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Resumen del libro de La Bestia, de A. E. Van Vogt (página 3)



Partes: 1, 2, 3, 4

-Le parecía que ahora no le podía ser negada cuando menos la información.

Ella había estado en pie ante el ventanal de la gran sala y, volviéndose ahora, se dirigió adonde estaba él y le rodeó con sus brazos, besándole ligeramente en los labios. Luego se inclinó hacia atrás y movió la cabeza, dibujándose en su rostro una tenue sonrisa festiva.

Una reacción de furia estalló en el cerebro de Pendrake. Se dio cuenta vagamente al apartarse del abrazo de ella de que lo fulgurante de su ira denotaba cuán de punta se habían puesto sus nervios durante aquellas semanas.

-¡Debieras habérmelo dicho! -barbotó-. ¿Cómo puedo siquiera pensar a menos que sepa más? ¿Es que no ves, Aurelia…?

Se detuvo. En su rostro seguía la misma expresión divertida. Aplacóse algo la cólera de él, pero se sintió afectado y vagamente insultado al hablar de nuevo:

-Supongo que sabes que nadie sino Jefferson Dayles puede haber enviado a esas asesinas. Si sabes el qué y el porqué, dímelo para que pueda empezar a imaginar una salida.

-No hay nada que imaginar-respondió ella-. Podríamos estar confinados tan bien aquí como en cualquier otra parte.

-¿Estás loca? replicó Pendrake mirándola fijamente. Repentinamente se sintió salir de quicio y gritó-: Te oí por casualidad en esa reunión.

La sonrisa se borró del rostro de ella.

-¿Qué reunión?-preguntó inquisitivamente.

Se lo dijo él y pareció preocupada.

-¿Qué fue lo que oíste?

-Dijiste algo sobre que debía ser hecho un cambio. ¿Qué significa eso? ¿Un cambio en qué?

La expresión de ella varió de nuevo, desapareciendo ahora la preocupación.

-Creo que no oíste mucho. El cambio está en ti. Es todo cuanto te diré.

Él le hizo un ademán con la mano, como si estuviese tanteando en la oscuridad.

-Ya me dijiste tanto como eso. ¿Por qué no decirme más?

De nuevo apareció la expresión divertida en el rostro de ella.

-No te he dicho nada-respondió. Fue a él, volvió a rodearle con sus brazos y alzó su mirada de ojos inteligentes y serenos y amablemente sonrientes- Jim -añadió-, el cambio se produce con mayor rapidez cuando estás bajo una tensión…, y lo estás, ¿no es asi? -Cambió de tono-. Lo has pasado bien, ¿verdad, Jim? Dos años de inconturbado placer…

Él estaba demasiado enojado como para considerar la verdad de aquello y restalló:

-Según lo que he oído, ni siquiera eres mi esposa.

-Por lo que te dotamos de una compañera -respondió ella-. Debes admitir que todo fue libre. De hecho, has sido bien pagado.

En su estado de ánimo, estas palabras le sonaron como un insulto final.

-No soy el tipo de "gígolo"-espetó, y girando sobre sus talones abandonó la habitación.

Sentía haber acabado completamente con ella. Aquella noche, tras haberse acostado, Aurelia dijo:

-Podemos permanecer aquí durante meses. ¿Vas a estar distanciado durante todo ese tiempo?

Pendrake se volvió de costado y miró la cama gemela donde ella estaba, replicando ásperamente:

-¿Meses?-Se sentía desconcertado. Probablemente llegaría un momento en que acabaría la prisión… por una razón que ella sabía. Se calmó haciendo un esfuerzo-. ¿No vas a decirme nada?-preguntó.

-No.

-¿Pero te gustaría representar el hogar todo el tiempo?

-Como siempre.

Movió él la cabeza, sin poderse decidir a enojarse, por lo que no era enteramente un rechazo.

-Lo pensaré-respondió lentamente-, pero acaso sepas que un hombre no está construido para quedar cruzado de brazos en una situación como ésta. Por lo menos, yo no.

-Haz como sientes sobre el particular -fue la respuesta de ella-, pero no seas inamistoso.

Jim la miró con aire desgraciado.

-Si cedo a ese pensamiento-dijo-, me convertiré en un indolente y soñador lotófago, dejando transcurrir los días y las semanas en un idilio sexual.

-No es ésa la peor cosa que podría ocurrir-Ella rió quedamente-. ¿O sí?

-Ahora habla el lotófago-replicó él-. ¿Qué hay de mi auténtica esposa?

En las mejillas de Aurelia asomó una pincelada de rubor, y al hablar lo hizo en tono sutilmente defensivo:

-No me decidí a comprometerme a esa relación hasta haber establecido nosotros que tú y ella habiais estado viviendo juntos durante años. Creo -añadió- que tu mujer decidió permitir que se reanudara la vida conyugal, pero hasta ahora no ha sucedido.

Pendrake, que había formulado sus preguntas indiferente -aquella… otra vida… era irreal-, volvió a mirar a Aurelia, quien había vuelto a su expresión libre de cuidados, pues volvía a sonreír.

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El verano fue discurriendo soñadoramente. Tal como él lo había esperado, se tornó inquieto. Mas no fue hasta el asomo del otoño que Pendrake determinó finalmente que era hora ya de despertarse. Pendrake manoseó la piedra. Buscaba con tanta intensidad la contingencia, que le tembló la mano. Se alarmó, temiendo traicionarse, y se pegó más al aterciopelado césped en el que se hallaba tendido, rodeado por sus siete femeninas guardianes.

La piedra tenía cincuenta milímetros de diámetro, cincuenta milímetros de inerte roca. Sin embargo en su pequeña masa se hallaba contenida tanta de su esperanza, que sintió un ramalazo de estremecimiento. No obstante, se calmó gradualmente y se dispuso a esperar a los muchachos. Cada sábado, desde que con el comienzo de septiembre habían empezado también los cursos escolares, había oído sus estridentes voces en aquella hora del día. El sonido provenía del otro lado de una arboleda que ocultaba a su mirada la valla de hierro que rodeaba completamente la finca, que constituía su penitenciaría personal.

Árboles y valla les separaban de él, y a él de todo el mundo. No había ni soñado que la fuga pudiera requerir tanto planeamiento, un proyecto tan complicado y dos meses de espera sin acontecimientos. Durante esos meses había dejado de preguntarse por qué no

venía nadie de su oficina a preguntar por él; indudablemente, algún otro debía ocupar la gerencia. Había cesado también de intentar ser serio con Aurelia. Ella no se saldría con la suya.

Era una mala situación. Dentro de unos minutos.

Pero había llegado el momento. Quieto y en tensión examinó sus probabilidades.

Dos de las mujeres se hallaban indolentemente recostadas cuatro metros a su derecha.

Los chicos pasarían con sus cañas de pescar en dirección a los regatos río arriba. Y él no tenía plan alguno en el que fiar, excepto el suyo propio… ¿Qué había sido eso?

Tenso, se percató de que era una tenue vibración de risa muchachil a lo lejos.

Otras tres estaban repantigadas a cosa de tres metros a su izquierda, y algo a su espalda.

No sentía predisposición alguna a subestimarlas. No dudaba de que le habían asignado guardianes lo bastante fuertes como para dominar a hombres corrientes. De las dos mujeres restantes, una estaba en pie directamente tras él a una distancia de unos tres metros y la otra a unos dos, directamente también entre él y los elevados árboles que ocultaban la valla cerca de la cual pasaban los chicos. El ahumado gris de los ojos de aquella poderosa criatura era inexpresivo, como si su mente se hallase lejos de allí. Pero Pendrake sabía que era una máquina de Jefferson Dayles y la cosa más peligrosa de su horizonte.

La mescolanza de sonido que precedía a los muchachos se aproximaba.

Pendrake sintió el latir de sus sienes al meter la mano con deliberada pausa en el bolsillo y sacar de él un cristal de vidrio. Lo tuvo en sus dedos, dejando que los rayos del sol asaetearan de fuego sus profundidades, y el pequeño objeto fulguró al lanzarlo al aire. Al recogerlo, venteando su brillante luminosidad, tuvo conciencia preternatural de ojos posados en él, de sus guardianes vigilándole no con recelo, pero sí alertas Por tres veces lanzó su vidrio Pendrake a cierta altura, y luego, como cansado bruscamente del juego, lo arrojó al suelo, a la distancia de un brazo. Allá quedó el cristal destellando al sol, el más brillante objeto de su vecindad.

Había dado mucha importancia a aquel vidrio cristalino. Era evidente que ninguna de las guardianes podría mantener una concentrada vigilancia de su persona. De las siete, debía suponer que tres le lanzaban una atenta ojeada en un momento dado. Y cuando finalmente se moviera, hasta ellas deberían mirar dos veces, pues el fulgor del cristal confundiría su visión, perturbando a la par sus imágenes mentales de lo que realmente estaba haciendo.

Ésta era la teoría…, y los chicos estaban más cerca

Sus voces subían y bajaban de diapasón en alegre parloteo, ora jactanciosas, ora concordantes, o bien dominando una de cuando en cuando a todas las demás o hablando todas al mismo tiempo. No podía uno suponerse cuántos muchachos formaban la pandilla. Pero eran realidades físicas, la presencia que necesitaba para llevar a cabo su plan de fuga.

Pendrake sacó un libro de su bolsillo izquierdo. Lo abrió ociosamente no en la página marcada, sino ojeándolo acá y allá, haciendo tiempo para dar a las mujeres los segundos necesarios de ajustar sus mentes al hecho inmensamente normal de que iba a leer. Esperó un momento más. Y luego… dejó el libro sobre el césped con su extremo superior apretado contra la piedra.

