Monografias.com > Sin categoría
Descargar Imprimir Comentar Ver trabajos relacionados

Preparación para la muerte, de San Alfonso María de Ligorio (página 3)



Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8

Paz del justo a
la hora de la muerte

Las almas de los justos están
en la mano de Diosy no los tocará tormento de
muerte.Pareció que morían a los ojos de los
insensatos;mas ellos están en paz.Sb. 3, 1

PUNTO 1

Justorum anima in manu Dei sunt.
Si Dios tiene en sus manos las almas de los justos,
¿quién podrá arrebatárselas? Cierto
es que el infierno no deja de tentar y perseguir hasta a los
Santos en la hora de la muerte; pero Dios, dice San Ambrosio, no
cesa de asistirlos y de aumentar su socorro a medida que crece el
peligro de sus fieles siervos. (Jos. 5).

Aterrado quedóse el criado de Eliseo
cuando vio la ciudad cercada de enemigos. Pero el Santo le
animó, diciéndole: "No temas, porque muchos
más son con nosotros que con ellos" (2 R. 6, 16), y le
hizo ver un ejército de ángeles enviados por Dios
para defenderle.

Irá, pues, el demonio a tentar al
moribundo, pero acudirá también el ángel de
la Guarda para confortarle; irán los Santos protectores;
irá San Miguel, destinado por Dios para defensa de los
siervos fieles en el postrer combate; irá la Virgen
Santísima, y acogiendo bajo su manto al que le fue devoto,
derrotará a los enemigos; irá el mismo Jesucristo a
librar de las tentaciones a aquella ovejuela inocente o
penitente, por cuya salvación dio la vida. Él le
dará la esperanza y el esfuerzo necesario para vencer en
la tal batalla, y el alma, llena de valor, exclamará: "El
Señor se hizo mi auxiliador" (Sal. 39, 12). "El
Señor es mi iluminación y mi salud, ¿a
quién temeré?" (Sal. 26, 1).

Más solícito es Dios para
salvarnos que el demonio para perdernos; porque muchos más
nos ama Dios de lo que nos aborrece el demonio.

Dios es fiel -dice el Apóstol (1 Co.
10, 13)-, y no permite que seamos tentados más allá
de nuestras fuerzas. Quizá me diréis que muchos
Santos murieron temiendo por su salvación. Yo os respondo
que hay poquísimos ejemplos de que mueran con ese temor
los que hubieren tenido buena vida. Vicente de Beauvais dice que
permite el Señor a veces que ocurra esto a ciertos justos,
para purificarlos en la hora de la muerte de algunas faltas
ligeras. Por otra parte, leemos que casi todos los siervos de
Dios murieron con la sonrisa en los labios.

Todos temeremos al morir el juicio divino;
pero así como los pecadores pasan de ese temor a la
desesperación horrenda, los justos pasan del temor a la
esperanza. Temía San Bernardo, estando enfermo,
según refiere San Antonino, y se veía tentado de
desconfianza; pero pensando en los merecimientos de Jesucristo,
desechaba todo temor y decía: Tus llagas son mis
méritos
.

San Hilarión temía
también, pero pronto exclamó lleno de gozo:
Sal, pues, alma mía, ¿qué temes? Cerca
de setenta años has servido a Cristo, ¿y ahora
temes la muerte?

Es decir: ¿qué temes, alma
mía, después de haber servido a un Dios
fidelísimo que no sabe abandonar a los que le fueron
fieles durante la vida? El Padre José de Scamaca, de la
Compañía de Jesús, respondió a los
que le preguntaban si moría con esperanza: "Pues
qué, ¿he servido acaso a Mahoma para dudar de la
bondad de mi Dios, hasta el punto de temer que no quisiera
salvarme?"

Si en la hora de la muerte viniese a
atormentarnos el pensamiento de haber ofendido a Dios, recordemos
que el Señor ha ofrecido olvidar los pecados de los
penitentes (Ez. 18, 31-32).

Dirá alguien tal vez:
¿Cómo podremos estar seguros de que Dios nos ha
perdonado?… Eso mismo se preguntaba San Basilio, y se
respondió diciendo: He odiado la iniquidad y la he
abominado
. Pues el que aborrece el pecado puede estar seguro
de que le ha perdonado Dios.

El corazón del hombre no vive sin
amor: o ama a Dios, o ama a las criaturas. ¿Y quién
ama a Dios? El que guarda sus mandamientos (Jn. 14, 21). Por
tanto, el que muere en la observancia de los preceptos muere
amando a Dios; y quien a Dios ama, nada teme (1 Jn. 4,
18).

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Oh Jesús!
¿Cuándo llegará el día en que os
diga: Dios mío, ya no os puedo perder?
¿Cuándo podré contemplaros cara a cara,
seguro de amaros con todas mis fuerzas por toda la eternidad?
¡Ah Sumo Bien mío y mi único amor! Mientras
viva, siempre estaré en peligro de ofenderos y perder
vuestra gracia.

Hubo un tiempo desdichado en que no os
amé, en que desprecié vuestro amor… Me pesa de
ello con toda mi alma, y espero que me habréis perdonado,
pues os amo de todo corazón y deseo hacer cuanto pueda
para amaros y complaceros. Mas como todavía estoy en
peligro de negaros mi amor y huir de Vos otra vez, os ruego,
Jesús mío, mi vida y mi tesoro, que no lo
permitáis… Si hubiere de sucederme esa inmensa
desgracia, hacedme morir ahora mismo con la más dolorosa
muerte que eligiereis, que así lo deseo y os lo
pido.

Padre mío: por el amor de
Jesucristo, no me dejéis caer en tan espantosa ruina.
Castigadme como os plazca. Lo merezco y lo acepto; pero libradme
del castigo de verme privado de vuestro amor y gracia.
¡Jesús mío, encomendadme a vuestro
Padre!

¡María, Madre mía!,
rogad por mí a vuestro divino Hijo; alcanzadme la
perseverancia en su amistad y la gracia de amarle, y haga luego
de mí lo que le agrade.

PUNTO 2

"Las almas de los justos están en
las manos de Dios y no los tocará tormento de muerte.
Pareció que morían a los ojos de los insensatos;
pero ellos están en paz" (Sb. 3, 1).

Parece a los insensatos mundanos que los
siervos de Dios mueren afligidos y contra su voluntad, como
suelen morir aquéllos. Mas no es así, porque Dios
bien sabe consolar a sus hijos en ese trance, y comunicarles, aun
entre los dolores de la muerte, cierta maravillosa dulzura, como
anticipado sabor de la gloria que luego ha de darles.

Y así como los que mueren en pecado
comienzan ya en el lecho mortuorio a sentir algo de las penas
infernales, por el remordimiento, terror y desesperación,
los justos, al contrario, con sus actos frecuentísimos de
amor de Dios, sus deseos y esperanzas de gozar de la presencia
del Señor, ya antes de morir empiezan a disfrutar de
aquella santa paz que después plenamente gozarán en
el Cielo.

La muerte de los Santos no es castigo, sino
premio. Cuando diere sueño a sus amados, he
aquí la herencia del Señor
(Sal. 126, 2-3). La
muerte del que ama a Dios no es muerte, es sueño; de
suerte, que puede exclamar: En paz dormiré juntamente
y reposaré
(Sal. 4, 9).

El Padre Suárez murió con tan
dulce paz, que poco antes dijo: "No podía imaginar que la
muerte me trajese tanta suavidad".

Al Cardenal Baronio amonestó su
médico que no pensase tanto en la muerte, y él
respondió: "¿Y por qué? ¿Acaso he de
temerla? No la temo; al contrario, la amo".

Según refiere Santero, el Cardenal
Ruffense, estando a punto de morir por la fe, mandó que le
trajesen su mejor traje, diciendo que iba a las bodas. Y cuando
vio el patíbulo, arrojó el báculo en que se
apoyaba y exclamó: Andad, pies; andad ligeros, que el
Paraíso está cerca
. Antes de morir
cantó el Te Deum en acción de gracias a
Dios porque le hacía mártir de la fe, y luego, con
suma alegría, puso la cabeza bajo el hacha del
verdugo.

San Francisco de Asís cantaba en la
hora de la muerte, e invitaba a que le acompañasen a los
demás religiosos presentes. "Padre -le dijo fray
Elías-, al morir, más debemos llorar que cantar".
"Pues yo -replicó el Santo- no puedo menos de cantar
cuando veo que en breve iré a gozar de Dios".

Una religiosa teresiana, al morir en la
flor de su edad, decía a las monjas que alrededor de ella
lloraban: "¡Oh Dios mío! ¿Por qué
lloráis vosotras? Voy a unirme a mi Señor
Jesucristo… Alegraos conmigo si me amáis…".

Refiere el Padre Granada que un día
un cazador halló a un solitario moribundo cubierto de
lepra y que estaba cantando. "¿Cómo -le dijo el
cazador- podéis cantar estando así?" Y el
ermitaño respondió: "Hermano, entre Dios y yo no se
interpone otra muralla que este cuerpo mío, y como veo
ahora que se cae a pedazos, que se desmorona la cárcel y
que pronto veré a Dios, me regocijo y canto".

Este anhelo de ver al Señor
movía a San Ignacio, mártir, cuando dijo que si las
fieras no venían a devorarle, él mismo las
excitaría para que fuesen.

Santa Catalina de Génova no
podía soportar el que se tuviese por desgracia la muerte,
y decía: "¡Oh muerte amada, y cuán mal te
aprecian! ¿Por qué no vienes a mí, que
día y noche te estoy llamando?"

Y Santa Teresa de Jesús (Vida, c. 7)
deseaba tanto dejar este mundo, que decía que el no
morir era su muerte
, y con ese pensamiento compuso su
célebre poesía: Que muero porque no
muero
… Tal es la muerte de los Santos.

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Ah mi Dios y Sumo Bien! Aunque en lo
pasado no os amé, ahora me entrego a Vos; despídome
de toda criatura y os elijo a Vos como mi amor único,
amabilísimo Señor mío. Decidme lo que de
mí queréis, que yo quiero cumplir vuestra santa
voluntad… No más ofenderos, pues en serviros a Vos deseo
emplear la vida que me queda.

