéndome de ese tiempo
para añadir injuria sobre injuria. Dadme, Señor, a
conocer la gran ofensa que os he hecho y la obligación que
tengo de amaros.

¡Ah Jesús mío!
¿Cómo podéis haberme amado tanto, que
venís a buscarme cuando yo os menospreciaba?
¿Cómo disteis tantas gracias a quien de tal modo os
ofendió?… De todo ello infiero cuánto
deseáis que no me extravíe y pierda. Duélome
de haber ultrajado a vuestra infinita bondad.

Acoged, pues, a esta ingrata ovejuela que
vuelve a vuestros pies. Recibidla y ponedla en vuestros hombros
para que no huya más. No quiero apartarme de Vos, sino
amaros y ser vuestro. Y con tal de serlo, gustoso aceptaré
cualquier trabajo. ¿Qué pena mayor pudiera
afligirme que la de vivir sin vuestra gracia, alejado de Vos, que
sois mi Dios y Señor, que me creó y murió
por mí? ¡Oh, malditos pecados!, ¿qué
habéis hecho? Por vosotros ofendí a mi Salvador,
que tanto me amó…

Así como Vos, Jesús
mío, moristeis por mí, debiera yo morir por Vos.
Fuisteis muerto por amor. Yo debiera serlo por el dolor de
haberos agraviado. Acepto la muerte cómo y cuándo
os plazca enviármela. Mas ya que hasta ahora poco o nada
os he amado, no quisiera morir así. dadme vida para que os
ame antes de morir. Y para eso mudad mi corazón, heridle,
inflamadle en vuestro santo amor.

Hacedlo así, Señor, por
aquella ardentísima caridad que os llevó a morir
por mí… Os amo con toda mi alma, enamorada de Vos. No
permitáis que os pierda otra vez… Dadme la santa
perseverancia… Dadme vuestro amor…

¡María Santísima, Madre
y refugio mío, sed mi abogada e intercesora!

PUNTO 3

Estote parati. No dice el
Señor que nos preparemos cuando llegue la muerte, sino que
estemos preparados. En el trance de morir, en medio de
aquella tempestad y confusión, es casi imposible ordenar
una conciencia enredada. Así nos lo muestra la
razón. Y así nos lo advirtió Dios, diciendo
que no vendrá entonces a perdonar, sino a vengar el
desprecio que hubiéremos hecho de su gracia (Ro. 12,
19).

Justo castigo -dice San Agustín-
será el que no pueda salvarse cuando quisiere quien cuando
pudo no quiso.

Quizá diga alguno:
¿Quién sabe? Tal vez podrá ser que entonces
me convierta y me salve… Pero ¿os arrojaríais a
un pozo diciendo: ¿Quién sabe?,
¿podrá ser que me arroje aquí, y que, sin
embargo, quede vivo y no muera?… ¡Oh Dios mío!,
¿qué es esto? ¡Cómo nos ciega el
pecado y nos hace perder hasta la razón! Los hombres,
cuando se trata del cuerpo, hablan como sabios; y como locos si
del alma se trata.

¡Oh hermano mío!
¿Quién sabe si este último punto que lees
será el postrer aviso que Dios te envía?
Preparémonos sin demora para la muerte, a fin de que no
nos halle inadvertidos.

San Agustín (Hom. 13) dice que el
Señor nos oculta la última hora de la vida con
objeto de que todos los días estemos dispuestos a morir.
San Pablo nos avisa (Fil. 2, 12) que debemos procurar la
salvación no sólo temiendo, sino
temblando.

Refiere San Antonino que cierto rey de
Sicilia, para manifestar a un privado el gran temor con que se
sentaba en el trono, le hizo sentar a la mesa bajo una espada que
pendía de un hilo sutilísimo sobre la cabeza, de
suerte que el convidado, viéndose de tal modo, apenas pudo
tomar un poco de alimento. Pues todos estamos en igual peligro,
ya que en cualquier instante puede caer en nosotros la espada de
la muerte, resolviendo el negocio de la eterna
salvación.

Se trata de la eternidad. Si el
árbol cayera hacia el Septentrión o hacia el
Mediodía, en cualquier lugar en que cayere, allí
quedará
(Ecl. 11, 3). Si al llegar la muerte, nos
halla en gracia, ¿qué alegría no
sentirá el alma, viendo que todo lo tiene seguro, que no
puede ya perder a Dios, y que por siempre será
feliz?…

Mas si la muerte sorprende al ánima
en pecado, ¡qué desesperación tendrá
el pecador, al decir: En error caí (Sb. 5, 6), y
mi engaño eternamente quedará sin
remedio!

Por ese temor decía el Beato P. M.
Ávila, apóstol de España, cuando se le
anunció que iba a morir: ¡Oh, si tuviera un poco
más de tiempo para prepararme a la muerte!
Por eso
mismo, el abad Agatón, aunque murió después
de haber hecho penitencia muchos años, decía:
¿Qué será de mí?
¿Quién sabe los juicios de Dios?

También San Arsenio tiembla en la
hora de su muerte; y como sus discípulos le preguntaran
por qué temía tanto: Hijos míos
-les respondió- no es en mí nuevo ese temor; lo
tuve siempre en toda mi vida
. Y aún más
temblaba el santo Job, diciendo: ¿Qué
haré cuando Dios se levante para juzgarme, y qué le
responderé cuando me interrogue?

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Oh Dios mío!
¿Quién me ha amado más que Vos? ¿Y
quién os ha despreciado y ofendido más que yo?
¡Oh Sangre, oh llagas de Cristo, mi esperanza
sois!

Eterno Padre, no miréis mis pecados.
Mirad las llagas de Cristo Jesús; mirad a vuestro Hijo muy
amado, que muere por mí de dolor y os pide que me
perdonéis.

Pésame más que de todo mal,
Creador mío, de haberos injuriado. Me creasteis para que
os amase, y he vivido como si hubiese sido creado para ofenderos.
Por amor a Jesucristo, perdonadme y otorgadme la gracia de
amaros. Si antes resistí a vuestra santa voluntad, ahora
no quiero más resistir, sino hacer cuanto me
ordenéis. Y pues mandáis que me resuelva a no
ofenderos, hago el firme propósito de perder mil veces la
vida antes que vuestra gracia.

Me mandáis que os ame con todo mi
corazón; pues de todo corazón os amo, y a nadie
quiero amar, sino a Vos. Desde hoy seréis el único
amado de mi alma, mi único amor. Os pido el don de la
perseverancia y de Vos lo espero. Por el amor a Jesús,
haced que yo sea siempre fiel, y pueda decir con San
Buenaventura: Uno solo es mi Amado; uno solo es mi amor.
No, no quiero que me sirva la vida para ofenderos, sino para
llorar las ofensas que os hice y para amaros mucho.

¡Oh María, Madre mía,
que rogáis por cuantos a Vos se encomiendan, rogad
también a Jesús por mí!

CONSIDERACIÓN 6

Muerte del
pecador

Sobreviniendo la aflicción,
buscarán la paz y no la habrá; turbación
sobre turbación vendrá.