Lo abrió ahora resueltamente por la página marcada con una hoja de papel de cartas. A las guardianes la carta debía parecerles exactamente igual a los trozos de papel que había empleado los dos meses pasados para tomar notas. Y hasta estaba en blanco.

A pesar de su determinación de acabar con un intolerable confinamiento, no tenía realmente nada que decir a ninguna autoridad local. Hasta que supiera lo que estaba implicado en aquel desgraciado asunto, el problema era suyo. Una vez fuera, podría tratarlo a su modo. Se sentía muy capaz.

Hubo un removerse a su derecha. Pendrake no levantó la vista, pero le desfalleció el corazón. Las dos mujeres de quienes esperaba el mínimo de interferencia estaban comenzando a mostrar vida. ¡Maldita suerte!

Mas ya no podía haber demora alguna. Sus dedos tocaron la blanca misiva, y sudando la sacó del libro, poniéndola directamente encima de la piedra. La hoja, provista de unas gomas, quedó rápidamente sujeta a ella.

Con un alarido -para sobresaltar a las mujeres- se puso en pie de un brinco y lanzó con toda su fuerza la piedra portadora de su blanca carga.

No tuvo tiempo de recobrar el equilibrio para protegerse. Dos cuerpos le chocaron simultáneamente de ángulos diferentes, arrojándole a cuatro metros. Pendrake quedó tendido donde cayó, aturdido por el golpe, pero consciente de no estar herido. Oyó restallantes órdenes a la jefe, la mujerona que había estado en pie frente a él:

-Carla Marian, Jane…, a la casa… Tomen los "jeeps" y corten el camino de la ciudad a esos chicos. ¡Aprisa, Rhoda! Vaya a la puerta, ábrasela a ellas. Nancy, usted y yo franquearemos esa valla y daremos caza a los chicos y nos haremos con esa carta. Olivia, usted se quedará aquí con Mr. Pendrake.

Pendrake oyó el sonido de pisadas al ir corriendo las guardianes. Esperó. Había que darles tiempo y también de que franquearan la valla Nancy y la jefe. Y luego… segundo paso.

Al cabo de dos minutos comenzó a gemir y se incorporó sentado. Vio que la mujer le estaba contemplando. Olivia era una mujer hermosa, aunque más bien corpulenta, de boca delgada. Acudió diciendo:

-¿Necesita alguna ayuda, Mr. Pendrake?

¡Mister Pendrake! Aquella gente, con su cortés solicitud, le estaba volviendo tarumba. Estaba encerrado ilegalmente. Sin embargo, era bien tratado. Pero si alguna vez había de escapar, ésta era la ocasión. No podría repetir un truco para zafarse de sus guardianes. Pendrake fingió esforzarse por apoyarse sobre una rodilla, moviendo entonces la cabeza como si aún estuviera aturdido, y finalmente murmuró:

-Deme una mano.

Realmente no contaba con que la mujer lo hiciera aunque estaba dentro de lo posible, vista la consideración que todas le tenían.

Y, en efecto, lo hizo. La mujer fue adonde él estaba y se inclinó para ayudarle. Pendrake se distendió como un resorte, despiadado en el instante del golpe. Aquellas mujeres, con sus armas y su endurecida inhumanidad, pedían jaleo. Un fulminante uno-dos a la mandíbula acabó la contienda en el primer asalto.

Olivia se derrumbó como un tronco. Con el mayor desembarazo, como si estuviese habiéndoselas con un hombre, Pendrake dio la vuelta al cuerpo caído, sacó de su bolsillo una de las mordazas que había preparado y la ató a la boca de la mujer.

De manera más pausada ahora, pero sin escatimar esfuerzo, Pendrake comenzó a desenrollar el cordel que llevaba en la cintura y, como la mujer se retorciera algo, la ató debidamente, operación que requirió unos tres minutos.

Seguidamente se puso en pie, algo tembloroso, pero sereno. No perdió tiempo en echar otra mirada a su prisionera, sino que se alejó de ella a grandes zancadas, manteniéndose un rato paralelamente a la valla. Finalmente se metió en la arboleda, escudriñó el terreno más allá de la valla y lo vio tal como lo recordaba densamente boscoso. Pendrake se aproximó a la valla y comenzó a escalarla. No resultaba difícil hacerlo. Tal y como lo descubriera en su primer intento de hacía dos meses. Era casi como izarse por una cuerda.

Llegó arriba y se incorporó ávidamente sobre las puntas de lanza de la valla. Después se dio cuenta de su excesivo anhelo pues resbaló. Y seguidamente cometió un segundo error: el instintivo de tratar de protegerse ciegamente. Al caer, una de las lanzas se clavó en su antebrazo derecho, justamente bajo el codo, atravesándoselo. Quedó colgado, con el brazo ensartado. El dolor le recorrió todo el cuerpo, y algo caliente, salado y viscoso chorreó contra su boca y en sus ojos, cegándole de horror.

Durante unos segundos no hubo nada más.

Ahora se estaba alzando. Era la primera cosa que Pendrake supo de su desgarradora angustia. Izándose con su brazo izquierdo y simultáneamente intentando arrancar su antebrazo derecho a la torpe punta de lanza que lo había atravesado.

¡Alzándose! ¡Y lográndolo! ¡Consiguiéndolo! Mascullando algo entre dientes, cayó abajo desde una altura de seis metros y medio.

El golpe con el suelo fue violento. Los músculos de su cuerpo vibraron de dolor como cuerdas de una guitarra, y sintió los huesos como triturados por un mazo de sesenta y seis mil trillones de toneladas que era la Tierra. Se desplomó e se incorporó nuevamente como una bestia malherida, por el mismo impulso de los nervios de su quebrantado cuerpo. ¡Había que salir de allí! ¡Escapar! Seguramente ellas estarían ya volviendo, buscándole. ¡Afuera! ¡Seguir andando!

No tuvo conciencia de nada más hasta llegar al río. El agua estaba caliente, pero con tibieza otoñal. Se mojó los ardientes labios resecos y se enjugó los febriles ojos. Se lavó la cara y luego se quitó con esfuerzo la chaqueta, bañando su brazo en el agua, que se tornó roja. La sangre fluía y borboteaba de una herida tan abierta y terrible que se tambaleó, echándose atrás a tiempo sobre la hermosa ribera.

No supo cuánto tiempo yació tendido allí. Pero finalmente pensó: "¡Torniquete o morir!" Con un esfuerzo de voluntad tanto como de energía desgarró por el hombro la empapada y sangrienta manga de la camisa y vendó con ella la parte superior de su brazo. La retorció con el extremo de una rama rota, haciéndolo tan apretadamente que le dolieron los músculos. La sangre quedó atajada.

Se puso tambaleante en pie y comenzó a seguir el curso del río. Ésa había sido su primera intención y ahora lo recordaba. Era más fácil seguir un camino previamente escogido que pensar en otro nuevo. Pasó el tiempo. No sabría decir cuándo le cruzó la idea de que no debía ir directamente al Banco, pero tropezó con alguien en su recorrido y le dijo:

-¡Tengo el brazo herido! ¿Sabe dónde vive el doctor más próximo?

Debió haber habido una respuesta porque, tras otro lapso de inestimable tiempo, estuvo andando a lo largo de una calle abovedada de follaje otoñal. A intervalos se daba cuenta de estar buscando una placa con un nombre. Toda sensibilidad había desaparecido hacia tiempo de su brazo, el cual pendía inerte, inválido.

Se sintió más débil y dominado por abrumador cansancio. Tocó el torniquete intentando asegurarse de que no se aflojaba, dejando que brotase la sangre que aún le quedaba, y luego subió de rodillas unas escaleras.

-¡Cristo! -oyó exclamar a una voz de hombre-. ¿Qué es esto?

Había un boquete a través del cual penetraba una voz a intervalos, y luego se encontró en un automóvil oyendo la misma voz en diapasón creciente y menguante en sus oídos, que decía:

-¡Increíble estúpido, sea quién sea usted! Ha tenido este torniquete durante una hora cuando menos. ¿Es que ignoraba que los torniquetes deben ser aflojados cada quince minutos para dejar fluir la sangre?… El brazo debe tener sangre para mantenerse vivo. ¡Ahora no queda otro remedio sino amputarlo! Pendrake se despertó de súbito y, volviendo la cabeza, miró embotadamente el muñón de su brazo. Tenía todo el hombro alzado en una especie de red, hallándose desnudo y bien visible el brazo, sobre el cual derramaba calor una lámpara de rayos infrarrojos que producían una agradable sensación en el resto nada dolorido.

No sangraba ya, y de él salía una especie de excrecencia carnosa y rosa que parecía como parte desgajada del destrozado brazo, y la cual, por la razón que fuese, no había sido cortada. Reparó en que tenía una forma.

Siguió mirando y mirando, y recordó un certificado militar que había leído: "Necesaria la amputación de brazo por…"

Intentando resolver el enigma, se quedó dormido.

En la lejanía, una voz de hombre estaba diciendo:

-No cabe ya duda alguna. Un nuevo brazo está creciendo en el lugar del arrancado. Hemos estado haciendo una pequeña labor quirúrgica… y, como dije a Pentry, que me cuelguen si no creo que el brote es básicamente tan sano como para proseguir sin atención médica. Pasarán varios días antes de que el paciente recobre la conciencia total. Traumatismo, claro.

