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Preparación para la muerte, de San Alfonso María de Ligorio (página 6)



Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8

Luego dirá al Juez: "Señor,
yo nada he padecido por este reo; pero él os dejó a
Vos, que disteis la vida por salvarle, y se hizo esclavo
mío. A mí me pertenece…" Serán
también acusadores los ángeles custodios, como dice
Orígenes (Hom. 66), y "darán testimonio de los
años en que procuraron la salvación del pecador,
aunque éste despreció todas las inspiraciones y
avisos". Entonces, "todos sus amigos le despreciarán" (Lm.
1, 2).

Hasta las paredes que vieron pecar al reo
serán acusadoras (Hab. 2, 11); y acusadora será la
misma conciencia (Ro. 2, 15-16). Los pecados -dice San Bernardo-
clamarán diciendo: "Tú nos hiciste, tus obras
somos, y no te abandonaremos".

Acusadoras, por último,
serán, como escribe San Juan Crisóstomo (Hom. in
Matth), las llagas del Señor: "Los clavos se
quejarán de ti; las cicatrices contra ti hablarán;
la cruz de Cristo clamará en contra tuya".

Después se hará el examen.
Dice el Señor (Sof. 1, 12): "Con la luz en la mano
escudriñaré a Jerusalén". La luz de la
lámpara penetra todos los rincones de la casa, escribe
Mendoza. Y Cornelio a Lápide, comentando la palabra in
lucernis
del texto, dice que Dios presentará ante el
reo los ejemplos de los Santos, todas las luces e inspiraciones
que le dio, todos los años de vida que le concedió
para que practicase el bien. Hasta de las miradas tendrás
que dar cuenta, exclama San Anselmo.

Y así como se purifica y aquilata el
oro separándole de la escoria, así se
aquilatarán y examinarán las confesiones,
comuniones y otras buenas obras (Mal. 3, 3). "Cuando tomare el
tiempo, juzgaré las justicias". En suma, dice San Pedro (1
P. 4, 18) que en juicio apenas si el justo se
salvará
.

Si se ha de dar cuenta de toda palabra
ociosa, ¿qué cuenta no se dará de tanto mal
pensamiento consentido, de tantas palabras impuras? Especialmente
hablando de los escandalosos, que le roban innumerables almas,
dice el Señor (Os. 13, 8): "Los asaltaré como
la osa a quien han robado los cachorros
". Y, finalmente,
refiriéndose a las acciones del reo, dirá al Juez
Supremo (Pr. 31, 31): "Dadle el fruto de sus manos"; es
decir, pagadle según sus obras.

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Ah Jesús mío! Si
quisieras pagarme ahora según las obras que he hecho, el
infierno sería mi recompensa… ¡Cuántas
veces, oh Dios, escribí mi propia condena a esa
cárcel de tormentos! Inmensa es mi gratitud por la
paciencia con que me habéis sufrido.

¡Oh Señor!, si ahora tuviese
que presentarme a vuestro Tribunal, ¿qué cuenta
daría de mi vida? Esperadme, Dios mío, un poco
más, no me juzguéis aún (Sal. 142, 2).
¿Qué sería de mí si en este momento
me juzgaseis? Aguardad, Señor, y ya que habéis
usado conmigo de tanta clemencia, sed todavía tan
misericordioso que me deis gran dolor de mis pecados.

Me arrepiento, ¡oh Bien Sumo!, de
haberos menospreciado tantas veces, y os amo sobre todas las
cosas… Eterno Padre, perdonadme por amor de Jesucristo, y por
sus méritos concededme la santa
perseverancia…

Jesús mío, todo lo espero del
infinito valer de vuestra Sangre. María Santísima,
en Vos confío… Eia, ergo, advocata nostra, illos
tuos misericordes óculos ad nos converte
. Mirad mi
gran miseria, y compadeceos de mí.

PUNTO 3

En suma: para que el alma consiga la
salvación eterna, el juicio ha de patentizar que la vida
de esa alma ha sido conforme a la vida de Cristo (Ro. 8, 29). Por
este motivo temblaba Job y exclamaba (31, 14):
"¿Qué haré cuando Dios se levante a
juzgar?
Y cuando me preguntare, ¿qué le
responderé?". Reprendiendo Felipe II a uno de sus
servidores, que había tratado de engañarle, le dijo
severamente no más que estas palabras: ¿Y
así me engañáis?…
Aquel infeliz se
marchó a su casa y murió de pena.

¿Qué hará, pues,
qué responderá el pecador a Jesucristo Juez?
Hará lo que aquel hombre de que hablan los Evangelios (Mt.
22, 12), que acudió al banquete sin traje de boda. No supo
qué contestar, y enmudeció. Las mismas culpas le
cerraban la boca (Sal. 106, 42). La vergüenza -dice San
Basilio- dará al pecador mayor tormento que las mismas
llamas infernales.

Por último, el Juez dictará
la sentencia: "Apartaos de mío, malditos, al fuego
eterno". ¡Oh! Cuán terriblemente resonará
aquel trueno… -dice Dionisio el Cartujo-. "Quien no tiembla por
ese horrendo tronar -exclama San Anselmo-, no está
dormido, sino muerto"; y San Eusebio añade que será
tan inmenso el terror de los pecadores al oír su
sentencia, que si no fueran ya inmortales, al punto
morirían.

Entonces, como escribe Santo Tomás
de Villanueva, ya no será tiempo de suplicar, ya no
habrá intercesores a quienes recurrir. ¿Y a
quién acudirán?… ¿Tal vez a su Dios, que
despreciaron? ¿Tal vez a los Santos, a la Virgen
María?… ¡Ah, no! Porque entonces las
estrellas
(que son los santos abogados) caerán
del Cielo, y la luna
(que es María Santísima)
no alumbrará (Mt. 24, 29. "María -dice San
Agustín- huirá de las puertas de la
gloria".

"¡Oh Dios! -exclama el ya citado
Santo Tomás de Villanueva-, con qué indiferencia
oímos hablar del juicio, como si no pudiésemos
merecer la sentencia de condenación, o como si no
hubiéramos de ser juzgados… ¡Qué locura
estar tranquilos en medio de tal riesgo!" No digas, hermano
mío -nos advierte San Agustín-: ¡Ah!
¿Querrá Dios enviarme al infierno? No lo digas
jamás.

Tampoco los hebreos querían
convencerse de que serían exterminados, y muchos
réprobos blasonaban de que no recibirían las penas
eternas. Pero al fin llegó el castigo: "El fin llega,
llega el fin…; ahora enviaré mi furor sobre ti, y te
juzgaré"
(Ez. 7, 6-8).

Pues eso mismo te acaecerá a ti.
"Llegará el día del juicio y verás lo
ciertas que son las amenazas de Dios".

Ahora todavía nos es dado a nosotros
escoger la sentencia que prefiramos. Y para ello debemos ajustar
nuestras cuentas del alma antes que llegue el juicio (Ecl. 18,
19), porque, como dice San Buenaventura, los negociantes
prudentes, para no errar, revisan y ajustan sus cuentas a menudo:
"Antes del juicio podemos aplacar al Juez; mas en el juicio,
no".

Digamos, pues, al Señor lo que San
Bernardo decía: "Quiero presentarme a Vos juzgado ya y no
por juzgar". Quiero, ¡oh Juez de mi alma!, que en esta vida
me juzguéis y castiguéis, que ahora es tiempo de
misericordia y de perdón; después de la muerte
sólo será tiempo de justicia.

AFECTOS Y SÚPLICAS

Si Ahora, Dios mío, no aplaco
vuestro enojo, luego no será posible aplacaros. Mas
¿cómo lo conseguiré, habiendo tantas veces
despreciado vuestra amistad por viles y míseros placeres?
Con ingratitud pagué vuestro inmenso amor…
¿Qué satisfacción meritoria puede ofrecer la
criatura por las ofensas que hizo a su Creador?…

¡Ah Señor mío!
¿Cómo daros dignamente gracias por esa vuestra
misericordia, que me dispuso medios infalibles de satisfaceros y
aplacaros?… Os ofrezco la Sangre y la muerte de Jesucristo,
vuestro Hijo, y queda aplacada y superabundantemente satisfecha
vuestra justicia. Necesario es, además, mi
arrepentimiento…

Sí, Dios mío; me arrepiento
de todo corazón de cuantas ofensas os hice. Juzgadme
ahora, Redentor mío. Detesto mis culpas sobre todo mal, y
os amo sobre todas las cosas con toda mi alma; propongo amaros
siempre, y preferir la muerte a ofenderos otra vez. Habéis
prometido perdonar al que se arrepiente. Juzgadme, pues, ahora, y
perdonadme mis pecados. Acepto la pena que merezco; pero volvedme
vuestra gracia, y conservadla en mí hasta la
muerte…

¡Oh María, Madre nuestra!
Gracias por tantos dones como para mí habéis
alcanzado de la divina clemencia. Seguid protegiéndome
hasta el fin de mi vida.

CONSIDERACIÓN 25

Del juicio
universal

Conocido será el Señor
que hace justiciaSal. 9, 17

PUNTO 1

No hay en el mundo, si bien se considera,
persona más despreciada que nuestro Señor
Jesucristo. Más se atiende a un pobre villano que al mismo
Dios; porque se teme que ese villano, si se viere demasiado
injuriado y oprimido, tome ruda venganza, movido de violento
enojo. Pero a Dios se le ofende y ultraja sin reparo, como si
no pudiera castigar cuando quisiere
(Jb. 22, 17).

Por estas causas, el Redentor ha destinado
el día del juicio universal (llamado con razón en
la Escritura día del Señor), en el cual
Jesucristo se hará reconocer por todos como universal y
Soberano Señor de todas las cosas (Sal. 9, 17).

Ese día no se llama día de
misericordia y perdón, sino "día de ira, de
tribulación y de angustia; día de miseria y
desventura"
(Sof. 1, 15). Porque en él se
resarcirá justamente el Señor de la honra y gloria
que los pecadores quisieron arrebatarle en este mundo. Veamos
cómo ha de suceder el juicio en ese gran
día.

