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Resumen del libro de La Bestia, de A. E. Van Vogt



Partes: 1, 2, 3, 4

    TENIA EL ASPECTO DE UNA CRIATURA SURGIDA
    DE UNA JUNGLA PRIMITIVA

    …Peludo y desnudo excepto por una piel negra que pendía en torno a su vientre. Mientras su sobresaltado prisionero lo contemplaba, aquel extraño ser habló en inglés gutural pero inconfundible: "Bueno, compañeros, ¿qué hemos de hacer con él?".

    "¡Matarlo!-provino un ronco grito de la caterva-. ¡Arrojarlo a la bestia endemoniada! Hace mucho tiempo que no hemos tenido un espectáculo".

    Jim Pendrake había ido a parar a una región cuyos habitantes habían sido recolectados al azar por una máquina del tiempo. Provenían de muchos siglos, pero tenían una cosa común: se sometían sin temor a la autoridad del más brutal y primitivo entre ellos.

    Sin arma alguna, pero con el superior intelecto de los años 1970, Jim había de permanecer con vida… cuando menos durante un lapso suficiente para rescatar a su mujer de aquellos inhumanos hombres bestias.

    ༯font>El gris-azulado motor yacía casi enterrado
    en una verde ladera. Objeto inanimado de metal y privado de fuerzas casi tan
    potentes como la propia vida, se encontraba allí en aquel verano de 1972.
    La lluvia lavaba su forma inerte. El sol de julio y después de agosto
    fulguraba en él. De noche, las estrellas se reflejaban evanescentes en
    el metal, sin importarles su destino. La nave que impulsó había
    estado amorrando a la atmósfera terrestre, cuando el meteorito atravesó
    el bloque que lo sustentaba, y al instante y con irresistible fuerza, el motor
    hizo trizas lo que quedaba del bastidor y se zambulló abajo y a través
    del boquete abierto por el meteorito, que semejaba una boca bostezante.

    Durante todas las semanas transcurridas desde entonces, había permanecido en la ladera, al parecer sin vida, pero en realidad viviente a su modo. Tenía su inductor cubierto de barro tan encostrado que habría sido necesaria una percepción especial para notar lo rápidamente que estaba girando. Ni siquiera los chicos que se sentaron un día en el flanco del motor se percataron de las convulsiones del barro. Si alguno de ellos lo hubiese hurgado metiendo la mano en el infierno de energía que era el inductor, músculos, huesos y sangre habrían brotado como un chorro de gas estallando.

    Pero los muchachos se fueron, y el motor se encontraba aún allí la tarde en que los buscadores atravesaron el pie de la colina. El descubrimiento estaba ante sus propias narices, por decirlo así. Eran dos hombres, quizás un tanto cansados en la hora tardía, aun cuando entrenados observadores escudriñando ansiosamente la ladera. Pero una nube velaba la brillantez del sol, y pasaron de largo, sin ver nada.

    Fue más de una semana después, de nuevo a la caída de la tarde, cuando un caballo que trepaba la colina se esparrancó en el sobresaliente bulto del motor. El jinete procedió a desmontar de manera asombrosa. Asió con una mano el arzón delantero, y se alzó en la silla. Pasó sobre ella con facilidad su pierna izquierda, se balanceó a media altura y luego se dejó caer al suelo. El despliegue de fuerza para tal operación parecía tanto menor por el automatismo de la acción. Seguidamente la atención del hombre se concentró en el objeto en tierra.

    Su enjuto rostro se contrajo al examinar el motor. Lanzó una mirada en derredor y sus ojos se entornaron. Luego sonrió sardónicamente por el pensamiento que atravesó su mente, y finalmente se encogió de hombros. Era muy escasa la probabilidad de que alguien le viese allí. Crescentville estaba a más de una milla, y no había señal de vida en torno al caserón blanco que se alzaba entre árboles a unos tres cuartos de milla al nordeste.

    Estaba pues solo con su caballo y aquel artefacto. Y al cabo de un momento, su voz resonó con fría ironía en el aire crepuscular.

    -Bien, Dandy, aquí tenemos trabajo. Este despojo tendría que proporcionarte pienso. Después de oscurecido lo llevaremos al chatarrero. Así ella no lo descubrirá y habremos salvado algún resto de nuestro orgullo.

    Se detuvo. Involuntariamente se volvió para quedar con la mirada fija en la finca semejante a un jardín que se extendía en casi una milla entre él y el poblado.

    Una valla blanca, neblinosa y como un halo en el crepúsculo, formaba un amplio círculo en torno a un verdeante terreno de árboles y pasto. La valla se difuminaba en las hondonadas y en la maleza, hasta desaparecer finalmente del todo en el norte, más allá del imponente caserón blanco.

    El hombre murmuró impaciente:

    -¡Qué tonto he sido andurreando por Crescentville esperándola! -Se volvió para mirar al artefacto en tierra-. Vamos a ver lo que pesa esto… ¿Qué será?

