Monografias.com > Sin categoría
Descargar Imprimir Comentar Ver trabajos relacionados

Preparación para la muerte, de San Alfonso María de Ligorio (página 4)



Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8

Esta tierra no es nuestra patria, sino
lugar de tránsito por donde pasamos para llevar en breve
a la casa de la eternidad (Ecl. 12, 5). De suerte,
lector mío, que la casa en que vives no es tu propia
casa
, sino como una hospedería que pronto, y cuando
menos lo pienses, tendrás que dejar; y los primeros en
arrojarte de ella cuando llegue la muerte serán tus
parientes y allegados… ¿Cuál será, pues,
tu verdadera casa? Una fosa será la morada de tu cuerpo
hasta el día del juicio, y tu alma irá a la casa de
la eternidad, o al Cielo, o al infierno.

Por eso nos dice San Agustín:
"Huésped eres que pasa y mira". Necio sería el
viajero que, yendo de paso por una comarca, quisiera emplear todo
su patrimonio en comprarse allí una casa, que al cabo de
pocos días tendría que dejar. Considera, por
consiguiente, dice el Santo, que estáis de paso en este
mundo, y no pongas tu afecto en lo que ves. Mira y pasa, y
procúrate una buena morada donde para siempre
habrás de vivir.

¡Dichoso de ti si te salvas!…
¡Cuán hermosa la gloria!… Los más suntuosos
palacios de los reyes son como chozas respecto de la ciudad del
Cielo, única que pudo llamarse Ciudad de perfecta
hermosura
. Allí no habrá nada que desear.
Estaréis en la gozosa compañía de los
Santos, de la divina Madre de Nuestro Señor Jesucristo y
sin temor de ningún mal. Viviréis, en suma,
abismados en un mar de alegría de continua beatitud, que
siempre durará (Is. 35, 10). Y este gozo será tan
perfecto y grande, que por toda la eternidad y en cada instante
parecerá nuevo…

Si, por el contrario, te condenas,
¡desdichado de ti! Te hallarás sumergido en un mar
de fuego y de dolor, desesperado, abandonado de todos y privado
de tu Dios… ¿Y por cuánto tiempo?…
¿Acaso cuando hubieren pasado cien años, o mil,
habrá concluido tu pena?… ¡Oh, no
acabará!… ¡Pasarán mil millones de
años y de siglos, y el infierno que padecieres
estará comenzando!… ¿Qué son mil
años respecto de la eternidad?… Menos de un día
que ya pasó… (Sal. 89, 4). ¿Quieres ahora saber
cuál será tu casa en la serenidad?… Será
la que merezcas; la que te fabriques tú mismo con tus
obras.

AFECTOS Y SÚPLICAS

Ved, pues, Señor, la casa que
merecí con mi vida: la cárcel del infierno, donde
apenas hube cometido el primer grave pecado, debí estar
abandonado de Vos y sin esperanza de amaros nuevamente.
¡Bendita sea para siempre vuestra misericordia, porque me
esperasteis, Señor, y me disteis tiempo para remediar
tanto mal! ¡Bendita sea para siempre la Sangre de
Jesucristo, que mereció para mí esa
misericordia!… No quiero, Dios mío, abusar más de
vuestra paciencia. Me arrepiento de todo corazón de
haberos ofendido, no tanto por el infierno que merecí como
por haber ultrajado vuestra infinita bondad.

No más, Dios mío; no
más. Antes morir que volver a ofenderos. Si yo estuviese
ahora en el infierno, ¡oh Sumo Bien mío!, no
podría ya amaros, ni Vos podríais amarme a
mí… Os amo, Señor, y quiero que me améis.
Bien sé que no lo merezco; pero lo merece Jesucristo, que
se sacrificó en la cruz para que me perdonaseis y amarais.
Por amor de vuestro divino Hijo, dadme, pues, ¡oh Eterno
Padre!, la gracia de que yo os ame siempre de todo
corazón… Os amo, Padre mío, que me disteis a
vuestro Hijo Jesús. Os amo, Hijo de Dios, que moristeis
por mí.

Os amo, ¡oh Madre de Jesucristo!, que
con vuestra intercesión me habéis alcanzado tiempo
de penitencia. Alcanzadme ahora, Señora mía, dolor
de mis pecados, el amor de Dios y la santa
perseverancia.

PUNTO 2

"Si el árbol cayere hacia el austro
o hacia el aquilón, en cualquier lugar en que cayere,
allí quedará" (Ecl. 11, 3). Donde caiga, en la hora
de la muerte, el árbol de tu alma, allí
quedará para siempre. No hay, pues, término medio:
o reinar eternamente en la gloria, o gemir esclavo en el
infierno. O siempre ser bienaventurado, en un mar de inefable
dicha, o estar siempre desesperado en una cárcel de
tormentos.

San Juan Crisóstomo, considerando
que aquel rico calificado de dichoso en el mundo luego fue
condenado al infierno, mientras que Lázaro, tenido por
infeliz, porque era pobre, fue después felicísimo
en el Cielo, exclama: "¡Oh infeliz felicidad, que produjo
al rico eterna desventura!… ¡Oh feliz desdicha, que
llevó al pobre a la felicidad eterna!".

¿De qué sirve atormentarse,
como hacen algunos, diciendo: "¿Quién sabe si
estaré condenado o predestinado?…". Cuando cortan el
árbol, ¿hacia dónde cae?… Cae hacia donde
está inclinado… ¿A qué lado te inclinas,
hermano mío?… ¿Qué vida llevas?… Procura
inclinarte siempre hacia el austro, consérvate en gracia
de Dios, huye del pecado, y así te salvarás y
estarás predestinado al Cielo.

Y para huir del pecado, tengamos presente
siempre, el gran pensamiento de la eternidad, que
así, con razón, le llama San
Agustín.

Este pensamiento movió a muchos
jóvenes a abandonar el mundo y vivir en la soledad, para
atender sólo a los negocios del alma. Y en verdad que
acertaron, pues ahora, en el Cielo, se regocijan de su
resolución, y se regocijarán
eternamente.

A una señora que vivía
alejada de Dios, la convirtió el Beato M. Ávila sin
más que decirle: "Pensad, señora, en estas dos
palabras: siempre y jamás". El Padre
Pablo Séñeri, por un pensamiento de la eternidad
que tuvo un día, no pudo conciliar luego el sueño,
y se entregó desde entonces a la vida más
austera.

Dresselio refiere que un obispo, con ese
pensamiento de la eternidad, llevaba santísima vida,
diciendo mentalmente: "A cada instante estoy a las puertas de la
eternidad". Cierto monje se encerró en una tumba, y
exclamaba sin cesar: "¡Oh eternidad, eternidad!…". "Quien
cree en la eternidad -decía el citado Beato Ávila-
y no se hace santo, debiera estar encerrado en la casa de
locos".

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Ah Dios mío, tened piedad de
mí!… Sabía que pecando me condenaba yo mismo a
eterno dolor, y con todo, quise oponerme a vuestra voluntad
santísima… ¿Y por qué?… Por un miserable
placer… Perdonadme, Señor, que yo me arrepiento de todo
corazón. No me rebelaré nunca más contra
vuestra santa voluntad. ¡Desdichado de mí si me
hubierais enviado la muerte en el tiempo de mi mala vida!
Hallárame en el infierno aborreciendo vuestra voluntad.
Mas ahora la amo, y quiero amarla siempre. Enseñadme y
ayudadme a cumplir en lo sucesivo vuestro divino
beneplácito (Sal. 142, 10).

No he de contradeciros más,
¡oh Bondad infinita!; antes bien, os dirigiré
solamente esta súplica: "Hágase tu voluntad,
así en la tierra como en el Cielo". Haced que cumpla
perfectamente vuestra voluntad, y nada más pediré.
¿Pues qué otra cosa queréis, Dios
mío, sino mi bien y mi salvación?

¡Ah Padre Eterno! Oídme por
amor de Jesucristo, que me enseña lo que he de pediros,
como en su nombre os pido: Fiat voluntas tua! Fiat voluntas
tua!
"¡Hágase tu voluntad!…". ¡Dichoso
de mí si paso la vida que me resta y muero haciendo
vuestra santa voluntad!…

¡Oh María, bienaventurada
Virgen, que hicisteis siempre con toda perfección la
voluntad de Dios, alcanzadme por vuestros méritos que la
cumpla yo hasta el fin de mi vida!

PUNTO 3

"Irá el hombre a la casa de su
eternidad", dice el Profeta (Ecl. 12, 5). "Irá", para
denotar que cada cual ha de ir a la casa que quisiere. No le
llevarán, sino que irá por su propia y libre
voluntad. Cierto es que Dios quiere que nos salvemos todos, pero
no quiere salvarnos a la fuerza. Puso ante nosotros la vida y la
muerte, y la que eligiéremos se nos dará (Ecl. 15,
18).

Dice también Jeremías (Jer.
21, 8) que el Señor nos ha dado dos vías para
caminar: una la de la gloria, otra la del infierno. A nosotros
toca escoger. Pues el que se empeña en andar por la senda
del infierno, ¿cómo podrá llegar a la
gloria?

De admirar es que, aunque todos los
pecadores quieran salvarse, ellos mismos se condenan al infierno,
diciendo: Espero salvarme. "Mas ¿quién habrá
tan loco -dice San Agustín- que quiera tomar mortal veneno
con esperanza de curarse?… Y con todo, cuántos
cristianos, cuántos locos se dan, pecando, a sí
propios la muerte, y dicen: "Luego pensaré en el
remedio…". ¡Oh error deplorable, que a tantos ha enviado
al infierno!

No seamos nosotros de estos dementes;
consideremos que se trata de la eternidad. Si tanto trabajo se
toma el hombre para procurarse una casa cómoda, vasta,
sana y en buen sitio, como si tuviera seguridad de que ha de
habitarla toda su vida, ¿por qué se muestra tan
descuidado cuando se trata de la casa en que ha de estar
eternamente?, dice San Euquerio.

No se trata de una morada más o
menos cómoda o espaciosa, sino de vivir en un lugar lleno
de delicias, entre los amigos de Dios, o en una cárcel
colmada de tormentos, entre la turba infame de los malvados,
herejes o idólatras… ¿Por cuánto
tiempo?… No por veinte ni por cuarenta años, sino por
toda la eternidad. ¡Gran negocio, sin duda! No cosa de poco
momento, sino de suma importancia.