Antes que se presente el divino Juez le
precederá maravilloso fuego del Cielo (Sal. 96, 3), que
abrasará la tierra y cuanto en ella exista (2 P. 3, 10).
De suerte que los palacios, templos, ciudades, pueblos y reinos,
todo se convertirá en montón de cenizas.

Menester es purificar con fuego esta gran
casa, contaminada de pecados. Tal es el fin que tendrán
todas las riquezas, pompas y delicias de la tierra. Muertos
los hombres, resonará la trompeta y todos
resucitarán
(1 Co. 15, 52).

Decía San Jerónimo: "Cuando
considero el día del juicio, me estremezco.
Paréceme siempre que oigo resonar aquella trompeta:
Levantaos, muertos, y venid a mi juicio" (In Mt. c. 5). Al sonido
pavoroso de esa voz descenderán las almas
hermosísimas de los bienaventurados para unirse a sus
cuerpos, con los cuales sirvieron a Dios en este mundo; y las
almas infelices de los condenados saldrán del infierno y
se unirán a sus cuerpos malditos, que fueron instrumentos
para ofender a Dios.

¡Qué diferencia habrá
entonces entre los cuerpos de justos y condenados! Los justos
se mostrarán hermosos, cándidos, resplandecientes
más que el sol
(Mt. 13, 43). ¡Dichoso el que en
esta vida supo mortificar su carne, negándole los placeres
vedados; y aun para mejor enfrenarla, como hicieron los Santos,
la maltrató y le rehusó también los placeres
lícitos de los sentidos!…

¡Cuánto se regocijará
por ello!, como se alegró un San Pedro de
Alcántara, que poco después de su muerte se
apareció a Santa Teresa de Jesús, y le dijo:
"¡Oh feliz penitencia, que tanta gloria me ha
alcanzado!…" Y, al contrario, los cuerpos de los
réprobos se mostrarán deformes, negros y
hediondos.

¡Ah, qué pena tendrá el
condenado al unirse con su cuerpo!… "Cuerpo maldito
-dirá el alma-, por contentarte me perdí". Y el
cuerpo dirá: "Tú, alma maldecida, que estabas
dotada de razón, ¿por qué me concediste
aquellos deleites que a ti y a mí nos han perdido por toda
la eternidad?".

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Ah Jesús y Redentor
mío, que un día habéis de ser mi Juez,
perdonadme antes que llegue ese día temible! No
apartes de mí tu rostro
(Sal. 101, 3). Ahora sois mi
Padre, y como tal, recibid en vuestra gracia a un hijo que vuelve
a Vos arrepentido.

Padre mío, os pido perdón.
Mal hice en ofenderos y en dejaros, que no merecíais mi
detestable proceder. Duélome de ello y me arrepiento de
todo corazón. Perdonadme, pues; no apartéis de
mí vuestro rostro ni me despidáis como merezco.
Acordaos de la Sangre que por mí derramasteis, y tened
misericordia de mí.

Jesús mío, no quiero
más Juez que Vos. Pues, como decía Santo
Tomás de Villanueva, "gustoso me someto al juicio de
Aquél que murió por mí y que para no
condenarme, quiso ser Él condenado a la cruz". Ya San
Pablo había dicho: "¿Quién es el que
condena? Cristo Jesús, que murió por
nosotros".

Os amo, Padre mío, y deseo no volver
jamás a separarme de vuestras plantas. Olvidad las ofensas
que os hice, y dadme gran amor a vuestra bondad. Quiero que este
amor a Vos sea mayor que el desagradecimiento con que os
ofendí. Mas si no me ayudáis, no podré
amaros. Auxiliadme, Jesús mío. Haced que mi vida
sea como quiere vuestro amor, a fin de que en el día
postrero merezca ser contado en el número de vuestros
escogidos…

¡Oh María, mi Reina y mi
Abogada, ayudadme ahora, pues si me perdiere ya no podréis
ayudarme en aquel día! Vos, Señora, por todos
rogáis. Rogad también por mí, que me precio
de ser vuestro devoto y que tanto confío en
Vos.

PUNTO 2

Apenas hayan resucitado los muertos,
dispondrán los ángeles que se reúnan todos
en el valle de Josafat para ser juzgados (Jl. 3, 14), y
separarán allí a los justos de los réprobos
(Mt. 13, 49). Los primeros quedarán a la derecha; los
condenados, a la izquierda… Profunda pena siente quien se ve
separado de la sociedad o de la Iglesia. ¡Cuánto
mayor no será la de verse despedido de la
compañía de los Santos! ¡Qué
confusión tendrán los impíos cuando,
apartados de los justos, se hallen abandonados!

Dice San Juan Crisóstomo (In Mt., c.
24) que si los condenados no tuvieran otras penas, esa
confusión bastaría par darles los tormentos del
infierno. Habrá hijos separados de sus padres; esposos, de
sus esposas; amos, de sus sirvientes… (Mt. 24, 40). Di, hermano
mío, ¿en qué lugar crees que te
hallarás entonces?… ¿Quieres estar a la derecha?
Pues abandona el camino que a la izquierda conduce.

Se tiene en este mundo por afortunados a
los príncipes y a los ricos, y se desprecia a los Santos,
a los pobres y humildes… ¡Oh fieles que amáis a
Dios!, no os aflijáis al veros tan atribulados y
vilipendiados en la tierra. "Vuestra tristeza se
convertirá en gozo"
(Jn. 16, 20).

Entonces verdaderamente seréis
llamados venturosos, y os honrarán admitiéndoos en
la corte de Cristo. ¡Con qué celestial hermosura
resplandecerán un San Pedro de Alcántara, que fue
injuriado como si hubiese sido apóstata; un San Juan de
Dios, escarnecido como loco; un San Pedro Celestino, que,
renunciando al Pontificado, murió en una cárcel!
¡Qué gloria alcanzarán tantos mártires
que fueron despedazados por los verdugos! (1 Co. 4, 5). Y, al
contrario, ¡qué horribles aparecerán un
Herodes, un Pilatos, un Nerón y otros poderosos de la
tierra, condenados para siempre!…

¡Oh amadores del mundo! Para el
valle, para aquel valle os emplazo. Allí, sin duda,
mudaréis de parecer; allí lloraréis vuestra
locura. ¡Infelices, que por representar un brevísimo
papel en la escena del mundo representaréis luego el de
réprobos en la tragedia del juicio universal!

Los elegidos se hallarán a la
derecha, y para mayor gloria -como dice el Apóstol (1 Ts.
4, 16)- serán levantados en el aire, sobre las nubes, y
esperarán con los ángeles a Jesucristo, que ha de
bajar del Cielo. Los réprobos, a la izquierda, y como
reses destinadas al matadero, aguardarán a su Juez, que ha
de hacer pública la condenación de todos sus
enemigos.

De improviso, ábrense los Cielos y
surgen los ángeles para asistir al juicio, llevando los
signos de la Pasión de Cristo, dice Santo Tomás
(Opc. 2, 244). Singularmente resplandecerá la santa cruz.
Y entonces aparecerá en el Cielo la señal de la
Pasión del Hijo del Hombre, y plañirán todas
las tribus de la tierra
(Mt. 24, 30).

"¡Oh, y cómo al ver la cruz
-exclama Cornelio a Lápide- gemirán los pecadores
que despreciaron su salvación eterna, tan cara al Hijo de
Dios!" "Entonces -dice San Juan Crisóstomo- los clavos se
quejarán de ti; las cicatrices contra ti hablarán;
la cruz de Cristo clamará en contra tuya".

Asesores serán de este juicio los
Santos Apóstoles y todos los que los imitaron, y con
Jesucristo juzgarán a los pueblos (Hom. 20, in Mt.).
Allí estará también la Reina de los
ángeles y de los hombres, María Santísima.
Y, en fin, se presentará el eterno Juez en luminoso trono
de majestad. "Y verán al Hijo del Hombre, que
vendrá en las nubes del Cielo con gran poder y majestad"
(Sb. 3, 7-8). "A su presencia serán atormentados los
pueblos" (Mt. 24, 30).

La presencia de Cristo traerá a los
elegidos inefable consuelo, y a los réprobos, penas
mayores que las del mismo infierno, dice San Jerónimo.
"Dadme, Jesús mío -decía santa Teresa-,
dadme cualquier trabajo, pero no me mostréis vuestro
rostro indignado en aquel día". Y San Basilio dice: "Esta
confusión excede a toda pena". Acaecerá entonces lo
predicho por San Juan (Ap. 6, 16): que los condenados
pedirán a las montañas que caigan sobre ellos y los
oculten a la vista del enojado Juez.

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Oh carísimo Redentor
mío, Cordero de Dios, que vinisteis al mundo no para
castigar, sino a perdonar los pecados, perdonadme, Señor,
antes que llegue el día en que habéis de juzgarme.
Veros entonces, Cordero sin mancilla, que con tanta paciencia me
habéis sufrido, y perderos para siempre, sería el
infierno de mi infierno. Perdonadme, pues, vuelvo a deciros;
sacadme con vuestras manos piadosísimas de este abismo en
que me hundieron mis pecados. Me arrepiento, ¡oh Sumo
Bien!, de haberos ofendido tantas veces.

Os amo, Juez mío, que tanto me
habéis amado. Por los merecimientos de vuestra muerte,
dadme tan alta gracia que me convierta de pecador en santo.
Prometisteis oír a quien os ruegue, pues yo no os pido
bienes terrenos, sino vuestra gracia y vuestro amor; nada
más deseo. Oídme, Jesús mío, por el
amor que me tuvisteis al morir por mí en la cruz. Reo soy,
¡oh Juez amadísimo!, pero un reo que os ama
más que a sí propio…

María, Madre nuestra, tened
misericordia de mí ahora que aún hay tiempo de que
me ayudéis. Jamás me habéis abandonado
cuando yo huía de Dios y de Vos. Socorredme ahora que
resuelvo amaros y serviros siempre y no más ofender a mi
Señor… ¡Oh María, Vos sois mi
esperanza!

