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Preparación para la muerte, de San Alfonso María de Ligorio (página 7)



Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8

Nos parecería delicioso
espectáculo ver una población cuyo suelo fuese de
terso y límpido cristal, las viviendas de bruñida
plata, cubiertas de oro purísimo y adornadas con
guirnaldas de flores… ¡Pues mucho más hermosa es
la ciudad de la gloria!

¡Y qué será el ver
aquellos felices moradores con reales vestiduras, porque, como
dice San Agustín, todos son reyes! ¡Qué el
contemplar a la Virgen María, más hermosa que el
mismo Cielo; y al Cordero sin mancha, a nuestro Señor
Jesucristo, divino Esposo de las almas!

Santa Teresa logró columbrar una
mano del Redentor, y quedó maravillada de ver tanta
belleza… Habrá en las celestiales moradas
regaladísimos perfumes, aroma de gloria, y se oirán
allí música y cánticos de sublime
armonía…

Oyó una vez San Francisco, breves
instantes, el sonido de esa armonía angélica, y
creyó que iba a morir de dulcísimo gozo…
¡Que será, pues, el oír los coros de
ángeles y Santos, que, unidos, cantan las glorias divinas
(Sal. 83, 5), y la voz purísima de la Virgen inmaculada
que alaba a su Dios!… Como el canto del ruiseñor en el
bosque excede y supera al de las demás avecillas,
así la voz de María en el Cielo… En suma:
habrá en la gloria cuantas delicias se puedan
desear.

Y estos deleites hasta ahora considerados
son los bienes menores del Cielo. El bien esencial de la gloria
es el Bien Sumo: Dios.

El premio que el Señor nos ofrece no
consiste sólo en la hermosura y armonía y deleites
de aquella venturosa ciudad; el premio principal es Dios mismo,
es el amarle y contemplarle cara a cara (Gn. 15, 1).

Dice San Agustín que si Dios dejase
de ver su rostro a los condenados, el infierno se trocaría
de súbito en delicioso paraíso. Y añade que
si un alma, al subir de este mundo, tuviese que elegir entre ver
a Dios y estar en el infierno, o no verle y librarse de las penas
infernales, "preferiría, sin duda, la vista de Dios aun
con los tormentos eternos".

Esta felicidad de amar a Dios y verle cara
a cara no podemos comprenderla en este mundo. Pero algo nos es
dado columbrar, sabiendo que el atractivo del divino amor, aun en
la vida mortal, llega a elevar sobre la tierra no sólo el
alma, sino hasta el cuerpo de los Santos.

San Felipe Neri fue una vez alzado por el
aire con el escaño en que se apoyaba. San Pedro de
Alcántara elevóse también sobre la tierra
asido a un árbol, cuyo tronco quedó separado de la
raíz.

Sabemos también que los Santos
mártires, por la suavidad y dulzura del amor divino, se
regocijaban padeciendo terribles dolores. San Vicente se
expresaba de tal modo en el tormento -dice San Agustín-,
"que no parecía sino que era uno el que hablaba y otro el
que padecía".

San Lorenzo, tendido en las candentes
parrillas sobre el fuego, decía al tirano con asombrosa
serenidad: Vuélveme y devórame, porque,
como añade aquel Santo, Lorenzo, "encendido en el fuego
del divino amor, no sentía el incendio que le abrazaba".
Además, ¡cuán suave dulzura halla el pecador
al llorar sus culpas! Si tan dulce es llorar por Ti
-decía San Bernardo-, ¿qué será
gozar de Ti?

¡Y qué consolación no
siente el alma si un rayo de luz del Cielo le descubre en la
oración algo de la bondad y misericordia divina, del amor
que le tuvo y tiene Jesucristo! Parécele al alma que se
consume y desmaya de amor. Y, sin embargo, en la tierra no vemos
a Dios como es; le vemos entre sombras.

Tenemos ahora como una venda ante los ojos,
y Dios se nos oculta tras el velo de la fe. Mas,
¿qué sucederá cuando desaparezca esa venda y
se rasgue aquel velo, y veamos cuán hermoso es Dios,
cuán grande y justo, perfecto, amable y amoroso? (1 Co.
13, 12).

AFECTOS Y SÚPLICAS

Yo soy, ¡oh Sumo Bien!, aquel
miserable que tantas veces se apartó de Ti y
renunció a tu amor. Por ello indigno soy de verte y
amarte. Mas Tú, Señor, eres el que, por
compadecerte de mí, no tuviste compasión de Ti
mismo y te condenaste a morir de dolor en un madero infame y
afrentoso.

Por tu muerte espero que algún
día te veré y gozaré de tu presencia y te
amaré con todo mi ser. Pero ahora que me hallo en peligro
de perderte para siempre, o más bien que te perdí
por mis pecados, ¿qué haré en lo que reste
de vida? ¿Seguiré ofendiéndote?… No,
Jesús mío; aborrezco las ofensas que te
hice.

Me pesa de haberte ofendido y te amo con
todo mi corazón… ¿Apartarás de Ti a un
alma que se arrepiente y te ama? No. Bien sé que lo
dijiste, amado Redentor mío; que no sabes rechazar a los
que, arrepentidos, recurren a Ti (Jn. 6, 37). A todo renuncio,
Jesús mío, y me entrego a Ti, te abrazo y uno a mi
corazón. Abrázame y úneme también a
tu Corazón sacratísimo… Y si me atrevo a hablar
así es porque hablo y trato con la Bondad infinita, con un
Dios que murió por mi amor. Carísimo Redentor
mío, dadme la perseverancia en tu amor santo.

Amada Virgen María, Madre nuestra,
alcánzame ese don de la perseverancia, por lo mucho que
amas a Cristo Jesús. Así lo espero y así
sea.

PUNTO 3

La mayor tribulación que aflige en
este mundo a las almas que aman a Dios y están desoladas y
sin consuelo es el temor de no amarle y de no ser amadas de
Él (Ecl. 9, 1). Mas en el Cielo el alma está segura
de que se halla venturosamente abismada en el amor divino, y de
que el Señor la abraza estrechamente, como a hija
predilecta, sin que ese amor pueda acabarse nunca. Antes bien, se
acrecentará en ella con el conocimiento altísimo
que tendrá entonces del amor que movió a Dios a
morir por nosotros y a instituir aquel Santísimo
Sacramento en que el mismo Dios se hace alimento del
hombre.

Verá el alma distintamente todas las
gracias que Dios le dio, librándola de tantas tentaciones
y peligros de perderse, y reconocerá que aquellas
tribulaciones, persecuciones y desengaños que ella llamaba
desgracias y tenía por castigos, eran señales de
amor de Dios, y medios que la divina Providencia usaba para
llevarla al Cielo.

Conocerá singularmente la paciencia
con que Dios la esperó después de haberle ella
ofendido tanto, y la excelsa misericordia con que la
perdonó y colmó de ilustraciones y llamamientos
amorosísimos. Desde aquellas venturosas alturas
verá que hay en el infierno muchas almas condenadas por
culpas menores que las de ella, y se aumentará su gratitud
por hallarse santificada, en posesión de Dios y segura de
no perder jamás el soberano e infinito Bien.

Eternamente gozará el bienaventurado
de esa incomparable felicidad, que en cada instante le
parecerá nueva, como si entonces comenzase a disfrutarla.
Siempre querrá esa dicha y la poseerá sin cesar;
siempre deseosa y siempre satisfecha, ávida siempre y
siempre saciada. Porque el deseo, en la gloria, no va
acompañado de temor, ni la posesión engendra
tedio.

En suma: así como los
réprobos son vasos de ira, los elegidos son vasos de
júbilo y de ventura, de tal manera, que nada les queda por
desear. Decía Santa Teresa que aun acá en la
tierra, cuando Dios admite a las almas en aquella regalada
cámara del vino, es decir, de su divino amor, tan
felizmente las embriaga, que pierden el afecto y afición a
todas las cosas terrenas. Mas al entrar en el Cielo, mucho
más perfecta y plenamente serán los elegidos de
Dios, como dice David (Sal. 35, 9): ¡Embriagados de la
abundancia de su casa!

Entonces el alma, viendo cara a cara y
uniéndose al Sumo Bien, presa de amoroso deliquio, se
abismará en Dios, y olvidada de sí misma,
sólo pensará luego en amar, alabar y bendecir aquel
infinito Bien que posee.

Cuando nos aflijan las cruces de esta vida,
esforcémonos en sufrirlas pacientemente con la esperanza
en el Cielo. A Santa María Egipcíaca, en la hora de
la muerte, preguntó al abad Zósimo cómo
había podido vivir tantos años en aquel desierto, y
la Santa respondió: Con la esperanza de la
gloria
… San Felipe Neri, cuando le ofrecieron la dignidad
de cardenal, arrojando el capelo lejos de sí,
exclamó: El Cielo, el Cielo es lo que yo deseo.
Fray Gil, religioso franciscano, elevábase extático
siempre que oía el nombre de la gloria.

Así, nosotros, cuando nos atormenten
y angustien las penas de este mundo, alcemos al Cielo los ojos, y
consolémonos suspirando por la felicidad eterna.
Consideremos que si somos fieles a Dios, en breve acabarán
esos trabajos, miserias y temores, y seremos admitidos en la
patria celestial, donde viviremos plenamente venturosos mientras
Dios sea Dios.

Allí nos esperan los Santos,
allí la Virgen Santísima, allí Jesucristo
nos prepara la inmarcesible corona de aquel perdurable reino de
la gloria.

AFECTOS Y SÚPLICAS

Vos mismo me enseñasteis,
amadísimo Redentor mío, a que orase, diciendo:
Advéniat regnum tuum. Así, pues, yo te
suplico, Señor, que venga el tu reino a mi alma,
y la poseas toda, y ella te posea a Ti, Bien Sumo e infinito.
Vos, Jesús mío, nada omitisteis para salvarme y
conquistar mi amor. Salvadme, pues, y sea mi salvación
amarte siempre en ésta y en la eterna vida.