Ez. 7, 25-26

PUNTO 1

Rechazan los pecadores la memoria y el
pensamiento de la muerte, y procuran hallar la paz (aunque
jamás la obtienen) viviendo en pecado. Mas cuando se ven
cerca de la eternidad y con las angustias de la muerte, no les es
dado huir del tormento de la mala conciencia, ni hallar la paz
que buscan, porque ¿cómo ha de hallarla un alma
llena de culpas, que como víboras la muerden? ¿De
qué paz podrán gozar pensando que en breve van a
comparecer ante Cristo Juez, cuya ley y amistad han despreciado?
Turbación sobre turbación vendrá
(Ez. 7, 26).

El anuncio de la muerte ya recibido, la
idea de que ha de abandonar para siempre todas las cosas de este
mundo, el remordimiento de la conciencia, el tiempo perdido, el
tiempo que falta, el rigor del juicio de Dios, la infeliz
eternidad que espera al pecador, todo esto forma tempestades
horribles, que abruman y confunden el espíritu y aumentan
la desconfianza. Y así, confuso y desesperado,
pasará el moribundo a la otra vida.

Abrahán, confiando en la palabra
divina, esperó en Dios contra toda humana esperanza, y
adquirió por ello mérito insigne (Ro. 4, 18). Mas
los pecadores, por desdicha suya, desmerecen y yerran cuando
esperan, no solo contra toda racional esperanza, sino contra la
fe, puesto que desprecian las amenazas que Dios dirige a los
obstinados. Temen la mala muerte, pero no temen llevar mala
vida.

Y, además, ¿quién les
asegura que no morirán de repente, como heridos por un
rayo? Y aunque tuvieren en ese trance tiempo de convertirse,
¿quién les asegura de que verdaderamente se
convertirán?…

Doce años tuvo que combatir San
Agustín para vencer sus inclinaciones malas… Pues
¿cómo un moribundo que ha tenido casi siempre
manchada la conciencia podrá fácilmente hacer una
verdadera conversión, en medio de los dolores, de los
vahídos de cabeza y de la confusión de la
muerte?

Digo verdadera conversión,
porque no bastará entonces decir y prometer con los
labios, sino que será preciso que palabras y promesas
salgan del corazón. ¡Oh Dios, qué
confusión y espanto no serán los del pobre enfermo
que haya descuidado su conciencia cuando se vea abrumado de
culpas, del temor del juicio, del infierno y de la eternidad!
¡Cuán confuso y angustiado le pondrán tales
pensamientos cuando se halle desmayado, sin luz en la mente y
combatido por el dolor de la muerte ya próxima! Se
confesará, prometerá, gemirá, pedirá
a Dios perdón…, mas sin saber lo que hace. Y, en medio
de esa tormenta de agitación, remordimiento, afanes y
temores, pasará a la otra vida (Jb. 34, 20).

Bien dice un autor que las súplicas,
llanto y promesas del pecador moribundo son como los de quien
estuviere asaltado por un enemigo que le hubiere puesto un
puñal al pecho para arrebatarle la vida. ¡Desdichado
del que sin estar en gracia de Dios pasa del lecho a la
eternidad!

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Oh llagas de Jesús! Vosotras
sois mi esperanza. Desesperaría yo del perdón de
mis culpas y de alcanzar mi eterna salvación si no os
mirase como fuente de gracia y de misericordia, por medio de la
cual Dios derramó toda su Sangre para lavar mi alma de
tantos pecados como he cometido. Yo os adoro, pues, ¡oh
sacrosantas llagas!, y en vosotras confío. Mil veces
detesto y maldigo aquellos indignos placeres con que
ofendí a mi Redentor y miserablemente perdí su
amistad. Mas al contemplaros renace mi esperanza, y se encaminan
a vosotras todos mis afectos.

¡Oh amantísimo Jesús!,
merecéis que los hombres todos os amen con todo su
corazón; y aunque yo tanto os he ofendido y despreciado
vuestro amor, Vos me habéis sufrido y piadosamente
invitado a que busque perdón.

¡Ah Salvador mío, no
permitáis que vuelva a ofenderos y que me condene!
¡Qué tormento sufriría yo en el infierno al
ver vuestra Sangre y los actos de misericordia que por mí
hicisteis!

Os amo, Señor, y quiero amaros
siempre. Dadme la perseverancia; desasid mi corazón de
todo amor que no sea el vuestro, e infundid en mi alma firme
deseo y verdadera resolución de amar desde ahora
sólo a Vos, mi Sumo Bien…

¡Oh María, Madre amorosa,
guiadme hacia Dios, y haced que yo sea suyo por completo antes
que muera!

PUNTO 2

No una sola, sino muchas, serán las
angustias del pobre pecador moribundo. Atormentado será
por los demonios, porque estos horrendos enemigos despliegan en
este trance toda su fuerza para perder el alma que está a
punto de salir de esta vida. Conocen que les queda poco tiempo
para arrebatarla, y que si entonces la pierden, jamás
será suya.

No habrá allí uno solo, sino
innumerables demonios, que rodearán al moribundo para
perderle (Is. 13, 21). Dirá uno: "Nada temas, que
sanarás". Otro exclamará: "Tú, que en tantos
años no has querido oír la voz de Dios,
¿esperas que ahora tenga piedad de ti?"
"¿Cómo -preguntará otro- podrás
resarcir los daños que hiciste, devolver la fama que
robaste?" Otro, por último, te dirá: "¿No
ves que tus confesiones fueron todas nulas, sin dolor, sin
propósitos? ¿Cómo es posible que ahora las
renueves?".

Por otra parte, se verá al moribundo
rodeado de sus culpas. Estos pecados, como otros tantos verdugos
-dice San Bernardo-, le tendrán asido, y le dirán:
"Obra tuya somos, y no te dejaremos. Te acompañaremos a la
otra vida, y contigo nos presentaremos al Eterno
Juez".

Quisiera entonces el que va a morir
librarse de tales enemigos y convertirse a Dios de todo
corazón. Pero el espíritu estará lleno de
tinieblas y el corazón endurecido. El corazón
duro mal se hallará a lo último; y quien ama el
peligro, en él perece
(Ecl. 3, 27).

Afirma San Bernardo que el corazón
obstinado en el mal durante la vida se esforzará en salir
del estado de condenación, pero no llegará a
librarse de él; y oprimido por su propia maldad, en el
mismo estado acabará la vida. Habiendo amado el pecado,
amaba también el peligro de la condenación. Por eso
permitirá justamente el Señor que perezca en ese
peligro, con el cual quiso vivir hasta la muerte.

San Agustín dice que quien no
abandona el pecado antes que el pecado le abandone a él,
difícilmente podrá en la hora de la muerte
detestarle como es debido, pues todo lo que hiciere entonces, a
la fuerza lo hará.

¡Cuán infeliz el pecador
obstinado que resiste a la voz divina! El ingrato, en vez de
rendirse y enternecerse por el llamamiento de Dios, se endurece
más, como el yunque por los golpes del martillo (Jb. 41,
15). Y en justo castigo de ello, así seguirá en la
hora de morir, a las puertas de la eternidad. El
corazón duro mal se hallará al fin
.

Por amor a las criaturas -dice el
Señor-, los pecadores me volvieron la espalda. En la
muerte recurrirán a Dios y Dios les dirá:
"¿Ahora recurrís a Mí? Pedid auxilio a las
criaturas, ya que ellas han sido vuestros dioses" (Jer. 2,
28).