Cuando Santo Tomás Moro fue
condenado a muerte pro Enrique VIII, su esposa, Luisa,
procuró persuadirle que consintiera en lo que el rey
quería. Pero Santo Tomás Moro le replicó:
"Dime, Luisa; ya ves que soy viejo, ¿cuánto tiempo
podré vivir aún?" Podréis vivir
todavía veinte años más", dijo la esposa.
"¡Oh, inconsiderado negocio! -exclamó entonces
Tomás-. ¿Por veinte años de vida en la
tierra quieres que pierda una eternidad de dicha y que me condene
a eterna desventura?"

¡Oh Dios, iluminadnos! Si la doctrina
de la eternidad fuese dudosa, una opinión solamente
probable, todavía debiéramos procurar con
empeño vivir bien para no exponernos, si esa
opinión era verdad, a ser eternamente infelices. Pero esa
doctrina no es dudosa, sino cierta; no es mera opinión,
sino verdad de fe: "Irá el hombre a la casa de la
eternidad…" (Ecl. 12, 5).

"¡Oh, que la falta de fe -dice Santa
Teresa- es la causa de tantos pecados y de que tantos cristianos
se condenen!… Reavivemos, pues, nuestra fe, diciendo:
¡Creo en la vida eterna!" Creo que después de esta
vida hay otra, que no acaba jamás.

Y con este pensamiento siempre a la vista,
acudamos a los medios convenientes para asegurar la
salvación. Frecuentemos los sacramentos, hagamos
meditación diaria, pensemos en nuestra eterna
salvación y huyamos de las ocasiones peligrosas. Y si
fuera preciso apartarnos del mundo, dejémosle, porque
ninguna precaución está de más para
asegurarnos la eterna salvación. "No hay seguridad que sea
excesiva donde se arriesga la eternidad" dice San
Bernardo.

AFECTOS Y SÚPLICAS

No hay, pues, ¡oh Dios mío!,
término medio: o ser para siempre feliz, o para siempre
desdichado; o he de verme en un mar de venturas, o en un
piélago de tormentos; con Vos en la gloria, o eternamente
en el infierno, apartado de Vos; sé de seguro que muchas
veces merecí ese infierno, pero también sé
de cierto que perdonáis al que se arrepiente y
libráis de la eterna condenación al que en Vos
espera. Vos lo dijisteis: "Clamará a Mí…, y
Yo le libraré y glorificaré"
(Sal. 90,
15).

Perdonadme, pues, Señor mío,
y libradme del infierno. Duélome, ¡oh Bien Sumo!,
sobre todas las cosas, de haberos ofendido. Volvedme pronto
vuestra gracia y concededme vuestro santo amor. Si ahora
estuviese en el infierno, no podría amaros, sino que os
odiaría eternamente… Pues ¿qué mal me
habéis hecho para que os odiase?… Me amasteis hasta el
extremo de morir por mí, y sois digno de infinito amor.
¡Oh Señor!, no permitáis que me aparte de
Vos; os amo, y quiero amaros siempre. "¿Quién me
separará del amor de Cristo?" (Ro. 8, 35). "¡Ah
Jesús mío, sólo el pecado puede apartarme de
Vos! No lo permitáis, por la Sangre que por mí
derramasteis". Dadme antes la muerte…

¡Oh Reina y Madre mía!
Ayudadme con vuestras oraciones; alcanzadme la muerte, mil
muertes, antes que me separe del amor de vuestro divino
Hijo.

CONSIDERACIÓN 15

Malicia del
pecado mortal

Hijos crié y engrandecí;mas
ellos me despreciaron.Is. 1, 4

PUNTO 1

¿Qué hace quien comete un
pecado mortal?… Injuria a Dios, le deshonra y, en cuanto
está de su parte, le colma de amargura.

Primeramente, el pecado mortal es una
ofensa grave que se hace a Dios. La malicia de una ofensa, como
dice Santo Tomás, se aprecia atendiendo a la persona que
la recibe y a la persona que la hace. Una ofensa hecha a un
simple particular es, sin duda, un mal; pero es mayor delito si
se le hace a una persona de alta dignidad, y mucho más
grave si se dirige al rey… ¿Y quién es Dios? Es
el Rey de los reyes (Ap. 17, 14). Dios es la Majestad infinita,
respecto de la cual todos los príncipes de la tierra y
todos los Santos y ángeles del Cielo son menores que un
grano de arena (Is. 40, 15). Ante la grandeza de Dios, todas las
criaturas son como si no fuesen (Is. 40, 17). Eso es
Dios…

Y el hombre, ¿qué es?…
Responde San Bernardo: Saco de gusanos, manjar de gusanos, que en
breve le devorarán. El hombre es un miserable, que nada
puede; un ciego, que no sabe ver nada; pobre y desnudo, que nada
tiene (Ap. 3, 17). ¿Y este mísero gusanillo se
atreve a injuriar a Dios? -dice el mismo San Bernardo-. Con
razón, pues, afirma el Angélico Doctor (p. 3, q. 2,
a. 2) que el pecado del hombre contiene una malicia casi
infinita.

Por eso, San Agustín llama,
absolutamente, al pecado un mal infinito; de suerte que,
aunque todos los hombres y los ángeles se ofrecieran a
morir, y aun a aniquilarse, no podrían satisfacer por un
solo pecado. Dios castiga el pecado mortal con las terribles
penas del infierno; pero, con todo, ese castigo es, como dicen
todos los teólogos, citra condignum, o sea, menor
que la pena con que tal pecado debiera castigarse.

Y, en verdad, ¿qué pena
bastará para castigar como merece a un gusano que se
rebela contra su Señor? Sólo Dios es Señor
de todo, porque es Creador de todas las cosas (Es. 13, 9). Por
eso, todas las criaturas le obedecen. "Obedécenle los
vientos y los mares" (Mt. 8, 27). El fuego, el granizo, la
nieve y el hielo… ejecutan sus órdenes
(Sal. 148,
8). Mas el hombre, al pecar, ¿qué hace sino decir a
Dios: Señor, no quiero servirte?

El Señor le dice: "No te vengues", y
el hombre responde: "Quiero vengarme". "No tomes los bienes del
prójimo", y desea apoderarse de ellos. "Abstente del
placer impuro", y no se resuelve a privarse de él. El
pecador dice a Dios lo que decía el impío
Faraón cuando Moisés le intimó la orden
divina de que diese libertad al pueblo de Israel… Aquel
temerario respondió: ¿Quién es el
Señor para que yo obedezca su voz?… "No conozco al
Señor" (Ex. 5, 2). Pues lo mismo dice el pecador:
Señor, no te conozco; hacer quiero lo que me
plazca.

En suma: ante Dios mismo le pierde el
respeto y se aparta de Él, que esto es propiamente el
pecado mortal: la acción con que el hombre se aleja de
Dios. De esto se lamenta el Señor, diciendo: Ingrato
fuiste, "tú me has abandonado"; Yo jamás me hubiera
apartado de ti; "tú te has vuelto a
atrás".

Dios declaró que aborrecía el
pecado; de suerte que no puede menos de aborrecer al que lo
comete (Sb. 14, 9). Y el hombre, al pecar, se atreve a declararse
enemigo de Dios y a combatir frente a frente contra Él.
Pues ¿qué dirías si vieses a una hormiga que
quisiera pelear con un soldado?…

Dios es aquel omnipotente Señor que
con sólo querer sacó de la nada el Cielo y la
tierra (2Mac. 7, 28). Y si quisiera, a una señal suya,
podría aniquilarlo todo. Y el pecador, cuando consiente en
el pecado, levanta la mano contra Dios, y "con erguido cuello",
es decir, con soberbia, corre a ofender a Dios; ármase de
gruesa cerviz (Jb. 15, 25) (símbolo de ignorancia), y
exclama: "¿Qué gran mal es el pecado que hice?…
Dios es bueno y perdona a los pecadores…". ¡Qué
injuria!, ¡qué temeridad!, ¡qué
ceguedad tan grande!

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Heme aquí, Dios mío! A
vuestros pies está el rebelde temerario que tantas veces
en vuestra presencia se atrevió a perderos el respeto y a
huir de Vos; pero ahora imploro vuestra piedad. Vos,
Señor, dijisteis: Clama a Mí y te
oiré
. Reconozco que el infierno es poco castigo para
mí; mas sabed, Señor, que tengo mayor dolor de
haberos ofendido, ¡oh Bondad infinita!, que si hubiese
perdido todos mis bienes y aun la misma vida.

Perdonadme, Señor, y no
permitáis que vuelva a ofenderos. Me habéis
esperado, a fin de que os amase y bendijese para siempre vuestra
misericordia. Yo os amo y bendigo, y espero que por los
merecimientos de mi Señor Jesucristo jamás
abandonaré vuestro amor. Este amor vuestro me libró
del infierno. Él me librará del pecado en lo
porvenir.

Gracias mil os doy por estas luces y por el
deseo que me dais de amaros siempre. Tomad, pues, posesión
de todo mi ser, alma, cuerpo, potencias, sentidos, voluntad y
libertad. Tuyo soy, sálvame (Sal. 118, 94). Vos,
que sois el único bien, lo único amable, sed mi
amor. Dadme fervor vivísimo para amaros, pues ya que tanto
os ofendí, no me puede bastar el vulgar amor, sino que
deseo amaros mucho para reparar las ofensas que os hice. De Vos,
que sois omnipotente, espero alcanzarlo…

También, ¡oh María!, lo
espero de vuestra oraciones, que son omnipotentes para con
Dios.

PUNTO 2

El pecador no sólo ofende a Dios,
sino que le deshonra (Ro. 2, 23). Porque, renunciando a la divina
gracia por un miserable placer, menosprecia y huella la amistad
de Dios. Si el hombre perdiese esta soberana amistad por ganar un
reino, y aun todo el mundo, haría, sin embargo, un inmenso
mal, pues la amistad de Dios vale más que el mundo y que
mil mundos.

Mas ¿por qué se ofende a
Dios? (Sal. 10, 13). Por un puñado de tierra, por un rapto
de ira, por un brutal placer, por humo, por capricho (Ez. 13,
19). Apenas el pecador comienza a deliberar consigo mismo si
dará o no consentimiento al pecado, entonces, por decirlo
así, toma en sus manos la balanza y se pone a considerar
qué cosa pesa más, si la gracia de Dios o la ira,
el humo, el placer… Y cuando luego da el consentimiento,
declara que para él vale más aquel humo o aquel
placer que la divina amistad. Ved, pues, a Dios menospreciado por
el pecador.