Aunque tantas veces me aparté de
Vos, sé que no os desdeñaréis de abrazarme
en el Cielo eternamente, con tanto amor como si nunca os hubiese
ofendido. ¿Y creyéndolo así podré no
amaros sobre todas las cosas a Vos, que deseáis darme la
gloria, a pesar de que tan a menudo merecí el
infierno?…

¡Ojalá, Señor, no os
hubiera nunca ofendido! ¡Ah, si volviese a nacer,
querría amaros siempre!… Mas lo hecho, hecho está
sin remedio. Sólo puedo consagraros el resto de mi vida.
Toda os la doy; me entrego por completo a vuestro servicio
¡Salid de mi corazón, afectos de la tierra; dejad
lugar en él a mi Dios y Señor, que quiere poseerle
sin rivales!… Todo él es vuestro, ¡oh Redentor
mío!, mi amor y mi Dios.

Desde ahora, únicamente
pensaré en complaceros. Ayudadme con vuestra gracia, como
espero por vuestros merecimientos, y acrecentad en mí el
deseo eficaz de serviros… ¡Oh gloria, oh Cielo!…
¿Cuándo, Señor, podré contemplaros y
abrazaros y unirme a Vos, sin temor de perderos?… ¡Ah
Dios mío! ¡Guiadme y defendedme para que nunca os
ofenda!…

¡Oh María Santísima!
¿Cuándo estaré postrado a tus pies en la
gloria? Socórreme, Madre mía; no permitas que me
condene y que me vea lejos de Ti y de tu Hijo divino.

CONSIDERACIÓN 30

De la
oración

Pedid y se os dará…,porque
todo aquel que pide, recibe.(Lc. 11, 9-10)

PUNTO 1

No sólo en éstos, sino en
otros muchos lugares del Antiguo y Nuevo Testamento promete Dios
oír a los que se encomiendan a Él: Clama a
Mí, y te oiré
(Jer. 33, 3).
Invócame…, y te libraré (Sal. 49, 15).
"Si algo pidiereis en mi nombre, Yo lo haré" (Jn. 14, 14).
"Pediréis lo que quisiereis, y se os otorgará" (Jn.
15, 7). Y otros varios textos semejantes.

La oración es una, dice Teodoreto;
y, sin embargo, puede alcanzarnos todas las cosas; pues, como
afirma San Bernardo, el Señor nos da, o lo que pedimos en
la oración, u otra gracia para nosotros más
conveniente.

Por esa razón, el Profeta (Sal. 85,
5) nos mueve a que oremos, asegurándonos que el
Señor es todo misericordia para cuantos le invocan y
acuden a Él
. Y todavía con más eficacia
nos exhorta el Apóstol Santiago (Epíst. 1, 5),
diciéndonos que cuando rogamos a Dios nos concede
más de lo que pedimos, sin reprocharnos las ofensas que le
hemos hecho. No parece sino que, al oír nuestra
oración, olvida nuestras culpas.

San Juan Clímaco dice que la
oración hace, en cierto modo, violencia a Dios, y le
fuerza a que nos conceda lo que le pidamos. Fuerza -escribe
Tertuliano- que es muy grata al Señor y que la desea de
nosotros, pues, como dice San Agustín, mayores deseos
tiene Dios de darnos bienes que nosotros de recibirlos, porque
Dios, por su naturaleza, es la Bondad infinita, según
observa San León, y se complace siempre en comunicarnos
sus bienes.

Dice Santa María Magdalena de Pazzi
que Dios queda, en cierto modo, obligado con el alma que le
ruega, porque ella misma ofrece así ocasión de que
el Señor satisfaga su deseo de dispensarnos gracias y
favores. Y David decía (Sal. 55, 10) que esta bondad del
Señor, al oírnos y complacernos cuando le dirigimos
nuestras súplicas, le demostraba que Él era el
verdadero Dios

Sin razón se quejan algunos de que
no hallan propicio a Dios -advierte San Bernardo-; pero con mayor
motivo se lamenta el Señor de que muchos le ofenden
dejando de acudir a Él para pedirle gracias.

Por eso nuestro Redentor dijo a sus
discípulos (Jn. 16, 24): Hasta ahora no habéis
pedido nada en mi nombre. Pedid y recibiréis, para que
vuestro gozo sea completo
; o sea: "No os quejéis de
Mí si no sois plenamente felices; quejaos de vosotros
mismos que no me habéis pedido las gracias que os tengo
preparadas. Pedid, pues, y quedaréis
contentos".

Los antiguos monjes afirmaban que no hay
ejercicio más provechoso para alcanzar la salvación
que la oración continua, diciendo: auxiliadme,
Señor. Deus in adjutórium meum intende. Y
el venerable P. Séñeri refiere de sí mismo
que solía en sus meditaciones conceder largo espacio a los
piadosos afectos; pero que después, persuadido de la gran
eficacia de la oración, procuraba emplear en las
súplicas la mayor parte del tiempo

Hagamos siempre lo mismo, porque nuestro
Señor nos ama en extremo, desea mucho nuestra
salvación y se muestra solícito en oír lo
que le pedimos. Los príncipes del mundo a pocos dan
audiencia, dice San Juan Crisóstomo; pero Dios la concede
a todo el que la pide.

AFECTOS Y SÚPLICAS

Os adoro, Eterno Dios, y os doy gracias por
todos los beneficios que me habéis concedido,
creándome, redimiéndome por medio de mi
Señor Jesucristo, haciéndome hijo de su santa
Iglesia, esperándome cuando me hallaba en pecado y
perdonándome muchas veces.

¡Ah Dios mío!, no os hubiera
ofendido si en las tentaciones hubiese acudido a Vos… Gracias
también os doy porque me habéis enseñado que
toda mi felicidad se funda en la oración, en pediros los
dones que necesito. Yo os pido, pues, en nombre de Jesucristo,
que me deis gran dolor de mis culpas, la perseverancia en vuestra
gracia, buena y piadosa muerte y la gloria eterna, y, sobre todo,
el sumo don de vuestro amor y la perfecta conformidad con vuestra
voluntad santísima. Harto sé que no lo merezco,
pero lo ofrecisteis a quien lo pidiere en nombre de Cristo, y yo,
por los merecimientos de Jesucristo, lo pido y
espero…

¡Oh María!, vuestras
súplicas alcanzan cuanto piden. Orad por
mí.

PUNTO 2

Consideremos, además, la necesidad
de la oración. Dice San Juan Crisóstomo (tomo 1,
77) que así como el cuerpo sin alma está muerto,
así el alma sin oración se halla también sin
vida, y que tanto necesitan las plantas el agua para no secarse,
como nosotros la oración para no perdernos.

Dios quiere que nos salvemos todos y que
nadie se pierda (1 Ti. 2, 4). "Espera con paciencia por amor
de vosotros, no queriendo que perezca ninguno, sino que todos se
conviertan a penitencia"
(2 P. 3, 9). Pero también
quiere que le pidamos las gracias necesarias para nuestra
salvación; puesto que, en primer lugar, no podemos
observar los divinos preceptos y salvarnos sin el auxilio actual
del Señor, y, por otra parte, Dios no quiere, en general,
darnos esas gracias si no se las pedimos.

Por esta razón dice el Santo
Concilio de Trento (sess. 6, c. 2) que Dios no impone preceptos
imposibles, porque, o nos da la gracia próxima y actual
necesaria para observarlos, o bien nos da la gracia de pedirle
esa gracia actual.

Y enseña San Agustín que,
excepto las primeras gracias que Dios nos da, como son la
vocación a la fe, o a la penitencia, todas las
demás, y especialmente la perseverancia, Dios las concede
únicamente a los que se las piden.

Infieren de aquí los
teólogos, con San Basilio, San Agustín, San Juan
Crisóstomo, San Clemente de Alejandría y otros
muchos, que para los adultos es necesaria la oración, con
necesidad de medio. De suerte que, sin orar, a nadie le
es posible salvarse. Y esto dice el doctísimo Lessio, debe
tenerse como de fe.

Los testimonios de la Sagrada Escritura son
concluyentes y numerosos: "Es menester orar siempre. Orad
para que no caigáis en la tentación. Pedid y
recibiréis. Orad sin intermisión
". Las citadas
palabras "es menester, orad, pedid", según general
sentencia de los doctores con el angélico Santo
Tomás (2 p., q. 29, a. 5), imponen precepto que obliga
bajo culpa grave, especialmente en dos casos: primero, cuando el
hombre se halla en pecado; segundo, cuando está en peligro
de pecar.

A lo cual añaden comúnmente
los teólogos que quien deja de orar por espacio de un mes
o más tiempo, no está exento de culpa mortal.
(Puede verse a Lessio en el lugar citado). Y toda esta doctrina
se funda en que, como hemos visto, la oración es un medio
sin el cual no es posible obtener los auxilios necesarios para la
salvación.

Pedid y recibiréis. Quien
pide, alcanza. De suerte -decía Santa Teresa- que quien no
pide no alcanzará. Y el Apóstol santiago exclama
(4, 2): No alcanzáis porque no pedís.
Singularmente es necesaria la oración para obtener la
virtud de la continencia. "Y como llegué a entender
que de otra manera no podía alcanzarla, si Dios no me la
daba…, acudí al Señor y le rogué"

(Sb. 8, 21).

Resumamos lo expuesto considerando que
quien ora se salva, y quien no ora, ciertamente, se condena.
Todos cuantos se han salvado lo consiguieron por medio de la
oración. Todos los que se han condenado se condenaron por
no haber orado. Y el considerar que tan fácilmente
hubieran podido salvarse orando, y que ya no es tiempo de
remediar el mal, aumentará su desesperación en el
infierno.

AFECTOS Y SÚPLICAS

¿Cómo he podido,
Señor, vivir hasta ahora tan olvidado de Vos? Preparadas
teníais todas las gracias que yo debiera haber buscado;
sólo esperabais que os las pidiese; pero no pensé
más que en complacer a mi sensualidad, sin que me
importase verme privado de vuestro amor y gracia.

Olvidad, Señor, mi ingratitud, y
tened misericordia de mí; perdonad las ofensas que os
hice, y concededme el don de la perseverancia,
auxiliándome siempre, ¡oh Dios de mi alma!, para que
no vuelva a ofenderos. No permitáis que de Vos me olvide,
como os olvidé antes. Dadme luz y fuerza para encomendarme
a Vos, especialmente cuando el enemigo me mueva a pecar.
Otorgadme, Dios mío, esta gracia por los méritos de
Jesucristo y por el amor que le tenéis.