Esto dirá el Señor, pues
aunque acudan a Él, no será con afecto de verdadera
conversión. Decía San Jerónimo que él
tenía por cierto, según la experiencia se lo
manifestaba, que no alcanzaría buen fin el que hasta el
fin hubiera tenido mala vida.

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Ayudadme y no me abandonéis,
amado Salvador mío! Veo mi alma llena de pecados: las
pasiones me violentan, las malas costumbres me oprimen. A
vuestros pies me postro. Tened piedad de mí, y libradme de
tanto mal. En Ti, Señor, esperé; no sea
confundido eternamente
(Sal. 30, 2). No permitáis que
se pierda un alma que en Vos confía (Sal. 73,
19).

Me pesa de haberos ofendido, ¡oh
infinita Bondad! Confieso que he cometido muchas faltas, y a toda
costa quiero enmendarme. Mas si no me socorréis con
vuestra gracia, perdido me veré.

Acoged, Señor, a este rebelde que
tanto os ha ultrajado. Pensad que os he costado la Sangre y la
vida. Pues por los merecimientos de vuestra Pasión y
muerte, recibidme en vuestros brazos y concededme la santa
perseverancia. Ya estaba perdido y me llamasteis. No he de
resistir más, y me consagro a Vos. Unidme a vuestro amor,
y no permitáis que me pierda otra vez al perder vuestra
gracia… ¡Jesús mío, no lo
permitáis!

¡No lo permitáis, oh
María, reina de mi alma; enviadme la muerte, y aun mil
muertes, antes que vuelva a perder la gracia de vuestro
Hijo!

PUNTO 3

¡Cosa digna de admiración!
Dios no cesa de amenazar al pecador con el castigo de la mala
muerte. "Entonces me llamarán, y no oiré" (Pr. 1,
28). ¿Por ventura oirá Dios su clamor cuando
viniere sobre él la angustia? (Jb. 27, 9). Me reiré
en vuestra muerte y os escarneceré (Pr. 1, 26). El
reír de Dios es no querer usar de su misericordia.
"Mía es la venganza, y Yo les daré el pago a su
tiempo, para que resbale su pie" (Dt. 32, 35).

Lo mismo dice en otros lugares; y, con
todo, los pecadores viven tranquilos y seguros, como si Dios les
hubiese prometido para la hora de la muerte el perdón y la
gloria. Sabido es que, cualquiera que fuere la hora en que el
pecador se convierta, Dios lo perdonará, como tiene
ofrecido. Mas no ha dicho que en el trance de morir se
convertirá el pecador. Antes bien, muchas veces ha
repetido que quien vive en pecado, en pecado morirá (Jn.
8, 21, 24), y que si en la muerte le busca, no le
encontrará (Jn. 7, 34).

Menester es, por tanto, buscar a Dios
cuando es posible hallarle (Is. 55, 6), porque vendrá un
tiempo en que no le podremos hallar. ¡Pobres pecadores!
¡Pobres ciegos que se contentan con la esperanza de
convertirse a la hora de la muerte, cuando ya no podrán!
Dice San Ambrosio: Los impíos no aprendieron a obrar
bien sino cuando ya no era tiempo
. Dios quiere salvarnos a
todos; pero castiga a los obstinados.

Si a cualquier infeliz que estuviese en
pecado le asaltase repentino accidente que le privara de sentido,
¡qué compasión no excitaría en cuantos
le vieran a punto de muerte sin recibir sacramentos ni dar
muestras de contrición! ¡Y qué júbilo
tendrían todos luego si aquel hombre volviera en sí
y pidiese la absolución de sus culpas e hiciese actos de
arrepentimiento!

Mas ¿no es un loco el que, teniendo
tiempo de hacer todo esto, sigue viviendo en pecado, o vuelve a
pecar y se pone en riesgo de que le sorprenda la muerte cuando
tal vez no pueda arrepentirse? Nos espanta el ver morir a alguien
de repente, y con todo, muchos se exponen voluntariamente a morir
así estando en pecado.

Peso y balanza son los juicios del
Señor
(Pr. 16, 11). Nosotros no llevamos cuenta de
las gracias que Dios nos da; pero Él las cuenta y mide, y
cuando las ve despreciadas en los límites que fija su
justicia, abandona al pecador a sus pecados, y así le deja
morir…

¡Desdichado del que difiere la
conversión hasta el día postrero! La penitencia
que se pide a un enfermo, enferma es
, dice San
Agustín. Y San Jerónimo decía que de cien
mil pecadores que vivan en pecado hasta que les llegue la muerte,
apenas si uno se salvará. San Vicente Ferrer afirmaba que
la salvación de uno de ésos sería mayor
milagro que la resurrección de un muerto.

¿Qué arrepentimiento se puede
esperar en la muerte del que hubiera vivido amando el pecado,
hasta aquel instante? Refiere San Belarmino que, asistiendo a un
moribundo y habiéndole exhortado a que hiciera un acto de
contrición, le respondió el enfermo que no
sabía lo que era contrición. Procuró San
Belarmino explicárselo, pero el enfermo dijo: "Padre, no
lo entiendo, ni estoy ahora capaz de esas cosas". Y así
falleció, "dando visibles señales de su
condenación", como San Belarmino dejó escrito.
Justo castigo del pecador -dice San Agustín- será
que al morir se olvide de sí mismo el que en la vida se
olvidó de Dios.

No queráis engañaros
-nos dice el Apóstol (Ga. 6, 7)-. Dios no puede ser
burlado. Porque aquello que sembrare el hombre, eso
también segará. Y así, el que siembra en su
carne segará corrupción
. Sería burlarse
de Dios el vivir despreciando sus leyes y alcanzar después
eterna recompensa y gloria. "Pero Dios no puede ser
burlado".

Lo que en esta vida se siembra, en la otra
se recoge. El que siembra acá vedados placeres carnales,
no recogerá luego más que corrupción,
miseria y muerte perdurables.

Cristiano mío, lo que para otros se
dice, también se dice para ti, si te vieras a punto de
morir, desahuciado de los médicos, privado el uso de los
sentidos y agonizando ya, ¿cuánto no
rogarías a Dios que te concediese un mes, una semana
más de vida para arreglar la cuenta de tu
conciencia?

Pues Dios te concede ahora ese tiempo, dale
mil gracias, remedia pronto el mal que has hecho y acude a todos
los medios precisos para estar en gracia cuando la muerte llegue,
porque entonces ya no habrá tiempo de
remediarlo.

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Ah Dios mío!
¿Quién, sino Vos, pudiera haber tenido toda la
paciencia que para conmigo habéis usado? Si no fuese
infinita vuestra bondad, yo desconfiaría de alcanzar
perdón. Pero mi Dios murió para perdonarme y
salvarme; y pues me ordena que tenga esperanza, en Él
esperaré. Si mis pecados me espantan y condenan, vuestros
merecimientos y promesas me infunden valor.