PUNTO 3

Comenzará el juicio
abriéndose los libros del proceso, es decir, las
conciencias de todos (Dn. 7, 10). Los primeros testimonios contra
los réprobos serán del demonio, que dirá,
según San Agustín: "Justísimo Juez,
sentencia que son míos los que no quisieron ser
tuyos".

Acusará después la propia
conciencia de los hombres (Ro. 2, 15) Darán luego
testimonio, clamando venganza, los lugares en que los pecadores
ofendieron a Dios (Hab. 2, 11); y testigo será, por
último, el mismo Juez que estuvo presente en cuantas
ofensas le hicieron.

Dice San Pablo (1 Co. 4, 5) que en aquel
momento el Señor "esclarecerá aun las cosas
escondidas en las tinieblas". Manifestará ante todos los
hombres las culpas de los réprobos, hasta las más
secretas y vergonzosas que en la vida ocultaron ellos a los
mismos confesores (Nah. 3, 5).

Los pecados de los elegidos, en sentir del
Maestro de las Sentencias y otros muchos teólogos, no
serán descubiertos, sino continuarán ocultos,
según lo que dice David (Sal. 31, 1): Bienaventurados
aquéllos cuyas iniquidades han sido perdonadas y cuyos
pecados han sido encubiertos
.

Y, por el contrario -dice San Basilio (Lib.
de Ver. Vir)-, las culpas de los réprobos serán
vistas por todos de una sola ojeada, como si estuvieran en un
cuadro representadas. Exclama Santo Tomás: "Si en el
huerto de Getsemaní, al decir Jesús: Yo
soy
, cayeron en tierra todos los soldados que iban a
prenderle, ¿qué sucederá cuando, en su trono
de Juez, diga a los condenados: Yo soy Aquél que tanto
despreciasteis?"

Llegada la hora de la sentencia, Jesucristo
dirá a los elegidos aquellas dulces palabras (Mt. 25, 34):
Venid benditos de mi Padre; poseed el reino que os
está preparado desde el principio del mundo
. Cuando
San Francisco de Asís supo por revelación que
estaba predestinado, sintió altísimo e inefable
consuelo.

¿Qué consolación no
sentirán los que oyeren que el Juez les dice: "Venid,
hijos benditos, venid a mi reino. No más trabajos ni
temor. Conmigo estáis y estaréis eternamente.
Bendigo las lágrimas que por vuestros pecados
derramasteis. Vamos a la gloria, donde unidos viviremos por toda
la eternidad"?

La Virgen Santísima bendecirá
a sus devotos y los invitará a entrar con Ella en el
Cielo. Y así, los justos, entonando gozosos
Aleluya, irán a la gloria celestial para poseer,
alabar y amar a Dios eternamente.

Los réprobos, al contrario,
dirán a Jesucristo: "Y nosotros, desventurados,
¿qué hemos de hacer?" Y el Eterno Juez les
responderá: "Vosotros, ya que despreciasteis y
rechazasteis mi gracia, apartaos de Mí, malditos; id
al fuego eterno
(Mt. 25, 41). Apartaos de Mí, que no
quiero ni veros ni oíros. Huid, huid, malditos, que
menospreciasteis mis bendiciones…" ¿Y adónde,
Señor, irán estos desdichados?… Al fuego del
infierno, para arder allí en cuerpo y alma… ¿Y
por cuántos años o siglos?… Por toda la
eternidad, mientras Dios sea Dios.

Después de la sentencia, dice San
Efrén, los réprobos se despedirán de los
ángeles, de los Santos y de la Santísima Virgen,
Madre de Dios. "¡Adiós, justos; adiós, cruz;
adiós, gloria; adiós, padres e hijos; ya no hemos
de vernos jamás! ¡Adiós, Madre de Dios,
María Santísima!"

Y en medio de la tierra se abrirá
una inmensa fosa, por donde, juntos y mezclados, se
hundirán demonios y réprobos. Los cuales
verán cómo tras ellos se cierra aquella puerta que
jamás ha de abrirse… ¡Nunca en la eternidad!…
¡Oh maldito pecado! ¡A qué desdichado fin
llevarás un día a tantas pobres almas!… ¡Oh
almas desventuradas a quienes aguarda tan espantoso
fin!

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Ah Dios y Salvador mío!
¿Qué sentencia se me dará en el día
del juicio? Si ahora me pidiereis, Señor, cuenta de mi
vida, ¿qué podría responder, sino que
merezco mil infiernos? Así es, Redentor mío; mil
infiernos merezco; pero sabed que os amo más que a
mí mismo, y que de las ofensas que os hice de tal modo me
duelo, que preferiría haber padecido todos los males antes
que haberos injuriado.

Vos, Jesús mío,
condenáis a los pecadores obstinados, pero no a los que se
arrepienten y os quieren amar. Aquí estoy, a vuestros
pies, arrepentido… Decidme que me perdonáis… Mas ya me
lo dijisteis por vuestro Profeta (Zc. 1, 3): Volveos a
Mí, y Yo me volveré a vosotros
. Todo lo dejo,
renuncio a todos los deleites y bienes del mundo y e convierto y
me abrazo a Vos, amado Redentor mío.

Recibidme en vuestro Corazón, e
inflamadme allí en vuestro amor santísimo, de tal
suerte, que no piense jamás en apartarme de Vos…
Salvadme, Jesús mío, y sea mi salvación el
amaros siempre y siempre alabar vuestras misericordias (Sal.
88).

María, esperanza, refugio y Madre
mía, auxiliadme y alcanzadme la santa perseverancia. Nadie
se ha perdido recurriendo a Vos… A Vos, pues, me encomiendo.
Tened piedad de mí.

CONSIDERACIÓN 26

De las penas del
infierno

E irán éstos al suplicio
eterno.Mt. 25, 46

PUNTO 1

Dos males comete el pecador cuando peca:
deja a Dios, Sumo Bien, y se entrega a las criaturas. Porque
dos males hizo mi pueblo: me dejaron a Mí, que soy fuente
de agua viva, y cavaron para sí aljibes rotos, que no
pueden contener las aguas
(Jer. 2, 13). Y porque el pecador
se dio a las criaturas, con ofensa de Dios, justamente
será luego atormentado en el infierno por esas mismas
criaturas, el fuego y los demonios; ésta es la pena de
sentido. Mas como su culpa mayor, en la cual consiste la maldad
del pecado, es el apartarse de Dios, la pena más grande
que hay en el infierno es la pena de daño, el carecer de
la vista de Dios y haberle perdido para siempre.

Consideremos primeramente la pena de
sentido. Es de fe que hay infierno. En el centro de la tierra se
halla esa cárcel, destinada al castigo de los rebeldes
contra Dios.

¿Qué es, pues, el infierno?
El lugar de tormentos (Lucas 16, 28), como le llamó el
rico Epulón, lugar de tormentos, donde todos los sentidos
y potencias del condenado han de tener su propio castigo, y donde
aquel sentido que más hubiere servido de medio para
ofender a Dios será más gravemente atormentado (Sb.
11, 17; Ap. 18, 7). La vista padecerá el tormento de las
tinieblas (Jb. 10, 21).

Digno de profunda compasión
sería el hombre infeliz que pasara cuarenta o cincuenta
años de su vida encerrado en tenebroso y estrecho
calabozo. Pues el infierno es cárcel por completo cerrada
y oscura, donde no penetrará nunca ni un rayo de sol ni de
luz alguna (Salmo 48, 20).

El fuego que en la tierra alumbra no
será luminoso en el infierno. "Voz del Señor, que
corta llama de fuego" (Sal. 28, 7). Es decir, como lo explica San
Basilio, que el Señor separará del fuego la luz, de
modo que esas maravillosas llamas abrasarán sin alumbrar.
O como más brevemente dice San Alberto Magno:
"Apartará del calor el resplandor". Y el humo que
despedirá esa hoguera formará la espesa nube
tenebrosa que, como nos dice San Judas (1, 3), cegará los
ojos de los réprobos. No habrá allí
más claridad que la precisa para acrecentar los tormentos.
Un pálido fulgor que deje ver la fealdad de los condenados
y de los demonios y del horrendo aspecto que éstos
tomarán para causar mayor espanto.

El olfato padecerá su propio
tormento. Sería insoportable que estuviésemos
encerrados en estrecha habitación con un cadáver
fétido. Pues el condenado ha de estar siempre entre
millones de réprobos, vivos para la pena, cadáveres
hediondos por la pestilencia que arrojarán de sí
(Is. 34, 3).

Dice San Buenaventura que si el cuerpo de
un condenado saliera del infierno, bastaría él solo
para que por su hedor muriesen todos los hombres del mundo… Y
aún dice algún insensato: "Si voy al infierno, no
iré solo…" ¡Infeliz!, cuantos más
réprobos haya allí, mayores serán tus
padecimientos.

"Allí -dice Santo Tomás- la
compañía de otros desdichados no alivia, antes
acrecienta la común desventura". Mucho más
penarán, sin duda, por la fetidez asquerosa, por los
lamentos de aquella desesperada muchedumbre y por la estrechez en
que se hallarán amontonados y oprimidos, como ovejas en
tiempo de invierno (Sal. 48, 15), como uvas prensadas en el lagar
de la ira de Dios (Ap. 19, 15).

Padecerán asimismo el tormento de la
inmovilidad (Ex. 15, 16). Tal como caiga el condenado en el
infierno, así ha de permanecer inmóvil, sin que le
sea dado cambiar de sitio ni mover mano ni pie mientras Dios sea
Dios.

Será atormentado el oído con
los continuos lamentos y voces de aquellos pobres desesperados, y
por el horroroso estruendo que los demonios moverán (Jb.
15, 21). Huye a menudo de nosotros el sueño cuando
oímos cerca gemidos de enfermos, llanto de niños o
ladrido de algún perro… ¡Infelices
réprobos, que han de oír forzosamente por toda la
eternidad los gritos pavorosos de todos los
condenados!…

La gula será castigada con el hambre
devoradora… (Sal. 58, 15). Mas no habrá allí ni
un pedazo de pan. Padecerá el condenado abrasadora sed,
que no se apagaría con toda el agua del mar, pero no se le
dará ni una sola gota. Una gota de agua nomás
pedía el rico avariento, y no la obtuvo ni la
obtendrá jamás.

