Monografias.com > Sin categoría
Descargar Imprimir Comentar Ver trabajos relacionados

Preparación para la muerte, de San Alfonso María de Ligorio (página 5)



Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8

Padre mío (que así me
enseñó a llamaros vuestro divino Hijo), reinad en
mí con vuestra gracia, y haced que sólo a Vos
sirva, sólo a Vos ame y por Vos viva. Et ne nos
inducas in tentationem
. No permitas que me venzan los
enemigos que me combatan. Sed libera nos a malo.
Libradme del infierno y antes libradme del pecado, único
mal que puede condenarme.

¡Oh María, rogad por mí
y libradme del mal horrible de verme en pecado sin la gracia de
nuestro Dios!

PUNTO 2

Dice Santo Tomás de Aquino que el
don de la gracia excede a todos los dones que una criatura puede
recibir, puesto que la gracia es participación de la misma
naturaleza divina. Y antes había dicho San Pedro: "Para
que por ella seáis participantes de la divina naturaleza".
¡Tanto es lo que por su Pasión mereció
nuestro Señor Jesucristo Él nos comunicó en
cierto modo el esplendor que de Dios había recibido (Jn.
17, 22); de manera que el alma que está en gracia se une
con Dios íntimamente (1 Co, 6, 17), y como dijo el
redentor (Jn. 14, 33), en ella viene a habitar la Trinidad
Santísima.

Tan hermosa es un alma en estado de gracia,
que el Señor se complace en ella y la elogia amorosamente
(Cant. 4, 1): "¡Qué hermosa eres, amiga mía;
qué hermosa!". Diríase que el Señor no sabe
apartar sus ojos de un alma que le ama ni dejar de oír
cuanto le pida (Sal. 33, 16). Decía Santa Brígida
que nadie podría ver la hermosura de un alma en gracia sin
que muriese de gozo. Y Santa Catalina de Siena, al contemplar un
alma en tal feliz estado, dijo que preferiría dar su vida
a que aquella alma hubiese de perder tanta belleza. Por eso la
Santa besaba la tierra por donde pasaban los sacerdotes,
considerando que por medio de ellos recuperaban las almas la
gracia de Dios.

¡Y qué tesoro de merecimientos
puede adquirir un alma en estado de gracia! En cada instante le
es dado merecer la gloria; pues, como dice Santo Tomás,
cada acto de amor hecho por tales almas merece la vida eterna.
¿Por qué envidiar, pues, a los poderosos de la
tierra? Si estamos en gracia de Dios podemos continuamente
conquistar harto mayores grandezas celestiales.

Un hermano coadjutor de la
Compañía de Jesús, según refiere el
P. Patrignani en su Menologio, aparecióse
después de su muerte y reveló que se había
salvado, así como Felipe II rey de España y que
ambos gozaban ya de la gloria eterna; pero que cuanto menor
había él sido en el mundo comparado con el rey,
tanto más alto era su lugar en el Cielo.

Sólo el que la disfruta puede
entender cuán suave es la paz de que goza, aún en
este mundo, un alma que está en gracia (Sal. 33, 9).
Así lo confirman las palabras del Señor (Sal. 118,
165): "Mucha paz para los que aman tu ley". La paz que nace de
esa unión con Dios excede a cuantos placeres pueden dar
los sentidos en el mundo (Fil. 4, 7).

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Oh Jesús mío! Vos sois
el Buen Pastor que se dejó crucificar por dar la vida a
sus ovejas. Cuando yo huía de Vos me buscabais con amorosa
diligencia. Acogedme ahora que os busco y vuelvo arrepentido a
vuestros pies. Concededme de nuevo lustra gracia, que
míseramente perdí por mi culpa. Al considerar que
tantas veces me he apartado de Vos, quisiera morir de dolor, y de
todo corazón me arrepiento.

Perdonadme, por la muerte
dolorosísima que para mi bien sufristeis en la cruz.
Prendedme con las suaves cadenas de vuestro amor, y no
consintáis que otra vez huya de Vos. Dadme ánimo
para sufrir con paciencia cuantas cruces me enviéis, ya
que merecí las penas eternas del infierno, y haced que
abrace con amor los desprecios que reciba de los hombres, puesto
que he merecido ser eternamente hollado por los demonios. Haced,
en suma, que obedezca en todo a vuestras inspiraciones, y venza
todos los humanos respetos por amor a Vos. Resuelto estoy a no
servir más que a Vos.

Pidan los otros lo que quisieren, yo
solamente quiero amaros a Vos, Dios mío
amabilísimo. Sólo a Vos deseo complacer. Ayudadme,
Señor, que sin Vos nada puedo. Os amo, Jesús
mío, con todo mi corazón, y confío en
vuestra Sangre preciosa…

María, mi esperanza, auxiliadme con
vuestra intercesión. Y puesto que os gloriáis de
salvar a los pobres pecadores que recurren a Vos, y yo de ser
vuestro humilde siervo, socorredme y salvadme.

PUNTO 3

Consideremos ahora el infeliz estado de un
alma que se halla en desgracia de Dios. Está apartada de
su Bien Sumo, que es Dios (Is. 59, 2): de suerte que ella ya no
es de Dios, ni Dios es ya suyo (Os. 1, 9). Y no solamente no la
mira como suya, sino que la aborrece y condena al
infierno.

No detesta el Señor a ninguna de sus
criaturas, ni a las fieras, ni a los reptiles, ni al más
vil insecto (Sb. 11, 25). Mas no puede dejar de aborrecer al
pecador (Sal. 5, 7); porque siendo imposible que no odie al
pecado, enemigo en absoluto contrario a la divina voluntad, debe
necesariamente aborrecer al pecador unido con la voluntad al
pecado (Sb. 14, 9).

¡Oh Dios mío! Si alguno tiene
por enemigo a un príncipe del mundo, apenas puede reposar
tranquilo, temiendo a cada instante la muerte. Y el que sea
enemigo de Dios, ¿cómo puede tener paz? De la ira
de un rey se puede huir ocultándose o emigrando a
algún otro lejano reino; pero ¿quién puede
sustraerse de las manos de Dios? "Señor -decía
David (Sal. 138, 8-10)-, si subiere al Cielo, allí
estás; si descendiere al infierno, estás
allí presente… Dondequiera que vaya, tu mano
llegará hasta mí".

¡Desventurados pecadores! Malditos
son de Dios, malditos de los ángeles, malditos de los
Santos, aun en la tierra malditos cada día por los
sacerdotes y religiosos que, al recitar el Oficio divino,
publican la maldición (Sal. 118, 21). Además, estar
en desgracia de Dios lleva consigo la pérdida de todos los
méritos.

Aunque hubiese merecido un hombre tanto
como un San Pablo Eremita, que vivió noventa y ocho
años en una cueva; tanto como un San Francisco Javier, que
conquistó para Dios diez millones de almas; tanto como san
Pablo, que alcanzó por sí solo, como dice San
Jerónimo, más merecimientos que todos los
demás Apóstoles, si aquél cometiera un solo
pecado mortal, lo perdería todo (Ez. 18, 24); ¡tan
grande es la ruina que produce el incurrir en desgracia del
Señor!

De hijo de Dios, conviértese el
pecador en esclavo de Satanás; de amigo predilecto se
trueca en odioso enemigo; de heredero de la gloria, en condenado
al infierno. Decía San Francisco de Sales que si los
ángeles pudieran llorar, al ver la desdicha de un alma que
cometiendo un pecado mortal pierde la divina gracia, los
ángeles llorarían, compadecidos.

Pero la mayor desventura consiste en que,
aunque los ángeles llorarían, si pudieran llorar,
el pecador no llora. El que pierde un corcel, una oveja -dice San
Agustín-, no come, no descansa, gime y se lamenta.
¡Perderá acaso la gracia de Dios, y come y duerme y
no se queja!

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Ved. Redentor mío, el
lamentable estado a que yo me reduje! Vos, para hacerme digno de
vuestra gracia, pasasteis treinta y tres años de trabajos
y dolores, y yo, en un instante, por un momento de envenenado
placer, la he despreciado y perdido sin reparo. Gracias mil os
doy por vuestra misericordia, porque me da tiempo de recuperar la
gracia si de veras lo deseo.

Sí, Señor mío; quiero
hacer cuanto pueda para reconquistarla. Decidme qué debo
poner por obra para alcanzar el perdón.
¿Queréis que me arrepienta? Pues sí,
Jesús mío, me arrepiento de todo corazón de
haber ofendido a vuestra infinita bondad…
¿Queréis que os ame? Os amo sobre todas las cosas.
Mal empleé en la vida pasada mi corazón, amando las
criaturas, la vanidad del mundo.

De ahora en adelante viviré
sólo para Vos, y a Vos no más amaré Dios
mío, mi tesoro, mi esperanza y mi fortaleza (Sal. 17, 2).
Vuestros méritos, vuestras sacratísimas llagas,
serán mi esperanza. De Vos espero la fuerza necesaria para
seros fiel. Acogedme, pues, en vuestra gracia, ¡oh Salvador
mío!, y no permitáis que os abandone más
otra vez. Desasidme de los afectos mundanos e inflamad mi
corazón en vuestro santo amor.

María, Madre nuestra, haced que mi
alma arda en amor de Dios, como arde la vuestra
eternamente.

CONSIDERACIÓN 20

Locura del
pecador

La sabiduría de este
mundo,locura es delante de Dios.(1 Cor. 3, 19)

PUNTO 1

El Beato Maestro Juan de Ávila
decía que en el mundo debiera haber dos grandes
cárceles: una para los que no tienen fe, y otra para los
que, teniéndola, viven en pecado y alejados de Dios. A
éstos, añadía, les conviniera la casa de
locos. Mas la mayor desdicha de estos miserables consiste en que,
con ser los más ciegos e insensatos del mundo, se tienen
por sabios y prudentes. Y lo peor es que su número es
grandísimo (Ecl. 1, 15).

Hay quien enloquece por las honras; otros,
por los placeres; no pocos, por las naderías de la tierra.
Y luego se atreven a tener por locos a los Santos, que
menospreciaron los vanos bienes del mundo para conquistar la
salvación eterna y el Sumo Bien, que es Dios. Llaman
locura el abrazar los desprecios y perdonar las ofensas; locura
el privarse de los placeres sensuales y preferir la
mortificación; locura renunciar las honras y riquezas y
amar la soledad, la vida humilde y escondida. Pero no advierten
que a esa su sabiduría mundana la llama Dios necedad (1
Co. 3, 19): "La sabiduría de este mundo locura es ante
Dios".