Prometisteis la vida de la gracia a quien
vuelva a vuestros brazos. Convertíos y vivid (Ez.
18, 32). Prometisteis abrazar al que a Vos acudiere. Volveos
a Mí y Yo me volveré a vosotros
(Zac. 1, 3).
Dijisteis que no despreciaríais al que se arrepintiera y
humillase (Sal. 50, 19). Pues heme aquí, Señor; a
Vos vuelvo y recurro; confiésome merecedor de mil
infiernos y me arrepiento de haberos ofendido. Ofrezco firmemente
no más ofenderos y amaros siempre.

No permitáis que sea en adelante
ingrato a tanta bondad. Padre Eterno, por los méritos de
la obediencia de Jesucristo, que murió por obedeceros,
haced que yo obedezca a vuestra voluntad hasta la muerte. Os amo,
Sumo Bien mío, y por el amor que os tengo quiero
obedeceros en todas las cosas. Dadme la santa perseverancia;
dadme vuestro amor, y nada más os pido.

María, Madre mía, rogad por
mí.

CONSIDERACIÓN 7

Sentimientos de
un moribundo no acostumbrado a considerar la meditación de
la muerte

Dispón de tu casa, porque
morirás y no vivirás.Is. 38, 1

PUNTO 1

Imagina que estás junto a un enfermo
a quien quedan pocas horas de vida… ¡Pobre enfermo! Mirad
cómo le oprimen y angustian los dolores, desmayos,
sofocaciones y falta de respiración y el sudor glacial y
el desvanecimiento, hasta el punto de que apenas siente, ni
entiende, ni habla…

Y su mayor desdicha consiste en que,
estando ya próximo a la muerte, en vez de pensar en su
alma y apercibir la cuenta para la eternidad, sólo trata
de médicos y remedios que le libren de la dolencia que le
va matando. No son capaces de pensar más que en
sí mismos
, dice San Lorenzo Justiniano al hablar de
tales moribundos… Pero ¿a lo menos, los parientes y
amigos le manifestarán el peligroso estado en que se
halla?… No; no hay entre todos ellos quien se atreva a darle la
nueva de la muerte y advertirle que debe recibir los santos
sacramentos. ¡Todos rehuyen el decírselo para no
molestarle!

(¡Oh Dios mío!, gracias mil os
doy porque en la hora de la muerte haréis que me asistan
mis queridos hermanos de mi Congregación, los cuales, sin
otro interés que el de mi salvación, me
ayudarán todos a bien morir.)

Entre tanto, y aunque no se le haya dado
anuncio de la muerte, el pobre enfermo, al ver la
confusión de la familia, las discusiones de los
médicos, los varios, frecuentes y heroicos remedios a los
que acuden, se llena de angustia y de terror, entre continuos
asaltos de temores, desconfianza y remordimientos, y duda si
habrá llegado el fin de sus días…
¿Qué no sentirá cuando, al cabo, reciba la
noticia de que va a morir? Arregla las cosas de tu casa,
porque morirás y no vivirás…
(Is. 38,
1).

¡Qué pena tendrá al
saber que su enfermedad es mortal, que es preciso reciba los
sacramentos, se una con Dios y vaya despidiéndose del
mundo!… ¡Despedirse del mundo! Pues
¿cómo?… ¿Ha de despedirse de todo: de la
casa, de la ciudad, de los parientes, amigos, conversaciones,
juegos, placeres?… Sí, de todo. Diríase que ante
el notario, ya presente, se escribe esa despedida con la
fórmula: Dejo a tal persona; dejo… Y
consigo ¿qué llevará? Sólo una pobre
mortaja, que poco a poco se pudrirá con el muerto en la
sepultura.

¡Oh, qué turbación y
tristeza traerán al moribundo las lágrimas de la
familia, el silencio de los amigos, que, mudos cerca de
él, ni aun aliento tienen para hablar!

Mayor angustia le darán los
remordimientos de la conciencia, vivísimos entonces por lo
desordenado de la vida, después de tantos llamamientos y
divinas luces, después de tantos avisos dados por los
padres espirituales, y de tantos propósitos hechos, mas no
cumplidos o presto olvidados.

"¡Pobre de mí -dirá el
moribundo-, que tantas luces recibí de Dios, tanto tiempo
para arreglar mi conciencia, y no lo hice! ¡Y ahora me veo
en el trance de la muerte! ¿Qué me hubiera costado
huir de aquella ocasión, apartarme de aquella amistad,
confesarme todas las semanas?… Y aunque mucho me hubiese
costado, ¿no hubiera debido hacerlo todo para salvar mi
alma, que más que todo importa?…

¡Oh, si hubiera puesto por obra
aquella buena resolución que formé, si hubiera
seguido como empecé entonces, qué contento
estaría ahora! Mas no lo hice, y ya no es tiempo de
hacerlo…"

Los sentimientos de esos moribundos que en
vida olvidaron su conciencia se asemejan a los del condenado que,
sin fruto ni remedio, llora en el infierno sus pecados como causa
de su castigo.

AFECTOS Y SÚPLICAS

Estos son, Señor, los sentimientos y
angustias que tendría si en este instante me anunciaran mi
próxima muerte… Os doy fervientes gracias por esta
enseñanza y por haberme dado tiempo para
enmendarme.

No quiero, Dios mío, huir más
de Vos. Bastantes veces me habéis buscado, y si ahora
resisto y no me entrego a Vos, fundadamente debo temer que me
abandonaréis para siempre.

Con el fin de que os amara, formasteis mi
corazón; mas yo le empleé mal, amando a las
criaturas y no a Vos, Creador y Redentor mío, que disteis
por mí la vida.

No sólo dejé de amaros, sino
que mil veces os he menospreciado y ofendido, y sabiendo que el
pecado os disgustaba en extremo, no vacilé en cometerle…
¡Oh Jesús mío, de todo ello me arrepiento, y
de todo corazón aborrezco lo malo! ¡Mudar quiero de
vida, renunciando a todos los placeres mundanos para sólo
a Vos amar y servir, oh Dios de mi alma!

Y pues me habéis dado grandes
muestras de vuestro amor, quisiera yo ofreceros antes de mi
muerte algunas del mío… Acepto desde ahora todas las
enfermedades y cruces que me enviéis, todos los trabajos y
desprecios que de los hombres recibiere. Dadme fuerzas para
sufrirlo en paz, por amor a Vos, como deseo. Os amo, bondad
infinita; os amo sobre todas las cosas. Aumentad mi amor y
concededme la santa perseverancia…

¡María, mi esperanza, ruega a
Jesús por mí!

PUNTO 2

¡Oh, cómo en el trance de la
muerte brillan y resplandecen las verdades de la fe para mayor
tormento del moribundo que haya vivido mal; sobre todo si ha sido
persona consagrada a Dios y tenido, por tanto, más
facilidad y tiempo de servirle, más inspiración y
mejores ejemplos!

¡Oh Dios, qué dolor
sentirá al pensar y decirse: he amonestado a los
demás y he obrado peor que ellos; dejé el mundo, y
he vivido luego aficionado a la vanidad y amor del mundo!…
¡Qué remordimiento tendrá al considerar que
con las gracias que Dios le dio, no ya un cristiano, sino un
gentil se hubiera santificado! ¡Cuán no será
su pena recordando que ha menospreciado las prácticas
piadosas, como hijos de la flaqueza de espíritu, y alabado
ciertas mundanas máximas, frutos de la estimación y
amor propios, como el de no humillarse, ni mortificarse, ni
rehuir los esparcimientos que se ofrecían!