Dadme fuerza y ánimo para compensar
con mi amor la ingratitud de que fui culpable. Merecía
muchos años ha estar ardiendo en las llamas infernales;
pero me habéis esperado y buscado de tal modo, que me
atraéis a Vos enteramente.

Haced que arda en el fuego de vuestro santo
amor. Os amo, Bondad infinita, y pues queréis que a Vos
sólo ame, y justamente lo queréis, porque me
habéis amado más que nadie, y porque
únicamente Vos merecéis amor, a Vos solo
amaré, y haré cuanto pueda para complaceros. Haced
de mí lo que queráis. Bástame amaros y que
me améis…

¡María, Madre mía,
ayudadme y rogad por mí a Jesús!

PUNTO 3

¿Cómo ha de temer la muerte
quien espera que después de ella será coronado en
el Cielo? -dice San Cipriano-. ¿Cómo puede temerla
quien sabe que muriendo en gracia alcanzará su cuerpo la
inmortalidad? (1 Co. 15, 53).

Para el que ama a Dios y desea verle -nos
dice San Agustín-, pena es la vida y alegría es la
muerte. Y Santo Tomás de Villanueva dice también:
"Si la muerte halla al hombre dormido, llega como el
ladrón, le despoja, le mata y le sepulta en el abismo del
infierno; mas si le halla vigilante, le saluda como enviada de
Dios, diciéndole: El Señor te aguarda a las bodas;
ven, que yo te guiaré al dichoso reino de
deseas".

¡Oh, con cuánto regocijo
espera la muerte el que está en gracia de Dios para ver
pronto a Jesús y oírle decir: "Muy bien, siervo
bueno y leal; porque fuiste fiel en lo poco, te pondré
sobre lo mucho!". (Mt 25, 21). ¡Ah, cómo
apreciarán entonces las penitencias, oraciones, el
desasimiento de los bienes terrenos y todo lo que hicieron por
Dios!

El que amó a Dios gustará el
fruto de sus buenas obras (Is. 3, 10). Por eso, el Padre
Hipólito Durazzo, de la Compañía de
Jesús, jamás se entristecía, sino que se
alegraba cuando moría algún religioso dando
señales de salvación. "¿No sería
absurdo -dice San Crisóstomo- creer en la gloria eterna y
tener lástima del que a ella va?".

Singular consuelo darán entonces los
recuerdos de la devoción a la Madre de Dios, de los
rosarios y visitas, de los ayunos en el sábado para honra
de la Virgen, de haber pertenecido a las Congregaciones
Marianas… Virgo fidelis llamamos a María. Y, en
verdad, fidelísima se muestra para consolar a sus devotos
en su última hora.

Un moribundo que había sido
devotísimo de la Virgen decía al Padre Binetti: "No
puede imaginarse, Padre mío, cuánto consuelo trae
en la hora de la muerte el pensamiento de haber sido devoto de la
Santísima Virgen… ¡Oh Padre, si supiese qué
regocijo siento por haber servido a esta Madre mía!…
¡Ni explicarlo sé!…".

¡Qué gozo sentirá quien
haya amado y ame a Jesucristo y a menudo le haya recibido en la
Sagrada Comunión, al ver llegar a su Señor en el
Santo Viático para acompañarle en el
tránsito a la otra vida! Dichoso quien pueda decirle con
San Felipe: "¡Aquí está mi amor; he
aquí al amor mío, dadme mi amor!".

Y si alguno dijere: "¿Quién
sabe la muerte que me está reservada?…
¿Quién sabe si, al fin, tendré muerte
infeliz?…". Le preguntaré a mi vez: "¿Cuál
es la causa de la muerte?… Sólo el pecado". A
éste, pues, debemos sólo temer, y no al morir.
"Claro está -dice San Ambrosio- que la amargura viene de
la culpa, de la muerte".

El temor no ha de ponerse en la muerte,
sino en la vida. ¿Queréis, pues, no temer a la
muerte?… Vivid bien. El que teme al Señor, bien le
irá en las postrimerías
(Ecl. 1,
13).

El Beato La Colombière juzgaba por
moralmente imposible que tuviese mala muerte quien hubiese sido
fiel a Dios durante la vida. Y antes lo dijo San Agustín:
"No puede morir mal quien haya vivido bien". El que está
preparado para morir no teme ningún género de
muerte, ni aun la repentina. (Sb. 4, 7).

Y puesto que no podemos ir a gozar de Dios
más que por medio de la muerte, ofrezcámosle lo
que por necesidad hemos de devolverle
, como nos dice San
Juan Crisóstomo, y consideremos que quien ofrece a Dios su
vida, practica el más perfecto acto de amor que puede
ofrecerle, porque abrazando con buena voluntad la muerte que a
Dios plazca enviarle, como quiera y cuando quiera, se hace
semejante a los santos mártires.

El que ama a Dios desea la muerte, y por
ella suspira, pues al morir se unirá eternamente a Dios y
se verá libre del peligro de perderle. Es, por tanto,
señal de tibio amor a Dios el no desear ir pronto a
contemplarle, asegurándose así la dicha de no
perderle jamás.

Entre tanto, amémosle cuanto podamos
en esta vida, que para esto sólo debe servirnos: para
creer en el amor divino. La medida del amor que tuviéramos
en la hora de la muerte será la que evalúe el que
ha de unirnos a Dios en la eterna bienaventuranza.

AFECTOS Y SÚPLICAS

Unidme a Vos, Jesús mío, de
modo que no me sea posible apartarme de Vos. Hacedme vuestro del
todo antes de mi muerte, para que no estés enojado conmigo
la primera vez que os vea. Ya que me buscasteis cuando
huía de Vos, no me desechéis ahora que os
busco.

Perdonadme cuantas ofensas os he hecho, que
en lo sucesivo sólo me propondré serviros y amaros.
Harto hicisteis por mí dando vuestra Sangre y vida por mi
amor. Querría yo por ello, ¡oh Jesús
mío!, consumirme en vuestro amor
santísimo…

¡Oh Dios de mi alma! Quiero amaros
mucho en esta vida, para seguir amándoos en la
eternidad… Atraed, Eterno Padre, mi pobre corazón;
desasidle de los afectos terrenos, heridle, inflamadle todo en
amor a Vos… Oídme por los merecimientos de Jesucristo.
Otorgadme la santa perseverancia y la gracia de pedíroslo
siempre…

¡María, Madre mía,
amparadme y alcanzadme que pida siempre a vuestro divino Hijo la
santa perseverancia!

CONSIDERACIÓN 10

Medios de
prepararse para la muerte

Acuérdate de tus
postrimeríasy no pecarás jamás.Ecl. 7,
40

PUNTO 1

Todos confesamos que hemos de morir, que
sólo una vez hemos de morir, y que no hay cosa más
importante que ésta, porque del trance de la muerte
dependen la eterna bienaventuranza o la eterna
desdicha.

Todos sabemos también que de vivir
bien o mal procede el tener buena o mala muerte. ¿Por
qué acaece, pues, que la mayor parte de los cristianos
viven como si nunca hubiesen de morir, o como si el morir bien o
mal importase poco? Se vive mal porque no se piensa en la muerte:
"Acuérdate de tus postrimerías y no pecarás
jamás".

Preciso es convencernos de que la hora de
la muerte no es propia para arreglar cuentas y asegurar con ellas
el gran negocio de la salvación. Los prudentes del mundo
toman oportunamente en los asuntos temporales todas las
precauciones necesarias para obtener la ganancia, el cargo, el
enlace convenientes, y con el fin de conservar o restablecer la
salud del cuerpo, no desdeñan usar de los remedios
adecuados.

¿Qué se diría del que,
teniendo que presentarse en público concurso para ganar
una cátedra, no quisiese adquirir la indispensable
instrucción hasta el momento de acudir a los ejercicios?
¿No sería un loco el jefe de una plaza que
aguardase a verla sitiada para hacer los abastecimientos de
vituallas, armas y municiones? ¿No sería insensato
el navegante que esperase la tempestad para proveerse de
áncoras y cables?…

Pues tal es el cristiano que difiere hasta
la hora de la muerte el arreglo de su conciencia. "Cuando se
echare encima la destrucción como una tempestad…,
entonces me llamarán, y no iré…; comerán
los frutos de su camino" (Pr. 1, 27, 28 y 31).

La hora de la muerte es tiempo de
confusión y de tormenta. Entonces los pecadores
pedirán el auxilio de Dios, pero sin conversión
verdadera, sino sólo por el temor del infierno, que ya
verán cercano, y por eso justamente no podrán
gustar otros frutos que los de su mala vida. "Aquello que
sembrare el hombre, eso también segará". (Ga. 6,
8). No bastará recibir los sacramentos, sino que
será preciso morir aborreciendo el pecado y amando a Dios
sobre todas las cosas.

Mas, ¿cómo aborrecerá
los placeres ilícitos quien hasta entonces los haya
amado?… ¿Cómo habrá de amar a Dios sobre
todas las cosas el que hasta aquel instante hubiere amado a las
criaturas más que a Dios?

Necias llamó el Señor -y en
verdad lo eran- a las vírgenes que iban a preparar las
lámparas cuando ya llegaba el Esposo. Todos temen la
muerte repentina, que impide ordenar las cuentas del alma. Todos
confiesan que los Santos fueron verdaderos sabios, porque
supieron prepararse a morir antes que llegase la
muerte…

Y nosotros, ¿qué hacemos?
¿Queremos correr el peligro de no disponernos a bien morir
hasta que la muerte se avecine?

Hagamos ahora lo que en ese trance
quisiéramos haber hecho… ¡Oh, qué tormento
traerá la memoria del tiempo perdido, y, sobre todo, del
malamente empleado!… Tiempo de merecer que Dios nos
concedió y que pasó para nunca volver.

