Monografias.com > Sin categoría
Descargar Imprimir Comentar Ver trabajos relacionados

Preparación para la muerte, de San Alfonso María de Ligorio (página 8)



Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8

Y tú, hermano mío,
¿qué has hecho hasta ahora por amor a Cristo?…
Así como el Señor murió por los Santos, por
San Lorenzo, Santa Lucía, Santa Inés…,
también murió por ti… ¿Qué piensas
hacer, siquiera en el resto de tus días que Dios te
concede para que le ames? Mira a menudo y contempla la imagen de
Jesús crucificado; recuerda lo mucho que Él te
amó, y di en tu interior: "Dios mío, ¿con
que Vos habéis muerto por mí?" Haz siquiera esto;
hazlo con frecuencia, y así te sentirás dulcemente
movido a amar a Dios, que te ama tanto.

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡No os he amado como debiera,
amantísimo Redentor mío, porque no he pensado en el
amor que me tenéis! ¡Ah Jesús mío!,
¡cuán ingrato soy!… Vos disteis por mí la
vida con la más amarga de las muertes, y yo, tan vil he
sido, que ni he querido pensar en ello. Perdonadme, Señor,
pues yo os prometo que desde ahora seréis, ¡oh amor
mío crucificado!, el único objeto de mis afectos y
pensamientos.

Cuando el demonio o el mundo me ofrezcan
sus venenosos frutos, recordadme, amado Salvador, los trabajos
que por mi amor sufristeis, y haced que os ame y no os ofenda…
¡Ah! Si un siervo mío hubiese hecho por mí lo
que Vos hicisteis, no me atrevería a desecharle. ¡Y
con todo, muchas veces osé apartarme de Vos, que moristeis
por mí!…

¡Oh preciosa llama de amor, que
obligaste a Dios a que diese por mí su vida; ven, inflama
y llena todo mi corazón y destruye en él los
afectos a las cosas creadas! ¿Es posible, amado Redentor,
que quien considere cómo estuvisteis en el pesebre de
Belén, en la cruz del Calvario, y ahora estáis en
el Sacramento del Altar, no quede enamorado de Vos?…

Os amo, Jesús mío, con toda
mi alma, y en el resto de mi vida seréis mi único
bien, mi único amor. No más años
desventurados como los que miserablemente viví olvidado de
vuestra Pasión y de vuestros afectos. A Vos me entrego
enteramente, y si no acierto a entregarme como debiera, acogedme
Vos y reinad en todo mi corazón. Adveniat regnum
tuum
. No vuelva a ser esclavo más que de vuestro
amor, ni hable, ni trate, ni piense, ni suspire más que
para amaros y serviros. Asistidme con vuestra gracia, a fin de
que os sea fiel, como lo espero por vuestros merecimientos,
¡oh Jesús mío!

¡Oh Madre del Amor hermoso, haced que
ame mucho a vuestro divino Hijo, tan digno de ser amado y que
tanto me amó!

CONSIDERACIÓN 34

De la Sagrada
Comunión

Tomad y comed; éste es mi
Cuerpo.Mt. 26, 26.

PUNTO 1

Consideremos la grandeza de este
Santísimo Sacramento de la Eucaristía, el amor
inmenso que Jesucristo nos manifestó con tan precioso don
y el vivo deseo que tiene de que le recibamos
sacramentado.

Veamos, en primer lugar, la gran merced que
nos hizo el Señor al darse a nosotros como alimento en la
santa Comunión. Dice San Agustín que con ser
Jesucristo Dios omnipotente, nada mejor pudo darnos, pues
¿qué mayor tesoro puede recibir o desear un alma
que el sacrosanto Cuerpo de Cristo? Exclamaba el profeta
Isaías (12, 4): Publicad las amorosas invenciones de
Dios
.

Y, en verdad, si nuestro Redentor no nos
hubiese favorecido con tan alta dádiva,
¿quién hubiera podido pedírsela?
¿Quién se hubiera atrevido a decirle:
"Señor, si deseáis demostrar vuestro amor, ocultaos
bajo las especies de pan y permitid que por manjar os
recibamos?…". El pensarlo nomás se hubiera reputado por
locura. "¿No parece locura el decir: comed mi carne, bebed
mi sangre?", exclamaba San Agustín.

Cuando Jesucristo anunció a los
discípulos que este don del Santísimo Sacramento
que pensaba dejarles, no podían creerle, y se apartaron
del Señor, diciendo (Jn. 6, 61): "¿Cómo
puede éste darnos a comer su carne?… Dura es esta
doctrina; ¿y quién lo puede oír?" Mas lo que
al hombre no le es dado ni imaginar, lo pensó y
realizó el gran amor de Cristo.

San Bernardino dice que el Señor nos
dejó este Sacramento en memoria del amor que nos
manifestó en su Pasión, según lo que
Él mismo nos dijo (Lc. 22, 19): "Haced esto en memoria
mía". No satisfizo Cristo su divino amor -añade
aquel Santo (t. 2, serm. 54)- con sacrificar la vida por
nosotros, sino que ese mismo soberano amor le obligó a que
antes de morir nos hiciera el don más grande de cuantos
nos hizo, dándose Él mismo para manjar
nuestro.

Así, en este Sacramento llevó
a cabo el más generoso esfuerzo de amor, pues como dice
con elocuentes palabras el Concilio de Trento (ses. 13, c. 2),
Jesucristo en la Eucaristía prodigó todas las
riquezas de su amor a los hombres.

¿No se estimaría por muy
amorosa fineza -dice San Francisco de Sales- el que un
príncipe regalase a un pobre algún exquisito manjar
de su mesa? ¿Y si le enviase toda su comida? ¿Y,
finalmente, si el obsequio consistiera en un trozo de la propia
carne del príncipe, para que sirviese al pobre de
alimento?… Pues Jesús en la sagrada Comunión nos
alimenta, no ya con una parte de su comida ni un trozo de su
Cuerpo, sino con todo Él: "Tomad y comed; éste es
mi Cuerpo" (Mt. 26, 26); y con su Cuerpo nos da su Sangre, alma y
divinidad.

De suerte que -como dice San Juan
Crisóstomo-, dándosenos Jesucristo mismo en la
Comunión, nos da todo lo que tiene y nada se reserva para
Sí; o bien, según se expresa Santo Tomás:
"Dios en la Eucaristía se entrega todo Él, cuanto
es y cuanto tiene". Ved, pues, cómo ese Altísimo
Señor, que no cabe en el mundo -exclama San Buenaventura-,
se hace en la Eucaristía nuestro prisionero… Y
dándose a nosotros real y verdaderamente en el Sacramento,
¿cómo podremos temer que nos niegue las gracias que
le pidamos? (Ro. 8, 32).

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Oh Jesús mío!
¿Qué es lo que os pudo mover a daros Vos mismo a
nosotros para alimento nuestro? ¿Y qué más
podéis concedernos después de este don para
obligarnos a amaros? ¡Ah, Señor! Iluminadme y
descubridme ese exceso de amor, por el cual os hacéis
manjar divino a fin de uniros a estos pobres pecadores… Mas si
os dais todo a nosotros, justo es que nos entreguemos a Vos
enteramente…

¡Oh, Redentor mío!
¿Cómo he podido ofenderos a Vos, que tanto me
amáis y que nada omitisteis para conquistar mi amor?
¡Por mí os hicisteis hombre; por mí
habéis muerto; por amor a mí os habéis hecho
alimento mío!… ¿Qué os queda por hacer? Os
amo, Bondad infinita; os amo, infinito amor. Venid, Señor,
con frecuencia a mi alma e inflamadla en vuestro amor
santísimo, y haced que de todo me olvide y sólo
piense en Vos y a Vos sólo ame…

¡María, Madre nuestra, orad
por mí y hacedme digno por vuestra intercesión de
recibir a menudo a vuestro Hijo Sacramentado!

PUNTO 2

Consideremos en segundo lugar el gran amor
que nos mostró Jesucristo al otorgarnos este
altísimo don… Hija solamente del amor es la preciosa
dádiva del Santísimo Sacramento. Necesario fue para
salvarnos, según el decreto de Dios, que el Redentor
muriese.

Mas ¿qué necesidad vemos en
Jesucristo, después de su muerte, permanezca con nosotros
para ser manjar de nuestras almas?… Así lo quiso el
amor.