    Trepó a la cima de la colina y volvió a bajar trayendo una gruesa estaca de un metro y medio aproximadamente de longitud, con la que comenzó a zafar el motor del suelo. Era una tarea ardua con sólo un brazo, y así, cuando reparó en el boquete del centro taponado por el barro, metió el madero en él, para tener mejor apalancamiento.

    Su exclamación de sorpresa y dolor resonó roncamente en el aire del atardecer.

    Pues el madero se sacudió. Como un disparo retorcido por el cañón rayado de un arma de fuego, como una navaja de muelle, se sacudió violentamente en su mano, lacerando como un corte, y quemando como el fuego. Gimiendo y llevándose la estropeada mano al cuerpo, dio un traspiés.

    El sonido murió en sus labios luego al posar la mirada en el vibrante y remolineante objeto que había sido una rama seca de árbol. Quedó como fascinado, y después trepó, temblando, al lomo del caballo negro. Y protegiendo su ensangrentada mano, y parpadeando de dolor, apresuró al caballo ladera abajo y hacia la carretera que conducía al poblado.

    Un tiro y arnés, cuerda y aparejo, alquilados a un granjero, una mano rígida con los vendajes y entumecida y dolorida aún, un recorrido a través de la oscuridad con un objeto cencerreante en la narria… durante tres horas Pendrake se sintió como una criatura en una pesadilla.

    Mas allí estaba ahora el artefacto, en el suelo de su establo, a salvo de ser descubierto, excepto por el sonido que seguía despidiendo de la madera en su inductor. Cuán raro parecía ahora cómo su mente había funcionado… La decisión de transportar el motor secretamente a su propia casita de campo había sido como escoger la vida en vez de la muerte, como levantar raudamente un billete de cien dólares caído en una calle desierta, tan automática como hallarse más allá de necesidad de lógica. Ahora parecía una cosa tan natural como vivir.

    El amarillo resplandor de la linterna llenaba el interior de lo que antes fuera garaje particular y taller. En una esquina se hallaba Dandy, con su piel reluciente y sus ojos brillando cuando volvía la cabeza para mirar aquel objeto que compartía su cuadra. El no desagradable olor del caballo era denso ahora con la puerta cerrada. El motor estaba de costado cerca de la puerta. Y la principal dificultad era que la estaca que tenía empotrada no se mantenía recta. Golpeteaba el aire como una caricatura de hélice, produciendo un sonido en la atmósfera con la violencia y velocidad de su rotación.

    Pendrake estimó su velocidad en unas cuatro mil revoluciones por minuto. Se acercó para intentar comprender la naturaleza de una máquina que podía asir un trozo de madera y hacerlo remolinear tan violentamente. Mas no sacó nada en limpio. El fruncimiento de su entrecejo se acentuó al mirar a la estaca borrosa por la velocidad. Él no podría asirla en absoluto. Y aunque indudablemente en el mundo habrían muchas

    herramientas que sí podrían apresar un objeto remolineante y tirar de él, no se encontraban disponibles en aquel establo iluminado por la luz de una linterna.

    "Debe tener alguna palanca o botón, algo que desconecte la energía…", pensó.

    Pero la superficie exterior gris-azulada, de forma de buñuelo era suave y lisa como el cristal. Hasta los bordes qué proyectaban cuatro extremidades, en las cuales se hallaban los agujeros para los pernos de encaje, parecían una prolongación del casco, como si hubiesen sido moldeados del mismo bloque de metal, como si pertenecieran a un diseño original único y exento de cualquier acoplamiento. Pendrake dio una vuelta en torno a la máquina, desconcertado. Le parecía que el problema sobrepasaba la solución de un hombre que como equipo de trabajo disponía únicamente de una mano vendada y maltrecha.

    No reparó en nada de particular. El motor yacía sólida y pesadamente sobre el suelo. Ni trepidaba ni brincaba. No hacía el menor esfuerzo para mostrar una reacción opuesta al.insensato remolinear que se erizaba en su centro. Ignoraba la ley de que la acción

    y la reacción son iguales y opuestas.

    Con súbita percatación de las posibilidades, Pendrake se inclinó y enderezó el casco de metal. Al instante atravesaron su mano cuchillos de dolor, y las lágrimas afluyeron a sus ojos. Pero por fin el motor se hallaba asentado sobre una de sus cuatro series de bordes, y la torcida estaca giraba ahora, no ya verticalmente, sino casi horizontalmente al suelo.

    El doloroso latido de la mano de Pendrake cejó, y secándose las lágrimas de sus ojos procedió a dar el siguiente paso en el plan que se le había ocurrido. ¡Clavos! Los metió en los pasadores del banco y los inclinó sobre el metal. Lo hacía así simplemente para asegurarse de que el motor no hiciera volcar el casco caso de que lo sacudiera demasiado.