¡Ah!… Algún día
confesarán y reconocerán su demencia…
¿Cuándo? Cuando ya no haya remedio posible y tengan
que exclamar, desesperados: "¡Infelices de nosotros, que
reputábamos por locura la vida de los Santos! Ahora
comprendemos que los locos fuimos nosotros. ¡Ellos se
cuentan ya en el dichoso número de los hijos de Dios y
comparten la suerte de los bienaventurados, que eternamente les
durará y los hará por siempre felices…, mientras
que nosotros somos esclavos del demonio y estamos condenados a
arder en esta cárcel de tormentos por toda la
eternidad!… ¡Nos engañamos, pues, por haber
querido cerrar los ojos a la divina luz (Sb. 5, 6), y nuestra
mayor desventura es que el error no tiene ni tendrá
remedio mientras Dios sea Dios!"

¡Qué inmensa locura es, por
tanto, perder la gracia de Dios a trueque de un poco de humo, de
un breve deleite!… ¿Qué no hace un vasallo para
alcanzar la gracia de su príncipe?…

Y, ¡oh Dios mío!, por una vil
satisfacción perder el Sumo Bien, perder la gloria, perder
también la paz de esta vida, haciendo que el pecado reine
en el alma y la atormente con sus perdurables remordimientos…
¡Perderlo todo, y condenarse voluntariamente a interminable
desventura!…

¿Te entregarías a aquel
placer ilícito si supieras que luego habrían de
quemarte una mano o encerrarte por un año en una tumba?
¿Cometerías tal pecado si, al cometerle, perdieras
cien escudos? Y, con todo, tienes fe y crees que pecando
perderás el Cielo, perderás a Dios y serás
condenado al fuego eterno… ¿Cómo te atreves a
pecar?

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Oh Dios de mi alma!…
¿Qué sería de mí ahora si no
hubierais tenido tanta misericordia? Hallaríame en el
infierno, donde están los insensatos cuyas huellas
seguí. Gracias os doy, Señor, y os suplico no me
abandonéis en mi ceguedad. Bien lo merecía, pero
veo que aún vuestra gracia no me ha abandonado.

Oigo que amorosamente me llamáis y
me invitáis a que os pida perdón y espere de Vos
altísimos dones, a pesar de las graves ofensas que os
hice. Sí, Salvador mío; espero que me
acogeréis como a hijo vuestro. No soy digno de que me
llaméis hijo, porque os ultrajé
descaradamente (Lc. 15, 21). Mas bien sé que os
complacéis en buscar la ovejuela perdida y en abrazar a
los hijos extraviados.

¡Padre mío amadísimo,
me arrepiento de haberos ofendido; a vuestros pies me postro y
los abrazo, y no me levantaré si no me perdonáis y
bendecís! (Gn. 32, 26). Bendecidme, Padre mío, y
con vuestra bendición dadme gran dolor de mis pecados y
ferviente amor a Vos. Os amo, Padre mío, con todo mi
corazón. ¡No permitáis que vuelva a alejarme
de Vos! Privadme de todas las cosas, mas no de vuestro
amor.

¡Oh María, siendo Dios mi
Padre, Madre mía sois Vos! Bendecidme también, y ya
que no merezca ser hijo, recibidme por vuestro siervo; pero haced
que sea un siervo tal, que os ame siempre con inmensa ternura y
siempre confíe en vuestra protección.

PUNTO 2

¡Infortunados pecadores! Se afanan y
aplican en adquirir la ciencia mundana y en procurarse los bienes
de esta vida, que en breve plazo ha de acabarse, y olvidan los
bienes de aquella otra vida que no ha de acabar
jamás.

De tal manera pierden el juicio, que no
solamente son locos, sino que se reducen a la condición de
brutos; porque viviendo como irracionales, sin considerar lo que
es el bien ni el mal, siguen solamente al instinto de las
afecciones sensuales, se entregan a lo que inmediatamente agrada
a la carne y no atienden a la pérdida y eterna ruina que
se acarrean. Esto no es proceder como hombre, sino como
bestia.

"Llamamos hombre -dice San Juan
Crisóstomo- a aquél que conserva la imagen esencial
del ser humano". Pero ¿cuál es tal imagen? El ser
racional. Ser hombre es, por consiguiente, ser racional, o sea,
obrar con arreglo a la razón, no según el apetito
sensitivo. Si Dios diese a una bestia el uso de razón y
ella conforme a la razón obrase, diríamos que
procedía como hombre. Y, al contrario, cuando el hombre
procede con arreglo a los sentidos, contra la razón, debe
decirse que obra como bestia.

"¡Ah, si tuviesen sabiduría e
inteligencia y previesen las postrimerías!" (Dt. 32, 29).
El hombre que se guía en sus obras razonablemente
prevé lo futuro, es decir, lo que ha de acaecerle al fin
de la vida: la muerte, el juicio y, después, el infierno o
la gloria. ¡Cuánto más sabio es un
rústico que se salva que un monarca que se condena! "Mejor
es un mozo pobre y sabio, que rey viejo y necio que no sabe
prever lo venidero" (Ecl. 4, 13).

¡Oh Dios! ¿No
tendríamos por loco al que para ganar un céntimo en
seguida arriesgase el perder toda su hacienda? Pues el que a
trueque de un breve placer pierde su alma y se pone en peligro de
perderla para siempre, ¿no ha de ser tenido por loco? Tal
es la causa de que se condenen muchísimas almas, atender
no más que a los bienes y males presentes y no pensar en
los eternos.

Dios no nos ha puesto en la tierra para que
nos hagamos ricos ni para que busquemos honras o satisfagamos los
sentidos, sino para que nos procuremos la vida eterna (Ro. 6,
22). Y el alcanzar tal fin sólo a nosotros interesa.
Una sola cosa es necesaria (Lc. 10, 42).

Pero los pecadores desprecian este fin, y
pensando no más que en lo presente, caminan hacia el
término de la vida, se van acercando a la eternidad y no
saben a dónde se dirigen. "¿Qué
dirías de un piloto -dice San Agustín– a quien se
preguntara a dónde va, y respondiese que no lo
sabía? Todos dirían que lleva la nave a su
perdición". "Tales son -añade el Santo- esos sabios
del mundo que saben ganar haciendas, darse a los placeres,
conseguir altos cargos, y no aciertan a salvar sus
almas".

Sabio del mundo fue Alejandro Magno, que
conquistó innumerables reinos; pero al poco tiempo
murió, y se condenó para siempre. Sabio fue el
Epulón, que supo enriquecerse; pero murió y fue
sepultado en el infierno (Lc. 16, 22). Sabio de ese modo fue
Enrique VIII, que acertó a mantenerse en el trono, a pesar
de su rebelión contra la Iglesia. Pero al fin de sus
días reconoció que había perdido su alma, y
exclamó: ¡Todo lo hemos perdido!
¡Cuántos desventurados gimen ahora en el infierno!
¡Ved -dicen- cómo todos los bienes del mundo pasaron
para nosotros como una sombra, y ya no nos quedan más que
perdurable dolor y eterno llanto! (Sb. 5, 8).

"Ante el hombre, la vida y la muerte; lo
que le pluguiere, le será dado" (Ecl. 15, 18). ¡Oh
cristiano! Delante de ti se hallan la vida y la muerte, es decir,
la voluntaria privación de las cosas ilícitas para
ganar la vida eterna, o el entregarse a ellas y a la eterna
muerte… ¿Qué dices? ¿Qué
escoges?… Procede como hombre, no como bruto. Elige como
cristiano que tiene fe y dice: "¿Qué aprovecha al
hombre si ganare todo el mundo y perdiere su alma?" (Mt. 16,
26).

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Oh Dios mío! Me disteis la
razón, la luz de la fe, y con todo, he obrado como un
irracional, trocando vuestra divina gracia por los viles placeres
mundanos, que se disiparon como el humo, dejándome
sólo remordimientos de conciencia y deudas con vuestra
justicia.

¡Ah Señor, no me
juzguéis según lo que merezco (Salmo 142, 2), sino
según vuestra misericordia! Iluminadme, Dios mío;
dadme dolor de mis pecados y perdonádmelos. Soy la oveja
extraviada, y si no me buscáis, perdido quedaré
(Sal. 118, 176).

Tened piedad de mí, por la Sangre
preciosa que por mi amor derramasteis. Duélome, ¡oh
Sumo Bien mío!, de haberos abandonado y de haber
voluntariamente renunciado a vuestra gracia. Morir quisiera de
dolor; aumentad Vos mi contrición profunda, y haced que
vaya al Cielo y ensalce allí vuestra infinita
misericordia…

Madre nuestra María, mi refugio y
esperanza, rogad por mí a Jesús; pedidle que me
perdone y me conceda la santa perseverancia.

PUNTO 3

Penetrémonos bien de que el
verdadero sabio es el que sabe alcanzar la divina gracia y la
gloria, y roguemos al Señor nos conceda la ciencia de los
Santos, que Él la da a cuantos se la piden (Sb. 10, 10).
¡Qué hermosísima ciencia la de saber amar a
Dios y salvar nuestra alma!, o sea, la de acertar a escoger el
camino de la eterna salvación y los medios de conseguirla.
El tratado de salvación es, sin duda, el más
necesario de todos. Si lo supiéramos todo, menos
salvarnos, de nada nos serviría nuestro saber;
seríamos para siempre infelices.

Mas, al contrario, eternamente seremos
venturosos si sabemos amar a Dios, aunque ignoremos todas las
demás cosas, como decía San
Agustín.

Cierto día, fray Gil decía a
San Buenaventura: "Dichoso vos, Padre Buenaventura, que
sabéis tantas cosas. Yo, pobre ignorante, nada sé.
Sin duda podréis llegar a ser más santo que yo".
"Persuadíos -respondió el Santo- de que si una
pobre vieja ignorante sabe amar a Dios mejor que yo, será
más santa que yo". Al oír esto, exclamó a
voces el santo fray Gil: "¡Oh pobre viejecilla, sabe que si
amas a Dios puedes ser más santa que el Padre
Buenaventura!".