No más que para manifestarnos el
inmenso amor que nos tiene instituyó el Señor la
Eucaristía, dice San Lorenzo Justiniano, expresando lo
mismo que San Juan escribió en su Evangelio (Jn. 13, 1):
"Sabiendo Jesús que era llegada su hora del
tránsito de este mundo al Padre, como hubiese amado a los
suyos que vivían en este mundo, los amó hasta el
fin".

Es decir, cuando el Señor vio que
llegaba el tiempo de apartarse de este mundo, quiso dejarnos
maravillosa muestra de su amor, dándonos este
Santísimo Sacramento, que no otra cosa significan las
citadas palabras: "los amó hasta el fin", o sea, "los
amó extremadamente, con sumo e ilimitado amor",
según lo explican Teofilacto y San Juan
Crisóstomo.

Y notemos, como observa el Apóstol
(1 Co. 11, 23-24), que el tiempo escogido por el Señor
para hacernos este inestimable beneficio fue el de su muerte. En
aquella noche en que fue entregado, tomó el pan, y dando
gracias, le partió y dijo: "Tomad y comed; éste es
mi Cuerpo".

Cuando los hombres le preparaban azotes,
espinas y la cruz para darle muerte cruelísima, entonces
quiso nuestro amante Jesús regalarle la más excelsa
prenda de amor.

¿Y por qué en aquella hora
tan próxima a la de su muerte, y no antes,
instituyó este Sacramento? Hízolo así, dice
San Bernardino, porque las pruebas de amor dadas en el trance de
la muerte por quien nos ama, más fácilmente duran
en la memoria y las conservamos con más vivo
afecto.

Jesucristo, dice el Santo, se había
dado a nosotros de varias maneras; habíasenos dado por
Maestro, Padre y compañero por luz, ejemplo y
víctima. Faltábale el postrer grado de amor, que
era darse por alimento nuestro, para unirse todo a nosotros, como
se une e incorpora el manjar con quien le recibe, y esto lo
llevó a cabo entregándose a nosotros en el
Sacramento.

De suerte que no se satisfizo nuestro
Redentor con haberse unido solamente a nuestra naturaleza humana,
sino que además quiso, por medio de este Sacramento,
unirse también a cada uno de nosotros particular e
íntimamente.

"Es imposible -dice San Francisco de Sales-
considerar a nuestro Salvador en acción más amorosa
ni más tierna que ésta, en la cual, por decirlo
así, se anonada y se hace alimento para penetrar en
nuestras almas y unirse íntimamente con los corazones y
cuerpos de sus fieles".

Así dice San Juan Crisóstomo
a ese mismo Señor a quien los ángeles ni a mirar se
atreven: "Nos unimos nosotros y nos convertimos con Él en
un solo cuerpo y una sola carne". ¿Qué pastor
-añade el Santo- alimenta con su propia sangre a las
ovejas? Aun las madres, a veces, procuran que a sus hijos los
alimenten las nodrizas. Mas Jesús en el Sacramento nos
mantiene con su mismo Cuerpo y Sangre, y a nosotros se une (Hom.
60).

¿Y con qué fin se hace manjar
nuestro? Porque ardentísimamente nos ama y desea ser con
nosotros una misma cosa por medio de esa inefable unión
(Hom. 51).

Hace, pues, Jesucristo en la
Eucaristía el mayor de todos los milagros. "Dejó
memoria de sus maravillas, dio sustento a los que le temen" (Sal.
110, 4), para satisfacer su deseo de permanecer con nosotros y
unir con los nuestros su Sacratísimo
Corazón.

"¡Oh admirable milagro de tu amor
-exclama San Lorenzo Justiniano-, Señor mío
Jesucristo, que quisiste de tal modo unirnos a tu Cuerpo, que
tuviésemos un solo corazón y un alma sola
inseparablemente unidos contigo!".

El B. P. de la Colombière, gran
siervo de Dios, decía: "Si algo pudiese conmover mi fe en
el misterio de la Eucaristía, nunca dudaría del
poder, sino más bien del amor, manifestados por Dios en
este soberano Sacramento. ¿Cómo el pan se convierte
en Cuerpo de Cristo? ¿Cómo el Señor se halla
en varios lugares a la vez? Respondo que Dios todo lo puede. Pero
si me preguntan cómo Dios ama tanto a los hombres que se
les da por manjar, no sé qué responder, digo que no
lo entiendo, que ese amor de Jesús es para nosotros
incomprensible".

Dirá alguno: Señor, ese
exceso de amor por el cual os hacéis alimento nuestro, no
conviene a vuestra majestad divina… Mas San Bernardo nos dice
que por el amor se olvida el amante de la propia dignidad. Y San
Juan Crisóstomo (Serm. 145) añade que el amor no
busca razón de conveniencia cuando trata de manifestarse
al ser amado; no va a donde es conveniente, sino a donde le
guían sus deseos.

Muy acertadamente llamaba Santo
Tomás (Op. 68) a la Eucaristía Sacramento de
amor
. Y San Bernardo, amor de los amores. Y con
verdad Santa María Magdalena de Pazzi denominaba el
día del Jueves Santo, en que el Sacramento fue instituido,
el día del Amor.

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Oh amor infinito de Jesús,
digno de infinito amor! ¿Cuándo, Señor, os
amaré como Vos me amáis?… Nada más
pudisteis hacer para que yo os amase, y yo me atreví a
dejaros a Vos, sumo e infinito Bien, para entregarme a bienes
viles y miserables…

Alumbrad, ¡oh Dios mío!, mis
ignorancias; descubridme siempre más y más la
grandeza de vuestra bondad, para que me enamore de Vos, amor
mío y mi todo. A Vos, Señor, deseo unirme a menudo
en este Sacramento, a fin de apartarme de todas las cosas, y a
Vos sólo consagrar mi vida… Ayudadme, Redentor
mío, por los merecimientos de vuestra
Pasión.

Socorredme también, ¡oh Madre
de Jesús y Madre mía! Rogadle que me inflame en su
santo amor.

PUNTO 3

Consideremos, por último, el gran
deseo que tiene Jesucristo de que le recibamos en la santa
Comunión… Sabiendo Jesús que era llegada su
hora…
(Jn. 13, 1); mas, ¿por qué Jesucristo
llama su hora a aquella noche en que había de
comenzarse su dolorosa Pasión?… Llamábala
así porque en aquella noche iba a dejarnos este divino
Sacramento, con el fin de unirse al mismo Jesús con las
almas amadísimas de sus fieles.

Ese excelso designio movible a decir
entonces (Lc. 22, 15): "Ardientemente he deseado celebrar esta
Pascua con vosotros"; palabras con que denota el Redentor el
vehemente deseo que tenía de esa unión, con
nosotros en la Eucaristía… Ardientemente he
deseado…
Así le hace hablar el amor inmenso que nos
tiene, dice San Lorenzo Justiniano.

Quiso quedarse bajo las especies de pan, a
fin de que cualquiera pudiese recibirle; porque si hubiese
elegido para este portento algún manjar exquisito y
costoso, los pobres no hubiesen podido recibirle a menudo. Otra
clase de alimento, aunque no fuese selecto y precioso, acaso no
se hallaría en todas partes. De suerte que el Señor
prefirió quedarse bajo las especies de pan, porque el pan
fácilmente se halla dondequiera y todos los hombres pueden
procurársele.

El vivo deseo que el Redentor tiene de que
con frecuencia le recibamos sacramentado movíale no
sólo a exhortarnos muchas veces o invitarnos a que lo
recibiésemos: "Venid, comed mi Pan, y bebed mi Vino que os
he mezclado. Comed, amigos, y bebed; embriagaos los muy amados"
(Pr. 9, 5; Cant. 5, 1); vino a imponérnoslo como precepto:
"Tomad y comed; éste es mi Cuerpo" (Mt. 26,
26).

Y a fin de que acudamos a recibirle, nos
estimula con la promesa de la vida eterna. "Quien come mi Carne,
tiene vida eterna. Quien come este Pan, vivirá
eternamente" (Jn. 6, 55-56). Y de no obedecerle, nos amenaza con
excluirnos de la gloria: "Si no comiereis la Carne del Hijo del
Hombre no tendréis vida en vosotros" (Jn. 6,
54).

Tales invitaciones, promesas y amenazas
nacen del deseo de Cristo de unirse a nosotros en la
Eucaristía; y ese deseo procede del amor que Jesús
nos profesa, porque -como dice San Francisco de Sales- el fin del
amor no es otro que el de unirse al objeto amado, puesto que en
este Sacramento Jesús mismo se une a nuestras almas
(el que come mi Carne y bebe mi Sangre, en Mí mora y
Yo en él
) (Jn. 6, 57); por eso desea tanto que le
recibamos. "El amoroso ímpetu con que la abeja acude a las
flores para extraer la miel -dijo el Señor a Santa
Matilde- no puede compararse al amor con que Yo me uno a las
almas que me aman".