¡Qué angustias nos dará
el pensamiento de que ya no es posible hacer penitencia, ni
frecuentar los sacramentos, ni oír la palabra de Dios, ni
visitar en el templo a Jesús Sacramentado, ni hacer
oración! Lo hecho, hecho está. Menester
sería juicio sanísimo, quietud y serenidad para
confesar bien, disipar graves escrúpulos y tranquilizar la
conciencia…, ¡pero ya no es tiempo! (Ap. 10,
6).

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Oh Dios mío! Si yo hubiera
muerto en aquella ocasión que sabéis,
¿dónde estaría ahora? Os doy gracias por
haberme esperado y por todo ese tiempo en que debiera haberme
hallado en el infierno, desde aquel instante en que os
ofendí.

Dadme luz y conocimiento del gran mal que
hice al perder voluntariamente vuestra gracia, que merecisteis
para mí con vuestro sacrificio en la cruz… Perdonadme,
pues, Jesús mío, que yo me arrepiento de todo
corazón y sobre todos los males de haber menospreciado
vuestra bondad infinita.

Espero que me habréis perdonado…
Ayudadme, salvador mío, para que no vuelva a perderos
jamás… ¡Ah Señor! Si volviese a ofenderos
después de haber recibido de Vos tantas luces y gracias,
¿no sería digno de un infierno sólo creado
para mí?… ¡No lo permitáis, por los
merecimientos de la Sangre que por mí
derramasteis!

Dadme la santa perseverancia; dadme vuestro
amor… Os amo, Sumo Bien mío; no quiero dejar de amaros
jamás. Tened, Dios mío, misericordia de mí,
por el amor de Jesucristo.

Encomendadme a Dios, ¡oh Virgen
María!, que vuestros ruegos nunca son desechados por aquel
Señor que tanto os ama.

PUNTO 2

Puesto que es seguro, hermano mío,
que has de morir, póstrate en seguida a los pies del
Crucifijo; dale fervientes gracias por el tiempo que su
misericordia te concede a fin de que arregles tu conciencia, y
luego examina todos los pecados de la vida pasada, especialmente
los de tu juventud.

Considera los mandamientos divinos;
recuerda los cargos y ocupaciones que tuviste, las amistades que
frecuentaste; anota tus faltas y haz -si no lo has hecho- una
confesión general de toda tu vida… ¡Oh,
cuánto ayuda la confesión general para poner en
buen orden la vida de un cristiano! Piensa que esa cuenta sirve
para la eternidad, y hazla como si estuvieres a punto de darla
ante Jesucristo, juez. Arroja de tu corazón todo afecto al
mal, y todo rencor u odio.

Quita cualquier motivo de escrúpulo
acerca de los bienes ajenos, de la fama hurtada, de los
escándalos dados, y resuelve firmemente huir de todas las
ocasiones en que pudieras perder a Dios. Y considera que lo que
ahora parece difícil, imposible te parecerá en el
momento de la muerte.

Lo que más importa es que resuelvas
poner por obra los medios de conservar la gracia de Dios. Esos
medios son: oír misa diariamente; meditar en las verdades
eternas; frecuentar, a lo menos una vez por semana, la
confesión y comunión; visitar todos los días
al Santísimo Sacramento y a la Virgen María;
asistir a los ejercicios de las Congregaciones o Hermandades a
que pertenezcas; tener lectura espiritual; hacer todas las noches
examen de conciencia; practicar alguna especial devoción
en obsequio de la Virgen, como ayunar todos los sábados,
y, además, proponer el encomendarte con suma frecuencia a
Dios y a su Madre Santísima, invocando a menudo, sobre
todo en tiempo de tentación, los sagrados nombres de
Jesús y María. Tales son los medios con que podemos
alcanzar una buena muerte y la eterna
salvación.

El hacer esto, gran señal
será de nuestra predestinación. Y en cuanto a lo
pasado, confiad en la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo,
que os da estas luces porque quiere salvaros, y esperad en la
intercesión de María, que os alcanzará las
gracias necesarias. Con tal orden de vida y la esperanza puesta
en Jesús y en la Virgen, ¡cuánto nos ayuda
Dios y qué fuerza adquiere el alma!

Pronto, pues, lector mío,
entrégate del todo a Dios, que te llama, y empieza a gozar
de esa paz que hasta ahora, por culpa tuya, no tuviste. ¿Y
qué mayor paz puede disfrutar el alma si cuando busques
cada noche el preciso descanso te es dado decir: Aunque viniese
esta noche la muerte, espero que moriré en gracia de
Dios?

¡Qué consuelo si al oír
el fragor del trueno, al sentir temblar la tierra, podemos
esperar resignados la muerte, si Dios lo dispusiese
así!

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Cuánto os agradezco,
Señor, las luces que me comunicáis!… Aunque
tantas veces os abandoné y me aparté de Vos, no me
habéis abandonado. Si lo hubiereis hecho, ciego
estaría yo aún, como quise estarlo en la vida
pasada; obstinado en mis culpas me hallaría, y no
tendría voluntad ni de dejarlas ni de amaros.

Ahora siento grandísimo dolor de
haberos ofendido, vivo deseo de estar en vuestra gracia, y
profundo aborrecimiento de aquellos malditos placeres que me
hicieron perder vuestra amistad. Todos estos afectos gracias son
que de Vos proceden y que me mueven a esperar que querréis
perdonarme y salvarme…

Y pues Vos, Señor, a pesar de mis
muchos pecados, no me abandonáis y deseáis mi
salvación, me entrego totalmente, duélome de todo
corazón de haberos ofendido y propongo querer antes mil
veces perder la vida que vuestra gracia…

Os amo, Soberano Bien; os amo, Jesús
mío, que por mí moristeis, y espero por vuestra
preciosísima Sangre que jamás volveré a
apartarme de Vos. No, Jesús mío; no quiero perderos
otra vez, sino amaros eternamente. Conservad siempre y acrecentad
mi amor a Vos, como os lo suplico por vuestros
merecimientos…

¡María, mi esperanza, rogad
por mí a Jesús!

PUNTO 3

Es preciso que procuremos hallarnos a todas
horas como quisiéramos estar a la hora de la muerte.
"Bienaventurados los muertos que mueren en el Señor". (Ap.
14, 15). Dice San Ambrosio que los que bien mueren son aquellos
que al morir están ya muertos al mundo, o sea desprendidos
de los bienes que por fuerza entonces dejarán.

Por eso es necesario que desde ahora
aceptemos el abandono de nuestra hacienda, la separación
de nuestros deudos y de todos los bienes terrenales. Si no lo
hacemos así voluntariamente en la vida, forzosa y
necesariamente lo haremos al morir; pero entonces no será
sin gran dolor y grave peligro de nuestra salvación
eterna.

Adviértenos, además, San
Agustín que ayuda mucho para morir tranquilo arreglar en
vida los intereses temporales, haciendo las disposiciones
relativas a los bienes que hemos de dejar, a fin de que en la
hora postrera sólo pensemos en unirnos a Dios.
Convendrá entonces no ocuparse sino en las cosas de Dios y
de la gloria, que son harto preciosos los últimos momentos
de la vida para disiparlos en asuntos terrenos.

En el trance de la muerte se completa y
perfecciona la corona de los justos, porque entonces se obtiene
la mejor cosecha de méritos, abrazando los dolores y la
misma muerte con resignación o amor.

Mas no podrá tener al morir estos
buenos sentimientos quien no se hubiera en vida ejercitado en
ellos. Para este fin, algunos fieles practican con gran
aprovechamiento la devoción de renovar cada mes la
protestación de muerte, con todos los actos en tal trance
propios de un cristiano, y después de haber confesado y
comulgado, imaginando que se hallan moribundos y a punto de salir
de esta vida.

Lo que viviendo no se hace, difícil
es hacerlo al morir. La gran sierva de Dios Sor Catalina de San
Alberto, hija de Santa Teresa, suspiraba en la hora de la muerte,
y exclamaba: "No suspiro, hermanas mías, por temor de la
muerte, que desde hace veinticinco años la estoy
esperando; suspiro al ver tantos engañados pecadores, que
esperan para reconciliarse con Dios a que llegue esta hora de la
muerte, en que apenas puedo pronunciar el nombre de
Jesús".

Examina, pues, hermano mío, si tu
corazón tiene apego todavía a alguna cosa de la
tierra, a determinadas personas, honras, hacienda, casa,
conversación o diversiones, y considera que no has de
vivir aquí eternamente. Algún día, muy
pronto, lo dejarás todo; ¿por qué, pues,
quieres mantener el afecto en esas cosas aceptando el riesgo de
tener muerte sin paz?… Ofrécete, desde luego, por
completo a Dios, que puede, cuando le plazca, privarte de esos
bienes.

El que desee morir resignado ha de tener
resignación desde ahora en cuantos accidentes contrarios
puedan acaecerle, y ha de apartar de sí los afectos a las
cosas del mundo. Figuraos que vais a morir -dice San
Jerónimo-, y fácilmente lo despreciaréis
todo.

Si aún no habéis hecho la
elección de estado, elegid el que en la hora de la muerte
querríais haber escogido, el que pudiera procuraros
más dichoso tránsito a la eternidad. Si ya lo
habéis elegido, haced lo que al morir quisierais haber
hecho en vuestro estado.

Proceded como si cada día fuese el
último de vuestra vida, cada acción la postrera que
hiciereis; la última oración, la última
confesión. Imagínate que estás moribundo,
tendido en el lecho, y que oyes aquellas imperiosas palabras:
Sal de este mundo. ¡Cuánto pueden ayudar
estos pensamientos para dirigirnos bien y menospreciar las cosas
mundanas!

"Bienaventurado el siervo a quien hallare
su Señor así haciendo cuando viniere" (Mt. 24, 46).
El que espera la muerte a todas horas, aun cuando muera de
repente, no dejará de morir bien.