David, considerando la grandeza y majestad
de Dios, exclamaba (Sal. 34, 10): "Señor,
¿quién es semejante a Ti?" Mas Dios, al contrario,
viéndose comparado por los pecadores a una
satisfacción vilísima y pospuesto a ella, les dice
(Is. 40, 25): "¿A quién me habéis asemejado
e igualado?" "¿De suerte -exclama el Señor- que
aquel placer vale más que mi gracia?"

No habrías pecado si, al pecar,
debieras haber perdido una mano, o diez ducados, o quizá
menos. De modo, dice Salviano, que sólo Dios es tan vil a
tus ojos, que merece ser propuesto a un rapto de cólera, a
un mísero deleite.

Además, cuando el pecador, por
cualquier placer suyo, ofende a Dios, hace que tal placer se
convierta en su dios, porque en aquél pone su fin.
Así, dice San Jerónimo: "Lo que alguien desea, si
lo venera es para él un dios". Vicio en el corazón,
es ídolo en altar. Por lo mismo, dice Santo Tomás:
"Si amas los deleites, éstos son tu dios". Y San Cipriano:
"Todo cuanto el hombre antepone a Dios lo convierte en su
dios".

Cuando Jeroboán se rebeló
contra el Señor, procuró llevar consigo el pueblo a
la idolatría, y le presentó sus ídolos,
diciendo (1R. 12, 28): "Aquí tienes, Israel, a tus
dioses". Así procede el demonio: ofrece al pecador los
placeres, y le dice: "¿Qué quieres hacer de
Dios?… Ve aquí al tuyo; esta pasión, este
deleite. Acéptalo y abandona a Dios". Y si el pecador
consiente, eso mismo hace: adora en su corazón el placer
como a dios. "Vicio en el corazón, es ídolo en
altar".

¡Y si a lo menos los pecadores no
deshonrasen a Dios en presencia de Él mismo!… Mas no; le
injurian y deshonran cara a cara, porque Dios está
presente en todo lugar (Ser. 23, 24). El pecador lo sabe.
¡Y con todo, se atreve a provocar al Señor en la
misma presencia divina! (Is. 65, 3).

AFECTOS Y SÚPLICAS

Vos sois, pues, Señor, el Bien
infinito, y os he cambiado muchas veces por un vil deleite, que
desaparece apenas gozado. Mas Vos, aunque tanto os
desprecié, me ofrecéis ahora el perdón, si
le quiero aceptar, y me prometéis recibirme en vuestra
gracia si me arrepiento de haberos ofendido. Sí,
Señor mío, duélome de todo corazón de
tanta ofensa y aborrezco mis pecados más que todos los
males. Ahora vuelvo a Vos, y espero que me recibiréis y
abrazaréis como a un hijo. Gracias mil os doy, ¡oh
infinita Bondad!

Ayudadme, Señor, y no
permitáis que os aleje nuevamente de mí. No
dejará el infierno de ofrecernos tentaciones; pero Vos
sois más poderoso que él. Y bien sé que no
me apartaré jamás de Vos si a Vos siempre me
encomiendo.

Tal es la gracia que os demando: que
siempre me encomiende a Vos y os ruegue como ahora, diciendo:
Señor, ayudadme, dadme luz, fuerza, perseverancia… Dadme
gloria y, sobre todo, concededme vuestro amor, que es la
verdadera gloria del alma. Os amo, Bondad infinita, y quiero
amaros siempre. Oídme, por el amor de Cristo
Jesús…

¡Oh María, refugio de los
pecadores, socorred a un pecador que quiere amar a
Dios!

PUNTO 3

El pecador injuria, deshonra a Dios y,
además, en cuanto es de su parte, le colma de amargura,
pues no hay amargura más sensible que la de verse pagado
con ingratitud por una persona amada y en extremo favorecida.
¿Y a qué se atreve el pecador?… Ofende a un Dios
que le creó y le amó tanto, que dio por su amor la
Sangre y la vida. Y el hombre le arroja de su corazón al
cometer un pecado mortal. Dios habita en el alma que le ama. "Si
alguno me ama…, mi Padre le amará, y vendremos a
él y haremos morad en él" (Jn. 14, 23).

Notad la expresión haremos
morada
. Dios viene a esa alma y en ella fija su
mansión: de suerte que no la deja, a no ser que el alma le
arroje de sí. "No abandona si no es abandonado", como dice
el Concilio de Trento. Y puesto que Vos sabéis,
Señor, que aquel ingrato ha de arrojaros de sí,
¿por qué no le dejáis desde luego?
Abandonadle, partid antes que se os haga esa gran ofensa… No,
dice el Señor; no quiero dejarle, sino esperar a que
él mismo me despida.

De suerte que, apenas el alma consiente en
el pecado, dice a su Dios (Jb. 21, 14): Señor, apartaos de
mí. No lo dice con palabras, sino con hechos, como
advierte San Gregorio. Harto sabe el pecador que Dios no puede
vivir con el pecado. Bien ve que si peca tiene Dios que apartarse
de él. De modo que, en rigor, le dice: Ya que no
podéis estar con mi pecado y habéis de alejaros de
mí, idos cuando os plazca.

Y al despedir a Dios del alma hace que en
seguida entre el enemigo a tomar posesión de ella. Por la
misma puerta por donde sale Dios entra el demonio. "Entonces va y
toma consigo otros siete espíritus peores que él, y
entran dentro y moran allí" (Mt. 12, 45).

Cuando se bautiza a un niño, el
sacerdote exorciza al enemigo diciéndole: "Sal de
aquí, espíritu inmundo, y da lugar al
Espíritu Santo"; porque aquella alma del bautizado, al
recibir la gracia, se convierte en templo de Dios (1Co. 3, 16).
Pero cuando el hombre consiente en pecar, efectúa
precisamente lo contrario, diciendo a Dios, que estaba en su
alma: "Sal de aquí, Señor, y da lugar al
demonio".

De esto se lamentaba el Señor con
Santa Brígida cuando le dijo que, al despedirle el
pecador, procedía como si quitase al rey su propio trono:
"Soy como un Rey arrojado de su propio reino; y en mi lugar se
elige a un pésimo ladrón".

¿Qué pena no
sentiríais si recibieseis grave ofensa de alguien a quien
hubieseis favorecido mucho? Pues esa misma pena causáis a
Dios, que llegó hasta dar su vida por salvaros. Clama el
Señor a la tierra y al Cielo para que le compadezcan por
la ingratitud con que le tratan los pecadores: "Oíd,
¡oh Cielos!, y tú, ¡oh tierra!, escucha…
Hijos creé y engrandecí…, pero ellos me
despreciaron" (Is. 1, 2). En suma, los pecadores afligen con sus
pecados al Corazón del Señor… (Is. 63,
10).

Dios no puede sentir dolor; pero -como dice
el Padre Medina- si fuese posible que le sintiera, sólo un
pecado mortal bastaría para hacerle morir, por la infinita
pesadumbre que le causaría. Así, pues, afirma San
Bernardo, "el pecado, por cuanto en sí es, da muerte a
Dios".

De manera que los pecadores, al cometer un
pecado mortal, hieren, por decirlo así, a su Señor,
y nada omiten para quitarle la vida, si pudieran. Y según
dice San Pablo (He. 10, 29), pisotean al Hijo de Dios, y
desprecian todo lo que Jesucristo hizo y padeció para
quitar el pecado del mundo.

AFECTOS Y SÚPLICAS

¿De suerte, Redentor mío, que
cuantas veces pequé os arrojé de mi alma y puse por
obra todo lo que bastara para daros muerte si pudieseis morir?
Oigo, Señor, que me decís: "¿Qué te
hice o en qué te contristé, para que tanto me hayas
contristado?…" ¿Me preguntáis, Señor,
qué mal me habéis hecho?… Me disteis el ser, y
habéis muerto por mí: ¡tal es el mal que
hicisteis!… ¿Qué he de responderos?… Os digo,
Señor, que merezco mil veces el infierno, y que muy
justamente pudierais mandarme a él.

Pero acordaos de aquel amor que os hizo
morir por mí en la cruz; acordaos de la Sangre que por mi
amor derramasteis, y tened compasión de mí… Mas
ya entiendo, Señor: no queréis que desespere, y me
decís que estáis a la puerta de mi corazón
(de este corazón que os arrojó de sí) y que
llamáis con vuestras inspiraciones para entrar en
él, pidiéndome que os abra… (Ap. 3, 20; Cant. 5,
2).

Sí, Jesús mío; yo me
aparto del pecado; duélome de todo corazón de
haberos ofendido y os amo sobre todas las cosas. Entrad, amor
mío; abierta tenéis la puerta; entrad, y no os
apartéis jamás de mí. Abrasadme con vuestro
amor, y no permitáis que de Vos vuelva a separarme… No,
Dios mío, nunca volvamos a separarnos. Os abrazo y
estrecho a mi corazón… Dadme Vos la santa
perseverancia…

¡María, madre mía,
socorredme siempre, rogad por mí a Jesús y
alcanzadme que jamás pierda yo su santa gracia!

CONSIDERACIÓN 16

Misericordia de
Dios

La misericordia triunfa sobre el
juicio.Santiago 2, 13

PUNTO 1

La bondad es comunicativa por naturaleza;
de suyo tiende a compartir sus bienes con los demás. Dios,
que por su naturaleza es la bondad infinita, siente vivo deseo de
comunicarnos su felicidad, y por eso propende más a la
misericordia que al castigo. "Castigar -dice Isaías- es
obra ajena a las inclinaciones de la divina voluntad". "Se
enojará para hacer su obra (o venganza), obra que es ajena
de Él, obra que es extraña a Él" (Is, 28,
21). Y cuando el Señor castiga en esta vida es para ser
misericordioso en la otra (Sal. 59, 3). Muéstrase airado
con el fin de que nos enmendemos y aborrezcamos el pecado (Sal.
5). Y si nos castiga es porque nos ama, para librarnos de la
eterna pena (Sal. 6).