¡Oh, si los fieles comprendiesen el
gran bien que trae a las almas la santa Comunión!…
Cristo es el dueño de toda riqueza, y el Eterno Padre le
hizo Señor de todas las cosas (Jn. 13, 3).

De suerte que, cuando Jesús penetra
en el alma por la sagrada Eucaristía, lleva consigo
riquísimo tesoro de gracias. "Vinieron a mí
todos los bienes juntamente con ella"
dice Salomón
(Sb. 7, 11) hablando de la eterna Sabiduría.

Dice San Dionisio que el Santísimo
Sacramento tiene suma virtud para santificar las almas. Y San
Vicente Ferrer dejó escrito que más aprovecha a los
fieles una comunión que ayunar a pan y agua una semana
entera.

La Comunión, como enseña el
Concilio de Trento (sec. 13, c. 2), es el gran remedio que nos
libra de las culpas veniales y nos preserva de las mortales; por
lo cual, San Ignacio, mártir, llama a la Eucaristía
"medicina de la inmortalidad". Inocencio III dice que Jesucristo
con su Pasión y muerte nos libró de la pena del
pecado, y con la Eucaristía nos libra del pecado
mismo.

Este Sacramento nos inflama en el amor de
Dios. "Me introdujo en la cámara del vino; ordenó
en mí la caridad. Sostenedme con flores, cercadme de
manzanas, porque desfallezco de amor" (Cant. 2, 4-5). San
Gregorio Niceno dice que esa cámara del vino es la santa
Comunión, en la cual de tal modo se embriaga el alma en el
amor divino, que olvida las cosas de la tierra y todo lo creado;
desfallece, en fin, de caridad vivísima.

También el venerable Padre Francisco
de Olimpio, teatino, decía que nada nos inflama tanto en
el amor de Dios como la sagrada Eucaristía. Dios es
caridad; es fuego consumidor (1 Jn. 4, 8; Dt. 4, 24). Y el Verbo
Eterno vino a encender en la tierra ese fuego de amor (Lucas. 12,
49).

Y, en verdad, ¡qué
ardentísimas llamas de amor divino enciende Jesucristo en
el alma de quien con vivo deseo lo recibe
Sacramentado!

Santa Catalina de Siena vio un día a
Jesús Sacramentado en manos de un sacerdote, y la Sagrada
Forma le parecía brillantísima hoguera de amor,
quedando la Santa maravillada de cómo los corazones de los
hombres no estaban del todo abrasados y reducidos a cenizas por
tan grande incendio.

Santa Rosa de Lima aseguraba que, al
comulgar, parecíale que recibía al sol. El rostro
de la Santa resplandecía con tan clara luz, que
deslumbraba a los que la veían, y la boca exhalaba
vivísimo calor, de tal modo, que la persona que daba de
beber a Santa Rosa después de la Comunión
sentía que la mano se le quemaba como si la acercase a un
horno.

El rey San Wenceslao solamente con ir a
visitar al Santísimo Sacramento se inflamaba aun
exteriormente de tan intenso ardor, que a un criado suyo, que le
acompañaba, caminando una noche por la nieve detrás
del rey, le bastó poner los pies en las huellas del Santo
para no sentir frío alguno.

San Juan Crisóstomo decía
que, siendo el Santísimo Sacramento fuego abrasador,
debiéramos, al retirarnos del altar, sentir tales llamas
de amor que el demonio no se atreviese a tentarnos.

Diréis, quizá, que nos os
atrevéis a comulgar con frecuencia porque no sentís
en vosotros ese fuego del divino amor. Pero esa excusa, como
observa Gerson, sería lo mismo que decir que no
queréis acercaros a las llamas porque tenéis
frío. Cuanta mayor tibieza sintamos, tanto más a
menudo debemos recibir el Santísimo Sacramento, con tal
que tengamos deseos de amar a Dios.

"Si acaso te preguntan los mundanos
-escribe San Francisco de Sales en su Introducción a
la vida devota
– por qué comulgas tan a menudo…,
diles que dos clases de gente deben comulgar con frecuencia: los
perfectos, porque, como están bien dispuestos,
quedarían muy perjudicados en no llegar al manantial y
fuente de la perfección, y los imperfectos, para tener
justo derecho de aspirar a ella…".

Y San Buenaventura dice
análogamente: "Aunque seas tibio, acércate, sin
embargo, a la Eucaristía, confiando en la misericordia de
Dios. Cuanto más enfermos estamos, tanto más
necesitamos del médico". Y, finalmente, el mismo Cristo
dijo a Santa Matilde: "Cuando vayas a comulgar, desea tener todo
el amor que me haya tenido el más fervoroso
corazón, y Yo acogeré tu deseo como si tuvieses ese
amor a que aspiras".

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Oh amantísimo Señor de
las almas! Jesús mío, no podéis ya darnos
prueba mayor para demostrarnos el amor que nos tenéis.
¿Qué más pudierais inventar para que os
amásemos?…

Haced, ¡oh Bondad infinita!, que yo
os ame desde hoy viva y tiernamente. ¿A quién debe
amar mi corazón con más profundo afecto que a Vos,
Redentor mío, que después de haber dado la vida por
mí os dais a mí Vos mismo en este Sacramento?…
¡Ah Señor! ¡Ojalá recuerde yo siempre
vuestro excelso amor y me olvide de todo y os ame sin
intermisión y sin reserva!…

Os amo, Dios mío, sobre todas las
cosas, y a Vos sólo deseo amar. Desasid mi corazón
de todo afecto que para Vos no sea… Gracias os doy por haberme
concedido tiempo de amaros y de llorar las ofensas que os hice.
Deseo, Jesús mío, que seáis único
objeto de mis amores. Socorredme y salvadme, y sea mi
salvación el amaros con toda mi alma en ésta y en
la futura vida…

María, Madre nuestra, ayudadme a
amar a Cristo y rogad por mí.

CONSIDERACIÓN 35

De la amorosa
permanencia de Cristo en el Santísimo Sacramento del
Altar

Venid a Mí todos los
queestáis trabajados y abrumados,que Yo os
aliviaré.(Mt. 11, 28)

PUNTO 1

Nuestro amantísimo Salvador, al
partir de este mundo después de haber dado cima a la obra
de nuestra redención, no quiso dejarnos solos en este
valle de lágrimas. "No hay lengua que pueda declarar
-decía San Pedro de Alcántara- la grandeza del amor
que tiene Jesús a las almas; y así, queriendo este
divino Esposo dejar esta vida para que su ausencia no les fuese
ocasión de olvido, dióles en recuerdo este
Sacramento Santísimo, en el cual Él mismo
permanece; y no quiso que entre Él y nosotros hubiera otra
prenda para mantener despierta la memoria".

Este precioso beneficio de nuestro
Señor Jesucristo merece todo el amor de nuestros
corazones, y por esa causa en estos últimos tiempos
dispuso que se instituyese la fiesta de su Sagrado
Corazón, como reveló a su sierva Santa Margarita de
Alacoque, a fin de que le rindiésemos con nuestros
obsequios de amor algún homenaje por su adorable presencia
en el altar, y reparásemos, además, los desprecios
e injurias que en este Sacramento de la Eucaristía ha
recibido y recibe aún de los herejes y malos
cristianos.

Quedóse Jesús en el
Santísimo Sacramento: primero, para que todos le hallemos
sin dificultad; segundo, para darnos audiencia, y tercero, para
dispensarnos sus gracias. Y en primer lugar, permanece en tantos
diversos altares con el fin de que le hallen siempre cuantos lo
deseen.

En aquella noche en que el Redentor se
despedía de sus discípulos para morir, lloraban
éstos, transidos de dolor, porque les era forzoso
separarse de su amado Maestro. Mas Jesús los
consoló diciéndoles, no sólo a ellos, sino
también a nosotros mismos: "Voy, hijos míos, a
morir por vosotros para mostraros el amor que os tengo; pero ni
aun después de mi muerte quiero privaros de mi presencia.
Mientras estéis en este mundo, con vosotros estaré
en el Santísimo Sacramento del Altar. Os dejo mi Cuerpo,
mi Alma, mi Divinidad y, en suma, a Mí mismo. No me
separaré de vuestro lado". Estad ciertos de que Yo
mismo estaré con vosotros hasta la consumación de
los siglos
(Mt. 28, 20).