AFECTOS Y SÚPLICAS

Todo cristiano, cuando se le anuncia la
hora de la muerte, debe hallarse preparado para decir: "Me
quedan, Señor, pocas horas de vida; quiero emplearlas en
amaros cuanto pueda, para seguiros amándoos en la
eternidad. Poco me queda que ofreceros, pero os ofrezco estos
dolores y el sacrificio de mi vida, en unión del que os
ofreció por mí Jesucristo en la cruz. Pocas y
breves son, Señor, las penas que padezco, en
comparación de las que he merecido; mas tales como son,
las abrazo en muestra del amor que os tengo. Resígnome a
cuantos castigos queráis darme en esta y en la otra vida.
Y con tal que pueda amaros eternamente, castigadme cuanto os
plazca; pero no me privéis de vuestro amor. Reconozco que
no merezco amaros por haber tantas veces despreciado vuestro
amor; mas Vos no sabéis desechar a un alma
arrepentida.

Duélome, ¡oh Suma Bondad!, de
haberos ofendido. Os amo con todo mi corazón, y en Vos
confío enteramente. Vuestra muerte es mi esperanza,
¡oh Redentor mío! Y en vuestras manos taladradas
encomiendo mi alma…

¡Oh Jesús mío!, para
salvarme disteis vuestra Sangre toda. No permitáis que me
aparte de Vos. Os amo, Eterno Dios, y espero que os amaré
en toda la eternidad…

¡Virgen y Madre mía, ayudadme
en mi última hora! ¡Os entrego mi alma! ¡Pedid
a vuestro Hijo que se apiade de mí! ¡A Vos me
encomiendo; libradme de la eterna condenación!

CONSIDERACIÓN 11

Valor del
tiempo

Hijo, guarda el tiempo.Ecl. 4,
23

PUNTO 1

Procura, hijo mío -nos dice el
Espíritu Santo-, emplear bien el tiempo, que es la
más preciada cosa, riquísimo don que Dios concede
al hombre mortal. Hasta los gentiles conocieron cuánto es
su valor. Séneca decía que nada puede equivaler al
precio del tiempo. Y con mayor estimación le apreciaron
los Santos.

San Bernardino de Siena afirma que un
instante de tiempo vale tanto como Dios, porque en ese momento,
con un acto de contrición o de amor perfecto, puede el
hombre adquirir la divina gracia y la gloria eterna.

Tesoro es el tiempo que sólo en esta
vida se halla, mas no en la otra, ni el Cielo, ni en el infierno.
Así es el grito de los condenados: "¡Oh, si
tuviésemos una hora!…" A toda costa querrían una
hora para remediar su ruina; pero esta hora jamás les
será dada.

En el Cielo no hay llanto; mas si los
bienaventurados pudieran sufrir, llorarían el tiempo
perdido en la vida mortal, que podría haberles servido
para alcanzar más alto grado de gloria; pero ya
pasó la época de merecer.

Una religiosa benedictina, difunta, se
apareció radiante en gloria a una persona y le
reveló que gozaba plena felicidad; pero que si algo
hubiera podido desear, sería solamente volver al mundo y
padecer más en él para alcanzar mayores
méritos; y añadió que con gusto hubiera
sufrido hasta el día del juicio la dolorosa enfermedad que
la llevó a la muerte, con tal de conseguir la gloria que
corresponde al mérito de una sola
Avemaría.

¿Y tú, hermano mío, en
qué gastas el tiempo?… ¿Por qué lo que
puedes hacer hoy lo difieres siempre hasta mañana? Piensa
que el tiempo pasado desapareció y no es ya tuyo; que el
futuro no depende de ti. Sólo el tiempo presente tienes
para obrar…

"¡Oh infeliz! -advierte San
Bernardo-, ¿por qué presumes de lo venidero, como
si el Padre hubiese puesto el tiempo en tu poder?" Y San
Agustín dice: "¿Cómo puedes prometerte el
día de mañana, si no sabes si tendrás una
hora de vida?" Así, con razón, decía Santa
Teresa: "Si no te hallas preparado para morir, teme tener una
mala muerte…".

AFECTOS Y SÚPLICAS

Gracias os doy, Dios mío, por el
tiempo que me concedéis para remediar los
desórdenes de mi vida pasada. Si en este momento me
enviarais la muerte, una de mis mayores penas sería el
pensar en el tiempo perdido…

¡Ah, Señor mío, me
disteis el tiempo para amaros, y le he invertido en ofenderos!…
Merecí que me enviarais al infierno desde el primer
momento en que me aparté de Vos; pero me habéis
llamado a penitencia y me habéis perdonado. Prometí
no ofenderos más, ¡y cuántas veces he vuelto
a injuriaros y Vos a perdonarme!… ¡Bendita sea
eternamente vuestra misericordia! Si no fuera infinita,
¿cómo hubiera podido sufrirme así?
¿Quién pudiera haber tenido conmigo la paciencia
que Vos tenéis?…

¡Cuánto me pesa haber ofendido
a un Dios tan bueno!… Carísimo Salvador mío,
aunque sólo fuera por la paciencia que habéis
tenido para conmigo, debería yo estar enamorado de Vos. No
permitáis nuevas ingratitudes mías al amor que me
habéis demostrado. Desasidme de todo y atraedme a vuestro
amor…

No, Dios mío; no quiero perder
más el tiempo que me dais para remediar el mal que hice,
sino emplearle todo él en amaros y serviros. Os amo,
Bondad infinita, y espero amaros eternamente.

Gracias mil os doy, Virgen María,
que habéis sido mi abogada para alcanzarme este tiempo de
vida. Auxiliadme ahora y haced que le invierta por completo en
amar a Vuestro Hijo, mi Redentor, y a Vos, Reina y Madre
mía.

PUNTO 2

Nada hay más precioso que el tiempo,
ni hay cosa menos estimada ni más despreciada por los
mundanos. De ello se lamentaba San Bernardo, y
añadía: "Pasan los días de salud, y nadie
piensa que esos días desaparecen y no vuelven
jamás". Ved aquel jugador que pierde días y noches
en el juego. Preguntadle qué hace, y os responderá:
"Pasando el tiempo". Ved aquel desocupado que se entretiene en la
calle, quizá muchas horas, mirando a los que pasan, o
hablando obscenamente o de cosas inútiles. Si le preguntan
qué está haciendo, os dirá que no hace
más que pasar el tiempo. ¡Pobres ciegos, que pierden
tantos días, días que nunca
volverán!

¡Oh tiempo despreciado!, tú
serás lo que más deseen los mundanos en el trance
de la muerte… Querrán otro año, otro mes, otro
día más; pero no les será dado, y
oirán decir que ya no habrá más
tiempo
(Ap. 10, 6). ¡Cuánto no daría
cualquiera de ellos para alcanzar una semana, un día de
vida, y poder mejor ajustar las cuentas del alma!… "Sólo
por una hora más -dice San Lorenzo Justiniano-
darían todos sus bienes". Pero no obtendrán esa
hora de tregua… Pronto dirá el sacerdote que los asista:
"Apresúrate a salir de este mundo; ya no hay más
tiempo para ti".

Por eso nos exhorta el profeta (Ecl. 12,
1-2) a que nos acordemos de Dios y procuremos su gracia antes que
se nos acabe la luz… ¡Qué angustia no
sentirá un viajero al advertir que perdió su camino
cuando, por ser ya de noche, no sea posible poner remedio!…
Pues tal será la pena, al morir, de quien haya vivido
largos años sin emplearlos en servir a Dios.
Vendrá la noche cuando nadie podrá ya
operar
(Jn. 9, 4). Entonces la muerte será para
él tiempo de noche, en que nada podrá hacer.
"Clamó contra mí el tiempo" (Lm. 1, 15).

La conciencia le recordará
cuánto tiempo tuvo, y cómo le gastó en
daño del alma; cuántas gracias recibió de
Dios para santificarse, y no quiso aprovecharse de ellas; y
además verá cerrada la senda para hacer el
bien.

Por eso dirá gimiendo: "¡Oh,
cuán loco fui!… ¡Oh tiempo perdido en que pude
santificarme!… Mas no lo hice, y ahora ya no es tiempo…"
¿Y de qué servirán tales suspiros y lamentos
cuando el vivir se acaba y la lámpara se va extinguiendo,
y el moribundo se ve próximo al solemne instante de que
depende la eternidad?

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Ah, Jesús mío! Toda
vuestra vida empleasteis en salvar mi alma; ni un solo momento
dejasteis de ofreceros por mí al Eterno Padre para
alcanzarme perdón y salvación… Y yo, al cabo de
tantos años de vida en el mundo, ¿cuántos he
empleado en serviros? ¡Todos los recuerdos de mis actos me
traen remordimientos de conciencia! El mal fue mucho. El bien,
poquísimo y lleno de imperfecciones, de tibieza, amor
propio y distracción. ¡Ah, Redentor mío, he
sido así porque olvidé lo que por mí
hicisteis! Os olvidé, Señor, pero Vos no me
olvidasteis, sino que vinisteis a buscarme y me ofrecisteis
vuestro amor repetidas veces, mientras yo huía de
Vos.

Aquí estoy, ¡oh buen
Jesús!, no quiero resistir más, ni pensar que me
abandonaréis. Duélome, ¡oh Soberano Bien!, de
haberme separado de Vos por el pecado. Os amo, Bondad infinita,
digna de infinito amor. No permitáis que vuelva a perder
el tiempo que vuestra misericordia me concede. Acordaos siempre,
amado Salvador mío, del amor que me tenéis y de los
dolores que por mí padecisteis.

Haced que de todo me olvide en esta vida
que me queda, excepto de pensar sólo en amaros y
complaceros. Os amo, Jesús mío, mi amor y mi todo.
Y os prometo hacer frecuentísimos actos de amor.
Concededme la santa perseverancia, como espero confiadamente, por
los merecimientos de vuestra preciosa Sangre…

Y en vuestra intercesión
confío, ¡oh María, mi querida
Madre!