El deseo de los pecadores
perecerá
(Sal. 111, 10). ¡Cuánto
desearemos en la muerte el tiempo que ahora perdemos!… Refiere
San Gregorio en sus Diálogos que había un
tal Crisantio, hombre rico, de malas costumbres, el cual, en la
hora de la muerte, dirigiéndose a los enemigos que
visiblemente se le presentaban para arrebatarle, exclamaba:
¡Dadme tiempo, dadme tiempo hasta mañana! Y
ellos le respondían: "¡Insensato!, ¿ahora
pides tiempo? ¿No le tuviste y perdiste y le empleaste en
pecar? ¿Y le pides ahora, cuando ya no le hay para ti?" El
desdichado seguía pidiendo a voces socorro y auxilio.
Hallábase allí cerca de él un monje, hijo
suyo, llamado Máximo, y el moribundo decía:
¡Ayúdame, hijo mío; Máximo,
ampárame!
Y entre tanto, con el rostro como de
llamas, revolvíase furioso en el lecho, hasta que,
así agitándose y gritando desesperado,
expiró miserablemente.

Ved cómo esos insensatos aman su
locura mientras viven; pero en la muerte abren los ojos y
reconocen su pasada demencia. Mas sólo les sirve eso para
acrecentar su desconfianza de poner remedio al daño. Y
muriendo así, dejan gran incertidumbre sobre su
salvación.

Creo, hermano mío, que al leer este
punto te dirás a ti mismo que esto es gran verdad. Pues si
así es, harto mayor sería tu locura si, conociendo
estas verdades, no te enmendases a tiempo. Esto mismo que acabas
de leer sería para ti en la hora de la muerte como un
nuevo cuchillo de dolor.

Ánimo, pues; ya que estáis a
tiempo de evitar muerte tan espantosa, acudid pronto al remedio,
sin esperar como ocasión oportuna la que no ha de ofrecer
ninguna esperanza. No la dejéis para otro mes ni otra
semana…

¿Quién sabe si esta luz que
Dios, por su misericordia, os concede será la luz
postrera, el último llamamiento que os da?… Necedad es
no querer pensar en la muerte, que es segura, y de la cual
depende la eternidad.

Pero aún es necedad mayor el pensar
en la muerte y no prepararse para bien morir. Haced ahora las
reflexiones y resoluciones que haríais si estuvieseis en
ese trance. Lo que ahora hiciereis lo haréis con fruto, y
en aquella hora será en vano. Ahora, con esperanza de
salvaros; entonces, con desconfianza de alcanzar
salvación…

Al despedirse de Carlos V un personaje que
abandonaba el mundo para dedicarse a servir a Dios,
preguntóle el emperador por qué causa dejaba la
corte. Y aquél respondió: "Es necesario para
salvarse que entre la vida desordenada y la hora de la muerte
haya un espacio de penitencia".

AFECTOS Y SÚPLICAS

No, Dios mío; no quiero abusar
más de vuestra misericordia. Os doy gracias por las luces
con que me ilumináis ahora, y prometo mudar de vida,
conociendo que no podéis soportar ya mi ingratitud…
¿Habré de esperar acaso a que me enviéis al
infierno, o me abandonéis a una vida relajada, castigo
mayor que la muerte misma?

A vuestros pies me postro para rogaros que
me recibáis en vuestra gracia. Harto sé que no lo
merezco, pero Vos, Señor, dijisteis: En cualquier
día en que el impío se convirtiere, la impiedad no
le dañará
(Ez. 33, 12). Si en lo pasado,
Jesús mío, ofendí vuestra infinita bondad,
hoy me arrepiento de todo corazón, esperando que me
perdonaréis.

Diré con San Anselmo: No
permitáis, Señor, que se pierda mi alma por sus
pecados, ya que la redimisteis con vuestra Sangre. Ni
miréis mi ingratitud, sino el amor que os hizo morir por
mí, pues aunque he perdido vuestra gracia, Vos,
Señor, no habéis perdido el poder de
devolvérmela.

¡Tened compasión de mí,
oh amado Redentor mío! Perdonadme y dadme la gracia de
amaros. Yo os ofrezco que sólo a Vos he de amar. Y pues me
elegisteis para otorgarme vuestro amor, yo os elijo, oh Soberano
Bien, para amaros sobre todos los bienes…

Cargado con la cruz me precedisteis; yo os
seguiré con la cruz que os plazca enviarme, abrazando los
trabajos y mortificaciones que me deis. Bástame para gozo
de mi espíritu el que no me privéis de vuestra
gracia…

¡María Santísima,
esperanza mía, alcanzadme la perseverancia y la gracia de
amar a Dios, y nada más os pido!

PUNTO 3

Para el moribundo que haya vivido sin
acordarse del bien de su alma, espinas serán todas las
cosas que se le vayan presentando. Espinas la memoria de los
pasados deleites, de los triunfos y vanidades mundanos. Espinas
la presencia de los amigos que le visiten y las cosas que al
verlos recuerde. Espinas los padres espirituales que le asistan,
y los sacramentos que debe recibir de Confesión,
Comunión y Extremaunción; hasta el crucifijo que le
presenten será como espina de remordimiento, porque
leerá en la santa imagen el pobre moribundo cuán
mal ha correspondido al amor de un Dios que murió por
salvarle.

"¡Grande fue mi locura! -se
dirá el enfermo-. Pudiera haberme santificado con las
luces y medios que el Señor me dio; pudiera haber tenido
vida dichosísima en gracia de Dios, y ahora,
¿qué me resta después de tantos años
perdidos, sino desconfianza y angustia y remordimientos de
conciencia, y cuentas terribles que dar a Dios?
¡Difícil es la salvación de mi
alma!…"

¿Y cuándo hará tales
reflexiones?… Cuando se va a extinguir la lámpara de la
vida y a finalizar la escena de este mundo, cuando se halle ante
las dos eternidades de gloria o desdicha, y esté a punto
de exhalar el último suspiro, de que dependen la
bienaventuranza o desesperación perdurables, eternas,
mientras Dios sea Dios.

¡Cuánto daría entonces
por disponer de otro año, de otro mes, siquiera de una
semana de tiempo, en sano juicio, porque en aquel estado de
enfermedad, aturdida la mente, oprimido el pecho, alterado el
corazón, nada puede hacer, nada meditar, ni conseguir que
el abatido espíritu lleve a cabo un acto meritorio!
Hállase como hundido en una profunda sima de
confusión, donde nada percibe sino la inmensa ruina que le
amenaza y la incapacidad de ponerle remedio…

Pedirá tiempo. Pero se le
dirá: Proficiscere, parte: en seguida prepara tus
cuentas como mejor puedas en este breve espacio y parte sin
demora. ¿No sabes que la muerte a nadie aguarda ni
respeta?

¡Oh, con qué terror se
dirá el enfermo: "Esta mañana vivo aún; a la
tarde quizá esté muerto! Hoy me hallo en mi
aposento acostumbrado; mañana estaré en la
sepultura…, y mi alma, ¿dónde
estará?".