¿Quién podrá admirar y
alabar suficientemente la misericordia con que Dios trata a los
pecadores, esperándolos, llamándolos,
acogiéndolos cuando vuelven a Él?… Y ante todo,
¡qué gracia valiosísima nos concede Dios al
esperar nuestra penitencia!…

Cuando le ofendiste, hermano mío,
podía el Señor enviarte la muerte, y, sin embargo,
te esperó; y en vez de castigarte, te colmó de
bienes y te conservó la vida con su paternal providencia.
Hacía como si no viera tus pecados, a fin de que te
convirtieses (Sb. 11, 24).

¿Y cómo, Señor, Vos,
que no podéis ver un solo pecado, veis tantos y
calláis? ¿Miráis aquel deshonesto, aquel
vengativo, a ese blasfemo, cuyos pecados se aumentan de
día en día, y no los castigáis? ¿Por
qué tanta paciencia?… Dios espera al pecador a fin de
que se arrepienta, para poder de ese modo perdonarle y salvarle
(Is. 30, 18).

Dice Santo Tomás que todas las
criaturas, el fuego, el agua, la tierra, el aire, por natural
instinto se aprestan a castigar al pecador por las ofensas que al
Creador hace; pero Dios, por su misericordia, las detiene… Vos,
Señor, aguardáis al impío, para que se
enmiende; mas ¿no veis que el ingrato se vale de vuestra
piedad para ofenderos? (Is. 26, 15). ¿Por qué tal
paciencia?… Porque Dios no quiere la muerte del pecador, sino
que se convierta y se salve (Ez. 33, 11).

¡Oh paciencia de Dios! Dice San
Agustín que si Dios no fuese Dios, parecería
injusto, atendiendo a su demasiada paciencia para con el pecador.
Porque espera que se valga el hombre de aquella paciencia para
más pecar, diríase que es en cierto modo una
injusticia contra el honor divino. "Nosotros pecados -sigue
diciendo el mismo Santo-, nos entregamos al pecado (algunos
firman paces con el pecado, duermen unidos a él meses y
años enteros), nos regocijamos del pecado (pues no pocos
se glorían de sus delitos), ¿y Tú
estás aplacado?… Nosotros te provocamos a ira, y
Tú a misericordia". Parece que a porfía combatimos
con Dios; nosotros, procurando que nos castigue; Él,
invitándonos al perdón.

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Ah Señor y Dios mío!
Reconozco que soy digno de estar en el infierno (Jb. 17, 13). Mas
por vuestra misericordia no me hallo en él, sino postrado
a vuestros pies, y conociendo vuestro precepto con que me
mandáis que os ame. "¡Ama al Señor tu Dios!"
(Mt. 22, 37). Me decís que queréis perdonarme si me
arrepiento de las ofensas que os he hecho…

Sí, Dios mío; ya que
deseáis que os ame, aunque soy un vil rebelde contra
vuestra soberana majestad, os amo con todo mi corazón, y
me duelo de haberos ofendido más que de cualquier otro mal
en que hubiera podido incurrir. Iluminadme, pues, ¡oh
Bondad infinita!, y dadme a conocer la horrenda malicia de mis
culpas. No; no resistiré más a vuestra voz, ni
volveré a injuriar a un Dios que tanto me ama, y que
tantas veces y con tanto amor me habéis
perdonado…

¡Ah, si nunca os hubiera ofendido,
Jesús de mi alma! Perdonadme y haced que de hoy en
adelante a nadie ame más que a Vos, que sólo viva
para Vos, que moristeis por mí, y que sólo por
vuestro amor padezca, ya que por mí tanto padecisteis.
Eternamente me habéis amado, concededme que por toda la
eternidad arda yo en vuestro amor. Todo lo espero, ¡oh
Salvador mío!, de vuestros infinitos
merecimientos.

En Vos confío, Virgen
Santísima, pues con vuestra intercesión me
habéis de salvar.

PUNTO 2

Consideremos, además, la
misericordia de Dios cuando llama al pecador a penitencia…
Rebelóse Adán contra Dios, y ocultóse
después. Mas el Señor, que veía perdido a
Adán, iba buscándole, y casi sollozando le llamaba:
"Adán, ¿dónde estás?…" (Gn. 3, 9).
"Palabras de un padre -dice el P. Pereira- que busca al hijo que
ha perdido".

Lo mismo ha hecho Dios contigo muchas
veces, hermano mío. Huías de Dios, y Dios te
buscaba, ora con inspiraciones, ora con remordimientos de
conciencia, ya por medio de pláticas santas, ya con
tribulaciones o con la muerte de tus deudos y amigos.

No parece sino que, hablando de ti,
exclamara Jesucristo: "Casi perdí la voz, hijo mío,
a fuerza de llamarte" (Sal. 68, 4). "Considerad, pecadores -dice
Santa Teresa-, que os llama aquel Señor que un día
os ha de juzgar".

¿Cuántas veces, cristiano, te
mostraste sordo con el Dios que te llamaba? Harto merecías
que no te llamase más. Pero tu Dios no deja de buscarte,
porque quiere, para que te salves, que estés en paz con
Él… ¿Quién es el que te llama? Un Dios de
infinita majestad. ¿Y qué eres tú sino un
gusano miserable y vil?…

¿Y para qué te llama? No
más que para restituirte la vida de la gracia, que
tú habías perdido. Convertíos y
vivid
(Ez. 18, 32). Con el fin de recuperar la divina
gracia, poco haría cualquiera aunque viviese por toda su
vida en el desierto. Pero Dios te ofrecía darte de nuevo
su gracia en un momento, y tú la rechazaste. Y con todo,
Dios no te ha abandonado, sino que se acerca a ti y te busca
solícito, y lamentándose te dice: "¿Por
qué, hijo mío, quieres condenarte?" (Ez. 18,
31).

Siempre que el hombre comete un pecado
mortal, arroja de su alma a Dios. Pero el Señor
¿qué hace?… Llégase a la puerta de aquel
ingrato, y clama (Ap. 3, 20); pide al alma que le deje entrar
(Cant. 5, 2), y ruega hasta cansarse (Serm. 15, 6). Sí,
dice San Dionisio Areopagita; Dios, como amante despreciado,
busca al pecador y le suplica que no se pierda. Y eso mismo
manifestó San Pablo (2Co. 5, 20) cuando escribía a
sus discípulos: "Os rogamos por Cristo que os
reconciliéis con Dios".

Bellísima es la consideración
que sobre este texto hace San Juan Crisóstomo: "El mismo
Cristo -dice- os ruega… ¿Y qué os ruega? Que os
reconciliéis con Dios. De suerte que Él no es
enemigo vuestro, sino vosotros de Él".

Con lo cual manifiesta el Santo que no es
el pecador quien ha de esforzarse en conseguir que Dios se mueva
a reconciliarse con él, sino que basta con que se resuelva
a aceptar la amistad divina, puesto que él y no Dios es
quien se niega a hacer la paz.

¡Ah! Este bondadosísimo
Señor acércase sin cesar a los innumerables
pecadores y les va diciendo: "¡Ingratos! No huyáis
de Mí… ¿Por qué huís?
Decídmelo. Yo deseo vuestro bien, y sólo procuro
haceros dichosos… ¿Por qué queréis
perderos?" ¿Y Vos, Señor, qué es lo que
hacéis? ¿Por qué tanta paciencia y tanto
amor para con estos rebeldes? ¿Qué bienes
esperáis de ellos? ¿Qué honra buscáis
mostrándoos tan apasionado de estos viles gusanos de la
tierra que huyen de Vos? "¿Qué cosa es el hombre
para que le engrandezcas?… O ¿por qué pones sobre
él tu Corazón?" (Jb. 7, 17).

AFECTOS Y SÚPLICAS

Aquí tenéis, Señor, a
vuestras plantas un ingrato que os pide misericordia; Padre
mío, perdonadme. Os llamo Padre, porque Vos
queréis que os llame así. No merezco
compasión, porque cuanto más bondadoso fuisteis
para conmigo, tanto más ingrato fui yo con Vos.

Por esa misma bondad que os movió,
Dios mío, a no desampararme cuando yo huía de Vos,
recibidme ahora que a Vos vuelvo. Dadme, Jesús mío,
gran dolor de las ofensas que os hice, y con él vuestro
beso de paz. Me arrepiento, sobre todo, de las ofensas que os
hice, y las detesto y abomino, uniendo este aborrecimiento al que
sentisteis Vos, ¡oh Redentor mío!, en el huerto de
Getsemaní, Perdonadme, pues, por los merecimientos de la
preciosa Sangre que por mí en aquel huerto derramasteis, y
yo os ofrezco resueltamente nunca más apartarme de Vos y
arrojar de mi corazón todo afecto que para Vos no
sea.

Jesús, amor mío, os amo sobre
todas las cosas, quiero amaros siempre y no amar más que a
Vos. Pero dadme, Señor, fuerza para lograrlo. Hacedme
enteramente vuestro.

¡Oh María, mi esperanza, Madre
de misericordia, compadeceos de mí y rogad por mí a
Dios!

PUNTO 3

A veces los príncipes de la tierra
se desdeñan de mirar a los vasallos que acuden a implorar
perdón. Mas no procede así Dios con nosotros. "No
os volverá el rostro si contritos acudiereis a Él"
(2C. 30, 9). No; Dios no oculta su rostro a los que se
convierten. Antes bien, Él mismo los invita y les promete
recibirlos apenas lleguen… (Jer. 3, 1; Zac. 1, 3).

¡Oh, con cuánto amor y ternura
abraza Dios al pecador que vuelve a Él! Claramente nos lo
enseñó Jesucristo con la parábola del
Buen Pastor (Lc. 15, 5), que, hallando la ovejuela
perdida, la pone amorosamente sobre sus hombros
, y convida a
sus amigos para que con Él se regocijen (Lc. 15, 6). Y San
Lucas añade (Lc. 15, 7): "Habrá gozo en el Cielo
por un pecador que hiciere penitencia".

Lo mismo significó el Redentor con
la parábola del Hijo pródigo, cuando
declaró que Él es aquel padre que, al ver que
regresa el hijo perdido, sale a su encuentro, y antes que le
hable, le abraza y le besa, y ni aun con esas tiernas caricias
puede expresar el consuelo que siente (Ez. 18, 21-22).

Llega el Señor hasta asegurar que,
si el pecador se arrepiente, Él se olvidará de los
pecados, como si jamás aquél le hubiera ofendido.
No repara en decir: "Venid y acusadme -dice el Señor (Is.
1, 18; Ez. 18, 21-22)-; si fueren vuestros pecados como la grana,
como nieve serán emblanquecidos"; o sea: "Venid,
pecadores, y si no os perdono, reprendedme tratadme de
infiel…". Mas no, que Dios no sabe despreciar un corazón
que se humilla y se arrepiente (Sal. 50, 19).