La voz se desvaneció y volvió de nuevo:

-Todo-potente…, células todo-potentes. Siempre hemos sabido, desde luego, que cada célula humana tiene la~enie en sí la forma de un cuerpo completo; en algún tiempo del remoto pasado adoptó, al parecer, el cuerpo el sistema más simple de reparar tejidos dañados.

Hubo una pausa. Pendrake tuvo la clara impresión de que alguien se estaba frotando satisfecho las manos. Una segunda yoz de hombre murmuró algo inaudible, y luego la primera prosiguió resonante:

-No ha habido indicio alguno hasta ahora para poder identificarlo. El doctor Philipson, que lo trajo aquí, no le vio nunca anteriormente. Desde luego mucha gente de las ciudades Grande y Media viven en el distrito de Alcina, pero… no, no daremos publicidad alguna al caso. Primero hemos de atender a los futuros desarrollos de ese brazo. Sí, le telefonearé a usted.

La murmurante segunda voz dijo algo, y luego hubo el ruido de una puerta al cerrarse.

Se tendió el sueño como un manto de olvido.

Al despertarse de nuevo, no supo dónde estaba.

Se dio cuenta cuando una enfermera, al notar que estaba despierto, llamó al doctor. Entró éste, seguido por una segunda enfermera con un cuaderno de apuntes en la mano. El doctor tomó asiento con expresión satisfecha y dijo con tono campechano:

-Y ahora, señor, ¿cuál es su nombre?

El de la cama le miró perplejo:

-¿Mi qué?

Desapareció algo de la jovial animación del doctor, cuya voz fue más suave al decir:

-¿Cómo se llama usted? Ya sabe… Su nombre…

El innominado ser del lecho permaneció quedo. No tenía dificultad alguna en comprender. Sin necesidad de pensarlo, sabía que su interpelante era el doctor James Trevor, y que eso era un nombre. Finalmente movió la cabeza.

-¡Pruébelo!-instó el doctor-. ¡Trate de recordar!

Un hilo de sudor recorrió el rostro de Pendrake, y sintió en todo su cuerpo enjuto y recio recogerse la tensión de un enorme esfuerzo, y luego un súbito dolor agudo en su brazo. De muy vaga manera se daba cuenta de la presencia de su almidonada enfermera, y de la otra vestida de blanco también de pies a cabeza, con su bolígrafo apuntando sobre un cuaderno de notas, de la oscura noche tras la ventana.

Despejó el dolor de su mente y con todas las fuerzas de ella pugnó por penetrar en el borroso revoltijo que había como una densa nube en su memoria. Imágenes cobraron una vaga forma, informes pensamientos y sombras de recuerdos de días indeciblemente confusos. No era un recuerdo, sino un recuerdo de recuerdo. Se encontraba aislado en un islote de impresiones del momento, y el terrible mar de confusión que le rodeaba remontaba su marea cada minuto, cada segundo.

Jadeando, dejó que la presión del esfuerzo y la pugna se aflojaran en su interior y, mirando con desamparo al doctor, dijo simplemente:

-Es inútil. Hay algo sobre una valla de hierro y… ¿qué ciudad es ésta?… Acaso eso pudiera ayudar…

-Ciudad Media -dijo el doctor. Sus pardos ojos examinaban estrechamente a Pendrake. Mas éste movió la cabeza en gesto denegatorio.

-¿Qué hay sobre Gran Ciudad?-preguntó el doctor-. Se encuentra a unas cuarenta millas de ésta. El doctor Philipson le trajo a usted de Alcina a Ciudad Media porque conoce los hospitales de aquí.-Lentamente repitió-: ¡Gran Ciudad!

Por un momento pareció haber una borrosa familiaridad. Mas luego Pendrake movió la cabeza. Detuvo el fatigado movimiento al asaltarle una idea.

-Doctor, ¿cómo es que puedo usar el lenguaje, cuando todo lo demás es tan confuso?

El doctor le miró con el entrecejo fruncido y sin sonreír.

-No se hallará usted en disposición de hablar en unos cuantos días, a menos que ocupe cada posible minuto en leer y charlar, sólo para mantener activos esos particulares reflejos condicionados.

Se dio cuenta de que el doctor se volvía a medias de él, dirigiéndose a las dos enfermeras.

-Quiero un detallado informe mecanografiado con el historial completo del caso del paciente de lo que hasta ahora sabemos. Traigan una radio aquí y -volvióse de nuevo al lecho sonriendo oscuramente- téngala usted funcionando. Si nadie habla, escuche usted

los seriales. Y cuando no esté usted escuchando o durmiendo, lea en voz alta.

-¿Y qué pasa si no lo hago?-dijo Pendrake con labios secos-. ¿Por qué he de hacer eso?

La voz del doctor fue grave al responder:

-Porque si no lo hace, su cerebro se volverá tan vacío como el de un niño recién nacido. Puede haber -vaciló-otras reacciones, pero no sé cuáles. Sabemos que está usted olvidando su pasado a una velocidad alarmante. Razonamos que, de ordinario, las células del cuerpo y del cerebro humano se encuentran en continuo estado de ser usadas y reparadas. Cada hora, cada día, nuestros billones de células de la memoria experimentan esa restauración; y, al parecer, en la compostura no queda dañada la pequeña onda de memoria acumulada eléctricamente. A la larga, sin duda, el reemplazamiento de tejido disminuye la memoria. Pero con usted es distinto. Usted tiene en este instante células todo-potentes. En vez de ser reparadas, las células de su brazo han sido reemplazadas por otras poderosas y flamantes, las cuales no saben nada de la memoria portada por las antiguas, puesto que por lo visto la memoria no es hereditaria. Si no recuerdan, no es utilizable el mecanismo transmisor de esa memoria. En consecuencia, usted posee células tan capaces potencialmente de almacenar memoria como sus células antiguas, pero todo cuanto puede reunir en ellas antes de que a su vez sean reemplazadas serán impresiones obtenidas por su mente en un período digamos de una semana o acaso un poco más. Al parecer, el progreso de todo-potencia, en cuanto comenzó en su brazo, se ha extendido a su cuerpo. Su integridad es un tanto sorprendente, puesto que los ensayos de laboratorio en gusanos planarios han establecido que los reflejos condicionados pasan al nuevo brote. Hemos de suponer que los recuerdos deben dejar tras sí cierto rastro. Pero las palabras y las acciones simples y consabidas se borran bajo el nivel de la utilidad.

-¿Pero qué es lo que he de hacer en el futuro? -preguntó Pendrake perplejo.

-Enviaremos sus huellas dactilares a Washington -repuso tranquilizadoramente el doctor-. En cuanto se establezca su identidad podremos determinar un plan continuo y reeducativo, basado en la verdad. En el ínterin haga como le he sugerido.

Pendrake miró fijamente al doctor, y mientras lo examinaba sintió a través de su excitación una sensación de interés y de cierta simpatía. "Pero está más interesado por el fenómeno que por el hombre", pensó.

También experimentaba una sensación interna de que la situación no era tan mala como anticipaba el doctor y que, una vez completado el nuevo brote, se establecería una condición de normalidad.

El nuevo hombre dijo:

-Soy el doctor Coro, Mr. Smith. Soy psicólogo y quisiera someterle a algunas pruebas. ¿De acuerdo?

El casi anónimo hombre del lecho fijó una mirada de brillantes ojos en el recién llegado. Reconocía que estaba siendo tratado como un niño, lo cual no le incomodaba. Y adivinaba, de un modo que tenía de conocimiento, que la mayoría de las pruebas no servirían con él -justamente porque no estaba clara la cosa-, como tampoco se le ocurría pensar en preguntarse cómo lo sabía.

Pero no dijo nada, limitándose a contemplar al psicólogo, quien, dado por consabido el consentimiento, extendió algunos papeles sobre la mesita de noche, tomó una silla y se sentó en ella. Era un hombre de recia complexión, de modales firmes, pero afables, y explicó pacientemente que había hablado con "su doctor, y que él creía que sería beneficioso para todos nosotros saber lo que pasa en su cerebro. ¿De acuerdo?".

De nuevo no dijo nada Pendrake. El miasma de pensamiento y de sensibilidad que emanaba del doctor Coro no permitía realmente responder otra cosa que sí. Pendrake no se opuso, pues, y quedóse simplemente a la espera.

El doctor Coro colocó una de sus hojas en un sujetapapeles que tendió juntamente con un lápiz a Pendrake.

-Esto es un laberinto -dijo-. Ahora deseo que aplique la punta del lápiz en la flecha y que halle luego el pasaje abierto a través del mismo, trazando una línea en él.

Pendrake lanzó una ojeada a la figura, vio el pasaje abierto y trazó la línea, tras lo cual devolvió el sujetapapeles al psicólogo, quien lo miró y pareció sorprenderse, pero sin decir nada lo dejó a un lado.

Tendió ahora a Pendrake una hoja con más de mil cuadrículas dispuestas en series de dos, una sobre la otra. Cada serie estaba numerada, y había quinientas noventa y cuatro. El doctor Coro dijo:

-Voy a leerle la declaración para cada uno de esos números. Si esa declaración le parece apropiada a usted, es decir, correcta para usted, ponga una X en el cuadrado superior. De no parecerle concordante, ponga la X en el cuadrado inferior. La declaración para el número uno es: "Me gustaría ser bibliotecario. ¿Es cierto o no?"

-Falso -dijo Pendrake.