"Quería el Esposo -dice San Pedro de
Alcántara- dejar a la Esposa compañía, para
que en tan largo apartamiento no quedara sola, y por ello le
dejó este Sacramento, en el cual Él mismo reside,
que era la mejor compañía que podía
darle".

Los gentiles, que se forjaban tantos
dioses, no acertaron a imaginar ninguno tan amoroso como nuestro
verdadero Dios, que está tan cerca de nosotros y con tanto
amor nos asiste. "No hay otra nación tan grande que
tenga a sus dioses tan cerca de ella como el Dios nuestro
está presente a todos nosotros"
(Dt. 4, 7). La santa
Iglesia aplica con razón el anterior texto del
Deuteronomio a la fiesta del Santísimo
Sacramento.

Ved, pues, a Jesucristo que vive en los
altares como encerrado en prisiones de amor. Le toman del
Sagrario los sacerdotes pata exponerle ante los fieles o para la
santa Comunión, y luego le guardan nuevamente. Y el
Señor se complace en estar allí de día y de
noche…

¿Y para qué, Redentor
mío, queréis permanecer en tantas iglesias, aun
cuando los hombres cierran las puertas del templo y os dejan
solo? ¿No bastaba que habitaseis allí con nosotros
en las horas del día?… ¡Ah, no! Quiere el
Señor morar en el Sagrario aun en las tinieblas de la
noche, y a pesar de que nadie entonces le acompaña,
esperando paciente para que al rayar el alba le halle en seguida
quien desee estar a su lado.

Iba la Esposa buscando a su Amado, y
preguntaba a los que al paso veía (Cant. 3, 3):
¿Visteis por ventura al que ama mi alma? Y no
hallándole, alzaba la voz diciendo (Cant. 1, 6): "Esposo
mío, ¿dónde estás?…
Muéstrame Tú… dónde apacientas,
dónde sesteas al mediodía
". La Esposa no le
hallaba porque aún no existía el Santísimo
Sacramento; pero ahora, si un alma desea unirse a Jesucristo, en
muchos templos está esperándola su
Amado.

No hay aldea, por muy pobre que fuere; no
hay convento de religiosos que no tenga el Sacramento
Santísimo. En todos esos lugares el Rey del Cielo se
regocija permaneciendo aprisionado en pobre morada de piedra o de
madera, donde a menudo se ve sin tener quien le sirva y apenas
iluminado por una lámpara de aceite

"¡Oh Señor! -exclama San
Bernardo-, no conviene esto a vuestra infinita Majestad…" "Nada
importa -responde Jesucristo-; si no a mi Majestad, conviene a mi
amor".

¡Oh, con qué tiernos afectos
visitan los peregrinos la santa iglesia de Loreto, o los lugares
de Tierra Santa, el establo de Belén, el Calvario, el
Santo Sepulcro, donde Cristo nació, murió y fue
sepultado!… Pues ¡cuánto más grande debiera
ser nuestro amor al vernos en el templo en presencia del mismo
Jesucristo, que está en el Santísimo Sacramento!
Decía el Beato P. Juan de Ávila que no había
para él santuario de mayor devoción y consuelo que
una iglesia en que estuviese Jesús
Sacramentado.

Y el P. Baltasar Álvarez se
lamentaba al ver llenos de gente los palacios reales, y los
templos, donde Cristo mora, solos y abandonados… ¡Oh Dios
mío! Si el Señor no estuviese más que en una
iglesia, la de San Pedro de Roma, por ejemplo, y allí se
dejase ver únicamente en un día del año,
¡cuántos peregrinos, cuántos nobles y
monarcas procurarían tener la dicha de estar en aquel
templo en ese día para reverenciar al Rey del Cielo, de
nuevo descendido a la tierra! ¡Qué rico sagrario de
oro y piedras preciosas se le tendría preparado!
¡Con cuánta luz se iluminaría la iglesia para
solemnizar la presencia de Cristo!…

"Mas no -dice el Redentor-, no quiero morar
en un solo templo, ni por un día solo, ni busco
ostentación ni riquezas, sino que deseo vivir continua,
diariamente, allí donde mis fieles estén, para que
todos me encuentren fácilmente, siempre y a todas
horas".

¡Ah! Si Jesucristo no hubiese pensado
en este inefable obsequio de amor, ¿quién hubiera
sido capaz de discurrirlo? Si al acercarse la hora de su
ascensión al Cielo le hubiesen dicho: Señor, para
mostrarnos vuestro afecto, quedaos con nosotros en los altares
bajo las especies de pan, con el fin de que os hallemos cuando
queramos, ¡cuán temeraria hubiera parecido tal
petición!

Mas esto, que ningún hombre supiera
imaginar, lo pensó e hizo nuestro Salvador
amantísimo… ¿Y dónde está,
Señor, nuestra gratitud por tan excelsa merced? … Si un
poderoso príncipe llegase de lejana tierra con el
único fin de que un villano le visitase, ¿no
sería éste en extremo ingrato si no quisiera ver al
príncipe, o sólo de paso le viera?

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Oh Jesús, Redentor mío
y amor de mi alma! ¡A cuán alto precio pagasteis
vuestra morada en la Eucaristía! Sufristeis primero
dolorosa muerte, antes de vivir en nuestros altares, y luego
innumerables injurias en el sacramento por asistirnos y
regalarnos con vuestra real presencia. Y, en cambio, nosotros nos
descuidamos y olvidamos de ir a visitaros, aunque sabemos que os
complace nuestra visita y que nos colmáis de bienes cuando
ante Vos permanecemos. Perdonadme, Señor, que yo
también me cuento en el número de esos
ingratos…

Mas desde ahora, Jesús mío,
os visitaré a menudo, me detendré cuanto pueda en
vuestra presencia para daros gracias, amaros, y pediros mercedes,
que tal es el fin que os movió a quedaros en la tierra,
acogido a los sagrarios y prisionero nuestro por amor. Os amo,
Bondad infinita; os amo, amantísimo Dios; os amo, Sumo
Bien, más amable que los bienes todos.

Haced que me olvide de mí mismo y de
todas las cosas, y que sólo de vuestro amor me acuerde,
para vivir el resto de mis días únicamente ocupado
en serviros. Haced que desde hoy sea mi delicia mayor permanecer
postrado a vuestros pies, e inflamadme en vuestro santo
amor…

¡María, Madre nuestra,
alcanzadme gran amor al Santísimo Sacramento, y cuando
veáis que me olvido, recordadme la promesa que ahora hago
de visitarle diariamente!

PUNTO 2

Consideremos, en segundo lugar, cómo
Jesucristo en la Eucaristía a todos nos da audiencia.
Decía Santa Teresa que no a todos los hombres les es dado
hablar con los reyes de este mundo. La gente pobre apenas si
logra, cuando lo necesita, comunicarse con el soberano por medio
de tercera persona. Pero el Rey de la gloria no ha menester de
intermediarios.

Todos, nobles o plebeyos, pueden hablarle
cara a cara en el Santísimo Sacramento. No en vano se
llama Jesús a Sí mismo "flor de los campos" (Cant.
2, 1): Yo soy flor del campo y lirio de los valles; pues
así como las flores de jardín están y viven
reservadas y ocultas para muchos, las del campo se ofrecen
generosas a la vista de todos. Soy flor del campo porque me
dejo ver de cuantos me buscan
, dice, comentando el texto, el
cardenal Hugo.

Con Jesucristo en el Santísimo
Sacramento podemos hablar todos en cualquier hora del día.
San Pedro Crisólogo, tratando del nacimiento de Cristo en
el portal de Belén, observa que no siempre los reyes dan
audiencia a los súbditos; antes acaece a menudo que cuando
alguno quiere hablar con el soberano, se le despide
diciéndole que no es hora de audiencia y que vuelva
después. Mas el Redentor quiso nacer en un establo
abierto, sin puerta ni guardia, a fin de recibir en cualquier
instante al que quiere verle. No hay sirvientes que digan:
aún no es hora
.

Lo mismo sucede con el Santísimo
Sacramento. Abiertas están las puertas de la iglesia, y a
todos nos es dado hablar con el Rey del Cielo siempre que nos
plazca. Y Jesucristo se complace en que le hablemos allí
con ilimitada confianza, para lo cual se oculta bajo las especies
de pan, porque si Cristo apareciese sobre el altar en
resplandeciente trono de gloria, como ha de presentársenos
en el día del juicio final, ¿quién
osaría acercarse a Él?