Basta, Señor; basta de culpas.
Amaros quiero en el resto de mi vida. Dadme vuestro santo amor, y
él haga que os pida vuestro auxilio siempre que me halle
en peligro de perderos pecando…

María Santísima, mi esperanza
y amparo, de Vos espero la gracia de encomendarme a Vos y a
vuestro divino Hijo en todas mis tentaciones. Socorredme, Reina
mía, por amor de Cristo Jesús.

PUNTO 3

Consideremos, por último, las
condiciones de la buena oración. Muchos piden y no
alcanzan, porque no ruegan como es debido (Stg. 4, 3). Para orar
bien menester es, ante todo, humildad. "Dios resiste a los
soberbios, y a los humildes da gracia" (Stg. 4, 6). Dios no oye
las peticiones del soberbio; pero nunca desecha la
petición de los humildes (Ecl. 35, 21), aunque hayan sido
pecadores. "Al corazón contrito y humillado no le
despreciarás, Señor" (Sal. 50, 19).

En segundo lugar, es necesaria la
confianza. "Ninguno esperó en el Señor y fue
confundido" (Ecl. 2, 11). Con este fin nos enseñó
Jesucristo que al pedir gracias a Dios le demos nombre de
Padre nuestro, para que le roguemos con aquella
confianza que un hijo tiene al recurrir a su propio
padre.

Quien pide confiado, todo lo consigue.
Todas cuantas cosas pidiereis en la oración,
tened viva fe de conseguirlo y se os concederán.
(Mr. 11, 24).

¿Quién puede temer, dice San
Agustín, que falte lo que prometió Dios, que es la
misma verdad? No es Dios como los hombres, que no cumplen a veces
lo que prometen, o porque mintieron al prometer, o porque luego
cambian de voluntad (Nm. 23, 19).

¿Cómo había el
Señor -añade el Santo- de exhortarnos tanto a
pedirle gracias, si no hubiere de concedérnoslas? Al
prometerlo se obligó a conceder los dones que le
pidamos.

Acaso piense alguno que, por ser pecador,
no merece ser oído. Mas responde Santo Tomás que la
oración con que pedimos gracias no se funda en nuestros
méritos, sino en la misericordia divina. "Todo aquel
que pide, recibe"
(Lc. 11, 10); es decir, todos, sean justos
o pecadores.

El mismo Redentor nos quitó todo
temor y duda en esto cuando dijo (Jn. 16, 23): "En verdad, en
verdad os digo que os dará el Padre todo lo que pidiereis
en mi nombre
"; o sea: "si carecéis de méritos,
los míos os servirán para con mi Padre. Pedidle en
mi nombre, y os prometo que alcanzaréis lo que
pidiereis…"

Pero es preciso entender que tal promesa no
se refiere a los dones temporales, como salud, hacienda u otros,
porque el Señor a menudo nos niega justamente estos
bienes, previendo que nos dañarían para salvarnos.
Mejor conoce el médico que el enfermo lo que ha de ser
provechoso, dice San Agustín; y añade que Dios
niega a algunos por misericordia lo que a otros concede airado.
Por lo cual sólo debemos pedir las cosas temporales bajo
la condición de que convengan al bien del alma.

Y, al contrario, las espirituales, como el
perdón, la perseverancia, el amor a Dios y otras gracias
semejantes, deben pedirse absolutamente con firme confianza de
alcanzarlas. "Pues si vosotros, siendo malos -dice
Jesucristo (Lc. 11, 13)-, sabéis dar cosas buenas a
vuestros hijos, ¿cuánto más vuestro Padre
celestial dará espíritu bueno a los que se lo
pidieren
?".

Es, sobre todo, necesaria la perseverancia.
Dice Cornelio a Lápide (In. Lc. c. 11) que el Señor
"quiere que perseveremos en la oración hasta ser
importunos"; cosa que ya expresa la Escritura Sagrada: "Es
menester orar siempre". "Vigilad orando en todo tiempo".

"Orad sin intermisión"; lo mismo que el texto que sigue:
"Pedid y recibiréis; buscad y hallaréis; llamad
y se os abrirá"
(Lc. 11, 9).

Bastaba haber dicho pedid; mas quiso el
Señor demostrarnos que debemos proceder como los mendigos,
que no cesan de pedir e insisten y llaman a la puerta hasta que
obtienen la limosna. Especialmente la perseverancia final es
gracia que no se alcanza sin continua oración. No podemos
merecer por nosotros mismos esa gracia, mas por la
oración, dice San Agustín, en cierto modo la
merecemos.

Oremos, pues, siempre, y no dejemos de orar
si queremos salvarnos. Los confesores y predicadores exhorten de
continuo a orar si desean que las almas se salven. Y, como dice
San Bernardo, acudamos siempre a la intercesión de
María. "Busquemos la gracia, y busquémosla por
intercesión de María, que alcanza cuanto desea y no
puede engañarse".

AFECTOS Y SÚPLICAS

Espero, Señor, que me habréis
perdonado, pero mis enemigos no dejarán de combatirme
hasta la hora de la muerte, y si no me ayudáis,
volveré a perderme.

Por los merecimientos de Cristo, os pido la
santa perseverancia. No permitáis que me aparte de
Ti
. El mismo don os pido para cuantos se hallan en vuestra
gracia. Y confiado en vuestras promesas, seguro estoy de que me
concederéis la perseverancia si continúo
pidiéndoosla… Y con todo, temo, Señor; temo el no
acudir a Vos en las tentaciones y recaer por ello en mis
culpas.

Os ruego, pues, que me concedáis la
gracia de que jamás deje de orar. Haced que en los
peligros de pecar me encomiende a Vos e invoque en auxilio
mío los nombres de Jesús y María.
Así, Dios mío, propóngame hacerlo, y
así espero que lo conseguiré con vuestra gracia.
Oídme, por el amor de Jesucristo.

Y Vos, María, Madre nuestra,
alcanzadme que, en los peligros de perder a Dios, recurra siempre
a Vos y a vuestro Hijo divino.

CONSIDERACIÓN 31

De la
perseverancia

El que persevere hasta el
fin,éste será salvo.(Mt. 24, 13)

PUNTO 1

Dice San Jerónimo que muchos
empiezan bien, pero pocos son los que perseveran. Bien comenzaron
un Saúl, un Judas, un Tertuliano; pero acabaron mal,
porque no perseveraron como debían. En los cristianos no
se busca el principio, sino el fin. El Señor -prosigue
diciendo el Santo- no exige solamente el comienzo de la buena
vida, sino sui término; el fin es el que alcanzará
la recompensa.

De aquí que San Lorenzo Justiniano
llame a la perseverancia puerta del Cielo. Quien no
hallare esa puerta no podrá entrar en la
gloria.

Tú, hermano mío, que dejaste
el pecado y esperas con razón que habrán sido
perdonadas tus culpas, disfrutas de la amistad de Dios; pero
todavía no estás en salvo ni lo estarás
mientras no hayas perseverado hasta el fin (Mt. 10, 22).
Empezaste la vida buena y santa. Da por ello mil veces gracias a
Dios; mas advierte que, como dice San Bernardo, al que comienza
se le ofrece no más el premio, y únicamente se le
da al que persevera. No basta correr en el estadio, sino
proseguir hasta alcanzar la corona, dice el Apóstol (1 C.
9, 24).

Has puesto mano en el arado; has
principiado a bien vivir; pues ahora más que nunca debes
temer y temblar… (Fil. 2, 12). ¿Por qué?…
Porque si, lo que Dios no quiera, volvieses la vista atrás
y tornases a la mala vida, te excluiría Dios del premio de
la gloria (Lc. 9, 62).

Ahora, por la gracia de Dios, huyes de las
ocasiones malas y peligrosas, frecuentas los sacramentos, haces
cada día meditación espiritual… Dichoso tú
si así continúas, y si nuestro Señor
Jesucristo así te halla cuando venga a juzgarte (Mt. 24,
46). Mas no creas que por haberte resuelto a servir a Dios se te
han acabado las tentaciones y no vuelvan a combatirte más.
Oye lo que dice el Espíritu Santo (Ecl. 2, 1): "Hijo,
cuando llegues al servicio de Dios, prepara tu alma a la
tentación".

Sabe, pues, que ahora más que nunca
debes prepararte para el combate; porque nuestros enemigos, el
mundo, el demonio y la carne, ahora más que nunca se
aprestarán a moverte guerra con el fin de que pierdas
cuento hubieres conquistado. San Dionisio Cartusiano afirma que
cuanto más se entrega uno a Dios, con tanto mayor
empeño procura el infierno vencerle.

Y esta verdad se declara bastantemente en
el Evangelio de San Lucas (11, 24-26), donde dice: "Cuando un
espíritu inmundo ha salido de un hombre, anda por lugares
áridos buscando reposo, y no hallándole, dice: Me
volveré a mi casa, de donde salí… Entonces va y
toma consigo otros siete espíritus peores que él, y
entran dentro y moran allí. Y lo postrero de aquel hombre
es peor que lo primero"; o sea; cuando el demonio se ve arrojado
de un alma no halla descanso ni reposo, y emplea todas sus
fuerzas en procurar dominarla de nuevo. Pide auxilio a otros
espíritus del mal, y si consigue entrar otra vez en
aquella alma, le producirá segunda ruina, más grave
que la primera.

Considerad, pues, qué armas vais a
emplear para defenderos de esos enemigos y conservar la gracia de
Dios. Para no ser vencidos del demonio no hay mejor arma que la
oración.

Dice San Pablo (Ef. 6, 12) que no tenemos
que pelear contra hombres de carne y hueso como nosotros, sino
contra los príncipes y potestades del infierno, con lo
cual quiere advertirnos que carecemos de fuerzas para resistir a
tanto poder, y que, por consiguiente, necesitamos que Dios nos
ayude. Con ese auxilio lo podemos todo, decía el
Apóstol (Fil. 4, 13), y todos debemos repetir lo mismo.
Pero ese auxilio no se alcanza más que pidiéndole
en la oración. Pedid y recibiréis. No nos
fiemos de nuestros propósitos, que si en ellos confiamos
estaremos perdidos.