-Número dos -dijo el psicólogo-: "Me gustan las revistas de mecánica. ¿Cierto o no?"

Pendrake marcó silenciosamente una X en el cuadrado "Falso". Alzó la mirada y vio que el doctor Coro le estaba contemplando.

-Asegurémonos de que comprendemos esta prueba -dijo el doctor-. ¿Quiere usted decirme por qué no desea ser bibliotecario?

-Me dieron algunos libros aquí-dijo Pendrake-, y las palabras deforman cada verdad que veo en el mundo y en los seres que me rodean. Así, pues, ¿porqué habría yo de desear tener algo que ver con libros? Además, ésa me parece una ocupación femenina.

El psicólogo entreabrió los labios como si fuese a hacer un comentario, pero pareció pensarlo mejor y, tras un instante de reflexión, dijo:

-Pero eso no se puede aplicar a las revistas de mecánica. Describen procedimientos mecánicos, y sin embargo usted marcó también la casilla de "falso". ¿Por qué?

-En esa estantería de ahí tengo una partida de libros sobre mecánica-respondió Pendrake indicándolos con su brazo izquierdo-. Son demasiado elementales. Explican cómo hacer las cosas que son evidentes.

-Comprendo-manifestó el doctor Coro, pero con voz de tono estupefacto. Vaciló y prosiguió:

-Supóngase que le encargasen la tarea de construir algo. ¿Qué le parecería?

-¿Construir qué? -preguntó Pendrake interesado.

El doctor Coro tomó su cartera de mano, de la que sacó una caja rectangular. Fue a la cama y vació el contenido de ella sobre la sábana. Eran diversas figuras de plástico verde, de varios tamaños.

-Hay aquí veintisiete piezas-dijo el psicólogo-, y existe un medio de formar con ellas un cubo. ¿Qué le parece si prueba a hacerlo?

Pendrake separó las piezas sobre la cama a fin de verlas mejor y, sin hacer una pausa, las dispuso en forma encajada hasta construir en treinta segundos un cubo que tendió al doctor Coro.

-¿Cómo lo hizo? -preguntó con voz tensa el psicólogo.

Pendrake vaciló; lo había olvidado ya y manifestó con leve tono de excusa:

-Deshágalo y déme otra vez las piezas. Esta vez observaré el método.

El doctor Coro volvió a poner en desorden las piezas sueltas sobre la cama. Veinte segundos después volvía a tenderle Pendrake el cubo compuesto, diciendo:

-Esto es mucho menos complejo que la manera en que átomos y electrones se encajan; no es un problema. Estas piezas están formadas para encajarse mutuamente, y lo que ha de hacerse sencillamente es observar cuál lo hace con la otra. Al unirlas, uno se halla limitado únicamente por la velocidad de las manos.

El psicólogo tragó saliva y finalmente, casi con miedo, preguntó:

-¿Qué quiere usted decir con eso de la manera en que átomos y electrones encajan mutuamente?

-Es una labor de enjaretado, de celosía, efectuada por billones de fulgurantes globos-comenzó Pendrake. Frunció el entrecejo y añadió tras breve pausa-: No es una buena explicación, porque realmente no explica lo que sucede. Considere esa mesa, por ejemplo…, ante la cual está usted sentado. Cuando penetro yo en el área donde las piernas tocan el suelo, veo un interesante fenómeno.

-¿Penetra?-jadeó el doctor Coro.

Y de esta manera prosiguió la prueba. Algunas horas después, cuando entró el doctor Trevor, fue recibido por un joven psicólogo sumamente pálido que dijo:

-Temo que las pruebas que traje no son apropiadas para lo que tratamos. De acuerdo con ellas, tiene un cociente de inteligencia de quinientos aproximadamente, está mentalmente o completamente sano, o completamente insano, y tiene una comprensión de las relaciones espaciales que parece operar en un nivel extraordinario. Tengo que reflexionar sobre el particular y volveré dentro de unos días.

El médico dijo que todas las pruebas debían ser efectuadas mientras seguía el proceso de desarrollo regenerativo, puesto que la estructura celular entera parecía hallarse en estado de especial excitación. Predijo que cuando dicho desarrollo quedase completado, "lo cual se produciría dentro de pocos días", se produciría un retorno a la normalidad. "Y entonces -prosiguió- hallaremos probablemente que es otra persona de promedio corriente, a la que habrá de enseñarse laboriosamente todo lo que no ha transferido desde sus minutos finales como ser todo-potente."

El doctor sacó una carta de su bolsillo, tendiéndosela a su colega, quien, tras leerla atentamente, se la devolvió.

-Así, pues, su nombre es Pendrake-dijo el doctor Coro.

Su interlocutor asintió y dijo:

-Escribiré a su mujer tan pronto como se consume su desarrollo. Después de todo, lo mejor para él, en cuanto vuelva a estar bien, será estar en manos de alguien que conozca sus antecedentes.

Pendrake dijo desde la cama:

-¿Cómo dijo usted que me llamo realmente?

Los dos doctores se volvieron y le miraron sorprendidos. Habían actuado como si estuvieran en presencia de un objeto, o cuando menos de algo que no podía pensar. Y ahora, como un niño precoz, pedía atención.

El doctor Trevor vaciló y dijo luego:

-James Pendrake. ¿Le suena familiar el nombre?

No le sonaba.

-Repítalo constantemente -dijo el doctor- hasta que se acostumbre a él.

-Ésta es su esposa, Mrs. Leonor Pendrake -dijo el doctor con satisfacción.

Le habían prevenido de su llegada, y Pendrake miró con auténtica curiosidad a la grácil mujer joven y de buen aspecto que aparecía en el umbral de la puerta.

No podía recordar siquiera el haberla visto nunca antes, pero ella avanzó rápidamente y le rodeó con sus brazos, besándole en los labios, tras lo cual dio un paso atrás diciendo:

-Es él. -Su voz sonaba como la de alguien que ha atravesado las puertas de una prisión ya abiertas a la súbita libertad. Dirigió una agradecida mirada al doctor, diciendo luego: -Gracias por habernos reunido. ¿Cuándo cree usted que podremos salir de aquí?

-Hoy mismo-fue la respuesta-. Puesto que tendrá adecuada asistencia médica, el mejor lugar para la recuperación de su esposo…-vaciló-para reconstruir su memoria es su propio hogar. Y no se preocupe…. no habrá publicidad alguna. Hablaré a su doctor. Como probablemente sabrá usted, la asociación médica desaprueba la publicación prematura de datos de casos. Verificaremos un estudio sobre el restablecimiento de su esposo, pero no daremos a conocer el informe hasta dentro de tres, cuatro o quizá cinco años.

En tiempo alguno volvió Pendrake a lo anormal". Subsistía algo de su capacidad. Mas no era ya por entero una condición autoprotectora. Donde antes había necesitado tan sólo mirar a la gente y a las cosas y no había tenido interés ninguno en cualquier verbalismo sobre ellas, ahora pedía y anhelaba datos. Se hicieron importantes los libros con su información.

En la finca Pendrake, en Crescentville, su cerebro no tardó en ser sutilmente extraviado. Leonor hizo una cosa femenina al no poder abstenerse de alterar los hechos de su larga separación. Y puesto que ello requería un cambio en otros muchos hechos personales, no tardó en edificar una fantasía de enorme amor en torno a su pasado común.

Leonor le contó su hallazgo del motor y la visita de ambos a las torres de aerogel, y cómo ella había pasado algún tiempo en una colonia agrícola de Venus.

-Se llamaban a sí mismos idealistas -dijo con acento indignado-. Decían que no deseaban que fuese llevada la locura de la Tierra a los planetas. Pero me retuvieron allí sin mi marido. Yo era la única mujer sola.

-¿Pero dónde estaba yo? -preguntó asombrado Pendrake.

Se estaban preparando para acostarse una noche cuando tuvo lugar esta conversación. Leonor no dijo nada hasta haberse embutido en su ropa de dormir, y luego fue a él diciendo con voz turbada:

-Se ha presentado alguna terrible emergencia, y debido a que tu cuerpo ha sido expuesto a las energías del mecanismo espacial, y que tu tipo de sangre es de una especie rara, tienen que emplearte en esta emergencia. Nunca lo comprendí, pero puesto que esto es lo que hizo que tu brazo rebrotara, no estoy contra ellos realmente. No puedo imaginar cómo te escapaste, habiéndote encontrado sin embargo en aquel hospital.

Posteriormente Pendrake yació tendido escuchando la suave respiración de- ella y considerando la información que ahora tenía sobre sí mismo. Era muy pequeña, y se sentía completamente expuesto y vulnerable, pues aquella gente que había intentado secretamente colonizar los planetas sabía indudablemente que su residencia permanente era Crescentville. La prueba estaba en que habían trasladado a Leonor a la Tierra y reintegrado a su hogar.

Ellos lo sabían…, pero él no.

Finalmente dio la vuelta y se dispuso a dormir con la decisión tomada. No podía dejar que la situación quedara en aquel confuso estado.

Tenía que descubrir la verdad.

Pendrake pasó bajo la arcada de la droguería, salió a la Calle Cincuenta… y se detuvo en seco.

Las torres gemelas de aerogel aparecían a través de la calle, exactamente en el lugar donde Leonor había dicho que estaban emplazadas. Hasta sentía una acusada sensación de familiaridad, como si realmente se hallase desperezándose su memoria. Pero rechazó aquello como una fantasía. Aceptaba que lo que sabía sobre sí mismo era exactamente lo que le habían dicho y nada más.