AFECTOS Y SÚPLICAS

Ved, Señor, postrado a vuestros pies
al que tan poco tuvo en cuenta vuestros dones ni vuestros
castigos… ¡Desdichado de mí! Si Vos, Jesús
mío, no hubieseis tenido misericordia, muchos años
ha que estaría yo en aquel horno pestilente, donde
arderán tantos pecadores como yo.

¡Ah Redentor mío!
¿Cómo podría en lo sucesivo ofenderos otra
vez? No suceda así, Jesús de mi vida; antes
enviadme la muerte. Y ya que habéis comenzado, acabad la
obra; ya que me habéis sacado del lodazal de mis culpas y
tan amorosamente me invitáis a que os ame, haced ahora que
el tiempo que me deis le invierta todo en serviros.

¡Cuánto desearían los
condenados un día, una hora de ese tiempo que a mí
me concedéis!… Y yo ¿qué haré?
¿Seguiré malgastándole en cosas que os
desagraden?… No, Jesús mío, no lo
permitáis, por los merecimientos de vuestra
preciosísima Sangre, que hasta ahora me han librado del
infierno. Os amo, Soberano Bien, y porque os amo me pesa de
haberos ofendido, y propongo no ofenderos más, sino amaros
siempre.

Reina y Madre nuestra, María
Santísima, rogad a Jesús por mí, y
alcanzadme los dones de la perseverancia y del divino
amor.

PUNTO 2

La pena de sentido que más atormenta
a los réprobos es el fuego del infierno, tormento del
tacto (Ecl. 7, 19). El Señor le mencionará
especialmente en el día del juicio: Apartaos de
Mí, malditos, al fuego eterno
(Mateo 25,
41).

Aun en este mundo el suplicio del fuego es
el más terrible de todos. Mas hay tal diferencia entre las
llamas de la tierra y las del infierno, que, según dice
San Agustín, en comparación de aquéllas, las
nuestras son como pintadas; o como si fueran de hielo,
añade San Vicente Ferrer. Y la razón de esto
consiste en que el fuego terrenal fue creado para utilidad
nuestra; pero el del infierno sólo para castigo fue
formado. "Muy diferentes son -dice Tertuliano- el fuego que se
utiliza para el uso del hombre y el que sirve para la justicia de
Dios". La indignación de Dios enciende esas llamas de
venganza (Jer. 15, 14); y por esto Isaías (4, 4) llama
espíritu de ardor al fuego del
infierno.

El réprobo estará dentro de
las llamas, rodeado de ellas por todas partes, como leño
en el horno. Tendrá abismos de fuego bajo sus plantas,
inmensas masas de fuego sobre su cabeza y alrededor de sí.
Cuanto vea, toque o respire, fuego ha de respirar, tocar y ver.
Sumergido estará en fuego como el pez en el agua. Y esas
llamas no se hallarán sólo en derredor del
réprobo, sino que penetrarán dentro de él,
en sus mismas entrañas, para atormentarle.

El cuerpo será pura llama;
arderá el corazón en el pecho, las vísceras
en el vientre, el cerebro en la cabeza, en las venas la sangre,
la médula en los huesos. Todo condenado se
convertirá en un horno ardiente (Salmo 20, 10).

Hay personas que no sufren el ardor de un
suelo calentado por los rayos del sol, o estar junto a un brasero
encendido, en cerrado aposento, ni pueden resistir una chispa que
les salte de la lumbre, y luego no temen aquel fuego que devora,
como dice Isaías (33, 14). Así como una fiera
devora a un tierno corderillo, así las llamas del infierno
devorarán al condenado. Le devorarán sin darle
muerte.

"Sigue, pues, insensato -dice San Pedro
Damian hablando del voluptuoso-; sigue satisfaciendo tu carne,
que un día llegará en que tus deshonestidades se
convertirán en ardiente pez dentro de tus entrañas
y harán más intensa y abrasadora la llama infernal
en que has de arder".

Y añade San Jerónimo que
aquel fuego llevará consigo todos los dolores y males que
en la tierra nos atribulan; hasta el tormento del hielo se
padecerá allí (Jb. 24, 19). Y todo ello con tal
intensidad, que, como dice San Juan Crisóstomo, los
padecimientos de este mundo son pálida sombra en
comparación de los del infierno.

Las potencias del alma recibirán
también su adecuado castigo. Tormento de la memoria
será el vivo recuerdo del tiempo que en vida tuvo el
condenado para salvarse y lo gastó en perderse, y de las
gracias que Dios le dio y fueron menospreciadas. El entendimiento
padecerá considerando el gran bien que ha perdido
perdiendo a Dios y el Cielo, y ponderando que esa pérdida
es ya irremediable. La voluntad verá que se le niega todo
cuanto desea (Sal. 140, 10).

El desventurado réprobo no
tendrá nunca nada de lo que quiere, y siempre ha de tener
lo que más aborrezca: males sin fin. Querrá
librarse de los tormentos y disfrutar de paz. Mas siempre
será atormentado, jamás hallará momento de
reposo.

AFECTOS Y SÚPLICAS

Vuestra Sangre y vuestra muerte son,
Jesús mío, mi esperanza. Habéis muerto por
librarme de la muerte eterna. ¿Y quién,
Señor, alcanzó mayor parte en los méritos de
vuestra Pasión que este miserable, tantas veces merecedor
del infierno?… No permitáis que continúe siendo
ingrato a tantas gracias como me habéis
concedido.

Librándome del infierno, quisisteis
que no ardiese yo en las llamas eternas, sino en el dulce fuego
de vuestro amor. Ayudadme, pues, a fin de que cumpla vuestros
deseos. Si estuviese en el infierno, no podría amaros.
Pero ya que ahora puedo amar, amaros quiero…

Os amo, Bondad infinita; os amo, Redentor
mío, que tanto me habéis amado. ¿Cómo
he podido vivir tan largo tiempo olvidado de Vos? Mucho,
Señor, os agradezco que Vos no me hayáis olvidado.
De no haber sido así, hallaríame ahora en el
infierno, o no tendría dolor de mis culpas.

Este dolor de corazón por haberos
ofendido, este deseo que siento de amaros mucho, dones son de
vuestra gracia, que me auxilia y vivifica… Gracias, Dios
mío. Espero consagraros la vida que me resta. A todo
renuncio, y quiero pensar únicamente en serviros y
complaceros. Imprimid en mi alma el recuerdo del infierno que
merecí y de la gracia que me disteis, y no
permitáis que, apartándome otra vez de Vos, vuelva
a condenarme yo mismo a los tormentos de aquella
cárcel…

¡Oh Madre de Dios, rogad por este
pecador arrepentido! Vuestra intercesión me libró
del infierno. Libradme también del pecado, único
motivo capaz de acarrearme nueva condenación.

PUNTO 3

Todas las penas referidas nada son si se
comparan con la pena de daño. Las tinieblas, el hedor, el
llanto y las llamas no constituyen la esencia del infierno. El
verdadero infierno es la pena de haber perdido a Dios.

Decía San Bruno:
"Multiplíquense los tormentos, con tal que no se nos prive
de Dios". Y San Juan Crisóstomo: "Si dijeres mil infiernos
de fuego, nada dirás comparable al dolor aquél". Y
San Agustín añade que si los réprobos
gozasen de la vista de Dios, "no sentirían tormento
alguno, y el mismo infierno se les convertiría en
paraíso".

Para comprender algo de esta pena,
consideremos que si alguno pierde, por ejemplo, una piedra
preciosa que valga cien escudos, tendrá disgusto grande;
pero si esa piedra valiese doscientos, sentiría la
pérdida mucho más, y más todavía si
valiera quinientos.

En suma: cuanto mayor es el valor de lo que
se pierde, tanto más se acrecienta la pena que ocasiona el
haberlo perdido… Y puesto que los réprobos pierden
el bien infinito, que es Dios, sienten -como dice Santo
Tomás- una pena en cierto modo infinita.

En este mundo solamente los justos temen
esa pena, dice San Agustín. San Ignacio de Loyola
decía: "Señor, todo lo sufriré, mas no la
pena de estar privado de Vos". Los pecadores no sienten temor
ninguno por tan grande pérdida, porque se contentan con
vivir largos años sin Dios, hundidos en tinieblas. Pero en
la hora de la muerte conocerán el gran bien que han
perdido.

El alma, al salir de este mundo -dice San
Antonino-, conoce que fue creada por Dios, e irresistiblemente
vuela a unirse y abrazarse con el Sumo Bien; mas si está
en pecado, Dios la rechaza.

Si un lebrel sujeto y amarrado ve cerca de
sí exquisita caza, se esfuerza por romper la cadena que le
retiene y trata de lanzarse hacia su presa. El alma, al separarse
del cuerpo, se siente naturalmente atraída hacia Dios.
Pero el pecado la aparta y arroja lejos de Él (Is. 1,
2).

Todo el infierno, pues, se cifra y resume
en aquellas primeras palabras de la sentencia: Apartaos de
Mí, malditos
(Mt. 25, 41). Apartaos, dirá el
Señor; no quiero que veáis mi rostro. "Ni aun
imaginando mil infiernos podrá nadie concebir lo que es la
pena de ser aborrecido de Cristo".

Cuando David impuso a Absalón el
castigo de que jamás compareciese ante él,
sintió Absalón dolor tan profundo, que
exclamó: Decid a mi padre que, o me permita ver su
rostro, o me dé la muerte
(2 Rg. 14, 32).