PUNTO 3

Preciso es que caminemos por la vía
del Señor mientras tenemos vida y luz (Jn. 12,
35), porque ésta luego se pierde en la muerte. Entonces no
será ya tiempo de prepararse, sino de estar
preparado
(Lc. 12, 40). En la muerte nada se puede hacer: lo
hecho, hecho está…

¡Oh Dios! ¡Si alguno supiese
que en breve se había de fallar la causa de su vida o
muerte, o de su hacienda toda, con cuanta diligencia
buscaría un buen abogado, procuraría que los jueces
conociesen bien las razones que le asistieran, y trataría
de allegar medios de obtener sentencia favorable!… Y nosotros,
¿qué hacemos? Nos consta con incertidumbre que muy
en breve, en el momento menos pensado, se ha de fallar la causa
del mayor negocio que tenemos, es, a saber, del negocio de
nuestra salvación eterna…, ¿y aún perdemos
tiempo?

Quizá diga alguno: "Yo soy joven
ahora; más tarde me convertiré a Dios". Pues sabed
-respondo- que el Señor maldijo aquella higuera que
halló sin frutos, aunque no era tiempo de
tenerlos
, como lo hace notar el Evangelio (Mc. 11,
13).

Con lo cual Jesucristo quiso darnos a
entender que el hombre en todo tiempo, hasta en el de la
juventud, debe producir frutos de buenas obras; de otro modo
será maldito y no dará frutos en lo porvenir.
Nunca jamás coma ya nadie de ti (Mc. 11, 14).
Así dijo a aquél árbol el Redentor, y
así maldice a quien Él llama y le
resiste…

¡Cosa digna de admiración! Al
demonio le parece breve el tiempo de nuestra vida, y no pierde
ocasión de tentarnos. Descendió el diablo a
vosotros con grande ira, sabiendo que tiene poco tiempo
(Ap.
12, 12). ¡De suerte que el enemigo no desaprovecha ni un
instante para perdernos, y nosotros no aprovechamos el tiempo
para salvarnos!

Otro preguntará: "¿Qué
mal hago yo?…" ¡Oh Dios mío! ¿Y no es ya un
mal perder el tiempo en juegos o conversaciones inútiles,
que de nada sirven a nuestra alma? ¿Acaso nos da Dios ese
tiempo para que así le perdamos? No, dice el
Espíritu Santo; la partecita de un buen don no se te
pase
(Ecl. 14, 14). Aquellos operarios de que habla San
Mateo no hacían cosa alguna mala; solamente perdían
el tiempo, y por ello les reprendió el dueño de la
viña: ¿Qué hacéis aquí
todo el día ociosos?
(Mt. 20, 6).

En el día del juicio, Jesucristo nos
pedirá cuenta de toda palabra ociosa. Todo tiempo que no
se emplea por Dios es tiempo perdido. Y el Señor nos dice
(Ecl. 9, 10): Cualquier cosa que pueda hacer tu mano,
óbrala con instancia; porque ni obra, ni razón de
sabiduría, ni ciencia, habrá en el sepulcro, adonde
caminas aprisa

La venerable Madre Sor Juana de la
Santísima Trinidad, hija de Santa Teresa, decía que
en la vida de los Santos no hay día de mañana; que
solamente la hay en la vida de los pecadores, pues siempre dicen:
"Luego, luego", y así llegan a la muerte. He
aquí ahora el tiempo favorable
(2 Cor. 6, 2). Si
hoy oyereis su voz, no queráis endurecer vuestros
corazones
(Sal. 94, 8). Hoy Dios te llama para el bien;
hazle hoy mismo, pues mañana quizá no sea ya
tiempo, o Dios no te llamará.

Y si, por desgracia, en la vida pasada has
empleado el tiempo en ofender a Dios, procura llorarlo en el
resto de tu vida mortal, como se propuso el rey Ezequías:
Repasaré delante de ti todos mis años con
amargura de mi alma
(Is. 38. 15).

Dios te prolonga la vida para que repares
el tiempo perdido: Redimiendo el tiempo, porque los
días son malos
(Ef. 5, 10); o bien, según
comenta San Anselmo: "Recuperarás el tiempo si haces lo
que descuidaste hacer".

San Jerónimo dice de San Pablo, que,
aunque era el último de los Apóstoles, fue el
primero en méritos por lo que hizo después de su
vocación.

Consideremos siquiera que en cada instante
podemos granjear mayor acopio de bienes eternos. Si nos
concediesen tanto terreno como caminando en un día
pudiéramos rodead, o tanto dinero como alcanzásemos
a contar en un día, ¡con cuánta prisa
procederíamos! Pues si podemos en un momento adquirir
eternos tesoros, ¿por qué hemos de malgastar el
tiempo? Lo que hoy puedas hacer, no digas que lo harás
mañana, porque el día de hoy le habrás
perdido y no volverá más.

Cuando San Francisco de Borja oía
hablar de cosas mundanas, elevaba a Dios el corazón con
santos afectos, de suerte que si le preguntaban luego su sentir
acerca de lo que se había dicho, no sabía
qué responder. Reprendiéronle por ello, y
contestó que antes prefería parecer hombre de rudo
ingenio que perder el tiempo vanamente.

AFECTOS Y SÚPLICAS

No, Dios mío; no quiero perder el
tiempo que me habéis concedido por vuestra misericordia…
He merecido verme en el infierno, gimiendo sin esperanza. Os doy,
pues, fervorosas gracias por haberme conservado la vida. Deseo,
en los días que me restan, vivir sólo para
Vos.

Si estuviese en el infierno,
lloraría desesperado y sin fruto. Ahora lloraré las
ofensas que os hice, y llorándolas, sé de cierto
que me perdonaréis, como lo asegura el Profeta (Is. 30,
19). En el infierno me sería imposible amaros; ahora os
amo y espero que siempre os amaré. En el infierno
jamás podría pedir vuestra gracia; ahora oigo que
decís: Pedid y recibiréis (Jn. 16,
24).

Y puesto que aún me hallo en tiempo
útil para pediros gracias, dos voy a demandaros: ¡oh
Dios mío!, concededme la perseverancia en vuestro santo
servicio, dadme vuestro amor, y luego haced de mí lo que
quisierais. Haced que en todos los instantes de mi vida me
encomiende siempre a Vos, diciendo: "Ayudadme, Señor…
Señor, tened piedad de mí; haced que no os ofenda;
haced que os ame…"

¡Virgen Santísima y Madre
mía, alcanzadme la gracia de que siempre me encomiende a
Dios y le pida su santo amor y la perseverancia!

CONSIDERACIÓN 12

Importancia de la
salvación

Mas os rogamos, hermanos…,que
hagáis vuestra hacienda.Ts. 4, 10-11

PUNTO 1

El negocio de la eterna salvación
es, sin duda, para nosotros el más importante, y, con
todo, es el que más a menudo olvidan los cristianos. No
hay diligencia que no se practique ni tiempo que no se aproveche
para obtener algún cargo, o ganar un pleito, o concertar
un matrimonio… ¡Cuántos consejos, cuántas
precauciones se toman! ¡No se come, no se
duerme!…

Y para alcanzar la salvación eterna,
¿qué se hace y cómo se vive?… Nada suele
hacerse; antes bien, todo lo que se hace es para perderla, y la
mayoría de los cristianos viven como si la muerte, el
juicio, el infierno, la gloria y la eternidad no fuesen verdades
de fe, sino fabulosas invenciones poéticas.

¡Cuánta aflicción si se
pierde un pleito o se estropea la cosecha, y cuánto
cuidado para reparar el daño!… Si se extravía un
caballo o un perro doméstico, ¡qué de afanes
para encontrarlos! Pero muchos pierden la gracia de Dios, y, sin
embargo, ¡duermen, se ríen y huelgan!… ¡Rara
cosa, por cierto!

No hay quien se avergüence de que le
llamen negligente en los asuntos del mundo, y a nadie, por lo
común, causa rubor el olvidar el gran negocio de la
salvación, que más que todo importa. Llaman ellos
mismos sabios a los Santos porque atendieron exclusivamente a
salvarse, y ellos atienden a todas las cosas de la tierra, y nada
a sus almas. "Mas vosotros -dice San Pablo-, vosotros, germanos
míos, pensad sólo en el magno asunto de vuestra
salvación, que es el de más alta
importancia".

Persuadámonos, pues, de que la salud
y felicidad eterna es para nosotros el negocio más
importante
, el negocio único, el negocio
irreparable si nos engañamos en
él.

ES, sin disputa, el negocio más
importante
. Porque es el de mayor consecuencia, puesto que
se trata del alma, y perdiéndose el alma, todo se pierde.
"Debemos estimar el alma -dice San Juan Crisóstomo- como
el más precioso de todos los bienes". Y para conocerlo,
bástenos saber que Dios entregó a su propio Hijo a
la muerte para salvar nuestras almas (Jn. 3, 16). El Verbo Eterno
no vaciló en comprarlas con su propia Sangre (1Co. 6,
20).

De tal suerte, dice un Santo Padre, que no
parece sino que el hombre vale tanto cuanto vale Dios. Por eso
dice Nuestro Señor Jesucristo (Mt. 16, 26):
¿Qué cambio dará el hombre por su
alma?
Si el alma, pues, vale tan alto precio, ¿por
cuál bien del mundo podrá cambiarla el hombre
perdiéndola?

Razón tenía San Felipe Neri
al llamar loco al hombre que no atiende a salvar su alma. Si
hubiese en la tierra hombres mortales y hombres inmortales, y
aquéllos viesen que los segundos se aplicaban afanosamente
a las cosas del mundo, buscando honores, riquezas y placeres
terrenales, sin duda les dirían: "¡Cuán locos
sois! Pudierais adquirir bienes eternos, y no pensáis
más que en esas cosas míseras y deleznables, y por
ellas os condenaréis a dolor perdurable en la otra
vida!… ¡Dejadlas, pues, que en esos bienes sólo
deben pensar los desventurados que, como nosotros, saben que todo
se les acaba con la muerte!…" ¡Pero no es así, que
todos somos inmortales!…

¿Cómo habrá, por
tanto, quien por los miserables placeres de la tierra pierda su
alma?… ¿Cómo puede ser -dice Salviano- que los
cristianos crean en el juicio, en el infierno y en la eternidad y
vivan sin temor?