Gloríase el Señor en usar de
misericordia, perdonando a los pecadores (Is. 30, 18). ¿Y
cuándo perdona?… Al instante (Is. 30, 19). Pecador, dice
el Profeta, no tendrás que llorar mucho. En cuanto
derrames la primera lágrima, el Señor tendrá
piedad de ti (Is. 30, 19).

No procede Dios con nosotros como nosotros
con Él. Dios nos llama, y nosotros no queremos oír.
Dios, no. Apenas nos arrepintamos, y le pedimos perdón, el
Señor nos responde y perdona.

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Oh Dios mío! ¿Contra
quién me he atrevido a resistir?… Contra Vos,
Señor, que sois la bondad misma, y me habéis creado
y habéis muerto por mí, y me habéis
conservado, a pesar de mis repetidas traiciones…

La sola consideración de la
paciencia con que me habéis tratado debiera bastar para
que mi corazón viviese siempre ardiendo en vuestro amor.
¿Quién hubiera podido sufrir las ofensas que os
hice, como las sufristeis Vos? ¡Desdichado de mí si
volviese a ofenderos y me condenase! Esa misericordia con que me
favorecisteis sería para mí, ¡oh Dios!, un
infierno más intolerable que el infierno mismo.

No, Redentor mío; no
permitáis que vuelva a separarme de Vos. Antes morir…
Veo que vuestra misericordia no puede ya sufrir mi maldad. Pero
me arrepiento, ¡oh Sumo Bien!, de haberos ofendido; os amo
con todo mi corazón y propongo entregaros por completo la
vida que me resta…

Oídme, Eterno Padre, y por los
merecimientos de Jesucristo concededme la santa perseverancia y
vuestro santo amor. Oídme, Jesús mío, por la
Sangre que derramasteis por mí: Te ergo quaesumus tuis
fórmulis súbveni, quos praetioso sánguine
redemisti.

¡Oh María!, Madre mía,
vuelve a mí tus ojos misericordiosos: Illos tuos
misericordes óculos ad me converte
; y úneme
enteramente a Dios.

CONSIDERACIÓN 17

Abuso de la
divina misericordia

¿No sabes que la benignidad de
Dioste convida a penitencia?(Ro. 2, 4)

PUNTO 1

Refiérese en la parábola de
la cizaña que, habiendo crecido en un campo esa mala
hierba mezclada con el buen grano, querían los criados ir
a arrancarla. Pero el amo les replicó: "Dejadla crecer:
después la arrancaremos para echarla al fuego" (Mt. 13,
29-30). Infiérese de esta parábola, por una parte,
la paciencia de Dios para con los pecadores, y por otra, su rigor
con los obstinados.

Dice San Agustín que el enemigo
engaña de dos maneras a los hombres: "Con
desesperación y con esperanza". Cuando el pecador ha
pecado ya, le mueve a desesperarse por el temor de la divina
justicia; pero antes de pecar le anima a que caiga en
tentación por la esperanza de la divina misericordia. Por
eso el Santo nos amonesta diciendo: "Después del pecado
ten esperanza en la misericordia; antes del pecado teme la divina
justicia". Y así es, en efecto. Porque no merece la
misericordia de Dios el que se sirve de ella para ofenderle. La
misericordia se usa con quien teme a Dios, no con quien la
utiliza para no temerle. El que ofende a la justicia -dice el
Abulense-, puede acudir a la misericordia; mas el que ofende a la
misericordia, ¿a quién acudirá?

Difícilmente se hallará un
pecador tan desesperado que quiera expresamente condenarse. Los
pecadores quieren pecar, mas sin perder la esperanza de
salvación. Pecan, y dicen: Dios es la misma bondad; aunque
ahora peque, yo me confesaré más adelante.
Así piensan los pecadores, dice San Agustín (Trac.
33, in Jn.) Pero, ¡oh Dios mío!, así pensaron
muchos que ya están condenados.

"No digas -exclama el Señor- la
misericordia de Dios es grande: mis innumerables pecados, con
un acto de contrición
me serán perdonados"
(Ecl. 5, 6). No habléis así -nos dice el
Señor-. ¿Y por qué? "Porque su ira
está pronta como su misericordia; y su ira mira a los
pecadores" (Ecl. 5, 7).

La misericordia de Dios es infinita; pero
los actos de ella, o sea los de conmiseración, son
finitos. Dios es clemente, pero también justo. "Soy justo
y misericordioso -dijo el Señor a Santa Brígida-, y
los pecadores sólo atienden a la misericordia". "Los
pecadores -escribe San Basilio- no quieren ver más que la
mitad". "Bueno es el Señor; pero, además, es justo.
No queramos considerar únicamente una mitad de
Dios".

Sufrir al que se sirve de la bondad de Dios
para más ofenderle -decía el B. Ávila-,
antes fuera injusticia que misericordia. La clemencia fue
ofrecida al que teme a Dios, no a quien abusa de ella. Et
misericordia ejus timentibus eum
, como exclamaba en su
cántico la Virgen Santísima. A los obstinados los
amansa la justicia, porque, como dice San Agustín, la
veracidad de Dios resplandece aun en sus amenazas.

"Guardaos -dice San Juan Crisóstomo-
cuando el demonio (no Dios) os promete la divina misericordia con
el fin de que pequéis". "¡Ay de aquel -añade
San Agustín- que para pecar atiende a la esperanza!… (In
Sal. 144). ¡A cuántos ha engañado y perdido
esa vana ilusión!". ¡Desdichado del que abusa de la
piedad de Dios para ofenderle más!… Lucifer -como afirma
San Bernardo- fue con tan asombrosa presteza castigado por Dios,
porque al rebelarse esperaba que no recibiría
castigo.

El rey Manasés pecó,
convirtiéndose luego, y Dios le perdonó. Mas para
Amón, su hijo, que, viendo cuán fácil
había conseguido el perdón su padre, llevó
mala vida con esperanza de ser también perdonado, no hubo
misericordia. Por esa causa -dice San Juan Crisóstomo- se
condenó Judas, porque se atrevió a pecar confiando
en la benignidad de Jesucristo.

En suma: si Dios espera con paciencia, no
espera siempre. Pues si el Señor siempre nos tolerase,
nadie se condenaría; pero la opinión más
común es que la mayor parte de los cristianos adultos se
condena. "Ancha es la puerta y espacioso el camino que lleva a la
perdición, y muchos son los que entran por él" (Mt.
7, 13).

Quien ofende a Dios, fiado en la esperanza
de ser perdonado, "es un escarnecedor y no un penitente" -dice
San Agustín-. Por otra parte, nos afirma San Pablo que
"Dios no puede ser burlado" (Ga. 6, 7). Y sería burlarse
de Dios el ofenderle siempre que quisiéramos y luego ir a
la gloria. Quien siembra pecados no ha de esperar otra cosa que
el eterno castigo del infierno (Gal. 6, 8).

La red con que el demonio arrastra a casi
todos los cristianos que se condenan es, sin duda, ese
engaño con que los seducía diciéndoles:
Pecad libremente, que a pesar de todo ello os habéis de
salvar. Mas el Señor maldice al que peca esperando
perdón.

La esperanza después del pecado,
cuando el pecador de veras se arrepiente, es grata a Dios; pero
la de los obstinados le es abominable (Jb. 11, 20). Semejante
esperanza provoca el castigo de Dios, así como
provocaría a ser castigado el siervo que ofendiese a su
señor precisamente porque éste es bondadoso y
amable.

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Ah Dios mío! ¡Mirad
cómo soy uno de los que os han ofendido porque erais bueno
con ellos!… ¡Oh Señor!, esperadme aún. No
me abandonéis todavía, que yo espero, con el
auxilio de vuestra gracia, no provocaros más a que me
dejéis.

Me arrepiento, ¡oh Bondad infinita!,
de haberos ofendido y de haber tanto abusado de vuestra
paciencia. Os doy gracias porque hasta ahora me habéis
tolerado. Y de hoy en adelante no volveré a ser, como he
sido, un miserable traidor. Ya que me habéis esperado para
verme algún día convertido en fervoroso amante de
vuestra bondad, creed, como yo espero, que ese dichoso día
ha llegado ya. Os amo sobre todas las cosas; aprecio vuestra
gracia más que a todos los reinos del mundo, y antes que
perderla preferiría perder mil veces la vida.

Dios mío, por amor de Jesucristo,
concededme, con vuestro santo amor, el don de la perseverancia
hasta la muerte. No permitáis que de nuevo os haga
traición ni deje de amaros.

Y Vos, Virgen María, en quien espero
siempre, alcanzadme la perseverancia final, y nada más
pido.

PUNTO 2

Dirá, quizá, alguno: "Puesto
que Dios ha tenido para mí tanta clemencia en lo pasado,
espero que la tendrá también en lo venidero". Mas
yo respondo: "Y por haber sido Dios tan misericordioso contigo,
¿quieres volver a ofenderle?" "¿De ese modo -dice
San pablo- desprecias la bondad y paciencia de Dios?
¿Ignoras que si el Señor te ha sufrido hasta ahora
no ha sido para que sigas ofendiéndole, sino para que te
duelas del mal que hiciste?" (Ro. 2, 4). Y aun cuando tú,
fiado en la divina misericordia, no temas abusar de ella, el
Señor te la retirará. "Si vosotros no os
convirtiereis, entensará su arco y le preparará
(Sal. 7, 13). Mía es la venganza, y Yo les daré
el pago a su tiempo
(Dt. 32, 35). Dios espera; mas cuando
llega la hora de la justicia, no espera más y
castiga.

Aguarda Dios al pecador a fin de que se
enmiende (Is. 30, 18); pero al ver que el tiempo concedido para
llorar los pecados sólo sirve para que los acreciente,
válese de ese mismo tiempo para ejercitar la justicia (Lm.
1, 15). De suerte que el propio tiempo concedido, la misma
misericordia otorgada, serán parte para que el castigo sea
más riguroso y el abandono más inmediato.
"Hemos medicinado a Babilonia y no ha sanado.
Abandonémosla"
(Jer. 51, 9).