    Requirió luego una caja de manzanas, la cual, colocada a lo largo de costado, llegaba a pocos milímetros del centro exacto del ancho boquete, desde el lado opuesto de donde proyectaba la estaca. Dos libros mantenían firme un trozo de tubo de veinte milímetros por treinta y tres centímetros de longitud. A duras penas podía sostener en su lesionada mano el pequeño acotillo, pero asestó un fuerte golpe. El trozo de tubo reculo por el martillazo, aporreó el madero que estaba en el interior del boquete y lo expulsó fuera

    Se produjo un estrépito semejante a un estallido, que hizo retemblar el garaje, y al cabo de un momento Pendrake se dio cuenta de una larga grieta en el techo, producida por el madero después de haber chocado con el suelo. El percutiente cerebro de Pendrake gravitó a un ritmo acompasado al silencio que se estaba imponiendo. Respiró profundamente. Había aún cosas por descubrir, un mundo entero de una nueva máquina por explorar. Mas una cosa parecía evidente:

    Había dominado a la máquina.

    A medianoche se hallaba aún despierto. Tirando la revista que estaba leyendo, fue a la cocina sumida en la oscuridad para fisgar en el garaje todavía más oscuro. Pero la noche estaba en calma. Ningún merodeador perturbaba la paz del poblado. Ocasionalmente el motor de un coche roncaba a lo lejos.

    Comenzó a percatarse del peligro psicológico cuando por doceava vez se encontró oprimiendo su cara contra el frío cristal de la ventana de la cocina. Lanzando una maldición volvió a la salita. ¿Qué estaba intentando hacer? No podía esperar conservar aquella máquina. Debía tratarse de algún nuevo invento, un radical desarrollo de postguerra, que yació en aquella ladera de la colina debido a un accidente del que jamas se enteró un estúpido asno que nunca leía periódicos o escuchaba la radio.

    En alguna parte de la casa, recordó, había un ejemplar del Times de Nueva York, que no hace mucho compró. Lo encontró en el estante donde amontonaba todos era el lS de los periódicos y revistas que de cuanto enquiría. Era del 7 de junio de 1971, y ahora agosto. La diferencia no era grande.

    Pero no era 1971. Sino 1972.

    Lanzando una exclamación, Pendrake se puso en pie de un salto y luego volvió a sumirse lentamente en su butaca. Un cuadro irónico se presentó entonces a su mente un calidoscopio de la existencia de un hombre tan intacto a la fricción del tiempo, que catorce meses se habían deslizado como otros tantos días. Perezoso, miserable canalla, pensó Pendrake, empleando su brazo perdido y una mujer implacable como una excusa para tenderse a la bartola en la vida. Mas ya pasó todo. Todo. Había de comenzar de nuevo…

    Se fijó en el periódico que tenía en la mano. Y la ira se le aplacó cuando en una excitación que se iba acumulando lanzó una ojeada a los titulares:

    EL PRESIDENTE HACE UNA LLAMADA A LA NACIÓN PARA UN NUEVO ESFUERZO INDUSTRIAL UN TRILLÓN DE INGRESOS NACIONALES SÓLO PARA EMPEZAR, DICE JEFFERSON DAYLES 6.350.000 REMOLQUES A CHORRO VENDIDOS EN LOS PRIMEROS CINCO MESES DE 1971.

    En este momento se le ocurrió a Pendrake, que la situación era que él se había arrastrado a aquella casita campestre suya, casi al margen del mundo, pero que la vida había proseguido dinámicamente. Y en alguna parte, y no hacía mucho, un inmenso invento se había engendrado de esa ondulante marea de voluntad y ambición y genio creador. Mañana intentaría una hipoteca de aquella casita de campo. Ello le proveería de algún dinero, y rompería para siempre la esclavitud del lugar. Enviaría a Dandy a Leonor, de la misma manera que ella se lo había enviado hacía tres años, sin una palabra. Los verdes pastos de la finca serían como el paraíso para un animal que había estado hambriento demasiado tiempo por la exigüidad de la pensión de un ex piloto aviador.

    Debió haberse dormido con ese pensamiento. Pues se despertó a las tres de la madrugada, sudando de miedo. Salió a la noche y abrió la puerta del garaje-establo antes de darse cuenta de que había tenido un mal sueño. El motor estaba aún allí, con el trozo de tubo en su inductor. Al haz de luz de su linterna, el tubo destelló en su girar, con pardo fulgor que resultaba difícil concordar con el objeto metálico sucio, roñoso y estrujado que había saqueado de su cobijo

    Al cabo de un momento, y por primera vez, Pendrake se fijó en que el tubo estaba girando mucho más lentamente que lo había hecho el trozo de madera, ni una cuarta parte tan rápidamente, a no más de mil cuatrocientas o mil quinientas revoluciones por minuto. La velocidad de rotación debía estar regulada por la clase de material, basada en el peso atómico, o en la densidad, o en algo.

    Inquieto, convencido de que no debía ser visto fuera a aquella hora, Pendrake cerró la puerta y volvió a casa. No se sentía enfadado consigo mismo, o por el súbito frenesí que le había sacado corriendo a la noche Pero las implicaciones eran turbadoras.

    Resultaría difícil entregar el motor a su legitimo propietario.