Toda nuestra confianza, cuando el demonio
nos tentare, la hemos de poner en la ayuda de Dios,
encomendándonos a Jesús y a María
Santísima. Y muy especialmente debemos hacer esto en las
tentaciones contra la castidad, porque son las más
temibles y las que ofrecen al demonio más frecuentes
victorias.

Por nosotros mismos no disponemos de
fuerzas para conservar la castidad. Dios ha de dárnoslas.
"Y como llegué a entender -exclama Salomón
(Sb. 8, 21)- que de otra manera no podía alcanzar
continencia…, acudí al Señor y le
rogué
".

Preciso es, pues, en tales tentaciones,
acudir en seguida a Jesucristo y a su Santa Madre, e invocar a
menudo los santísimos nombres de Jesús y
María. Quien así lo hiciere, vencerá. El que
no lo haga será vencido.

AFECTOS Y SÚPLICAS

Ne projicias me a facie tua.
¡Ah Señor, no me arrojes de tu presencia! (Sal. 50,
13). Bien sé que no me abandonarás si no soy yo el
primero en dejarte; pero la experiencia de mi flaqueza me inspira
temor. Dadme, Dios mío, la fortaleza que necesito contra
el poder del infierno, que desea reducirme de nuevo a su odiosa
servidumbre. Os lo pido por el amor de Jesucristo.

Estableced, Señor, entre Vos y yo
una perpetua paz que jamás se altere; y para ello dadme
vuestro santo amor. El que no os ama, muerto está (1 Jn.
3, 14). Libradme de esa muerte desdichada, ¡oh Dios de mi
vida! Vos sabéis que me hallaba perdido, y que por obra de
vuestra clemencia he llegado al estado en que me encuentro, con
la esperanza de que poseo vuestra gracia… Por la amarga muerte
que por mí sufristeis, no permitáis, Jesús
mío, que voluntariamente pierda tan alto don. Os amo sobre
todas las cosas, y espero verme siempre enlazado a ese divino
amor, y con él morir, y en él vivir
eternamente.

¡Oh María, a quien llamamos
Madre de la perseverancia!, por vuestra intercesión se
alcanza esa gran merced. A Vos la pido, y de Vos la
espero.

PUNTO 2

Veamos ahora cómo se ha de vencer al
mundo. Gran enemigo es el demonio, mas el mundo es peor. Si el
demonio no se sirviese de él, de los hombres malos, que
forman lo que llamamos mundo, no lograría los triunfos que
obtiene.

No tanto amonesta el Redentor que nos
guardemos del demonio como de los hombres (Mt. 10, 17).
Éstos son a menudo peores que aquéllos, porque a
los demonios se los ahuyenta con la oración e invocando
los nombres de Jesús y de María; pero los malos
enemigos, si mueven a alguno a pecar y les responde con buenas y
cristianas palabras, no huyen ni se reprimen, sino que le excitan
y tientan más, y se burlan de él llamándole
necio, cobarde o menguado; y cuando otra cosa no pueden, le
tratan de hipócrita, que finge santidad. Y no pocas almas
tímidas o débiles, por no oír tales burlas e
improperios, siguen a aquellos ministros de Lucifer y pecan
miserablemente.

Persuádete, pues, hermano
mío, de que si quieres vivir piadosamente, los
impíos, los malvados te menospreciarán y se
burlarán de ti. El que vive mal no puede tolerar a los que
viven bien, porque la vida de éstos les sirve de continuo
reproche y porque quisiera que todos la imitasen para acallar el
remordimiento que le ocasiona la cristiana vida de los
demás.

El que sirve a Dios, dice el Apóstol
(2 Ti. 3, 12), tiene que ser perseguido del mundo. Todos los
Santos sufrieron rudas persecuciones. ¿Quién
más santo que Jesucristo? Pues el mundo le
persiguió hasta darle afrentosa muerte de cruz.

No ha de sorprendernos esto, porque las
máximas del mundo son del todo contrarias a las de
Jesucristo. A lo que aquél estima llama Cristo locura (1
Co. 3, 19). Y al contrario, el mundo tiene por demencia lo que
alaba y aprecia nuestro Redentor, como son las cruces, dolores y
desprecios (1 Co. 1, 18).

Pero consolémonos, que si los malos
nos maldicen y vituperan, Dios nos bendice y ensalza (Sal. 108,
28). ¿No basta ser alabados de Dios, de María
Santísima, de los ángeles y Santos y de todos los
buenos?

Dejemos, pues, que los pecadores digan lo
que quisieren y prosigamos sirviendo a Dios, que tan fiel y
amoroso es para los que le aman. Cuanto mayores fueren los
obstáculos y contradicciones que hallemos practicando el
bien, tanto más grandes serán la complacencia del
Señor y nuestros méritos.

Imaginemos que en el mundo sólo Dios
y nosotros existimos, y cuando los malvados nos censuren,
encomendémoslos al Señor, y dándole gracias
por la luz que a nosotros nos alumbra y a ellos les niega,
prosigamos en paz nuestro camino. Nunca nos cause rubor el ser y
parecer cristianos, porque si nos avergonzamos de ello,
Jesucristo se avergonzará de nosotros, según nos
anunció (Lc. 9, 26).

Si queremos salvarnos, menester es que
estemos firmemente resueltos a padecer fuerza y a violentarnos
siempre. "Estrecho es el camino que conduce a la vida" (Mateo 7,
14).

El reino de los Cielos se alcanza a viva
fuerza, y los que se la hacen a sí mismos son los que le
arrebatan (Mt. 11, 12). Quien no se hace violencia no se
salvará. Y esto es irremediable, porque si queremos
practicar el bien, tenemos que luchar contra nuestra rebelde
naturaleza. Singularmente, debemos violentarnos al principio para
extirpar los malos hábitos y adquirir los buenos, puesto
que después la buena costumbre convierte en cosa
fácil y dulce la observancia de la buena ley.

Dijo el Señor a Santa Brígida
que a quien practicando las virtudes con valor y paciencia sufre
la primera punzada de las espinas, después esas mismas
espinas se le truecan en rosas.

Atiende, pues, cristiano, y oye a
Jesús, que te dice como al paralítico (Jn. 5, 14):
"Mira que ya estás sano; no quieras pecar más,
porque no te suceda cosa peor". Entiende, añade San
Bernardo, que si por tu desgracia vuelves a recaer, tu ruina
será peor que todas las de tus primeras
caídas.

¡Ay de aquellos, dice el Señor
(Is. 30, 1), que emprenden el camino de Dios y luego le dejan!
Serán castigados como rebeldes a la luz (Jn. 3, 19); y la
pena de esos infelices, que fueron favorecidos e iluminados con
las luces de Dios, e infieles después, será quedar
del todo ciegos y así acabar su vida hundidos en la culpa.
"mas si el justo se desviare de su justicia…, ¿por
ventura vivirá? No se hará memoria de ninguna de
las obras justas…; por su pecado morirá" (Ez. 18,
24).

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Ah Dios mío!
¡Cuántas veces he merecido castigo semejante, ya que
tantas dejé el pecado por las luces y mercedes que me
disteis, y luego miserablemente recaí en la culpa!
Infinitas gracias os doy por vuestra clemencia en no haberme
abandonado a mi ceguedad, privándome de vuestras luces
como yo merecía.

Obligadísimo os quedo, y harto
ingrato sería si volviese a separarme de Vos. No
será así, Redentor mío; antes bien, espero
que en el resto de mi vida, y en toda la eternidad, he de alabar
y cantar vuestras misericordias (Sal. 88, 2), amándoos
siempre sin perder vuestra divina gracia. Mi pasada ingratitud,
que maldigo y aborrezco sobre todo mal, me servirá de
acicate para llorar las ofensas que os hice y para inflamarme en
amor a Vos, que me habéis acogido a pesar de mis pecados,
y me habéis otorgado tan altas mercedes.

Os amo, Dios mío, digno de infinito
amor. Desde hoy seréis mi único amor, mi
único bien. ¡Oh Eterno Padre! Por los merecimientos
de Jesucristo os pido la perseverancia final en vuestro amor y
gracia, y sé que me la concederéis si
continúo pidiéndoosla. Mas ¿quién me
asegura de que así lo haré? Por eso, Dios
mío, os ruego que me deis la gracia de que siempre os pida
ese precioso don…

¡Oh María!, mi abogada,
esperanza y refugio, alcanzadme con vuestra intercesión
constancia para pedir a Dios la perseverancia final. Os lo ruego
por vuestro amor a Cristo Jesús.

PUNTO 3

Consideremos lo que atañe al tercer
enemigo, la carne, que es el peor de todos, y veamos cómo
hemos de combatirle. En primer lugar, con la oración,
según ya hemos visto. En segundo lugar, huyendo de las
ocasiones, como vamos a ver y ponderar atentamente.

Dice San Bernardino de Sena que el
más excelente consejo (que es casi la base y fundamento de
la vida religiosa) consiste en que huyamos siempre de las
ocasiones de pecar. Obligado por exorcismos, confesó una
vez el demonio que ningún sermón le es más
aborrecible que aquellos en que se exhorta a huir de las malas
ocasiones.

Y con harta razón; porque el demonio
se ríe de cuantas promesas y propósitos forme un
pecador arrepentido, si no se aparta éste de tales
ocasiones.

La ocasión, especialmente en materia
de placeres sensuales, es como una venda puesta ante los ojos,
que no permite ver ni propósitos, ni instrucciones, ni
verdades eternas; que ciega, en fin, al hombre y le hace
olvidarse de todo.

Tal fue la perdición de nuestros
primeros padres: el no huir de la ocasión. Habíales
Dios prohibido alzar la mano al fruto vedado. "Nos mandó
Dios -dijo Eva a la serpiente- que no comiéramos ni le
tocásemos" (Gn. 3, 3). Pero la imprudente "le vio, le
tomó y comió". Empezó por admirar la
manzana, tomóla después con la mano, y al cabo
comió de ella. Quien voluntariamente se expone al peligro,
en él perecerá (Ecl. 3, 27).