Mas porque el Señor -dice Santa
Teresa- desea que le hablemos y pidamos mercedes con suma
confianza y sin temor alguno, encubrió su Majestad divina
con las especies de pan. Quiere, según dice Tomás
de Kempis, que le tratemos como se trata a un fraternal
amigo.

Cuando el alma tiene al pie del altar
amorosos coloquios con Cristo, parece que el Señor le dice
aquellas palabras del Cantar de los Cantares (2, 10):
"Levántate, apresúrate, amiga mía, hermosa
mía, y ven". Surge, levántate, alma, le
dice, y nada temas. Própera, apresúrate,
acércate a Mí. Amica mea, ya no eres mi
enemiga, ni lo serás mientras me ames y te arrepientas de
haberme ofendido. Formosa mea, no eres ya deforme, sino
bella, porque mi gracia te ha hermoseado. Et veni, ven y
pídeme lo que desees, que para oírte estoy en este
altar…

Qué gozo tendrías, lector
amado, si el rey te llamase a su alcázar y te dijese:
¿Qué deseas, qué necesitas? Te aprecio en
mucho, y sólo deseo favorecerte… Pues eso mismo dice
Cristo, Rey del Cielo, a todos los que le vistan (Mt. 11, 28):
Venid a Mí todos los que estáis trabajados y
abrumados, que Yo os aliviaré
. Venid, pobres,
enfermos, afligidos, que yo puedo y quiero enriqueceros, sanaros
y consolaros, pues con este fin resido en el altar (Is. 58,
9).

AFECTOS Y SÚPLICAS

Puesto que residís en los altares,
¡oh Jesús mío!, para oír las
súplicas que os dirigen los desventurados que recurren a
Vos, oíd, Señor, lo que os ruega este pecador
miserable…

¡Oh Cordero de Dios, sacrificado y
muerto en la cruz! Mi alma fue redimida con vuestra Sangre;
perdonadme las ofensas que os he hecho, y socorredme con vuestra
gracia para que no vuelva a perderos jamás. Hacedme
partícipe, Jesús mío, de aquel dolor
profundo de los pecados que tuviste en el huerto de
Getsemaní…

¡Oh Dios, si yo hubiese muerto en
pecado, no podría amaros nunca; mas vuestra clemencia me
esperó a fin de que os amase! Gracias os doy por ese
tiempo que me habéis concedido, y puesto que me es dado
amaros, os consagro mi amor. Otorgadme la gracia de vuestro amor
divino en tal manera, que de todo me olvide y me ocupe no
más que en servir y complacer a vuestro sagrado
Corazón.

¡Oh Jesús mío! Me
dedicasteis a mí vuestra vida entera; concededme que a Vos
consagre el resto de la mía. Atraedme a vuestro amor, y
hacedme vuestro del todo antes que llegue la hora de mi muerte.
Así lo espero por los méritos de vuestra sagrada
Pasión, y también, ¡oh María
Santísima!, por vuestra intercesión poderosa. Bien
sabéis que os amo; tened misericordia de
mí.

PUNTO 3

Jesús, en el Santísimo
Sacramento, a todos nos oye y recibe para comunicarnos su gracia,
pues más desea el Señor favorecernos con sus dones
que nosotros recibirlos. Dios, que es la infinita Bondad,
generosa y difusiva por su propia naturaleza, se complace en
comunicar sus bienes a todo el mundo y se lamenta si las almas no
acuden a pedirle mercedes. ¿Por qué, dice el
Señor, no venís a Mí? ¿Acaso he sido
para vosotros como tierra tardía o estéril cuando
me habéis pedido beneficios?…

Vio el Apóstol san Juan (Ap. 1, 13)
que el pecho del Señor resplandecía ceñido y
adornado con una cinta de oro, símbolo de la misericordia
de Cristo y de la amorosa solicitud con que desea dispensaros su
gracia.

Siempre está el Señor pronto
a auxiliarnos; pero en el Santísimo Sacramento, como
afirma el discípulo, concede y reparte especialmente
abundantísimos dones. El Beato Enrique Susón
decía que Jesús en la Eucaristía atiende con
mayor complacencia nuestras peticiones y
súplicas.

Así como algunas madres hallan
consuelo y alivio dando el pecho generosamente, no sólo a
su propio hijo, sino también a otros pequeñuelos,
el Señor en este Sacramento a todos nos invita y nos dice
(Is. 66, 13): Como la madre acaricia a su hijo, así Yo
os consolaré
. Al Padre Baltasar Álvarez se le
apareció visiblemente Cristo en el Santísimo
Sacramento, mostrándole las innumerables gracias que
tenía dispuestas para darlas a los hombres; mas no
había quien se las pidiese.

¡Bienaventurada el alma que al pie
del altar se detiene para solicitar la gracia del Señor!
La condesa de Feria, que fue después religiosa de Santa
Clara, permanecía ante el Santísimo Sacramento todo
el tiempo de que podía disponer, por lo cual la llamaban
la esposa del Sacramento, y allí recibía
continuamente tesoros de riquísimos bienes.

Preguntárosle una vez qué
hacía tantas horas postrada ante el Señor
Sacramentado, y ella respondió: "Estaríame
allí por toda la eternidad… Preguntáis qué
se hace en presencia del Santísimo sacramento… ¿Y
qué es lo que se deja de hacer? ¿Qué hace un
pobre en presencia de un rico? ¿Qué un enfermo ante
el médico?… Se dan gracias, se ama y se
ruega".

Lamentábase el Señor con su
amada sierva Santa Margarita de Alacoque de la ingratitud con que
los hombres le trataban en este Sacramento de amor; y
mostrándole su sagrado Corazón en trono de llamas
circundado de espinas y con la cruz en lo alto, para dar a
entender la amorosa presencia del mismo Cristo en la
Eucaristía, le dijo: "Mira este Corazón, que tanto
ha amado a los hombres, y que nada ha omitido, ni aun el
anonadarse, para demostrarles su amor; pero en reconocimiento no
recibo más que ingratitudes de la mayor parte de ellos,
por las irreverencias y desprecios con que me tratan en este
Sacramento. Y lo que más deploro es que así lo
hacen no pocas almas que me están especialmente
consagradas".

No van los hombres a conversar con Cristo
porque no le aman. ¡Recréanse largas horas hablando
con un amigo y les causa tedio estar breve rato con el
Señor! ¿Cómo ha de concederles Jesucristo su
amor? Si antes no arrojan del corazón los afectos
terrenos, ¿cómo ha de entrar allí el amor
divino? ¡Ah! Si pudierais verdaderamente decir de
corazón lo que decía San Felipe Neri al ver el
Santísimo Sacramento: He aquí mi amor, no
os cansaría nunca estar horas y días ante
Jesús Sacramentado.

A un alma enamorada de Dios, esas horas le
parecen minutos. San Francisco Javier, fatigado por el diario
trabajo de ocuparse en la salvación de las almas, hallaba
de noche regaladísimo descanso en permanecer ante el
Santísimo Sacramento.

San Juan Francisco de Regis, famoso
misionero de Francia, después de haber invertido todo el
día en la predicación, acudía a la iglesia,
y cuando la veía cerrada, quedábase a la puerta,
sufriendo las inclemencias del tiempo con tal de obsequiar,
siquiera de lejos, a su amado Señor.

San Luis Gonzaga deseaba estar siempre en
presencia de Jesús Sacramentado; mas como los Superiores
le prohibieron que se estuviese en esos prolongados actos de
adoración, acaecía que cuando el joven pasaba
delante del altar, sintiendo que Jesús le atraía
dulcemente para que con Él permaneciese, alejábase
obligado por la obediencia, y amorosamente decía:
"Apártate, Señor, apártate de mí; no
me mováis hacia Vos; dejad que de Vos me separe, porque
debo obedecer".

Pues si tú, hermano mío, no
sientes tan alto amor a Cristo, procura visitarle diariamente,
que Él sabrá inflamar tu corazón.
¿Tienes frialdad o tibieza? Aproxímate al fuego,
como decía Santa Catalina de Sena, y ¡dichoso de ti
si Jesús te concede la gracia de abrasarte en su amor!
Entonces no amarás las cosas de la tierra, sino que las
menospreciarás todas, pues, según observa San
Francisco de Sales: Cuando en casa hay fuego, todo lo
arrojamos por la ventana
.