Sin embargo, al cabo de un momento se dio cuenta de que algo andaba errado. Vio lo que era. Leonor había dicho: "Hay un gran letrero que dice: "Proyecto Cyrus Lambton de Colonización de la Tierra"."

El rótulo no estaba allí.

Frunciendo el entrecejo, Pendrake cruzó la calle y fisgó a través de la ventana. Pero el anuncio más pequeño que ornara su interior, dando precisos detalles a los presuntos emigrantes…, había desaparecido igualmente.

Al otro lado del marco de la ventana, muy allá, se encontraba una mujer sentada ante un escritorio. Estaba de espaldas a él, y sin pensarlo supuso que era Mona Grayson, la hija del inventor de la máquina.

Pendrake empujó la puerta y entró. Había ido allá para sostener una charla con el doctor Grayson y podría tenerla.

-¿Puedo segvigte en algo?

El acusado acento alemán de la muchacha fue como una bofetada. Pendrake se detuvo y fue luego en torno a la mesa, quedándose mirando a la mujer.

Tenía un rostro rechoncho, cabello y ojos oscuros; y al cabo de unos instantes la ordinariez de su aspecto y la tosca calidad de su chapurreado inglés calmaron los tensos nervios de Pendrake.

Hizo un violento esfuerzo para rechazar sus sentimientos críticos. Después de todo, había habido en el país muchos científicos refugiados con sus familias. Evidentemente aquella mujer formaba parte de aquella invasión.

-¿Está el doctor Grayson?-preguntó.

-¿A quién debo anunciag?

-Pendrake -respondió él, parpadeando y de mala gana-. Jim Pendrake.

-¿De dónde?

Pendrake hizo un gesto impaciente en dirección a la puerta cerrada de la otra torre.

-¿Está ahí?

-Pasagué su nombgue si me dise pguimego de dónde viene. Mr. Birdman le esptigagá todo a usted.

-¿Mr. quién?

-¡Un momento, y lo llamagué!

Pendrake volvió a sentirse tenso. Había algo allá que no concordaba, pero no atinaba qué era. Y aquella caricatura de ópera cómica de muchacha de información no era algo que pudiera aclararlo. Por la razón que fuese, probablemente Grayson y los demás habían abandonado aquellas torres como centro de actividad interplanetaria, y un grupo de científicos alemanes se había hecho cargo de ellas. Alzó la mirada con brusca decisión, diciendo:

-No se preocupe en llamar a nadie. Ya veo que me he equivocado. Yo… -Hizo una pausa, cerró los ojos y volvió a abrirlos. El revólver de empuñadura nacarada estaba apuntando aún hacia él desde la esquina del escritorio de la mujer.

-Si hase usted un momimiengto-dijo ella-dispagagué con este agma sitengsiosa.

Apareció un hombre achaparrado y recio, de cabello pajizo y rostro pecoso, quien paseó una rápida mirada por Pendrake, diciendo luego en perfecto y coloquial americano:

-Buen trabajo, Lena. Estaba precisamente empezando a pensar que teníamos todos los hilos, y ahora aparece otro. Lo meteremos en un traje espacial y le embarcaremos por camión para el Campo A. Hay un servicio aéreo dentro de media hora. Ya le examinaremos después. Debe tener probablemente mujer y acaso algunas amistades.

Tras una hora de horrible y traqueteante viaje, fueron quitadas las ataduras que sujetaban a Pendrake, y al ponerse aturdidamente en pie vio una casa y otros edificios, y entre ellos un pequeño avión a chorro.

Uno de los camioneros le apuntó con un arma, conminándole:

_ ¡Vaya allí!

En el avión había tres hombres, quienes llevaban el mismo traje de plástico metálico que vestía Pendrake, y los cuales no dijeron nada cuando fue éste empujado a bordo.

Uno de los hombres le indicó un asiento; el que estaba en los mandos tiró de una palanca, y el aparato comenzó a moverse lentamente… y ascender. El total silencio del inmensamente potente movimiento era lo que Pendrake necesitaba. Leonor había descrito ese fenómeno. Era un motor Grayson.

Con sobrecogedora rapidez, el cielo se tornó azul oscuro. El Sol perdió su redondez y se convirtió en una llama fulgurante en un universo nocturno.

Tras el avión, la Tierra comenzaba a mostrar su forma esférica. Delante brillaba el globo creciente de la Luna.

Las luces del teléfono se empañaron con la conocida señal. Birdman tomó el receptor, notando la sensación de vacío que siempre experimentaba con aquella llamada.

-Birdman al habla, Excelencia.

La fría voz al otro extremo dijo:

-Le alegrará saber que al cabo de sólo tres días tenemos todos los datos necesarios sobre el individuo Pendrake. Como usted no ignora, es imperativo que localicemos para interrogarla a toda persona que pudiera tener algún conocimiento del motor Grayson, y que lo hagamos así sin despertar la más leve sospecha sobre nosotros. Por consiguiente, usted proveerá a que Mrs. Pendrake sea raptada y trasladada a la Luna. Oblíguela a escribir una nota para su servidumbre, por ejemplo diciendo que va a reunirse con su esposo, y puede por ello estar ausente de casa durante algún tiempo.

-¿No quiere usted que se le mate?

-Es innecesario en la Luna. Hay escasez de mujeres allí, como sabe. Dígale que tiene un mes para elegir un marido entre los operarios permanentes que allá se encuentran.

Se apagó la neblinosa luz, y el rechoncho Birdman se sacudió como un animal tras un aguacero. Fue rápidamente a una vitrina situada en una esquina de su despacho, apretó un botón abriéndola y brillaron las botellas de licor de su interior. Casi sin mirar cogió una, se sirvió un vaso de su ambarino contenido y se lo bebió de un trago.

Se estremeció un poco, al riego en su estómago, y volvió lentamente a su escritorio, pensando en cuán chusco era que el sonido de aquella voz le afectara siempre tan intensamente.

Pero tomó las necesarias disposiciones, tal como se le había ordenado.

Estaba tendido en la oscuridad.

Pendrake frunció el entrecejo. Recordaba la lucha con los tres alemanes-¡aquellos estúpidos que no le habían considerado peligroso!-y también el violento alunizaje.

Esto no lo había planeado, pero las cosas habían sucedido rápidamente, y en su resultado final no hubo tiempo para saber exactamente cómo funcionaban los controles del aparato.

Sí…, el violento alunizaje y lo que le había precedido aparecía bastante claro. Era la oscuridad lo que le confundía.

Era negra como la pez; y el espacio no había sido así, sino una especie de manto de terciopelo sembrado de minúsculos brillantes; y el Sol fulgurando y llameando a través de las portañolas del raudo avión… Oscuridad, pero no como ésta.

El fruncimiento del entrecejo de Pendrake se acentuó por la perplejidad e intentó mover su brazo.

Lo hizo de manera renuente, como si estuviera sumido en arenas movedizas…

Su mente dio un brinco de inmensa comprensión. ¡Piedra pómez pulverizada! Yacía en un "mar" de polvo de piedra asentado en algún lugar del lago de la Luna que eternamente se ocultaba a la Tierra; y todo cuanto tenía que hacer…

Irrumpió al exterior de la cárcel de polvo y quedóse parpadeando al fantasmal fulgor del Sol. Le desfalleció el corazón. Se encontraba en un vasto desierto. A un centenar de metros a su izquierda emergía de la arena un ala de avión. A su derecha, a cosa de un tercio de milla de distancia, había una sierra larga y baja a través de la cual caían sesgadamente los rayos solares creando densas sombras.

El resto estaba vacío, extendiéndose aquel pómez pulverizado hasta donde su vista podía alcanzar. Volvió a mirar el ala expuesta y con honda intensidad pensó: "¡El motor!" Con las mismas echó a correr. Sus zancadas eran largas y saltonas, pero no tardó en equilibrarse. Y había asomado la esperanza, pues no eran de mayor importancia las averías que pudiera tener la estructura de aquella supernave. Podían estar retorcidas las alas y abollado y destrozado su cuerpo metálico. Pero en tanto que el motor y su eje impulsor estuviesen intactos y unidos, el avión volaría.

Lo que le chasqueaba era la inclinación vertical de aquella ala. Empleando una placa suelta de metal excavó tenazmente durante cosa de media hora, llegando luego a la parte rota del ala.

Debajo no había nada; ni avión, ni motor, ni engranaje de cola…; únicamente pómez pulverizada.

El ala apuntaba al cielo, resto mudo de un avión que como fuera se había desprendido de una parte de sí mismo y remontándose luego a la eternidad. Si las leyes de la probabilidad significaban algo, el avión y su motor volarían por siempre a través del espacio.

Mas aún quedaba una esperanza. Pendrake echó a andar aprisa hacia la sierra. Las laderas de ésta eran más empinadas de lo que había supuesto y sumidas en negras sombras. Era difícil ver y resbalábase al desprenderse el polvo. Al cabo de minutos de esfuerzo se hallaba tan sólo a medio camino de la cima del cerro de setenta metros. Y el frío, que al comienzo fue soportable, se hizo intenso y mordiente en la piel, penetrándola pegajosamente. Unos minutos después tenía todo el cuerpo entumecido y sus dientes castañeteaban. Pasmado pensó que el traje, el condenado traje, debía estar fabricado de manera a distribuir con uniforme suavidad el directo y terrible calor de la luz solar no difundida, pero sin dispositivo alguno para el frío.