Advierte San Pedro que el demonio anda
dando vueltas alrededor de nosotros, buscando a quien devorar. De
suerte que para volver a entrar en un alma que lo arrojó
de sí, dice San Cipriano, sólo aguarda la
ocasión oportuna. Si el alma se deja seducir para ponerse
en peligro, de nuevo se apoderará de ella el enemigo y la
devorará sin remedio.

El abad Guerrico dice que Lázaro
resucitó atado de manos y de pies, y por eso quedó
sujeto a la muerte. ¡Infeliz del que resucite ligado por
las ocasiones! A pesar de su resurrección, volverá
a morir. El que quiera salvarse necesita renunciar no sólo
al pecado, sino también a las ocasiones de pecar; es
decir, debe apartarse de este compañero, de aquella casa,
de cierto trato y amistad…

Podrá decir alguno que, al mudar de
vida, abandonó todo fin ilícito en sus relaciones
con determinadas personas, y que, por tanto, no hay ya temor de
tentaciones. Recordaré a propósito de esto lo que
se cuenta de ciertos osos de Mauritania, que acostumbran cazar
monos. Estos animales, al ver a su enemigo, trepan a los
árboles. Mas el oso tiéndese en tierra,
fingiéndose muerto, y apenas los monos, confiados, bajan
al suelo, se levanta, les da caza y los devora.

Así el demonio finge que
están muertas las tentaciones, y cuando los hombres
descienden a las ocasiones peligrosas, les presenta de improviso
la tentación con que los vence. ¡Cuántas
almas desventuradas que frecuentaban la oración y la
comunión, y que podían llamarse santas, llegaron a
ser presa del infierno por no haber evitado las malas
ocasiones!

Refiérese en la Historia
Eclesiástica que una santa señora, dedicada a la
piadosa obra de recoger y enterrar los cuerpos de los
mártires, halló uno que aún tenía
vida. Llevóle a su casa, le cuidó y curó. Y
acaeció luego que, por la ocasión próxima,
esos dos santos, que así se les podía llamar,
perdieron la gracia de Dios, y luego la misma fe
cristiana.

Mandó el Señor a
Isaías (40, 6) predicar que toda carne es heno. Y,
comentando este pasaje, dice San Juan Crisóstomo:
¿Es posible que el heno deje de arder si se le pone al
fuego? Imposible, añade San Cipriano (De sing., Cler.). Es
el estar en la hoguera y no quemarse.

Nuestra fortaleza, advierte el Profeta (Is.
1, 31), es como la de la estopa en las llamas. Y también
Salomón nos dice (Pr. 6, 27-28) que sería un loco
el que pretendiese caminar sobre ascuas sin que se le abrasaran
las plantas de los pies. Pues no es menor locura la del que
pretenda ponerse en ocasiones y no caer en falta.

Menester es huir del pecado como de la
serpiente venenosa (Ecl. 21, 2). Preciso es evitar, no
sólo la mordedura de la serpiente, dice Gualfrido, sino el
tocarla y hasta el aproximarse a ella.

Dirás, tal vez, que aquella casa,
aquella amistad favorecen tus intereses. Pues si aquella casa
es para ti camino del infierno
(Pr. 7, 27) y no renuncias a
salvarte, es en absoluto preciso que la abandones resueltamente.
Si tu ojo derecho -dice el Señor- fuese para
ti motivo de condenación, debes arrancarle y arrojarle
lejos de ti…
(Mt. 5, 29). Nótese las palabras
abs te del texto: es necesario tirarle, no cerca, sino
lejos, o sea: hay que evitar todas las
ocasiones.

Decía San Francisco de Asís
que a las personas espirituales y entregadas a Dios las tienta el
demonio de muy diferente manera que a las que viven mal. Al
principio no las ata con una cuerda, sino con un cabello;
después, con un hilo; luego, con un cordel, y, por
último, con la cuerda potente que las arrastra al
pecado.

El que desee, pues, librarse de tales
riesgos, deseche desde el principio esas ligaduras de un cabello,
huya de todas las ocasiones peligrosas, trato, saludos, obsequios
y otras semejantes, y, sobre todo, el que haya tenido
hábitos de impureza no se contente con evitar las
ocasiones próximas; si no huye también de las
remotas, volverá a caer.

Quien desee verdaderamente salvarse ha de
formar y renovar con suma frecuencia la resolución de no
apartarse nunca de Dios, repitiendo a menudo aquella frase de los
Santos: "Piérdase todo, pero jamás a
Dios".

Mas no basta semejante resolución de
no perder a Dios si no usamos de los medios ordenados para no
perderle.

El primero es, como ya se ha dicho, huir de
las ocasiones.

El segundo, frecuentar los sacramentos de
la Confesión y Comunión, porque en la casa que se
limpia a menudo no impera la inmundicia. Con la confesión
se mantiene para el alma y se alcanza no solamente la
remisión de las culpas, sino fuerza para resistir las
tentaciones.

La sagrada Comunión se llama Pan del
Cielo, porque así como al cuerpo le es imposible vivir sin
el alimento de la tierra, así el alma no puede vivir sin
ese manjar celestial. "Si no comiereis la Carne del Hijo del
Hombre ni bebiereis su Sangre, no tendréis vida en
vosotros"
(Jn. 6, 54). Y, al contrario, a quien con
frecuencia come ese Pan le está prometido que
vivirá eternamente (Jn. 6, 52). Por esto el santo Concilio
de Trento llama a la Comunión medicina que nos libra de
los pecados veniales y nos preserva de los mortales.

El tercer medio es la meditación, o
sea la oración mental: "Acuérdate de tus
postrimerías, y no pecarás jamás" (Ecl. 7,
40). El que tenga siempre ante la vista las verdades eternas, la
muerte, el juicio, la eternidad, no caerá en pecado. Dios
nos ilumina en la meditación (Salmo 53, 6) y nos habla
interiormente, enseñándonos lo que debemos hacer y
las cosas de que debemos huir. "La llevaré al desierto y
la hablaré al corazón" (Os. 2, 14). Es la
meditación como venturosa hoguera donde nos encendemos en
amor divino (Sal. 38, 4).

Y, finalmente, según ya hemos
considerado, para conservarnos en gracia de Dios nos es
absolutamente necesario que oremos siempre y pidamos las gracias
de que hemos menester. Quien no hace oración mental,
difícilmente ruega; y no rogando, ciertamente se
perderá.

Debemos, pues, usar de todos esos medios
para salvarnos y llevar vida bien ordenada. Por la mañana,
al levantarnos, hemos de hacer los cristianos ejercicios de
acción de gracias, amor, ofrecimientos y
propósitos, con oraciones a Jesús y a la Virgen
para que nos preserven de pecado en aquel día.
Después haremos la meditación y oiremos la santa
Misa.

Durante el día tendremos lectura
espiritual y haremos la visita al Santísimo Sacramento y a
la divina Madre. Y por la noche hemos de rezar el rosario y hacer
examen de conciencia. Debemos comulgar una o más veces por
semana, según disponga el director espiritual que tengamos
elegido, para obedecerle constantemente. Muy útil
sería hacer ejercicios espirituales en alguna casa
religiosa.

Hemos de honrar también a
María Santísima con algún especial obsequio,
como, por ejemplo, ayunando los sábados. Es Madre de
perseverancia y ofrece este don a quien le sirve: "Los que obran
por Mí, no pecarán" Ecl. 24, 30).

Por último, y sobre todo, es
necesario que pidamos a Dios la santa perseverancia,
especialmente en tiempo de tentaciones, invocando entonces
más a menudo los santísimos nombres de Jesús
y María, si la tentación persistiera. Si así
lo hiciereis, os salvaréis seguramente; y si no,
ciertamente seréis condenados.

AFECTOS Y SÚPLICAS

Amadísimo Redentor mío:
Gracias os doy por la luz con que me ilumináis y por los
medios que me ofrecéis para salvarme. Ofrezco emplearlos
sin falta. Dadme Vos vuestro auxilio para seros fiel.
Deseáis que me salve, y yo así lo deseo
también, principalmente por agradar a vuestro
amantísimo Corazón, que tanto desea mi bien. No
quiero, Dios mío, resistir más al amor que me
manifestáis, por el cual me sufristeis con tanta paciencia
cuando yo os ofendía.

Me invitáis a que os ame, y amaros,
Señor, es mi único deseo… Os amo, Bondad
infinita… Os amo, infinito Bien. Y os ruego, por los
merecimientos de Cristo, que no me permitáis ser
nuevamente ingrato. O acabad con tal ingratitud, o acabad con mi
vida… Concluid, Dios mío, la obra que habéis
comenzado (Sal. 67, 29). Dadme luces, fuerza y amor…

¡Oh María Santísima,
que sois tesorera de las gracias, auxiliadme Vos! Admitidme, como
deseo, por siervo vuestro, y rogad a Jesús por mí.
Por los méritos de Jesucristo y después por los
vuestros, espero que me he de salvar.

CONSIDERACIÓN 32

De la confianza
en la protección de María
Santísima

Quien me hallare, hallará la
vida,y alcanzará del Señor la salud.(Pr. 8,
35)

PUNTO 1

¡Cuántas gracias debemos dar a
la misericordia de Dios, exclama San Buenaventura, por habernos
conseguido como abogada a la Virgen María, cuyas
súplicas pueden alcanzarnos todas las mercedes que
deseemos!…

¡Pecadores y hermanos míos!,
aunque seamos culpables ante la divina justicia, y nos
consideremos por nuestras maldades ya condenados al infierno, no
desesperemos todavía. Acudamos a esta divina Madre,
amparémonos bajo su manto, y Ella nos salvará.
Exige de nosotros la resolución de mudar de vida.
Formémosla, pues; confiemos verdaderamente en María
Santísima, y Ella nos alcanzará la
salvación… Porque María es abogada
poderosa, abogada piadosísima, abogada
que desea salvarnos a todos.

Consideremos, primeramente, que
María es poderosa abogada, que todo lo puede con el
soberano Juez, en provecho y beneficio de los que devotamente la
sirven… Singular privilegio concedido por el mismo Juez, Hijo
de la Virgen. "¡Es grande privilegio que María sea
poderosísima para con su Hijo!".