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Ah Dios mío! ¿En
qué he invertido tantos años de vida que me
concedisteis con el fin de que me procurase la salvación
eterna?… Vos, Redentor mío, comprasteis mi alma con
vuestra Sangre y me la disteis para que la salvase; mas yo
sólo he atendido a perderla, ofendiéndoos a Vos,
que tanto me habéis amado.

De todo corazón os agradezco que
todavía me deis tiempo de remediar el mal que hice.
Perdí el alma y vuestra santa gracia; me arrepiento,
Señor, y aborrezco de veras mis pecados. Perdonadme, pues,
que yo resuelvo firmemente preferir en lo sucesivo perderlo todo,
hasta la misma vida, antes que perder vuestra amistad. Os amo
sobre todas las cosas y propongo amaros siempre, ¡oh Bien
Sumo, digno de infinito amor!

Ayudadme, Jesús mío, para que
ésta mi resolución no sea como mis
propósitos pasados, que fueron otras tantas traiciones.
Hacedme morir antes que vuelva a ofenderos y a dejar de
amaros…

¡Oh María, mi esperanza,
salvadme Vos, obteniendo para mí el don de la
perseverancia!

PUNTO 2

La eterna salvación, no sólo
es el más importante, sino el único negocio que
tenemos en esta vida
(Lc. 10, 42). San Bernardo lamenta la
ceguedad de los cristianos que, calificando de juegos pueriles a
ciertos pasatiempos de la niñez, llaman negocios a asuntos
mundanos. Mayores locuras son las necias puerilidades de los
hombres. "¿Qué aprovecha al hombre -dice el
Señor (Mt. 16, 26)- si ganare todo el mundo y perdiere su
alma?".

Si tú te salvas, hermano mío,
nada importa que en el mundo hayas sido pobre, afligido y
despreciado. Salvándote se acabarán los males y
serás dichoso por toda la eternidad. Mas si te
engañas y te condenas, ¿de qué te
servirá en el infierno haber disfrutado de cuantos
placeres hay en la tierra, y haber sido rico y respetado? Perdida
el alma, todo se pierde: honores, divertimentos y
riquezas.

¿Qué responderás a
Jesucristo en el día del juicio? Si un rey enviase a una
gran ciudad un embajador para tratar de algún gran
negocio, y ese enviado, en vez de dedicarse allí al asunto
de que ha sido encargado, sólo pensara en banquetes,
comedias y espectáculos, y por ello la negociación
fracasara, ¿qué cuenta podría dar luego al
rey? Pues, ¡oh Dios mío!, ¿qué cuenta
habrá de dar al Señor en el día del juicio
quien puesto en este mundo, no para divertirse, ni enriquecerse,
ni alcanzar honras, sino para salvar el alma, a todo, menos a su
alma, hubiere atendido?

Sólo en lo presente piensan los
mundanos, no en lo futuro. Hablando en Roma una vez San Felipe
Neri con un joven de talento, llamado Francisco Nazzera, le dijo
así: "Tú, hijo mío, tendrás brillante
fortuna: serás buen abogado; prelado después;
luego, quizá Cardenal, y tal vez Pontífice; pero
¿y después?, ¿y después?" "Vamos
-díjole al fin-, piensa en estas últimas palabras".
Fuése Francisco a casa, y meditando en aquellas palabras:
¿y después?, ¿y después?,
abandonó los negocios terrenos, apartóse del mundo
y entró en la misma Congregación de San Felipe
Neri, para no ocuparse más que en servir a
Dios.

Tal es el único negocio,
porque sólo un alma tenemos. Requirió cierto
príncipe a Benedicto XII para que le concediese una gracia
que no podía, sin pecado, ser otorgada. Y el Papa
respondió al embajador: "Decid a vuestro príncipe
que si yo tuviese dos almas, podría perder una por
él y reservarme la otra para mí; pero como no tengo
más que una, no quiero perderla".

San Francisco Javier decía que no
hay en el mundo más que un solo bien y un solo mal. El
único bien, salvarse; condenarse, el único
mal.

La misma verdad exponía a sus monjas
Santa Teresa, diciéndolas: "Hermanas mías, hay un
alma y una eternidad"; esto es: hay un alma, y perdida
ésta, todo se pierde; hay una eternidad, y el
alma una vez perdida, para siempre lo está". Por eso
rogaba David a Dios, y decía (Sal. 26, 4): Una sola
cosa, Señor, os pido:
salvad mi alma y nada
más quiero).

Con temor y con temblor obrad vuestra
salud
(Fil. 2, 12). Quien no tiembla ni teme perderse, no se
salvará. De suerte que, para salvarse, menester es
trabajar y hacerse violencia (Mt. 11, 12). Para alcanzar la
salvación, preciso es que, en la hora de la muerte,
aparezca nuestra vida semejante a la de Nuestro Señor
Jesucristo (Ro. 8, 29). Y para ello debemos esforzarnos en huir
de las ocasiones de pecar, y además valernos de los medios
necesarios para obtener la salvación.

"No se dará el reino a los
vagabundos -dice San Bernardo-, sino a los que hubieren
dignamente trabajado en el servicio de Dios". Todos
querrían salvarse sin trabajo alguno. "El demonio -dice
San Agustín- trabaja sin reposo para perdernos, ¿y
tú, tratándose de tu bien o de tu mal perdurable,
tanto te descuidas?".

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Oh Dios mío!
¡Cuánto os agradezco el que hayáis permitido
que me halle ahora a vuestros pies y no en el infierno, que
tantas veces he merecido!

Mas ¿de qué me
serviría la vida que me habéis conservado si yo
continuase viviendo privado de vuestra gracia?… ¡Ah,
nunca más sea así! Me he apartado de Vos, y os he
perdido, ¡oh mi Sumo Bien!… Pero me arrepiento de todo
corazón… ¡Ojalá hubiese muerto antes mil
veces!

Os perdí, mas vuestro Profeta me
asegura que sois todo bondad y que os dejáis hallar por
las almas que os buscan. Si en lo pasado huí de Vos,
¡oh Rey de mi alma!, ahora os busco… A Vos sólo
busco, Señor. Os amo con todo mi afecto. Acogedme, y no os
desdeñéis de que os ame este corazón que en
otro tiempo os despreció. Enseñadme lo que debo
hacer para complaceros
(Sal. 142, 10), que yo deseo ponerlo
por obra.

¡Ah Jesús mío!, salvad
esta alma que redimisteis con vuestra vida y vuestra Sangre.
Dadme la gracia de amaros siempre en esta vida y en la otra.
Así lo espero por vuestros merecimientos
infinitos.

Y también, María
Santísima, por vuestra poderosa
intercesión.

PUNTO 3

Negocio importante, negocio
único, negocio irreparable. "No hay
error que pueda compararse -dice San Eusebio- al error de
descuidar la eterna salvación". Todos los demás
errores pueden tener remedio. Si se pierde la hacienda, posible
es recobrarla por nuevos trabajos. Si se pierde un cargo, puede
ser recuperado otra vez. Aun perdiendo la vida, si uno se salva,
todo se remedió.

Mas para quien se condena no hay
posibilidad de remedio. Una vez sólo se muere; una vez
perdida el alma, perdióse para siempre. No queda
más que el eterno llanto con los demás
míseros insensatos del infierno, cuya pena y tormento
mayor será el considerar que para ellos no hay tiempo ya
de remediar su desdicha (Jer. 8, 20).

Preguntad a aquellos prudentes
siervos del mundo, sumergidos ahora en el fuego infernal,
preguntadles lo que sienten y piensan, si se regocijan de haber
labrado su fortuna en la tierra, aun cuando se hallen condenados
en la eterna prisión. Oíd cómo gimen,
diciendo: Erramos, pues… (Sb. 5, 6). Mas, ¿de
qué les sirve conocer su error cuando ya la
condenación para siempre es irremediable?

¿Qué pesar no sentiría
en este mundo el que, habiendo podido prevenir y evitar con poco
trabajo la ruina de su casa, la viera un día derribada y
considerase su propio descuido cuando no tuviera ya remedio
posible?

Tal es la mayor aflicción de los
condenados: pensar que han perdido su alma y se han condenado por
culpa suya (Os. 13, 9). Dice Santa Teresa que si alguno pierde
por su culpa un vestido, un anillo, una fruslería, pierde
la paz y, a veces, ni come ni duerme.

¡Cuál será, pues, oh
Dios mío, la angustia del condenado cuando, al entrar en
el infierno y verse ya sepultado en aquella cárcel de
tormentos, piense en su desdicha y considere que no ha de hallar
en toda la eternidad remedio alguno! Sin duda, exclamará:
"Perdí el alma y la gloria; perdí a Dios, lo
perdí todo para siempre, ¿y por qué?,
¡por culpa mía!".

Y si alguno dijere: "Mas, aunque cometa
este pecado, ¿por qué me he de condenar?…
¿Acaso no podré todavía salvarme?", le
responderé: "Podrás condenarte, quizá". Y
aún añadiré que es más probable tu
condenación, porque la Escritura amenaza con ese tremendo
castigo a los pecadores obstinados, como tú lo eres en
este instante. "¡Ay de los hijos que desertan!" (Is. 30, 1)
-dice el Señor-. "¡Ay de ellos, que se apartaron de
Mí!" (Os. 7, 13).

A lo menos, con ese pecado que cometes,
¿no pones en gran peligro y duda tu salvación
eterna? ¿Y es tal este negocio que así puede
arriesgarse? "No se trata de una casa, de una ciudad, de un
cargo; se trata -dice San Juan Crisóstomo- de padecer una
eternidad de tormentos y de perder la gloria perdurable". Y este
negocio, que para ti lo es todo, ¿quieres arriesgarlo en
un puede ser? "¿Quién sabe -replicas-,
quién sabe si me condenaré? Yo espero que Dios,
más tarde, me perdonará". Pero ¿y entre
tanto?… Entre tanto, por ti mismo te condenas al infierno.
¿Te arrojarías a un pozo diciendo: Tal vez me
libraré de la muerte? Seguramente que no. Pues
¿cómo fundas tu eterna salvación en tan
débil esperanza, en un quién
sabe
?