"¡Cuántos rústicos hay
-dice San Agustín- que no saben leer, pero saben amar a
Dios y se salvan, y cuántos doctos del mundo se
condenan!…". ¡Oh, cuán sabios fueron un San
Pascual, un San Félix, capuchinos; un San Juan de Dios,
aunque ignorantes de las ciencias humanas! ¡Cuán
sabios todos aquellos que, apartándose del mundo, se
encerraron en los claustros o vivieron en desiertos, como un San
Benito, un San Francisco de Asís, un San Luis de Tolosa,
que renunció al trono! ¡Cuán sabios tantos
mártires y vírgenes que renunciaron honores,
placeres y riquezas por morir por Cristo!…

Aun los mismos mundanos conocen esta
verdad, y alaban y llaman dichoso al que se entrega a Dios y
entiende en el negocio de la salvación del alma. En suma:
a los que abandonan los bienes del mundo para darse a Dios se les
llama hombres desengañados; pues
¿cómo deberemos llamar a los que dejan a Dios por
los bienes del mundo?… Hombres
engañados.

¡Oh hermano mío! ¿De
cuál número de ésos quisieras ser tú?
Para elegir con acierto nos aconseja San Juan Crisóstomo
que visitemos los cementerios. Gran escuela son los sepulcros
para conocer la vanidad de los bienes de este mundo y para
aprender la ciencia de los Santos. "Decidme -dice el Santo-:
¿Sabríais distinguir allí al príncipe
del noble o del letrado?" "Yo nada veo -añade-, sino
podredumbre, huesos y gusanos". Todas las clases del mundo
pasarán en breve, se disiparán como fábula,
sueños y sombras.

Mas si tú, cristiano, quieres
adquirir la verdadera sabiduría, no basta que conozcas la
importancia de tu fin, sino que es menester usar de los medios
establecidos para conseguirlo. Todos querrían salvarse y
santificarse, pero como no emplean los medios convenientes, no se
santifican, y se condenan. Preciso es huir de las ocasiones de
pecar, frecuentar los sacramentos, hacer oración y, sobre
todo, grabar en el corazón estas y otras análogas
máximas del Evangelio: "¿Qué aprovecha el
hombre si ganare todo el mundo? (Mt. 16, 26). "Quien ama
desordenadamente, su alma perderá" (Jn. 12,
25).

O sea, conviene hasta perder la vida, si
fuere necesario, para salvar el alma. "Si alguno quiere venir en
pos de Mí, niéguese a sí mismo" (Mt. 16,
24). Para seguir a Cristo es menester negar al amor propio las
satisfacciones que exige. Nuestra salvación se funda en el
cumplimiento de la divina voluntad.

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Oh Padre de misericordia! Mirad mi
gran miseria y compadeceos de mí. Iluminadme,
Señor; haced que conozca mi pasada locura para que la
llore y aprecie y ame vuestra bondad infinita.

¡Oh Jesús mío, que
disteis vuestra Sangre para redimirme, no permitáis que
vuelva yo a ser, como he sido, esclavo del mundo! (Sal. 73, 19).
Me arrepiento, ¡oh Sumo Bien!, de haberos abandonado.
Maldigo todos los momentos en que mi voluntad consintió en
el pecado, y me abrazo con vuestra voluntad santísima, que
sólo me desea el bien.

Concededme, Eterno Padre, por los
méritos de Jesucristo, fuerza para cumplir y poner por
obra cuanto os agrade, y haced que muera antes que me oponga a
vuestra voluntad. Ayudadme con vuestra gracia a cifrar en Vos
solo todo mi amor, y desasirme de todo afecto que a Vos no se
encamine. Os amo, ¡oh Dios de mi alma!, os amo sobre todas
las cosas, y de Vos espero todos los bienes: el perdón, la
perseverancia en vuestro amor y la gloria para amaros
eternamente…

¡Oh María, pedid para
mí estas gracias! Nada os niega vuestro divino Hijo.
Esperanza mí, confío en Vos.

CONSIDERACIÓN 21

Vida infeliz de
pecadores y vida dichosa del que ama a Dios

No hay paz para los impíos, dice el
Señor.Is. 48, 22

Mucha paz para los que aman tu ley.Sal.
118, 165

PUNTO 1

Afánanse en esta vida todos los
hombres para hallar la paz. Trabajan el mercader, el soldado, el
litigante, porque piensan que con la hacienda, el lauro merecido
o el pleito ganado obtendrán los favores de la fortuna y
alcanzarán la paz. Mas, ¡ah, pobres mundanos, que
buscáis en el mundo la paz que no puede daros! Dios
sólo puede dárosla. Da a tus siervos -dice
la Iglesia en sus preces- aquella paz que el mundo no puede
dar
.

No, no puede el mundo, con todos sus
bienes, satisfacer el corazón del hombre, porque el hombre
no fue creado para este linaje de bienes, sino únicamente
para Dios; de suerte que sólo en Dios puede hallar ventura
y reposo.

El ser irracional, creado para la vida de
los sentidos, busca y encuentra la paz en los bienes de la
tierra. Dad a un jumento un haz de hierba; dad a un perro un
trozo de carne, y quedarán contentos, sin desear cosa
alguna. Pero el alma, creada para amar a Dios y unirse a
Él, no halla su paz en los deleites sensuales; Dios
únicamente puede hacerla plenamente dichosa.

Aquel rico de que habla San Lucas (12, 19)
había recogido de sus campos ubérrima cosecha, y se
decía a sí propio: "Alma mía, ya tienes
muchos bienes de repuesto para muchísimos años;
descansa, come, bebe…". Mas este infeliz rico fue llamado loco,
y con harta razón, dice San Basilio. "¡Desgraciado!
-exclamó el santo-. ¿Acaso tienes el alma de un
cerdo, o de otra bestia, y pretendes contentarla con beber y
comer, con los deleites sensuales?".

El hombre, escribe San Bernardo,
podrá hartarse, mas no satisfacerse con los bienes del
mundo. El mismo Santo, comentando aquel texto del Evangelio (Mt.
19, 27): "Bien veis que lo abandonamos todo", dice que ha visto
muchos locos con diversas locuras. Todos -añade-
padecían hambre devoradora; pero unos se saciaban con
tierra, emblema de los avaros; otros con aire, figura de los
vanidosos; otros alrededor de la boca de un horno, atizaban las
fugaces llamas, representación de los iracundos;
aquéllos, por último, símbolo de los
deshonestos, en la orilla de un fétido lago bebían
sus corrompidas aguas. Y dirigiéndose después a
todos, les dice el Santo: "¿No veis, insensatos, que todo
eso antes os acrecienta que os extingue el hambre?".

Los bienes del mundo son bienes aparentes,
y por eso no pueden satisfacer el corazón del hombre (Ag.
1, 6); así, el avaro, cuanto más atesora,
más quiere atesorar, dice San Agustín. El
deshonesto, cuanto más se hunde en el cieno de sus
placeres, mayor amargura y, a la vez, más terribles deseos
siente, ¿y cómo podrá aquietarse su
corazón con la inmundicia sensual?

Lo propio sucede al ambicioso, que aspira a
saciarse con el humo sutil de vanidades, poder y riquezas; porque
el ambicioso más atiende a lo que le falta que a lo que
posee. Alejandro Magno, después de haber conquistado
tantos reinos, se lamentaba por no haber adquirido el dominio de
otras naciones.

Si los bienes terrenos bastasen para
satisfacer al hombre, los ricos y los monarcas serían
plenamente venturosos; pero la experiencia demuestra lo
contrario. Afírmalo Salomón (Ecl. 2, 10), que
asegura no había negado nada a sus deseos, y, con todo,
exclama (Ecl. 1, 2): "Vanidad de vanidades, y todo es vanidad";
es decir, cuanto hay en el mundo es mera vanidad, mentira,
locura…

AFECTOS Y SÚPLICAS

¿Qué me han dejado, Dios
mío, las ofensas que os hice, sino amarguras y penas y
méritos para el infierno? No me abruma el dolor que por
ello siento, antes bien, me consuela y alivia, porque es un don
de vuestra gracia, que va unido a la esperanza de que me
habéis de perdonar. Lo que me aflige es lo mucho que os he
injuriado a Vos, Redentor mío, que tanto me amasteis.
Merecía yo, Señor, que del todo me abandonaseis;
pero, lejos de eso, veo que me ofrecéis perdón y
que sois el primero en procurar la paz. Sí, Jesús
mío, paz deseo con Vos y vuestra gracia más que
todas las cosas.

Duélome, ¡oh Bondad infinita!,
de haberos ofendido, y quisiera morir de pura contrición.
Por el amor que me tuvisteis muriendo por mí en la cruz,
perdonadme y acogedme en vuestro corazón, mudando el
mío de tal modo, que cuando os ofendí en lo pasado,
tanto os agrade en lo por venir. Renuncio por vuestro amor a
todos los placeres que el mundo pudiera darme, y resuelvo perder
antes la vida que vuestra gracia. Decidme qué
queréis que haga para serviros, que yo deseo ponerlo por
obra.

Nada de placeres, ni honras, ni riquezas;
sólo a Vos amo, Dios mío, mi gozo, mi gloria, mi
tesoro, mi vida, mi amor y mi todo. Dadme, Señor, auxilio
para seros fiel, y el don de vuestro amor, y haced de mí
lo que os agrade.

María, Madre y esperanza nuestra
después de Nuestro Señor Jesucristo, acogedme bajo
vuestra protección y haced que yo sea plenamente de
Dios.

PUNTO 2

Además -dice Salomón (Ecl. 1,
14)-, que los bienes del mundo son, no solamente vanidades que no
satisfacen el alma, sino penas que la afligen. Los desdichados
pecadores pretenden ser felices con sus culpas, pero no consiguen
más que amarguras y remordimientos (Sal. 13, 3). Nada de
paz ni reposo. Dios nos dice (Is. 48, 22): "No hay paz para los
impíos".

Primeramente, el pecado lleva consigo el
temor profundo de la divina venganza; pues así como el que
tiene un poderoso enemigo no descansa ni vive con quietud,
¿cómo podrá el enemigo de Dios reposar en
paz? "Espanto para los que obran mal es el camino del
Señor" (Pr. 10, 29).