    Al día siguiente, Pendrake fue primero a la redacción del periódico local. Cuarenta números del Clarion, semanario de Crescentville, no arrojaron luz alguna. Leyó las dos primeras páginas de cada edición, sin dejar un solo titular. Mas por parte alguna apareció ninguna información sobre un accidente aéreo, ni tampoco la menor mención sobre algún invento de un nuevo motor. Contento como unas Pascuas salió finalmente a la calurosa mañana de agosto. Resultaba difícil creerlo. Y sin embargo, de ser así, aquel motor le pertenecía.

    De la redacción del periódico se trasladó a la sucursal de un Banco nacional. El empleado de Créditos le sonrió tenuemente, cuando le informó sobre su deseo, y le llevó a ver al director, quien le dijo:

    -Mr. Pendrake, no necesita usted hacer una hipoteca sobre su casa de campo. Tiene usted una amplia cuenta aquí.-Se presentó como Roderick Clay y prosiguió-. Como usted sabe, cuando se fue a China con la Fuerza Aérea, traspasó usted todas sus pertenencias a su mujer, a excepción de esa casita de campo en la que ahora vive, lo que entiendo fue omitido accidentalmente.

    Pendrake asintió, no atreviéndose a hablar. Sabia lo que ahora iba a venir, y las palabras del director lo confirmaron simplemente, al decir:

    -Al final de la guerra, pocos meses después de que su esposa y usted se separaron, ella volvió a hacer la cesión a nombre de usted de la propiedad entera, incluyendo bonos, acciones, efectivo, bienes raíces, así como la finca Pendrake, con la cláusula de que no se le notificara a usted la transferencia hasta cuando usted quisiera una información o indicase de algún modo que necesitaba dinero. Estipuló además, que en el ínterin se le pasara a ella una asignación mínima para su mantenimiento y el sostenimiento de la casa Pendrake… Puedo decir –el hombre era todo suavidad y melaza, satisfecho a más no poder de la manera que llevaba a cabo una entrevista que debió haber planeado en sus momentos de ocio con anticipados escalofríos- que sus asuntos han prosperado con los de la nación. Valores, bonos y efectivo, totalizan en la actualidad aproximadamente un millón doscientos noventa y cuatro mil dólares. ¿Desea que uno de mis empleados le prepare un cheque a la firma? ¿Qué cantidad desea?

    Fuera hacía más Calor. Pendrake volvió a su casita de campo, pensando que debió haber sabido que Leonor haría algo así. Aquella mujer intensa, introvertida, implacable… Impávida, fría, remota, sin salir de su concha de reserva el día que había vuelto él, sabiendo no obstante que se había puesto financieramente a merced de él. Tenía que reflexionar sobre lo que aquello podía suponer, planear su aproximación, sus exactas palabras y actos… y en el ínterin tenía la máquina.

    Se hallaba en el mismo sitio donde la había dejado. La lanzó una ojeada Y volvió a cerrar la puerta. Camino de la entrada de la cocina dio una palmadita a Dandy, que estaba en el patio de césped de la parte trasera. Ya dentro de la casa, buscó una guía y dio con el nombre de una sociedad de patentes de Washington. Recordó que había ido a China con el hijo de uno de los miembros de aquella compañía. Escribió desmañadamente su carta. Camino de la estafeta de correos para despacharla, se detuvo en el único establecimiento de maquinaria que había en el pueblo, y encargó un artefacto como un engranaje que pudiese girar con cualquier cosa que asiera.

    La respuesta a su carta llegó dos días después, antes de estar hecho el "embrague". Decía así:

    "Estimado Mr. Pendrake:

    Atendiendo a su encargo, encomendamos su problema a miembros idóneos de nuestro Departamento de Investigaciones. Fueron examinados todos los registros de patentes de invención habidas durante los tres años pasados. Tuve además una conversación particular con el director del departamento del despacho de patentes. En consecuencia, puedo asegurar positivamente que no ha sido patentado en terreno alguno desde la guerra ningún invento radical sobre motores, y sí únicamente variantes de propulsión a chorro.

    Para su debida información adjuntamos a la presente copias de noventa y siete recientes patentes de motores, seleccionadas entre miles por nuestro personal.

    Por correo aparte le enviamos nuestra factura. Gracias por su cheque con el anticipo de doscientos dólares.

    Muy atentamente

    N. V. Noskins

    P.S. Creí estabas muerto. Juro haber visto tu nombre en una lista de bajas, tras mi rescate, y te he echado de menos desde entonces. Te escribiré una extensa carta dentro de una semana o cosa así. Ahora estoy atracando el mundo de las patentes, no físicamente… sólo el gran Jim Pendrake podría hacerlo. Sin embargo, desempeño el papel de Atlas mental, y a buen seguro que me he atraído una serie de miradas atravesadas por haber dado rapidez a tu asunto. Lo cual explica lo elevado de la factura. Adiós de momento".

    Ned

    Pendrake sintió una extraña sensación al leer y reIeer la nota al pie de la carta. Le dolió pensar cómo había cortado amarras con todos sus amigos. La frase "el gran Pendrake" le hizo lanzar una ojeada involuntaria a la manga derecha vacía de su jersey.