Felipe II, viendo que un noble de su corte
estaba en el templo con gran irreverencia, le dijo severamente:
"No volváis a presentaros ante mí"; y tal fue la
confusión y dolor de aquel hombre, que al llegar a su casa
murió… ¿Qué será cuando Dios
despida al réprobo para siempre?… "Esconderé de
él mi rostro, y hallarán todos los males y
aflicciones" (Dt. 31, 17). No sois ya míos, ni Yo
vuestro
, dirá Cristo (Os. 1, 9) a los condenados en
el día del juicio.

Aflige dolor inmenso a un hijo o a una
esposa cuando piensan que nunca volverán a ver a su padre
o esposo, que acaban de morir… Pues si al oír los
lamentos del alma de un réprobo le preguntásemos la
causa de tanto dolor, ¿qué sentiría ella
cuando nos dijese: "Lloro porque he perdido a Dios, y ya no le
veré jamás"? ¡Y si, a lo sumo, pudiese el
desdichado amar a Dios en el infierno y conformarse con la divina
voluntad! Mas no; si eso pudiese hacer, el infierno ya no
sería infierno. Ni podrá resignarse ni le
será dado amar a su Dios. Vivirá odiándole
eternamente, y ése ha de ser su mayor tormento: conocer
que Dios es el Sumo Bien, digno de infinito amor, y verse forzado
a aborrecerle siempre. "Soy aquel malvado desposeído del
amor de Dios", así respondió un demonio interrogado
por Santa Catalina de Génova.

El réprobo odiará y
maldecirá a Dios, y maldiciéndole maldecirá
los beneficios que de Él recibió: la
creación, la redención, los sacramentos,
singularmente los del bautismo y penitencia, y, sobre todo, el
Santísimo Sacramento del altar. Aborrecerá a todos
los ángeles y Santos, y con odio implacable a su
ángel custodio, a sus santos protectores y a la Virgen
Santísima. Maldecidas serán por él las tres
divinas Personas, especialmente la del Hijo de Dios, que
murió por salvarnos, y las llagas, trabajos, Sangre,
Pasión y muerte de Cristo Jesús.

AFECTOS Y SÚPLICAS

Sois, pues, Dios mío, Sumo Bien, el
bien infinito, ¿y yo, voluntariamente, tantas veces os he
perdido?… Sabía yo que con mis culpas os enojaba y
perdía vuestra gracia, ¡y, sin embargo, las
cometí!… ¡Ah, Señor, si no supiese que
clavado en la cruz moristeis por mí, no me
atrevería a pedir y a esperar vuestro
perdón!…

¡Oh Eterno Padre! No me miréis
a mí, mirad a vuestro amado Hijo, que por mí ruega,
y oídle y perdonadme. Muchos años ha que
merecí verme en el infierno, sin esperanza de amaros ni
recuperar la perdida gracia. Me pesa, Dios mío, de todo
corazón, de las injurias que os hice renunciando a vuestra
amistad, despreciando vuestro amor por los viles placeres del
mundo… ¡Antes hubiera muerto mil veces!…
¿Cómo pude estar tan ciego y tan
loco?…

Gracias, Señor, que me dais tiempo
de remediar el mal que cometí. Ya que por vuestra
misericordia no estoy en el infierno y puedo amaros
todavía, deseo amaros, Dios mío. No he de dilatar
más mi sincera y firme conversión…

Os amo, Bondad infinita; os amo, vida y
tesoro mío, mi amor y mi todo… Acordaos siempre,
Señor, del amor que me tuvisteis; y recordadme a mí
el infierno en que debiera hallarme, a fin de que este
pensamiento me encienda en vuestro amor y me mueva a repetir mil
veces que de veras os amo…

¡Oh María, Reina, esperanza y
Madre nuestra, si me viese en el infierno, tampoco podría
amaros a Vos!… Mas ahora os amo, Madre mía, y espero que
jamás dejaré de amar a Vos y a mi Dios. Ayudadme y
rogad a Jesús por mí.

CONSIDERACIÓN 27

De la eternidad
del infierno

E irán éstos al suplicio
eterno.MT. 25, 46

PUNTO 1

Si el infierno tuviese fin no sería
infierno. La pena que dura poco, no es gran pena. Si a un enfermo
se le saja un tumor o se le quema una llaga, no dejará de
sentir vivísimo dolor; pero como este dolor se acaba en
breve, no se le puede tener por tormento muy grave. Mas
sería grandísima tribulación que al cortar o
quemar continuara sin treguas semanas o meses. Cuando el dolor
dura mucho, aunque sea muy leve, se hace insoportable. Y no ya
los dolores, sino aun los placeres y diversiones duraderos en
demasía, una comedia, un concierto continuado sin
interrupción por muchas horas, nos ocasionarían
insufrible tedio. ¿Y si durasen un mes, un
año?

¿Qué sucederá, pues,
en el infierno, donde no es música ni comedia lo que
siempre se oye, ni leve dolor lo que se padece, ni ligera herida
o breve quemadura de candente hierro lo que atormenta, sino el
conjunto de todos los males, de todos los dolores, no en tiempo
limitado, sino por toda la eternidad? (Ap. 20, 10).

Esta duración eterna es de fe, no
una mera opinión, sino verdad revelada por Dios en muchos
lugares de la Escritura. "Apartaos de Mí, malditos, al
fuego eterno (Mt. 25, 41). E irán éstos al suplicio
eterno (Mt. 25, 46). Pagarán la pena de eterna
perdición (2 Tes. 19). Todos serán con fuego
asolados (Mc. 9, 48)". Así como la sal conserva los
manjares, el fuego del infierno atormenta a los condenados y al
mismo tiempo sirve como de sal, conservándoles la vida.
"Allí el fuego consume de tal modo -dice San Bernardo
(Med., c. 3)-, que conserva siempre".

¡Insensato sería el que, por
disfrutar un rato de recreo, quisiera condenarse a estar luego
veinte o treinta años encerrado en una fosa! Si el
infierno durase, no ya cien años, sino dos o tres
nomás, todavía fuera locura incomprensible que por
un instante de placer nos condenásemos a esos dos o tres
años de tormento gravísimo. Pero no se trata de
treinta, ni de ciento, ni de mil, ni de cien mil años; se
trata de padecer para siempre terribles penas, dolores sin fin,
males espantosos, sin alivio alguno.

Con razón, pues, aun los Santos
gemían y temblaban mientras subsistía con la vida
temporal el peligro de condenarse. El bienaventurado
Isaías ayunaba y hacía penitencia en el desierto, y
se lamentaba, exclamando: "¡Ah infeliz de mí, que
aún no estoy libre de las llamas infernales!".

AFECTOS Y SÚPLICAS

Si me hubieses, Dios mío, enviado al
infierno, que tantas veces merecí, y luego, por tu gran
misericordia, me hubieses libertado de él,
¡cuán agradecido no hubiese quedado, y qué
vida tan santa hubiese yo procurado tener!…

Pues ahora que con clemencia todavía
mayor me has preservado de la condenación eterna,
¿qué haré, Señor?
¿Tornaré a ofenderte y a provocar tu ira para que
me envíes a aquella cárcel de réprobos donde
tantos se hallan por culpas menores que las mías?
¡Ah Redentor mío, así lo hice en la vida
pasada! En vez de emplear el tiempo que me diste en llorar mis
pecados, le invertí en ofenderte.

Gracias doy a tu Bondad infinita, que tanto
me ha sufrido. Si no fuese infinita, ¿cómo hubiera
podido tolerar mis delitos? Gracias, pues, por haberme con tanta
paciencia esperado hasta ahora, gracias por las luces que me
comunicas para que conozca mi locura y el mal que cometí
ofendiéndote con mis culpas. Las detesto, Jesús
mío, y me duelo de ellas con todo mi
corazón.

Perdóname, por tu sagrada
Pasión y muerte, y asísteme con tu gracia para que
jamás vuelva a ofenderte. Con razón debo temer que
por un nuevo pecado mortal desde luego me abandones. ¡Ah
Señor, pon ante mi vista ese temor justísimo
siempre que el demonio me provoque a ofenderte. Te amo, Dios
mío, y no quiero perderte. Ayúdame con tu divina
gracia.

Auxíliame también, Virgen
Santísima; haz que siempre acuda a Ti en las tentaciones,
a fin de que no pierda a Dios. Tú eres, María, mi
esperanza.

PUNTO 2

El que entra en el infierno jamás
saldrá de allí. Por este pensamiento temblaba el
rey David cuando decía (Sal. 68, 16): Ni me trague el
abismo, ni el pozo cierre sobre mí su boca
. Apenas se
hunda el réprobo en aquel pozo de tormentos, se
cerrará la entrada y no se abrirá nunca.

Puerta para entrar hay en el infierno, mas
no para salir, dice Eusebio Emiseno; y explicando las palabras
del Salmista, escribe: "No cierra su boca el pozo, porque se
cerrará en lo alto y se abrirá en lo profundo
cuando recibe a los réprobos".

Mientras vive, el pecador puede conservar
alguna esperanza de remedio; pero si la muerte le sorprende en
pecado, acabará para él toda esperanza (Pr. 11, 7).
¡Y si, a lo menos, pudiesen los condenados forjarse alguna
engañosa ilusión que aliviara su
desesperación horrenda!…

El pobre enfermo, llagado e impedido,
postrado en el lecho y desahuciado de los médicos, tal vez
se ilusiona y consuela pensando que ha de llegar algún
doctor o nuevo remedio que le cure. El infeliz criminal condenado
a perpetua cadena busca también alivio a su pesar en la
remota esperanza de huir y libertarse. ¡Si lograse siquiera
el condenado engañarse así, pensando que
algún día podría salir de su
prisión!… Mas no; en el infierno no hay esperanza, ni
cierta ni engañosa; no hay allí un
¿quién sabe? consolador.

El desventurado verá siempre ante
sí escrita su sentencia, que le obliga a estar
perpetuamente lamentándose en aquella cárcel de
dolores. Unos para la vida eterna y otros para oprobio, para
que lo vean siempre
(Dn. 12, 2).

El réprobo no sólo padece lo
que ha de padecer en cada instante, sino en todo momento, la pena
de la eternidad. "Lo que ahora padezco -dirá- he de
padecerlo siempre". "Sostienen -dice Tertuliano- el peso de la
eternidad".