Cuando la tierra tiembla o el trueno
retumba, ¡cómo teme el que se halla en pecado! Hasta
el suave movimiento de las umbrías frondas, a veces, la
llena de pavor: "El sonido del terror amedrenta siempre sus
oídos" (Jb. 15, 21). Huye sin ver quien le persigue (Pr.
28, 1). Porque su propio pecado corre en pos de él.
Mató Caín a su hermano Abel, y exclamaba luego:
"Cualquiera que me hallare me matará" (Gn. 4, 14). Y
aunque el Señor le aseguró que nadie le
dañaría (Gn. 4, 15), Caín -dice la Escritura
(Gn. 4, 16)- anduvo siempre fugitivo y errante.
¿Quién perseguía a Caín, sino su
pecado?

Va, además, siempre la culpa unida
al remordimiento, ese gusano roedor que jamás reposa.
Acude el pobre pecador a banquetes, saraos o comedias, mas la voz
de la conciencia sigue diciéndole: Estás en
desgracia de Dios; si murieses, ¿a dónde
irás? Es pena tan angustiosa el remordimiento, aun en esta
vida, que algunos desventurados, para librarse de él, se
dan a sí mismos la muerte.

Tal fue Judas, que, como es sabido, se
ahorcó, desesperado. Y se cuenta de otro criminal que,
habiendo asesinado a un niño, tuvo tan horribles
remordimientos, que para acallarlos se hizo religioso; pero ni
aun en el claustro halló la paz, y corrió ante el
juez a confesar su delito, por el cual fue condenado a
muerte.

¿Qué es un alma privada de
Dios?… Un mar tempestuoso, dice el Espíritu
Santo (Is. 57, 20). Si alguno fuese llevado a un festín,
baile o concierto, y le tuviesen allí atado de pies y
manos con opresoras ligaduras, ¿podría disfrutar de
aquella diversión? Pues tal es el hombre que vive entre
los bienes del mundo sin poseer a Dios. Podrá beber,
comer, danzar, ostentar ricas vestiduras, recibir honores,
obtener altos cargos y dignidades, pero no tendrá paz.
Porque la paz sólo de Dios se obtiene, y Dios la da a los
que le aman, no a sus enemigos.

Los bienes de este mundo -dice San Vicente
Ferrer- están por de fuera, no entran en el
corazón. Llevará, tal vez, aquel pecador bordados
vestidos y anillos de diamantes, tendrá espléndida
mesa; pero su pobre corazón se mantendrá colmado de
hiel y de espinas. Y así, veréis que entre tantas
riquezas, placeres y recreos vive siempre inquieto, y que por el
menor obstáculo se impacienta y enfurece como perro
hidrófobo.

El que ama a Dios se resigna y conforma en
las cosas adversas con la divina voluntad, y halla paz y
consuelo. Mas esto no lo puede hacer el que es enemigo de la
voluntad de Dios; y por eso no halla camino de
aquietarse.

Sirve el desventurado al demonio, tirano
cruel, que le paga con afanes y amarguras. Así se cumplen
siempre las palabras del Señor, que dijo (Dt. 28, 47-48):
"Por cuanto no serviste con gozo al Señor tu Dios,
servirás a tu enemigo con hambre y con sed, y con
desnudez, y con todo género de penuria".
¡Cuánto no padece aquel vengativo después de
haberse vengado! ¡Cuánto aquel deshonesto apenas
logra sus designios! ¡Cuánto los ambiciosos y los
avaros!… ¡Oh si padecieran por Dios lo que por condenarse
padecen, cuántos serían santos!

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Oh tiempo que perdí!… Si
hubiera, Señor, padecido por serviros los afanes y
trabajos que padecí ofendiéndoos,
¡cuántos méritos para la gloria
tendría ahora reunidos! ¡Ah Dios mío!
¿Por qué os abandoné y perdí vuestra
gracia?…

Por breves y envenenados placeres, que,
apenas disfrutados, desaparecieron y me dejaron el corazón
lleno de heridas y de angustias… ¡Ah pecados
míos!, os maldigo y detesto mil veces; así como
bendigo vuestra misericordia, Señor, que con tanta
paciencia me ha sufrido.

Os amo, Creador y Redentor mío, que
disteis por mí la vida. Y porque os amo, me arrepiento de
todo corazón de haberos ofendido… Dios mío, Dios
mío, ¿por qué os perdí? ¿Por
qué cosas os dejé? Ahora conozco cuán mal he
obrado, y propongo antes perderlo todo, hasta la misma vida, que
perder vuestro amor.

Iluminadme, Padre Eterno, por amor a
Jesucristo. Dadme a conocer el bien infinito, que sois Vos, y la
vileza de los bienes que me ofrece el demonio para lograr que yo
pierda vuestra gracia. Os amo, y anhelo amaros más. Haced
que Vos seáis mi único pensamiento, mi único
deseo, mi único amor. Todo lo espero de vuestra bondad,
por los méritos de vuestro Hijo…

María, Madre nuestra, por el amor
que a Jesucristo profesáis, os ruego me alcancéis
luz y fuerza para servirle y amarle hasta la muerte.

PUNTO 3

Puesto que todos los bienes y deleites del
mundo no pueden satisfacer el corazón del hombre,
¿quién podrá contentarle?… Sólo
Dios (Sal. 36, 4). El corazón humano va siempre buscando
bienes que le satisfagan. Alcanza riquezas, honras o placeres, y
no se satisface, porque tales bienes son finitos, y él ha
sido creado para el infinito bien. Mas si halla y se une a Dios,
se aquieta y consuela y no desea ninguna otra cosa.

San Agustín, mientras se atuvo a la
vida sensual, jamás halló paz; pero cuando se
entregó a Dios, confesaba y decía al Señor:
"Ahora conozco, ¡oh Dios!, que todo es dolor y vanidad, y
que en Vos sólo está la verdadera paz del alma". Y
así, maestro por experiencia propia, escribía:
"¿Qué buscas, hombrezuelo, buscando bienes?…
Busca el único Bien, en el cual se encierran todos los
demás" (Sal. 41, 3).

El rey David, después de haber
pecado, iba a cazar a sus jardines y banquetes, y a todos los
placeres de un monarca. Pero los festines y florestas y las
demás criaturas de que disfrutaba decíanle a su
modo: "David, ¿quieres hallar en nosotros paz y contento?
Nosotros no podemos satisfacerte… Busca a tu Dios (Sal. 41, 3),
que únicamente Él te puede satisfacer". Y por eso
David gemía en medio de sus placeres, y exclamaba: "Mis
lágrimas me han servido de pan día y noche,
mientras se me dice cada día: ¿en dónde
está tu Dios?"

Y, al contrario, ¡cómo sabe
Dios contentar a las almas fieles que le aman! San Francisco de
Asís, que todo lo había dejado por Dios,
hallándose descalzo, medio muerto de frío y de
hambre, cubierto de andrajos, mas con sólo decir: "Mi Dios
y mi todo", sentía gozo inefable y celestial.

San Francisco de Borja, en sus viajes de
religioso, tuvo que acostarse muchas veces en un montón de
paja, y experimentaba consolación tan grande, que le
privaba del sueño. De igual manera, San Felipe Neri,
desasido y libre de todas las cosas, no lograba reposar por los
consuelos que Dios le daba en tanto grado, que decía el
Santo: "Jesús mío, dejadme descansar".

El Padre jesuita Carlos de Lorena, de la
casa de los príncipes de Lorena, a veces danzaba de
alegría al verse en su pobre celda. San Francisco Javier,
en sus apostólicos trabajos de la India,
descubríase el pecho, exclamando: "Basta,
Señor
, no más consuelo, que mi corazón
no puede soportarle". Santa Teresa decía que da mayor
contento una gota de celestial consolación que todos los
placeres y esparcimientos del mundo.

Y en verdad, no pueden faltar las promesas
del Señor, que ofreció dar, aun en esta vida, a los
que dejen por su amor los bienes de la tierra, el céntuplo
de paz y de alegría (Mt. 19, 29).

¿Qué vamos, pues, buscando?
Busquemos a Jesucristo, que nos llama y dice (Mt. 11, 28: "Venid
a Mí todos los que estás trabajados y abrumados, y
Yo os aliviaré". El alma que ama a Dios encuentra esa paz
que excede a todos los placeres y satisfacciones que el mundo y
los sentidos pueden darnos (Fil. 4, 7).

Verdad es que en esta vida aun los Santos
padecen; porque la tierra es lugar de merecer, y no se puede
merecer sin sufrir; pero, como dice San Buenaventura, el amor
divino es semejante a la miel, que hace dulces y amables las
cosas más amargas. Quien ama a Dios, ama la divina
voluntad, y por eso goza espiritualmente en las tribulaciones,
porque abrazándolas sabe que agrada y complace al
Señor…

¡Oh Dios mío! Los pecadores
menosprecian la vida espiritual sin haberla probado. Consideran
únicamente, dice San Bernardo, las mortificaciones que
sufren los amantes de Dios y los deleites de que se privan; mas
no ven las inefables delicias espirituales con que el
Señor los regala y acaricia. ¡Oh, si los pecadores
gustasen la paz de que disfruta el alma que sólo ama a
Dios! Gustad y ved -dice David (Sal. 33, 9)-
cuán suave es el Señor.

Comienza, pues, hermano mío, a hacer
la diaria meditación, a comulgar con frecuencia, a visitar
devotamente el Santísimo Sacramento; comienza a dejar el
mundo y a entregarte a Dios, y verás cómo el
Señor te da, en el poco tiempo que le consagres, consuelos
mayores que los que el mundo te dio con todos sus placeres.
Probad y veréis. El que no lo prueba no puede
comprender cómo Dios contenta a un alma que le
ama.

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Oh amadísimo Redentor
mío, cuán ciego fui al apartarme de Vos, Sumo Bien
y fuente de todo consuelo, y entregarme a los pobres y
deleznables placeres del mundo! Mi ceguedad me asombra; pero
aún más vuestra misericordia, que con toda bondad
me ha sufrido.

Con todo mi corazón os agradezco que
me hayáis hecho conocer mi demencia y el deber que tengo
de amaros todavía más. Aumentad en mí el
deseo y el amor. Haced, ¡oh Señor infinitamente
amable!, que, enamorado yo de Vos, contemple cómo no
habéis omitido nada para que yo os amase y para mostrar
cuánto anheláis mi amor. Si quieres, puedes
purificarme
(Mt. 8, 2).