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Ah Jesús mío!, haced
que os conozcamos y amemos. Tan amable sois, que con eso basta
para que os amen los hombres… ¿Y cómo son tan
pocos los que os entregan su amor? ¡Oh Señor!, entre
tales ingratos he estado yo también. No negué mi
gratitud a las criaturas, de quienes recibí mercedes o
favores. Sólo para Vos, que os habéis dado a
mí, fui tan desagradecido, que llegué a ofenderos
gravemente e injuriaros a menudo con mis culpas.

Y Vos, Señor, en vez de abandonarme,
me buscáis todavía y reclamáis mi amor,
inspirándome el recuerdo de aquel amoroso mandato (Mc. 12,
30): Amarás al Señor tu Dios con todo tu
corazón
. Pues ya que, a pesar de mi
desagradecimiento, queréis que yo os ame, prometo amaros,
Dios mío. Así lo deseáis, y yo, favorecido
por vuestra gracia, no deseo otra cosa. Os amo, amor mío,
y mi todo. Por la Sangre que derramasteis por mí, ayudadme
y socorredme. En ella pongo toda mi esperanza, y en la
intercesión de vuestra Madre Santísima, cuyas
oraciones queréis que contribuyan a nuestra
salvación.

Rogad por mí, Santa Virgen
María, a Jesucristo, mi Señor; y puesto que Vos
abrasáis en el amor divino a todos vuestros amantes
siervos, inflamad en él mi corazón, que tanto os
ama siempre.

CONSIDERACIÓN 36

Conformidad con
la voluntad de Dios

Y la vida, en su voluntad.(Sal. 29,
6)

PUNTO 1

Todo el fundamento de la salud y
perfección de nuestras almas consiste en el amor de Dios.
"Quien no ama está en la muerte. La caridad es el
vínculo de la perfección" (1 Jn. 3, 14; Col. 3,
14). Mas la perfección del amor es la unión de
nuestra propia voluntad con la voluntad divina, porque en esto se
cifra -como dice el Areopagita- el principal efecto del amor, en
unir de tal modo la voluntad de los amantes, que no tengan
más que un solo corazón y un solo
querer.

En tanto, pues, agradan al Señor
nuestras obras, penitencias, limosnas, comuniones, en cuanto se
conforman con su divina voluntad, pues de otra manera no
serían virtuosas, sino viciosísimas y dignas de
castigo.

Esto mismo, muy especialmente, nos
manifestó con su ejemplo nuestro Salvador cuando del Cielo
descendió a la tierra. Esto, como enseña el
Apóstol (Hech. 10, 5-7), dijo el Señor al entrar en
el mundo: "Vos, Padre mío, habéis rechazado las
víctimas ofrecidas por el hombre, y queréis que os
sacrifique con la muerte este Cuerpo que me habéis dado.
Cúmplase vuestra divina voluntad". Y lo mismo
declaró muchas veces, diciendo (Jn. 6, 38) que no
había venido sino para cumplir la voluntad de su
Padre.

Con lo cual quiso patentizarnos el infinito
amor que al Padre tiene, puesto que vino a morir para obedecer el
divino mandato (Jn. 14, 31). Dijo, además (Mt. 12, 50),
que reconocería por suyos únicamente a los que
cumplieran la voluntad de Dios, y por esta causa el único
fin y deseo de los Santos en todas sus obras ha sido el
cumplimiento de ella. El Beato Enrique Susón exclama:
"Preferiría ser el gusano más vil de la tierra, por
voluntad de Dios, que ser por la mía un
serafín".

Santa Teresa dice que lo que ha de procurar
el que se ejercita en oración es conformar su voluntad con
la divina, y que en eso consiste la más encumbrada
perfección, de tal suerte, que quien en ello sobresaliere
recibirá de Dios más altos dones y
adelantará más en la vida interior.

Los bienaventurados en la gloria aman a
Dios perfectamente, porque su voluntad está unida y
conforme por completo con la voluntad divina. Así,
Jesucristo nos enseñó que pidiéramos la
gracia de cumplir en la tierra la voluntad de Dios como los
Santos en el Cielo. Fiat voluntas tua, sicut in coelo, et in
terra.

Quien así lo hiciere, será
hombre según el corazón de Dios, como llamaba el
Señor a David, porque éste se hallaba dispuesto
siempre a cumplir lo que Dios quería, y continuamente le
suplicaba que le enseñase a ponerlo por obra (Sal. 142,
10).

¡Cuánto vale un solo acto de
perfecta resignación a lo que Dios dispone!
Bastaría para santificarnos… Va Pablo a perseguir a la
Iglesia, y Cristo se le aparece y le ilumina y convierte con su
gracia. El Santo se ofrece a cumplir lo que Dios le mande (Hch.
9, 6): "Señor, ¿qué quieres que haga?" Y
Jesucristo le llama vaso de elección (Hch. 9, 15)
y Apóstol de las gentes.

El que ayuna y da limosna y se mortifica
por Dios, da una parte de sí mismo; pero el que entrega a
Dios su voluntad, le da todo cuanto tiene. Esto es lo que Dios
nos pide, el corazón, la voluntad (Pr. 23, 26).

Tal ha de ser, en suma, el blanco de
nuestros deseos, de nuestras devociones, comuniones y
demás obras piadosas, el cumplimiento de la voluntad
divina. Éste debe ser el norte y mira de nuestra
oración: el impetrar la gracia de hacer lo que Dios quiera
de nosotros.

Para esto hemos de pedir la
intercesión de nuestros Santos protectores, y
especialmente de María Santísima, para que nos
alcance luces y fuerzas, con el fin de que se conforme nuestra
voluntad con la de Dios en todas las cosas, y sobre todo en las
que repugnan a nuestro amor propio… Decía el Beato M. P.
Ávila: "Más vale un "bendito sea Dios", dicho en la
adversidad, que mil acciones de gracias en los sucesos
prósperos".

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Ah Señor mío! Todas
mis desventuras han procedido de no querer rendirme a vuestra
santa voluntad. Maldigo y aborrezco mil veces aquellos
días y ocasiones en que por cumplir mi deseo contradije y
me opuse a vuestro querer, ¡oh Dios de mi alma!… Ahora os
doy mi voluntad toda. Acogedla, Dios mío, y unidla de tal
modo a vuestro amor, que no pueda rebelarse otra vez.

Os amo, Bondad infinita, y por el amor que
os profeso, me ofrezco enteramente a Vos. Disponed de mí y
de todas mis cosas como os agrade, que yo en todo me resigno
gustoso a vuestra santísima voluntad. Libradme de la
desdicha de oponerme a resistir a vuestros deseos, y haced de
mí lo que os plazca. Oídme, ¡oh Padre
eterno!, por el amor de Cristo. Oídme, Jesús
mío, por los merecimientos de vuestra
Pasión.

Y Vos, María Santísima,
socorredme y alcanzadme la gracia de cumplir siempre la voluntad
divina, en lo cual se cifra mi salvación, y nada
más pediré.

PUNTO 2

Menester es conformarnos con la voluntad
divina, no sólo en las cosas que recibimos directamente de
Dios, como son las enfermedades, las desolaciones espirituales,
la pérdida de hacienda o de parientes, sino también
en las que proceden sólo mediatamente de Dios, que nos la
envía por medio de los hombres, como la deshonra,
desprecios, injusticias y toda suerte de persecuciones. Y
adviértase que cuando se nos ofenda en nuestra honra y se
nos dañe en nuestra hacienda, no quiere Dios el pecado de
quien nos ofende o daña, pero sí la
humillación o pobreza que de ello nos resulta.

Cierto es, pues, que cuanto sucede, todo
acaece por la divina voluntad. Yo soy el Señor que
formó la luz y las tinieblas, y hago la paz y creo la
desdicha
(Is. 45, 7). Y en el Eclesiástico
leemos: "Los bienes y los males, la vida y la muerte vienen de
Dios". Todo, en suma, de Dios procede, así los bienes como
los males.

Llámanse males ciertos accidentes,
porque nosotros les damos ese nombre, y en males los convertimos,
pues si los aceptásemos como es debido,
resignándonos en manos de Dios, serían para
nosotros, no males, sino bienes. Las joyas que más
resplandecen y avaloran la corona de los Santos son las
tribulaciones aceptadas por Dios, como venidas de su
mano.