Afirma Gerson que la bienaventurada Virgen
obtiene de Dios cuanto le pide con firme voluntad, y que como
Reina manda a los ángeles para que iluminen, perfecciones
y purifiquen a los devotos de Ella. Por eso la Iglesia, a fin de
inspirarnos confianza en esta gran abogada nuestra, hace que la
invoquemos con el nombre de Virgen poderosa: Virgo potens,
ora pro nobis…

¿Y por qué es tan eficaz la
protección de María Santísima? Porque es la
Madre de Dios. Las oraciones de la Virgen María, dice San
Antonino, siendo como es María Madre del Señor,
son, en cierto modo, mandatos para Jesucristo; así no es
posible que cuando ruega no alcance lo que pide.

San Gregorio, Arzobispo de Nicomedia, dice
que el Redentor, para satisfacer la obligación que tiene
con esta Santa Madre por haber recibido de Ella la naturaleza
humana, concede cuanto María solicita. Y Teófilo,
Obispo de Alejandría, escribe estas palabras: "Desea el
Hijo que su Madre le ruegue, porque quiere otorgarle cuanto pida,
para recompensar así el favor que de ella
recibió".

Con razón, pues, exclamaba el
mártir San Metodio: "¡Alégrate y
regocíjate, oh María, que lograste la ventura de
tener por deudor al Hijo de quien todos somos deudores, porque
cuanto tenemos es don suyo!…".

Del mismo modo Cosme de Jerusalén
repite que el auxilio de María es omnipotente, y lo
confirma Ricardo de San Lorenzo, notando cuán justo es que
la Madre participe del poder del Hijo, y que siendo Éste
omnipotente, comunique a su Madre la omnipotencia. El Hijo es
omnipotente por naturaleza; la Madre es omnipotente por gracia,
de suerte que obtiene con sus oraciones cuanto desea,
según aquel célebre verso: Quod Deus imperio,
tu prece Virgo, potes.
(Puedes, Virgen, con tus preces – lo
que Dios con sus mandatos).

La misma doctrina consta en las
Revelaciones de Santa Brígida (lib. 1, cap. 4).
Oyó aquella Santa que Jesús decía a su
bendita Madre que le pidiera cuanto quisiese, y que cualesquiera
que fuesen sus peticiones, nunca rogaría en vano. Y el
Señor manifestó el motivo de tal privilegio
diciendo: "Nada me negaste nunca en la tierra; nada te
negaré Yo en el Cielo".

En resolución: no hay nadie, por
malvado que sea, a quien María no pueda salvar con su
intercesión… ¡Oh Madre de Dios!, exclama San
Gregorio de Nicomedia, nada puede resistir a tu poder, porque tu
Creador estima y aprecia tu gloria como si fuera suya… Vos,
Señora, lo podéis todo, dice también San
Pedro Damiano, puesto que aun a los desesperados podéis
salvar.

AFECTOS Y SÚPLICAS

Amadísima Reina y Madre mía,
diré con San Germán: "Vos sois omnipotente para
salvar a los pecadores, y no necesitáis para con Dios de
mayor encomio que el ser Madre de la verdadera Vida". Así,
pues, Señora, recurriendo a Vos, no puede todo el peso de
mis pecados hacerme desconfiar de mi salvación.

Con vuestras súplicas
alcanzáis cuanto queréis, y si rogáis por
mí, ciertamente me salvaré. Orad, pues, por este
miserable, diré como San Bernardo, ya que vuestro divino
Hijo oye y concede todo lo que le pedís. Pescador soy,
pero quiero enmendarme, y me complazco en ser vuestro siervo
amantísimo. Indigno soy también de vuestra
protección; mas bien sé que nunca
desamparáis al que en Vos pone su esperanza. Podéis
y queréis salvarme, y por eso confío en
Vos…

Cuando vivía alejado de Dios y no
pensaba en vuestra bondad, os acordabais Vos de mí y me
alcanzasteis la gracia de enmendarme. ¡Cuánto
más debo confiar en vuestra clemencia ahora que me
consagro a vuestro servicio, y espero en Vos y a Vos me
encomiendo!

¡Oh María!, rogad por
mí y hacedme santo. Alcanzadme el don de la perseverancia
y amor profundo a vuestro Hijo y a Vos misma. Os amo, Reina y
Madre mía amabilísima, y espero que os amaré
siempre. Amadme Vos también, y con vuestro amor, mudadme
de pecador en santo.

PUNTO 2

Consideremos, en segundo lugar, que
María es abogada tan clemente como poderosa, y
que no sabe negar su protección a quien recurre a Ella.
Fijos están sobre los justos los ojos del Señor,
dice David. Mas esta Madre de misericordia, como decía
Ricardo de San Lorenzo, tiene fijos los ojos, así en los
justos como en los pecadores, a fin de que no caigan; y si
hubieran caído, para ayudarlos a que se
levanten.

Parecíale a San Buenaventura cuando
contemplaba a la Virgen que miraba la misma misericordia, y San
Bernardo nos exhorta a que en todas nuestras necesidades
recurramos a esta poderosa abogada, que es en extremo dulce y
benigna para cuantos se encomiendan a Ella.

Por eso la llamamos hermosa como la oliva.
Quasi oliva va speciosa in campis (Ecl. 24, 19); pues
así como de la oliva mana óleo suave,
símbolo de piedad, así de la Virgen surgen gracias
y mercedes que dispensa a todos los que se acogen a su
amparo.

Bien decía, pues, Dionisio
Cartusiano al llamarla abogada de los pecadores que en ella se
refugian. ¡Oh Dios, qué dolor tendrá un
cristiano que se condena al considerar que a tan poca costa
pudiera haberse salvado acudiendo a esta Madre de misericordia, y
que no lo puso por obra ni habrá ya tiempo de
remediarlo!

La bienaventurada Virgen dijo a Santa
Brígida (Rev. 1, 1, c. 6): "Me llaman Madre de
misericordia, y en verdad lo soy, porque así lo ha
dispuesto la clemencia de Dios…" Pues ¿quién nos
ha dado tal abogada, que nos defienda, sino la misericordia
divina, que a todos nos quiere salvar?… Desdichado será
-añadió la Virgen…, eternamente desdichado, el
que pudiendo acudir a Mí, que con todos soy tan piadosa y
benigna, no quiere buscar mi auxilio y se condena".

¿Tememos acaso, dice San
Buenaventura, que nos niegue María el socorro que le
pidamos?… No; que no sabe ni supo jamás mirar sin
compasión y dejar sin auxilio a los desventurados que lo
reclaman de Ella. No sabe, ni puede, porque fue destinada por
Dios para ser reina y Madre de Misericordia, y como tal tiene que
atender a los necesitados. Reina sois de misericordia,
le dice San Bernardo; ¿y quiénes son los
súbditos de la misericordia sino los miserables?
Y
luego el Santo, por humildad, añadía: "Puesto que
sois, ¡oh Madre de Dios!, la Reina de la misericordia,
mucho debéis atenderme a mí, que soy el más
miserable de los pecadores".

Con maternal solicitud, sin duda,
librará de la muerte a sus hijos enfermos, pues la bondad
y clemencia de María la convierten en Madre de todos los
que sufren.

San Basilio la llama casa de salud, porque
así como en los hospitales de enfermos pobres tiene
más derecho a entrar el más necesitado,
María, como dice aquel Santo, ha de acoger y cuidar con
piedad más solícita y amorosa a los más
grandes pecadores de todos los que a Ella recurren.

No dudaremos, pues, de la misericordia de
María Santísima. Santa Brígida oyó
que el Salvador decía a la Virgen: "Aun para el mismo
diablo usarías de misericordia si la pidiese con
humildad". El soberbio Lucifer jamás se humillará;
pero si se humillase ante esta soberana Señora y le
pidiese auxilio, la intercesión de la Virgen le
libraría del infierno.

Nuestro Señor con aquellas palabras
nos dio a entender lo mismo que su amada Madre dijo luego a la
Santa: que cuando un pecador, por muy grandes que sean sus
culpas, se le encomienda sinceramente. Ella no atiende a los
pecados de él, sino a la intención que le mueve; y
si tiene buena voluntad de enmendarse, le acoge y sana de todos
los males que le abruman: "Por mucho que el hombre haya pecado,
si acude a Mí verdaderamente arrepentido,
apresúrome a recibirle, no miro el número de sus
culpas, sino el ánimo con que viene. Ni me desdeño
de ungir y curar sus llagas, porque me llaman, y realmente soy,
Madre de misericordia".

Con verdad, pues, nos alienta San
Buenaventura (In Sal. 8), diciendo: No desesperéis, pobres
y extraviados pecadores; alzad los ojos a María y
respirad, confiados en la piedad de esta buena Madre. Busquemos
la gracia perdida, dice San Bernardo, y busquémosla por
medio de María; que ese alto don, por nosotros perdido,
añade Ricardo de San Lorenzo, María lo
encontró, y a Ella, por tanto, debemos acudir para
recuperarle.

Cuando al arcángel San Gabriel
anunció a la Virgen la divina maternidad, le dijo: "No
temas, María, porque hallaste gracia" (Lc. 1, 30). Mas si
María, siempre llena de gracia, jamás estuvo
privada de ella, ¿cómo dijo el ángel que la
había hallado? A esto responde el cardenal Hugo que la
Virgen no halló la gracia para sí, pero siempre la
tuvo y disfrutó sino para nosotros, que la habíamos
perdido; de donde infiere que debemos presentarnos a María
Santísima y decirle: "Señora, los bienes han de ser
restituidos a quien los perdió. Esa divina gracia que
habéis hallado no es vuestra, porque Vos siempre la
poseísteis; nuestra es, y por nuestras culpas la perdimos.
A nosotros, Señora, debéis devolverla". "Acudan,
pues; acudan presurosos a la Virgen los pecadores que hubiesen
perdido por sus culpas la gracia, y díganle sin miedo:
devuélvenos el bien nuestro que hallaste…"

AFECTOS Y SÚPLICAS

He aquí a vuestros pies, ¡oh
Madre de Dios!, a un pecador desdichado que, no una, sino muchas
veces, voluntariamente, perdió la divina gracia que
vuestro Hijo le había conquistado por su muerte. Con el
alma llena de heridas y de llagas, a Vos acudo, Madre de
misericordia. No me despreciéis al ver el estado en que me
hallo; antes bien, miradme con más compasión y
apresuraos a socorrerme. Atended a la esperanza que me
inspiráis y no me abandonéis. No busco bienes
terrenos, sino la gracia de Dios y el amor a vuestro divino
Hijo.