    Sonrió amargamente. Y pasaron varios minutos antes de que volviese a recordar el motor, pensando seguidamente: "Encargaré un chasis de automóvil y un avión sin motor, y una barra hecha de muchos metales…, pues desde luego he de hacer primero algunas pruebas."

    Se detuvo, dilatándosele los ojos ante las posibilidades. La vida se estaba abriendo de nuevo. Mas resultaba singularmente difícil convencerse de que aquel motor no tenía aún otro propietario que él mismo.

    Dos días después fue a recoger la roldana de engranaje. Al desplegar un encerado para envolverla, Pendrake oyó un ruido y luego la voz de un joven que decía detrás de él:

    -¿Qué es eso?

    Estaba oscureciendo, y el camión que había alquilado parecía casi informe en la noche que se tendía. Al lado de Pendrake se elevaba el establecimiento de maquinaria, una estructura lóbrega y sin pintar. Las luces de su interior brillaban débilmente a través de ventanas grasientas. Los empleados, que habían cargado la roldana en el camión, habían vuelto a atravesar la puerta, sonando aún en los oídos de Pendrake sus roncas buenas noches. Ahora estaba solo con su interrogador.

    Con deliberado, pero rápido movimiento, tendió la lona encerada sobre la roldana y se volvió para mirar a quien se había dirigido a él. El tipo se hallaba en la sombra; parecía un hombre alto y recio. La luz de la farola más próxima hacía relucir sus prominentes pómulos, pero resultaba difícil precisar los contornos de su cara.

    Fue su aspecto resuelto lo que produjo un escalofrío en Pendrake. No era la de aquel hombre una ociosa curiosidad, sino una seria determinación sorprendentemente tomada adrede. Con un esfuerzo, Pendrake se recobró, diciendo secamente:

    -¿Qué le importa a usted?

    Subió a la cabina del camión. Ronroneó el motor. Pendrake manipuló torpemente el desembrague y el camión rodó.

    Podía ver al hombre por el espejo retrovisor, todavía en pie, en las sombras del establecimiento de maquinaria; una figura alta y corpulenta, que echó a andar lentamente en la misma dirección que conducía él. Un segundo después, Pendrake dobló una esquina y enfiló una calle lateral. "Voy a dar un rodeo para ir a casa y luego devolveré en seguida el camión al hombre a quien lo alquilé, y entonces…", pensó.

    Algo húmedo resbaló por sus mejillas. Soltando el volante se pasó la mano por la cara. Estaba cubierta de sudor. ¿Estoy loco?-pensó-. No voy a creer que alguien se halla buscando secretamente la máquina…

    Sus nervios en punta se apaciguaron lentamente. Lo que finalmente resultaba convincente era la coincidencia de tal buscador junto a un establecimiento de maquinaria de un pueblecito en el mismo instante en que Jim Pendrake estaba allí. Parecía un antiguo melodrama en el que los villanos estuvieran acechando al insospechado héroe. ¡Ridículo! Sin embargo, el episodio subrayaba un importante aspecto de su posesión del motor. Este debió haber sido construido en alguna parte. Y en alguna parte debía hallarse su propietario.

    No debía olvidar eso nunca.

    La oscuridad de la noche había cerrado cuando por fin entró Pendrake en el garaje-establo y encendió la luz que había instalado por la mañana. La lámpara de doscientos watios lanzó un resplandor solar que hacia la pequeña estancia más pequeña aún que iluminada por la luz de la linterna.

    El motor se hallaba exactamente en donde lo había clavado la primera noche. Se parecía a un neumático hinchado para una rueda ancha y pequeña, o a un grueso buñuelo gris-azulado. Excepto por los cuatro juegos de pestañas y el tamaño, la semejanza con un buñuelo era casi pasmosa. Sus paredes se curvaban hacia arriba partiendo del boquete en el centro, y el mismo boquete era sólo un poco menor de lo que debiera serlo para guardar una proporción exacta. Pero allí acababa la semejanza con cualquier cosa que hubiera conocido. Aquel boquete era de lo más endiablado que hubiera…

    Tenía unos quince centímetros de diámetro. Sus paredes interiores eran tersas, traslúcidas, de aspecto no metálico, y en su centro geométrico flotaba el trozo de tubo de cañería. Aquella pieza colgaba literalmente en el espacio, mantenida en posición por una fuerza que parecía no tener origen alguno.

    Pendrake respiró profunda y lentamente, tomó su martillo y lo colocó suavemente sobre el extremo sobresaliente del tubo. El martillo vibró en su mano, pero ceñudamente Pendrake soportó los pinchazos de dolor y apretó. El tubo siguió girando zumbador, insumiso, inafectado. El martillo castañeteó con la vibración. El rostro de Pendrake se contrajo por el dolor y soltó con un respingo la herramienta.

    Esperó pacientemente hasta que su mano cesó de punzar y luego asestó un fuerte golpe al extremo sobresaliente del tubo. Este se metió en el boquete y veinte centímetros de él asomaron por el otro lado del motor. Resultaba casi como hacer rodar una bola. Con atinada puntería, Pendrake golpeó por el otro extremo el tubo, el cual volvió rápidamente a su anterior posición, quedando sólo veinticinco milímetros de él dentro del boquete y girando como el eje de una turbina de vapor, excepto que no producía ni un rumor de sonido, ni el más débil silbido o siseo.