Purificad, pues, mi corazón,
carísimo Redentor mío; purificadle de tanto
desordenado afecto que impide os ame como quisiera amaros. No
alcanzan mis fuerzas a conseguir que mi corazón se una
solamente a Vos, y a Vos sólo ame. Don ha de ser
éste de vuestra gracia, que logra cuanto quiere. Desasidme
de todo; arrancad de mi alma todo lo que a Vos no se encamine, y
hacedla vuestra enteramente.

Me arrepiento de cuentas ofensas os hice, y
propongo consagrar a vuestro santo amor la vida que me reste. Mas
Vos lo habéis de realizar. Hacedlo por la Sangre que
derramasteis para mi bien con tanto amor y dolor. Sea gloria de
vuestra omnipotencia hacer que mi corazón, antes cautivo
de terrenales afectos, arda desde ahora en amor a Vos, ¡oh
Bien infinito!…

¡Madre del Amor hermoso!, alcanzadme
con vuestras súplicas que mi alma se abrase, como la
vuestra, en caridad para con Dios.

CONSIDERACIÓN 22

Los malos
hábitos

El impío, después de
haber llegado a lo profundo de los pecados, no hace caso.Pr. 18,
3.

PUNTO 1

Una de las mayores desventuras que nos
acarreó la culpa de Adán es nuestra
propensión al pecado. De ello se lamentaba el
Apóstol, viéndose movido por la concupiscencia
hacia el mismo mal que él aborrecía: "Veo otra ley
en mis miembros que… me lleva cautivo a la ley del pecado" (Ro.
7, 23). De aquí procede que para nosotros, infectos de tal
concupiscencia y rodeados de tantos enemigos que nos mueven al
mal, sea difícil llegar sin culpa a la gloria.

Reconocida esta fragilidad que tenemos,
pregunto yo ahora: ¿Qué diríais de un
viajero que debiendo atravesar el mar durante una tempestad
espantosa y en un barco medio deshecho, quisiera cargarle con tal
peso, que, aun sin tempestades y aunque la nave fuese
fortísima, bastaría para sumergirla?…
¿Qué pronóstico formarías sobre la
vida de aquel viajero? Pues pensad eso mismo acerca del hombre de
malos hábitos y costumbres, el cual ha de cruzar el mar
tempestuoso de esta vida, en que tantos se pierden, y ha de usar
de frágil y ruinosa nave, como es nuestro cuerpo, a quien
el alma va unida.

¿Qué ha de suceder si la
cargamos todavía con el peso irresistible de los pecados
habituales? Difícil es que tales pecadores se salven,
porque los malos hábitos ciegan el espíritu,
endurecen el corazón y ocasionan probablemente la
obstinación completa en la hora de la muerte.

Primeramente, el mal hábito nos
ciega. ¿Por qué motivo los Santos pidieron siempre
a Dios que los iluminara, y temían convertirse en los
más abominables pecadores del mundo? Porque sabían
que si llegaban a perder la divina luz podrían cometer
horrendas culpas.

¿Y cómo tantos cristianos
viven obstinadamente en pecado, hasta que sin remedio se
condenan? Porque el pecado los ciega, y por eso se pierden (Sb.
2, 21). Toda la culpa lleva consigo ceguedad, y
acrecentándose los pecados, se aumenta la ceguera del
pecador. Dios es nuestra luz, y cuanto más se aleja el
alma de Dios, tanto más ciega queda. Sus huesos se
llenarán de vicios
(Jb. 20, 11).

Así como en un vaso lleno de tierra
no puede entrar la luz del sol, así no puede penetrar la
luz divina en un corazón lleno de vicios. Por eso vemos
con frecuencia que ciertos pecadores, sin luz que los
guíe, andan de pecado en pecado, y no piensan siquiera en
corregirse. Caídos esos infelices en oscura fosa,
sólo saben cometer pecados y hablar de pecados; ni piensan
más que en pecar, ni apenas conocen cuán grave mal
es el pecado.

"La misma costumbre de pecar -dice San
Agustín- no deja ver al pecador el mal que hace". De
suerte que viven como si no creyesen que existen Dios, la gloria,
el infierno y la eternidad.

Y acaece que aquel pecado que al principio
causaba horror, por efecto del mal hábito no horroriza
luego. "Ponlos como rueda y como paja delante del viento" (Sal.
82, 14). Ved, dijo san Juan, con qué facilidad se mueve
una paja por cualquier suave brisa; pues también veremos a
muchos que antes de caer resistían, a lo menos por
algún tiempo, y combatían contra las tentaciones;
mas luego, contraído el mal hábito, caen al
instante en cualquier tentación, en toda ocasión de
pecar que se les ofrece. ¿Y por qué? Porque el mal
hábito los privó de la luz.

Dice San Anselmo que el demonio procede con
ciertos pecadores como el que tiene un pajarillo aprisionado con
una cinta. Le deja volar, pero cuando quiere lo derriba otra vez
en tierra. Tales son, afirma el Santo, los que el mal
hábito domina.

Y algunos, añade San Bernardino de
Siena, pecan sin que la ocasión les solicite. Son, como
dice este gran Santo (T. 4, serm. 15), semejantes a los molinos
de viento, que cualquier aire los hace girar, y siguen volteando,
aunque no haya grano que moler, y aun a veces cuando el molinero
no quisiera que se moviesen. Estos pecadores -observa San Juan
Crisóstomo- van forjando malos pensamientos sin
ocasión, sin placer, casi contra su voluntad, tiranizados
por la fuerza de la mala costumbre.

Porque, como dice San Agustín, el
mal hábito se convierte luego en necesidad. La costumbre,
según nota San Bernardo, se muda en naturaleza. De suerte
que, así como al hombre le es necesario respirar,
así a los que habitualmente pecan y se hacen esclavos del
demonio, no parece sino que les es necesario el pecar.

He dicho esclavos, porque los sirvientes
trabajan por su salario; mas los esclavos sirven a la fuerza, sin
paga alguna. Y a esto llegan algunos desdichados: a pecar sin
placer ni deseo.

"El impío, después de haber
llegado a lo profundo de los pecados, no hace caso" (Pr. 18, 3).
San Juan Crisóstomo explica estas palabras
refiriéndolas al pecador obstinado en los malos
hábitos, que, hundido en aquella sima tenebrosa, desprecia
la corrección, los sermones, las censuras, el infierno y
hasta a Dios: lo menosprecia todo, y se hace semejante al buitre
voraz, que por no dejar el cadáver en que se ceba,
prefiere que los cazadores le maten.

Refiere el P. Recúpito que un
condenado a muerte, yendo hacia la horca, alzó los ojos, y
por haber mirado a una joven consintió en un mal
pensamiento. Y el P. Gisolfo cuenta que un blasfemo,
también condenado a muerte, profirió una blasfemia
en el mismo instante en que el verdugo lo arrojaba de la escalera
para ahorcarle.

Con razón, pues, nos dice San
Bernardo que de nada suele servir el rogar por los pecadores de
costumbre, sino que más bien es menester compadecerlos
como a condenados. ¿Querrán salir del precipicio en
que están, si no le miran ni le ven? Se necesitaría
un milagro de la gracia. Abrirán los ojos en el infierno,
cuando el conocimiento de su desdicha sólo ha de servirles
para llorar más amargamente su locura.

AFECTOS Y SÚPLICAS

Me habéis, Señor y Dios
mío, agraciado con vuestros beneficios,
favoreciéndome más que a otros, y yo, en cambio, os
colmé de ofensas, injuriándoos más que
todos… ¡Oh herido Corazón de mi Redentor!, que en
la cruz tan afligido y atormentado fuiste por la
perversión de mis culpas: concédeme, por tus
méritos, profundo conocimiento y dolor de mis
pecados…

¡Ah Jesús mío! Lleno
estoy de vicios; mas Vos sois omnipotente y bien podéis
llenar mi alma de vuestro santo amor. En Vos, pues,
confío, porque sois de la misma bondad y misericordia
infinitas.

Duélome, Soberano Bien, de haberos
ofendido, y quisiera haber muerto antes de haber pecado.
Olvidéme de Vos, pero Vos no me habéis olvidado; lo
reconozco por la luz con que ilumináis ahora mi alma. Y ya
que me dais esa divina luz, concededme también fuerza para
serviros fielmente. Resuelvo preferir la muerte antes que
apartarme de Vos, y pongo en vuestro auxilio todas mis
esperanzas. In te Domine, speravi, non confundar in
aeternum
. En Vos espero, Jesús mío, que no he
de verme otra vez en la confusión de la culpa y privado de
vuestra gracia.

A Vos también me encomiendo,
¡oh María, Señora nuestra! In te, Domina,
speravi, non confundar in aeternum
. Por vuestra
intercesión confío, ¡oh esperanza nuestra!,
que no me veré más en la enemistad de vuestro
divino Hijo. Rogadle que me envíe la muerte antes que
permita esta suma desgracia.

PUNTO 2

Además, los malos hábitos
endurecen el corazón, permitiéndolo Dios justamente
como castigo de la resistencia que se opone a sus llamamientos.
Dice el Apóstol (Ro. 9, 18) que el Señor "tiene
misericordia de quien quiere, y al que quiere, endurece
".
San Agustín explica este texto, diciendo que Dios no
endurece de un modo inmediato el corazón del que peca
habitualmente, sino que le priva de la gracia como pena de la
ingratitud y obstinación con que rechazó la que
antes le había concedido; y en tal estado el
corazón del pecador se endurece como si fuera de
piedra.

"Su corazón se endurecerá
como piedra, y se apretará como yunque de martillador"
(Jb. 41, 15). De este modo sucede que mientras unos se enternecen
y lloran al oír predicar el rigor del juicio divino, las
penas de los condenados o la Pasión de Cristo, los
pecadores de ese linaje ni siquiera se conmueven. Hablan y oyen
hablar de ello con indiferencia, como si se tratara de cosas que
no les importasen; y con este golpear de la mala costumbre, la
conciencia se endurece cada vez más (Jb. 41,
15).