Orad por mí, Madre mía; no
ceséis de orar, que por vuestra intercesión, y en
virtud de los méritos de Jesucristo, he de alcanzar la
salvación. Y pues vuestro oficio es el de interceder por
los pecadores, ejercedle para mí -como decía Santo
Tomás de Villanueva-, encomendadme a Dios y defendedme. No
hay causa, por desesperada que sea, que no se gane si Vos la
defendéis. Sois esperanza de pecadores y esperanza
mía… Nunca dejaré, Virgen Santa, de serviros y
amaros y de acudir a Vos… No dejéis Vos de socorrerme,
sobre todo cuando me veáis en peligro de perder nuevamente
la gracia del Señor…

¡Oh María, excelsa Madre de
Dios, tened misericordia de mí!

PUNTO 3

Consideremos en tercer lugar que
María Santísima es abogada tan piadosa, que no
sólo auxilia a los que recurren a Ella, sino que va
buscando por sí misma a los desdichados para defenderlos y
salvarlos.

Ved cómo nos llama a todos, con el
fin de alentarnos a esperar toda suerte de bienes si a su
protección nos acogemos. "En Mí toda esperanza de
vida y de virtud. Venid a Mí todos" (Ecl. 24, 26). A todos
nos llama, justos o pecadores, exclama el devoto Peibardo
comentando ese texto. Anda el demonio alrededor de nosotros,
buscando a quien devorar
, dice San Pedro (1 P. 5, 8). Mas
esta divina Madre, como dijo Bernardino de Bustos, va buscando
siempre a quien puede salvar.

Es María Madre de misericordia,
porque la piedad y clemencia con que nos atiende la obligan a
compadecerse de nosotros y a tratar continuamente de salvarnos,
como una cariñosa madre, que no podría ver a sus
hijos en riesgo de perderse sin que se apresurase a
socorrerlos.

Y, después de Jesucristo,
¿quién procura más cuidadosamente que Vos la
salvación de nuestras almas?, dice San Germán. Y
San Buenaventura añade que María se muestra tan
solícita en socorrer a los miserables, que no parece sino
que en esto se cifran sus más vivos deseos.

Ciertamente, auxilia a los que se le
encomiendan, y a ninguno de ellos desampara. Tan benigna
es
, exclama el Idiota, que no rechaza a nadie. Mas
esto no basta para satisfacer el corazón
piadosísimo de María, dice Ricardo de San
Víctor (In Cant. c. 23), sino que se adelanta a nuestras
súplicas y nos ayuda antes que se lo roguemos. Y es tan
misericordiosa, que allí donde ve miserias acude al
instante, y no sabe mirar la necesidad de nadie sin darle
auxilio.

Así procedía en su vida
mortal, como nos lo prueba el suceso de las bodas de Caná
de Galilea, donde apenas notó que faltaba el vino, sin
esperar a que se le pidiese cosa alguna, y compadecida de la
aflicción y afrenta de los esposos, rogó a su Hijo
que los remediase, y le dijo (Jn. 2, 3): No tienen vino,
alcanzando así del Señor que milagrosamente trocase
en vino el agua.

Pues si tan grande era la piedad de
María con los afligidos cuando estaba en este mundo,
ciertamente, dice San Buenaventura, es mayor la misericordia con
que nos socorre desde el Cielo, donde ve mejor nuestras miserias,
y se compadece más de nosotros. Y si María, sin que
se lo suplicasen, se mostró tan pronta a dar su auxilio,
¡cuánto más atenderá a los que le
ruegan!…

No dejemos de acudir en todas nuestras
necesidades a esta Madre divina, a quien siempre hallamos
dispuesta para socorrer al que se lo suplica. Siempre la
hallarás pronta a socorrerte, dice Ricardo de San Lorenzo;
porque, como afirma Bernardino de Bustos, más desea la
Virgen otorgarnos mercedes que nosotros mismos el recibirlas de
Ella; de suerte que cuando recurrimos a María la hallamos
seguramente llena de misericordia y de gracia.

Y es tan vivo ese deseo de favorecernos y
salvarnos -dice San Buenaventura-, que se da por ofendida, no
sólo de quien positivamente la injuria, sino
también de los que no le piden amparo y protección;
y, al contrario, seguramente, salva a cuantos se encomiendan a
Ella con firme voluntad de enmendarse, por lo cual la llama el
Santo Salud de los que la invocan.

Acudamos, pues, a esta excelsa Madre, y
digámosle con San Buenaventura: In te, Domina speravi,
non confundar in aeternum
!… ¡Oh Madre de Dios,
María Santísima, porque en Ti puse mi esperanza,
espero que no he de condenarme!

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Oh María!, a vuestros pies se
postra pidiendo clemencia este mísero esclavo del
infierno. Y aunque es cierto que no merezco bien ninguno, Vos
sois Madre de misericordia, y la piedad se puede ejercitar con
quien no la merece.

El mundo todo os llama esperanza y refugio
de los pecadores, de suerte que Vos sois mi refugio y esperanza.
Ovejuela extraviada soy; mas para salvar a esta oveja perdida
vino del Cielo a la tierra el Verbo Eterno y se hizo vuestro
Hijo, y quiere que yo acuda a Vos y que me socorráis con
vuestras súplicas. Santa María, Mater Dei, oro
pro nobis peccatóribus…

¡Oh excelsa Madre de Dios!,
Tú, que ruegas por todos, ora también por
mí. Di a tu divino Hijo que soy devoto tuyo y que
Tú me proteges. Dile que en Ti puse mis esperanzas. Dile
que me perdone, porque me pesa de todas las ofensas que le hice,
y que me conceda la gracia de amarle de todo corazón.
Dile, en suma, que me quieres salvar, pues Él concede
cuanto le pides…

¡Oh María, mi esperanza y
consuelo, en Ti confío! Ten piedad de
mí.

CONSIDERACIÓN 33

El amor de
Dios

Pues amemos nosotros a Dios,porque
Dios nos amó primero.(1 Jn. 4, 19)

PUNTO 1

Considera, ante todo, que Dios merece tu
amor, porque Él te amó antes que tú le
amases, y es el primero de cuantos te han amado (Jer. 31, 3). Los
que primeramente te amaron en este mundo fueron tus padres, pero
no sintieron ni pudieron tenerte amor sino después de
haberte conocido.

Mas antes que tuvieras el ser, Dios te
amaba ya. No habían nacido ni tu padre ni tu madre, y Dios
te amaba. ¿Y cuánto tiempo antes de crear el mundo
comenzó Dios a amarte?… ¿Quizá mil
años, mil siglos antes?… No contemos años ni
siglos. Dios te amó desde la eternidad (Jeremías
31, 3).

En suma: desde que Dios fue Dios, te ha
amado siempre; desde que se amó a Sí mismo, te
amó también a ti. Con razón decía la
virgen Santa Inés: "Otro amante me cautivó
primero". Cuando el mundo y las criaturas la requerían de
amor, ella respondía: No, no puedo amaros. Mi Dios es el
primero que me amó, y es justo que a Él sólo
consagre mis amores.

De suerte, hermano mío, que
eternamente te ha amado tu Dios; y sólo por amor te
escogió entre tantos hombres como podía crear, y te
dio el ser y te puso en el mundo, y además formó
innumerables y hermosas criaturas que te sirviesen y te
recordasen ese amor que Él te profesa y el que tú
le debes. "El Cielo, la tierra y todas las criaturas
-decía San Agustín- me invitan a que te ame".
Cuando el Santo contemplaba el sol, la luna, las estrellas, los
montes y ríos, apréciale que todos le hablaban,
diciéndole: Ama a Dios, que nos creó para ti a fin
de que le amases.

El Padre Rancé, fundador de los
Trapenses, no veía los campos, fuentes y mares sin
recordar por medio de esas cosas creadas el amor que Dios le
tenía. También Santa Teresa dice que las criaturas
le reprochaban la ingratitud para con Dios.

Y Santa Magdalena María de Pazzi, no
bien contemplaba la hermosura de alguna flor o fruto,
sentía el corazón traspasado con las flechas del
amor de Dios, y exclamaba: "¡Desde la eternidad ha pensado
el Señor en crear estas flores a fin de que yo le
ame!".

Considera, además, con qué
singular amor hizo Dios que nacieses en pueblo cristiano y en el
gremio de la Santa Iglesia. ¡Cuántos nacen entre
idólatras, judíos, mahometanos o herejes, y por
ello se pierden!… Pocos son los hombres que tienen la dicha de
nacer donde reina la verdadera fe, y el Señor te puso
entre ellos.

¡Oh, cuán alto don el de la
fe! ¡Cuántos millones de almas no disfrutan de
sacramentos, ni sermones, ni ejemplos de hombres santos, ni de
los demás medios de salvación que la Iglesia nos
proporciona!

Y Dios quiso concederte todos esos grandes
auxilios sin mérito alguno de tu parte; antes, previendo
tus deméritos. Al pensar en crearte y darte esas gracias,
ya preveía las ofensas que habías de
hacerle.

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Oh soberano Señor de Cielos y
tierra! Bien infinito e infinita Majestad, ¿cómo
pueden los hombres menospreciaros a Vos, que tanto los
habéis amado?… Mas entre ellos, Señor, a
mí singularmente, me amasteis, favoreciéndome con
gracias especialísimas, que no a todos habéis
concedido, y yo más todavía os he
despreciado.

A vuestros pies me postro, ¡oh
Jesús, Salvador mío! "No me arrojes de tu
presencia" (Sal. 50, 13), aunque harto lo merezco por mis
ingratitudes; pero Vos dijisteis que no sabéis desechar al
corazón contrito que vuelve a Vos (Jn. 6, 37).