    Con los labios fruncidos, Pendrake se puso en cuclillas. El motor no era perfecto. La facilidad con que el tubo, y antes el trozo de madera, habían sido metidos y sacados significaba que se precisaba un encaje o engranaje. Algo que se mantuviese firme a elevadas velocidades y grandes tensiones. Lentamente se puso en pie, decidido ya, y dispuso el artefacto que había mandado construir en el establecimiento de maquinaria. Le llevó varios minutos el ajustar la roldana-mordaza a la debida altura. Pero tuvo paciencia.

    Finalmente manipuló la palanca de control. Fascinado contempló las dos mitades de la roldana pegarse al tubo de veinticinco milímetros, asirlo y comenzar a girar. Sintió difundirse el calor por todo su cuerpo. Era el más dulce placer que en todos aquellos largos años había experimentado. Suavemente, Pendrake tiró de la roldana-mordaza, intentando atraerla hacia sí al suelo. Pero el artefacto no se movió. Frunció el entrecejo ante el hecho. Sintió la sensación de que la máquina era demasiado pesada para presiones delicadas. Se necesitaba músculo allí, y sin tasa. Cobrando ánimo, comenzó a tirar con energía.

    Luego se recordó saliendo despedido de espaldas a la puerta, en su esfuerzo por apartarse. Tuvo una imagen mental de los clavos de sujeción saltando cuando el motor se volcaba en su dirección. Y en el siguiente instante el motor se elevó, ascendió ligeramente del suelo, de alguna incomprensible manera. Y girando lentamente, como una hélice, cayó luego pesadamente sobre la roldana-mordaza.

    El entarimado del suelo se astilló con estrépito, y el cemento bajo él, que era el piso original del garaje, se resquebrajó con rechinante ruido al abatirse contra él la roldana-mordaza mil cuatrocientas veces por minuto. El metal chilló atormentado y se destrozó en granizada de muerte. La confusión de ruido y polvo y cemento pulverizado y metal se convirtió en breves instantes en espantoso ambiente para la aturdida mente de Pendrake.

    El silencio serpeó sobre la escena, como la noche siguiendo a un día de batalla; un silencio intenso, antinatural. Había sangre en un costado tembloroso de Dandy, que brotaba de un chirlo producido por algún trozo de metal. Pendrake se puso en pie, tranquilizando al tembloroso caballo y comprobando la magnitud de la destrucción. Vio que el motor yacía frente a él al parecer inafectado por su propia violencia. Allá estaba, gris-azulado y reluciente a la luz de la lámpara eléctrica que milagrosamente no había sido alcanzada.

    Le llevó media hora el encontrar todos los pedazos de lo que había sido la roldana-mordaza y, reuniéndolos uno por uno, se los llevó dentro de la casa. El primer experimento auténtico con el motor se había efectuado. Y con éxito, decidió.

    Sentóse en la oscuridad de la cocina, en vela. Los minutos fueron transcurriendo. Y aún no había movimiento alguno afuera. Pendrake suspiró finalmente. Parecía evidente que nadie se había dado cuenta del cataclismo en su garaje. O si se habían dado cuenta, no eran curiosos. El motor estaba todavía a salvo.

    Al aflojarse su tensión se dio cuenta de lo solitario que estaba. Súbitamente, el mismo sosiego del silencio le oprimió. Tuvo la brusca y amarga convicción de que su victoria en curso sobre el motor no iba a servir de diversión alguna a un hombre apartado del mundo por la melancolía de su carácter. "Tengo que ir a verla", pensó vagamente.

    No…, ello no serviría. Leonor había adquirido un impulso emotivo en una dirección dada. No valdría de nada el ir a verla. Mas había otra posibilidad.

    Pendrake se puso su sombrero y salió a la noche, yendo en derechura a la cabina telefónica que estaba en la esquina de la droguería.

    -¿Está Mrs. Pendrake en casa -preguntó cuando respondieron a su llamada.

    -¡Sí, claro!-La voz profunda de la mujer indicaba que por lo menos había una nueva sirvienta en el caserón. No era una voz familiar-. Espere un momento.

    Pocos segundos después la magnífica voz de contralto de Leonor, decía:

    -Mrs. Pendrake al habla.

    -Leonor, aquí Jim.

    -¿Ah, sí? -Pendrake sonrió desvaídamente ante el ligero cambio en la voz de ella, el tono defensivo que de pronto mostraba.

    -Quiero volver, Leonor-dijo él suavemente.

    Un silencio, y luego… ¡click!

    De nuevo en la noche, Pendrake miró al cielo estrellado. El firmamento era de oscuro azul. Toda la parte del universo de la tierra occidental estaba instalada en la noche. Crescentville compartía con toda la costa marina del Este las sombras penumbrales del gran planeta madre. "Tal vez fuera una equivocación, pero ahora lo sabe", pensó Pendrake. La mente de ella probablemente había ido adormeciéndose en pensamientos respecto a él. Ahora volvería a despertar, a cobrar vida.