Llegó a la cima de la colina y quedóse con los ojos cerrados de cara al rayo del Sol, que estaba bajo; lentamente el calor volvió a fluir en sus venas; recordó su esperanza y miró en derredor detenidamente y con creciente desesperación, pues el avión no debió solamente haber desprendido su ala, sino estrellándose luego en algún punto cercano. Pero en todo su campo de visión la llana extensión de pómez estaba intacta, excepto por siete cráteres sombríos en la lejanía, semejantes a bocas de brujas chupando el firmamento.

Había andado más de una hora en dirección a ellos, asiendo aún la "pala" que era la placa metálica, antes de percatarse de súbito que el sol estaba más bajo de lo que había estado en el firmamento.

Estaba cayendo la noche.

Era un hombre solo corriendo de cráter en cráter, mientras un fantástico y destelleante sol se sumía cada vez más en un cielo que era más oscuro que el de la medianoche en la Tierra. Los volcanes extinguidos eran todos pequeños, teniendo el mayor sólo unos trescientos metros de diámetro. En sus simas se recortaban largas sombras proyectadas por los oblicuos rayos solares; únicamente por los reflejos de la luz en las paredes podía Pendrake ver que también allí había extendido el océano de pómez sus silenciosas y envolventes olas de polvo.

Dos… cuatro, cinco cráteres; y aún no había la menor muestra de lo que estaba buscando. Como en los otros, trepó el sexto por el lado del sol y quedóse luego escudriñando extenuadamente las negras sombras de la angosta sima a sus pies. Pómez, melladas aristas de lava, protuberantes rocas que eran más sombrías que las sombras que las sumían… era algo tan conocido ya, que sus ojos se posaron casi automáticamente y pasaron desanimada revista.

Mas se hallaba su mirada a treinta metros de la entrada de la caverna del distante fondo cuando se dio cuenta de que había tenido éxito en su búsqueda.

Se sintió como en el filo de la eternidad. El borde del cráter parecía emparedado entre la negrura punteada de luz del espacio y las acusadas protuberancias del muerto volcán. Corrió. El sol era una burbuja ígnea en un cielo de raso. Parecía estremecerse a la derecha, como equilibrándose para la zambullida. Su luz proyectaba sombras que parecían más alargadas y más intensas a cada momento que pasaba; cada surco, cada anfractuosidad, cada desigualdad, tenía su propio lecho de oscuridad.

Pendrake evitó las sombras, que emitían ondas de frío que entumecían las piernas al penetrarlas. Tenía en su traje una linterna de mano, el único instrumento de que le habían provisto sus raptores. La encendió. El sol era un cuarto de disco con flámulas un arco luminoso alzado en el terreno a su izquierdá. Los sobresalientes cráteres se hallaban sumidos en densa oscuridad turbadora. Pendrake se estremeció y saltó abajo, al primer nivel de la caverna. El haz de luz de su linterna mostró el piso de polvo de pómez.

El espantoso frío le oprimió al excavar. No bastaba ahora cada violento movimiento, como cuando le daba el sol. El frío comía, consumía su fuerza. La placa metálica que hacía de pala le resbalaba en la entumecida mano.

Finalmente se tendió como un viejo exhausto en la somera zanja que había excavado en el polvo, y con frenética voluntad comenzó trabajosamente a cubrirse. Su último esfuerzo físico lo efectuó al sacar la mano a través del cobertor de polvo para apagar la linterna. Luego quedóse inmóvil, con el cuerpo semejante a un helado, y formándose en sus mejillas placas de frío.

Tuvo la manifiesta impresión de hallarse en su sepultura. Mas la fuerza vital que en él había era tenaz e indomable. Sintió más calor. El hielo se despejó de sus huesos, su carne comenzó a hormiguear, su entumecida mano ardió de dolor, y sus dedos se ablandaron. Su calor animal se expandió a través del traje produciéndole una magnífica sensación agradable y reconfortable. No podía calentarse tanto como hubiese querido, pues la temperatura era demasiado baja para ello. Al cabo de largo rato se le ocurrió que el estar enterrado no era solución para nada. Debía ir más a lo hondo, más profundamente en el interior de la hoya lunar.

Tendido allí en su solitaria fosa de pómez, Pendrake notó una singular sensación, la de que había algo, de que no todo estaba perdido, que había allí un medio para él. Su mente razonadora se prendió a aquella misteriosa sensación, elaborando la creencia de que realmente debía hallarse muy cerca la base secreta de Alemania Oriental en la Luna.

También los alemanes debieron haber ido al interior. Más abajo sería mayor el calor. Sólo la fricción de la roca semi-viscosa y el metal, producto de los propios tortuosos retorcimientos de la Luna, crearía una temperatura especialmente superior que podía ser mantenida mediante el pómez y la lava de la superficie. Había naturalmente el problema de conseguir alimentos y agua, pero con una nave espacial perfecta podían transportar cuanto necesitaran.

Pendrake se esforzaba ahora por salir de su fosa, por lo que ahuyentó otros pensamientos de su mente. Poniéndose finalmente en pie, encendió su linterna y comenzó a bajar.

– La trayectoria era retorcida, como si la caverna hubiese sido antaño el túnel tubular de un volcán activo… deformado por la mudanza de la corteza lunar. Abajo, abajo, lentamente abajo. Pendrake no recordaba en absoluto cuántas veces buscó calor en un lecho de polvo. Durmió dos veces, mas tampoco tenía la menor idea de durante cuánto tiempo. Podía haber sido un dormitar de minutos, o tal vez un sueño de horas en cada ocasión.

La caverna era infinita. Un mundo de noche a través de la cual la luz de su linterna se abría paso a intervalos como una tenue llama. No tenía compasión alguna por sí mismo, sino que seguía sumiéndose, a veces a la carrera, tras breve destellar de su luz, para precaverse de posibles peligros que pudieran revelarse. Otras cuevas comenzaban a formar ramales con la caverna principal. A veces no eran lisa y llanamente más que ramas. Pero cuando existía una posibilidad de confusión, Pendrake se detenía, permaneciendo allí mientras le mordía el frío… hasta marcar claramente una flecha indicadora de la dirección por la que había venido.

Durmió de nuevo, y otra vez. Cinco días pensó sabiendo que podía estar equivocándose neciamente. Un cuerpo sometido a un frío mortal debe necesitar más sueño que el normal para recuperarse. Toda su gran fuerza no podía impedir tal reacción del sistema humano. Cinco sueños… cinco días. Los contó ceñudo en total, y añadió cada sueño como un día… seis, siete, ocho, nueve…

El calor aumentó gradualmente. Durante largo, larguísimo tiempo, no se dio cuenta de ello. Mas finalmente cobró conciencia de que estaban espaciándose aquellos frenéticos enterramientos. Hacía aún un frío tremendo el décimo "día", pero su presión era menor; ya no una cosa mordiente y entumecedora. El calor subsistía más tiempo en su interior. Por primera vez pudo caminar a lo largo y darse clara cuenta de que era una locura continuar en aquella noche eterna.

Otros pensamientos le asaltaron también. Tenía que abandonar la esperanza de que la salvación estaba aún más lejos ante él. Debía comenzar a volver hacia la superficie, donde podría efectuar una búsqueda desesperada de alguno de los campamentos alemanes. Era la cosa lógica a hacer, razonó.

Pero los pensamientos no impulsaron a la acción, pues siguió moviéndose adelante.

En las horas que siguieron hubo momentos en los que Pendrake olvidó cuál era su esperanza, y horas amargas en las que maldecía la intensidad de la fuerza vital que le impelía a aquella desesperada búsqueda. Pero la misma vaguedad de sus planes corroía su voluntad, debilitada ya hacía tiempo por las punzadas del hambre, consumido ya su bien administrado racionamiento, y por una sed tan terrible que cada segundo parecía una hora, y cada minuto el infierno.

Vuélvete, decía su cerebro. Pero sus pies seguían desatentos, abajo y abajo. Tropezó y cayó, y se levantó. Hizo un giro de horquilla que conducía al pasillo iluminado, casi sin ver. Y se hallaba atravesando la entrada cuando le penetró su realidad.

Pendrake se zambulló tras una gran protuberancia rocosa, y tendióse temblando, tan débil, tan remiso a la reacción, que durante unos minutos su único pensamiento fue que el fin había llegado ya.

La recuperación se produjo a duras penas Su energía nerviosa, aquel extraordinario depósito de su gran fuerza, estaba agotado. Mas su espíritu surgió una vez más a la vida. Cautelosamente fisgó sobre la arista de la roca tras la cual se agazapaba su cuerpo embutido en el traje espacial. Era desde luego una locura pensar que había visto moverse figuras a lo lejos, pero…

El pasillo se extendía ante su vista en gradual inclinación hacia abajo. Su intensa mirada demostró que estaba vacío de vida. Tardó un largo momento en percibir que no estaba iluminado por bombillas eléctricas, y que era errónea su inicial impresión, la de que la luz significaba la presencia de alemanes

Se encontraba solo en una antigua cueva profundamente sumida en el satélite terrestre, al igual que un gusano que serpeara de una arteria seca de la carne desmigajada de alguien.