De suerte que ni las muertes repentinas, ni
los terremotos, truenos y rayos, lograrán atemorizarlos y
hacerles volver en sí; antes les conciliarán el
sueño de la muerte, en que, perdidos, reposan. El mal
hábito destruye poco a poco los remordimientos de
conciencia, de tal modo, que, a los que habitualmente pecan, los
más enormes pecados les parecen nada. Pierden, pecando,
como dice San Jerónimo, hasta ese cierto rubor que el
pecado lleva naturalmente consigo.

San Pedro los compara al cerdo que se
revuelca en el fango (2 P. 2, 22), pues así como ese
inmundo animal no percibe el hedor del cieno en que se revuelve,
así aquellos pecadores son los únicos que no
conocen la hediondez de sus culpas, que todos los demás
hombres perciben y aborrecen. Y puesto que el fango les
quitó hasta la facultad de ver, ¿qué
maravilla es, dice San Bernardino, que no vuelvan en sí,
ni aun cuando los azota la mano de Dios? De eso procede que, en
vez de entristecerse por sus pecados, se regocijan, se
ríen y alardean de ellos (Pr. 2, 14).

¿Qué significan estas
señales de tan diabólica dureza?, pregunta Santo
Tomás de Villanueva. Señales son todas de eterna
condenación. Teme, pues, hermano mío, que no te
acaezca lo propio. Si tienes alguna mala costumbre, procura
librarte de ella ahora que Dios te llama. Y mientras te remuerda
la conciencia, regocíjate, porque es indicio de que Dios
no te ha abandonado todavía. Pero enmiéndate y sal
presto de ese estado, porque si no lo haces, la llaga se
gangrenará y te verás perdido.

AFECTOS Y SÚPLICAS

¿Cómo podré,
Señor, agradeceros debidamente todas las gracias que me
habéis concedido? ¡Cuántas veces me
habéis llamado, y yo he resistido! Y en lugar de serviros
y amaros por haberme librado del infierno y haberme buscado tan
amorosamente, seguí provocando vuestra indignación
y respondiendo con ofensas. No, Dios mío, no; harto os he
ofendido, no quiero ultrajar más vuestra paciencia.
Sólo Vos, que sois Bondad infinita, habéis podido
sufrirme hasta ahora. Pero conozco que, con justa razón,
no podréis sufrirme más.

Perdonadme, pues, Señor y Sumo Bien
mío, todas las ofensas que os hice, de las cuales me
arrepiento de todo corazón, proponiendo no volver a
injuriaros… ¿He de seguir ofendiéndoos
siempre?… Aplacaos, pues, Dios de mi alma, no por mis
méritos, que sólo valen para eterno castigo, sino
por los de vuestro Hijo y Redentor mío, en los cuales
cifro mi esperanza.

Por amor de Jesucristo, recibidme en
vuestra gracia y dadme la perseverancia en vuestro amor.
Desasidme de los afectos impuros y atraedme por completo a Vos.
Os amo, Soberano Señor, excelso amante de las almas, digno
de infinito amor… ¡Oh, si os hubiese amado
siempre!…

María, Madre nuestra, haced que no
emplee la vida que me resta en ofender a vuestro divino Hijo,
sino en amarle y en llorar los pecados que he
cometido.

PUNTO 3

Perdida la luz que nos guía, y
endurecido el corazón, ¿qué mucho que el
pecador tenga mal fin y muera obstinado en sus culpas? (Ecl. 3,
27). Los justos andan por el camino recto (Is. 26, 7), y, al
contrario, los que pecan habitualmente caminan siempre por
extraviados senderos. Si se apartan del pecado por un poco de
tiempo, vuelven presto a recaer; por lo cual San Bernardo les
anuncia la condenación.

Querrá tal vez alguno de ellos
enmendarse antes que le llegue la muerte. Pero en ese se cifra
precisamente la dificultad: en que el habituado a pecar se
enmiende aun cuando llegue a la vejez. "El mancebo, según
tomó su camino -dice el Espíritu Santo (Pr. 22,
6)-, aun cuando se envejeciere, no se apartará de
él". Y la razón de esto -dice Santo Tomás de
Villanueva- consiste en que nuestras fuerzas son harto
débiles, y, por tanto, el alma privada de la gracia puede
permanecer sin cometer nuevos pecados.

Y, además, ¿no sería
enorme locura que nos propusiéramos jugar y perder
voluntariamente cuanto poseemos, esperando que nos
desquitaríamos en la última partida? Pues no es
menos necedad la de quien vive en pecado y espera que en el
postrer instante de la vida lo remediará todo.
¿Puede el etíope mudar el color de su piel, o el
leopardo sus manchas? Pues tampoco podrá llevar vida
virtuosa el que tiene perversos e inveterados hábitos
(Jer. 13, 23), sino que al fin se entregará a la
desesperación y acabará desastrosamente sus
días (Pr. 28, 14).

Comentando San Gregorio aquel texto del
libro de Job (16, 15): "Me laceró con herida sobre
herida; se arrojó sobre mí como gigante
",
dice: Si alguno se ve asaltado por enemigos, aunque reciba una
herida, suele quedarle quizá aptitud para defenderse; pero
si otra y más veces le hieren, va perdiendo las fuerzas,
hasta que, finalmente, queda muerto. Así obra el pecado.
En la primera, en la segunda vez, deja alguna fuerza al pecador
(siempre por medio de la gracia que le asiste); pero si
continúa pecando, el pecado se convierte en gigante;
mientras que el pecador, al contrario, cada vez más
débil y con tantas heridas, no puede evitar la
muerte.

Compara Jeremías (Lm. 33, 53) el
pecado con una gran piedra que oprime el espíritu; y tan
difícil -añade San Bernardo- es convertirse a quien
tiene hábito de pecar, como al hombre sepultado bajo rocas
ingentes y falto de fuerzas para moverlas, el verse libre del
peso que le abruma.

¿Estoy, pues, condenado y sin
esperanza?…, preguntará tal vez alguno de estos
infelices pecadores. No, todavía no, si de veras quieres
enmendarte. Pero los males gravísimo requieren heroicos
remedios. Hállase un enfermo en peligro de muerte, y si no
quiere tomar medicamentos, porque ignora la gravedad del mal, el
médico le dice que, de no usar el remedio que se le
ordena, ha de morir indudablemente. ¿Qué
replicará el enfermo? "Dispuesto me hallo a obedecer en
todo… ¡Se trata de la vida!" Pues lo mismo, hermano
mío, has de hacer tú. Si incurres habitualmente en
cualquier pecado, enfermo estás, y de aquel mal que, como
dice Santo Tomás de Villanueva, rara vez se cura. En gran
peligro te hallas de condenarte.

Si quieres, sin embargo, sanar, he
aquí el remedio. No has de esperar un milagro de la
gracia. Debes resueltamente esforzarte en dejar las ocasiones
peligrosas, huir de las malas compañías y resistir
a las tentaciones, encomendándote a Dios.

Acude a los medios de confesarte a menudo,
tener cada día lectura espiritual y entregarte a la
devoción de la Virgen Santísima, rogándole
continuamente que te alcance fuerzas para no recaer. Es necesario
que te domines y violentes. De lo contrario, te
comprenderá la amenaza del Señor:
Moriréis en vuestro pecado (Jn. 8, 21). Y si no
pones remedio ahora, cuando Dios te ilumina, difícilmente
podrás remediarlo más tarde.

Escucha al Señor, que te dice como a
Lázaro: Sal afuera. ¡Pobre pecador ya
muerto! Sal del sepulcro de tu mala vida. Responde presto y
entrégate a Dios, y teme que no sea éste su
último llamamiento.

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Ah Dios mío! ¿He de
aguardar a que me abandonéis y enviéis al infierno?
¡Oh Señor! Esperadme, que me propongo mudar de vida
y entregarme a Vos. Decidme qué debo hacer, pues quiero
ponerlo por obra… ¡Sangre de Jesucristo, ayúdame!
¡Virgen María, abogada de pecadores,
socórreme! ¡¡Y Vos, Eterno Padre, por los
méritos de Jesús y María, tened misericordia
de mí!

Me arrepiento, ¡oh Dios infinitamente
bueno!, de haberos ofendido, y os amo sobre todas las cosas.
Perdonadme por amor de Cristo, y concededme el don de vuestro
amor, y también gran temor de mi condenación
eterna, si volviese a ofenderos.

Dadme, Dios mío, luz y fuerzas, que
todo lo espero de vuestra misericordia. Ya que tantas gracias me
otorgasteis cuando viví alejado de Vos, muchas más
espero ahora, cuando a Vos acudo resuelto a que seáis mi
único amor. Os amo, Dios mío, mi vida y mi
todo.

Os amo a Vos también, Madre nuestra
María; en vuestras manos encomiendo mi alma para que con
vuestra intercesión la preservéis de que vuelva a
caer en desgracia de Dios.

CONSIDERACIÓN 23

Engaños
que el enemigo sugiere al pecador

PUNTO 1

Imaginemos que un joven, reo de pecados
graves, se ha confesado y recuperado la divina gracia. El demonio
nuevamente le tienta para que reincida en sus pecados. Resiste
aún el joven; mas pronto vacila por los engaños que
el enemigo le sugiere. "¡Oh hermano mío! -le
diré-, ¿qué quieres hacer? ¿Deseas
perder por una vil satisfacción esa excelsa gracia de
Dios, que has reconquistado, y cuyo valor excede al del mundo
entero? ¿Vas a firmar tú mismo tu sentencia de
muerte eterna, condenándote a padecer para siempre en el
infierno?" "No -me responderá-, no quiero condenarme, sino
salvar mi alma. Aunque hiciere ese pecado, le confesaré
luego…" Ved el primer engaño del tentador.
¡Confesarse después! ¡Pero entre tanto se
pierde el alma!

Dime: si tuvieses en la mano una hermosa
joya de altísimo precio, ¿la arrojarías al
río, diciendo: mañana la buscaré con cuidado
y espero encontrarla? Pues en tu mano tienes esa joya
riquísima de tu alma, que Jesucristo compró con su
Sangre; la arrojas voluntariamente al infierno, pues al pecar
quedas condenado, y dices que la recobrarás por la
confesión.

Pero ¿y si no la recobras? Para
recuperarla es menester verdadero arrepentimiento, que es un don
de Dios, y Dios puede no concedértele. ¿Y si llega
la muerte y te arrebata el tiempo de confesarte?