    Atravesó a grandes zancadas el camino a su casita. Al llegar a su cercado contuvo un impulso de trepar a un árbol desde el cual era visible el caserón. Se abalanzó al césped del patio trasero y quedóse contemplando el garaje, pensando vacilantemente: "Un motor que gira cualquier cosa encajada en su inductor o que, si resiste; lo destrozaría con la facilidad de una potencia ilimitada… Un motor a través del cual puede ser empujado un eje, pero no tirado de él. Lo cual significa que la hélice de un avión necesita únicamente ser sujeta a una barra de metales graduados…, graduados de acuerdo con el peso atómico y densidad."

    Alguien estaba llamando a la puerta delantera de la casa campestre. Pendrake se puso en pie de un salto, alarmado instantáneamente. Pero sólo era un muchacho con un telegrama que decía:

    Modelo cabina Puma se librará aeropuerto Dormantown mañana. Stop. Tirantes y controles especiales motor instalados como encargado. Stop. Construcción aleación magnesio y aerogel plástico. Stop.

    Compañía Aviación Atlántic.

    Estuvo allí al siguiente día para hacerse cargo de la entrega. Había alquilado un hangar en el extremo del campo y hecho descargar en su interior el avión transportado en un gran remolque. Una vez se fueron los hombres encargados de la entrega, cerró y echó el pestillo a las puertas. Al alba del día siguiente condujo allá el motor y comenzó la laboriosa tarea de instalarlo con el material que había comprado a tal fin. Llevó tiempo a un hombre con un solo brazo, pero él era persistente y remató la labor. Aquella noche durmió en el hangar y se levantó cuando la primera luz del día se filtró por debajo de la puerta. Había llevado elementos para el desayuno, y se hizo el café y comió rápidamente. Luego abrió las puertas del hangar y rodó afuera el avión.

    Hizo un simple vuelo de prueba, no elevándose más que a mil seiscientos metros y a una velocidad no superior a las 175 millas por hora. Resultaba desconcertante no producir ningún ruido de motor, por lo que descendió con inquietud, preguntándose si alguien habría notado aquella singularidad. Supuso que aun cuando no hubiese sucedido esta vez, tarde o temprano lo observarían y se comentaría sobre aquel motor silencioso. Y cada día que pasara, cada hora que se aferrase a su secreto, su posición moral se tornaría peor. Aquel motor pertenecía a alguien. Le pertenecía y lo quería. Debía decidirse al instante y de una vez por todas si anunciar o no su posesión de él. Ya era hora de tomar una resolución.

    Se halló frunciendo el entrecejo a los cuatro hombres que se dirigían hacia él a lo largo de la línea de sombra. Dos llevaban una gran caja de herramientas, y uno empujaba una vagoneta que contenía otro material. El grupo se detuvo a unos quince metros del avión de Pendrake. Luego se adelantó uno de sus componentes, hurgando su bolsillo, y golpeó con los nudillos la puerta de la cabina.

    -¡Deseo preguntarle algo! -voceó.

    Pendrake vaciló, maldiciendo en silencio. Le habían asegurado que nadie más había alquilado un hangar en aquel extremo del campo y que los grandes cobertizos próximos estaban vacíos, destinados sólo a ser utilizados en años futuros. Impaciente, activó la palanca y abrió la puerta.

    -¿Qué…?-comenzó, pero se detuvo al punto, un tanto perplejo al posar la mirada en el revólver con que una recia mano le apuntaba. Luego miró una cara que -ahora lo vio con sobresalto- estaba cubierta con una máscara de carne.

    -¡Salga de ahí! -conminó el del revólver quien al saltar Pendrake a tierra se echó atrás cautelosamente, mientras se adelantaban los otros con su caja de herramientas y su vagoneta. Metieron seguidamente sus artefactos en el avión y treparon a él. El hombre con el arma se detuvo en el umbral de la portezuela, sacó un paquete del bolsillo interior de su chaqueta y lo arrojó a los pies de Pendrake.

    -Eso le resarcirá por el avión -dijo-. Y recuerde esto. Únicamente lograría usted cubrirse de ridículo si prosigue este asunto. Este motor se encuentra en fase experimental. Queremos explorar todas sus posibilidades antes de solicitar una patente y no deseamos tener simples patentes secundarias, mejoras ni cuanto estorbe a nuestro desarrollo del invento. Eso es todo.

    El avión comenzó a moverse y se elevó rápidamente, convirtiéndose luego en una mota en el firmamento occidental y sumergiéndose en la azul calina de la distancia. El pensamiento que finalmente asaltó a Pendrake fue que su decisión había sido tomada por él.

    Creció su sensación de pérdida a la par que la de su impotencia, no sabiendo qué hacer ahora. Durante un rato contempló despegar y aterrizar a los aviones locales, pero al cabo de unos minutos se encontró aún sin plan ni propósito alguno.