El resplandor de las paredes no era de igual tonalidad, ni se hallaba espaciada de acuerdo a cualquier pauta discernible. Al ir con la misma cautela hacia delante, se le proyectaron puntos y salpicones de luz. Había una larga y temblorosa hilera en la pared derecha, un tosco creciente en la izquierda, y otras formas indefinidas destellaban y parpadeaban a lo largo del pasillo hasta donde alcanzaba la vista. Pendrake pensó ansiosamente que alguna especie de mineral radiante podría ser dañino…

¡Dañino! Su amarga carcajada produjo un eco en su casco espacial, abrió nuevas grietas en sus labios tumefactos por la sed, y cesó bruscamente al hacerse insoportable el dolor. Un hombre al borde de la muerte no tenía que preocuparse de nuevos peligros. Siguió sumiéndose aturdidamente durante unos instantes. Y lentamente penetró de nuevo la presencia de la luz. La verdad estalló en él de súbito, al hacer una pausa en un recodo, y se encontró con la mirada fija en un largo pasillo inclinado cuya luz se amortiguaba desvaneciéndose en un punto distante.

¡El pasillo era artificial!

¡Y antiguo! Fantásticamente antiguo. Tan antiguo que las paredes, las cuales debían haber estado tan lisas como el cristal y sido más duras que cualquier cosa que los seres humanos hicieran jamás, paredes radiantes en cada elemento, se habían desmoronado por la presión de innúmeras centurias. Desmoronado… y aquel túnel abrigado, retorcido y salpicado de luz era el resultado.

Dio un traspiés y le atravesó el sagaz pensamiento de que aquel resplandor radiante le permitiría ahorrar luz de su linterna. Por alguna oscura razón, aquello parecía inmensamente importante. Comenzó a reír entre dientes nerviosamente. Parecía de súbito irresistiblemente cómico que él que había estado a punto de morir, hubiese llegado en el último instante de su vida a aquel universo subterráneo en el que vivieron seres antaño.

Su risita se convirtió en alborozada e indomeñable risa, la cual finalmente cesó por puro agotamiento, y se recostó débilmente contra la pared, con la mirada fija en el arroyuelo que atravesaba la cueva, borboteando de una gran hendidura en la roca, y remolineando hasta perderse de vista en un boquete de la pared opuesta. "He de cruzar solo esa corriente -se dijo confiadamente-, y luego…".

¡Corriente! El choque de la percatación fue tan terrible en la náusea que provocó, que se tambaleó y cayó como un animal aturdido por un mazazo. El choque violento del metal y el plástico en la roca resonó en sus oídos; y el impacto y el estrépito le devolvieron cierta cordura.

Se hizo más alerta, más consciente, salió más de su estupor.

¡Agua! La sorpresa de su presencia fue para él una conmoción aún más violenta. El pensamiento, la reflexión, se hicieron tan grandes que tras proyectar claridad en su cerebro y distender sus músculos, seguían siendo enormes. ¡Agua! ¡Y corriente! Pensando en ello, desapareció el frío de tanto tiempo. Tenía que mantener la cabeza despejada, hubiese o no aire. Como fuera había de sobrevivir si llegaba al agua.

Se puso vacilantemente en pie y vio a los hombres que venían hacia él. Parpadeó al mirarlos, y finalmente pensó pasmado: "¡Ni corazas ni cascos! Raramente vestidos, sin embargo. ¡Cuán extraordinario era aquello!".

Antes de que pudiera pensar más, hubo un patuleo detrás de él. Giró en redondo y vio a otra docena de hombres acudiendo en aquella dirección. Al instante brillaron navajas y una ronca voz aulló:

-¡A muerte con ese cochino espía que se oculta!

-¡Eh! -aulló a su vez Pendrake.

Su voz se ahogó en un coro de alaridos sedientos de sangre. Fue empujado y zarandeado violentamente; y no tenía fuerzas ni siquiera para levantar un brazo. Y en el mismo momento que una cachiporra le asestó un sesgado golpe en la cabeza, su pasmo llegó al colmo, debido a que… ¡sus asaltantes no eran alemanes!

Cuatro años habían transcurrido desde que Pendrake hallara el motor en aquella tarde de agosto de 1972; y casi un año había pasado ya desde que escapara a las amazonas de Jefferson Dayles, la mayor parte de él en compañía de Leonor, recuperándose y rebrotando su brazo una vez más. Era de nuevo verano. En aquel mes de agosto de 1976, según toda apariencia exterior no existía ni un indicio en cuanto al destino de un aviador desaparecido y de su mujer raptada: En aquellos días vitales, nadie parecía interesado en los paraderos de Mr. y Mrs. James Pendrake.

Sin embargo, había una pista.

Finalizaba agosto de 1976. La Tierra suspiraba con diez mil vientos. Flameó el 1 de septiembre a través de la línea del calendario internacional. Para cuando alcanzó la costa oriental americana, soplaba un nordeste, y una serie de meteorólogos trazaban sus isobaras y manifestaban lacónicamente que el invierno sería precoz aquel año.

En la media tarde del 1 de septiembre fue descubierto el oculto rastro. El Comisario del Aire Blakeley se restableció de un violento ataque de gripe y volvió a su despacho. Y al pasar revista a los acontecimientos, dio con un archivador sobre una tal Mrs. Pendrake. El nombre no le provocó de momento ningún recuerdo.

-¿Por qué se encuentra esto sobre mi escritorio? -preguntó a su secretaria.

-Esa mujer intentó entrevistarle cuando estaba usted enfermo-fue la respuesta-. Parecía histérica y farfullaba algo sobre un motor atómico y una organización que estaba transportando emigrantes a Venus. Todo ello sonaba a demencia, pero cuando intentamos ponernos en contacto con ella ayer, en su casa me informaron que se había marchado sin decir nada a nadie. Se encontró posteriormente una nota pero el criado que me lo participó, me dijo que la escritura no parecía ser de puño y letra de Mrs. Pendrake. Y debido al previo contacto de usted con los Pendrake -es decir, con Mr. Pendrake-me pareció muy oportuno presentar la cosa a su atención.

Blakeley asintió y se retrepó en su butaca, mientras una luz se hacía en su cabeza.

-¡Pendrake! -murmuró. Seguidamente se sonrojó con recordada humillación -a "El manco que me arrojó de su casa, y que algún tiempo después me envió una lista de nombres y direcciones de científicos atómicos!…"

Su pensamiento quedó en terrible suspenso de premonición. Una tormenta de sangre martilleaba sus sienes. "¡Esto puede arruinarme!", pensó. Tras breves instantes, y sumamente pálido, repasó la carpeta de Pendrake y releyó la carta con su lista de nombres: Dr. Mc Clintock Grayson, Cyrus Lambton… Pensando en ello, había leído sobre la muerte de estos hombres en un accidente… Aquel asunto parecía más importante a cada momento. Sudando, leyó su propia respuesta a la carta de Pendrake. "…Sería inútil una correspondencia ulterior…"

Durante un largo minuto quedóse con la mirada fija en el maldito documento. Finalmente contrajo la mandíbula. apretó el botón zumbador de llamada, y dijo:

-Póngame primero con Cree Lipton, del Departamento Federal de Investigación, y llame luego a Ned Geskins, el procurador de patentes…

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El hombre achaparrado penetró en el hotel por la entrada secreta. Se sintió escrutado, pero finalmente se abrió la puerta. Fue conducido por un largo pasillo, y minutos después se hallaba en el lugar sagrado interior.

-¡Excelencia! -se inclinó.

El hombre flaco y de elevada estatura que se sentaba ante un amplio escritorio metálico en un despacho que daba a la Quinta Avenida, posó en él una mirada fija de ojos que eran como destellantes boquetes en su cabeza, de tan intensos y brillantes.

-Herr Birdman -dijo-, la FBI está investigando la desaparición de Mrs. Pendrake. Han hallado ya que aterrizó un avión y se remontó seguidamente. Eso debió haber sido prohibido.

El interpelado farfulló consternado:

-Quizás esos hombres no tuvieron otro remedio. A veces son necesarias las partidas rápidas.

-No me interesan las razones. -La fría voz era implacable-. Sólo una cosa salva a esos hombres de severo castigo. Hasta ahora, nadie nos ha relacionado con el asunto, y así acaso ha llegado el momento, como precaución final, de incendiar ciertos edificios, de acuerdo al Plan D2. Hemos de asegurarnos de que no quede nada que sirva para incriminarnos. Cuide de ello.

-Será hecho, Excelencia, al instante.

-Algo más aún. En cuanto al propio Pendrake… no hemos de suponer que está muerto. Su rastro desde el ala destrozada del avión conduce a una caverna en el cráter. Una somera investigación mostró que se encontraba aún con vida a una profundidad de una milla, pero que a intervalos se enterraba, por lo que debemos suponer que en el accidente aéreo se averió el mecanismo calorífico automático de su traje espacial… Para asegurarnos sobre el particular, creo que debemos organizar una campaña contra los moradores de la caverna. Hemos tolerado ya sus pillajes durante bastante tiempo…

Pendrake se despertó al son de un melodioso zumbido, que provenía de alguna parte a su izquierda; mas por el momento, la deliciosa debilidad de cada uno de sus nervios y músculos, y el antiguo placer físico de yacer sobre algo mullido y cómodo, menguó su deseo de volver la cabeza y mirar al hombre cuya gorjeante tonada le había despertado.

Al cabo de un momento tuvo la clara conciencia de estar con vida, lo cual no encajaba con lo que antes había pasado.

Pero quedóse tendido aún, y, al cabo de unos momentos frunció el entrecejo asombrado ante una bóveda iluminada que debía hallarse a una milla de altura. Cerró los ojos, sacudió la cabeza como para despejar su cerebro de alguna fantasía, y volvió a abrirlos. Aquel tremendo techo se encontraba aún allí. Lo que había sido una angosta entraña se había abierto como fuera, y trocádose en una inmensidad subterránea.