¡Qué espanto cuando preparen
la luz de la agonía; cuando surja el yerto sudor de la
muerte; cuando oiga disponer que la familia salga de la estancia
mortuoria y no vuelva a entrar; cuando comience a
turbársele la vista, y, por último, cuando
enciendan la luz que ha de brillar en el postrer instante de la
vida!

¡Oh luz bendita, cuántas
verdades descubrirás entonces! ¡Por ti, cuán
diferentes de cómo ahora se nos muestran veremos las cosas
del mundo! ¡Cómo patentizarás que todas ellas
son vanidad, locura y mentira!… Mas ¿de qué
servirá entender esas verdades, cuando ya no hay tiempo de
aprovecharse de esa enseñanza?

AFECTOS Y SÚPLICAS

Vos, Señor, no queréis mi
muerte, sino que me convierta y viva. Profunda gratitud me
inspiran vuestra paciencia en esperarme hasta ahora y las gracias
que me habéis otorgado.

Conozco el error que cometí al
posponer vuestra amistad a los viles y míseros bienes por
los cuales os he menospreciado. Duélome de ello de todo
corazón por haberos de tal modo ofendido. No
dejéis, pues, de asistirme con vuestras luces y gracia en
el tiempo de vida que me reste, a fin de que pueda conocer y
practicar lo que debo hacer para la enmienda de mi vida.
¿Qué provecho tendría si alcanzase tales
verdades cuando no fuera ya tiempo oportuno de acudir al
remedio?… No entregues a las bestias las almas que te
alaban…
(Sal. 73, 19).

Cuando el demonio me provoque a ofenderos
de nuevo, os ruego, ¡oh Jesús! por los merecimientos
de vuestra Pasión, que me libréis de caer en pecado
y de volver a la esclavitud del enemigo. Haced que entonces y
siempre acuda a Vos, y que a Vos no cese de encomendarme mientras
dure la tentación. Vuestra Sangre es mi esperanza y
vuestra bondad mis amores.

Os amo, Dios mío, digno de amor
infinito, y haced que os ame siempre y que conozca las cosas de
que debo apartarme para ser todo vuestro, como deseo. Dadme Vos
fuerzas para lograrlo.

Y Vos, Reina del Cielo y Madre mía,
rogad por este pecador. Concededme que en las tentaciones no deje
de acudir a Jesús, y a Vos, que con vuestra
intercesión libráis de caer en pecado a cuantos
piden vuestro auxilio.

CONSIDERACIÓN 8

Muerte del
justo

Es preciosa en la presencia de Diosla
muerte de sus Santos.Ps. 115, 15

PUNTO 1

Mirada la muerte a la luz de este mundo,
nos espanta e inspira temor; pero con la luz de la fe es deseable
y consoladora. Horrible parece a los pecadores; mas a los justos
se muestra preciosa y amable. "Preciosa -dice San Bernardo- como
fin de los trabajos, corona de la victoria, puerta de la
vida".

Y en verdad, la muerte es término de
penas y trabajos. El hombre nacido de mujer, vive corto
tiempo y está colmado de muchas miserias
(Jb. 14,
1).

Así es nuestra vida tan breve como
llena de miserias, enfermedades, temores y pasiones. Los
mundanos, deseosos de larga vida -dice Séneca (Ep. 101)-,
¿qué otra cosa buscan sino más prolongado
tormento? Seguir viviendo -exclama San Agustín- es seguir
padeciendo. Porque -como dice San Ambrosio (Ser. 45)- la vida
presente no nos ha sido dada para reposar, sino para trabajar, y
con los trabajos merecer la vida eterna; por lo cual, con
razón afirma Tertuliano que, cuando Dios abrevia la vida
de alguno, acorta su tormento. De suerte que, aunque la muerte
fue impuesta al hombre por castigo del pecado, son tantas y tales
las miserias de esta vida, que -como dice San Ambrosio-
más parece alivio al morir que no castigo.

Dios llama bienaventurados a los que mueren
en gracia, porque se les acaban los trabajos y comienzan a
descansar. "Bienaventurados los muertos que mueren en el
Señor". "Desde hoy -dice el Espíritu Santo (Ap. 14,
13)- que descansen de sus trabajos".

Los tormentos que afligen a los pecadores
en la hora de la muerte no afligen a los Santos. "Las almas de
los justos están en mano de Dios, y no los tocará
el tormento de la muerte" (Sb. 3, 1).

No temen los Santos aquel mandato de salir
de esta vida que tanto amedrenta a los mundanos, ni se afligen
por dejar los bienes terrenos, porque jamás tuvieron asido
a ellos el corazón. "Dios de mi corazón -repitieron
siempre-; Dios mío por toda la eternidad" (Salmo 72,
26).

"¡Dichosos vosotros! -escribía
el Apóstol a sus discípulos, despojados de sus
bienes por confesar a Cristo-. Con gozo llevasteis que os robasen
vuestras haciendas, conociendo que tenéis patrimonio
más excelente y duradero" (He. 10, 34).

No se afligen los Santos a dejar las honras
mundanas, porque antes las aborrecieron ellos y las tuvieron,
como son, por humo y vanidad, y sólo estimaron la honra de
amar a Dios y ser amados de Él. No se afligen al dejar a
sus padres, porque sólo en Dios los amaron, y al morir los
dejan encomendados a aquel Padre celestial que los ama más
que a ellos; y esperando salvarse, creen que mejor los
podrán ayudar desde el Cielo que en este mundo.

En suma: todos los que han dicho siempre en
la vida Dios mío y mi todo, con mayor consuelo y
ternura lo repetirán al morir.

Quien muere amando a Dios no se inquieta
por los dolores que consigo lleva la muerte; antes bien se
complace en ellos, considerando que ya se le acaba la vida y el
tiempo de padecer por Dios y de darle nuevas pruebas de amor;
así, con afecto y paz, le ofrece los últimos restos
del plazo de su vida y se consuela uniendo el sacrificio de su
muerte con el que Jesucristo ofreció por nosotros en la
cruz a su Eterno Padre. De este modo muere dichosamente,
diciendo: "En su seno dormiré y descansaré en paz"
(Sal. 4, 9).

¡Oh, qué hermosa paz, morir
entregándose y descansando en brazos de Cristo, que nos
amó hasta la muerte, y que quiso morir con amargos
tormentos para alcanzarnos muerte consoladora y dulce!

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Oh amado Jesús mío,
que para darme muerte feliz quisisteis sufrir muerte
cruelísima en el Calvario! ¿Cuándo
lograré veros?… La primera vez que os vea será
cuando me juzguéis en el momento de expirar.
¿Qué os diré entonces?… Y Vos,
¿qué me diréis?… No quiero esperar a que
llegue tal instante para pensar en ello; quiero meditarlo
ahora.

Os diré: "Señor: Vos, amado
Redentor mío, sois el que murió por mí…
Tiempo hubo en que os ofendí y fui ingratísimo para
con Vos e indigno de perdón. Mas luego, ayudado por
vuestra gracia, procuré enmendarme, y en el resto de mi
vida lloré mis pecados, y Vos me perdonasteis.