Aseguras que no dejarás pasar ni una
semana sin confesar tus culpas. ¿Y quién ha
ofrecido darte esa semana? Dices que te confesarás
mañana. ¿Y quién te promete ese día?
El día de mañana -dice San Agustín- no te ha
prometido Dios; tal vez te le concederá, tal vez no, como
acaeció a muchos, que fueron sanos de noche a dormir en
sus camas y amanecieron muertos. ¡A cuántos, en el
acto mismo de pecar, hizo morir el Señor, y los
mandó al infierno! Y si hiciese lo propio contigo,
¿cómo podrías remediar tu eterna
perdición?

Persuádete, pues, de que con ese
engaño de decir "después me confesaré", el
demonio ha llevado al infierno millares y millares de almas.
Porque difícilmente se hallará pecador tan
desesperado que quiera condenarse a sí mismo. Todos, al
pecar, pecan con esperanza de reconciliarse después con
Dios. Por eso tantos infelices se han condenado y hecho imposible
su remedio.

Quizá digas que no podrás
resistir a la tentación que se te ofrece. Este es el
segundo engaño que te sugiere el enemigo,
haciéndote creer que no tienes fuerza para combatir y
vencer tus pasiones. En primer lugar, menester es que sepas que,
como dice el Apóstol (2 Co. 10, 13): Dios es fiel y no
permite que seamos tentados con violencia superior a nuestro
poder.

Además, si ahora no confías
en resistir, ¿cómo tienes esperanza de lograrlo
después, cuando el enemigo no cese de inducirte a nuevos
pecados y sea para ti más fuerte que antes y tú
más débil? Si piensas que no puedes ahora extinguir
esa llama, ¿cómo crees que la apagarás
luego, cuando sea mucho más violenta?… Afirmas que Dios
te ayudará. Mas su auxilio poderoso te le da ya ahora;
¿por qué no quieres valerte de él para
resistir? ¿Esperas, acaso, que Dios ha de aumentarte su
auxilio y su gracia cuando tú hayas acrecentado tus
culpas?

Y si deseas mayor socorro y fuerzas,
¿por qué no se los pides a Dios? ¿Dudas, tal
vez, de la fidelidad del Señor, que prometió
conceder lo que se le pidiere? (Mt. 7, 7). Dios no olvida sus
promesas. Acude a Él y te dará la fuerza que
necesitas para resistir a la tentación. Dios, como nos
dice el Concilio de Trento, no manda cosas imposibles.

Al dar el precepto, quiere que hagamos lo
que pudiéremos, con el auxilio actual que nos comunica; y
si este auxilio no nos bastare para resistir, nos exhorta a que
se lo pidamos mayor, que pidiéndole como se debe, nos le
concederá (Ses. 6, c. 13).

AFECTOS Y SÚPLICAS

¿Y por haber sido Vos, ¡oh
Dios mío!, tan benévolo para conmigo, he sido yo
tan ingrato con Vos? Como a porfía, Señor,
apartábame yo de Vos, y Vos me buscabais. Me colmabais de
bienes, y yo os ofendía.

¡Oh Señor mío! Aunque
sólo fuese por la bondad con que me habéis tratado,
debiera yo estar enamorado de Vos, porque a medida que yo
acrecentaba las culpas, me aumentabais Vos la gracia para que me
enmendase. ¿Acaso he merecido yo la luz con que
ilumináis mi alma?

Gracias os doy, Dios mío, con todo
mi corazón, y espero que os las daré eternamente en
el Cielo, pues los méritos de vuestra preciosísima
Sangre me infunden consoladora esperanza de salvación,
fundada en la inmensa misericordia que habéis conmigo
usado.

Espero, entre tanto, que me daréis
fuerzas para no haceros traición, y propongo que con el
auxilio de vuestra gracia preferiré mil veces la muerte a
ofenderos más. Basta con lo mucho que os ofendí. En
la vida que me resta quiero entregarme a vuestro amor.
¿Cómo no amar a un Dios que murió por
mí, y me ha sufrido con tanta paciencia, a pesar de las
ofensas que le hice?…

Arrepiéntome de todo corazón,
Dios de mi alma, y quisiera morir de dolor… Y si en la vida
pasada me aparté de Vos, ahora os amo sobre todas las
cosas, más que a mí mismo… Eterno Padre, por los
merecimientos de Jesucristo, socorred a un miserable pecador que
desea amaros…

María, mi esperanza, ayudadme Vos, y
alcanzadme la gracia de que acuda siempre a vuestro divino Hijo y
a Vos, no bien el enemigo me induzca a cometer nuevos
pecados.

PUNTO 2

Dices que el Señor es Dios de
misericordia
. Aquí se oculta el tercer engaño,
comunísimo entre los pecadores, y por el cual no pocos se
condenan. Escribe un sabio autor que más almas
envía al infierno la misericordia que la justicia de Dios,
porque los pecadores, confiando temerariamente en aquélla,
no dejan de pecar, y se pierden.

El Señor es Dios de misericordia,
¿quién lo niega? Y sin embargo, ¡a
cuántas almas manda Dios cada día a penas eternas!
Es, en verdad, misericordioso, pero también es justo; y
por ello se ve obligado a castigar a quien le ofende. Usa de
misericordia con los que le temen (Sal. 102, 11-13).

Pero en los que le desprecian y abusan de
la clemencia divina para más ofenderle, tiene que
responder sólo la justicia de Dios. Y con grave motivo,
porque el Señor perdona el pecado, mas no puede perdonar
la voluntad de pecar.

El que peca -dice San Agustín-
pensando en que se arrepentirá después de haber
pecado, no es penitente, sino que hace burla y menosprecio de
Dios. Además, el Apóstol nos advierte (Ga. 6, 7)
que de Dios nadie se burla; ¿y qué irrisión
mayor habría que ofenderle cómo y cuándo
quisiéramos, y luego aspirar a la gloria?

"Pero así como Dios fue tan
misericordioso conmigo en mi vida pasada, espero que lo
será también en lo venidero". Este es el cuarto
engaño. De modo que porque el Señor se ha
compadecido de ti hasta ahora, ¿habrá de ser
siempre clemente y no te castigará jamás?… Antes
bien, cuanto mayor haya sido su clemencia, tanto más debes
temer que no vuelva a perdonarte, y que te castigue con rigor
apenas le ofendas de nuevo. "No digáis -exclama
el Eclesiástico (5, 4)- he pecado, y no he recibido
castigo, porque el Altísimo, aunque es paciente, nos da lo
que merecemos
".

Cuando llega su misericordia al
límite que para cada pecador tiene determinado, entonces
le castiga por todas las culpas que el ingrato cometió. Y
la pena será tanto más dura cuanto más largo
hubiere sido el tiempo en que Dios esperó al culpado, dice
san Gregorio.

Si vieras, pues, hermano mío, que, a
pesar de tus frecuentes ofensas a Dios, aún no has sido
castigado, debes decir: "Señor, grande es mi gratitud,
porque me habéis librado del infierno, que tantas veces
merecí". Considera que muchos pecadores, por culpas harto
menos graves que las tuyas, se han condenado irremisiblemente, y
trata además de satisfacer por tus pecados con el
ejercicio de la paciencia y de otras buenas obras.

La benevolencia con que Dios te ha tratado
debe animarte no sólo a dejar de ofenderle, sino a
servirle y amarle siempre, ya que contigo mostró inmensa
misericordia, a otros muchos negada.

AFECTOS Y SÚPLICAS

Jesús mío crucificado, mi
Redentor y mi Dios: a vuestras plantas se postra este traidor
infame, avergonzándose de comparecer ante vuestra
presencia. ¡Cuántas veces os he menospreciado!
¡Cuántas veces prometí no ofenderos
más! Pero mis promesas fueron otras tantas traiciones,
pues no bien se me ofreció ocasión de pecar,
olvidéme de Vos y os abandoné nuevamente. Os doy
mil gracias porque me habéis librado del infierno y me
pemitís estar a vuestros pies, e ilumináis mi alma
y me atraéis a vuestro amor.

¡Quiero amaros, salvador mío,
y no despreciaros más, que bastante me habéis
esperado! ¡Infeliz de mí si, a pesar de tantas
gracias, volviese a ofenderos! Deseo, Señor, mudar de vida
y amaros tanto como os he ofendido, y me llena de consuelo el
considerar que sois bondad infinita.

Duélome de todo corazón de
haberos despreciado, y os ofrezco todo mi amor en lo sucesivo.
Perdonadme por los merecimientos de vuestra sagrada
Pasión; olvidad los pecados con que os injurié, y
dadme fuerzas para seros fiel siempre. Os amo, Sumo Bien
mío; espero amaros eternamente, y no quiero volver a
abandonaros…

¡Oh María, Madre de Dios,
unidme a mi Señor Jesucristo, y alcanzadme la gracia de
que yo no me aparte jamás de sus benditos pies!… En Vos
confío.

PUNTO 3

"Aún soy joven… Dios se compadece
de la juventud, y más tarde me entregaré a
Él". Consideremos este quinto engaño. Eres joven:
¿mas no sabes que Dios no cuenta los años, sino los
pecados de cada hombre?… ¿Cuántos has
cometido?… Muchos ancianos habrá que no hayan hecho ni
la décima parte de los que tú hiciste.
¿Ignoras que el Señor tiene determinados el
número y medida de las culpas que a cada pecador ha de
perdonar?

"El Señor -dice la
Escritura (2 Mac. 6, 14)- sufre con paciencia para castigar a
las naciones en el colmo de sus pecados cuando viniere el
día del juicio
". Lo cual significa que el
Señor es paciente y sufre y espera hasta cierto
límite; mas no bien se colma la medida de los pecados que
a cada hombre quiere perdonar, cesa el perdón y se ejecuta
el castigo, enviando de improviso la muerte al pecador en el
estado de condenación en que éste se halle, o
abandonándole a su pecado, que es pena peor que la misma
muerte (Is., 5).

Si tenéis una tierra de labor y la
cercáis con setos, y a pesar de haberla cultivado muchos
años y de haber hecho en ella gastos considerables, veis
que, con todo eso, no os da fruto alguno, ¿qué
haréis?… Le arrancaréis el cercado y la
dejaréis abandonada.