¿Y cómo nos abandona Dios? O
envía la muerte al pecador, que así muere sin
arrepentirse, o bien le priva de las gracias abundantes y no le
deja más que la gracia suficiente, con la cual, si bien
podría el pecador salvarse, no se salvará. Obcecada
la mente, endurecido el corazón, dominado por malos
hábitos, será la salvación moralmente
imposible; y así seguirá, si no en absoluto, a lo
menos moralmente abandonado. "Le quitará su cerca, y
será talada…"
(Is. 5, 5). ¡Oh, qué
castigo! Triste señal es que el dueño rompa el
cercado y deje que en la viña entren los que quisieren,
hombres y ganados: prueba es de que la abandona.

Así, Dios, cuando deja abandonada un
alma, le quita la valla del temor, de los remordimientos de
conciencia, la deja en tinieblas sumida, y luego penetran en ella
todos los monstruos del vicio (Sal. 103, 20). Y el pecador,
abandonado en esa oscuridad, lo desprecia todo: la gracia divina,
la gloria, avisos, consejos y excomuniones; se burlará de
su propia condenación (Pr. 18, 3).

Le dejará Dios en esta vida sin
castigarle, y en esto consistirá su mayor castigo.
"Apiadémonos del impío…; no aprenderá
(jamás) justicia" (Is. 26, 10). Refiriéndose a ese
pasaje, dice San Bernardo: "No quiero esa misericordia,
más terrible que cualquier ira".

Terrible castigo es que Dios deje al
pecador en sus pecados y, al parecer, no le pida cuenta de ellos
(Sal. 10, 4). Diríase que no se indigna contra él
(Ez. 16, 42) y que le permite alcanzar cuanto de este mundo desea
(Sal. 80, 13). ¡Desdichados los pecadores que prosperan en
la vida mortal! ¡Señal es de que Dios espera a
ejercitar en ellos su justicia en la vida eterna! Pregunta
Jeremías (Jer. 12, 1): "¿Por qué el camino
de los impíos va en prosperidad?" Y responde en seguida
(Jer. 12, 3): "Congrégalos como el rebaño para el
matadero".

No hay, pues, mayor castigo que el de que
Dios permita al pecador añadir pecados a pecados,
según lo que dice David (Sal. 68, 28-29): "Ponles maldad
sobre maldad… Borrados sean del libro de los vivos"; acerca de
lo cual dice San Belarmino: "No hay castigo tan grande como que
el pecado sea pena del pecado". Más le valiera a alguno de
esos infelices que cuando cometió el primer pecado el
Señor le hubiera hecho morir; porque muriendo
después, padecerá tantos infiernos como pecados
hubiere cometido.

AFECTOS Y SÚPLICAS

Bien veo, Dios mío, que en este
miserable estado he merecido que me privaseis de vuestras luces y
gracias. Mas por la inspiración que me dais, y oyendo que
me llamáis a penitencia, reconozco que todavía no
me habéis abandonado. Y puesto que así es,
acrecentad, Señor mío, vuestra piedad en mi alma,
aumentadme la divina luz y el deseo de amaros y
serviros.

Transformadme, ¡oh Dios mío!,
y de traidor y rebelde que fui, mudadme en fervoroso amante de
vuestra bondad, a fin de que llegue para mí el venturoso
día en que vaya al Cielo para alabar eternamente vuestras
misericordias. Vos, Señor, queréis perdonarme, y yo
sólo deseo que me otorguéis vuestro perdón y
vuestro amor. Duélome, ¡oh Bondad infinita!, de
haberos ofendido tanto.

Os amo, ¡oh Sumo Bien!, porque
así lo mandáis y porque sois dignísimo de
ser amado. Haced, pues, Redentor mío, que os ame este
pecador tan amado de Vos, y con tal paciencia por Vos esperado.
Todo lo espero de vuestra piedad inefable. Confío en que
os amaré siempre en lo sucesivo, hasta la muerte y por
toda la eternidad (Sal. 83, 3), y que vuestra clemencia,
Jesús mío, será perdurable objeto de mis
alabanzas.

Siempre también alabaré,
¡oh María!, vuestra misericordia, por las gracias
innumerables que me habéis alcanzado. A vuestra
intercesión las debo. Seguid, Señora mía,
ayudándome y alcanzadme la santa perseverancia.

PUNTO 3

Refiérese en la Vida del Padre Luis
de Lanuza que cierto día dos amigos estaban paseando
juntos en Palermo, y uno de ellos, llamado César, que era
comediante, notando que el otro se mostraba pensativo en extremo,
le dijo: "Apostaría a que has ido a confesarte, y por eso
estás tan preocupado… Yo no quiero acoger tales
escrúpulos… Un día me dijo el Padre Lanuza que
Dios me daba doce años de vida y que si en ese plazo no me
enmendaba tendría mala suerte. Después he viajado
por muchas partes del mundo; he padecido varias enfermedades, y
en una de ellas estuve a punto de morir… Pero en este mes,
cuando van a terminar los famosos doce años, me hallo
mejor que nunca…". Y luego invitó a su amigo a que
fuese, el sábado inmediato, a ver el estreno de una
comedia que el mismo César había compuesto… Y en
aquel sábado, que fue el 24 de noviembre de 1668, cuando
César se disponía a salir a escena, dióle de
improviso una congestión y murió repentinamente en
brazos de una actriz. Así acabó la
comedia.

Pues bien, hermano mío; cuando la
tentación del enemigo te mueva a pecar otra vez, si
quieres condenarte puedes libremente cometer el pecado; mas no
digas que deseas tu salvación. Mientras quieras pecar,
date por condenado, e imagina que Dios decreta su sentencia,
diciendo: "¿Qué más puedo hacer por ti,
ingrato, de lo que ya hice?" (Is. 5, 4). Y ya que quieres
condenarte, condénate, pues… tuya es la
culpa.

Dirás, acaso, que en dónde
está ese modo de misericordia de Dios… ¡Ah
desdichado! ¿No te parece misericordia el haberte Dios
sufrido tanto tiempo con tantos pecados? Prosternado ante
Él y con el rostro en tierra debieras estar dándole
gracias y diciendo: "Misericordia del Señor es que no
hayamos sido consumidos"
(Lm. 3, 22).

Al cometer un solo pecado mortal incurriste
en delito mayor que si hubieras pisoteado al primer soberano del
mundo. Y tantos y tales has cometido que si esas ofensas de Dios
las hubieses hecho contra un hermano tuyo, no las hubiera
éste sufrido… Mas Dios no sólo te ha esperado,
sino que te ha llamado muchas veces y te ha ofrecido el
perdón. ¿Qué más debía
hacer?
(Is. 5, 4).

Si Dios tuviese necesidad de ti, o si le
hubiese honrado con grandes servicios, ¿podría
haberse mostrado más clemente contigo? Así, pues,
si de nuevo volvieras a ofenderle, harías que su divina
misericordia se trocara en indignación y
castigo.

Si aquella higuera hallada sin frutos por
su dueño no los hubiera dado tampoco después del
año de plazo concedido para cultivarla,
¿quién osaría esperar que se le diese
más tiempo y no fuese cortada? Escucha, pues, lo que dice
San Agustín: "¡Oh árbol infructuoso!,
diferido fue el golpe de la segur. ¡Mas no te creas seguro,
porque serás cortado! Fue aplazada la pena -expresa el
Santo-, pero no suprimida. Si abusas más de la divina
misericordia, el castigo te alcanzará: serás
cortado
".

¿Esperas, por tanto, a que el mismo
Dios te envíe al infierno? Pues si te envía, ya lo
sabes, jamás habrá remedio para ti. Suele el
Señor callar, mas no por siempre. Cuando llega la hora de
la justicia, rompe el silencio. Esto hiciste y callé.
Injustamente creíste que sería tal como tú.
Te argüiré y te pondré ante tu propio
rostro
(Sal. 49, 21). Te pondrá ante los ojos los
actos de divina misericordia, y hará que ellos mismos te
juzguen y condenen.

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Ah Dios mío! Desventurado de
mí si, después de haber recibido la luz que ahora
me dais, volviese a ser infiel haciéndoos traición.
Esas luces, señales son de que deseáis perdonarme.
Me arrepiento, ¡oh Sumo Bien!, de cuantas ofensas hice a
vuestra infinita bondad. Por vuestra preciosísima Sangre
espero el perdón ciertamente. Mas si de nuevo me apartara
de Vos, reconozco que merecería un infierno a
propósito creado para mí.

Tiemblo, Dios de mi alma, por la
posibilidad de volver a perder vuestra gracia. Porque muchas
veces he prometido seros fiel, y luego nuevamente me he rebelado
contra Vos… No lo permitáis, Señor; no me
abandonéis en esta inmensa desgracia de verme otra vez
convertido en un enemigo vuestro. Dadme otro castigo; pero
ése, no. "No permitáis que me aparte de
Vos".

Si veis que he de ofenderos, haced que
antes pierda la vida. Acepto la muerte más dolorosa antes
que llorar la desdicha de verme privado de vuestra gracia. Ne
permitas me separari a Te
. Lo repito, Dios mío, y
haced que lo repita siempre: "No permitáis que me separe
de Vos. Os amo, carísimo Redentor mío, y no quiero
separarme de Vos". Concededme, por los merecimientos de vuestra
muerte, amor tan fervoroso que con Vos me una estrechamente y
jamás pueda alejarme de Vos.

Ayudadme, ¡oh Virgen María!,
con vuestra intercesión y alcanzadme la santa
perseverancia y el amor a Cristo Jesús.

CONSIDERACIÓN 18

Del número
de los pecados

Por cuanto la sentencia no es
proferidaluego contra los malos, los hijos de los hombres cometen
males sin temor alguno.Ecl. 8, 2.

PUNTO 1

Si Dios castigase inmediatamente a quien le
ofendiese, no se viera, sin duda, tan ultrajado como se ve. Mas
porque el Señor no suele castigar en seguida, sino que
espera benignamente, los pecadores cobran ánimos para
ofenderle más.

Preciso es que entendamos que Dios espera y
es pacientísimo, mas no para siempre; y que es
opinión de muchos Santos Padres (de San Basilio, San
Jerónimo, San Ambrosio, San Cirilo de Alejandría,
San Juan Crisóstomo, San Agustín y otros) que,
así como Dios tiene determinado para cada hombre el
número de días que ha de vivir y los dones de salud
y de talento que ha de otorgarle (Sb. 11, 21), así
también tiene contado y fijo el número de pecados
que le ha de perdonar. Y completo ese número, no perdona
más, dice San Agustín. Lo mismo, afirman Eusebio de
Cesarea (lib. 7, cap. 3) y los otros Padres antes
nombrados.