Perdonadme de nuevo ahora que estoy a
vuestros pies, y otorgadme Vos mismo absolución general de
mis culpas. No merecía volver a amaros por haber
despreciado vuestro amor. Mas Vos, Señor, por vuestra
misericordia atrajisteis mi corazón, que si no os ha amado
como merecéis, os amó sobre todas las cosas,
desasiéndose de ellas para complaceros…
¿Qué me diréis ahora?… Veo que la gloria,
el contemplaros en vuestro reino, es altísimo bien de que
no soy digno; mas espero que no viviré alejado de Vos,
especialmente ahora que me habéis mostrado vuestra excelsa
hermosura.

Os busco en el Cielo, no para más
gozar, sino para mejor amaros. Ni quiero tampoco entrar en esa
patria de santidad y verme entre aquellas almas purísimas,
manchado como estoy ahora por mis culpas. Haced que antes me
purifique, pero no me apartéis para siempre de vuestra
presencia… Bástame que algún día, cuando
lo disponga vuestra santa voluntad, me llaméis a la gloria
para que allí cante eternamente vuestras
alabanzas.

Entre tanto, amado Jesús mío,
dadme vuestra bendición y decidme que soy vuestro, que
seréis siempre mío, que os amaré y me
amaréis perdurablemente…

Ahora, Señor, voy lejos de Vos, a
las llamas purificadoras; pero voy gozoso, porque allí he
de amaros, Redentor mío, mi Dios y mi todo… Gozoso voy;
mas sabed que en ese tiempo en que he de estar lejos de Vos, esa
separación temporal será mi mayor pena.

Contaré, Señor, los instantes
hasta que me llaméis… Tened compasión de un alma
que os ama con todas sus fuerzas y que suspira por veros para
más amaros".

Espero, Jesús mío, que
así os podré hablar. Mientras tanto, os pido la
gracia de vivir de tal modo que pueda deciros entonces lo que
ahora he pensado. Concededme la santa perseverancia, otorgadme
vuestro amor…, y auxiliadme Vos.

¡Oh María, Madre de Dios,
rogad a Jesús por mí!

PUNTO 2

Limpiará Dios toda
lágrima de los ojos de ellos, y la muerte no será
ya más
(Ap. 21, 4). En la hora de la muerte
enjugará Dios de los ojos de sus siervos las
lágrimas que hubieren derramado en esta vida, en medio de
los trabajos, temores, peligros y combates con el infierno. Y lo
que más consolará a un alma amante de su Dios
cuando sepa que llega la muerte será el pensar que pronto
ha de estar libre de tanto peligro de ofender a Dios como hay en
el mundo, de tanta tribulación espiritual y de tantas
tentaciones del enemigo.

La vida temporal es una guerra continua
contra el infierno, en la cual siempre estamos en riesgo
grandísimo de perder a Dios y a nuestra alma.

Dice San Ambrosio que en este mundo
caminamos constantemente entre asechanzas del enemigo, que tiende
lazos a la vida de la gracia. Este peligro hacía temblar a
San Pedro de Alcántara cuando ya estaba agonizando:
"Apartaos, hermano mío -dirigiéndose a un religioso
que, al auxiliarle, le tocaba con veneración-, apartaos,
pues vivo todavía, y aún hay peligro de que me
condene".

Por eso mismo se regocijaba Santa Teresa
cada vez que oía sonar la hora del reloj,
alegrándose de que ya hubiese pasado otra hora de combate,
porque decía: "Puedo pecar y perder a Dios en cada
instante de mi vida".

De aquí que todos los Santos
sentían consuelo al conocer que iban a morir, pues
pensaban que presto se acabarían las batallas y riesgos y
tendrían segura la inefable dicha de no poder ya perder a
Dios jamás.

Refiérese en la vida de los Padres
que uno de ellos, en extremo anciano, hallándose en la
hora de la muerte, reíase mientras sus compañeros
lloraban, y como le preguntaran el motivo de su gozo,
respondió: "Y vosotros, ¿por qué
lloráis, cuando voy a descansar de mis trabajos?".
También Santa Catalina de Siena dijo al morir: "Consolaos
conmigo, porque dejo esta tierra de dolor y voy a la patria de
paz".

Si alguno -dice San Cipriano- habitase en
una casa cuyas paredes estuvieran para desplomarse, cuyo
pavimento y techo se bambolearan y todo ello amenazase ruina,
¿no desearía mucho salir de ella?… Pues en esta
vida todo amenaza la ruina del alma: el mundo, el infierno, las
pasiones, los sentidos rebeldes, todo la atrae hacia el pecado y
la muerte eterna.

¿Quién me
librará
-exclamaba el Apóstol (Ro. 7, 24)-
de este cuerpo de muerte? ¡Oh, qué
alegría sentirá el alma cuando oiga decir: "Ven,
esposa mía; sal del lugar del llanto, de la cueva de los
leones que quisieran devorarte y hacerte perder la gracia divina"
(Cant. 4, 8).

Por eso San Pablo (Fil. 1, 21), deseando
morir, decía que Jesucristo era su única vida, y
que estimaba la muerte como la mayor ganancia que pudiera
alcanzar, ya que por ella adquiría la vida que
jamás tiene fin.

Gran favor hace Dios al alma que
está en gracia llevándosela de este mundo, donde
pudiera no perseverar y perder la amistad divina (Sb. 4, 11).
Dichoso en esta vida es el que está unido a Dios; pero
así como el navegante no puede tenerse por seguro mientras
no llegue al puerto y salga libre de la tormenta, así no
puede el alma ser verdaderamente feliz hasta que salga de esta
vida en gracia de Dios.

Alaba la ventura del caminante; pero
cuando haya llegado al puerto
-dice San Ambrosio-. Pues si
el navegante se alegra cuando, libre de tantos peligros, se
acerca al puerto deseado, ¿cuánto más no
debe alegrarse el que esté próximo a asegurar su
salvación eterna?

Además, en este mundo no podemos
vivir sin culpas, por lo menos leves; porque siete veces
caerá el justo
(Pr. 24, 16). Mas quien sale de esta
vida mortal, cesa de ofender a Dios. ¿Qué es la
muerte
-dice el mismo Santo- sino el sepulcro de los
vicios?
Por eso los que aman a Dios anhelan vivamente morir.
Por eso, el venerable Padre Vicente Caraffa consolábase al
morir diciendo: Al acabar mi vida, acaban mis ofensas a
Dios
. Y el ya citado San Ambrosio decía:
¿Para qué deseamos esta vida, si cuando
más larga fuere, mayor peso de pecado nos
abruma?

El que fallece en gracia de Dios alcanza el
feliz estado de no saber ni poder ofenderle más. El
muerto no sabe pecar
. Por tal causa, el Señor alaba
más a los muertos que a los vivos, aunque fueren santos
(Ecl. 4, 2). Y aún no ha faltado quien haya dispuesto que,
en el trance de la muerte, le dijese al que fuese a
anunciársela: "Alégrate, que ya llega el tiempo en
que no ofenderás más a Dios".

AFECTOS Y SÚPLICAS

"En tus manos encomiendo mi
espíritu. Tú me has redimido, Señor. Dios de
la verdad" (Sal. 30, 6). ¡Oh dulce Redentor mío!
¿Qué sería de mí si me hubieras
enviado la muerte cuando me hallaba apartado de Vos?…
Estaría en el infierno, donde no podría
amaros.