Temed que Dios no haga eso mismo con
vosotros. Si seguís pecando, iréis perdiendo el
remordimiento de conciencia; no pensaréis en la eternidad
ni en vuestra alma; perderéis casi del todo la luz que nos
guía, acabaréis por perder todo temor… Pues ya
con eso quitada está la cerca que os defendía. Ya
llegó el abandono de Dios.

Examinemos, en fin, el último
engaño. Dices: "Verdad es que por ese pecado
perderé la gracia de Dios y quedaré condenado al
infierno. Puede, pues, suceder que me condeno; mas también
puede acaecer que luego me confiese y me salve…". Concedo que
así pudiera ser. Quizá te salves. No soy profeta, y
no me es dado asegurar con certidumbre que después de ese
nuevo pecado no habrá ya para ti perdón de
Dios.

Mas no me negarás que si con tantas
gracias como el Señor te ha concedido todavía
vuelves a ofenderle, es sumamente fácil que para siempre
te pierdas. Así lo patentiza la Sagrada Escritura (Ecl. 3,
27): "El corazón obstinado mal se hallará en sus
postrimerías". "Los que proceden malignamente
serán exterminados"
(Sal. 36, 9). "El que siembra
pecados, recogerá, al fin, penas y tormentos" (Gal. 6, 8).
"Os llamé -dice Dios (Pr. 1, 24-26)- y me rechazasteis…
Yo también me reiré en vuestra muerte".
"Mía es la venganza, y Yo les daré el pago a su
tiempo"
(Dt. 32, 35).

Así habla de los pecadores
obstinados la Sagrada Escritura, y así lo exigen la
razón y la justicia. Y, sin embargo, dices que, a pesar de
todo, quizá te salvarás. Repetiré que no es
imposible; pero ¿no es tremenda locura confiar la eterna
salvación a un quizá, y a un
quizá tan poco probable? ¿Es negocio
éste de tan corto valer, que podemos ponerle en tan grave
riesgo?

AFECTOS Y SÚPLICAS

Amadísimo Redentor mío:
Postrado a vuestros pies, os agradezco con toda mi alma que, a
pesar de mis muchas culpas, no me hayáis abandonado.
¡Cuántos que os habrán ofendido menos que yo
no habrán recibido las inspiraciones que ahora me dais!
Bien veo que deseáis salvarme, y yo uno a los vuestros mis
deseos. Quiero ensalzar en el Cielo eternamente vuestra
misericordia.

Espero, Señor, que me habréis
perdonado; pero si todavía no he recuperado vuestra gracia
por no haber sabido arrepentirme de mis culpas, ahora me
arrepiento de todo corazón, y las detesto sobre todos los
males.

Perdonadme, por piedad, y aumentad en
mí el dolor de haberos ofendido a Vos, Dios mío,
Bondad Suma e inefable. Dadme dolor y amor, pues aunque os amo
sobre todas las cosas, harto poco es; quiero amaros más, y
a Vos pido y de Vos espero alcanzar ese amor. Oídme,
Jesús mío, ya que prometisteis oír al que os
suplica…

¡Oh Virgen María, Madre de
Dios!, el mundo entero afirma que nunca dejáis
desconsolado al que a Vos se encomienda. Y pues sois,
después de Jesucristo, mi única esperanza, a Vos,
Señora, acudo, y en Vos confío. Encomendadme a
vuestro Hijo y salvadme.

CONSIDERACIÓN 24

Del juicio
particular

Porque es necesario que todosnosotros
seamos manifestadosante el tribunal de Cristo.2 Cor. 5,
10.

PUNTO 1

Consideremos la presentación del
reo, acusación, examen y sentencia de este juicio.
Primeramente, en cuanto a la presentación del alma ante el
Juez, dicen comúnmente los teólogos que el juicio
particular se verifica en el mismo instante en que el hombre
expira, y que en el propio lugar donde el alma se separa del
cuerpo es juzgada por nuestro Señor Jesucristo, el cual no
delegará su poder, sino que por Sí mismo
vendrá a juzgar esta causa. "A la hora que no
penséis vendrá el Hijo del Hombre"
(Lc. 12,
40). "Vendrá con amor para los buenos -dice San
Agustín-, y con terror para los malos".

¡Oh, qué espantoso temor
sentirá el que, al ver por vez primera al Redentor, vea
también la indignación divina!
"¿Quién podrá subsistir ante la faz de
su indignación?"
(Nah. 1, 6).

Meditando en esto, el P. Luis de la Puente
temblaba de tal modo que la celda en que estaba se
estremecía. El V. P. Juvenal Ancina se convirtió
oyendo cantar el Dies irae, porque al considerar el
terror que tendrá el alma cuando vaya al juicio,
resolvió apartarse del mundo; y así, en efecto, le
abandonó.

El enojo del Juez, nuncio será de
eterna desventura (Pr. 16, 14); y hará padecer más
a las almas que las mismas penas del infierno, dice San
Bernardo.

Causa a veces el miedo sudor glacial en los
criminales presentados ante los jueces de la tierra.
Pisón, con traje de reo, comparece ante el Senado, y es
tal su confusión y vergüenza, que allí mismo
se da muerte. ¡Qué aflicción profunda siente
un hijo o un buen vasallo cuando ve al padre o a su señor
gravemente enojado!…

¡Pues mucha mayor pena sentirá
el alma cuando vea indignado a Jesucristo, a quien
despreció! (Jn. 19, 37). Airado e implacable, se le
presentará entonces este Cordero divino, que fue en el
mundo tan paciente y amoroso, y el alma, sin esperanza,
clamará a los montes que caigan sobre ella y la oculten
del enojo de Dios (Ap. 6, 16).

Hablando del juicio, dice San Lucas (21,
27): Entonces verán el Hijo del Hombre. Ver a su
Juez en forma humana acrecentará el dolor de los
pecadores; porque la presencia de aquel Hombre que murió
por salvarlos les recordará vivamente la ingratitud con
que le ofendieron.

Después de la gloriosa
Ascensión del Señor, los ángeles dijeron a
sus discípulos (Hch. 1, 11): "Este Jesús, que
ante vuestra vista ha subido a la gloria, así
vendrá como le habéis visto ir al Cielo
".
Vendrá, pues, el salvador a juzgarnos ostentando aquellas
mismas sagradas llagas que tenía cuando dejó la
tierra. "Grande gozo para los que le contemplen, temor grande
para los que esperan", dice Ruperto. Esas benditas llagas
consolarán a los justos e infundirán espanto a los
pecadores.

Cuando José dijo a sus hermanos (Gn.
45, 3): Yo soy José, a quien vendisteis, quedaron
ellos -dice la Escritura- mudos e inmóviles de terror.
¿Qué responderá el pecador a Jesucristo?
¿Podrá acaso pedirle misericordia cuando antes le
habrá dado cuenta de lo mucho que despreció esa
misma clemencia? ¿Qué hará, pues -dice San
Agustín-, adónde huirá cuando vea al Juez
enojado, debajo el infierno abierto, a un lado los pecados
acusadores, al otro al demonio dispuesto a ejecutar la sentencia,
y dentro de sí mismo la conciencia que remuerde y
castiga?

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Oh Jesús mío!
Así quiero siempre llamaros, pues vuestro nombre me
consuela y reanima, recordándome que fuisteis mi Salvador
y que moristeis por redimirme.

A vuestras plantas me humillo, y reconozco
que soy reo de tantos infiernos cuantas veces os ofendí
con pecados mortales. No merezco perdón, ¡pero Vos
habéis muerto para perdonarme!… Recordare, Jesu pie,
quod sum causa tuae viae.

Perdóname, ¡oh Jesús!,
ahora, antes que vengas a juzgarme. Entonces no me será
dado pediros clemencia; ahora puedo implorarla y la espero.
Entonces vuestras llagas me atemorizarán; ahora me
infunden esperanza.

Amadísimo Redentor mío, me
arrepiento sobre todo mal de haber injuriado a vuestra Bondad
infinita. Propongo sufrir cualquier trabajo, cualquier
tribulación, antes que perder vuestra gracia, porque os
amo con todo mi corazón. Tened misericordia de mí.
Miserere mei, Deus, secundum magnam misericordiam
tuam…

¡Oh María, Madre de
Misericordia y Abogada de pecadores!: alcanzadme gran dolor de
mis culpas, el perdón de ellas y la perseverancia en el
divino amor. Os amo, Reina mía, y en Vos
confío.

PUNTO 2

Considera la acusación y examen:
"Comenzó el juicio y los libros fueron abiertos" (Dn. 7,
10). Dos serán estos libros: el Evangelio y la conciencia.
En aquél se leerá lo que el reo debió hacer;
en ésta, lo que hizo. En el peso de la divina Justicia no
entrarán las riquezas, dignidades y nobleza de los
hombres, sino sus obras no más. "Has sido pesado en la
balanza
-dice Daniel (5, 27) al rey Baltasar-, y has
sido hallado falto
".

Es decir, según comentario del P.
Álvarez, que "no fueron puestos en el peso el oro y las
riquezas, sino sólo el rey".

Llegarán luego los acusadores, y el
demonio ante todos. "Estará el enemigo ante el tribunal de
Cristo -dice San Agustín-, y referirá las palabras
de tu profesión". "Nos recordará cuanto hemos
hecho, el día, la hora en que hemos pecado". Referir las
palabras de nuestra profesión significa que
presentará todas las promesas que hicimos, olvidadas y no
cumplidas después, y aducirá nuestras culpas,
designando los días y horas en que las hayamos
cometido.

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8
 Página anterior Volver al principio del trabajoPágina siguiente 

Nota al lector: es posible que esta página no contenga todos los componentes del trabajo original (pies de página, avanzadas formulas matemáticas, esquemas o tablas complejas, etc.). Recuerde que para ver el trabajo en su versión original completa, puede descargarlo desde el menú superior.

Todos los documentos disponibles en este sitio expresan los puntos de vista de sus respectivos autores y no de Monografias.com. El objetivo de Monografias.com es poner el conocimiento a disposición de toda su comunidad. Queda bajo la responsabilidad de cada lector el eventual uso que se le de a esta información. Asimismo, es obligatoria la cita del autor del contenido y de Monografias.com como fuentes de información.

Categorias
Newsletter