    Podía irse a casa. Se imaginó entrando en ella furtivamente como un perro zurrado, y con los largos, larguísimos días aún ante él. O bien -el oscuro pensamiento prendió en su cerebro-podía acudir a la policía. El impulso se ahondó y recordó el paquete que le habían arrojado a los pies. Se detuvo, lo recogió del cemento lo abrió y contó los billetes verdes de su interior. Al acabar, en su rostro se dibujó una desvaída sonrisa. Cien dólares más de lo que había él pagado por el Puma.

    Mas era una venta forzosa y por lo tanto no valía. Con brusca decisión, Pendrake puso en marcha el motor de su camión prestado y se dirigió a la comisaría de policía del Estado sita en Dormantown. Sus dudas volvieron a la carrera cuando el sargento de policía anotó gravemente su denuncia.

    -¿Dice usted que encontró el motor? -El policía mencionó finalmente este extremo.

    -Sí.

    -¿Informó sobre su hallazgo a la comisaría de Crescentville?

    Pendrake vaciló. Era imposible explicar la manera instintiva en que había encubierto la posesión del motor, sin tenerlo como evidencia de cuán insólito era el hallazgo. Por fin dijo:

    -Al principio pensé que era un trozo de chatarra. Cuando descubrí que no lo era me enteré rápidamente de que no había sido informada tal pérdida. Por lo tanto me atuve a la ley de que tales hallazgos pertenecen a quien los encuentra.

    -¿Pero ahora lo tienen los verdaderos propietarios?

    -Así lo diría -admitió Pendrake-. Pero su empleo de armas, su secreto y la manera en que me obligaron a que les vendiese el avión me convencen de que debería investigarse el asunto.

    El policía tomó nota y dijo luego:

    -¿Puede usted proporcionarme el número de fabricación del motor?

    Pendrake gimió y salió finalmente al día que se abrillantaba, con la sensación de que había disparado un proyectil que no había estallado, a una noche impenetrable. Llegó a Washington en el avión de la mañana procedente de Dormantown y se dirigió seguidamente a la oficina de Hoskins, Baker y Hoskins, procuradores de patentes. Un momento después de que hiciera anunciar su nombre apareció por una puerta un delgado y elegante joven, quien atravesó a grandes zancadas la antesala. Ignorando la perplejidad del empleado de recepción, exclamó con voz penetrante:

    -¡El hombre de acero de las Fuerzas Aéreas!… Jim, yo…

    Se detuvo. Sus azules ojos se dilataron. Algo de color desapareció de sus mejillas al posar la mirada con aire afligido en la vacía manga de Pendrake, al que silenciosamente empujó a su despacho particular.

    -¡El hombre que arrancaba puertas con los pestillos cuando estaba en apuros y lo trituraba todo en sus manos cuando se excitaba… -murmuró. Se sacudió con esfuerzo el abatimiento y añadió en voz alta-: ¿Cómo está Leonor, Jim?

    Pendrake ya sabía que el comienzo iba a ser arduo,

    y con tanta brevedad como le fue posible explicó:

    -Ya sabes cómo era ella. Tenía ese trabajo en el departamento de investigaciones de la Enciclopedia Hilliard, una existencia al margen del mundo, de la que la saqué yo, y… -Se detuvo, se encogió de hombros finalmente y prosiguió-: Y después descubrió como fuese lo de esas otras mujeres… No sé quién se lo diría. Me enseñó una carta y me preguntó si era verdad.

    Hoskins dijo suavemente:

    -Estuvimos en China durante tres años. Yo tuve una docena de mujeres en mi estancia allá; un par de ellas eran muy lindas por cierto… Me hubiese casado con alguna de ellas, de no haberlo estado ya. ¿Qué decía la carta y de quién era?

    -No la leí-respondió Pendrake. Suspiró-. No sé por qué caí con Leonor. Debió haberme recordado a mi madre o algo así. Ella tenía un poder que hacía parecer insignificantes las demás mujeres. Pero ahora ya no importa eso.

    Y sin preámbulo se lanzó a una detallada explicación sobre el motor. Para cuando llegó al final de su relato, Hoskins estaba paseándose de un lado a otro del despacho.

    -Un grupo secreto con un invento mecánico nuevo y maravilloso. Jim, eso me parece muy gordo. Estoy bien relacionado con las Fuerzas Aéreas y conozco al comisario Blakeley. Pero no hay tiempo que perder. ¿Tienes mucho dinero?

    Pendrake vaciló.

    -Depende de lo que llames mucho.

    -Quiero decir que no podemos perder tiempo en expedienteo. ¿Puedes disponer de cinco mil dólares para la cámara de imágenes electrónica? Ya sabes, la que fue inventada justamente al final de la guerra con China. Acaso recuperes el dinero, o acaso no. Lo importante es que vayas a esa ladera de la colina donde encontraste el motor y fotografíes los electrones del suelo. Hemos de tener un retrato de esa máquina para convencer al tipo de cínico que ha vuelto a mostrarse en la ciudad, al individuo que no quiere creer en nada que no ve y escurre el bulto si no se le puede enseñar.

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