Inmensa es mi gratitud porque no me
habéis abandonado y por la innumerables gracias que me
habéis concedido para que os entregue mi corazón.
Duélome de haberos ofendido, os amo sobre todas las cosas,
y os ruego que siempre me deis a conocer el mal que cometí
despreciándoos, y el grande amor que merece vuestra
infinita bondad. Os amo, y si así os agrada, deseo morir
pronto para librarme del peligro de volver a perder vuestra santa
gracia, y para estar seguro de amaros eternamente.

Dadme, pues, ¡oh amado Jesús!,
dadme, en el tiempo que me queda de vida, esfuerzo y ánimo
para serviros en algo antes que llegue la muerte. Dadme fortaleza
para vencer la tentación y las pasiones, sobre todo
aquellas que en la vida pasada más me movieron a
ofenderos. Dadme paciencia para sufrir las enfermedades y las
ofensas que el prójimo me hiciere.

Yo, por vuestro amor, perdono a los que me
han ofendido, y os suplico que les otorguéis las gracias
que desearen. Dadme también mayor esfuerzo para ser
diligente y evitar las faltas veniales que a menudo cometo.
Auxiliadme, Salvador mío; todo lo espero de vuestros
méritos…

Y toda mi confianza pongo en vuestra
intercesión, ¡oh María, mi Madre y mi
esperanza!

PUNTO 3

No solamente es la muerte fin de los
trabajos, sino también puerta de la vida, como dice San
Bernardo. Necesariamente, debe pasar por esa puerta el que
quisiere entrar a ver a Dios (Sal. 117, 20). San Jerónimo
rogaba a la muerte y le decía: "¡Oh muerte, hermana
mía; si no me abres la puerta no puedo ir a gozar de la
presencia de mi Señor!" (Cant. 5, 2).

San Carlos Borromeo, viendo en uno de sus
aposentos un cuadro que representaba un esqueleto con la hoz en
la mano, llamó al pintor y le mandó que borrase
aquella hoz y pintase en su lugar una llave de oro, queriendo
así inflamarse más en el deseo de morir, porque la
muerte nos abre el Cielo para que veamos a Dios.

Dice San Juan Crisóstomo que si un
rey tuviese preparada para alguno suntuosa habitación en
la regia morada, y por de pronto le hiciese vivir en un establo,
¡cuán vivamente debería de desear este hombre
el salir del establo para habitar en el real
alcázar!…

Pues en esta vida, el alma justa, unida al
cuerpo mortal, se halla como en una cárcel, de donde ha de
salir para morar en el palacio de los Cielos; y por esa
razón decía David (Sal. 141, 8): "Saca mi alma de
la prisión". Y el santo anciano Simeón, cuando tuvo
en sus brazos al Niño Jesús, no supo pedirle otra
gracia que la muerte, a fin de verse libre de la cárcel de
esta vida: "Ahora, Señor, despide a tu siervo…" (Lc. 2,
29), "es decir -advierte San Ambrosio-, pide ser despedido, como
si estuviese por fuerza". Idéntica gracia deseó el
Apóstol, cuando decía (Fil. 1, 23): Tengo deseo
de ser desatado de la carne y estar con Cristo
.

¡Cuánta alegría
sintió el copero de Faraón al saber por José
que pronto saldría de la prisión y volvería
al ejercicio de su dignidad! Y un alma que ama a Dios, ¿no
se regocijará al pensar que en breve va a salir de la
prisión de este mundo y que irá a gozar de Dios?
Mientras vivimos aquí unidos al cuerpo estamos lejos de
ver a Dios y como en tierra ajena, fuera de nuestra patria; y
así, con razón, dice San Bruno que nuestra muerte
no debe de llamarse muerte, sino vida.

De eso procede el que suela llamarse
nacimiento a la muerte de los Santos, porque en ese
instante nacen a la vida celestial que no tendrá fin.
"Para el justo -dice San Atanasio- no hay muerte, sino
tránsito, pues para ellos el morir no es otra cosa que
pasar a la dichosa eternidad".

"¡Oh muerte amable! -exclamaba San
Agustín-. ¿Quién no te deseará,
puesto que eres fin de los trabajos, término de las
angustias, principio del descanso eterno?" Y con vivo anhelo
añadía: ¡Ojalá muriese,
Señor, para poder veros!

Tema la muerte el pecador -dice San
Cipriano-, porque de la vida temporal pasará a la muerte
eterna, mas no el que, estando en gracia de Dios, ha de pasar de
la muerte a la vida. En la historia de San Juan el Limosnero se
refiere que de cierto hombre rico recibió el Santo grandes
limosnas y la súplica de que pidiera a Dios vida larga
para el único hijo que aquél tenía. Mas el
hijo murió poco después. Y como el padre se
lamentaba de esa inesperada muerte, Dios le envió un
ángel, que le dijo: "Pediste larga vida para tu hijo; pues
sabe que ya está en el Cielo gozando de eterna
felicidad".

Tal es la gracia que nos alcanza
Jesucristo, como se nos ofreció por Oseas (13, 14):
¡Seré tu muerte, oh muerte! Muriendo Cristo
por nosotros, hizo que nuestra muerte se trocase en
vida.

Los que llevaban al suplicio al santo
mártir Plonio le preguntaron maravillados cómo
podía ir tan alegre a la muerte. Y el Santo les
respondió: "Engañados estáis. No voy a la
muerte, sino a la vida". Así también exhortaba su
madre al niño San Sinfroniano cuando éste iba a
recibir el martirio: "¡Oh, hijo mío, no van a
quitarte la vida, sino a cambiarla en otra mejor!".

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Oh Dios de mi alma! Os ofendí
en lo pasado apartándome de Vos; mas vuestro Divino Hijo
os honró en la cruz con el sacrificio de su vida. Por esa
honra que tributó vuestro Hijo amadísimo,
perdonadme las injurias que os he hecho.

Me arrepiento, Señor, de haberos
ofendido, y prometo amar sólo a Vos en lo por venir. De
Vos espero mi eterna salvación, así como reconozco
que cuantos bienes poseo, de Vos los recibí; dones son
todos de vuestra bondad. "Por la gracia de Dios soy lo que soy"
(1 Co. 15, 10). Si antes os ofendí, espero honraros
eternamente alabando vuestra misericordia… Vivísimo
deseo tengo de amaros… Vos me lo inspiráis,
Señor, por ello, amor mío, os doy fervorosas
gracias. Seguid, seguid ayudándome como ahora, que yo
espero ser vuestro, totalmente vuestro.

Renuncio a los placeres del mundo, pues
¿qué mayor placer pudiera lograr que el de
complaceros a Vos, Señor mío, que sois tan amable y
que tanto me habéis amado?

No más que amor os pido, ¡oh
Dios de mi alma! Amor y siempre amor espero pediros, hasta que,
en vuestro amor muriendo, alcance la señal del verdadero
amor; y sin pedirlo, de amor me abrase, no cesando de amaros ni
un momento por toda la eternidad y con todas mis
fuerzas.

¡María, Madre mía, que
tanto amáis a Dios y tanto deseáis que sea amado,
haced que le ame mucho en esta vida, a fin de que pueda amarle
para siempre en la eternidad!

CONSIDERACIÓN 9

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8
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