Jesús mío, me pesa de haberos
ofendido; y si en la vida pasada no os conocí, ahora os
reconozco por mi Señor y Redentor, que murió por
salvarme y para que le amara… ¿Cuándo,
Jesús mío, acabará mi ingratitud?
¿Cuándo empezaré a amaros de
veras?…

Hoy, Señor, resuelvo amarte con todo
mi corazón, y no amar a nadie más que a Ti.
¡Oh Bondad infinita!, te adoro por todos los que no te
aman; y en Ti creo, en Ti espero, te amo y me ofrezco enteramente
a Ti. Ayúdame con tu gracia… Y si me favorecisteis
cuando no os amaba ni deseaba amaros, ¿cuánto
más no he de esperar vuestra misericordia ahora que os amo
y deseo amaros?

Dame, Señor mío, tu amor…,
amor fervoroso que me haga olvidar las criaturas todas; amor
fortísimo, con el cual supere cuantos obstáculos se
opongan a que te complazca; amor perpetuo, que no pueda
cesar.

Todo lo espero de tus merecimientos,
¡oh Jesús mío!, y de tu intercesión
poderosa, ¡oh María, Madre y Señora
nuestra!

PUNTO 2

Y no solamente nos dio el Señor
tantas hermosas criaturas, sino que no vio satisfecho su amor
hasta que se nos dio y entregó Él mismo (Ga. 2,
20). El maldito pecado nos había hecho perder la divina
gracia y la gloria, haciéndonos esclavos del infierno.
Pero el Hijo de Dios, con asombro del Cielo y de la tierra, quiso
venir a este mundo y hacerse hombre para redimirnos de la muerte
eterna y conquistarnos la gracia y la perdida gloria.

Maravilla sería que un poderoso
monarca quisiera convertirse en gusano por amor de estos
míseros seres. Pues infinitamente más debe
maravillarnos al ver a Dios hecho hombre por amor a los hombres.
"Se anonadó a Sí mismo tomando forma de siervo…,
y reducido a la condición de hombre…" (Fil. 2, 7).
¡Dios en carne mortal! Y el Verbo se hizo carne… (Jn. 1,
14). Pero el asombro y pasmo se aumentan al considerar lo que
después hizo y padeció por amor nuestro el Hijo de
Dios.

Bastaba para redimirnos una sola gota de su
preciosísima Sangre, una lágrima suya, una sola
oración, porque esta oración de persona divina
tenía infinito valor y era suficiente para rescatar el
mundo, e infinitos mundos que hubiese. Mas, dice San Juan
Crisóstomo, lo que bastaba para redimirnos no era bastante
para satisfacer el amor inmenso que Dios nos tenía. No
quiso únicamente salvarnos, sino que le amásemos
mucho, porque Él mucho nos amó, y para lograrlo
escogió vida de trabajos y de afrentas y muerte
amarguísima entre todas las muertes, a fin de que
conociésemos su infinito y ardentísimo amor para
con nosotros. "Se humilló a Sí mismo, hecho
obediente hasta la muerte, y muerte de cruz" (Fil. 2,
8).

¡Oh exceso de amor divino, que ni los
ángeles ni los hombres llegarán nunca a comprender!
Exceso le llamaron en el Tabor Moisés y
Elías, refiriéndose a la Pasión de Cristo
(Le. 9, 31). "Exceso de dolor, exceso de amor", dice San
Buenaventura.

Si el Redentor no hubiera sido Dios, sino
un deudo o amigo nuestro, ¿qué mayor prueba de
afecto podría habernos dado que la de morir por nosotros?
"Que nadie tiene más grande amor que el que da su vida por
sus amigos" (Jn. 15, 13). Si Jesucristo hubiese tenido que salvar
a su mismo Padre, ¿qué más pudiera haber
hecho por amor a Él? Si tú, hermano mío,
hubieses sido Dios y creador de Cristo, ¿qué otra
cosa hiciera por ti sino sacrificar su vida en un mar de afrentas
y dolores? Si el hombre más vil de la tierra hubiese hecho
por ti lo que hizo el Redentor, ¿podrías vivir sin
amarle?

¿Creéis en la
Encarnación y muerte de Jesucristo?… ¿Lo
creéis y no le amáis? ¿Y podéis
siquiera pensar en amar otras cosas, fuera de Cristo?
¿Acaso dudáis que os ama?… ¡Pues si
Él vino al mundo, dice San Agustín, para padecer y
morir por vosotros, a fin de patentizaros el amor que os
tiene!

Tal vez antes de la Encarnación del
Verbo pudiera dudar el hombre de que Dios le amase tiernamente;
pero después de la Encarnación y muerte de
Jesucristo, ¿cómo puede ni dudar de ello?
¿Con qué prueba más clara y tierna
podía demostrarnos su amor que con sacrificar por nosotros
su vida?… Habituados estamos a oír hablar de
creación y redención, de un Dios que nace en un
pesebre y muere en una cruz… ¡Oh santa fe, ilumina
nuestras almas!

AFECTOS Y SÚPLICAS

Veo, Jesús mío, que nada os
quedó por hacer para obligarme a amaros, y que yo, con mis
ingratitudes, he procurado obligaros a que me abandonéis.
¡Bendita sea vuestra paciencia, que me ha sufrido tan largo
tiempo! Merezco un infierno a propósito creado para
mí; pero vuestra muerte me inspira firme esperanza de
perdón.

Enseñadme, Señor,
cuánto merecéis ser amado y el deber que tengo de
amaros, ¡oh inmenso Bien! Sabiendo que habéis muerto
por mí, ¿cómo he vivido, ¡oh Dios!,
olvidado de Vos tantos años?… ¡Oh, si volviese a
existir de nuevo, querría, Señor, consagraros desde
el principio toda mi vida! Pero, ¡ah!, los años no
vuelven… Haced, al menos, que el resto de mi existencia lo
dedique por completo a serviros y amaros.

Carísimo Redentor mío: os amo
con todo mi corazón. Aumentad el amor en mí
recordándome cuánto hicisteis por mi bien, y no
permitáis que vuelva a ser ingrato. No he de resistir
más a la luz con que me ilumináis. Deseáis
que os ame, y yo deseo amaros.

¿Y a quién he de amar si no
amo a mi Dios, belleza infinita e infinita Bondad, a un Dios que
murió por mí y me sufrió paciente, y en vez
de castigarme como yo merecía, mudó el castigo en
mercedes y gracias? Sí, os amo, ¡oh Dios digno de
infinito amor!, y no vivo ni suspiro más que para
dedicarme a amaros, olvidado de todo el mundo. ¡Oh caridad
infinita de mi Señor: socorre a un alma que anhela ser
tuya eternamente!

Auxiliadme también con vuestra
intercesión, ¡oh María, Madre excelsa de
Dios! Rogad a Jesucristo que me haga suyo para
siempre.

PUNTO 3

Se aumentará en nosotros la
admiración si consideramos el deseo vehementísimo
que tuvo nuestro Señor Jesucristo de padecer y morir por
nuestro bien. "Bautizado he de ser con el bautismo de mi propia
sangre, y muero de deseo porque llegue pronto la hora de mi
Pasión y muerte, a fin de que el hombre conozca el amor
que le tengo". Así decía el Hijo de Dios en su vida
terrena (Lc. 12, 50). Por eso mismo exclamaba en la noche que
precedió a su dolorosa Pasión (Lc. 22, 15):
Ardientemente he deseado celebrar esta Pascua con
vosotros
. Diríase que nuestro Dios no puede saciarse
de amor a los hombres, escribe San Basilio de Seleucia (c.
419).

¡Ah Jesús mío!
¡Los hombres no os aman porque no ponderan el amor que les
profesáis! ¡Oh Señor!, el alma que piensa en
un Dios muerto por su amor, y que tanto deseó morir para
demostrarle la grandeza del afecto que le tenía,
¿cómo es posible que viva sin amarle?…

San Pablo dice (2 Co. 5, 14) que no tanto
lo que hizo y padeció Jesucristo como el amor que nos
demostró al padecer por nosotros, nos obliga y casi nos
fuerza a que le amemos. Considerando este alto misterio, San
Lorenzo Justiniano exclamaba: Hemos visto a un Dios enloquecido
de amor por nosotros. Y, en verdad, si la fe no afirmase,
¿quién pudiera creer que el Creador quiso morir por
sus criaturas?…

Santa Magdalena de Pazzi, en un
éxtasis que tuvo llevando en sus manos un Crucifijo,
llamaba a Jesús loco de amor. Y lo mismo decían los
gentiles cuando se les predicaba la muerte de Cristo, que les
parecía increíble locura, según testimonio
del Apóstol (1 Co. 1, 23): "Predicamos a Cristo
crucificado, escándalo para los judíos, necedad
para los gentiles".

¿Cómo, decían, un Dios
felicísimo en Sí mismo, y que de nadie necesita,
pudo venir al mundo, hacerse hombre y morir por amor a los
hombres, criaturas suyas? Creer eso equivale a creer que Dios
enloqueció de amor… Y con todo, es de fe que Jesucristo,
verdadero Hijo de Dios, se entregó a la muerte por amor a
nosotros. "Nos amó y se entregó Él mismo por
nosotros" (Ef. 5, 2).

¿Y para qué lo hizo
así? Hízolo a fin de que no viviésemos para
el mundo, sino para aquel Señor que por nosotros quiso
morir (2 Co. 5, 15) Hízolo para que el amor que nos
mostró ganase todos los afectos de nuestros corazones;
así, los Santos, al considerar la muerte de Cristo,
tuvieron en poco el dar la vida y darlo todo por amor de su
amantísimo Jesús.

¡Cuántos ilustres varones,
cuántos príncipes abandonaron riquezas, familia,
patria y reinos para refugiarse en los claustros y vivir en el
amor de Cristo! ¡Cuántos mártires le
sacrificaron la vida! ¡Cuántas vírgenes,
renunciando a las bodas de este mundo, corrieron gozosas a la
muerte para recompensar como les era dado el afecto de un Dios
que murió por amarlas!…

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8
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