Roguemos, pues, al Señor, como
rogaba San Agustín: "Quema y corta y no perdones
aquí, para que perdones en la eternidad". Los castigos de
esta vida, transitorios son: "Tus saetas pasan. La voz del trueno
va en rueda por el aire" (Sal. 76, 19). Pero los castigos de la
otra vida no acaban jamás.

Temámoslos, pues. Temamos la voz de
trueno con que el supremo Juez pronunciará en el
día del juicio su sentencia contra los réprobos:
"Apartaos de Mí, malditos, al fuego eterno". Dice la
Escritura en rueda, porque esa curva es símbolo
de la eternidad, que no tiene fin. Grande es el castigo del
infierno, pero lo más terrible de él es ser
irrevocable.

Mas ¿dónde?, dirá el
incrédulo; ¿dónde está la justicia de
Dios, al castigar con pena eterna un pecado que dura un
instante?… ¿Y cómo, responderemos; cómo se
atreve el pecador, por el placer de un instante, a ofender a un
Dios de Majestad infinita? Aun en el juicio humano, dice Santo
Tomás, la pena se mide, no por la duración, sino
por la calidad del delito. "No porque el homicidio de cometa en
un momento ha de castigarse con pena momentánea" (1-2, q.
87, a. 4).

Para el pecado mortal, un infierno es poco.
A la ofensa de la Majestad infinita debe corresponder el infinito
castigo, dice San Bernardino de Siena. Y como la criatura,
escribe el Angélico Doctor, no es capaz de recibir pena
infinita, justamente hace Dios que esa pena sea infinita en
duración.

Además, la pena debe ser
necesariamente eterna, porque el réprobo no podrá
jamás satisfacer por su culpa. En este mundo puede
satisfacer el pecador penitente, en cuanto se le aplican los
méritos de Jesucristo; pero el condenado no participa de
esos méritos, y, por tanto, no pudiendo nunca satisfacer a
Dios, siendo eterno el pecado, eterno también ha de ser el
castigo (Sal. 48, 8-9).

"Allí, la culpa -dice el
Belluacense- podrá ser castigada; pero expiada,
jamás"; porque, como dice San Agustín,
"allí, el pecador no podrá arrepentirse", y por eso
el Señor estará siempre airado contra él
(Mal. 1, 4). Y aun dado el caso que Dios quisiera perdonar al
réprobo, éste no querría el perdón,
porque su voluntad, obstinada y rebelde, está confirmada
en odio contra Dios.

Dice Inocencio III: "Los condenados no se
humillarán; antes bien, la malignidad del odio
crecerá en ellos". Y San Jerónimo afirma que "en
los réprobos el deseo de pecar es insaciable". La herida
de tales desventurados no tiene curación; ellos mismos se
niegan a sanar (Jer. 15, 18).

AFECTOS Y SÚPLICAS

Si estuviese ahora condenado, como tantas
veces he merecido, hallaríame obstinado en odio contra Ti,
Redentor y Dios mío, que diste por mí la vida.
¡Oh Señor, qué infierno tan cruel
sería aborrecerte a Ti, que tanto me has amado, que eres
belleza infinita e infinita bondad, digna de infinito amor!
¡Y hallándome en el infierno, veríame en tan
infeliz estado, que ni aun querría el perdón que
ahora me ofrecéis!…

Gracias, Jesús mío, por la
clemencia que conmigo tuviste, y pues que ahora aún puedo
amarte y ser perdonado, tu amor y perdón deseo… Me los
ofreces, y yo los pido y espero alcanzarlos por tus
méritos infinitos. Me arrepiento, Bondad Suma, de cuantas
ofensas os hice.

Perdonadme, Señor…
¿Qué mal me hiciste para que siempre te aborreciera
como a enemigo mío?… ¿Qué amigo hay que
haya hecho y padecido por mí lo que Tú,
Jesús mío, hiciste y padeciste?… No permitas que
incurra en tu enojo y pierda tu amor. ¡Antes morir mil
veces que caer en tal desventura!…

¡Oh María, amparadme bajo tu
manto, y no permitáis que de él me aparte para
rebelarme contra Dios y contra Ti!

PUNTO 3

En la vida del infierno, la muerte es lo
que más se desea. Buscarán los hombres la
muerte, y no la hallarán. Desearán morir, y la
muerte huirá de ellos
(Ap. 9, 6). Por lo cual exclama
San Jerónimo: "¡Oh muerte, cuán grata
serías a los mismos para quienes fuiste tan
amarga!".

Dice David (Sal. 48, 15) que la muerte
se apacentará con los réprobos
. Y lo explica
San Bernardo, añadiendo que, así como al pacer los
rebaños comen las hojas de la hierba y dejan la
raíz, así la muerte devora a los condenados: los
mata en cada instante y, a la vez, les conserva la vida para
seguir atormentándolos con eterno castigo.

De suerte, dice San Gregorio, que el
réprobo muere continuamente, sin morir jamás.
Cuando a un hombre le mata el dolor, le compadecen las gentes.
Mas el condenado no tendrá quién le compadezca.
Estará siempre muriendo de angustia, y nadie le
compadecerá…

El emperador Zenón, sepultado vivo
en una fosa, gritaba y pedía, por piedad, que le sacaran
de allí, mas no le oyó nadie, y le hallaron
después muerto en ella. Y las mordeduras que en los brazos
él mismo, sin duda se había hecho, patentizaron la
horrible desesperación que habría
sentido…

Pues los condenados, exclama San Cirilo de
Alejandría, gritan en la cárcel del infierno, pero
nadie acude a librarlos, ni nadie los compadece nunca.

¿Y cuánto durará tanta
desdicha?… Siempre, siempre. Refiéranse en los
Ejercicios Espirituales, del Padre Séñeri,
publicados por Muratori, que en Roma se interrogó a un
demonio (que estaba en el cuerpo de un poseso), y le preguntaron
cuánto tiempo debía estar en el infierno…, y
respondió, dando señales de rabiosa
desesperación: ¡Siempre,
siempre!…

Fue tal el terror de los circunstantes, que
muchos jóvenes del Seminario Romano, allí
presentes, hicieron confesión general, y sinceramente
mudaron de vida, convertidos por aquel breve sermón de dos
palabras solas…

¡Infeliz Judas!… ¡Más
de mil novecientos años han pasado desde que está
en el infierno, y, sin embargo, diríase que ahora acaba de
empezar su castigo!… ¡Desdichado Caín!…
¡Cerca de seis mil años lleva en el suplicio
infernal, y puede decirse que aún se halla en el principio
de su pena!

Un demonio a quien fue preguntado
cuánto tiempo hacía que estaba en el infierno,
respondió: Desde ayer. Y como se le
replicó que no podía ser así, porque
habían transcurrido ya más de cinco mil años
desde su condenación, exclamó: "Si supierais lo que
es eternidad, comprenderíais que, en comparación de
ella, cincuenta siglos no son ni un instante".

Si algún ángel dijese a un
réprobo: "Saldrás del infierno cuando hayan pasado
tantos siglos como gotas hay en las aguas de la tierra, hojas en
los árboles y arena en el mar", el réprobo se
regocijaría tanto como un mendigo que recibiese la nueva
de que iba a ser rey. Porque pasarán todos esos millones
de siglos, y otros innumerables después, y con todo, el
tiempo de duración del infierno estará
comenzando…

Los réprobos desearían
recabar de Dios que les acrecentaran en extremo la intensidad de
sus penas, y que las dilatase cuanto quisiera, con tal que les
pusiese fin, por remoto que fuese. Pero ese término y
límite no existen ni existirán. La voz de la divina
justicia sólo repite en el infierno las palabras
siempre, jamás.

Por burla preguntarán a los
réprobos los demonios: "¿Va muy avanzada la noche?
(Is. 21, 11). ¿Cuándo amanecerá?
¿Cuándo acabarán esas voces, esos llantos y
el hedor, los tormentos y las llamas?…" Y los infelices
responderán: ¡Nunca, jamás!… Pues
¿cuánto ha de durar?… ¡Siempre,
siempre!…

¡Ah Señor! Ilumina a tantos
ciegos que cuando se les insta para que no se condenen,
responden: "Dejadnos. Si vamos al infierno, ¿qué le
hemos de hacer? ¡Paciencia!…"

¡Oh Dios mío!, no tienen
paciencia para soportar a veces las molestias del calor o del
frío, ni sufrir un leve golpe, ¿y la tendrán
después para padecer las llamas de un mar de fuego, los
tormentos diabólicos, el abandono absoluto de Dios y de
todos, por toda la eternidad?

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Oh Padre de las misericordias! Vos
nunca abandonáis a quien os busca. Si en la vida pasada
tantas veces me aparté de Vos y no me abandonasteis, no me
dejéis ahora, que a Vos acudo. Me pesa, ¡oh Sumo
Bien!, de haber menospreciado vuestra gracia trocándola
por cosas de tan poco valor. Mirad las sagradas llagas de vuestro
Hijo, oíd su voz, que demanda perdón para ti, y
perdóname, Señor… Y Tú, Redentor
mío, recuérdame siempre los trabajos que por
mí pasaste, el amor que me tienes y mi vil ingratitud, por
la cual tan a menudo he merecido condenación eterna, a fin
de que llore yo mis culpas y viva entregado a tu
amor…

¡Ah Jesús mío!,
¿cómo no he de arder en tu amor al pensar que
muchos años ha debiera verme ardiendo en las llamas
infernales por toda la eternidad, y que Tú moriste por
librarme de ellas, y con tan gran clemencia me libraste? Si
estuviese en el infierno, te aborrecería eternamente. Pero
ahora te amo y deseo seguir siempre amándote, y espero,
por los méritos de tu preciosa Sangre, que así me
lo concederás…

Vos, Señor, me amáis, y yo os
amo también. Y me amaréis siempre si de Vos no me
aparto. Libradme, Salvador mío, de esa gran desdicha de
apartarme de Vos, y haced de mí lo que os agrade…
Merecedor soy de todo castigo, y lo acepto gustoso, con tal de
que no me privéis de vuestro amor…

¡Oh María Santísima,
amparo y refugio mío, cuántas veces me he condenado
yo mismo al infierno, y Vos me habéis librado de
él!… Libradme desde ahora de todo pecado, causa
única que me puede arrebatar la gracia de Dios y arrojarme
al infierno.