Y no hablaron sin fundamento estos Padres,
sino basados en la divina Escritura. Dice el Señor en uno
de sus textos (Gn. 15, 16), que dilataba la ruina de los amorreos
porque aún no estaba completo el número de sus
culpas. En otro lugar dice (Os. 1, 6): "No tendré en lo
sucesivo misericordia de Israel. Me han tentado ya por diez
veces. No verán la tierra" (Nm. 14, 22-23). Y en el libro
de Job se lee: "Tienes selladas como en un saquito mis culpas"
(Jb. 14, 17).

Los pecadores no llevan cuenta de sus
delitos, pero Dios sabe llevarla para castigar cuando está
ya granada la mies, es decir, cuando está completo el
número de pecados" (Jl. 3, 13). En otro pasaje leemos
(Ecl. 5, 5): "Del pecado perdonado no quieras estar sin miedo, ni
añadas pecado sobre pecado".

O sea: preciso es, pecador, que tiembles
aun de los pecados que ya te perdoné; porque si
añadieres otro, podrá ser que éste con
aquéllos completen el número, y entonces no
habrá misericordia para ti. Y, más claramente, en
otra parte, dice la Escritura (2Mac. 6, 14): "El Señor
sufre con paciencia (a las naciones) para castigarlas en el colmo
de los pecados, cuando viniere el día del juicio". De
suerte que Dios espera el día en que se colme la medida de
los pecados, y después castiga.

De tales castigos hallamos en la Escritura
muchos ejemplos, especialmente el de Saúl, que, por haber
reincidido en desobedecer al Señor, le abandonó
Dios de tal modo, que cuando Saúl, rogando a Samuel que
por él intercediese, le decía (1S, 15, 25):
"Ruégote que sobrelleves mi pecado y vuélvete
conmigo para que adore al Señor". Samuel le
respondió (1S. 15, 26): "No volveré contigo, por
cuanto has desechado la palabra del Señor, y el
Señor te ha desechado a ti".

Tenemos también el ejemplo del rey
Baltasar, que hallándose en un festín profanando
los vasos del Templo, vio una mano que escribía en la
pared: Mane, Thecel, Phares.

Llegó el profeta Daniel y
explicó así tales palabras (Dn. 5, 27): "Has sido
pesado en la balanza y has sido hallado falto", dándole a
entender que el peso de sus pecados había inclinado hacia
el castigo la balanza de la divina justicia; y, en efecto,
Baltasar fue muerto aquella misma noche (Dn. 5, 30).

¡Y a cuántos desdichados
sucede lo propio! Viven largos años en pecado; mas apenas
se completa el número, los arrebata la muerte y van a los
infiernos (Jb. 21, 13). Procuran investigar algunos el
número de estrellas que existen, el número de
ángeles del Cielo, y de los años de vida de los
hombres; mas ¿quién puede indagar el número
de pecados que Dios querrá perdonarles?…

Tengamos, pues, saludable temor.
¿Quién sabe, hermano mío, si después
del primer ilícito deleite, o del primer mal pensamiento
consentido, o nuevo pecado en que incurrieres, Dios te
perdonará más?

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Ah Dios mío! Os doy
ferventísimas gracias. ¡Cuántas almas hay
que, por menos pecados que los míos, están ahora en
el infierno, y yo vivo aún fuera de aquella cárcel
eterna, y con la esperanza de alcanzar, si quiero, perdón
y gloria!… Sí, Dios mío; deseo ser perdonado. Me
arrepiento de todo corazón de haberos ofendido, porque
injurié a vuestra infinita bondad.

Mirad, Eterno Padre, a vuestro divino Hijo
muerto en la cruz por mí (Sal. 83, 10), y por sus
merecimientos tened misericordia de mi alma. Propongo antes morir
que ofenderos más. Debo temer, sin duda, que, si
después de los pecados que he cometido y de las gracias
que me habéis otorgado, añadiese una nueva culpa,
se colmaría la medida y sería justamente
condenado… Ayudadme, pues, con vuestra gracia, que de Vos
espero luces y fuerzas para seros fiel. Y si previeres que he de
volver a ofenderos, enviadme la muerte antes que pierda vuestra
gracia. Os amo, Dios mío, sobre todas las cosas, y temo
más que el morir verme otra vez apartado de Vos. No lo
permitáis, por piedad…

María, Madre mía, alcanzadme
la santa perseverancia.

PUNTO 2

Dirá tal vez el pecador que Dios es
Dios de misericordia… ¿Quién lo niega?… La
misericordia del Señor es infinita; mas a pesar de ella,
¿cuántas almas se condenan cada día? Dios
cura al que tiene buena voluntad (Is. 61, 1). Perdona los
pecados, mas no puede perdonar la voluntad de pecar…
Replicará el pecador que aún es harto joven…
¿Eres joven?… Dios no cuenta los años, cuenta las
culpas.

Y esta medida de pecados no es igual para
todos. A uno perdona Dios cien pecados; a otro mil; otro, al
segundo pecado se verá en el infierno. ¡Y a
cuántos condenó en el primer pecado!

Refiere San Gregorio que un niño de
cinco años, por haber dicho una blasfemia, fue enviado al
infierno. Y según la Virgen Santísima reveló
a la bienaventurada Benedicta de Florencia, una niña de
doce años por su primer pecado fue condenada. Otro
niño de ocho años de edad también en el
primer pecado murió y se condenó.

En el Evangelio de San Mateo (21, 19)
leemos que el Señor, la vez primera que halló a la
higuera sin fruto, la maldijo, y el árbol quedó
seco. En otro lugar dijo el Señor (Am. 1, 3): "Por tres
maldades de Damasco, y por la cuarta no la convertiré" (no
revocaré los castigos que le tengo decretados).

Algún temerario querrá
quizá pedir cuenta de por qué Dios perdona a tal
pecador tres culpas y no cuatro. Aquí es preciso adorar a
los inefables juicios de Dios y decir con el Apóstol (Ro.
11, 33): "¡Oh profundidad de las riquezas de la
sabiduría y ciencia de Dios! ¡Cuán
incomprensibles son sus juicios e inescrutables sus caminos!" Y
con San Agustín: "Él sabe a quién ha de
perdonar y a quién no. A los que se concede misericordia,
gratuitamente se les concede, y a los que se les niega, con
justicia les es negada".

Replicará el alma obstinada que,
como tantas veces ha ofendido a Dios y Dios la ha perdonado,
espera que aún le perdonara un nuevo pecado… Mas porque
Dios no la ha castigado hasta ahora, ¿ha de proceder
siempre así? Se llenará la medida y vendrá
el castigo.

Cuando Sansón continuaba enamorado
de Dalila, esperaba librarse de los filisteos, como ya le
había una vez acaecido (Judc. 16); pero en aquella
última ocasión fue preso y perdió la vida.
"No digas -exclamaba el Señor (Ecl. 5, 4)- pequé,
¿y qué adversidad me ha sobrevenido?… Porque el
Altísimo, aunque sufrido, da lo que merecemos"; o lo que
es lo mismo: que llegará un día en que todo lo
pagaremos, y cuanto mayor hubiera sido la misericordia, tanto
más grave será la pena.

Dice San Juan Crisóstomo que
más de temer es el que Dios sufra obstinado, que el pronto
e inmediato castigo. Porque, como escribe San Gregorio, todos
aquellos a quienes Dios espera con más paciencia, son
después, si perseveran en su ingratitud más
rigurosamente castigados; y a menudo acontece, añade el
Santo, que los que fueron mucho tiempo tolerados por Dios, mueren
de repente sin tiempo de convertirse.

Especialmente, cuanto mayores sean las
luces que Dios te haya dado, tanto mayores serán tu
ceguera y obstinación en el pecado, si no hicieres a
tiempo penitencia. "Porque mejor les era -dice San Pedro (II, P.
2, 21)- no haber conocido el camino de la justicia, que
después del conocimiento volver las espaldas". Y San Pablo
dice (He. 6, 4) que es (moralmente) imposible que un alma
ilustrada con celestes luces si reincide en pecar, se convierta
de nuevo.

Terribles son las palabras del Señor
contra los que no quieren oír su llamamiento: "Porque os
llamé y dijisteis que no… Yo también me
reiré en vuestra muerte y os escarneceré" (Pr. 1,
24-26).

Nótese que las palabras yo
también
significan que, así como el pecador se
ha burlado de Dios confesándose, formando
propósitos y no cumpliéndolos nunca, así el
Señor se burlará de él en la hora de la
muerte.

El Sabio dice además (Pr. 26, 11):
"Como perro que vuelve a su vómito, así el
imprudente que repite su necedad". Dionisio el Cartujo
desenvuelve este pensamiento, y dice que tan abominable y
asqueroso como el perro que devora lo que arrojó de
sí, se hace odioso a Dios el pecador que vuelve a cometer
los pecados de que se arrepintió en el sacramento de la
Penitencia.

AFECTOS Y SÚPLICAS

Heme aquí, Señor, a vuestras
plantas. Yo soy como el perro sucio y asqueroso, pues tantas
veces volví a deleitarme con lo que antes había
aborrecido. No merezco perdón, Redentor mío. Pero
la Sangre preciosa que por mí derramasteis me alienta y
aun obliga a esperarle…

¡Cuántas veces os
ofendí, y Vos me perdonasteis! Prometí no volver a
ofenderos, y a poco de nuevo recaí, ¡y Vos otra vez
me concedisteis perdón! ¿Qué espero, pues?
¿Qué me enviéis al infierno, o que me
abandonéis a mis pecados, castigo mayor que el mismo
infierno? No, Dios mío; quiero enmendarme, y para seros
fiel pongo en Vos toda mi esperanza y resuelvo acudir en seguida
y siempre a Vos cuando me viere combatido de
tentaciones.

En lo pasado me fié de mis promesas
y propósitos, y olvidé el encomendarme a Vos en la
tentación. Eso fue mi ruina. Mas de hoy en adelante Vos
seréis mi esperanza, mi fortaleza, y así lo
podré todo (Fil. 4, 13).