Cuando supo el santo Job que los sabeos le
habían robado los bienes, no dijo: "El Señor me lo
dio y los sabeos me lo quitaron", sino el Señor me los
dio y el Señor me los quitó
(Jb. 1, 21). Y
diciéndolo, bendecía a Dios, porque sabía
que todo sucede por la divina voluntad (Jb. 1, 21).

Los santos mártires Epicteto y
Atón, atormentados con garfios de hierro y hachas
encendidas, exclamaban: Señor, hágase en
nosotros tu santa voluntad
, y al morir, éstas fueron
sus últimas palabras: "¡Bendito seas, oh Eterno
Dios, porque nos diste la gracia de que en nosotros se cumpliera
tu voluntad santísima!".

Refiere Cesario (lib. 10, c. 6) que cierto
monje, aunque no tenía vida más austera que los
demás, hacía muchos milagros. Maravillado el abad,
preguntóle qué devociones practicaba.
Respondió el monje que él, sin duda, era más
imperfecto que sus hermanos, pero que ponía especial
cuidado en conformarse siempre y en todas las cosas con la divina
voluntad. "Y aquel daño -replicó el abad- que el
enemigo hizo en nuestras tierras, ¿no os causó pena
alguna?" "¡Oh Padre! -dijo el monje-, antes doy gracias a
Dios, que todo lo hace o permite para nuestro bien", respuesta
que descubrió al abad la gran santidad de aquel buen
religioso.

Lo mismo debemos nosotros hacer cuando nos
sucedan cosas adversas: recibámoslas todas de la mano de
Dios, no sólo con paciencia, sino con alegría,
imitando a los Apóstoles, que se complacían en ser
maltratados por amor de Cristo. Salieron gozosos de delante
del Concilio, porque habían sido hallados dignos de sufrir
afrentas por el nombre de Jesús
(Hch. 5, 41). Pues
¿qué mayor contento puede haber que sufrir alguna
cruz y saber que abrazándola complacemos a
Dios?…

Si queremos vivir en continua paz,
procuremos unirnos a la voluntad divina y decir siempre en todo
lo que nos acaezca: "Señor, si así te agrada,
hágase así" (Mt. 11, 26). A este fin debemos
encaminar todas nuestras meditaciones, comuniones, oración
y visitas al Señor Sacramentado, rogando continuamente a
Dios que nos conceda esa preciosa conformidad con su voluntad
divina.

Y ofrezcámonos siempre a Él,
diciendo: Vedme aquí, Dios mío; haced de mí
lo que os agrade… Santa Teresa se ofrecía al
Señor más de cincuenta veces diariamente, a fin de
que dispusiese de ella como quisiera.

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Amadísimo Redentor, divino
Rey de mi alma, reinad en ella, desde ahora, únicamente
Vos!… Aceptad mi voluntad toda, de modo que no desee ni quiera
sino lo que Vos queráis. Bien sé cuánto os
he ofendido oponiéndome a vuestra santa voluntad, y de
ello me pesa sobre todo, y me arrepiento de
corazón.

Merezco castigo, y no lo rechazo, sino que
lo acepto, rogándoos solamente que no me impongáis
la pena de privarme de vuestro amor. Concedédmelo
así y hacer de mí lo que os agrade. Os amo,
Redentor mío; os amo, Señor, y porque os amo quiero
hacer cuanto Vos queráis. ¡Oh voluntad divina,
tú eres mi amor!…

¡Oh Sangre de Jesús, Tú
eres mi esperanza!, y por Ti espero que desde ahora estaré
siempre unido a la voluntad de Dios, y que ella será mi
norte y guía, mi amor y mi paz. En ella deseo descansar y
vivir.

Diré en todos los sucesos de mi
vida: Dios mío, nada quiero sino lo que deseéis
Vos; cúmplase en mí vuestra voluntad: Fiat
voluntas tua
… Otorgadme, Jesús mío, por
vuestros méritos, la gracia de que yo repita siempre esa
amorosísima súplica: Fiat voluntas
tua

¡Oh María, Madre y
Señora nuestra, que cumpliste continuamente la voluntad
divina!, alcanzadme Vos que la cumpla yo también. Reina de
mi vida, concededme esa gracia que por vuestro amor a Cristo
espero conseguir.

PUNTO 3

El que está unido a la divina
voluntad disfruta, aun en este mundo, de admirable y continua
paz. "No se contristará el justo por cosa que le
acontezca" (Pr. 12, 21), porque el alma se contenta y satisface
al ver que sucede todo cuanto desea; y el que sólo quiere
lo que quiere Dios, tiene todo lo que puede desear, puesto que
nada acaece sino por efecto de la divina voluntad.

El alma resignada, dice Salviano, si recibe
humillaciones, quiere ser humillada; si la combate la pobreza,
complácese en ser pobre; en suma: quiere cuanto le sucede,
y por eso goza de vida venturosa. Padece las molestias del
frío, del calor, la lluvia o el viento, y con todo ello se
conforma y regocija, porque así lo quiere Dios. Si sufre
pérdidas, persecuciones, enfermedades y la misma muerte,
quiere estar pobre, perseguido, enfermo; quiere morir, porque
todo eso es voluntad de Dios.

El que así descansa en la divina
voluntad y se complace en lo que el Señor dispone, se
halla como el que estuviera sobre las nubes del cielo y viera
bajo sus plantas furiosa tempestad sin recibir él
perturbación ni daño. Ésta es aquella paz
que -como dice el Apóstol (Fil. 4, 7)- supera a todas las
delicias del mundo; paz continua, serena, permanente, inmutable.
El necio se muda como la luna, el sabio se mantiene en la
sabiduría como el sol
(Ecl. 27, 12). Porque el
pecador es mudable como la luz de la luna, que hoy crece y otros
días mengua. Hoy le vemos reír; mañana,
llorar; ora se muestra alegre y tranquilo; ora afligido y
furioso. Cambia y varía, en fin, como las cosas
prósperas o adversas que le suceden.

Pero el justo, como el sol, se mantiene en
su ser con igualdad y constancia. Ningún acaecimiento le
priva su dichosa tranquilidad, porque esa paz de que goza es hija
de su conformidad perfecta con la voluntad de Dios. Paz en la
tierra a los hombres de buena voluntad
(Lc. 2,
14).

Santa María Magdalena de Pazzi no
bien oía nombrar voluntad de Dios, sentía
consolación tan profunda, que se quedaba sumida en
éxtasis de amor… Con todo, las facultades de nuestra
parte inferior no dejarán de hacernos sentir algún
dolor en las cosas adversas; pero en la voluntad superior, si
está unida a la de Dios, reinará siempre profunda e
inefable paz. Ninguno os quitará vuestro gozo
(Jn. 16, 22).

Indecible locura es la de aquellos que se
oponen a la voluntad de Dios. Lo que Dios quiere se ha de cumplir
seguramente. ¿Quién resiste a su voluntad?
(Ro. 9, 19). De suerte que esos desventurados tienen por fuerza
que llevar su cruz, aunque sin paz ni provecho.
¿Quién le resistió y tuvo paz? (Jb.
9, 4).

¿Y qué otra cosa desea Dios
para nosotros sino nuestro bien? Quiere que seamos santos para
hacernos felices en esta vida y bienaventurados en la otra.
Penetrémonos de que las cruces que Dios nos envía
cooperan a nuestro bien (Ro. 8, 28), y de que ni los mismos
castigos temporales vienen para nuestra ruina, sino a fin de que
nos enmendemos y alcancemos la eterna felicidad (Jdt. 8,
27).

Dios nos ama tanto, que no sólo
desea nuestra salvación, sino que se muestra
solícito para procurárnosla (Salmo 39, 18).
¿Y qué nos ha de negar quien nos dio a su mismo
Hijo?… (Ro. 8, 32).

Abandonémonos, pues, siempre en
manos de Dios, que jamás deja de atender a nuestro bien (1
Pe. 5, 7). "piensa tú en Mí -decía el
Señor a Santa Catalina de Siena-, que Yo pensaré en
ti". Digamos siempre como la Esposa: Mi amado para mí,
y yo para Él
(Cant. 2, 16). Mi amado trata de mi
bien, y yo no he de pensar más que en complacerle y unirme
a su santa voluntad.

No debemos pedir, decía el santo
Abad Nilo, que haga Dios lo que deseamos, sino que nosotros
hagamos lo que Él quiera.

Quien así proceda tendrá
venturosa vida y santa muerte. El que muere resignado por
completo a la divina voluntad nos deja certeza moral de su
salvación. Mas el que no vive así unido a la
voluntad de Dios, tampoco lo estará al morir, y no se
salvará.