¡Oh! ¡Cuántos por esa
maldita, falsa, esperanza se han condenado!… ¿No sabes
que la esperanza de los obstinados en pecar no es tal esperanza,
sino presunción y engaño, que no promueven la
misericordia de Dios, antes bien provocan su enojo?

Si dices que ahora no confías en
resistir a las tentaciones y a la pasión dominante,
¿cómo resistirás luego, cuando en vez de
aumentarse te falte la fuerza por el hábito de pecar?
Pues, por una parte, el alma estará más ciega y
más endurecida en su maldad, y por otra, carecerá
del auxilio divino… ¿Acaso esperas que Dios haya de
acrecentarte sus luces y gracias después que tú
hayas aumentado sin límites tus faltas y
pecados?

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Ah Jesús mío!
Atendiendo a la muerte que por mí padeciste, aumentad mi
esperanza. Temo que, en el fin de mi vida, el demonio quiera
inspirarme desesperación espantosa en vista de las
innumerables traiciones que para con Vos he cometido.
¡Cuántas promesas he hecho de no ofenderos
más, movido por las luces que me habéis dado, y
luego he vuelto a apartarme de Vos esperando que me
perdonaríais! De suerte que no me habéis castigado,
¡y por eso mismo os he ofendido tanto! ¡Porque
habéis tenido piedad de mí, os hice todavía
mayores ultrajes!

Dadme, Redentor mío, antes que salga
de esta vida, profundo y verdadero dolor de mis pecados.
Duélome, ¡oh Suma Bondad!, de haberos ofendido, y
prometo firmemente antes morir mil veces que apartarme de
Vos…

Mas, entre tanto, permitid que oiga
aquellas palabras que dijisteis a la Magdalena: Tus pecados
están perdonados
(Lc. 7, 48), e inspiradme gran dolor
de mis culpas antes que llegue el trance de la muerte. De no ser
así, temo que ese trance habrá de traerme inquietud
y desdicha. En aquel solemne instante, no me cause espanto tu
presencia
, ¡oh Jesús mío crucificado!
(Jer. 17, 17).

Si muriese ahora, antes de llorar mis
culpas, antes de amaros, vuestras llagas y vuestra Sangre
más bien me darían temor que esperanza. No os pido,
pues, consuelo y bienes de la tierra en lo que me reste de vida.
Os pido sólo amor y dolor. Oídme, amadísimo
Salvador mío, por aquel amor que os hizo sacrificar por
mí la vida en el Calvario…

¡María, Madre mía,
alcanzadme estas gracias, unidas a la de perseverar hasta la
muerte!

CONSIDERACIÓN 13

Vanidad del
mundo

¿Qué aprovecha al hombre
si ganare todo el mundo y perdiere su alma?Mt. 16,
26

PUNTO 1

En un viaje por mar, cierto antiguo
filósofo, llamado Aristipo, naufragó con la nave en
que iba, y él perdió cuantos bienes llevaba. Mas
pudo llegar salvo a tierra, y los habitantes del país al
que arribó, entre los cuales gozaba Aristipo gran fama por
su ciencia, le proveyeron de tantos bienes como había
perdido. Por lo cual escribió luego a sus amigos y
compatriotas encomendándoles, con su ejemplo, que
sólo atendiesen a proveerse de aquellos bienes que ni aun
con los naufragios se pueden perder.

Esto mismo nos avisan desde la otra vida
nuestros deudos y amigos que llegaron a la eternidad. Nos
advierten que en este mundo procuremos, ante todo, adquirir los
bienes que ni aun con la muerte se pierden. Día de
perdición se llama el día de la muerte, porque en
él hemos de perder los honores, riquezas y placeres, todos
los bienes terrenales. Por esta razón dice San Ambrosio
que no podemos llamar nuestros a tales bienes, puesto que no
podemos llevarnos con nosotros a la otra vida, y que sólo
las virtudes nos acompañan a la eternidad.

¿De qué sirve, pues
-dice Jesucristo (Mt. 16, 26)-, ganar todo el mundo, si
en la hora de la muerte, perdiendo el alma, se pierde
todo
?… ¡Oh! ¡A cuántos jóvenes
hizo esta gran máxima encerrarse en el claustro! ¡A
cuántos anacoretas condujo al desierto! ¡A
cuántos mártires movió para dar la vida por
Cristo!

Con estas máximas, San Ignacio de
Loyola ganó para Dios innumerables almas, singularmente la
hermosísima de San Francisco Javier, que se hallaba en
París, ocupado allí en mundanos pensamientos.
"Piensa, Francisco -dijo un día el Santo-, piensa que el
mundo es traidor, que promete y no cumple, mas aunque cumpliere
lo que promete, jamás podrá satisfacer tu
corazón. Y aun suponiendo que le satisficiere,
¿cuánto durará esa ventura?
¿Podrá durar más que tu vida? Y al fin de
ella, ¿llevarás tu dicha a la eternidad?
¿Hay algún poderoso que haya llevado a la otra vida
ni una moneda ni un criado para su servicio? ¿Hay
algún rey que tenga allí un pedazo de
púrpura para engalanarse?…".

Con estas consideraciones, San Francisco
Javier se apartó del mundo, siguió a San Ignacio de
Loyola y fue un gran santo.

Vanidad de vanidades (Ecl. 1, 2),
así llamó Salomón a todos los bienes del
mundo cuando por experiencia, como él mismo confesó
(Ecl. 2, 10), hubo conocido todos los placeres que hay en la
tierra
. Sor Margarita de Santa Ana, carmelita descalza, hija
del emperador Rodolfo II, decía: "¿De qué
sirven los tronos en la hora de la muerte?…".

¡Cosa admirable! Temen los Santos al
pensar en su salvación eterna. Temía el Padre
Séñeri, que, lleno de sobresalto, preguntaba a su
confesor: "¿Qué decís, Padre; me
salvaré?".

Temblaba San Andrés Avelino cuando,
gimiendo, exclamaba: "¡Quién sabe si me
salvaré!".

Idéntico pensamiento afligía
a San Luis Beltrán, y le movía muchas noches a
levantarse del lecho, diciendo: "¡Quién sabe si me
condenaré!…".

¡Y con todo, los pecadores viven
condenados, y duermen, y ríen, y se regocijan!

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Ah Jesús, Redentor
mío! De todo corazón os agradezco que me
hayáis dado a conocer mi locura y el mal que cometí
apartándome de Vos, que por mí disteis la Sangre y
la vida. No merecíais, en verdad, que os tratase como os
he tratado.

Si ahora llegase mi muerte,
¿qué hallaría en mí sino pecados y
remordimientos de conciencia que me harían morir abrumado
de angustia?

Confieso, Salvador mío, que
obré mal, que me engañé a mí mismo,
trocando el Sumo Bien por los míseros placeres del mundo.
Arrepiéntome con todo mi corazón, y os ruego que,
por los dolores que en la cruz sufristeis, me deis a mí
tan gran dolor de mis pecados, que por él llore en todo el
resto de mi vida las culpas que cometí. Perdonadme,
Jesús mío, que yo prometo no ofenderos más y
amaros siempre.

Harto sé que no soy digno de vuestro
amor, porque le desprecié mil veces; pero sé
también que amáis a quien os ama (Pr. 8,
17). Yo os amo, Señor; amadme Vos a mí. No quiero
perder de nuevo vuestra amistad y gracia, y renuncio a todos los
placeres y grandezas del mundo con tal que me
améis…

Oídme, Dios mío, por amor de
Jesucristo, que Él os ruega no me arrojéis de
vuestro corazón. A Vos del todo me ofrezco y os consagro
mi vida, mis bienes, mis sentidos, mi alma, mi cuerpo, mi
voluntad y mi libertad. Aceptadlo, Señor; no lo
rechacéis
(Sal. 50, 13), como merezco, por haber
rechazado yo tantas veces vuestro amor…

Virgen Santísima, Madre mía,
rogad por mí a Jesús. En vuestra intercesión
confío.

PUNTO 2

Menester es pesar los bienes en la balanza
de Dios, no en la del mundo, que es falsa y engañosa (Sal.
61, 10). Los bienes del mundo son harto miserables, no satisfacen
al alma y acaban pronto. Mis días huyeron más
veloces que un correo; pasaron como naves…
(Jb. 9,
25).

Pasan y huyen veloces los breves
días de esta vida; y de los placeres de la tierra
¿qué resta después? Pasaron como naves.
No deja la nave en pos de sí ni aun rastro de su paso

(Sb. 5, 10).

Preguntemos a tantos ricos, letrados,
príncipes, emperadores que están en la eternidad
qué hallan allí de sus pasadas grandezas, pompas y
delicias terrenales. Todos responden: Nada, nada.
"Vosotros, hombres -dice San Agustín-, consideráis
solamente los bienes que posee aquel grande; considerad
también qué cosa lleva consigo al sepulcro: un
cadáver pestilente y una mortaja, que con él se
pudrirá".

De los poderosos que mueren apenas si se
oye hablar un poco de tiempo; después, hasta su memoria se
pierde (Sal. 9, 7). Y si van al infierno, ¿qué
harán y dirán allí?… Gemirán,
diciendo: ¿De qué nos ha servido nuestro lujo y
riquezas, si ahora todo ello pasó ya como sombra (Sb. 5,
8-9), y nada nos queda, sino penas, llanto y desesperación
sin fin?

"Los hijos de este siglo más sabios
son en sus negocios que los hijos de la luz" (Lc. 16, 8). Pasma
el considerar cuán prudentes son los mundanos en las cosas
de la tierra. ¡A qué trabajos no dan cima para
alcanzar honras y bienes! ¡Con qué solicitud se
ocupan en conservar la salud del cuerpo!… Escogen y emplean los
medios más útiles, los más afamados
médicos, los mejores remedios, el clima mejor…, y, sin
embargo, ¡cuán descuidados son para el alma!… Y
con todo, cierto es que la salud, honras y hacienda han de
acabarse un día, mientras que el alma, lo eterno, no tiene
fin.