CONSIDERACIÓN 28

Remordimientos
del condenado

El gusano de aquéllos no
muere.Mc. 9, 47.

PUNTO 1

Este gusano que no muere nunca significa,
según Santo Tomás, el remordimiento de conciencia
de los réprobos, que eternamente ha de atormentarlos en el
infierno. Muchos serán los remordimientos con que la
conciencia roerá el corazón de los condenados. Pero
tres de ellos llevarán consigo más vehemente dolor:
el considerar la nada de las cosas por que el réprobo se
ha condenado, lo poco que tenía que hacer para salvarse y
el gran bien que ha perdido.

Cuando Esaú hubo tomado aquel plato
de lentejas por el cual vendió su derecho de
primogenitura, apenóse tanto por haber consentido en tal
pérdida, que, como dice la Escritura (Gn. 27, 34), se
lamentó con grandes alaridos…

¡Oh, con qué gemidos y
clamores se quejarán los réprobos al ponderar que
por breves, momentáneos y envenenados placeres han perdido
un reino eterno de felicidad y se ven por siempre condenados a
continua e interminable muerte! Más amargamente
llorarán que Jonatás, sentenciado a morir por orden
de su padre, Saúl, sin otro delito que el haber probado un
poco de miel (1 S. 14, 43).

¡Cuán honda pena traerá
al condenado el recuerdo de la causa que le acarreó tanto
mal!… Sueño de un instante nos parece nuestra vida
pasada. ¿Qué le parecerán al réprobo
los cincuenta o sesenta años de su vida terrena cuando se
halle en la eternidad y pasen cien o mil millones de años,
y vea que entonces aquella su eterna vida terrena está
comenzando? Y, además, los cincuenta años de la
vida en la tierra, ¿son acaso cincuenta años de
placer?…

El pecador que vive sin Dios, ¿goza
siempre en su pecado? Un momento dura el placer culpable; lo
demás, para quien existe apartado de Dios, es tiempo de
penas y aflicciones… ¿Qué le parecerán,
pues, al réprobo infeliz esos breves momentos de deleite?
¿Qué le parecerá, sobre todo, el
último pecado por el cual se condenó?…
"¡Por un vil placer, que duró un instante, y que
como el humo se disipó -exclamará-, he de arder en
estas llamas, desesperado y abandonado, mientras Dios sea Dios,
por toda la eternidad!".

AFECTOS Y SÚPLICAS

Dadme luz, Señor, para conocer mi
maldad en ofenderte, y la pena eterna que por ello merecí.
Gran dolor siento, Dios mío, de haberos ofendido, y ese
dolor me consuela y alivia. Porque si me hubierais enviado al
infierno, que he merecido, el remordimiento sería
allí mi castigo mayor, al considerar la miseria y vileza
de las cosas que produjeron mi perdurable desventura. Mas ahora
el dolor reanima y consuela y me infunde esperanza de alcanzar
perdón, puesto que ofrecisteis perdonar al que se
arrepiente.

Sí, Dios y Señor mío;
me arrepiento de haberos ultrajado; abrazo con alegría esa
pena dulcísima del dolor de mis culpas, y os ruego que me
la acrecentéis y conservéis hasta la muerte, a fin
de que no deje jamás de llorar mis pecados…

Perdonadme, Jesús y Redentor
mío, que por tener misericordia de mí no la
tuvisteis de Vos mismo, y os condenasteis a morir de dolor para
librarme del infierno. ¡Tened piedad de mí! Haced,
pues, que mi corazón se halle siempre contrito y a la vez,
inflamado en vuestro amor, ya que tanto me habéis amado y
sufrido con tanta paciencia, y en vez de castigarme me
colmáis de luz y de gracia… Gracias te doy, Jesús
mío, y te amo con todo mi corazón. Y puesto que no
sabes despreciar a quien te ama, no apartes de mí tu
divino rostro. Acógeme en tu gracia y no permitas que la
vuelva a perder…

María, Madre y Señora
nuestra, recíbeme por siervo tuyo, y úneme a tu
Hijo Jesús. Ruégale que me perdone y que me
conceda, con el don de su amor, el de la perseverancia
final.

PUNTO 2

Dice Santo Tomás que ha de ser
singular tormento de los condenados el considerar que se han
perdido por verdaderas naderías, y que pudieran, si
hubiesen querido, alcanzar fácilmente el premio de la
gloria. El segundo remordimiento de su conciencia
consistirá, pues, en pensar lo poco que debían
haber hecho para salvarse.

Apareciose un condenado a San Humberto, y
le reveló que su aflicción mayor en el infierno era
el conocimiento del vil motivo que le había ocasionado la
condenación, y de la facilidad con que hubiera podido
evitarla.

Dirá, pues, el réprobo: "Si
me hubiese mortificado en no mirar aquel objeto, en vencer ese
respeto humano, en huir de tal ocasión, trato o amistad,
no me hubiese condenado… Si me hubiese confesado todas las
semanas, y frecuentado las piadosas Congregaciones, y
leído cada día en aquel libro espiritual, y me
hubiera encomendado a Jesús y a María, no
habría recaído en mis culpas… Propuse muchas
veces hacer todo eso, mas no perseveré. Comenzaba a
practicarlo, y lo dejaba luego. Por eso me
perdí".

Aumentará la pena causada por tal
remordimiento el recordar los ejemplos de muchos buenos
compañeros y amigos del condenado, los dones que Dios le
concedió para que se salvara; unos, de naturaleza, como
buena salud, hacienda y talento, que bien empleados, como Dios
quería, hubieran servido para procurar la
santificación; otros, dones de gracia, luces,
inspiraciones, llamamientos, largos años para remediar el
mal que hizo.

Pero el réprobo verá que en
el estado en que se halla no cabe ya remedio. Y oirá la
voz del ángel del Señor que exclama y jura: Por
el que vive en los siglos de los siglos, que no habrá ya
más tiempo…
(Ap. 10, 5-6).

Como agudas espadas serán para el
corazón del condenado los recuerdos de todas esas gracias
que recibió cuando vea que no es posible ya reparar la
ruina perdurable. Exclamará con sus otros desesperados
compañeros: Pasó la siega, acabó el
estío, y nosotros no hemos sido libertados
(Jer. 8,
20). ¡Oh si el trabajo y tiempo que empleé en
condenarme los hubiese invertido en servicio de Dios, hubiera
sido un santo!… ¿Y ahora qué hallo, sino
remordimientos y penas sin fin?"

Sin duda el pensar que podría ser
eternamente dichoso, y que será siempre desgraciado,
atormentará más al réprobo que todos los
demás castigos infernales.

AFECTOS Y SÚPLICAS

¿Cómo pudiste, Jesús
mío, sufrirme tanto? Mil veces me aparté de Ti, y
otras tantas viniste a buscarme; te ofendí, y me
perdonaste; volví a ofenderte, y todavía me
concediste perdón… Haz, Señor, que participe de
aquel vivo dolor que con sudores de sangre tuviste por mil
pecados en el huerto de Getsemaní.

Duélome, carísimo Redentor
mío, de haber tan indignamente despreciado tu amor…
¡Oh malditos deleites, os maldigo y detesto, porque me
habéis privado de la gracia de Dios!…

Amado Redentor mío, os amo sobre
todas las cosas; renuncio a todos los placeres ilícitos, y
propongo morir mil veces antes que ofenderos más… Por
aquel afecto con que en la cruz me amaste y ofreciste la vida por
mí, concédeme luz y fuerza para resistir a la
tentación y pedir tu auxilio poderoso…

¡Oh María, mi amparo y mi
esperanza, que todo lo consigues de Dios, alcánzame que no
me aparte nunca de su amor santísimo!

PUNTO 3

Considerar el alto bien que han perdido,
será el tercer remordimiento de los condenados, cuya pena,
como dice San Juan Crisóstomo, será más
grave por la privación de la gloria que por los mismos
dolores del infierno.

"Déme Dios cuarenta años de
reinado, y renuncio gustosa al paraíso", decía la
infeliz princesa Isabel de Inglaterra… Obtuvo los cuarenta
años de reinado. Mas, ahora, su alma en la otra vida,
¿qué dirá? Seguramente no pensará lo
mismo. ¡Cuán afligida y desesperada se
hallará viendo que, por reinar cuarenta años entre
angustias y temores, disfrutando un trono temporal, perdió
para siempre el reino de los Cielos!

Mayor aflicción todavía ha de
tener el réprobo al conocer que perdió la gloria y
el Sumo Bien, que es Dios, no por azares de mala fortuna ni por
malevolencia de otros, sino por su propia culpa. Verá que
fue creado para el Cielo, y que Dios le permitió elegir
libremente entre la vida y la muerte eternas. Verá que en
su mano tuvo el ser para siempre dichoso, y que, a pesar de ello,
quiso hundirse por sí propio en aquel abismo de males, de
donde nunca podrá salir, y del cual nadie le
librará.

Verá cómo se salvaron muchos
de sus compañeros, que, aunque se hallaron entre
idénticos o mayores peligros de pecar, supieron vencerlos
encomendándose a Dios, o si cayeron, no tardaron en
levantarse y se consagraron nuevamente al servicio del
Señor. Mas él no quiso imitarlos, y fue
desastrosamente a caer en el infierno, mar de dolores donde no
existe la esperanza.

¡Oh hermano mío! Si hasta
aquí has sido tan insensato que por no renunciar a un
mísero deleite preferiste perder el reino de los Cielos,
procura a tiempo remediar el daño. No permanezcas en tu
locura, y teme ir a llorarla en el infierno.