Procuremos, pues, familiarizarnos con
ciertos pasajes de la Sagrada Escritura, que sirven para
conservarnos en esa unión incomparable: "Dime,
Señor, lo que quieres que haga, pues yo deseo hacerlo"
(Hch. 9, 6). "He aquí a tu siervo: manda y serás
obedecido" (Lc. 1, 38). "Sálvame, Señor, y haz de
mí lo que quieras. Tuyo soy, y no mío" (Sal. 118,
94).

Y cuando nos suceda alguna adversidad,
digamos en seguida: "Hágase así, Dios mío,
porque así lo quieres" (Mateo 11, 26). Especialmente, no
olvidemos la tercera petición del Padrenuestro:
"Hágase tu voluntad, así en la tierra como en el
Cielo". Digámosla a menudo, con gran afecto, y
repitámosla muchas veces… ¡Dichosos nosotros si
vivimos y morimos diciendo: Fiat voluntas
tua!

AFECTOS Y SÚPLICAS

¡Oh Jesús, Redentor
mío! Disteis en la cruz la vida a fuerza de dolores para
salvarme y redimirme… Tened ahora compasión de
mí, y no permitáis que un alma por Vos redimida con
tantos trabajos y con tanto amor haya de odiaros eternamente en
el infierno.

Nada dejasteis de hacer para obligarme a
amaros, como nos lo manifestasteis cuando antes de expirar en el
Calvario dijisteis aquellas amorosas palabras: Cosummatum
est
!… ¿Y cómo he correspondido yo a vuestro
amor?… Bien puedo asegurar que por mi parte nada omití
para ofenderos y obligaros a que me aborrecierais… Gracias os
doy por la paciencia con que me habéis sufrido y por el
tiempo que me concedéis para que repare mi ingratitud y os
ame y sirva antes de morir… Amaros quiero, sí, y hacer
cuanto quisiereis; y os doy toda mi voluntad, mi libertad y todas
mis cosas.

Desde ahora os consagro mi vida y acepto la
muerte que me enviéis, con todos los dolores y
circunstancias que la acompañen, uniendo este sacrificio
al gran sacrificio de vuestra vida que Vos, Jesús
mío, hicisteis en la cruz por mí. Deseo morir para
que se cumpla vuestra voluntad… ¡Oh Señor, por los
merecimientos de vuestra Pasión sacratísima, dadme
la gracia de que esté yo en esta vida resignado y conforme
siempre con vuestras disposiciones, y en la hora de mi muerte
haced, Señor, que la abrace y reciba con entera
conformidad a vuestra voluntad santísima!

Morir quiero, ¡oh Jesús!, para
complaceros; morir quiero diciendo: Fiat voluntas
tua
.

María, Madre nuestra, así
moristeis Vos; alcanzadme la inefable dicha de que muera yo
así.

SÚPLICA

A Jesús crucificado para alcanzar
la gracia de una buena muerte.

(Compuso estas preces una joven
protestante que se convirtió a nuestra Religión
católica a los quince años de edad, y murió
a los dieciocho en olor de santidad)

Jesús, Señor, Dios de bondad,
Padre de misericordia, me presento delante de Vos con el
corazón contrito, humillado y confuso,
encomendándoos mi última hora y la suerte que
después de ella me espera.

Cuando mis pies, perdiendo el movimiento,
me adviertan que mi carrera en este mundo está ya para
acabarse.

Jesús misericordioso, tened
compasión de mí
.

Cuando mis manos, trémulas y torpes,
no puedan ya estrechar el crucifijo, y a pesar mío le
dejen caer en el lecho de mi dolor,

Jesús misericordioso,
etc.

Cuando mis ojos, apagados y amortecidos por
el dolor de la muerte cercana, fijen en Vos miradas
lánguidas y moribundas.

Jesús misericordioso,
etc.

Cuando mis labios, fríos y
balbucientes, pronuncien por última vez vuestro
santísimo Nombre,

Jesús misericordioso,
etc.

Cuando mi cara, pálida y amoratada,
cause ya lástima y terror a los circunstantes, y los
cabellos de mi cabeza, bañados del sudor de la muerte,
anuncien que está próximo mi fin,

Jesús misericordioso,
etc.

Cuando mis oídos, próximos a
cerrarse para siempre a las conversaciones de los hombres, se
abran para oír de Vos la irrevocable sentencia que
determine mi suerte por toda la eternidad,

Jesús misericordioso,
etc.

Cuando mi imaginación, agitada de
espantosos fantasmas, se vea sumergida en mortales congojas, y mi
espíritu perturbado del temor de vuestra justicia, a la
vista de mis iniquidades, luche contra el enemigo infernal, que
quisiera quitarme la esperanza en vuestra misericordia y
precipitarme en el abismo de la desesperación,

Jesús misericordioso,
etc.

Cuando mi corazón, débil,
oprimido por el dolor de la enfermedad, esté sobrecogido
del dolor de la muerte, fatigado y rendido por los esfuerzos que
haya hecho contra los enemigos de mi salvación,

Jesús misericordioso,
etc.

Cuando derrame las últimas
lágrimas, síntomas de mi destrucción,
recibidlas, Señor, como sacrificio expiatorio para que
muera víctima de penitencia, y en aquel momento
terrible,

Jesús misericordioso,
etc.

Cuando mis parientes y amigos, juntos
alrededor de mí, lloren al verme en el último
trance y os rueguen por mi alma,

Jesús misericordioso,
etc.

Cuando, perdido el uso de los sentidos,
desaparezca de mí toda impresión del mundo, y gima
entre las postreras agonías y congojas de la
muerte,

Jesús misericordioso,
etc.

Cuando mis últimos suspiros muevan a
mi alma a salir del cuerpo, recibidlos como señales de mis
santos deseos de llegar a Vos, y en aquel instante,

Jesús misericordioso,
etc.

Cuando mi alma se aparte para siempre de
este mundo y salga de mi cuerpo, dejándole pálido,
frío y sin vida, aceptad la destrucción de
él como un tributo que desde ahora ofrezco a vuestra
divina Majestad, y en aquella hora,

Jesús misericordioso,
etc.

En fin, cuando mi alma comparezca ante Vos
y vea por vez primera el esplendor inmortal de vuestra soberana
Majestad, no la arrojéis de vuestra presencia, sino
dignaos recibirla en el seno amoroso de vuestra misericordia, a
fin de que cante eternamente vuestras alabanzas,

Jesús misericordioso, tened
compasión de mí
.

ORACIÓN

¡Oh Dios mío, que
condenándonos a la muerte nos habéis ocultado el
momento y la hora de ella: haced que, viviendo santamente todos
los días de nuestra vida, merezcamos una muerte dichosa,
abrasados en vuestro divino amor! Por los méritos de
Jesucristo, Nuestro Señor, que con Vos vive y reina, en
unidad del Espíritu Santo, por todos los siglos de los
siglos. Amén.

ACEPTACIÓN DE LA MUERTE

¡Señor y Dios mío!
Desde ahora acepto de vuestra mano con ánimo conforme y
gustoso cualquier género de muerte que queráis
darme, con todas sus amarguras, penas y dolores. (*)

(*) Siete años cada vez; plenaria
para la hora de la muerte al que la rece una vez en vida
después de confesar y comulgar. (N. 591).

 

 

Autor:

Ing.+Lic. Yunior Andrés Castillo
S.

"NO A LA CULTURA DEL SECRETO, SI A LA
LIBERTAD DE INFORMACION"®

Santiago de los Caballeros,

República Dominicana,

2015.

"DIOS, JUAN PABLO DUARTE Y JUAN BOSCH – POR
SIEMPRE"®

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8
 Página anterior Volver al principio del trabajoPágina siguiente 

Nota al lector: es posible que esta página no contenga todos los componentes del trabajo original (pies de página, avanzadas formulas matemáticas, esquemas o tablas complejas, etc.). Recuerde que para ver el trabajo en su versión original completa, puede descargarlo desde el menú superior.

Todos los documentos disponibles en este sitio expresan los puntos de vista de sus respectivos autores y no de Monografias.com. El objetivo de Monografias.com es poner el conocimiento a disposición de toda su comunidad. Queda bajo la responsabilidad de cada lector el eventual uso que se le de a esta información. Asimismo, es obligatoria la cita del autor del contenido y de Monografias.com como fuentes de información.

Categorias
Newsletter