"Observemos -dice San Agustín-
cuánto padece el hombre por las cosas que ama
desordenadamente". ¿Qué no padecen los vengativos,
ladrones y deshonestos para llevar a cabo sus malvados designios?
Y para el bien del alma nada quieren sufrir.

¡Oh Dios! A la luz de la candela que
en la hora de la muerte se enciende, en aquel tiempo de grandes
verdades, conocen y confiesan su gran locura los mundanos.
Entonces desearían haber dejado a tiempo todas las cosas y
haber sido santos.

El Pontífice León XI
decía, moribundo: "Más que ser Papa, me hubiera
valido ser portero de mi convento". Honorio III, Pontífice
también, exclamó al morir: "Mejor hubiera hecho
quedándome en la cocina de mi comunidad para lavar
vajilla".

Felipe II, rey de España,
llamó a su hijo en la hora de la muerte, y, apartando la
ropa que le cubría, mostróle el pecho, cubierto de
gusanos, y le dijo: "Mirad, príncipe, cómo se muere
y cómo acaban las grandezas del mundo". Y luego
exclamó: "¡Pluguiese a Dios que hubiera yo sido lego
de cualquier religión y no monarca!". Hizo después
que le pusieran al cuello una cruz de madera; ordenó las
cosas de su muerte, y dijo a su heredero: "He querido, hijo
mío, que fueseis testigo de este acto para que vieseis
cómo, al fin de la vida, trata el mundo aun al os reyes.
Su muerte es igual a la de los más pobres de la tierra. El
que mejor hubiere vivido es quien logrará con Dios
más alto favor".

Y este mismo hijo, que fue después
Felipe III, al morir, aún joven, de cuarenta y tres
años de edad, dijo: "Cuidad, súbditos míos,
de que en el sermón de mis funerales sólo se
predique este espectáculo que veis. Decid que en la muerte
no sirve el ser rey sino para tener mayor tormento por haberlo
sido… ¡Ojalá que en vez de ser rey hubiera vivido
en un desierto, sirviendo a Dios!… ¡Iría ahora con
más esperanza a presentarme ante su tribunal, y no
correría tanto riesgo de condenarme!…".

Mas ¿de qué valen tales
deseos en el trance de la muerte, sino para mayor
desesperación y pena de quien no haya en vida amado a
Dios?

Por esto decía Santa Teresa: "no se
ha de tener en cuenta lo que se acaba con la vida. La verdadera
vida es vivir de manera que no se tema la muerte…".

De suerte que si queremos comprender lo que
son los bienes terrenales, mirémoslos como si
estuviéramos en el lecho mortuorio, y digamos luego:
"Aquellas rentas, honores y placeres se acabarán un
día. Menester es, pues, que procuremos santificarnos y
enriquecernos sólo con los únicos bienes que han de
acompañarnos siempre y han de hacernos dichosos por toda
la eternidad".

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Ah Redentor mío!…
Habéis sufrido por amarme tantos trabajos e ignominias, y
yo he amado tanto los placeres y vanidades del mundo, que por
ellos mil veces he pisoteado vuestra gracia. Mas ya que cuando os
desprecié no dejabais Vos de buscarme, no puedo temer,
Jesús mío, que me abandonéis ahora que os
busco y os amo con todo mi corazón, me duelo más de
haberos ofendido que si hubiese padecido cualquier otro
mal.

¡Oh Dios de mi alma! No quiero
ofenderos nuevamente ni en lo más mínimo. Haced que
conozca lo que os desagrada, y no lo haré por nada del
mundo. Haced que sepa lo que he de hacer para serviros, y lo
pondré por obra. Amaros quiero de veras; y por Vos,
Señor, abrazaré gustoso cuantos dolores y cruces me
enviéis. Dadme la resignación que necesito.
Quemad, cortad… Castigadme en esta vida, a fin de que
en la otra pueda amaros eternamente.

María, Madre mía, a Vos me
encomiendo; no dejéis de rogar a Jesús por
mí.

PUNTO 3

El tiempo es breve…; los que usan de
este mundo, sea como si no usasen de él, porque pasa la
figura de este mundo…
(1Cor. 7, 31). ¿Qué
otra cosa es nuestra vida temporal sino una escena que pasa y se
acaba en seguida? Pasa la figura de este mundo, es decir, la
apariencia, la escena de comedia. "El mundo es como una
escena -dice Cornelio a Lápide-; pasa una
generación, y otra le sucede. Quien representó el
papel de rey no llevará consigo la púrpura. Dime,
¡oh ciudad, oh casa!, ¿cuántos señores
tuviste?".

No bien acaba la comedia, el que hizo el
papel de rey no es ya rey, ni el señor es ya señor.
Ahora poseéis esa granja o palacio; pero llegará la
muerte, y otros serán dueños de todo.

La hora funesta de la muerte trae consigo
el olvido y fin de todas las grandezas, honras y vanidades del
mundo (Ecl. 11, 29). Casimiro, rey de Polonia, murió de
repente, y cuando acercaba los labios a una copa para beber.
Rápidamente se le acabó la escena del
mundo…

El emperador Celso fue asesinado a los
ochos días de haber sido elevado al trono, y así
acabó para Celso la escena de la vida. Ladislao, rey de
Bohemia, joven de dieciocho años, estaba esperando a su
esposa, hija del rey de Francia, y preparando grandes festejos,
cuando una mañana le combatió un
vehementísimo dolor, y murió de ello. Por lo cual
enviaron correos en seguida, con el fin de advertir a la esposa
que retornase a Francia, pues la comedia del mundo había
acabado para Ladislao…

Este pensamiento de la vanidad del mundo
hizo santo a Francisco de Borja, el cual (como en otro lugar
dijimos), al ver el cadáver de la emperatriz Isabel,
muerta en medio de las grandezas y en la flor de la juventud,
resolvió entregarse del todo a Dios, diciendo:
"¿Así, pues, acabaron las grandezas y coronas del
mundo?… No más servir a señor que se me pueda
morir".

Procuremos, pues, vivir de tal modo que en
nuestra muerte no se nos pueda decir lo que se dijo al necio
mencionado en el Evangelio (Lc. 12, 20): Necio, esta misma
noche han de exigir de ti la entrega de tu alma; lo que has
allegado, ¿para quién será?
Y luego
añade San Lucas (12, 21): Esto es lo que sucede al que
atesora para sí y no es rico a los ojos de
Dios
.

Más adelante dice (Mt. 6, 20):
Haceos un tesoro en el Cielo que jamás se agote, a
donde no llegan los ladrones ni roe la polilla
; o sea:
procurad enriqueceros no con los bienes del mundo, sino de Dios,
con virtudes y méritos que eternamente durarán con
vosotros en el Cielo.

Atendamos, pues, a alcanzar el gran tesoro
del divino amor. "¿Qué tiene el rico si no tiene
caridad? Y si el pobre tiene caridad, ¿qué no
tiene?", dice San Agustín. El que tiene todas las riquezas
y no posee a Dios, es el más pobre del mundo. Mas el pobre
que posee a Dios, todo lo posee… ¿Y quién posee a
Dios? El que le ama. Quien permanece en caridad, en Dios
permanece, y Dios en él
(1Jn. 4, 16).

AFECTOS Y SÚPLICAS

No quiero, Dios mío, que el demonio
vuelva a tener dominio en mi alma, sino que Vos seáis mi
único dueño y Señor. Dejarlo quiero todo
para alcanzar vuestra gracia, más estimada por mí
que mil coronas y mil reinos. ¿Y a quién he de amar
sino a Vos, infinitamente amable, bien infinito, belleza, bondad,
amor infinito?

Por las criaturas os dejé en la vida
pasada, y esto es y será siempre para mí dolor
profundo, que me atravesará el corazón, por haberos
ofendido a Vos, que tanto me habéis amado. Pero ya que me
habéis atraído con vuestra gracia, espero que no he
de verme nuevamente privado de vuestro amor. Recibid, ¡oh
amor mío!, toda mi voluntad y todas mis cosas, y haced de
mí lo que os agrade. Os pido perdón por mis culpas
y desórdenes pasados. Jamás me quejaré de lo
que dispongáis, porque sé que todo ello es santo y
ordenado para mi bien.

Disponed, pues, Dios mío, lo que os
plazca, y yo prometo recibirlo con alegría y daros por
todo rendidas gracias. Haced que os ame, y nada más
pediré… No bienes, ni honores, ni mundo; a mi Dios,
sólo a mi Dios quiero.

Y Vos, bienaventurada Virgen María,
modelo y dechado de amor a Dios, alcanzadme que, siquiera en el
resto de mi vida, os acompañe en ese amor. En Vos,
Señora confío.

CONSIDERACIÓN 14

La vida presente
es un viaje a la eternidad

Irá el hombre a la casa de su
eternidad.Ecl. 12, 5

PUNTO 1

Al considerar que en este mundo tantos
malvados viven prósperamente, y tantos justos, al
contrario, viven llenos de tribulaciones, los mismos gentiles con
el solo auxilio de la luz natural, conocieron la verdad de que
existiendo Dios, y siendo Dios justísimo, debe haber otra
vida en que los impíos sean castigados y premiados los
buenos.

Pues esto mismo que los gentiles conocieron
con las luces de la razón, nosotros los cristianos lo
confesamos también por la luz de la fe: No tenemos
aquí ciudad permanente, mas buscamos la que está
por venir
(He. 13, 14).

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8
 Página anterior Volver al principio del trabajoPágina siguiente 

Nota al lector: es posible que esta página no contenga todos los componentes del trabajo original (pies de página, avanzadas formulas matemáticas, esquemas o tablas complejas, etc.). Recuerde que para ver el trabajo en su versión original completa, puede descargarlo desde el menú superior.

Todos los documentos disponibles en este sitio expresan los puntos de vista de sus respectivos autores y no de Monografias.com. El objetivo de Monografias.com es poner el conocimiento a disposición de toda su comunidad. Queda bajo la responsabilidad de cada lector el eventual uso que se le de a esta información. Asimismo, es obligatoria la cita del autor del contenido y de Monografias.com como fuentes de información.

Categorias
Newsletter