Quizá estas consideraciones que lees
son los postreros llamamientos de Dios. Tal vez, si no mudas de
vida y cometes otro pecado mortal, te abandonará el
Señor y te enviará a padecer eternamente entre
aquellas muchedumbres de insensatos que ahora reconocen su error
(Sb. 5, 6), aunque le confiesan desesperados, porque no ignoran
que es irremediable.

Cuando el enemigo te induzca a pecar,
piensa en el infierno y acude a Dios y a la Virgen
Santísima. La idea del infierno podrá librarte del
infierno mismo. Acuérdate de tus postrimerías y
no pecarás jamás
(Ecl. 7, 40), porque ese
pensamiento te hará recurrir a Dios.

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Ah Soberano Bien!
¡Cuántas veces os perdí por nada, y
cuántas merecía perderos para siempre! Pero me
reaniman y consuelan aquellas palabras del profeta (Sal. 104, 3):
Alégrese el corazón de los que buscan al
Señor
. No debo, pues, desconfiar de recuperar vuestra
gracia y amistad, si de veras os busco.

Sí, Señor mío; ahora
suspiro por vuestra gracia más que por ningún otro
bien. Prefiero verme privado de todo, hasta de la vida, antes que
perder vuestro amor. Os amo, Creador mío, sobre todas las
cosas; y porque os amo, me pesa de haberos ofendido…

¡Oh Dios mío!, a quien
menosprecié y perdí, perdonadme y haced que os
halle, porque no quiero perderos más. Admitidme de nuevo
en vuestra amistad y lo abandonaré todo para amar
únicamente a Vos. Así lo espero de vuestra
misericordia…

Eterno Padre, oídme: por amor de
Jesucristo, perdonadme y concededme la gracia de que nunca me
aparte de Vos, que si de nuevo y voluntariamente os ofendiese,
con harta causa temería que me abandonaseis…

¡Oh María, esperanza de
pecadores, reconciliadme con Dios y amparadme bajo vuestro manto,
a fin de que jamás me separe de mi Redentor!

CONSIDERACIÓN 29

De la
gloria

Vuestra tristeza se convertirá
en alegríaJn. 16, 20.

PUNTO 1

Procuremos ahora sufrir con paciencia las
tribulaciones de esta vida, ofreciéndolas a Dios, en
unión de los dolores que Jesucristo sufrió por
nuestro amor, y alentémonos con la esperanza de la gloria.
Algún día acabarán estos trabajos, penas,
angustias, persecuciones y temores, y si nos salvamos, se nos
convertirá en gozo y alegría inefable en el reino
de los bienaventurados.

Así nos alienta y reanima el
Señor (Jn. 16, 20): "Vuestra tristeza se convertirá
en alegría". Meditemos, pues, sobre la felicidad de la
gloria… Mas, ¿qué diremos de esta felicidad, si
ni aun los Santos más inspirados han acertado a expresar
las delicias que Dios reserva a los que le aman?… David
sólo supo decir (Sal. 83, 3) que la gloria es el bien
infinitamente deseable…

¡Y tú, san pablo, insigne, que
tuviste la dicha de ser arrebatado a los Cielos, dinos algo
siquiera de lo que viste allí!… "No -responde el gran
Apóstol (2 Co. 12, 4)-; lo que vi no es posible
explicarlo. Tan altas son las delicias de la gloria, que no puede
comprenderlas quien no las disfrute. Sólo diré que
nadie en la tierra ha visto, ni oído, ni comprendido las
bellezas y armonías y placeres que Dios tiene
preparados para los que le aman
" (1 Co. 2, 9).

No podemos acá imaginar los bienes
del Cielo, porque sólo formamos idea de los que este mundo
nos ofrece… Si, por maravilla, un ser irracional pudiese
discurrir, y supiese que un rico señor iba a celebrar
espléndido banquete, imaginaría que los manjares
dispuestos habían de ser exquisitos y selectos, pero
semejantes a los que él usara, porque no podría
concebir nada mejor como alimento.

Así discurrimos nosotros, pensando
en los bienes de la gloria… ¡Qué hermoso es
contemplar en noche serena de estío la magnificencia del
cielo cubierto de estrellas! ¡Cuán grato admirar las
apacibles aguas de un lago transparente, en cuyo fondo se
descubren peces que nadan y peñas vestidas de musgo!
¡Cuánta hermosura la de un jardín lleno de
flores y frutos, circundado de fuentes y arroyuelos y poblado de
lindos pajarillos que cruzan el aire y le alegran con su canto
armonioso!… Diríase que tantas bellezas son el
paraíso…

Mas no: muy otros son los bienes y
hermosuras de la gloria. Para entender confusamente algo de ello,
considérese que allí está Dios omnipotente,
colmando, embriagando de gozo inenarrable a las almas que
Él ama…

¿Queréis columbrar lo que es
el Cielo? -decía San Bernardo-, pues sabed que allí
no hay nada que nos desagrade, y existe todo bien que
deleita.

¡Oh Dios! ¿Qué
dirá el alma cuando llegue a aquel felicísimo
reino?… Imaginemos que un joven o una virgen, consagrados toda
su vida al amor y servicio de Cristo, acaban de morir y dejan ya
este valle de lágrimas. Preséntase el alma al
juicio; abrázala el Juez, y le asegura que está
santificada. El ángel custodio le acompaña y
felicita y ella le muestra su gratitud por la asistencia que le
debe. "Ven, pues, alma hermosa -le dice el ángel-;
regocíjate porque te has salvado; ven a contemplar a tu
Señor".

Y el alma se eleva, traspone las nubes,
pasa más allá de las estrellas y entra en el
Cielo… ¡Oh Dios mío!, ¿Qué
sentirá el alma al penetrar por vez primera en aquel
venturoso reino y ver aquella ciudad de Dios, dechado insuperable
de hermosura?…

Los ángeles y Santos la reciben
gozosos y le dan amorosísima bienvenida… Allí
verá con indecible júbilo a sus Santos protectores
y a los deudos y amigos que la precedieron en la vida eterna.
Querrá el alma venerarlos rendida, mas ellos lo
impedirán, recordándole que son también
siervos del Señor (Ap. 22, 9).

La llevarán después a que
bese los pies de la Virgen María, Reina de los Cielos, y
el alma sentirá inmenso deliquio de amor y de ternura
viendo a la excelsa y divina Madre, que tanto la auxilió
para que se salvase, y que ahora le tenderá sus amantes
brazos y que le dejará conocer cuantas gracias le
obtuvo.

Acompañada por esta soberana
Señora, llegará el alma ante nuestro Rey
Jesucristo, que la recibirá como a esposa
amadísima, y le dirá (Cant. 4, 8): Ven del
Líbano, esposa mía; ven y serás
coronada
; alégrate y consuélate, que ya
acabaron tus lágrimas, penas y temores; recibe la corona
inmarcesible que te conseguí con mi Sangre…".

Jesús mismo la presentará al
Eterno Padre, que la bendecirá, diciendo (Mt. 25, 21):
Entra en el gozo de tu Señor, y le
comunicará bienaventuranzas sin fin, con felicidad
semejante a la que Él disfruta.

AFECTOS Y SÚPLICAS

Mirad, Señor, a vuestros pies a un
ingrato que criasteis para la gloria, y que tantas veces por
deleites vilísimos renunció a ella y
prefirió ser condenado al infierno… Espero que me
habréis perdonado cuantas ofensas os hice, de las cuales
ahora y siempre me arrepiento y deseo dolerme de ellas hasta la
muerte, así como que renovéis vuestro
perdón…

Pero, ¡oh Dios mío! Aunque me
hayáis perdonado no es menos cierto que tuve voluntad de
ofenderos a Vos, Redentor mío, que para llevarme a vuestro
reino disteis la vida. Sea siempre alabada y bendita vuestra
misericordia, Jesús mío, que con tanta paciencia me
habéis sufrido, y en vez de castigarme habéis
multiplicado en mí las gracias, inspiraciones y
llamamientos.

Bien conozco, amado Salvador mío,
que deseáis mi salvación, que me llamáis a
la patria celestial para que allí os ame eternamente; pero
también queréis que antes en este mundo os consagre
mi amor… Amaros quiero, Dios mío, y aunque no hubiese
gloria, querría amaros mientras viviera con toda mi alma y
con mis fuerzas todas. Básteme saber que Vos lo
deseáis así…

Ayudadme, Jesús mío, con
vuestra gracia y no me abandonéis… Inmortal es mi alma,
y por serlo, he de amaros o aborreceros eternamente.
¿Qué he de preferir, sino amaros siempre, daros mi
amor en esta vida, para que en la venidera ese amor viva sin
término ni fin?… Disponed de mí como os plazca;
castigadme como queráis; no me privéis de vuestro
amor, y haced de mí lo que os agrade… Vuestros
merecimientos, Jesús mío, son mi
esperanza.

¡Oh María, en vuestra
intercesión confío! Me librasteis del infierno
cuando estuve en pecado; ahora que amo a Dios me salvaréis
y santificaréis.

PUNTO 2

Apenas empiece el alma a gozar de la divina
beatitud, ya no habrá nada que la aflija. Y
enjugará Dios todas las lágrimas de los ojos de
ellos, y no habrá ya muerte, ni llanto, ni clamor, ni
dolor, porque las cosas de antes pasaron. Y dijo el que estaba
sentado en el trono (Ap. 21, 4-5): He aquí Yo hago nuevas
todas las cosas.

No hay en el Cielo enfermedades, ni
pobreza, ni mal ninguno. No existen allí la
sucesión de días y noches, de calor y frío,
sino un eterno día siempre sereno, continua primavera
deleitosa y sin fin. No hay persecuciones ni envidias, que en
aquel reino de amor todos se aman ternísimamente, y cada
cual goza del bien de los demás como si fuera
suyo.

No se conocen allí angustias ni
temores, porque el alma confirmada en gracia no puede pecar no
perder a Dios. Todas las cosas ostentan renovada y completa
hermosura, y todas satisfacen y consuelan. La vista gozará
admirando aquella ciudad de perfecta belleza (Lm. 2,
15).

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8
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