La visión aceleró todo su ser. Notó que le rozaba una suave brisa portadora del dulce aroma de las cosas en crecimiento, un perfume de jardín y de árboles en flor. Pendrake se agitó en acumulante excitación. El movimiento le hizo reparar que no se encontraba ya embutido en el traje espacial.

El movimiento hizo algo más. Cesó el zumbido. Sonaron pisadas. Y la voz de un hombre joven dijo:

-¡Oh, está usted despierto!

Apareció a la vista quien así habló. Era un joven cenceño de delgado rostro y ojos brillantes. Llevaba una antigua zamarra raída, y tenía las piernas cubiertas por pantalones que se trabillaban bajo los zapatos.

-Ha estado usted inconsciente durante cuatro períodos de sueño-dijo-. He estado vertiéndole agua y jugo de frutas entre los labios cada rato. A propósito, mi nombre es Morrison.

-Estaba perdido -dijo Pendrake, parpadeando al decirlo, pues no brotaron las palabras, sino un ronco y rasposo sonido.

-Será mejor que no intente hablar aún -aconsejó el joven-. Está usted aún muy indispuesto. En cuanto tenga fuerza suficiente, será llevado ante el Gran Deforme para el interrogatorio… por eso es que se le ha mantenido vivo.

Las palabras no penetraron en seguida. Pendrake, pensaba inmóvil que el frío y su voluntad le habían sostenido en su marcha. Así pues, estaba con vida. Y en cuanto a aquel tipo, Gran Deforme…

-¿Gran qué?-murmuró asombrado, logrando esta vez que fuera comprensible.

El joven le dirigió una sonriente mueca expresiva, diciendo:

-En efecto, ése es su nombre. Alguien le llamó así alguna vez, se encariñó con el nombrecito, y nadie se ha atrevido nunca a decirle su significado. Mire, es neandertalense. Ha estado aquí millones de años cuando menos, casi tanto tiempo como la bestia-diablo de la sima.-En el rostro del joven se dibujó una expresión sobresaltada, y dijo alarmado-. ¡Oh, no debí haberle dicho esto! -Apresado por súbito pánico, bajó jadeante al lado de Pendrake y le asió de un brazo-. ¡Por lo que más quiera-murmuró roncamente-, no diga a nadie que yo le conté lo viejos que somos acá abajo! Yo le he cuidado a usted de la mejor manera. Le he vuelto a la vida; le he alimentado. Me destinaron a tenerle encerrado… soy un guardián y usted está encarcelado… pero yo le saqué aquí y…-Se interrumpió-. ¡Por favor, no lo diga!

Su rostro era una contorsionada máscara de miedo… que cambió a la astucia, y luego a la ferocidad. Bruscamente sacó la navaja que por primera vez vio Pendrake que tenía en una vaina bajo su zamarra.

-Si no lo promete-amenazó salvajemente-, tendré que pretender que intentó usted escapar, por lo que no tuve más remedio que matarle.

-Desde luego, lo prometo -respondió Pendrake, recobrando una voz más normal, aun cuando todavía fuese como un cuchicheo. Al instante vio en los desencajados ojos de la aterrorizada criatura que se agazapaba a su lado que ninguna simple promesa podría apaciguarla. El peligro hizo su cuchicheo más fuerte, al decir presuroso-. ¿Es que no ve usted que si yo sé algo que ellos no quieren que sepa, es en mi propio interés el reservarme la información? Lo ve, ¿no es así?

Lentamente se apagó el miedo en los ojos del joven, quien poniéndose vacilantemente en pie, comenzó luego a silbar suavemente, hasta que al final dijo:

-De todos modos le arrojarán a usted a la bestia diabólica. No tienen consideración alguna, excepto con las mujeres. Pero mantenga en silencio mi nombre y lo que le he dicho, eso es todo.

-De acuerdo.

Pendrake musitó la palabra y compuso algo como una sonrisa, pero estaba pensando foscamente: "Duerme ligeramente. Al tanto con una navaja… en el sueño".

Debió haberse quedado dormido en el momento en que este pensamiento se estaba formando en su mente.

Su primera consideración al despertarse la segunda vez, fue: Un hombre llamado Morrison… en el centro de la Luna. Aquellos hombres vinieron de la Tierra y habían estado aquí largo tiempo. Era un extraño fenómeno, y debía descubrir rápidamente más al respecto.

A su lado hubo un tenue ruido, y un rostro delgado y conocido se inclinó sobre él.

-¡Vaya! -dijo Morrison-. ¡Ya está despierto de nuevo! He estado esperando, escuchándole hablar en sueños, y habló mucho. Según las órdenes, debo comunicar todo cuanto usted dice.

Pendrake empezó a asentir, a medias para sí mismo, aprehendiendo su mente sólo las palabras; y luego el más amplio significado de las mismas, la imagen mental de alguien-allá afuera-, alguien llamado Gran Deforme, dando órdenes, recibiendo ladinamente los informes de los espías, otorgando temporales demoras de ejecución… Bruscamente, se sintió afrentado, y se incorporó.

-Oiga -comenzó-¿quién diablos…?-Su voz era clara y recia, pero no fue la percatación de la fuerza recuperada lo que le detuvo en seco. Lo que sucedió fue que al incorporarse, quedando sentado, vio una escena que no había percibido al hallarse tendido.

Bajo él había un poblado emplazado en un jardín de árboles y flores. Veíanse amplias calles, y hombres y mujeres extrañamente uniformados.

Dejando a la gente, su mirada recorrió de horizonte a horizonte. En el extremo del poblado había una verde pradera con ganado pastando. Más allá, el techo de la caverna descendía hasta unirse con el suelo en algún punto bajo el risco, punto invisible desde donde él se hallaba sentado.

Durante un momento le prendió aquella línea donde se unían un radiante firmamento cavernario con su horizonte.

Luego su mirada volvió al lindo poblado, que comenzaba a unos cincuenta metros. Había primero una hilera de elevados árboles repletos de grandes frutos grises, árboles que abrigaban el más próximo de diversos edificios. Su estructura era pequeña, de delicado aspecto. Parecía haber sido construido de alguna sustancia semejante a la concha. Relucía como si tuviese luz interior que se filtrara a través de sus translúcidas paredes. Su diseño era más bien el de una colmena que el de una concha marina, pero también tenía semejanza con ésta. Los otros edificios que destellaban atormentadoramente entre los árboles, diferían ampliamente en los detalles, pero en todos se hallaban presentes el motivo arquitectónico central, y el básico material resplandeciente.

-La ciudad ha sido tal cual es -dijo la voz de Morrison-desde que yo vine en 1853, y Gran Deforme dice que así era también cuando…

Pendrake se volvió. La mención de las fechas era aturdidora, pero asió la ocasión por los pelos.

-Y él ha estado aquí alrededor de un millón de años, dijo usted.

El enjuto rostro se contrajo inquieto. Él hombre miró presuroso en derredor, y su mano se posó en la empuñadura de la navaja, que soltó al fijarse en Pendrake. Estaba temblando.

-No repita eso-murmuró desesperadamente-. Fui un loco al decírselo, pero se me escapó, eso es todo. Se me escapó.

No había engaño alguno en el manifiesto miedo. Era bien real, y hacía también real todo lo demás… los millones de años, Gran Deforme, y la ciudad eterna de abajo. Durante un largo segundo, Pendrake examinó la expresión del canijo rostro, y luego dijo:

-No diré una palabra, pero quiero saber qué es de todo eso. ¿Cómo llegó usted aquí a la Luna?

Morrison cambió, y el sudor inundó sus mejillas. Pendrake sintió una intensa incredulidad de que cualquier hombre pudiera estar tan atemorizado.

-No puedo decírselo -respondió Morrison con acento de pánico en la voz-. Me echarían también a la bestia. Gran Deforme ha estado diciendo que hay demasiados de nosotros aquí desde que capturamos a esas muchachas alemanas.

-¡Muchachas alemanas! -exclamó Pendrake, deteniéndose al punto, con sus ojos entornados semejantes a cabezas de alfiler. Eso se refería indudablemente a las mujeres uniformadas que había visto en las calles. ¿Pero qué cisco era el que estaban armando aquellos moradores de la caverna por sí mismos?

Morrison proseguía, con tono incisivo:

-Gran Deforme y sus compinches se vuelven locos por las mujeres. Gran Deforme tiene cinco esposas, sin contar las dos que se suicidaron, y ha enviado fuera a otra expedición de secuestro. Cuando vuelvan… bueno, sólo busca una oportunidad para matar a todos los hombres decentes.

El cuadro aparecía más definido, más clara la imagen; los detalles que faltaban no tenían importancia fundamental. Pendrake, ceñudo y frío, visualizó mentalmente el cataclismo que había llevado el infierno al Jardín del Edén de la Luna. Aquellos estúpidos, Morrison y otros como él, pensó, estaban esperando como un rebaño de atemorizadas ovejas la matanza, y hasta canturreaban alegremente tonadas para pasar el tiempo. Abrió los labios para hablar… pero fue impedido por una voz que bramaba como un toro tras él.

-¿Qué es eso, Morrison? ¡El prisionero está lo bastante fuerte como para sentarse y no has informado! ¡Ea, extranjero, vámonos! ¡Voy a llevarte ante Gran Deforme!

Durante un momento, Pendrake se quedó tan inmóvil como un muerto. Finalmente le atravesó como un acero el pensamiento de que estaba demasiado enfermo, demasiado débil. La crisis había llegado demasiado pronto.

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