Dadme, pues, ¡oh Jesús
mío!, por vuestros méritos, la gracia de
encomendarme siempre a Vos, y de pedir vuestro auxilio en todas
mis necesidades. Os amo, ¡oh Bien Sumo!, amable sobre todos
los bienes, y sólo a Vos amaré si Vos me
ayudáis en ello.

Y Vos también, ¡oh
María, Madre nuestra!, auxiliadme con vuestra
intercesión; amparadme bajo vuestro manto, haced que os
invoque siempre en la tentación, y vuestro nombre
dulcísimo será mi defensa.

PUNTO 3

"Hijo, ¿pecaste? No vuelvas a
pecar otra vez; mas ruega por las culpas antiguas, que te sean
perdonadas"
(Ecl. 21, 1). Ve lo que te advierte, ¡oh
cristiano!, Nuestro Señor, porque desea salvarte. "No me
ofendas, hijo, nuevamente, y pide en adelante perdón de
tus pecados".

Y cuando más hubieres ofendido a
Dios, hermano mío, tanto más debes temer la
reincidencia en ofenderle; porque tal vez otro nuevo pecado que
cometieres hará caer la balanza de la divina justicia, y
serás condenado. No digo absolutamente, porque no lo
sé, que no haya perdón para ti si cometes otro
pecado; pero afirmo que eso puede muy bien acaecer.

De suerte que, cuando sintieres la
tentación, debes decirte: ¿Quién sabe si
Dios no me perdonará más y me condenaré?
Dime, por tu vida: ¿tomarías un manjar si creyeras
ser probable que estuviera envenenado? Si presumieras
fundadamente que en un camino estaban apostados tus enemigos para
matarte, ¿pasarías por allí pudiendo
utilizar otra más segura vía? Pues,
¿qué certidumbre ni qué probabilidad puedes
tener de que volviendo a pecar sentirás luego verdadera
contrición y no volverás a la culpa aborrecible? O
que si nuevamente pecares, ¿no te hará Dios morir
en el acto mismo del pecado, o te abandonará
después?

¡Oh Dios, qué ceguedad! Al
comprar una casa, tomas prudentemente las necesarias precauciones
para no perder tu dinero. Si vas a usar de alguna medicina,
procurarás estar seguro de que no te puede dañar.
Al cruzar un río, cuidas de no caer en
él.

Y luego, por un vil placer, por un deleite
brutal, arriesgas tu eterna salvación, diciendo: ya me
confesaré de eso. Mas yo pregunto: ¿Y cuándo
te confesarás? -El domingo- -¿Y quién te
asegura que vivirás el domingo? -Mañana mismo.
-¿Y cómo con tal certeza tratas de confesarte
mañana, cuando no sabes siquiera si tendrás una
hora más de vida?

"¿Tienes un día -dice San
Agustín- cuando no tienes una hora?" Dios -sigue diciendo
el Santo- promete perdonar al que se arrepiente, mas no promete
el día de mañana al que le ha ofendido. Si ahora
pecas, tal vez Dios te dará tiempo de hacer penitencia, o
tal vez no. Y si no te lo da, ¿qué será de
ti eternamente? Y, sin embargo, por un mísero placer
pierdes tu alma y la pones en peligro de quedar perdida por toda
la eternidad. ¿Arriesgarías mil ducados por esa vil
satisfacción? Digo más: ¿lo darías
todo, hacienda, casa, poder, libertad y vida, por un breve gusto
ilícito? Seguramente, no. Y con todo, por ese mismo
deleznable placer quieres en un punto dar por perdidos para ti a
Dios, el alma y la gloria.

Dime, pues: estas cosas que señala
la fe, ¿son altísimas verdades o no es más
que pura fábula el que haya gloria, infierno y eternidad?
¿Crees que si la muerte te sorprende en pecado
estarás para siempre perdido?… ¡Qué
temeridad, qué locura condenarte tú mismo a
perdurables penas con la vana esperanza de remediarlo luego!
"Nadie quiere enfermar con la esperanza de curarse, dice San
Agustín. ¿No tendríamos por loco a quien
bebiese veneno, diciendo: quizá con un remedio me
salvaré? ¿Y tú quieres la condenación
a eterna muerte, fiado en que tal vez luego puedas librarte de
ella?…

¡Oh locura terrible, que tantas almas
ha llevado y lleva al infierno, según la amenaza del
Señor! "Pecaste confiando temerariamente en la divina
misericordia; de improviso, vendrá el castigo sobre ti,
sin que sepas de dónde viene" (Is. 47, 10-11).

AFECTOS Y SÚPLICAS

Ved, Señor, a uno de esos locos que
tantas veces ha perdido el alma y vuestra gracia con la esperanza
de recuperarla después. Y si me hubieseis enviado la
muerte en aquel instante en que pequé, ¿qué
hubiera sido de mí?… Agradezco con todo mi
corazón vuestra clemencia en esperarme y en darme a
conocer mi locura. Conozco que deseáis salvarme, y yo me
quiero salvar.

Duélome, ¡oh Bondad infinita!,
de haberme tantas veces apartado de Vos. Os amo fervorosamente, y
espero, ¡oh Jesús!, que, por los merecimientos de
vuestra preciosa Sangre, no recaeré en tal demencia.
Perdonadme, Señor, y acogedme en vuestra gracia, que no
quiero separarme de Vos. In te, Domine, speravi, non
confundar in aeternum.

Así espero, Redentor mío, no
sufrir ya la desdicha y confusión de verme otra vez
privado de vuestro amor y gracia. Concededme la santa
perseverancia, y haced que siempre os la pida, especialmente en
las tentaciones, invocando vuestro sagrado nombre, o el de
vuestra Santísima Madre; "¡Jesús mío,
ayudadme!… ¡María, Madre nuestra,
amparadme!…"

Sí, Reina y Señora
mía; acudiendo a Vos nunca seré vencido. Y si
persiste la tentación, haced, Madre mía, que
persista yo en invocaros.

CONSIDERACIÓN 19

Del inefable bien
de la gracia divina y del gran mal de la enemistad con
Dios

No comprende el hombre su precio.Job.
28, 13
.

PUNTO 1

Dice el Señor que quien sabe apartar
lo precioso de lo vil es semejante a Dios, que sabe desechar el
mal y escoger el bien (Jer. 15, 19). Veamos cuán grande
bien es la gracia divina, y qué mal inmenso la enemistad
con Dios. No conocen los hombres el valor de la divina gracia
(Jb. 28, 13). De aquí que la cambien por naderías,
por humo sutil, por un poco de tierra, por un irracional deleite.
Y, sin embargo, es un tesoro de infinito valor que nos hace
dignos de la amistad de Dios (Sb. 7, 14): de suerte que el alma
que está en gracia es regalada amiga del
Señor.

Los gentiles, privados de la luz de la fe,
creían cosa imposible que la criatura pudiera tener
amistad con Dios; y hablando según el dictamen de su
corazón, no se equivocaban, porque la amistad -como dice
San Jerónimo- hace iguales a los amigos. Pero Dios ha
declarado en varios lugares que por medio de su gracia podemos
hacernos amigos suyos si observamos y cumplimos su ley (Jn. 15,
14). Por lo que exclama San Gregorio: "¡Oh bondad de Dios!
No merecíamos ni aun ser llamados siervos suyos, y
Él se digna llamarnos sus amigos".

¡Cuán afortunado se
estimaría el que tuviese la dicha de ser amigo de su rey!
Mas si en un vasallo fuera temeridad pretender la amistad de su
príncipe, no lo es que un alma sea amiga de su Dios.
Refiere San Agustín que hallándose dos cortesanos
en un monasterio, uno de ellos comenzó a leer la vida de
San Antonio Abad, y conforme leía se le iba desasiendo el
corazón de los afectos mundanos de tal modo, que hablaba
así a su compañero: "Amigo, ¿qué es
lo que buscamos?… Sirviendo al emperador, lo más que
podremos pretender es el conseguir su amistad. Y aunque a tanto
llegásemos, expondríamos a grave peligro la eterna
salvación. Con harta dificultad lograríamos ser
amigos del César. Mas si quiero ser amigo de Dios, ahora
mismo puedo serlo".

El que está, pues, en gracia, amigo
del Señor es. Y aun mucho más porque se hace hijo
de Dios (Sal. 81, 6). Tal es la inefable dicha que nos
alcanzó el divino amor por medio de Jesucristo.
Considerad cuál caridad nos ha dado el Padre queriendo
que tengamos nombre de hijos de Dios y lo seamos
(1 Jn. 3,
1).

Es también el alma que está
en gracia esposa del Señor. Por eso el padre del hijo
pródigo, al acogerle y recibirle de nuevo, le dio el
anillo en señal de desposorio (Lc. 15, 22). Esa alma
venturosa es, además, templo del Espíritu Santo.
Sor María de Ognes vio salir a un demonio del cuerpo de un
niño que recibía el bautismo, y notó que
entraba en el nuevo cristiano el Espíritu Santo rodeado de
ángeles.

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Oh Dios mío! Cuando mi alma,
por dicha suya, estaba en vuestra gracia, era vuestro templo y
amiga, hija y esposa vuestra. Mas al pecar lo perdió todo,
y fue vuestra enemiga y esclava del infierno. Con profunda
gratitud veo, Dios mío, que me dais tiempo de recuperar
vuestra gracia, me arrepiento de haberos ofendido a vuestra
infinita bondad, y os amo sobre todas las cosas. Recibidme, pues,
de nuevo en vuestra amistad, y por piedad, no me
desdeñéis. Harto sé que merezco verme
abandonado, mas mi Señor Jesucristo, por el sacrificio que
de Sí mismo os hizo en el Calvario, merece que al verme
arrepentido me acojáis otra vez. Adveniat regnum
tuum
.

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8
 Página anterior Volver al principio del trabajoPágina siguiente 

Nota al lector: es posible que esta página no contenga todos los componentes del trabajo original (pies de página, avanzadas formulas matemáticas, esquemas o tablas complejas, etc.). Recuerde que para ver el trabajo en su versión original completa, puede descargarlo desde el menú superior.

Todos los documentos disponibles en este sitio expresan los puntos de vista de sus respectivos autores y no de Monografias.com. El objetivo de Monografias.com es poner el conocimiento a disposición de toda su comunidad. Queda bajo la responsabilidad de cada lector el eventual uso que se le de a esta información. Asimismo, es obligatoria la cita del autor del contenido y de Monografias.com como fuentes de información.

Categorias
Newsletter